Tomo, de la página de Facebook de Edgar Omar Avilés, este fragmento de una entrevista al poeta Leopoldo María Panero, recluido en el psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria, España.
La situación descrita por Panero no es (se debe leer con atención) una fantasía ni un delirio. Y no se limita a su país.
¿Sigue pensando que la poesía demuestra que la locura existe?
LMP: Yo seré un monstruo, pero no estoy loco.
¿Por qué dice eso?
LMP: Porque me veo monstruoso. Aplasto los cigarrillos en el suelo, como si fueran niños.
¿Existe, pues, la locura?
LMP: La locura existe, no así su curación. Al contrario de lo que se piensa, lo malo es el consciente, no el inconsciente. Como decía Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo vuelve monstruoso.
Es muy crítico con la psiquiatría.
LMP: La psiquiatría es una estafa. La psiquiatría delira. Eso lo demostró perfectamente Foucault en su historia de la locura, que es un estudio metodológico de la psiquiatría como delirio. Los manicomios, las cárceles y los cuarteles son lugares de privación de la vida. Los manicomios son el Estado de no-derecho, por eso para mí salir de aquí cada día es como el descendimiento de la cruz. Por la noche vuelven a clavarme.
Pero podría marcharse si quisiera.
LMP: He pedido el alta mil veces. Yo no quiero estar aquí. Nadie se ahorca con sombrero, como decía Gérard de Nerval. Aquí odian el pensamiento, como en toda España. Por eso delirar y soñar es una defensa. Y por eso para «curarte» se empeñan en quitarte las fantasías.
Leopoldo María Panero, Visión de la literatura de terror anglo-americana.
Madrid, Felmar, 1977.
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Esta nota debe comenzar con el siguiente fragmento de Leopoldo María Panero (1948), poeta español:
¿Qué sucede con las palabras que no llegan a ser pronunciadas, con los pensamientos que se olvidan, con las inteligencias destruidas? Cuando creemos hablar, ellas nos hablan: los muertos guían nuestros pasos.
A la hora de leer la discusión sobre autores visionarios que se dio hace algún tiempo en relación con Tolkien, me di cuenta de que un texto mío al que se enlazaba desde esta bitácora no está más en la red. Trata del extraño caso de Achilles G. Rizzoli y tiene relación, también, con este otro artículo. Lo reproduzco a continuación.
En 1896, Achilles G. Rizzoli nació en Port Reyes, California, al norte de San Francisco. Era hijo de inmigrantes suizos (de Ticino, la región italoparlante al sur de Suiza). No carecía de talento, pero durante años debió conformarse con trabajos miserables, que aceptaba para ayudar a la manutención de la familia: su padre, Innocente, se separó de ella en 1913, cuando una de las hijas quedó embarazada sin haberse casado.
Como para incrementar el dramatismo de la ruptura, y nuestra morbosa animación, dos años después de que Achilles –junto con su madre, Emma, y sus hermanos– abandonara en Port Reyes a Innocente, éste robó una pistola y desapareció, como dicen, sin dejar rastro: su cadáver tardó veinte años en ser encontrado, y mientras tanto los Rizzoli terminaron por dispersarse (un hermano siguió los pasos del padre y jamás volvió a saberse de él). Cuando se acercaba a los cuarenta años, Achilles vivía solo con Emma en una casa en San Francisco, seguía virgen y apenas había logrado dar con un trabajo más o menos estable, como trazador de planos, en un despacho de arquitectos; entre sus estudios estaban diversas materias de ingeniería y dibujo en una escuela politécnica. También había fracasado en el proyecto de dedicarse a la literatura: escribió varios cuentos y una novela, La columnata, cuyo tiraje pagó entero en 1933, pero nadie se avino a leerlos (todos los textos, o casi todos –según se cuenta– tenían por héroes a arquitectos empeñados en realizar proyectos utópicos).
Achilles, por supuesto, era un excéntrico: nunca se casó ni siquiera se halló una pareja, dormía en un catre a los pies de la cama de su madre, era tímido y dado a extrañas manías. Pero en 1937, tras la muerte de Emma (obligado detalle sensacionalista: durante el funeral, se aproximó al ataúd y se empeñó en abrir los ojos del cadáver), llevaba dos años de dedicar sus ratos libres a un nuevo proyecto: los dibujos de sus arquitectos ficticios, que eran edificios monumentales y no menos inexistentes, como las pirámides y las esferas de Étienne-Louis Boullée –el arquitecto de lo imposible a quien Peter Greenaway hace homenaje en La panza de un arquitecto— pero más cercanos a las formas fálicas y angulares del arte gótico, o de los maestros de la edificación imponente y siniestra como Nicholas Hawksmoor. Cada uno de los dibujos era, además, la representación simbólica de una persona, querida o por lo menos conocida de Rizzoli, y en cierto sentido eran las formas que esas personas (quienes rara vez se enteraron del homenaje que recibían) iban a tomar después de la muerte de sus cuerpos.
En agosto de 1935, Rizzoli abrió una exposición pública de sus dibujos en uno de los cuartos de su casa: la tituló A. T. E. P. (Achilles’ Tectonic Exhibit Portfolio, su Muestrario de Exhibición Tectónica), pero casi nadie hizo caso de sus invitaciones; con todo –obsérvese el impulso incesante, la voluntad con resortes secretos y fortísimos–, Rizzoli no dejó de organizar el evento una vez al año, aunque a partir de 1940 renunció a convocar a otros y lo hizo sólo para él. La pieza central de esas exposiciones era, siempre, Emma, transformada en una catedral.
Durante las décadas siguientes, sus dibujos, casi siempre alzados de fachadas aunque también hay algunos planos, fueron dando forma al proyecto de una ciudad entera: Y. T. T. E., «Yield To Total Elation», «Rendíos A La Total Exaltación», en la que el sistema de símbolos de Rizzoli, siempre lleno de acrónimos y abreviaturas, incorporaba numerosos símbolos. Desde los textos en los márgenes de cada dibujo hasta las esculturas en «sitios públicos» que representaban la Poesía, la Felicidad o la Paz, todo en Y. T. T. E. respondía a necesidades inaplazables y no siempre relacionadas con lo trascendente: un edificio, equivalente al excusado, era el «A. S. S.» ( «Acme Sitting Station»), y varios más querían referirse a los muy escasos vislumbres de la sexualidad humana que Rizzoli tuvo en su vida. Sin embargo, Rizzoli modificó su proyecto a partir de 1945, cuando empezó a tener visiones; éstas lo convencieron de que podían formar una suerte de Tercer Testamento de la Biblia, y de que lo inspiraba, directamente, la señorita A. M. T. E. («Architecture Made To Entertain», «Arquitectura Hecha Para Entretener»), quien se le reveló como esposa virginal de Jesucristo.
Pero la apoteosis de semejante revelación no tuvo lugar. Aunque la habilidad de Rizzoli no disminuía, su A. C. E. («Estravaganza Celestial de A. M. T. E», su último proyecto) no quedaba a la altura de lo que percibía, y en 1977 no pudo continuar dibujando: un ataque lo dejó incapacitado, y todas sus pertenencias debieron venderse para pagar su estadía en un asilo. Rizzoli murió en 1981, y fue enterrado junto a su madre en San Francisco.
b)
Luego de su vida de recluso y su muerte en la pobreza –y sin haber logrado interesar a nadie en su trabajo «secreto» de cuarenta años–, A. G. Rizzoli fue «descubierto» en 1990 por Bonnie Grossman, una galerista de Berkeley. Grossman supo de planos, alzados y otras ilustraciones almacenados en una cochera, «al cuidado» de los parientes vivos de Rizzoli (quienes habían rematado el resto de sus pertenencias para pagarle el asilo); al ver las imágenes, entendió que el desconocido autor de todo aquello había sido un genio: un artista de gran estatura pero marginado de todos los circuitos y conventículos. Poco después se organizó una exhibición «retrospectiva», que se presentó en varios museos de los Estados Unidos, con imágenes de todos los proyectos y cosmogonías de Rizzoli; luego se editaron libros sobre su vida y su obra y hasta se filmó un documental. Luego, el conocimiento de estos asuntos comenzó a propagarse por el mundo, llegó a países subdesarrollados y fue tema de columnistas en los suplementos culturales (o de notas en bitácoras).
Como puede verse, la historia tiene la cantidad apropiada de altibajos melodramáticos para ser reconfortante: después de todo, está hecha para nosotros (consumidores del mito de Rizzoli, tan semejante al de Van Gogh, Munch y otros héroes trágicos de las artes de occidente), que nos beneficiamos de la «justicia poética» hecha al artista como celebridad –es decir, como mera imagen– y no debemos tratarlo con justicia de ningún otro tipo, remediar las carencias de su existencia cotidiana ni siquiera lidiar con la persona viva. Más aún, basta con que lo vindiquemos apreciando su «calidad», y a partir de ese reconocimiento podemos comenzar a malinterpretarlo, como a Kafka, de acuerdo con nuestro sentimentalismo o con los clichés más cercanos a nuestra idea de su arte. No importa que las visiones de Y. T. T. E. o de A. M. T. E., los hombres y mujeres renacidos como edificios, el plan por el que todos los planos juntos formaban la imagen de un mundo distinto e inalcanzable, sean, en efecto, atisbos de una realidad que trasciende nuestra propia idea del mundo: fragmentos de una experiencia intransferible, reflejada sólo de modo imperfecto en los dibujos.
Tampoco importa que las categorías más accesibles (como «arte naïf«) sean realmente incapaces de asimilar del todo lo que Rizzoli creó, pues había tenido cierta formación como dibujante. En realidad, podemos reducirlo todavía más: cualquier día veremos su biografía al estilo Hollywood, con una plantilla de guión parecida a la de Mente brillante (Ron Howard, 2001), con Russell Crowe u otro semejante en el papel de Rizzoli y con el guionista haciendo grandes esfuerzos para callar su celibato (tal vez Jennifer Connelly interprete a la Señorita Arquitectura, apropiadamente despojada de atributos religiosos, y haya besos con música estilo Titanic), así como el amor obsesivo que Rizzoli sentía por su madre.
Un paso en la dirección correcta (o por lo menos en una dirección distinta) sería recordar la idea del art brut que propusieron André Breton, Jean Dubuffet y Antoni Tapiès en 1948: el término ha sido explotado con exceso y muy poco rigor, pero en su mejor definición apunta a la base misma de la división entre «el arte» y «el resto», y al hecho de que, aun sin discutir su justicia, no es posible negar su arbitrariedad y su carácter excluyente. Aunque Rizzoli es un artista marginal, sabemos de él cuando se le saca del margen porque sus trabajos tienen la suerte de ser conocidos por alguien con autoridad en el mundo del arte.
(Miles de otros jamás verán su trabajo en una galería. He aquí un caso relativamente reciente: Carlos Coffeen-Serpas, mexicano, autor de numerosos dibujos con pluma sobre cartulina que muestran variaciones sobre el dolor, el sol y la luna, las deformidades y los monstruos. La madre del artista, para obtener algo de dinero tras la muerte de éste, subía a los autobuses con dibujos bajo el brazo, para venderlos por unos pesos. Muy pocos deben haberse dado cuenta del valor de lo que estaban comprando; uno de ellos fue el dramaturgo Hugo Argüelles, quien adquirió varios, y otro el narrador Ricardo Bernal, quien me contó esta historia.)
A. G. Rizzoli se pasea por el mismo jardín (está en el manicomio de la imaginación) que frecuentan William Blake, quien conversaba con los ángeles y compiló los proverbios del infierno; que Daniel Paul Schreber, quien iba a convertirse en mujer y engendrar una nueva especie humana, y cuya cosmogonía fue malentendida, con gran prestigio, por Sigmund Freud; que Philip K. Dick, quien oía voces y escribía novelas costumbristas en mundos puestos cabeza abajo. También están otros muchos, sin nombres. Todos señalan, a cierta hora del día, un mismo umbral; del otro lado estamos nosotros, que sólo entendemos a medias sus gestos y los llamamos con nombres de belleza.
Como el anterior, este texto apareció primero en Ánima dispersa, una bitácora que mantuve poco antes de 2005. Este cuento es de Leopoldo María Panero, gran poeta español, conocido por su obra poética y por su largo internamiento en sanatorios mentales pero también por su obra narrativa. «Acéfalo» proviene de En lugar del hijo (1973).
ACÉFALO (proyecto de cuento)
Leopoldo María Panero
Ed io sentii chiavar l’uscio di sotto
all’orribile torre: ond’io guardai
nel viso al mio figliuol senza far matto.
Inferno, XXXIII, 46-48
I
Descripción de la Torre de Gualandi, en el centro de Le Sette Vie, que sirvió de prisión al Conte Ugolino y a sus dos hijos y a sus dos sobrinos en el año de 1289, y una de cuyas puertas fue sellada tras de ellos: descripción que ha de ser fría, objetiva, geométrica, en modo alguno poética: como, si quien la mirara, no fuera el autor, ni ningún otro hombre, sino el objetivo insensible de una cámara cinematográfica.
II. Presentimientos de Ugolino
1. Una noche, tras de una batalla perdida (la batalla de Meloria, en la desastrosa guerra con Génova, en 1284: fue el regreso de los prisioneros hechos en esa batalla a Pisa uno de los factores que más influyeron en la caída del conte, cuando éste ya se había convertido en déspota de Pisa: en esta ocasión, sin embargo, se supone que no era aún sino capitán general de los ejércitos de Pisa), Ugolino sueña que está en su palacio, en un banquete: pasan ante sus ojos numerosas imágenes de copas de cristal rellenas de Chianti, de vino francés de Médoc; ve verterse en las copas líquidos rojos, o rosáceos, y algunos casi negros: ve el vino derramado por toda la mesa y se siente inmensamente borracho: y de repente le asalta la sospecha, venida no se sabe de dónde, de que lo que mancha los ricos manteles no es vino, sino sangre.
2. Siendo aún capitán general de los ejércitos de Pisa, y después de derrotar, con la ayuda de su aliado el arzobispo Ruggiero degli Ubaldini, a los Visconti, sus rivales para el gobierno de la ciudad (que le habían encarcelado y desterrado antes de 1276), entra triunfalmente en Pisa y desfila junto a degli Ubaldini por sus calles. No se hace mención de sus sentimientos, basta con saber que experimenta un profundo cansancio, que apenas alivia el orgullo: el desfile se le antoja interminable. Entonces, de repente, cree por un segundo ver entre la multitud a un hambre sin cabeza, que le aplaude frenéticamente: se vuelve al instante hacia Ruggiero en demanda de ayuda, y puede ver cómo éste le sonríe.
3. Discusión entre il conte y degli Ubaldini, mucho más tarde, cuando Ugolino es ya tirano de Pisa en la biblioteca del palacio del Arzobispo (por orden del cual habría de ser encerrado luego en la torre de Gualandi).
De la calle llegan chillidos de animales, cerdos tal vez, atenuados por los gruesos cristales coloreados, y la voz de una mujer que canta una canción incomprensible. Mientras Ugolino le habla con tono cada vez más excitado, el arzobispo se dedica a hojear calmosamente un libro, en el que se describe, con singular crudeza, la castración de un santo.
De repente, Ugolino, borracho de cólera, borracho como en su sueño, da un manotazo a la pila de libros que hay sobre la mesa del arzobispo Ruggiero, a guisa de despedida. Pero, sin embargo, algo retiene su mirada y le impide marcharse: una ilustración visible en uno de los libros que se ha abierto al caer al suelo. Era, en verdad, un dibujo muy extraño: tenía el aspecto de un hombre y, sin embargo, no lo era. Había, en efecto, en él una incongruencia que le mantenía allí inmóvil y que, sin embargo, no alcanzaba a precisar. No haciendo caso alguno del arzobispo ligeramente atónito y divertido ante aquella interrupción del teatro de la cólera, il conte se agachó y tomó en sus manos el libro que contenía aquel dibujo, pudo comprobar entonces que la ilustración representaba a un hombre desnudo, pero cubierto de extraños signos: sus intestinos, que eran visibles, componían la forma de una serpiente, y una calavera ocupaba el lugar del estómago; uno de sus brazos sostenía un corazón en llamas, mientras que el otro blandía, el frío de una espada. Pero no estaban, sin embargo, aquellos signos en el origen de su extrañeza, pese a ser, como ya se ha dicho, sobremanera extraños; lo que le dejaba perplejo era la sensación de una falta, de una falta monstruosa en aquella figura. Y entonces lo descubrió; y, al hacerlo, sintió como si le hubieran robado el alma, y se encontrara, al caer la tarde, solo en una llanura y sin otra riqueza que un inmóvil asombro de que algo o alguien le hubiera robado su espíritu: y pensó por un segundo que no era extraño que sólo fuera capaz de sentir ese miserable asombro, si no tenía alma. Y es que aquello, aquello que faltaba a la figura, era precisamente el asiento del alma: la figura carecía de cabeza: ésa era su divinidad, o, lo que es lo mismo, su monstruosidad; y se sorprendió de que hubiera tardado tanto en averiguarlo.
Y, a continuación, su mirada se detuvo en una leyenda, en latín y parte en griego, que había debajo de aquella figura, atribuyendo, al parecer, un nombre a lo que había perdido el derecho de llamarse de algún modo. La inscripción decía:
DEUS AKÉFALOS, QUI IMPERAT OBSCURAM REGIONEM VENTRIS
Y se vio de nuevo en aquel campo solitario, al crepúsculo, caído y maltrecho, y profundamente perplejo por carecer de alma.
4. Ugolino sueña que se despierta, en su habitación, y que las paredes de ésta se van poco a poco desnudando y llenando de una humedad oscura hasta acabar ofreciendo el aspecto de los muros de un calabozo. No se sabe si de dentro o de afuera —de ese improbable afuera llegan chillidos de animales, cerdos tal vez. Es en ese momento cuando nota en su boca un sabor dulce y viscoso, y le asalta el recuerdo impreciso, pero tenaz hasta la asfixia, de haber ingerido una sustancia pegajosa, esponjosa parecida también a la goma; de súbito se ve levantarse lentamente e ir hacia la única ventana y mirar a través de ella: y experimenta entonces la confusa sensación de que es inmortal.
III
Ugolino despierta, esta vez realmente, y se halla en una celda, en una celda real, y recuerda todo, porque el perdón del sueño no dura indefinidamente: allí están sus dos hijos y sus pequeños sobrinos que chillan como animales, por causa del hambre. No es posible describir el hambre, la reducción del cuerpo al estado de boca, de una boca ávida y dolorosa. Una boca que se ha desnudado de la palabra, de la palabra insípida.
Y, como no es posible describir el hambre, se procede a describir minuciosamente la boca de Ugolino, en un rincón oscuro de la celda, y se nos relata de la forma más minuciosa sus náuseas, bostezos, etc. Igualmente de sus mandíbulas, de su garganta, etc.
En cuanto a la psicología del hambre, se desprecia, haciendo sólo a lo más mención de que su deseo, entonces, es algo distinto de su voluntad, de que es como si habitara su cuerpo un alma que ya no es la suya.
IV
Mientras los pequeños chillan como cerdos, su mirada encuentra avergonzada —avergonzada, simplemente, de mirar, de delatar la presencia de un ser humano en aquel lugar en que ya no es posible lo humano, la de Gaddo, su hijo de menos edad, que tiembla frente a él—, y le oye, con esa mezcla de exactitud y precisión que es propia de la agonía, decir:
Padre, ¿por qué no me ayudas?
Y luego de decir esto, Gaddo se recuesta en un rincón oscuro de la celda, y se os relata de la forma más crudamente informativa y menos poética posible, simplemente que ha muerto. Y, cuando Ugolino lo sabe, sabe también que le espera, horrible, el gozo.
V
Sin la concesión a la humanidad que supondría explicar el proceso psicológico que lleva a il conte a devorar a su hijo muerto, explicación que sería inútil, a más de falsa, dado que la decisión de hacerlo ha de cortar inevitablemente toda continuidad psicológica, vemos a Ugolino en el acto de hacerlo, devorando a Gaddo sin apenas darse cuenta de ello. No hay voluntad en el hambre, sería también por ello mentiroso ver el gesto de devorar a Gaddo desde la óptica de una voluntad cualquiera. El hambre no es humana, no se equivoca quien habla accidentalmente de un hambre “sobrehumana”: hambre es, como decía Hesiodo, una divinidad hija de la noche.
VI
Ugolino, que ha actuado hasta entonces “fuera de sí”, es decir más allá del alcance de toda psicología, despierta de su trance dudando entre la saciedad y el vómito: pero hay algo peor, algo entre sus manos que escapa incluso al argumento del hambre, que rehuye toda lógica incluso la menos humana y la más desesperada: porque, en efecto, tiene entre sus manos bañadas, obviamente en sangre, la cabeza de su hijo menor y, al volverse, contempla a su otro hijo que le mira, no hace falta decirlo, con interrogación y horror: más aún cuando ve que su padre le sonríe, inexplicablemente, como sonríe agresivamente el loco cuando se han cortado todos los puentes que nos podrían unir a él. Y, sin embargo, cuando Ugolino procede a raspar cuidadosamente el cráneo y cuando luego lo abre y le extrae el cerebro, sabe que aquello no carece de lógica, sólo por obedecer a la lógica de un sueño; y, si continúa sonriendo, es porque hay también placer en la pesadilla, y el placer más extremo, del que el hombre sólo está protegido por el Terror.
Descripción de aquella bola pegajosa. Descripción breve de la sensación que produce en su boca aquella sustancia elástica.
Al acabar de devorarla siente la necesidad del vómito, pero no puede—o quizás no quiere—vomitar. Sin embargo, está por hacerlo cuando siente una ligera ebriedad que va creciendo más y más hasta transformarse en una salvaje borrachera.
* * *
Al cabo de infinitos años, algunos niños juegan en un campo solitario, al atardecer, aprovechando que ése es el primer día en que no llueve: ha llovido, en efecto, sin cesar durante muchos días, y la lluvia interminable ha removido la tierra, abriendo el camino a sus secretos repugnantes. Juegan con el lodo que no ha tenido tiempo de secarse y, cuando están sumergidos en esa labor, sus manos tropiezan con un objeto sólido que emerge apenas de entre el barro y que resulta ser una tosca caja de madera, cerrada con fuertes y mohosos candados. Pero lo que les hace salir corriendo en busca de la ayuda de sensibilidades más cicatrizadas es la sensación, que luego, a la vista del contenido real de la caja, se demuestra absurda, de que dentro algo respira. Y, sin embargo, sus mayores habrán de comprobar que no hay en apariencia nada extraño, al menos insoportablemente extraño, en dicho contenido: sólo el cadáver incorrupto de un hombre, que suponen enterrado hace sólo escaso tiempo, pese a que la caja presenta las señales del paso de muchos años, de demasiados años. Nada pues, de una extrañeza excesivamente intolerable: excepto aquellos cerrojos, aquellos cerrojos que hacen suponer que ese hombre fue enterrado vivo, y que alguien se aseguró muy bien de que no pudiera escapar de aquella muerte horrenda que, sin embargo, no ha logrado cerrar sus ojos, ni, tal vez… su boca.
Un artículo publicado, hace ya unos meses, en la revista Complot:
1
Este caso célebre tuvo lugar en Londres en el siglo XVIII. Los primeros síntomas aparecieron en 1767, cuando el sujeto –un impresor de poca monta, considerado en general un excéntrico inofensivo– tenía apenas diez años. Al menos, él insistió siempre en que desde tal edad ya conversaba con el arcángel Gabriel, “monjes fantasmales”, la virgen María y personajes del pasado remoto.