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Cosas peores

He aquí un cuento sobre la infancia, la enfermedad y la crueldad humana de Margarita García Robayo (1980), escritora colombiana radicada en argentina. Entre otros reconocimientos, su libro Cosas peores (2014), del que proviene esta narración, fue ganador del Premio Casa de las Américas. El texto está tomado de este sitio y su anécdota, imagino, de más de un caso de la vida real, a la que no le faltan historias sobre el mal que viene del interior del propio cuerpo o de la comunidad que nos rodea.

Margarita García Robayo (fuente)

COSAS PEORES
Margarita García Robayo

Titi se llamaba Ernesto, como su tío materno, que hacía las veces de papá. El papá de Titi vivía en otra ciudad con su otra familia, pero iba a visitarlo cada quince días. No era una ciudad lejana. Quedaba a una hora en carro y su papá tenía un carro rapidísimo. Titi solía esperarlo sentado en la vereda de su casa, vestido con un jean oscuro y una camisa de manga larga, que le daba calor. A su mamá le gustaba vestirlo así cuando venía su papá. Desde la vereda, Titi podía oír el motor resonando cuadras antes de llegar; a los pocos segundos sonaba un chirrido y se levantaba una polvareda de tierra amarillenta que lo cubría todo.
      En su cabeza –como solía explicárselo a sí mismo, o a veces a su tío Ernesto– a Titi le gustaba ver a su papá, pero en la vida real no la pasaba tan bien con él: no compartían muchas cosas. El papá de Titi, que se llamaba Daniel, era esencialmente un tipo atlético. Practicaba todo tipo de deportes y corría cada mañana con un grupo de personas que se inscribían en las maratones de aficionados que organizaban las marcas deportivas. Titi no había heredado ni uno solo de esos genes. Era un caso raro. Su mamá, que se llamaba Fanny, no era tan atlética como su papá, pero era una mujer espigada como una garza: así le decían las amigas del club de lectura, que se reunían los martes en su casa. Cada vez que le decían eso, ella miraba de reojo a Titi, que simulaba estar viendo televisión echado en el piso de la sala, panza arriba, como un pequeño mamut. Luego le indicaba a sus amigas, con señas, que por favor hablaran de otra cosa.
      —Naciste así, mi amor, no hay nada que podamos hacer para remediarlo —le explicó su mamá la primera vez que Titi le preguntó por qué era tan pero tan gordo.
      Titi había nacido con un sobrepeso poco común, y su condición, según los médicos, no supo tratarse desde temprano. Al principio, Fanny no veía mayor problema en que fuera un bebé gordo; al contrario, para ella era un síntoma de buena salud. Daniel, en cambio, insistió en que lo sometieran a una dieta, que consultaran a un especialista en nutrición.
      —¿Quieres que le haga una liposucción? —decía Fanny—. ¿Quieres que tu hijo se parezca a la anoréxica de tu amante?
      Para ese momento el papá de Titi ya vivía con su otra mujer. Ella sí era como él: atlética. También era mucho menor que Fanny y trabajaba en una multinacional, no en una biblioteca pública. Cuando Titi tenía cinco años, tuvo una hermanita que a los seis meses ganaba carreras de gateo en el nursery al que la llevaban; a los nueve meses caminó; a los catorce meses corría a la velocidad de una liebre cazadora. Al menos eso le contaba su papá, que había mandado a hacer camisetas con una foto de la nena empuñando un trofeo en forma de biberón, que decía: «Soy veloz». Cuando Titi se ponía la camiseta, la cara de su hermanita se ensanchaba hacia los lados. Pero no se la puso muchas veces. Faltó que Fanny la descubriera entre la ropa sucia para que empezara a usarla como trapo de limpiar.
      Su papá dedicaba buena parte de las veladas que pasaban juntos a tratar de convencerlo de que practicara algún deporte o de que, al menos, cada mañana le diera una vuelta caminando a la manzana de su casa.
      —El primer día camina hasta la esquina y vuelve. Después súmale la cuadra siguiente, y así, cada día te vas poniendo nuevas metas.
      Titi lo escuchaba atento, mirándolo de frente, mientras succionaba el sorbete de su jugo de frutas sin azúcar, que era lo único que le permitía tomar su papá cuando salía con él.
      —¿Lo vas a hacer, hijito? —le preguntaba al final, con una cara de desolación que hacía que Titi asintiera enérgico, aunque sabía que nunca haría cosa semejante; no podía hacerlo por lo de su insuficiencia respiratoria. Le parecía extraño que su papá no supiera eso, pero tampoco tenía ganas de explicárselo.

***

Hubo una época en que las compañeras de colegio de Titi se dedicaron a rondarlo sigilosas: se le iban acercando de a poquito y, de buenas a primeras, le pinchaban la barriga con lápices de punta afilada para ver si se desinflaba. A veces le sacaban sangre, y eso era grave porque Titi tenía problemas de coagulación. Entonces corría hasta la enfermería, con dificultad, para que lo curaran y llamaran a su mamá o a su tío. Los niños le hacían otras bromas: le llenaban el pupitre con restos de comida. En general lo hacían el viernes, al final del día, y cuando Titi llegaba el lunes se encontraba con una nube de abejas y moscas sobrevolando su puesto, embutido de comida podrida. Por eso ya no dejaba los libros ni los cuadernos. Cargaba con todo, todos los días, a pesar de que le hacía doler la espalda. Por suerte, su tío Ernesto lo llevaba cada mañana y lo buscaba cada tarde, y lo ayudaba con la mochila. Pero en el colegio se lo veía andar por ahí, con la cara mantecosa de sudor y su bulto de libros a cuestas como un gran caparazón. Algunas maestras lo invitaban a merendar con ellas; entonces Titi podía descargarse y sentarse un rato a descansar. Titi siempre quiso a sus maestras, aunque no entendía por qué ellas no podían hacer que sus compañeros dejaran de molestarlo.

***

Cuando Titi cumplió doce años dejó de usar jeans. La talla de niño grande o adulto pequeño no le quedaba, y la de adulto medio le daba vergüenza. «¿Vergüenza con quién?», chillaba Fanny, y Titi miraba a la vendedora de la tienda y alzaba los hombros. Optaron por las sudaderas de algodón. Por esa época su tío Ernesto dijo que ya era hora de que le dieran un poco más de independencia: a los doce años todos los muchachitos iban y venían del colegio en bicicleta o en bus. El mismo Titi, con su permiso, ya había salido solo algunas veces. Fanny se opuso. Primero, Titi no cabía en los asientos de los buses y la gente, en vez de ser comprensiva y solidaria, lo empujaba brusca, haciendo que el muchachito se replegara como un bulto hediondo en el escalón del fondo, donde no podía ver bien la parada de su casa y terminaba pasándose. Eso a Titi no le parecía particularmente malo: sentado allí podía mirarle los calzones a las señoras que iban de falda y eso le gustaba. Segundo, la bicicleta de Titi era demasiado aparatosa y nunca había aprendido a manejarla bien. Se podía caer y raspar y, Dios no lo quisiera –decía Fanny con el mentón tembloroso–, desangrarse antes de que llegara una ambulancia.
      No se volvió a mencionar el tema.
      —¿Cómo estuvo tu día, campeón?
      Últimamente su tío le decía campeón, y eso a Titi no le gustaba. Estaba claro que él no era ni sería nunca campeón de nada, y le parecía una grosería que alguien le dijera eso. Titi alzaba los hombros y le gruñía a su tío algo incomprensible como única respuesta.
      —Es la adolescencia —le decía Fanny a su hermano cuando él le venía con que Titi se estaba portando raro: hosco e introvertido. A Fanny le molestaba la atención excesiva que algunas personas ponían en las deficiencias de su hijo, como si todo lo que hacía o dejaba de hacer tuviera que ver con su peso. Y no, se decía Fanny, había cosas que no. Ernesto no insistía, pero se quedaba incómodo y molesto porque, a medida que crecía, Titi se iba haciendo una persona más ausente. Se pasaba horas con los ojos enterrados en un jueguito electrónico que consistía en cazar personas con una red inmensa que se autogeneraba a partir de los gargajos que lanzaba el jugador: un muñeco diseñado por Titi, a imagen y semejanza del propio Titi.

***

—Su condición le impide socializar normalmente; pasa más tiempo en la enfermería que en el salón de clases.
      La profesora hablaba de un modo que a Fanny le pareció absolutamente impostado:
      —No será para tanto —dijo.
      Daniel, que estaba a su lado, la miró como si recién la descubriera.
      Para ese momento Titi tenía catorce años, pesaba ciento nueve kilos y le habían descubierto una nueva afección: era alérgico. No era alérgico a tal o cual cosa, era simplemente alérgico. Cada tanto le aparecían unas protuberancias en la piel que le picaban horriblemente y solo podían controlarse con una inyección carísima.
      —¿Y usted qué nos recomienda, señorita? —dijo Daniel, frunciendo el entrecejo, mirando a la profesora con un gesto que intentaba aparentar preocupación pero que, Fanny sabía, era lascivia pura y dura.
      —Yo diría que necesita un colegio especial —dijo la profesora, y Fanny sintió como un puñetazo en la cara. Miró a Daniel, que estaba pensativo: su frente atravesada por tres líneas rectas y profundas. Imaginó que él imaginaba cosas que podría hacerle a la profesora con la lengua. El hombre estaba obsesionado con la lengua; habían pasado años, pero ella bien que se acordaba. Fanny se levantó de la silla y respiró hondo, se presionó el entrecejo con el dedo índice y lo movió en forma circular.
      —¿Se siente bien, señora? —dijo la profesora.
      —Lo que está diciendo es inaceptable —contestó ella—. ¿Sabe que la puedo denunciar por discriminación? No puede ser que no quieran a Titi en este colegio solo por ser gordo.
      —No es eso, Fanny, es que… —Daniel empezó a hablar, pero Fanny agarró su cartera y salió del salón, del colegio, de la cuadra, del barrio y llegó caminando hasta su casa.
      Esta vez Ernesto la apoyó:
      —De ninguna manera.
      Titi estaba presente:
      —Quiero ir a un colegio especial —dijo, sin apartar los ojos de su jueguito electrónico.
      Fanny lo miró, deshecha:
      —Pero, no eres «especial».
      Los hombros, que solía mantener erguidos y rectos como una percha de ropa, se le vinieron abajo. Ernesto miró el piso. Titi pinchó el botón de shoot y mató a tres. Alzó la cara y le dijo a su madre:
      —Entonces no quiero ir a ningún colegio.

***

—Su chico no es especial —dijo el director del colegio especial y Fanny empuñó las manos.
      —Claro que es especial, ¿no lo vio bien? Le puedo recitar durante horas todas las enfermedades de las que sufre por culpa de la obesidad. O quizá es al revés: la obesidad es un síntoma más de las múltiples deficiencias de su organismo. Aunque eso nunca lo sabremos.
      Ese día Titi iba vestido con un conjunto gris de pantalones tipo bombacho y camisa muy ancha de algodón; su mamá se lo había mandado a hacer con una modista del barrio. Era un pequeño Buda. Fanny pensó que exagerando su gordura, lo tomarían más en serio. Titi esperaba afuera de la oficina del director con su tío Ernesto, que elogiaba los espacios amplios del colegio y los jardines frondosos y el laboratorio de química con esos pequeños fetos en formol, mientras Titi alcanzaba la última etapa de su juego. Cuando estaba en esas, Titi parecía en trance: las pupilas sobredilatadas, los vasos inyectándole sangre en la córnea amarillenta y el resto de la cara distendida; la quijada se le aflojaba y dejaba caer lo que tuviera en la boca. Baba, mayormente.
      —Vámonos.
      Fanny salió de la Dirección con paso decidido y Ernesto se levantó de un salto:
      —¿Y? ¿Cuándo empieza las clases?
      —Nunca.

***

A los dieciséis solo podía usar kimonos. Su obesidad, habían descubierto, era progresiva y, a estas alturas, incontrolable. Con el tiempo se irían deteriorando, primero, sus funciones motrices, y después, los órganos internos. Era difícil predecir a qué velocidad. Por el momento lo más complicado era caminar, así que decidieron limitárselo al máximo. Una enfermera lo asistía de nueve a cinco, cuando llegaba Fanny del trabajo y la relevaba. De todas formas, Titi no hacía mucho más que jugar en la computadora –que habían colocado en una mesita auxiliar enfrente de la cama y tenía controles–, comer lo poco que su dieta le permitía –granos, sopas y papillas– y caminar hasta el baño.
      —¿Cómo está mi príncipe valiente? —Cuando Fanny llegaba a la casa lo primero que hacía era ir al cuarto de Titi; siempre lo encontraba en la misma posición: con el cuerpo encorvado, la boca abierta y los ojos fijos en la computadora—. ¿La pasaste bien hoy?
      —Genial, mamá, tuve un día fabuloso —le contestaba, amargo.
      —¿Quieres jugar al Monopolio?
      —No.
      —¿Al parqués?
      —No.
      Titi había avanzado mucho en su juego de video. Se había conseguido un programa que le permitió modificar el diseño inicial: ahora el Titi virtual no lanzaba gargajos, sino que cargaba un arma que disparaba pequeñas cabezas de niños que, cuando impactaban en el objetivo, estallaban. La ciudad en la que se movía estaba hecha de escombros y restos de personas. La calle principal estaba asfaltada de huesos que, al pisarlos, craqueaban.
      —¿A los naipes?
      —…
      A las nueve en punto lo llamaba su papá. Se veían poco: Daniel estaba muy ocupado en el trabajo. Era un trabajo nuevo que consistía, según le contaba a Titi, en gritarle a mucha gente inútil.
      —Me gustaría que me contaras algo, hijo.
      —No tengo nada que contarte.
      Titi trataba de no perder la paciencia ni la concentración en el juego porque a esa hora era cuando mejor le iba. Por la mañana se levantaba de mal humor; después de almorzar tenía sueño; después de la siesta hacía calor. Nada de eso ayudaba a mejorar su ranking. Por la tarde llegaba su madre con su algarabía, después se aparecía su tío con su cara lamentable y, cuando por fin se iban todos, lo llamaba su papá. Titi todo lo que quería, por una vez en el día, era empuñar el control y disparar cabecitas.

***

—¿Es definitivo? —la voz de Daniel estaba quebrada.
      —El médico habló de un tratamiento alternativo, algo experimental que hacen en Estados Unidos…
      Fanny lloraba, hablaba en susurros desde el teléfono de la cocina, mientras vigilaba el pasillo con el rabillo del ojo, como si existiera la posibilidad de que Titi se levantara de la cama para espiarla.
      —Si hay que llevarlo hasta allá, lo llevamos hasta allá. —A veces Daniel adoptaba unos aires optimistas que Fanny detestaba—. ¿Te dijo el doctor cuánto costaría todo el tratamiento?
      —No.
      —¿Va a parar el deterioro?
      —No.
      —¿Entonces?
      —Puede alargar… —Fanny se ahogaba.
      —¿Puede qué?
      Fanny colgó. Abrió el grifo, se lavó la cara. Fue hasta el cuarto de Titi y entró.

***

—No —dijo Titi, sin dejarla terminar.
      —Pero, mi amor, es un tratamiento sencillo, muy fiable. Podrías hacer tantas cosas que…
      Titi ni la miraba, no notaba la gravedad de su voz, estaba entregado a la pantalla. Y a la tos. Era un nuevo síntoma de su insuficiencia respiratoria: uno de los más peligrosos, porque si tosía con flema podía ahogarse. Por eso era mejor que permaneciera sentado.
      El aire del cuarto estaba tan cargado de olores que Fanny se mareó. Se sentó en una esquinita de la cama, lloró en silencio y entrelazó las manos. En la computadora vio la cara del muñeco, igual a la de Titi, pero llena de cicatrices. Los pies eran los de un palmípedo; las manos, garras; y tenía tetas largas, lengüetas que le llegaban a las rodillas.
      —Tú no tienes tetas, Titi —le dijo, en un tono que parecía más el de una pregunta que el de una afirmación.

***

—¿Titi tiene tetas? —le preguntó Fanny a Ernesto, mientras tomaban una infusión digestiva, después de la comida, varias noches después.
      —¿Qué?
      —Me parece que él cree que tiene tetas.
      —No tiene tetas.
      —Eso mismo digo yo.
      Los dos sorbieron sus pocillos. Los dos pensaron que no había mucho más que decir al respecto. No era algo que pudiera debatirse: Titi tiene tetas, ¿sí o no? No. Eso habían dicho, y eso era. Punto.

***

—Quiero cagar —dijo Titi.
      Desde hacía unos meses lo asistía un enfermero fortachón, porque la enfermera de antes ya no podía con su peso.
      —¿Qué dices? —preguntó el enfermero, acercando su oreja a la boca de Titi, cuya voz se había debilitado. O no exactamente: la enfermedad hacía que el cuerpo aumentara de peso, pero algunos de los órganos internos mantenían su tamaño y resultaban insuficientes. En una radiografía era posible ver cómo sus cuerdas vocales se perdían dentro de la inmensidad de su aparato fonador: «Tiene la caja de resonancia de un elefante, pero con la capacidad de un mosquito», algo así había explicado Fanny alguna vez.
      El enfermero lo sentó en el inodoro, entrecerró la puerta y esperó afuera.
      —Ya —dijo Titi al rato, y el enfermero fue por él.
      Por esa época se aburrió del juego; ya no podía mover los pulgares con tanta facilidad. Además, le dijo una tarde al enfermero, ya había superado todos los rankings posibles. Había llegado a jugar en línea con otros jugadores y también los venció. Fueron pocos: su juego estaba tan «customizado» que a nadie le parecía tan atractivo como a él. Hasta que ni siquiera a él. Un día el Titi virtual se dejó matar por unos niños voladores que disparaban ácido por el ombligo y no se volvió a regenerar. Ese mismo día descubrió la ventana.
      —Quiero salir.
      —¿Qué dices?
      Cuando consiguió entender lo que Titi le decía, el enfermero se quedó mudo. Al cabo de un rato dijo:
      —Lo consultaré con tu mamá.
      Fanny pensó que Titi no toleraría la lástima de los vecinos. Y ella tampoco. Pensó que era mejor no inventar complicaciones que no tenía, que eso era lo que la vida les había puesto y que las cosas estaban bien. Relativamente bien. Y que peor sería… Tantas cosas. Había cosas peores.
      Después miró los ojos expectantes de su hijo y dijo:
      —Pienso que es una gran idea.
      —Yo también —dijo Ernesto. El enfermero asintió.
      Tardaron tres días en organizar la salida. Fue un viernes a eso de las once de la mañana en una silla de ruedas que el enfermero consiguió prestada; lo llevaron a un parque cercano, en un horario no muy concurrido. Al cabo de una semana se convirtió en rutina. Daniel pidió vacaciones y pasaba a buscarlos: iban Ernesto, el enfermero y Titi adelante. Cuando llegaban al parque lo bajaban de la silla, lo sentaban en el pasto, la espalda contra un banco de piedra. Si Fanny se hubiese enterado, a lo mejor habría suspendido los paseos por el tema de la alergia; pero ninguno le dijo nada a Fanny. Los tres hombres se sentaban cerca de Titi, custodiándolo de los perros y los niños y las pelotas voladoras. Tomaban cerveza, le daban sorbitos; hacían chistes, hablaban de mujeres: amenazaban a Titi con llevarlo a un burdel. Se reían. Titi asentía, decía pocas cosas, se sonreía más por ellos que por él. Después decía: «Me duele la espalda», y lo ayudaban a acostarse boca arriba: la cabeza elevada sobre un almohadón, por si tosía con flema. Ahí dejaba de oírlos. Se dedicaba a mirar las nubes, arrastrándose lentísimas: se preguntaba si iban o venían. Hacia dónde. Pasaban horas, pasaban días, pasaban nubes y Titi deseaba que alguna se detuviera y se derramara furiosa sobre él. Hasta arrasarlo, hasta que no quedara nada.

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