Vladimir Nabokov escribió una especie de epílogo de Lolita, su novela más famosa, en 1956. Desde entonces el texto («On a Book Entitled Lolita«) aparece al final en la mayoría de las ediciones del libro. De él entresaco, en esta hora, las siguientes palabras sobre la satisfacción que él deseaba (y que consiguió) como novelista:
Todo escritor serio, me atrevo a decir, está consciente de tal o cual de sus libros publicados como de una presencia constante y alentadora. Su luz piloto arde con firmeza en algún lugar del sótano y un simple toque aplicado al termostato privado causa de inmediato una pequeña, silenciosa explosión de calor familiar. Esta presencia, ese fulgor del libro en un alejamiento siempre accesible, es un sentimiento siempre cordial, y mientras mejor se haya conformado el libro a su contorno y color previstos, mayor y más suave será el resplandor. [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][…] No he leído Lolita desde que corregí las pruebas en la primavera de 1955, pero encuentro que es una presencia deliciosa ahora que revolotea en silencio sobre la casa, como un día de verano que, uno lo sabe, brilla más allá de la niebla.
Que todos los novelistas pudieran experimentar el mismo contento: la misma sensación de haber conseguido ya una historia así, capaz de dar semejante consuelo.
El hecho de que Nabokov se atreviera a decirlo, incluso con esas palabras tan dulces, es una señal de la enorme fe que tenía, pese a todas las dificultades por las que pasó la publicación y la recepción crítica de Lolita, en el valor de lo que había escrito.
Claro, ahora sabemos que Nabokov tenía la razón…
(Varias de las dificultades de Lolita se detallan en el epílogo de Nabokov. Por mi parte, he traducido el texto de mi edición anotada, The Annotated Lolita, en la que la novela viene acompañada por muchas notas del crítico Alfred Appel, Jr., y no de la que aparece en la foto, y que es la original, de la editorial «licenciosa» Olympia Press.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Se dice que los escritores escuchan con frecuencia esa pregunta. Es verdad que sucede, aunque quizá no tanto como podría parecer.
Lo curioso es que, a la hora de ponerse a trabajar, el escritor no necesariamente se plantea la cuestión de «buscar» una idea para poder comenzar a escribir; de hecho es muy probable que la idea, el germen de lo que quiere hace, ya esté allí: que ya tenga la intención de comenzar y algo de lo que asirse. He aquí otra frase hecha, pero verdadera: las ideas están por todas partes y lo más inesperado, lo más trivial, puede inspirar un proyecto de escritura que se emprenda con entusiasmo y se concluya satisfactoriamente.
Hay que considerar que «idea» no significa necesariamente «resumen de una historia» ni mucho menos storyline (que es el término que se emplea en el guionismo, y que implica además la intención de resumir clara y sucintamente para hacer que el proyecto se entienda y, de hecho, que el productor se interese en financiarlo). Hay textos que no pueden plantearse como historias, desde luego, pero incluso los que sí son historias pueden, a veces, empezar a crearse sin conocer del todo cuál va a ser su planteamiento, desarrollo y desenlace. Una imagen, unas pocas palabras, un episodio aislado o un vistazo del carácter o el aspecto de un personaje pueden llegar antes que un resumen. Julio Cortázar, por dar un solo ejemplo, (más…)
Este mes, una salida de dos semanas (de la que espero escribir algo pronto; muchos saludos, entretanto a todos los amigos de Europa) puso en pausa esta bitácora. Para esta sección, rescato ahora un texto que se publicó hace algunos años en el sitio de Fatal Espejo, y al que agrego un par de imágenes e informaciones tomadas de El blog de la Muerte.
Advertencia: varias de las imágenes que siguen pueden molestar o perturbar a algunos lectores.
En la segunda mitad del siglo XIX, a la par de los diarios comunes, en Japón eran muy populares las nishiki-e: hojas volantes de contenido sensacionalista que se vendían semanalmente, con ilustraciones en xilografía y textos que las familias se leían para disfrutar con el que Poe llamaba el “estremecimiento voluptuoso”. En 1866, Ochiai Yoshiiku y Tsukioka Yoshitoshi, dos de los dibujantes más populares de nishiki-e, decidieron unirse para publicar un álbum de 28 ilustraciones, aún más brutales y atrevidas que de costumbre, al que titularon Eimei Nijuhasshuku (28 poemas plebeyos sobre figuras gloriosas).
El escándalo, la indignación de las buenas conciencias y el horror deliberado y provocador de las imágenes fueron causa de que se les diera un nombre propio, y de este modo quedaron como fundadoras de un nuevo subgénero: muzan-e, la estampa de atrocidades.
Ésta se invoca, con frecuencia alarmante (y casi siempre sin explicaciones ni ejemplos), en notas y reseñas publicadas por todo el mundo sobre Suehiro Maruo (1956), uno de los mejores historietistas del Japón actual, lo que podría parecer una de tantas simplificaciones hechas en occidente. No es del todo así, incluso si se considera que Maruo, en 1988, colaboró en una reedición de los 28 poemas plebeyos que le agregaba otra veintena de nuevas imágenes.
Aunque se inició en una revista de cómic sadomasoquista y siempre ha sido un dibujante explícito, incómodo, pasó pronto a ser un artista de culto en el sentido más esnob del término y a difundir su trabajo en compilaciones o álbumes de dibujos sueltos con escasa tirada: todo lo contrario de sus precursores. Sin embargo, uno y otros comparten el interés por la violencia explícita, y junto con algunos artistas más –el ejemplo más notable es el de Kazuichi Hanawa, dibujante provocador y morboso con el que Maruo trabajó, precisamente, en la reedición ya mencionada de las muzan-e– ofrecen a los lectores no especializados, que somos casi todos, una versión del arte de su país muy diferente de lo que acostumbramos llamar manga y que, asimilado a la cultura global –“ojos grandes y muchas rayas para indicar velocidad” es una fórmula reconocible por todos–, ha perdido casi por entero su capacidad crítica y su intención original de lidiar con las oscuridades de su cultura madre.
Y, de rebote, de la nuestra. Este otro Japón dibujado tiene, quiero decir, numerosas conexiones con Occidente, pero menos con la ciencia ficción que con Balthus y Nabokov, a quienes Maruo cita explícitamente: menos con Osamu Tezuka y su Astroboy que con Nagisa Oshima y El imperio de los sentidos. Y lo que incomoda a muchos es precisamente lo diferente de Maruo, quien previsiblemente no se contiene al dibujar coitos (“normales” y parafílicos), mutilaciones, asesinatos, violaciones, canibalismo y más que aparece con frecuencia en sus historias, pero en quien, sobre todo, puede verse aún la preocupación por el devenir de su país luego del trauma de la posguerra y la ligazón, rara vez fácil de comprender, que Oriente y Occidente han establecido entre sí, y que no se reduce a un intercambio de tecnologías y de iconos. Las visiones de Maruo, espantosas, totalmente personales, permiten atisbar una imagen de la existencia en la que la carne sólo puede ofrecer mal y dolor, pero no a causa de una perversidad intrínseca sino por una influencia siempre exterior, siempre antigua, que a veces se manifiesta en el otro, el ajeno, el incomprendido, y otras en las figuras de autoridad, desde padres hasta gobernantes. La propensión a caer es connatural a la especie, o impuesta por las fuerzas que nos sobrepasan y nos destruyen, pero además de no poder evitarla, no caemos (parece decir Maruo) todos juntos ni a la misma velocidad: así, la tragedia proviene siempre de lo desigual.
El mejor ejemplo de esto es Midori, la niña de las camelias (1984), una historia de trama simplísima pero alusiones numerosas y espesas. Midori, una niña pobre, es vendida a un circo de fenómenos y explotada, de todas las formas concebibles, por los miembros de la caravana, cada uno a la vez miserable y monstruoso; sólo Masamitsu, un enano cuyo acto consiste en introducirse en una botella pequeñísima –o en hipnotizar a la multitud para hacerla “ver” esta hazaña imposible– parece interesado en ayudarla y se convierte, a pesar de su propia rareza y de su amor posesivo, pedófilo, por Midori, en la única esperanza de afecto que tiene la niña en su mundo terrible. Sin embargo, al final, la muerte de Masamitsu, a la mitad de un viaje a sitios del pasado de Midori en busca de una paz aparentemente posible, conduce a un episodio más terrible que cualquiera de los anteriores: el universo minucioso, increíblemente detallado, que ha creado Maruo, y que se mueve en composiciones audaces en espiral y en simetrías extrañas, literalmente se cae alrededor de Midori, quien una vez más es víctima de sus torturadores y queda sola, sollozante, en una doble página en blanco.
La niña, por supuesto, es una amalgama de Lolita, del arquetipo gastado de la escolar japonesa y de una o dos heroínas del Marqués de Sade; pero como la lógica de su padecer es la de una pesadilla –que constantemente se llena y se vacía de detalles y en la que todas las formas de violencia convergen en composiciones arduas y pastiches deslumbrantes–, el lector no tiene tiempo de fijarse en su irrealidad de personaje intertextual y, en cambio, puede sufrir con cada estación de su martirio, por absurda que parezca. Maruo es consciente de esta facultad de sus imágenes y sus textos: una de las secuencias más espantosas, en la que Midori sufre torceduras y luxaciones en todos sus miembros antes de ser violada con la ayuda de una culebra, está representada en el estilo más amable e «infantil» del manga de Tezuka, a la manera de Kimba el león blanco o La princesa caballero…
Poco a poco, años o décadas después de su aparición original, las historias de Maruo –en compilaciones como El monstruo de color de rosa, Lunatic Lover’s, La sonrisa del vampiro o Gichi Gichi Kid, todas publicadas por la filial española de la editora francesa Glénat– han comenzado a llegar a los lectores de habla castellana.
Parte del trabajo a la hora de inventar personajes y ponerlos a actuar en una historia tiene que ver (sobre todo en nuestra época) con lograr que su comportamiento resulte verosímil, es decir, creíble. Pero también, en ocasiones, hace falta justificar comportamientos inusitados: actos de un personaje enloquecido o separado, por alguna razón, de la lógica que se ha establecido en el mundo ficcional que habita.
Una solución particular de este problema es la que emplea Nabokov al final de Lolita, cuando Humbert Humbert, tras haber cometido un crimen y haber perdido todo lo que le importaba en la vida (no: no estoy contando el final), comete la siguiente locura, del siguiente modo:
La carretera se extendía ahora por el campo abierto, y se me ocurrió –no como una protesta, no como un símbolo, ni nada parecido, sino simplemente como una experiencia nueva– que, puesto que ya había despreciado todas las leyes de la humanidad, podía también despreciar las reglas de tránsito. De modo que crucé al carril izquierdo de la carretera, y comprobé qué se sentía, y se sentía bien. Había un agradable calor en el diafragma, con elementos de tacto difuso, y todo reforzado por el pensamiento de que nada podía estar más cerca de la eliminación de las leyes físicas que conducir deliberadamente del lado equivocado del camino. En cierto modo era una comezón muy espiritual. Gentilmente, como en sueños, sin exceder las veinte millas por hora, conduje allí, en aquel raro carril del otro lado del espejo. El tráfico era ligero. Los coches que de tanto en tanto me rebasaban por el carril que yo les había dejado me tocaban brutalmente el claxon. Los que venían hacia mí temblaban y se desviaban, gritando de miedo. Pronto me encontré cerca de áreas pobladas. Pasarme una luz roja fue como un sorbo prohibido de vino de Borgoña, cuando era niño. Entretanto comenzaba a haber complicaciones. Me seguían y me escoltaban. Luego vi ante mí dos autos que se colocaban de tal manera que bloqueaban por completo mi ruta. Con un gracioso movimiento viré y salí de la carretera, y después de dos o tres grandes saltos empecé a subir una loma cubierta de pasto, entre vacas sorprendidas, y allí hice un alto gentil y estremecido [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][…]
La estrategia, desde luego, pasa por impedir que el personaje se sorprenda de lo que hace, y en cambio hacer que lo «explique» de un modo lo suficientemente llamativo. Los lectores quedan invitados a imaginar parecidos comportamientos alocados y su respectiva explicación: la propuesta es que, al modo de Humbert Humbert, el propio personaje trastornado describa y explique los sucesos.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]