Hoy, 18 de noviembre de 2019, cumple ochenta años Margaret Atwood, la escritora canadiense que en la actualidad es mundialmente famosa, sobre todo, por su novela El cuento de la criada (1985), la serie televisiva basada en ella y su continuación, Los testamentos (2019). Atwood, sin embargo, es una narradora, poeta, crítica, guionista y dramaturga de larga y prestigiosa carrera, mencionada frecuentemente como candidata al Premio Nobel y autora de otros grandes libros, como El asesino ciego (2000, Premio Booker) u Oryx y Crake (2003). También ha sido una de las escritoras que ha conseguido abrirse paso dentro del canon literario con obras de imaginación fantástica, de las que El cuento de la criada –con su visión de un totalitarismo misógino que en su día se consideró «exagerada»– es sólo un ejemplo.
«Pan» es una muestra de otro de sus intereses: el tipo de minificción llamado a veces ficción súbita (sudden fiction) que se practica más en países de habla inglesa y es muy diferente de nuestros propios cuentos brevísimos. El cuento fue tomado de aquí y se publicó inicialmente en la antología Sudden Fiction. American Short-Short Stories (1986).
PAN
Margaret Atwood
Imagina un pedazo de pan. No hace falta imaginarlo, está aquí en la cocina, sobre la tabla del pan, en su bolsa de plástico, junto al cuchillo del pan. Ese cuchillo es uno muy viejo que conseguiste en una subasta, la palabra PAN está tallada en el mango de madera. Abres la bolsa, pliegas el envoltorio hacia atrás, cortas una rebanada. La untas con mantequilla, con mantequilla de cacahuete, después miel, y lo doblas hacia adentro. Un poco de miel se te escurre entre los dedos y la lames con la lengua. Te lleva cerca de un minuto comer el pan. Este pan es negro, pero también hay pan blanco, en el frigorífico, y un poco de pan de centeno de la semana pasada, antes redondo como un estómago lleno, ahora a punto de echarse a perder. De vez en cuando haces pan. Lo ves como algo relajante que puedes elaborar con las manos.
Imagina una hambruna. Ahora imagina un pedazo de pan. Ambas cosas son reales, pero tú estás en el mismo cuarto con sólo una de ellas. Ponte en otro cuarto, para eso sirve la mente. Ahora te encuentras sobre un colchón delgado en un cuarto caluroso. Las paredes están hechas de tierra seca, y tu hermana, más joven que tú, está contigo en el cuarto. Tiene mucha hambre, su vientre está hinchado, las moscas se le posan en los ojos, tú las espantas con las manos. Tienes un trapo, sucio pero húmedo, y se lo pones en los labios y en la frente. El pedazo de pan es el mismo pan que has estado guardando desde hace días. Sientes la misma hambre que ella, pero todavía no te sientes tan débil. ¿Cuánto va durar esto? ¿Cuándo vendrá alguien con más pan? Piensas en salir a ver si encuentras algo para comer, pero afuera las calles están infestadas de carroñeros y el hedor de los cuerpos lo llena todo. ¿Deberías compartir el pan o dárselo todo a tu hermana? ¿Deberías comer tú el pedazo de pan? Después de todo, tú tienes una mejor oportunidad de sobrevivir, eres más fuerte. ¿Cuánto tiempo tardarás en decidirlo?
Imagina una prisión. Hay algo que tú conoces, pero que todavía no se lo has contado a nadie. Los controladores de la prisión saben que tú lo sabes y todos los demás también lo saben. Si hablas, treinta o cuarenta o cien de tus amigos, tus compañeros, serán detenidos y morirán. Si te niegas a hablar, esta noche sucederá lo mismo que la noche anterior. Siempre eligen la noche. Sin embargo, no piensas en la noche, sino en el pedazo de pan que te ofrecieron. ¿Cuánto tiempo tardarás en decidirte? El pedazo de pan era negro y fresco y te recordó un rayo de sol que cae sobre un pedazo de madera. Te recordó un bol, un bol amarillo que había en tu casa. Contenía manzanas y peras, y estaba sobre una mesa de madera que también recuerdas. No es el hambre o el dolor lo que te está matando sino la ausencia de aquel bol amarillo. Si tan solo pudieras sostener el bol en tus manos, aquí mismo, podrías aguantar lo que sea, te dices a ti mismo. El pan que te ofrecieron es peligroso y traicionero, significa la muerte.
Hubo una vez dos hermanas. Una era rica y no tenía hijos, la otra tenía cinco hijos y era viuda, tan pobre que ya no le quedaba nada de comer. Fue a ver a su hermana y le pidió un pedazo de pan. ‘Mis hijos se están muriendo’, dijo. La hermana rica respondió, ‘No tengo suficiente para mí’, y la echó de su casa. Luego el marido de la hermana rica llegó a su casa y quiso cortar un trozo de pan, pero al hacer el primer corte, brotó sangre roja. Todos sabían lo que eso significaba. Es un cuento maravilloso, un cuento tradicional alemán.
La hogaza de pan que he creado para ti flota unos centímetros por encima de la mesa de la cocina. La mesa es normal, no tiene ninguna trampa. Un paño azul de cocina flota bajo el pan y no hay hilos que sujeten al techo el paño o el pan ni la mesa al paño; ya lo has comprobado al pasar la mano por debajo y por arriba, y no has tocado el pan. ¿Qué te detuvo? No quieres saber si el pan es real o si es sólo una alucinación que te hice ver. No existen dudas de que puedes ver el pan, hasta puedes olerlo, huele a levadura, y parece lo bastante sólido, tan sólido como tu propio brazo. ¿Pero puedes confiar en él? ¿Puedes comerlo? No quieres saberlo, imagínalo.
Seguimos con la serie de ejercicios semanales, no obligatorios, para quienes quieran practicar diferentes aspectos concretos del proceso de escritura. Esta semana: el objeto amado. Un ejercicio de observación e invención.
Instrucciones: Salir de casa (y de Facebook y el resto de las redes, se entiende) y encontrar un objeto viejo y ajeno que nunca hayamos visto antes. Puede ser una prenda, un objeto decorativo, un utensilio, etcétera.
Después, imaginar que ese objeto fue muy preciado para alguien y escribir brevemente la historia de a) por qué se volvió preciado y b) por qué, luego, se le desechó. Desde luego, eso significa pensar al menos un poco en el personaje para quien el objeto era importante.
Esto puede dar para textos de muchos tonos distintos, incluyendo el melancólico. Un gran ejemplo de este último está en la novela El asesino ciego de Margaret Atwood, quien escribe «toda vida es un cubo de la basura mientras se vive, y después todavía más», haciendo referencia a los objetos que cada persona acumula y que no tienen significado más que para ella. Su protagonista, en la vejez, piensa en sus propios objetos preciados en estos términos:
El cascanueces con forma de caimán, el solitario gemelo de madreperla, el peine de carey con varias púas rotas. El mechero de plata roto, la taza sin platillo, las angarillas sin el recipiente para el vinagre. Los huesos esparcidos del hogar, los harapos, las reliquias. Fragmentos que llegan a la orilla tras un naufragio.
Como los demás, este ejercicio se puede realizar en privado –escrito en una libreta, por ejemplo– o publicar en algún espacio en línea. También se puede enlazar, si se desea, en los comentarios de esta nota, o colocarse allí directamente.
Importante: es mejor si no se hace trampa y en efecto se busca un objeto que no sea nuestro. Y también es mejor si el objeto elegido no es claramente algo pensado para usarse y tirarse, como una servilleta o un vaso de plástico.
El lunes pasado hice una breve lista: 10 libros útiles para quienes desean escribir. Son manuales, tratados, alguno que otro instructivo. No son los únicos que hay, ni mucho menos, pero todos se pueden encontrar (tanto impresos como en línea) y pueden ser útiles. Reproduzco aquí las recomendaciones –aparecieron por primera vez en Twitter– y les agrego sugerencias adicionales hechas en el momento por otras personas.
(Un manual de escritura no debe tomarse como un conjunto de recetas infalibles. Es más bien la descripción de las ideas y procedimientos que le sirven a una persona –quien lo escribe– y a partir de los cuales podemos hacer nuestros propios descubrimientos.)
Este año comenzó con uno de esos cambios aparentemente sin importancia: hemos hecho limpieza en casa y estamos en el proceso de deshacernos de muchos objetos. Pero ocurre que la mayoría de esos objetos son libros. Concretamente, llenamos diez cajas de libros. Quedaron repletas y son buen tamaño. No sabemos exactamente cuántos volúmenes hay en ellas, pero no sonmenos de varios centenares. Hoy, sábado 26 de enero, acaban de sacarlas de la casa. No volverán.
Como a mi esposa y a mí nos encanta leer, y somos de las generaciones que todavía aprendieron a apreciar los libros como objetos tangibles (este hábito raro está condenado, por supuesto; en un siglo casi nadie lo recordará), algunas amistades nos han preguntado si hacer esta no fue muy difícil: decidir qué se va y qué se queda, discriminar.
Y la verdad es que sí, lo ha sido, pero no nada más por el hecho abstracto de deshacerse de un montón de objetos apreciados. Lo interesante ha sido lo complejo que resulta el asunto.
Nuestro propósito era estrictamente práctico: ya empezaba a costar trabajo caminar por la casa…, que en realidad es un departamento, cuyos 90 metros cuadrados no son poco espacio pero tampoco son tanto. Los libros y las revistas estaban puestos en cualquier sitio, había pilas de papeles que llevaban años sin usarse, había pilas de ropa (en situación muy similar) amontonada en los armarios, y además estaban el futbolito miniatura, la laptop estropeada desde 1999 y que había sobrevivido a otras dos mudanzas, los cajas de cartón destrozadas que servían de juguetes a los gatos…
Etcétera.
¿Qué hacer, para empezar, con los libros? Era imposible conservarlos todos: amontonados como estaban en mesas y rincones, en doble y hasta triple fila en los libreros, los que estaban a la vista volvían imposible encontrar los que hacían falta o tener a mano los que se estaban leyendo. Suena terrible decir que «sobran» libros en un lugar, pero no podíamos quedarnos así. Teníamos que elegir de qué prescindir y sacarlo, sin vacilar y sin remordimientos.
Para ayudarnos, decidimos seguir tres reglas: no repetir copias de un mismo título, preferir colecciones que obras sueltas y concentrarnos en preservar, sobre todo, los libros de mejor calidad de una lista de temas que nos importan y tienen que ver con nuestro trabajo. Narrativa, creación literaria, teoría literaria, cine, zombis (que es un tema favorito de mi esposa) y cómic (que es un tema favorito mío). También quedan, claro, pequeñas secciones de poesía, ensayo, viajes, historia, filosofía y otras pocas materias. También quedan las rarezas de valor obvio (como un libro de Jorge Luis Borges autografiado a mi nombre), los objetos de culto (una colección bastante completa de Jean Ray, enormísimo narrador de Bélgica, prácticamente desconocido en el resto del mundo) y las que son más bien bromas privadas, como el tratado/poema épico new age de seis páginas, el libro de hechicería comprado a una bruja en La Merced o La gran catástrofe universal de 1983, que profetiza el fin del mundo para esa fecha todavía tan cercana. Y también se quedan los libros de los amigos más queridos, los de mensajes y dedicatorias de los que es imposible desprenderse, y los de uso frecuente.
El resto debía irse: los libros muy maltratados (la primera edición que tuve de Cien años de soledad, por ejemplo, totalmente deshecha y que no es antigua sino meramente vieja); los que no merecen una segunda lectura, los que no merecían o no iban a tener siquiera la primera lectura, y también unos cuantos –hay que admitirlo– de personas que parecían ser amigas nuestras y al final resultaron no serlo.
Otra consecuencia del gusto por los libros como objetos, descubro, es el sueño de armar una biblioteca que pueda sobrevivir. El año pasado, el gobierno compró y puso a disposición del público las de varios autores y personalidades de la cultura mexicana del siglo XX, y era lindo de ver la diversidad y el mero tamaño de semejantes colecciones. Se tendrá que mantenerlas ordenadas y en buen estado físico –una tarea ingrata y complicada– para que el público se beneficie de ellas, pero todas, además de ofrecer grandes cantidades de información utilísima, serán mientras se conserven juntas el retrato –una imagen: una metáfora– de la persona que las reunió. El testimonio de una conciencia curiosa, ávida, inteligente o todo a la vez.
Todo eso suena muy bien, naturalmente, al ego, y no digamos al ego de los escritores, que puede ser terrible pero también es, hasta cierto punto, una herramienta necesaria. (Se necesita para sostener la creencia de que se tiene algo que decir y vale la pena hacerlo llegar al mundo: la vanidad, la arrogancia y la venalidad que se achacan al «gremio» en general van más allá de eso.)
Sin embargo, la realidad es que lo primero que exige el mantenimiento de una gran biblioteca es muchísimo espacio: más del que puede tener una persona promedio, y también mejor ordenado, con cuidados constantes. Llenar un departamento de clase media como si fuese una mansión es no hacerle justicia a los libros ni tampoco a las primeras personas –nosotros mismos– que podrían servirse de ellos. Así que se termina la fantasía de una gran biblioteca, perfectamente provista, y se queda lo que tenemos: una colección a nuestra escala humana, en la que no cuente nada salvo la fascinación o el amor que podamos tener por esos objetos y las palabras que contienen.
Si todo sale bien, las diez cajas de libros que se van irán a dar a una biblioteca. Allí, otras personas les darán el uso que nosotros no podíamos darles. De pronto pienso que se salvarán, al menos por un tiempo, del destino de todo lo que se retiene. (Margaret Atwood escribió, palabras más o menos, que los recuerdos más entrañables de una persona, fijos en sus objetos, no son sino la basura que otros desecharán.) Pero también se me ocurre que todos nuestros libros podrían tener al fin –espero que dentro de muchos años– el mismo destino. A falta de una biblioteca «completa» –de ese sueño que no nos corresponde– tal vez podríamos, con el tiempo, dispersarnos en muchas bibliotecas distintas. No vivir nosotros pero dejar vivir lo que nos fascinó, y lo que amamos.