El camino de regreso
Este breve cuento es de Dashiell Hammett (1894-1961), uno de los grandes de la narrativa negra, creador de figuras tan famosas como el detective Sam Spade. Su escenario es inusual: permite ver el carácter de los personajes de Hammett, «duros como un huevo que se ha cocido demasiado» (éste es el significado del término hard boiled) en circunstancias extraordinarias.
«El camino de regreso» («The Road Home») se publicó por primera vez en 1922 en la legendaria revista Black Mask bajo el seudónimo de Peter Collinson.
EL CAMINO DE REGRESO
Dashiell Hammett
—¡Está loco si deja pasar esta oportunidad! Le concederán el mismo mérito y la misma recompensa por llevar las pruebas de mi muerte que por llevarme a mí. Le daré los documentos y las cosas que tengo encerrados cerca de la frontera de Yunnan para respaldar su historia, y le aseguro que jamás apareceré para estropearle el juego.
El hombre vestido de caqui frunció el ceño con paciente fastidio y desvió la mirada de los inflamados ojos pardos que tenía frente a sí para posarlos más allá de la borda del jahaz, donde el arrugado hocico de un muggar agitaba la superficie del rio. Cuando el pequeño cocodrilo volvió a sumergirse, los grises ojos de Hagerdorn se clavaron nuevamente en los del hombre que le suplicaba, y habló con cansancio, como alguien que ha contestado a los mismos argumentos una y otra vez.
—No puedo hacerlo, Barnes. Salí de Nueva York hace dos años con el fin de atraparle, y durante dos años he estado en este maldito país, aquí en Yunnan, siguiendo sus huellas. Prometí a los míos que me quedaría hasta encontrarle, y he mantenido mi palabra. ¡Vamos, hombre! —añadió, con una pizca de exasperación— Después de todo lo que he pasado, no esperará que ahora lo eche todo a rodar… ¡ahora que el trabajo ya está casi terminado!
El hombre moreno, ataviado como un nativo, esbozó una sonrisa untuosa y zalamera y restó importancia a las palabras de su captor con un ademán de la mano.
—No le estoy ofreciendo un par de miles de dólares; le ofrezco una parte de uno de los yacimientos de piedras preciosas más ricos de Asia, un yacimiento que el Mran-ma ocultó cuando los británicos invadieron el país. Acompáñeme hasta allí y le enseñaré unos rubíes, zafiros y topacios que le dejarán boquiabierto. Lo único que le pido es que me acompañe hasta allí y les dé un vistazo. Si no le gustaran, siempre estaría a tiempo de llevarme a Nueva York.
Hagedorn meneó lentamente la cabeza.
—Volverá a Nueva York conmigo. Es posible que cazar hombres no sea el mejor oficio del mundo, pero es el único que tengo, y ese yacimiento de piedras preciosas me suena a engaño. No le culpo por no querer volver… pero le llevaré de todos modos.
Barnes dirigió al detective una mirada de exasperación.
—¡Es usted un imbécil! ¡Por su culpa perderé miles de dólares! ¡Maldita sea!
Escupió con rabia por encima de la borda, como un nativo, y se acomodó en su esquina de la alfombrilla de bambú.
Hagedorn miraba más allá de la vela latina, río abajo: el principio del camino a Nueva York, a lo largo del cual una brisa pestilente impulsaba al barco de quince metros con asombrosa velocidad. Al cabo de cuatro días estarían a bordo de un vapor con destino a Rangún; otro vapor les llevaría a Calcuta, y finalmente, otro a Nueva York… a casa, ¡después de dos años!.
Dos años en un país desconocido, persiguiendo lo que hasta el mismo día de la captura no había sido más que una sombra. A través de Yunnan y Birmania, batiendo la selva con minuciosidad microscópica, jugando al escondite por los ríos, las colinas y las junglas, a veces un año, a veces dos meses y a veces seis detrás de su presa. ¡Y ahora volvería triunfalmente a casa! Betty tendría quince años… toda una señorita.
Barnes se inclinó hacia adelante y reanudó sus súplicas con voz lastimera.
—Vamos, Hagedorn, ¿por qué no escucha a la razón? Es absurdo que perdamos todo ese dinero por algo que ocurrió hace más de dos años. De todos modos, yo no quería matar a aquel tipo. Ya sabe lo que pasa; yo era joven y alocado, pero no malo, y me mezclé con gente poco recomendable. Aquel atraco me pareció una simple travesura cuando lo planeamos. Y después aquel hombre gritó y supongo que yo estaba excitado, y disparé sin darme cuenta. No quería matarlo y a él no le servirá de nada que usted me lleve a Nueva York y me cuelguen por aquello. La compañía de transportes no perdió ni un centavo. ¿Por qué me persiguen de este modo? Yo he hecho todo lo posible para olvidarlo.
El detective contestó con bastante calma, pero toda la benevolencia anterior había desaparecido de su voz.
—Ya sé…, ¡la vieja historia! Y las contusiones de la mujer birmana con la que estaba viviendo también demuestran que no es malo, ¿verdad? Basta ya, Barnes; afróntelo de una vez: usted y yo volvemos a Nueva York.
—¡Ni hablar de eso!
Barnes se puso lentamente en pie y dio un paso atrás.
—¡Preferiría morirme…!
Hagedorn desenfundó la automática una fracción de segundo demasiado tarde. Su prisionero había saltado por la borda y nadaba hacia la orilla. El detective cogió el rifle que había dejado a su espalda y se lanzó hacia la barandilla. La cabeza de Barnes apareció un momento y después volvió a sumergirse, emergiendo de nuevo unos cinco metros más cerca de la orilla. Río arriba, el hombre del barco vio los arrugados hocicos de tres muggars que se dirigían hacía el fugitivo. Se apoyó en la barandilla de teca y evaluó la situación.
«Parece ser que, después de todo, no podré llevarmelo con vida…, pero he hecho mi trabajo. Puedo disparar cuando vuelva a aparecer, o dejarlo en paz y esperar a que los muggars acaben con él.»
Después, el súbito pero lógico instinto de solidaridad con el miembro de su propia especie contra enemigos de otra borró todas las demás consideraciones, y se echó el rifle al hombro para enviar una andanada de proyectiles contra los muggars.
Barnes se encaramó a la orilla del río, agitó una mano por encima de la cabeza sin mirar hacia atrás, y se internó en la jungla.
Hagedorn se volvió hacia el barbudo propietario del jahaz, que había acudido a su lado, y le habló en su chapurreado birmano.
—Lléveme a la orilla —yu nga apau mye— y espere —thaing— hasta que le traiga: thu yughe.
El capitán meneó la negra barba en señal de protesta.
—Mahok! En esta jungla, sahib, un hombre es como una hoja. Veinte hombres podrían tardar una semana o un mes en encontrarle. Quizá tardaran cinco años. No puedo esperar tanto.
El hombre blanco se mordió el labio inferior y miró río abajo… el camino a Nueva York.
—Dos años… —dijo para sí, en voz alta—. Me costó dos años encontrarle cuando no sabía que le perseguía. Ahora… ¡Oh, demonios! Quizá tarde cinco. Me preguntó que hay de cierto en eso de las joyas.
Se volvió hacia el barquero.
—Iré tras él. Usted espere tres horas —señaló al cielo—. Hasta el mediodía, ne apomha. Si entonces no he vuelto, márchese: malotu thaing, thwa. Thi?
El capitán asintió.
—Hokhe!
El capitán aguardó cinco horas en el jahaz anclado, y después, cuando la sombra de los árboles de la orilla oeste empezó a cernirse sobre el río, ordenó que izaran la vela latina y la embarcación de teca se desvaneció tras un recodo del río.