Adela Fernández y Fernández (1942-2013) fue conocida por ser la hija del cineasta mexicano Emilio «Indio» Fernández. También fue una investigadora de las culturas mexicanas y una narradora muy interesante que merece ser más leída. Gabriel García Márquez elogió uno de sus cuentos, «La jaula de la tía Enedina», que a partir de entonces es casi el único que se cita de su obra. Aquí reproduzco otro, «Cordelias», que muestra su imaginación fantástica y su capacidad para mostrar con muy pocos recursos lo misterioso y lo inquietante en entornos cotidianos. Hay otras versiones del texto en línea, pero no ésta, que me parece más trabajada y proviene de una edición de cuentos de Fernández (Editorial Campana, 2009) que incluye dos libros suyos: Duermevelas –donde «Cordelias» apareció por primera vez– y Vago espinazo de la noche.
Este es el quinto y último cuento de la entrega especial en este diciembre, para compensar la falta de textos durante otros meses de este año terrible de 2016. Ojalá que el próximo año nos vaya –contra todos los indicios– mejor que en éste.
CORDELIAS
Adela Fernández
El árabe llegó a nuestra aldea con su camioneta azul dando tumbos en la brecha pedregosa y mirando con enfado el paisaje baldío. En la bodega de Luciano descargó veinte cajas de madera llenas de verdura y frutas, alimento apreciado en nuestra tierra infértil. Apenas se hubo ido, se amontonaron todas las mujeres prontas a comprar la mercancía. Don Luciano, aturdido, trataba de calmarlas, mientras con el martillo desprendía las tablas, dejando a la vista gulosa aquellas frutas y hortalizas de colores excitantes. Con tantos manojos de yerbas aromáticas el ambiente se hizo delicioso. Los niños esperábamos ansiosos que la ayudante de don Luciano nos arrojara aquellas frutas que por magulladas se deshacían de ellas.
La algarabía se tornó en asombroso silencio cuando al abrir una de las cajas, los ojos atónitos vieron dentro de ella, acurrucada dolorosamente en el estrecho espacio, a una niña de tres años. La sacaron y comenzó a llorar a causa de sus miembros entumecidos y por el escándalo que la rodeaba. La sobaron, le dieron un poco de agua tibia y una bolita de migajón para evitarle los ácidos estomacales, producto del miedo. Hubo sentimientos de compasión, suposiciones e invención de historias acerca de su procedencia: que si el árabe se la había robado y la dejó ahí por equivocación; que si a lo mejor él no sabía nada y que alguien la echó en la caja para deshacerse de ella; que si a lo mejor los elotes se habían transformado en una niña, hija de la deidad del maíz y que debía ser adorada como diosa; que si tal vez era el mismito diablo que en imagen de aparente inocencia había llegado al pueblo para desatar la maldad y una cadena de tragedias.
Fue mi madre quien alegó que se dejaran de tonterías, que el caso era claro y simple, nada más que una niña abandonada, evidencia de la irresponsbilidad o de un acto desalmado. Conmovida, mi madre decidió llevarla a casa hasta que regresara el árabe para aclarar con él las cosas, pero el frutero jamás volvió al pueblo y ella tuvo que hacerse cargo de la niña, adopción que si bien fue forzada, no estuvo exenta de misericordia. Mi madre me exigió que la tratara como a una hermana y le dio el nombre de Cordelia. Esta pequeña vino a romperme el hastío propio de un hijo único y pronto me hice a la costumbre de los juegos compartidos, de los diálogos fantasiosos y de los pleitos sin importancia.
La gente del pueblo siguió inventando historias posibles sobre su identidad, por lo que mi madre prefirió que Cordelia no saliera de casa, librándola así de los chismes populares. Con la esperanza de que olvidara su orfandad, le dio cuanto cariño latía en su corazón al grado de consentirla más que a mí. Fue el encanto natural de Cordelia lo que impidió que yo sintiera celos.
Cuando el tema estuvo agotado y todos llegaron a la indiferencia por la recogida, mi madre comenzó a llevarla al mercado y a la iglesia. El día que fueron a traer agua de la fuente, Cordelia se sorprendió al ver por vez primera su rostro reflejado y comenzó a hablar consigo misma. Estaban a punto de volver a casa cuando de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma. Mi madre fingió no asombrarse y ante los ojos estupefactos de los aguadores, como si nada hubiera pasado, tomó a las niñas de la mano y emprendió la caminata de regreso. Mi madre llegó a casa con dos Cordelias, una de ellas empapada. Las murmuraciones recomenzaron y tuvo que sobreponerse a las maledicencias.
En otra ocasión, de visita en casa de Hortensia la costurera, las niñas se probaban ante el espejo sus vestidos nuevos y con risas y gesticulaciones entusiastas compartían con sus reflejos la dicha de estrenar ropa. Mi madre pagó el valor de la hechura a la modista y se despidió satisfecha de poder vestir a sus dos hijas obtenidas por la gracia de Dios. A la velocidad de la luz, del espejo salieron los reflejos y tras adquirir cuerpo y alma corrieron a abrazarla. Esa vez mi madre regresó a casa con cuatro Cordelias.
A la mañana siguiente, apenas comenzado el día, la gente se congregó en el atrio de la iglesia para dar opinión sobre el asunto. Nunca antes su imaginación había producido antes tantas hipótesis y advertencias sobre el misterio de Cordelia y quisieron comprobar el fenómeno de su multiplicación ante la multitud y bajo el amparo de Dios.
Varias mujeres, furias de oficio, entraron a la casa y a la fuerza se llevaron a mi madre y a las cuatro Cordelias. En el atrio habían colocado un enorme y antiguo espejo ante el cual enfrentaron a las niñas. Los reflejos adquirieron vida propia y cuando estaban a punto de salir del azogue, Don Luciano, aterrado, lanzó una piedra rompiéndolo en pedazos que cayeron desparramados en el patio de adoquín. Brotaron tantas Cordelias como fragmentos de cristal había. El pánico dispersó a la gente que fue a refugiarse a sus casas. Mi madre tuvo la fuerza de amparar a todas sus hijas no sin antes pedirle a sus vecinos que se deshicieran de sus espejos.
Nadie se atrevió a romper los espejos por el peligro que ello representaba. Como medida se dieron a la tarea de pintarlos de negro y algunos, los más temerosos, prefirieron enterrarlos. En lugar de cristales hay oscuros de madera en las ventanas. Todos los aljibes están cubiertos e incluso construyeron un domo sobre la fuente de la que hoy se abastecen de agua por medio de una llave. La gente toma el líquido con cautela y cubren sus vasos y ollas con paños negros.
Las Cordelias, por su parte, andan por todos lados arañando la tierra, en la desesperada tarea de encontrar algún espejo para poder seguir con la reproducción de su especie.
En este año terrible de 2016, hubo siempre demasiado trabajo y la publicación en este sitio se volvió más errática que nunca. Sobre todo sufrieron el concurso mensual y la antología virtual de cuento. Para compensar, habrá una entrega especial de cinco cuentos en los días por venir, y el primero es éste.
La semana pasada, el 11 de diciembre, se cumplió el centenario de Elena Garro (1916-1998), escritora mexicana. Gran autora –como mínimo, una de las mejores narradoras y dramaturgas nacidas en el país en los últimos cien años–, su obra vuelve a ser comentada, apreciada, examinada en busca de nuevas perspectivas, y reeditada, tras un par de décadas de oscurecimiento.
«La culpa es de los tlaxcaltecas», su narración breve más famosa, combina dos tiempos, dos visiones de la realidad y una sola situación angustiosa para su protagonista. Se publicó en 1964 en la Revista Mexicana de Literatura y ha sido reproducida en muchas ocasiones, pero alguien se la encontrará aquí por primera vez.
LA CULPA ES DE LOS TLAXCALTECAS
Elena Garro
Nacha oyó que llamaban en la puerta a la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre.
—¡Señora!… —suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca.
—Nachita, dame un cafecito… Tengo frío.
—Señora, el señor… el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.
—¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.
—¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
—¿No estás de acuerdo, Nacha?
—Sí, señora…
—Yo soy como ellos: traidora… —dijo Laura con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.
—¿Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
—Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
—¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo, En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida.
—Así eran, señora Laurita.
—Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
“—La culpa es de los tlaxcaltecas— le dije.
“Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
“—¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
“—¿Y los otros? —le pregunté.
“—Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo—. Vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición.
“—Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…
“—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
“—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
“—Hace ya tiempo que no me pega el sol—. Bajó los ojos y me dejó caer la mano: Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Na¬chita, que el tiempo y el amor son uno solo.
“—¿Y mi casa? —le pregunté.
“—Vamos a verla—. Me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. “Lo perdió en la huida”, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
“—Ya no camino… —le dije.
“—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.
“—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito.
Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.
“—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
“—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
“—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo… por eso te andaba buscando—. Se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor… soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.
“—Éste es el final del hombre —dije.
“—Así es —contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.
“—A la noche vuelvo, espérame… —suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
“—Nos falta poco para ser uno —agregó con su misma cortesía.
Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
“—¿Qué pasa? ¿Estás herida? —me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos.
“—¡Estos indios salvajes!… ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme. Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no puede creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:
—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!”. La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del presidente López Mateos.
“—Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca —había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las visitas oficiales.
—¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! —comentó la señora abrazándose con Pablo hasta esa noche dándoles súbitamente la razón a Josefina y Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
—Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo, no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día.”
“—Tienes un marido turbio y confuso —me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist.
“—Para que se animen —nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.
“Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. “Se parece a…” y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran al cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: “¿En qué piensas?” Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.
—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! —dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
—Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme?”. Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo: “¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos por algo sería!”. Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
“—¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!
“—No oímos nada… —dijo el señor asombrado.
“—¡Es él…! —gritó la tonta de la señora.
“—¿Quién es él? —preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la misma pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:
“—El indio… el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México…
Así supo Josefina lo del indio y así se lo contó a Nachita.
“— ¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! —gritó el señor.
Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.
“—Está herido… —dijo el señor Pablo preocupado.
Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.
“—Era un indio, señor —dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.
“—¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y lo oyó Josefina.
—Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota —dijo Laura con desdén.
—Muy cierto —afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el pozo negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café calientito.
—Bébase su café, señora —dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
—Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien y o no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora le decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!”, ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podíamos ver todos.
“—Tal vez en el Lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto. Dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.
—¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo me besaba? Y tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y una mujer se aman y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿adónde?”. Más tarde cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al Café de Tacuba!”. Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en este momento en la cocina.
—¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! —le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un sweater blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
—En el Café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero, “¿Qué le sirvo?”. Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”. Mi primo y yo comíamos cocos .de chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y yo habitaré la alcoba más preciosa de su pecho”. Así me decía mientras comía la cocada.
“—¿Qué horas son? —le pregunté al camarero.
“—Las doce, señorita.
“A la una llega Pablo”, me dije, “si le digo a un taxi que me lleve por el Periférico, puedo esperar todavía un rato”. Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.
“—¿Qué haces? —me preguntó con su voz profunda.
“—Te estaba esperando.
Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.
“—¿No tenías miedo de estar aquí sólita?
“Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.
“—No mires —me dijo.
“Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.
“—¡Sácame de aquí! —le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.
“—Éste es el final del hombre —le dije con los ojos bajo su mano.
“— ¡No lo veas!
“Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
“—Duerme conmigo… —me dijo en voz muy baja.
“—¿Me viste anoche? —le pregunté.
“—Te vi…
“Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó y agarró su escudo.
“—Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré por ti.
“Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas… Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo.
“—Señorita, ¿se siente mal?
Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.
“—¡Insolente! ¡Déjeme tranquila!
“Tomé un taxi que me trajo a la casa por el Periférico y llegué…
Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.
“—¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía!
Laura se le quedó mirando asombrada, muda.
“— ¿Dónde anduvo, señora?
“—Fui al Café de Tacuba.
“—Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía el Últimas Noticias. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los estados de Michoacán y Guanajuato”.
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada”. Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
—¡Laura! —gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en su brazos.
—¡Alma de mi alma! —sollozó el señor.
La señora Laurita pareció enternecida unos segundos.
—¡Señor! —gritó Josefina—. El vestido de la señora está bien chamuscado.
Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.
—Es verdad… también las suelas de sus zapatos están ardidas… Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde estuviste?
—En el Café de Tacuba —contestó la señora muy tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.
—Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?
—Luego tomé un taxi y me vine acá por el Periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?… ¿Por qué traes el vestido quemado?
—¿Quemado? Si él lo apagó… —dejó escapar la señora Laura.
—¿Él?… ¿el indio asqueroso? —Pablo la volvió a zarandear con ira.
—Me lo encontré a la salida del Café de Tacuba… —sollozó la señora muerta de miedo.
—¡Nunca pensé que fueras tan baja! —dijo el señor y la aventó sobre la cama.
—Dinos quién es —preguntó la suegra suavizando la voz.
—¿Verdad Nachita, que no podía decirles que era mi marido? —preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama, había opinado:
—Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.
Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos:
—¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
—Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana —anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.
—¡Pobrecito!… ¡pobrecito!… —dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
—Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la Conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? —preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.
—Sí, señora… —Y Nachita, nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre.
—Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
—No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán —agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
—¡Se escapó la loca! —gritó con voz estentórea al entrar a la casa.
—Fíjate, Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona. Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no.” Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto las mismas catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía, se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”… Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.
“—¿Qué te haces? —me dijo.
“Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.
“—Te estaba esperando —contesté.
“—Ya va a llegar el último día…
Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de vergüenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. El siguió quieto, observándome.
“—Vamos a la salida de Tacuba… Hay muchas traiciones…
“Me agarró de la mano y nos fuimos caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas despedazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. El no tenía miedo. Después me miró a mí.
“—Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.
“Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.
“—Son las criaturas… —Me dijo.
“—Éste es el final del hombre —repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.
“Él me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.
“—Traidora te conocía y así te quise.
“—Naciste sin suerte —le dije. Me abracé a él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
“—El tiempo se está acabando… —suspiró mi marido.
“Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.
“Falta poco para que nos fuéramos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó ramas y me hizo una cuevita.
“—Aquí me esperas.
“Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo. Si mi primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. “Cuando llegue y me busque…” No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. “Margarita ya se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado”… Un taxi me trajo por el Periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los Periféricos eran los canales infestados de cadáveres… por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido”.
Nachita se acomodó los brazos sobre la falda lila.
—El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación —explicó Nachita satisfecha.
Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.
—La que está arriba es la señora Margarita —agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró por los cristales de la ventana a las rosas borradas por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.
—¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! —dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
—Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde —dijo.
—Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino —comentó Nacha con miedo.
—Si nunca los temió ¿por qué había de temerlos esta noche? —preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.
—Son más canijos que los tlaxcaltecas —le dijo en voz muy baja.
Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana.
—¡Señora!… Ya llegó por usted… —le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.
—Yo digo que la señora Laurita, no era de este tiempo, ni era para el señor —dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.
—Ya no me hallo en casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino, le confió a Josefina—. Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.
Hola, Alberto, quisiera felicitarte por tu amplio conocimiento del genero de ficción, en la mayoría de tus respuestas acerca de los cuestionamientos son acertadísimas, sin embargo soy de los que piensa que la CF no es para todos ¿a qué crees que se daba la poca demanda a este genero en el país?
Pensé que valía la pena responder un poco más extensamente y lo hago a continuación.
* * *
Hola y gracias por la felicitación. 🙂
Sobre lo que preguntas, voy a hacer un pequeño rodeo. Tengo que empezar diciendo que «género» es una palabra que no me gusta mucho utilizar porque se usa de modo muy impreciso y lleva a muchas confusiones, y desde hace tiempo ocurre lo mismo con «ficción».
Entiendo que cuando dices ficción te refieres a la ciencia ficción, o incluso de modo más general a la narrativa de imaginación fantástica, y en cambio yo –basándome en cierto número de autores– entiendo la ficción como narrativa, a secas: cualquier texto que proponga personajes y sucesos inventados en un mundo narrado, fingido, sin importar que ese mundo narrado se parezca o no al mundo de nuestra vida ordinaria. Esto me parece más acertado porque, de hecho, ningún mundo narrado es «real» en el sentido en el que lo es una mesa, un árbol, tu cuerpo, el aparato en el que lees estas palabras: los mundos narrados son, solamente, efectos en nuestra conciencia, imágenes que nos figuramos, de forma estrictamente subjetiva, a partir de lo que vamos leyendo: de lo que nos «dice» el texto de la narración. Una novela no es un mundo: es una secuencias de signos consignada en algún sustrato, un papel o una memoria digital o cualquier otro, que leemos para hacernos la ilusión de que observamos un mundo.
A veces nos confundimos. Algunos mundos narrados se parecen más a lo que entendemos como la vida real, y llegamos a decir nos parecen «más reales» aunque no lo sean: aunque todos sean experiencias interiores impulsadas por los textos, igual de intangibles para los sentidos. Cuando eso pasa confundimos las cosas con las palabras que les dan nombre: las representaciones con aquello que representan.
Digo todo esto porque la respuesta a tu pregunta tiene que ver con ese error.
* * *
Por una parte, en realidad no creo que haya poca «demanda» de las historias con elementos de los que suelen etiquetarse como «de ciencia ficción». Por ejemplo, ve cuántas personas en el mundo han elogiado, en las últimas semanas, la serie de televisión Stranger Things, que utiliza muchísimos y lo hace, además, en combinaciones tomadas de libros, películas y series de televisión de al menos los últimos treinta años. Ve cuántas personas juegan videojuegos, ven películas, leen cómics con historias semejantes. Sucede lo mismo entre las personas que leen libros, aunque éstas representen un porcentaje más pequeño de la población del que representan en otros países.
De la misma manera, me parece un poco injusto lo de singularizar a ese tipo de historias diciendo que no son para todos. Lo cierto es que ninguna literatura, ningún texto literario, lo es. De hecho tampoco lo es la lectura misma.
Por otra parte, en efecto, sí hay la idea de que las historias que contienen elementos considerados parte de ciertas variedades de escritura, digamos, son «raras», poco frecuentadas, despreciadas. Y también es verdad que en México los libros que se perciben como parte de esas categorías son menos apreciados por ciertas personas, y en especial por personas con autoridad (cultural, política) que después comunican a otros su desdén.
¿Por qué es esto?
En buena medida, creo, es por el error al que me refería antes. Tenemos un problema de comprensión lectora: un problema extendido, serio, que abarca a varias generaciones. Es que a duras penas aprendemos a leer, por supuesto: el sistema educativo nacional está cada vez peor, y cada vez ofrece menos herramientas para que la gente aprenda a enfrentarse con los textos de manera atenta y crítica. Desprovistas de esas guías, y de ejemplos, numerosas personas se vuelven incapaces de percibir el humor, la imaginación o la ironía y todo lo interpretan de manera literal. A estas personas les desconcierta cualquier representación que no se pueda entender como una imagen fiel, una copia, de lo que ellas han aprendido a juzgar posible, a interpretar como cierto. Lo he visto incluso entre colegas muy talentosos y premiados: se les pone delante una narración con algún elemento fantástico, no saben qué hacer con él y terminan minimizándolo, ignorándolo o tratando de interpretarlo como una «falsedad» dentro de un texto «verdadero», lo que en el fondo es un disparate. «Los muertos no hablan estando ya muertos en sus tumbas», dicen (por ejemplo), «así que este episodio de Pedro Páramo de Rulfo debe ser símbolo de otra cosa, y en realidad no está pasando». ¡Pero nada de Pedro Páramo está pasando, ni pasó jamás! Los personajes, los lugares, los sucesos, pueden estar basados en personajes, lugares y sucesos reales, pero el libro no es un tratado de historia sino una novela: un ejemplo de ficción, en el que se intenta representar alguna parte de la experiencia humana mediante la invención. Desde la realidad en la que leemos ese texto, todos sus hechos pueden interpretarse y analizarse como emblemas de algo más, porque ninguno es verdad, pero sí lo son para los personajes que viven en el mundo narrado. Aquí pueden no pasar, pero allá sí, porque «allá» no es ningún sitio del mundo, sino –otra vez– un efecto que se da en la mente de quien lee.
Aparte, hay dos aspectos de la cultura mexicana que contribuyen al menosprecio de la imaginación. Uno es el carácter autoritario de nuestras sociedades: desde el siglo XVI, cuando se prohibían las historias de imaginación «excesiva», «desbordada» o insumisa en las colonias españolas, a la casi totalidad de los regímenes que han existido en este territorio les ha interesado imponer una visión única de las cosas, una idea única e incuestionable de cómo debe ser la realidad. Se han concentrado en el control de la vida social: en impulsar la idea de que las relaciones entre las personas sólo pueden ser de cierta manera (que les convenga, por supuesto, y en la que la posición privilegiada de quienes están arriba se perciba como algo natural y apropiado), pero un efecto de esta práctica reiterada es un gran desprecio de la imaginación en general.
El otro aspecto perjudicial de nuestros modos de pensar es la creencia, más del último par de siglos, de que la imaginación en la literatura es una especie de marca de clase. Se le asocia con lo popular, y a lo popular con lo bajo, lo «indigno» de las clases ilustradas y refinadas. Por ejemplo, lo primero que hace un texto esnob que busca elogiar a una obra en la que haya el más pequeño elemento extraño, fantástico, maravilloso, es decir que no contiene imaginación aunque parezca que sí: «va más allá del género», se escribe, o «es de una calidad/profundidad/belleza que no suele haber en la ciencia ficción/el horror/la fantasía» (aunque quien escribe no sepa nada del subgénero en cuestión). Basta ver lo que sucedía en su tiempo con la obra de Salvador Elizondo, y lo que ocurre ahora en muchas ocasiones con Francisco Tario o Amparo Dávila.
Hay autores, y sobre todo lectores, a los que les importa poco esta serie de prejuicios. A otros les afecta mucho, porque aun ahora es cierto que estos temas son de los que cierran puertas, en vez de abrirlas, en muchos lugares de la cultura y el mundo de la edición nacionales.
En cuanto a mí, la imaginación fantástica me parece una herramienta utilísima y muy especial para crear arte. Y me desconsuela vivir en una época en la que, por desgracia, incluso en países en mejor situación que el mío lo que impera es no leer y, justo después, la lectura literal, intolerante, fanática. En momentos como éstos imaginar se convierte en un acto de resistencia: de oposición contra un poco de lo peor del mundo.
Faltaba en Las Historias un cuento de Charles Dickens (1812-1870), uno de los autores más importantes de la literatura inglesa y un clásico en todos los sentidos. Como otros autores en su situación, por supuesto, tiene el problema de que actualmente su obra se lee menos de lo que merece, aunque (o porque) gran cantidad de personajes, situaciones y anécdotas de sus cuentos y novelas las han trascendido y forman parte de las culturas populares de occidente. Sin embargo, ésta puede ser una oportunidad de que más de un lector conozca «El guardavía» («The Signal-Man»), una narración de fantasmas que ha sido modelo de muchas otras y todavía puede leerse con sorpresa.
El cuento se publicó primero en 1866: apareció en la edición navideña de la revista All the Year Round como parte de un conjunto de narraciones de tema ferroviario, «Mugby Junction», coordinada por Dickens y con textos de él y de varios otros autores.
EL GUARDAVÍA Charles Dickens
—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.
—¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?
Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.
El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.
Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.
Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.
Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.
—¿Aquella luz está a su cargo, verdad?
—¿Acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja.
Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.
Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.
Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.
—Me mira —dije con sonrisa forzada— como si me temiera.
—No estaba seguro —me respondió— de si lo había visto antes.
—¿Dónde?
Señaló la luz roja que había estado mirando.
—¿Allí? —dije.
Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».
—Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.
—Creo que sí —asintió—, sí, creo que puedo.
Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.
¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo —si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación—. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.
Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña —él apenas si podía—) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.
Al levantarme para irme dije:
—Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)
—Creo que solía serlo —asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio—. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.
Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
—Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
—Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
—Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
—Vendré a las once.
Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.
—Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor —dijo en su peculiar voz baja—. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».
—Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?
—Dios sabe —dije—, grité algo parecido…
—No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
—Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
—¿Por ninguna otra razón?
—¿Qué otra razón podría tener?
—¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
—No.
Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.
A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
—No he llamado —dije cuando estábamos ya cerca—. ¿Puedo hablar ahora?
—Por supuesto, señor.
—Buenas noches y aquí tiene mi mano.
—Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.
Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
—He decidido, señor —empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro—, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.
—¿Esa equivocación?
—No. Esa otra persona.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Se parece a mí?
—No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.
Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».
—Una noche de luna —dijo el hombre—, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
—¿Dentro del túnel? —pregunté.
—No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».
Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.
Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.
Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
—Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.
De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.
—Esto —dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos— fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.
Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.
—¿Lo llamó?
—No, estaba callado.
—¿Agitaba el brazo?
—No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.
Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
—¿Se acercó usted a él?
—Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.
—¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?
Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:
—Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.
—Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:
—Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.
—¿Junto a la luz?
—Junto a la luz de peligro.
—¿Y qué hace?
El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:
—No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.
Me agarré a esto último:
—¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?
—Por dos veces.
—Bueno, vea —dije— cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
Negó con la cabeza.
—Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.
—¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
—Estaba allí.
—¿Las dos veces?
—Las dos veces —repitió con firmeza.
—¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?
Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
—¿Lo ve? —le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.
Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.
—No —contestó—, no está allí.
—De acuerdo —dije yo.
Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.
—A estas alturas comprenderá usted, señor —dijo—, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».
No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
—¿De qué nos está previniendo? —dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando—. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?
Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
—Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación —continuó, secándose las manos—. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.
—Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro —continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación—, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?
Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.
No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.
Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.
La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora —me dije a mí mismo—, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»
Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.
Con la inequívoca sensación de que algo iba mal —y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera— descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
—¿Qué pasa? —pregunté a los hombres.
—Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.
—¿No sería el que trabajaba en esa caseta?
—Sí, señor.
—¿No el que yo conozco?
—Lo reconocerá si le conocía, señor —dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona—, porque el rostro está bastante entero.
—Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? —pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
—Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:
—Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor —dijo—, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
—¿Qué dijo usted?
—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
Me sobresalté.
—Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.
Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo —no él— había acompañado —y tan sólo en mi mente— los gestos que él había representado.
El mes pasado no pude publicar un cuento, así que en éste habrá dos. El primero es de Henry James (1843-1916), el gran autor estadounidense –emigrado desde muy pronto a Inglaterra–, maestro de la narrativa de su tiempo. Algunas personas asocian el nombre de James sólo con sus historias de lo sobrenatural y lo extraño, de las que la más famosa debe ser la novela Otra vuelta de tuerca; sin embargo, James fue también un observador extraordinario de la psicología humana y de las relaciones sociales y personales, y estos intereses se juntan de hecho con la narración de lo misterioso en aquella novela y en gran parte de su obra. Otro ejemplo es «Los amigos de los amigos» («The Friends of Friends»), publicado inicialmente con el título «The Way It Came» en 1896. Enmarcada como el testimonio de un lector de parte de los diarios de la protagonista, en la narración importa tanto la relación que ésta entabla con su prometido como las causas inexplicables por las que se ve en peligro. Este cuento fue seleccionado por Italo Calvino para su famosa antología Cuentos fantásticos del XIX.
LOS AMIGOS DE LOS AMIGOS
Henry James
Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación—. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.
I
Sé perfectamente, por supuesto, que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni pone. Yo fui la primera persona que le habló de ella: ni tan siquiera la había oído nombrar. Aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí; después traté de consolarme con esa reflexión. Pero el consuelo que dan las reflexiones es poco: el único consuelo que cuenta en la vida es no haber hecho el tonto. Esa es una bienaventuranza de la que yo, desde luego, nunca gozaré. «Pues deberías conocerla y comentarlo con ella», fue lo que le dije inmediatamente. «Sois almas gemelas». Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Era cosa bien sabida de sus amistades —cada dos por tres se le pedía que relatara el incidente—. Era encantadora, inteligente, guapa, desgraciada; pero, con todo eso, era a aquello a lo que en un principio había debido su celebridad.
Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje por no sé dónde con una tía suya, había tenido una visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad extranjera. Ella había pasado sola, adelantándose a sus acompañantes, a una salita que contenía una obra de arte famosa, y que en aquel momento ocupaban otras dos personas. Una era un vigilante anciano; a la otra, antes de fijarse, la tomó por un desconocido, un turista. No fue consciente sino de que tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco. Pero en el instante en que puso los ojos en él vio con asombro a su padre, que, como si llevara esperándola mucho tiempo, la miraba con inusitada angustia y con una impaciencia que era casi un reproche. Ella corrió hacia él, gritando descompuesta: «¿Papá, qué te pasa?»; pero a esto siguió una demostración de sentimiento todavía más intenso al ver que ante ese movimiento su padre se desvanecía sin más, dejándola consternada entre el vigilante y sus parientes, que para entonces ya la habían seguido. Esas personas, el empleado, la tía, los primos, fueron pues, en cierto modo, testigos del hecho —del hecho, al menos, de la impresión que había recibido—; y hubo además el testimonio de un médico que atendía a una de las personas del grupo y a quien se comunicó inmediatamente lo sucedido. El médico prescribió un remedio contra la histeria pero le dijo a la tía en privado: «Espere a ver si no ocurre nada en su casa». Sí había ocurrido algo: el pobre padre, víctima de un mal súbito y violento, había fallecido aquella misma mañana. La tía, hermana de la madre, recibió en el día un telegrama en el que se le anunciaba el suceso y se le pedía que preparase a su sobrina. Su sobrina ya estaba preparada, y ni que decir tiene que aquella aparición dejó en ella una huella indeleble. A todos nosotros, como amigos suyos, nos había sido transmitida, y todos nos la habíamos transmitido unos a otros con cierto estremecimiento. De eso hacía doce años, y ella, como mujer que había hecho una boda desafortunada y vivía separada de su marido, había cobrado interés por otros motivos; pero como el apellido que ahora llevaba era un apellido frecuente, y como además su separación judicial apenas era distinción en los tiempos que corrían, era habitual singularizarla como «esa, sí, la que vio al fantasma de su padre».
En cuanto a él, él había visto al de su madre…, ¡qué más hacía falta! Yo no lo había sabido hasta esta ocasión en que nuestro trato más íntimo, más agradable, le llevó, por algo que había salido en nuestra conversación a mencionarlo y con ello a inspirarme el impulso de hacerle saber que tenía un rival en ese terreno —una persona con quien comparar impresiones—. Más tarde, esa historia vino a ser para él, quizá porque yo la repitiese indebidamente, también una cómoda etiqueta mundana; pero no era con esa referencia como me lo habían presentado un año antes. Tenía otros méritos, como ella, la pobre, también los tenía. Yo puedo decir sinceramente que fui muy consciente de ellos desde el primer momento —que los descubrí antes de que él descubriera los míos—. Recuerdo haber observado ya en aquel entonces que su percepción de los míos se avivó por esto de que yo pudiera corresponder, aunque desde luego no con nada de mi propia experiencia, a su curiosa anécdota. Databa esa anécdota, como la de ella, de una docena de años atrás: de un año en el que, estando en Oxford, por no sé qué razones se había quedado a hacer el curso «largo». Era una tarde del mes de agosto; había estado en el río. Cuando volvió a su habitación, todavía a la clara luz del día, encontró allí a su madre, de pie y como con los ojos fijos en la puerta. Aquella mañana había recibido una carta de ella desde Gales, donde estaba con su padre. Al verle le sonrió con muchísimo cariño y le tendió los brazos, y al adelantarse él abriendo los suyos, lleno de alegría, se desvaneció. Él le escribió aquella noche, contándole lo sucedido; la carta había sido cuidadosamente conservada. A la mañana siguiente le llegó la noticia de su muerte. Aquel azar de nuestra conversación hizo que se quedara muy impresionado por el pequeño prodigio que yo pude presentarle. Nunca se había tropezado con otro caso. Desde luego que tenían que conocerse, mi amiga y él; seguro que tendrían cosas en común. Yo me encargaría, ¿verdad? —si ella no tenía inconveniente—; él no lo tenía en absoluto. Yo había prometido hablarlo con ella en la primera ocasión, y en la misma semana pude hacerlo. De «inconveniente» tenía tan poco como él; estaba perfectamente dispuesta a verle. A pesar de lo cual no había de haber encuentro —como vulgarmente se entienden los encuentros.
II
La mitad de mi cuento está en eso: de qué forma extraordinaria se vio obstaculizado. Fue culpa de una serie de accidentes; pero esos accidentes, persistiendo al cabo de los años, acabaron siendo, para mí y para otras personas, objeto de diversión con cada una de las partes. Al principio tuvieron bastante gracia, luego ya llegaron a aburrir. Lo curioso es que él y ella estaban muy bien dispuestos: no se podía decir que se mostrasen indiferentes, ni muchísimo menos reacios. Fue uno de esos caprichos del azar, ayudado, supongo, por una oposición bastante arraigada de las ocupaciones y costumbres de uno y otra. Las de él tenían por centro su cargo, su sempiterna inspección, que le dejaba escaso tiempo libre, reclamándole constantemente y obligándole a anular compromisos. Le gustaba la vida social, pero en todos lados la encontraba y la cultivaba a la carrera. Yo nunca sabía dónde podía estar en un momento dado, y a veces transcurrían meses sin que le viera. Ella, por su parte, era prácticamente suburbana: vivía en Richmond y no «salía» nunca. Era persona de distinción, pero no de mundo, y muy sensible, como se decía, a su situación. Decididamente altiva y un tanto caprichosa, vivía su vida como se la había trazado. Había cosas que era posible hacer con ella, pero era imposible hacerla ir a las reuniones en casa ajena. De hecho éramos los demás los que íbamos, algo más a menudo de lo que hubiera sido normal, a las suyas, que consistían en su prima, una taza de té y la vista. El té era bueno; pero la vista nos era ya familiar, aunque tal vez su familiaridad no alcanzara, como la de la prima —una solterona desagradable que formaba parte del grupo cuando aquello del museo que ahora vivía con ella—, al grado de lo ofensivo. Aquella vinculación a un pariente inferior, que en parte obedecía a motivos económicos —según ella su acompañante era una administradora maravillosa—, era una de las pequeñas manías que le teníamos que perdonar. Otro era su estimación de lo que le exigía el decoro por haber roto con su marido. Esta era extremada —muchos la calificaban hasta de morbosa—. No tomaba con nadie la iniciativa; cultivaba el escrúpulo; sospechaba desaires, o quizá me esté mejor decir que los recordaba: era una de las pocas mujeres que he conocido a quienes esa particular posición había hecho modestas más que atrevidas. ¡La pobre, cuánta delicadeza! Especialmente marcados eran los límites que había puesto a las posibles atenciones de parte de hombres: siempre estaba pensando que su marido no hacía sino esperar la ocasión para atacar. Desalentaba, si no prohibía las visitas de personas del sexo masculino no seniles: decía que para ella todas las precauciones eran pocas.
Cuando por primera vez le mencioné que tenía un amigo al que los hados habían distinguido de la misma extraña manera que a ella, le dejé todo el margen posible para que me dijera: «¡Ah, pues traele a verme!» Seguramente habría podido llevarle, y se habría producido una situación del todo inocente, o por lo menos relativamente simple. Pero no dijo nada de eso; no dijo más que: «Tendré que conocerle; ¡a ver si coincidimos!» Eso fue la causa del primer retraso, y entretanto pasaron varias cosas. Una de ellas fue que con el transcurso del tiempo, y como era una persona encantadora, fue haciendo cada vez más amistades, y matemáticamente esos amigos eran también lo suficientemente amigos de él como para sacarle a relucir en la conversación. Era curioso que sin pertenecer, por así decirlo, al mismo mundo, o, según una expresión horrenda, al mismo ambiente, mi sorprendida pareja hubiera venido a dar en tantos casos con las mismas personas y a hacerles entrar en el extraño coro. Ella tenía amigos que no se conocían entre sí, pero que inevitable y puntualmente le hablaban bien de él. Tenía también un tipo de originalidad, un interés intrínseco, que hacía que cada uno de nosotros la tuviera como un recurso privado, cultivado celosamente, más o menos en secreto, como una de esas personas a las que no se ve en una reunión social, a las que no todo el mundo —no el vulgo— puede abordar, y con quien, por tanto, el trato es particularmente difícil y particularmente precioso. La veíamos cada cual por separado, con citas y condiciones, y en general nos resultaba más conducente a la armonía no contárnoslo. Siempre había quien había recibido una nota suya más tarde que otro. Hubo una necia que durante mucho tiempo, entre los no privilegiados, debió a tres simples visitas a Richmond la fama de codearse con «cantidad de personas inteligentísimas y fuera de serie».
Todos hemos tenido amigos que parecía buena idea juntar, y todos recordamos que nuestras mejores ideas no han sido nuestros mayores éxitos; pero dudo que jamás se haya dado otro caso en el que el fracaso estuviera en proporción tan directa con la cantidad de influencia puesta en juego. Realmente puede ser que la cantidad de influencia fuera lo más notable de este. Los dos, la dama y el caballero, lo calificaron ante mí y ante otros de tema para una comedia muy divertida. Con el tiempo, la primera razón aducida se eclipsó, y sobre ella florecieron otras cincuenta mejores. Eran tan parecidísimos: tenían las mismas ideas, mañas y gustos, los mismos prejuicios, supersticiones y herejías; decían las mismas cosas y, a veces, las hacían; les gustaban y les desagradaban las mismas personas y lugares, los mismos libros, autores y estilos; había toques de semejanza hasta en su aspecto y sus facciones. Como no podía ser menos, los dos eran, según la voz popular, igual de «simpáticos» y casi igual de guapos. Pero la gran identidad que alimentaba asombros y comentarios era su rara manía de no dejarse fotografiar. Eran las únicas personas de quienes se supiera que nunca habían «posado» y que se negaban a ello con pasión. Que no y que no —nada, por mucho que se les dijera—. Yo había protestado vivamente; a él, en particular, había deseado tan en vano poder mostrarle sobre la chimenea del salón, en un marco de Bond Street. Era, en cualquier caso, la más poderosa de las razones por las que debían conocerse —de todas las poderosas razones reducidas a la nada por aquella extraña ley que les había hecho cerrarse mutuamente tantas puertas en las narices, que había hecho de ellos los cubos de un pozo, los dos extremos de un balancín, los dos partidos del Estado, de suerte que cuando uno estaba arriba el otro estaba abajo, cuando uno estaba fuera el otro estaba dentro; sin la más mínima posibilidad para ninguno de entrar en una casa hasta que el otro la hubiera abandonado, ni de abandonarla desavisado hasta que el otro estuviera a tiro—. No llegaban hasta el momento en que ya no se les esperaba, que era precisamente también cuando se marchaban. Eran, en una palabra, alternos e incompatibles; se cruzaban con un empecinamiento que sólo se podía explicar pensando que fuera preconvenido. Tan lejos estaba de serlo, sin embargo, que acabó —literalmente al cabo de varios años— por decepcionarles y fastidiarles. Yo no creo que su curiosidad fuera intensa hasta que se manifestó absolutamente vana. Mucho, por supuesto, se hizo por ayudarles, pero era como tender alambres para hacerles tropezar. Para poner ejemplos tendría que haber tomado notas; pero sí recuerdo que ninguno de los dos había podido jamás asistir a una cena en la ocasión propicia. La ocasión propicia para uno era la ocasión frustrada para el otro. Para la frustrada eran puntualísimos, y al final todas quedaron frustradas. Hasta los elementos se confabulaban, secundados por la constitución humana. Un catarro, un dolor de cabeza, un luto, una tormenta, una niebla, un terremoto, un cataclismo se interponían infaliblemente. El asunto pasaba ya de broma.
Pero como broma había que seguir tomándolo, aunque no pudiera uno por menos de pensar que con la broma la cosa se había puesto seria, se había producido por ambas partes una conciencia, una incomodidad, un miedo real al último accidente de todos, el único que aún podía tener algo de novedoso, al accidente que sí les reuniese. El efecto último de sus predecesores había sido encender ese instinto. Estaban francamente avergonzados —quizá incluso un poco el uno del otro—. Tanto preparativo, tanta frustración: ¿qué podía haber, después de tanto y tanto, que lo mereciera? Un mero encuentro sería mera vaciedad. ¿Me los imaginaba yo al cabo de los años, preguntaban a menudo, mirándose estúpidamente el uno al otro, y nada más? Si era aburrida la broma, peor podía ser eso. Los dos se hacían exactamente las mismas reflexiones, y era seguro que a cada cual le llegaran por algún conducto las del contrario. Yo tengo el convencimiento de que era esa peculiar desconfianza lo que en el fondo controlaba la situación. Quiero decir que si durante el primer año o dos habían fracasado sin poderlo evitar, mantuvieron la costumbre porque —¿cómo decirlo?— se habían puesto nerviosos. Realmente había que pensar en una volición soterrada para explicarse una cosa tan repetida y tan ridícula.
III
Cuando para coronar nuestra larga relación acepté su renovada oferta de matrimonio, se dijo humorísticamente, lo sé, que yo había puesto como condición que me regalara una fotografía suya. Lo que era verdad era que yo me había negado a darle la mía sin ella. El caso es que le tenía por fin, todo pimpante, encima de la chimenea; y allí fue donde ella, el día que vino a darme la enhorabuena, estuvo más cerca que nunca de verle. Con posar para aquel retrato le había dado él un ejemplo que yo la invité a seguir; ya que él había depuesto su terquedad, ¿por qué no deponía ella la suya? También ella me tenía que regalar algo por mi compromiso: ¿por qué no me regalaba la pareja? Se echó a reír y meneó la cabeza; a veces hacía ese gesto con un impulso que parecía venido desde tan lejos como la brisa que mueve una flor. Lo que hacía pareja con el retrato de mi futuro marido era el retrato de su futura mujer. Ella tenía tomada su decisión, y era tan incapaz de apartarse de ella como de explicarla. Era un prejuicio, un entêtement, un voto —viviría y se moriría sin dejarse fotografiar—. Ahora, además, estaba sola en ese estado: eso era lo que a ella le gustaba; le otorgaba una originalidad tanto mayor. Se regocijó de la caída de su excorreligionario, y estuvo largo rato mirando su efigie, sin hacer sobre ella ningún comentario memorable, aunque hasta le dio la vuelta para verla por detrás. En lo tocante a nuestro compromiso se mostró encantadora, toda cordialidad y cariño.
—Llevas tú más tiempo conociéndole que yo sin conocerle —dijo—. Parece una enormidad.
Sabiendo cuánto habíamos trajinado juntos por montes y valles, era inevitable que ahora descansásemos juntos. Preciso todo esto porque lo que le siguió fue tan extraño que me da como un cierto alivio marcar el punto hasta donde nuestras relaciones fueron tan naturales como habían sido siempre. Yo fui quien con una locura súbita las alteró y destruyó. Ahora veo que ella no me dio el menor pretexto, y que donde únicamente lo encontré fue en su forma de mirar aquel apuesto semblante metido en un marco de Bond Street. ¿Y cómo habría querido yo que lo mirase? Lo que yo había deseado desde el principio era interesarla por él. Y lo mismo seguí deseando —hasta un momento después de que me prometiera que esa vez contaría realmente con su ayuda para romper el absurdo hechizo que los había tenido separados—. Yo había acordado con él que cumpliera con su parte si ella triunfalmente cumplía con la suya. Yo estaba ahora en otras condiciones —en condiciones de responder por él—. Me comprometía rotundamente a tenerle allí mismo a las cinco de la tarde del sábado siguiente. Había salido de la ciudad por un asunto urgente, pero jurando mantener su promesa al pie de la letra: regresaría ex profeso y con tiempo de sobra. «¿Estás totalmente segura?», recuerdo que preguntó, con gesto serio y meditabundo; me pareció que palidecía un poco. Estaba cansada, no estaba bien: era una pena que al final fuera a conocerla en tan mal estado. ¡Si la hubiera conocido cinco años antes! Pero yo le contesté que esta vez era seguro, y que, por tanto, el éxito dependía únicamente de ella. A las cinco en punto del sábado le encontraría en un sillón concreto que le señalé, el mismo en el que solía sentarse y en el que —aunque esto no se lo dije— estaba sentado hacía una semana, cuando me planteó la cuestión de nuestro futuro de una manera que me convenció. Ella lo miró en silencio, como antes había mirado la fotografía, mientras yo repetía por enésima vez que era el colmo de lo ridículo que no hubiera manera de presentarle mi otro yo a mi amiga más querida.
—¿Yo soy tu amiga más querida? —me preguntó con una sonrisa que por un instante le devolvió la belleza.
Yo respondí estrechándola contra mi pecho; tras de lo cual dijo:
—De acuerdo, vendré. Me da mucho miedo, pero cuenta conmigo.
Cuando se marchó empecé a preguntarme qué sería lo que le daba miedo, porque lo había dicho como si hablara completamente en serio. Al día siguiente, a media tarde, me llegaron unas líneas suyas: al volver a casa se había encontrado con la noticia del fallecimiento de su marido. Hacía siete años que no se veían, pero quería que yo lo supiera por su conducto antes de que me lo contaran por otro. De todos modos, aunque decirlo resultara extraño y triste, era tan poco lo que con ello cambiaba su vida que mantendría escrupulosamente nuestra cita. Yo me alegré por ella, pensando que por lo menos cambiaría en el sentido de tener más dinero; pero aún con aquella distracción, lejos de olvidar que me había dicho que tenía miedo, me pareció atisbar una razón para que lo tuviera. Su temor, conforme avanzaba la tarde, se hizo contagioso, y el contagio tomó en mi pecho la forma de un pánico repentino. No eran celos —no era más que pavor a los celos—. Me llamé necia por no haberme estado callada hasta que fuéramos marido y mujer. Después de eso me sentiría de algún modo segura. Tan sólo era cuestión de esperar un mes más —cosa seguramente sin importancia para quienes llevaban esperando tanto tiempo—. Se había visto muy claro que ella estaba nerviosa, y ahora que era libre su nerviosismo no sería menor. ¿Qué era aquello, pues, sino un agudo presentimiento? Hasta entonces había sido víctima de interferencias, pero era muy posible que de allí en adelante fuera ella su origen. La víctima, en tal caso, sería sencillamente yo. ¿Qué había sido la interferencia sino el dedo de la Providencia apuntando a un peligro? Peligro, por supuesto, para mi modesta persona. Una serie de accidentes de frecuencia inusitada lo habían tenido a raya; pero bien se veía que el reino del accidente tocaba a su fin. Yo tenía la íntima convicción de que ambas partes mantendrían lo pactado. Se me hacía más patente por momentos que se estaban acercando, convergiendo. Eran como los que van buscando un objeto perdido en el juego de la gallina ciega; lo mismo ella que él habían empezado a «quemarse». Habíamos hablado de romper el hechizo; pues bien, efectivamente se iba a romper —salvo que no hiciera sino adoptar otra forma y exagerar sus encuentros como había exagerado sus huidas—. Fue esta idea la que me robó el sosiego; la que me quitó el sueño —a medianoche no cabía en mí de agitación—. Sentí, al cabo, que no había más que un modo de conjurar la amenaza. Si el reino del accidente había terminado, no me quedaba más remedio que asumir su sucesión. Me senté a escribir unas líneas apresuradas para que él las encontrara a su regreso y, como los criados ya se habían acostado, yo misma salí destocada a la calle vacía y ventosa para echarlas en el buzón más próximo. En ellas le decía que no iba a poder estar en casa por la tarde, como había pensado, y que tendría que posponer su visita hasta la hora de la cena. Con ello le daba a entender que me encontraría sola.
IV
Cuando ella, según lo acordado, se presentó a las cinco me sentí, naturalmente, falsa y ruin. Mi acción había sido una locura momentánea, pero lo menos que podía hacer era tirar para adelante, como se suele decir. Ella permaneció una hora en casa; él, por supuesto, no apareció; y yo no pude sino persistir en mi perfidia. Había creído mejor dejarla venir; aunque ahora me parece chocante, juzgué que aminoraba mi culpa. Y aún así, ante aquella mujer tan visiblemente pálida y cansada, doblegada por la consciencia de todo lo que la muerte de su marido había puesto sobre el tapete, sentí una punzada verdaderamente lacerante de lástima y de remordimiento. Si no le dije en aquel mismo momento lo que había hecho fue porque me daba demasiada vergüenza. Fingí asombro —lo fingí hasta el final—; protesté que si alguna vez había tenido confianza era aquel día. Me sonroja contarlo —lo tomo como penitencia—. No hubo muestra de indignación contra él que no diera; inventé suposiciones, atenuantes; reconocí con estupor, viendo correr las manecillas del reloj, que la suerte de los dos no había cambiado. Ella se sonrió ante esa visión de su «suerte», pero su aspecto era de preocupación —su aspecto era desacostumbrado—: lo único que me sostenía era la circunstancia de que, extrañamente, llevara luto —no grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso—. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Eso, ayudado por un tanto de reflexión aguda, me daba un poco la razón. Me había escrito diciendo que el súbito evento no significaba ningún cambio para ella, pero evidentemente hasta ahí sí lo había habido. Si se inclinaba a seguir las formalidades de rigor, ¿por qué no observaba la de no hacer visitas en los primeros días? Había alguien a quien tanto deseaba ver que no podía esperar a tener sepultado a su marido. Semejante revelación de ansia me daba la dureza y la crueldad necesarias para perpetrar mi odioso engaño, aunque al mismo tiempo, según se iba consumiendo aquella hora, sospeché en ella otra cosa todavía más profunda que el desencanto, y un tanto peor disimulada. Me refiero a un extraño alivio subyacente, la blanda y suave emisión del aliento cuando ha pasado un peligro. Lo que ocurrió durante aquella hora estéril que pasó conmigo fue que por fin renunció a él. Le dejó ir para siempre. Hizo de ello la broma más elegante que yo había visto hacer de nada; pero fue, a pesar de todo, una gran fecha de su vida. Habló, con su suave animación, de todas las otras ocasiones vanas, el largo juego de escondite, la rareza sin precedentes de una relación así. Porqueera, o había sido, una relación, ¿acaso no? Ahí estaba lo absurdo. Cuando se levantó para marcharse, yo le dije que era una relación más que nunca, pero que yo no tenía valor, después de lo ocurrido, para proponerle por el momento otra oportunidad. Estaba claro que la única oportunidad válida sería la celebración de mi matrimonio. ¡Por supuesto que iría a mi boda! Cabía incluso esperar que él fuera también.
—¡Si voy yo, no irá él! —recuerdo la nota aguda y el ligero quiebro de su risa. Concedí que podía llevar algo de razón. Lo que había que hacer entonces era tenernos antes bien casados.
—No nos servirá de nada. ¡Nada nos servirá de nada! —dijo dándome un beso de despedida—. ¡No le veré jamás, jamás!
Con esas palabras me dejó.
Yo podía soportar su desencanto, como lo he llamado; pero cuando, un par de horas más tarde, le recibí a él para la cena, descubrí que el suyo no lo podía soportar. No había pensado especialmente en cómo pudiera tomarse mi maniobra; pero el resultado fue la primera palabra de reproche que salía de su boca. Digo «reproche», y esa expresión apenas parece lo bastante fuerte para los términos en que me manifestó su sorpresa de que, en tan extraordinarias circunstancias, no hubiera yo encontrado alguna forma de no privarle de semejante ocasión. Sin duda podría haber arreglado las cosas para no tener que salir, o para que su encuentro hubiera tenido lugar de todos modos. Podían haberse entendido muy bien, en mi salón, sin mí. Ante eso me desmoroné: confesé mi iniquidad y su miserable motivo. Ni había cancelado mi cita con ella ni había salido; ella había venido y, tras una hora de estar esperándole, se había marchado convencida de que sólo él era culpable de su ausencia.
—¡Bonita opinión se habrá llevado de mí! —exclamó— ¿Me ha llamado —y recuerdo el trago de aire casi perceptible de su pausa— lo que tenía derecho a llamarme?
—Te aseguro que no ha dicho nada que demostrara el menor enfado. Ha mirado tu fotografía, hasta le ha dado la vuelta para mirarla por detrás, donde por cierto está escrita tu dirección. Pero no le ha inspirado ninguna demostración. No le preocupas tanto.
—¿Entonces por qué te da miedo?
—No era ella la que me daba miedo. Eras tú.
—¿Tan seguro veías que me enamorase de ella? No habías aludido nunca a esa posibilidad —prosiguió mientras yo guardaba silencio—. Aunque la describieras como una persona admirable, no era bajo esa luz como me la presentabas.
—¿O sea, que si sí lo hubiera sido a estas alturas ya habrías conseguido conocerla? Yo entonces no temía nada —añadí—. No tenía los mismos motivos.
A esto me respondió él con un beso y al recordar que ella había hecho lo mismo un par de horas antes sentí por un instante como si él recogiera de mis labios la propia presión de los de ella. A pesar de los besos, el incidente había dejado una cierta frialdad, y la consciencia de que él me hubiera visto culpable de una mentira me hacía sufrir horriblemente. Lo había visto sólo a través de mi declaración sincera, pero yo me sentía tan mal como si tuviera una mancha que borrar. No podía quitarme de la cabeza de qué manera me había mirado cuando hablé de la aparente indiferencia con que ella había acogido el que no viniera. Por primera vez desde que le conocía fue como si pusiera en duda mi palabra. Antes de separarnos le dije que la iba a sacar del engaño: que a primera hora de la mañana me iría a Richmond, y le explicaría que él no había tenido ninguna culpa. Iba a expiar mi pecado, dije; me iba a arrastrar por el polvo; iba a confesar y pedir perdón. Ante esto me besó una vez más.
V
En el tren, al día siguiente, me pareció que había sido mucho consentir por su parte; pero mi resolución era firme y seguí adelante. Ascendí el largo repecho hasta donde comienza la vista, y llamé a la puerta. No dejó de extrañarme un poco el que las persianas estuvieran todavía echadas, porque pensé que, aunque la contrición me hubiera hecho ir muy temprano, aun así había dejado a los de la casa tiempo suficiente para levantarse.
—¿Que si está en casa, señora? Ha dejado esta casa para siempre.
Aquel anuncio de la anciana criada me sobresaltó extraordinariamente.
—¿Se ha marchado?
—Ha muerto, señora.
Y mientras yo asimilaba, atónita, la horrible palabra:
—Anoche murió.
El fuerte grito que se me escapó sonó incluso a mis oídos como una violación brutal del momento. En aquel instante sentí como si yo la hubiera matado; se me nubló la vista, y a través de una borrosidad vi que la mujer me tendía los brazos. De lo que sucediera después no guardo recuerdo, ni de otra cosa que aquella pobre prima estúpida de mi amiga, en una estancia a media luz, tras un intervalo que debió de ser muy corto, mirándome entre sollozos ahogados y acusatorios. No sabría decir cuánto tiempo tardé en comprender, en creer y luego en desasirme, con un esfuerzo inmenso, de aquella cuchillada de responsabilidad que supersticiosamente, irracionalmente, había sido al pronto casi lo único de que tuve consciencia. El médico, después del hecho, se había pronunciado con sabiduría y claridad superlativas: había corroborado la existencia de una debilidad del corazón que durante mucho tiempo había permanecido latente, nacida seguramente años atrás de las agitaciones y los terrores que a mi amiga le había deparado su matrimonio. Por aquel entonces había tenido escenas crueles con su marido, había temido por su vida. Después, ella misma había sabido que debía guardarse resueltamente de toda emoción, de todo lo que significara ansiedad y zozobra, como evidentemente se reflejaba en su marcado empeño de llevar una vida tranquila; pero ¿cómo asegurar que nadie, y menos una «señora de verdad», pudiera protegerse de todo pequeño sobresalto? Un par de días antes lo había tenido con la noticia del fallecimiento de su marido —porque había impresiones fuertes de muchas clases, no sólo de dolor y de sorpresa—. Aparte de que ella jamás había pensado en una liberación tan próxima: todo hacía suponer que él viviría tanto como ella. Después, aquella tarde, en la ciudad, manifiestamente había sufrido algún percance: algo debió ocurrirle allí, que sería imperativo esclarecer. Había vuelto muy tarde —eran más de las once—, y al recibirla en el vestíbulo su prima, que estaba muy preocupada, había confesado que venía fatigada y que tenía que descansar un momento antes de subir las escaleras. Habían entrado juntas en el comedor, sugiriendo su compañera que tomase una copa de vino y dirigiéndose al aparador para servírsela. No fue sino un instante, pero cuando mi informadora volvió la cabeza nuestra pobre amiga no había tenido tiempo de sentarse. Súbitamente, con un débil gemido casi inaudible, se desplomó en el sofá. Estaba muerta. ¿Qué «pequeño sobresalto» ignorado le había asestado el golpe? ¿Qué choque, cielo santo, la estaba esperando en la ciudad? Yo cité inmediatamente la única causa de perturbación concebible —el no haber encontrado en mi casa, donde había acudido a las cinco invitada con ese fin, al hombre con el que yo me iba a casar, que accidentalmente no había podido presentarse, y a quien ella no conocía en absoluto—. Poco era, obviamente; pero no era difícil que le hubiera sucedido alguna otra cosa: nada más posible en las calles de Londres que un accidente, sobre todo un accidente en aquellos infames coches de alquiler. ¿Qué había hecho, a dónde había ido al salir de mi casa? Yo había dado por hecho que volviera directamente a la suya. Las dos nos acordamos entonces de que a veces, en sus salidas a la capital, por comodidad, por darse un respiro, se detenía una hora o dos en el «Gentlewomen», un tranquilo club de señoras, y yo prometí que mi primer cuidado sería hacer una indagación seria en ese establecimiento. Pasamos después a la cámara sombría y terrible en donde yacía en los brazos de la muerte, y donde yo, tras unos instantes, pedí quedarme a solas con ella y permanecí media hora. La muerte la había embellecido, la había dejado hermosa; pero lo que yo sentí, sobre todo, al arrodillarme junto al lecho, fue que la había silenciado, la había dejado muda. Había echado el cerrojo sobre algo que a mí me importaba saber.
A mi regreso de Richmond, y después de cumplir con otra obligación, me dirigí al apartamento de él. Era la primera vez, aunque a menudo había deseado conocerlo. En la escalera, que, dado que la casa albergaba una veintena de viviendas, era lugar de paso público, me encontré con su criado, que volvió conmigo y me hizo pasar. Al oírme entrar apareció él en el umbral de otra habitación más interior, y en cuanto quedamos solos le di la noticia:
—¡Está muerta!
—¿Muerta? —la impresión fue tremenda, y observé que no necesitaba preguntar a quién me refería con aquella brusquedad.
—Murió anoche…, al volver de mi casa.
Él me escudriñó con la expresión más extraña, registrándome con la mirada como si recelara una trampa.
—¿Anoche… al volver de tu casa? —repitió mis palabras atónito. Y a continuación me espetó, y yo oí atónita a mi vez— ¡Imposible! Si yo la vi.
—¿Cómo que «la viste»?
—Ahí mismo…, donde tú estás.
Eso me recordó pasado un instante, como si pudiera ayudarme a asimilarlo, el gran prodigio de aquel aviso de su juventud.
—En la hora de la muerte…, comprendo: lo mismo que viste a tu madre.
—No, no como vi a mi madre… ¡no así, no! —Estaba hondamente afectado por la noticia, mucho más, estaba claro, de lo que pudiera haber estado la víspera; tuve la impresión cierta de que, como me dije entonces, había efectivamente una relación entre ellos dos, y que realmente la había tenido enfrente. Semejante idea, reafirmando su extraordinario privilegio, le habría presentado de pronto como un ser dolorosamente anormal de no haber sido por la vehemencia con que insistió en la distinción—. La vi viva. La vi para hablar con ella. La vi como ahora te estoy viendo a ti.
Es curioso que por un momento, aunque por un momento tan sólo, encontrara yo alivio en el más personal, por así decirlo, pero también en el más natural, de los dos hechos extraños. Al momento siguiente, asiendo esa imagen de ella yendo a verle después de salir de mi casa, y de precisamente lo que explicaba lo referente al empleo de su tiempo, demandé, con un ribete de aspereza que no dejé de advertir:
—¿Y se puede saber a qué venía?
Él había tenido ya un minuto para pensar —para recobrarse y calibrar efectos—, de modo que al hablar, aunque siguiera habiendo excitación en su mirada, mostró un sonrojo consciente y quiso, inconsecuentemente, restar gravedad a sus palabras con una sonrisa.
—Venía sencillamente a verme. Venía, después de lo que había pasado en tu casa, para que al fin, a pesar de todo, nos conociéramos. Me pareció un impulso exquisito, y así lo entendí.
Miré la habitación donde ella había estado —donde ella había estado y yo nunca hasta entonces.
—¿Y así como tú lo entendiste fue como ella lo expresó?
—Ella no lo expresó de ninguna manera, más que estando aquí y dejándose mirar. ¡Fue suficiente! —exclamó con una risa singular.
Yo iba de asombro en asombro.
—O sea, ¿que no te dijo nada?
—No dijo nada. No hizo más que mirarme como yo la miraba.
—¿Y tú tampoco le dirigiste la palabra?
Volvió a dirigirme aquella sonrisa dolorosa.
—Yo pensé en ti. La situación era sumamente delicada. Yo procedí con el mayor tacto. Pero ella se dio cuenta de que me resultaba agradable —repitió incluso la risa discordante.
—¡Ya se ve que «te resultó agradable»!
Entonces reflexioné un instante:
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—No sabría decir. Pareció como veinte minutos, pero es probable que fuera mucho menos.
—¡Veinte minutos de silencio! —empezaba a tener mi visión concreta, y ya de hecho a aferrarme a ella—. ¿Sabes que lo que me estás contando es una absoluta monstruosidad?
Él había estado hasta entonces de espaldas al fuego; al oír esto, con una mirada de súplica, se vino a mí.
—Amor mío te lo ruego, no lo tomes a mal.
Yo podía no tomarlo a mal, y así se lo di a entender; pero lo que no pude, cuando él con cierta torpeza abrió los brazos, fue dejar que me atrajera hacia sí. De modo que entre los dos se hizo, durante un tiempo apreciable, la tensión de un gran silencio.
VI
Él lo rompió al cabo, diciendo:
—¿No hay absolutamente ninguna duda de su muerte?
—Desdichadamente ninguna. Yo vengo de estar de rodillas junto a la cama donde la han tendido.
Clavó sus ojos en el suelo; luego los alzó a los míos.
—¿Qué aspecto tiene?
—Un aspecto… de paz.
Volvió a apartarse, bajo mi mirada; pero pasado un momento comenzó:
—¿Entonces a qué hora…?
—Debió ser cerca de la medianoche. Se derrumbó al llegar a su casa…, de una dolencia cardíaca que sabía que tenía, y que su médico sabía que tenía, pero de la que nunca, a fuerza de paciencia y de valor, me había dicho nada.
Me escuchaba muy atento, y durante un minuto no pudo hablar. Por fin rompió, con un acento de confianza casi infantil, de sencillez realmente sublime, que aún resuena en mis oídos según escribo:
—¡Era maravillosa!
Incluso en aquel momento tuve la suficiente ecuanimidad para responderle que eso siempre se lo había dicho yo; pero al instante, como si después de hablar hubiera tenido un atisbo del efecto que en mí hubiera podido producir, continuó apresurado:
—Comprenderás que si no llegó a su casa hasta medianoche…
Le atajé inmediatamente.
—¿Tuviste mucho tiempo para verla? ¿Y cómo? —pregunté— ¿si no te fuiste de mi casa hasta muy tarde? Yo no recuerdo a qué hora exactamente…, estaba pensando en otras cosas. Pero tú sabes que, a pesar de haber dicho que tenías mucho que hacer, te quedaste un buen rato después de la cena. Ella, por su parte, pasó toda la velada en el «Gentlewomen», de allí vengo…, he hecho averiguaciones. Allí tomó el té; estuvo muchísimo tiempo.
—¿Qué estuvo haciendo durante ese muchísimo tiempo?
Le vi ansioso de rebatir punto por punto mi versión de los hechos; y cuanto más lo mostraba mayor era mi empeño en insistir en esa versión, en preferir con aparente empecinamiento una explicación que no hacía sino acrecentar la maravilla y el misterio, pero que, de los dos prodigios entre los que se me daba a elegir, era el más aceptable para mis celos renovados. Él defendía, con un candor que ahora me parece hermoso, el privilegio de haber conocido, a pesar de la derrota suprema, a la persona viva; en tanto que yo, con un apasionamiento que hoy me asombra, aunque todavía en cierto modo sigan encendidas sus cenizas, no podía sino responderle que, en virtud de un extraño don compartido por ella con su madre, y que también por parte de ella era hereditario, se había repetido para él el milagro de su juventud, para ella el milagro de la suya. Había ido a él —sí—, y movida de un impulso todo lo hermoso que quisiera; ¡pero no en carne y hueso! Era mera cuestión de evidencia. Yo había recibido, sostuve, un testimonio inequívoco de lo que ella había estado haciendo —durante casi todo este tiempo— en el club. Estaba casi vacío, pero los empleados se habían fijado en ella. Había estado sentada, sin moverse, en una butaca, junto a la chimenea del salón; había reclinado la cabeza, había cerrado los ojos, aparentaba un sueño ligero.
—Ya. Pero ¿hasta qué hora?
—Sobre eso —tuve que responder— los criados me fallaron un poco. Y la portera en particular, que desdichadamente es tonta, aunque se supone que también ella es socia del club. Está claro que a esas horas, sin que nadie la sustituyera y en contra de las normas, estuvo un rato ausente de la jaula desde donde tiene por obligación vigilar quién entra y quién sale. Se confunde, miente palpablemente; así que partiendo de sus observaciones no puedo darte una hora con seguridad. Pero a eso de las diez y media se comentó que nuestra pobre amiga ya no estaba en el club.
Le vino de perlas.
—Vino derecha aquí, y desde aquí se fue derecha al tren.
—No pudo ir a tomarlo con el tiempo tan justo —declaré—. Precisamente es una cosa que no hacía jamás.
—Ni fue a tomarlo con el tiempo justo, hija mía…, tuvo tiempo de sobra. Te falla la memoria en eso de que yo me despidiera tarde: precisamente te dejé antes que otros días. Lamento que el tiempo que pasé contigo te pareciera largo, porque estaba aquí de vuelta antes de las diez.
—Para ponerte en zapatillas —fue mi contestación— y quedarte dormido en un sillón. No despertaste hasta por la mañana…, ¡la viste en sueños!
Él me miraba en silencio y con mirada sombría, con unos ojos en los que se traslucía que tenía cierta irritación que reprimir. Enseguida proseguí:
—Recibes la visita, a hora intempestiva, de una señora…; sea: nada más probable. Pero señoras hay muchas. ¿Me quieres explicar, si no había sido anunciada y no dijo nada, y encima no habías visto jamás un retrato suyo, cómo pudiste identificar a la persona de la que estamos hablando?
—¿No me la habían descrito hasta la saciedad? Te la puedo describir con pelos y señales.
—¡Ahórratelo! —clamé con una aspereza que le hizo reír una vez más. Yo me puse colorada, pero seguí—: ¿Le abrió tu criado?
—No estaba…, nunca está cuando se le necesita. Entre las peculiaridades de este caserón está el que se pueda acceder desde la puerta de la calle hasta los diferentes pisos prácticamente sin obstáculos. Mi criado ronda a una señorita que trabaja en el piso de arriba, y anoche se lo tomó sin prisas. Cuando está en esa ocupación deja la puerta de fuera, la de la escalera, sólo entornada, y así puede volver a entrar sin hacer ruido. Para abrirla basta entonces con un ligero empujón. Ella se lo dio…, sólo hacía falta un poco de valor.
—¿Un poco? ¡Toneladas! Y toda clase de cálculos imposibles.
—Pues lo tuvo,… y los hizo. ¡Quede claro que yo no he dicho en ningún momento —añadió— que no fuera una cosa sumamente extraña!
Algo había en su tono que por un tiempo hizo que no me arriesgase a hablar. Al cabo dije:
—¿Cómo había llegado a saber dónde vivías?
—Recordaría la dirección que figuraba en la etiquetita que los de la tienda dejaron tranquilamente pegada al marco que encargué para mi retrato.
—¿Y cómo iba vestida?
—De luto, mi amor. No grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Cerca del ojo izquierdo —continuó— tiene una pequeña cicatriz vertical…
Le corté en seco.
—La señal de una caricia de su marido —luego añadí—: ¡Muy cerca de ella has tenido que estar!
A eso no me respondió nada, y me pareció que se ruborizaba; al observarlo me despedí.
—Bueno, adiós.
—¿No te quedas un rato? —volvió a mí con ternura, y esa vez le dejé—. Su visita tuvo su belleza —murmuró teniéndome abrazada—, pero la tuya tiene más.
Le dejé besarme, pero recordé, como había recordado el día antes, que el último beso que ella diera, suponía yo, en este mundo había sido para los labios que él tocaba.
—Es que yo soy la vida —respondí—. Lo que viste anoche era la muerte.
—¡Era la vida…, era la vida!
Hablaba con suave terquedad —yo me desasí. Nos miramos fijamente.
—Describes la escena —si a eso se puede llamar descripción— en términos incomprensibles. ¿Entró en la habitación sin que tú te dieras cuenta?
—Yo estaba escribiendo cartas, enfrascado, en esa mesa de debajo de la lámpara, y al levantar la vista la vi frente a mí.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Me levanté soltando una exclamación, y ella, sonriéndome, se llevó un dedo a los labios, claramente a modo de advertencia, pero con una especie de dignidad delicada. Yo sabía que ese gesto quería decir silencio, pero lo extraño fue que pareció explicarla y justificarla inmediatamente. El caso es que estuvimos así, frente a frente, durante un tiempo que, como ya te he dicho, no puedo calcular. Como tú y yo estamos ahora.
—¿Simplemente mirándose de hito en hito?
Protestó impaciente.
—¡Es que no estamos mirándonos de hito en hito!
—No, porque estamos hablando.
—También hablamos ella y yo…, en cierto modo —se perdió en el recuerdo—. Fue tan cordial como esto.
Tuve en la punta de la lengua preguntarle si esto era muy cordial, pero en lugar de eso le señalé que lo que evidentemente habían hecho era contemplarse con mutua admiración. Después le pregunté si el reconocerla había sido inmediato.
—No del todo —repuso—, porque por supuesto no la esperaba; pero mucho antes de que se fuera comprendí quién era…, quién podía ser únicamente.
Medité un poco.
—¿Y al final cómo se fue?
—Lo mismo que había venido. Tenía detrás la puerta abierta y se marchó.
—¿Deprisa…, despacio?
—Más bien deprisa. Pero volviendo la vista atrás —sonrió para añadir—. Yo la dejé marchar, porque sabía perfectamente que tenía que acatar su voluntad.
Fui consciente de exhalar un suspiro largo y vago.
—Bueno, pues ahora te toca acatar la mía…, y dejarme marchar a mí.
Ante eso volvió a mi lado, deteniéndome y persuadiéndome, declarando con la galantería de rigor que lo mío era muy distinto. Yo habría dado cualquier cosa por poder preguntarle si la había tocado pero las palabras se negaban a formarse: sabía hasta el último acento lo horrendas y vulgares que resultarían. Dije otra cosa —no recuerdo exactamente qué; algo débilmente tortuoso y dirigido, con harta ruindad, a hacer que me lo dijera sin yo preguntarle. Pero no me lo dijo; no hizo sino repetir, como por un barrunto de que sería decoroso tranquilizarme y consolarme, la sustancia de su declaración de unos momentos antes la aseveración de que ella era en verdad exquisita, como yo había repetido tantas veces, pero que yo era su «verdadera» amiga y la persona a la que querría siempre—. Esto me llevó a reafirmar, en el espíritu de mi réplica anterior, que por lo menos yo tenía el mérito de estar viva; lo que a su vez volvió a arrancar de él aquel chispazo de contradicción que me daba miedo.
—¡Pero si estaba viva! ¡Viva, Viva!
—¡Estaba muerta, muerta! —afirmé yo con una energía, con una determinación de que fuera así, que ahora al recordarla me resulta casi grotesca. Pero el sonido de la palabra dicha me llenó súbitamente de horror, y toda la emoción natural que su significado podría haber evocado en otras condiciones se juntó y desbordó torrencial. Sentí como un peso que un gran afecto se había extinguido, y cuánto la había querido yo y cuánto había confiado en ella. Tuve una visión, al mismo tiempo, de la solitaria belleza de su fin.
—¡Se ha ido…, se nos ha ido para siempre! —sollocé.
—Eso exactamente es lo que yo siento —exclamó él, hablando con dulzura extremada y apretándome, consolador, contra sí—. Se ha ido; se nos ha ido para siempre: así que ¿qué importa ya? —se inclinó sobre mí, y cuando su rostro hubo tocado el mío apenas supe si lo que lo humedecían era mis lágrimas o las suyas.
VII
Era mi teoría, mi convicción, vino a ser, pudiéramos decir, mi actitud, que aun así jamás se habían «conocido»; y precisamente sobre esa base me pareció generoso pedirle que asistiera conmigo al entierro. Así lo hizo muy modesta y tiernamente, y yo di por hecho, aunque a él estaba claro que no se le daba nada de ese peligro, que la solemnidad de la ocasión, poblada en gran medida por personas que les habían conocido a los dos y estaban al tanto de la larga broma, despojaría suficientemente a su presencia de toda asociación ligera. Sobre lo que hubiera ocurrido en la noche de su muerte, poco más se dijo entre nosotros; yo le había tomado horror al elemento probatorio. Sobre cualquiera de las dos hipótesis era grosería, era intromisión. A él, por su parte, le faltaba corroboración aducible —es decir, todo salvo una declaración del portero de su casa, personaje de lo más descuidado e intermitente—, según él mismo reconocía, de que entre las diez y las doce de la noche habían entrado y salido del lugar nada menos que tres señoras enlutadas de pies a cabeza. Lo cual era excesivo; ni él ni yo queríamos tres para nada. Él sabía que yo pensaba haber dado razón de cada fracción del tiempo de nuestra amiga, y dimos por cerrado el asunto; nos abstuvimos de ulterior discusión. Lo que yo sabía, sin embargo, era que él se abstenía por darme gusto, más que porque cediera a mis razones. No cedía —era sólo indulgencia—; él persistía en su interpretación porque le gustaba más. Le gustaba más, sostenía yo, porque tenía más que decirle a su vanidad. Ese, en situación análoga, no habría sido su efecto sobre mí, aunque sin duda tenía yo tanta vanidad como él; pero son cosas del talante de cada uno, en las que nadie puede juzgar por otro. Yo habría dicho que era más halagador ser destinatario de una de esas ocurrencias inexplicables que se relatan en libros fascinantes y se discuten en reuniones eruditas; no podía imaginar, por parte de un ser recién sumido en lo infinito y todavía vibrante de emociones humanas, nada más fino y puro, más elevado y augusto, que un tal impulso de reparación, de admonición, o aunque sólo fuera de curiosidad. Eso sí que era hermoso, y yo en su lugar habría mejorado en mi propia estima al verme distinguida y escogida de ese modo. Era público que él ya venía figurando bajo esa luz desde hacía mucho tiempo, y en sí un hecho semejante ¿qué era sino casi una prueba? Cada una de las extrañas apariciones contribuía a confirmar la otra. Él tenía otro sentir; pero tenía también, me apresuro a añadir, un deseo inequívoco de no significarse o, como se suele decir, de no hacer bandera de ello. Yo podía creer lo que se me antojara —tanto más cuanto que todo este asunto era, en cierto modo, un misterio de mi invención—. Era un hecho de mi historia, un enigma de mi consistencia, no de la suya; por tanto él estaba dispuesto a tomarlo como a mí me resultara más conveniente. Los dos, en todo caso, teníamos otras cosas entre manos; nos apremiaban los preparativos de la boda.
Los míos eran ciertamente acuciantes, pero al correr de los días descubrí que creer lo que a mí «se me antojaba» era creer algo de lo que cada vez estaba más íntimamente convencida. Descubrí también que no me deleitaba hasta ese punto, o que el placer distaba, en cualquier caso, de ser la causa de mi convencimiento. Mi obsesión, como realmente puedo llamarla y como empezaba a percibir, no se dejaba eclipsar, como había sido mi esperanza, por la atención a deberes prioritarios. Si tenía mucho que hacer, aún era más lo que tenía que pensar, y llegó un momento en que mis ocupaciones se vieron seriamente amenazadas por mis pensamientos. Ahora lo veo todo, lo siento, lo vuelvo a vivir. Está terriblemente vacío de alegría, está de hecho lleno a rebosar de amargura; y aun así debo ser justa conmigo misma —no habría podido hacer otra cosa—. Las mismas extrañas impresiones, si hubiera de soportarlas otra vez, me producirían la misma angustia profunda, las mismas dudas lacerantes, las mismas certezas más lacerantes todavía. Ah sí, todo es más fácil de recordar que de poner por escrito, pero aun en el supuesto de que pudiera reconstruirlo todo hora por hora, de que pudiera encontrar palabras para lo inexpresable, en seguida el dolor y la fealdad me paralizarían la mano. Permítaseme anotar, pues, con toda sencillez y brevedad, que una semana antes del día de nuestra boda, tres semanas después de la muerte de ella, supe con todo mi ser que había algo muy serio que era preciso mirar de frente, y que si iba a hacer ese esfuerzo tenía que hacerlo sin dilación y sin dejar pasar una hora más. Mis celos inextinguidos —esa era la máscara de la Medusa—. No habían muerto con su muerte, habían sobrevivido lívidamente y se alimentaban de sospechas indecibles. Serían indecibles hoy, mejor dicho, si no hubiera sentido la necesidad vivísima de formularlas entonces. Esa necesidad tomó posesión de mí —para salvarme—, según parecía, de mi suerte. A partir de entonces no vi —dada la urgencia del caso, que las horas menguaban y el intervalo se acortaba— más que una salida, la de la prontitud y la franqueza absolutas. Al menos podía no hacerle el daño de aplazarlo un día más; al menos podía tratar mi dificultad como demasiado delicada para el subterfugio. Por eso en términos muy tranquilos, pero de todos modos bruscos y horribles, le planteé una noche que teníamos que reconsiderar nuestra situación y reconocer que se había alterado completamente.
Él me miró sin parpadear, valiente.
—¿Cómo que se ha alterado?
—Otra persona se ha interpuesto entre nosotros.
No se tomó más que un instante para pensar.
—No voy a fingir que no sé a quién te refieres —sonrió compasivo ante mi aberración, pero quería tratarme amablemente—. ¡Una mujer que está muerta y enterrada!
—Enterrada sí, pero no muerta. Está muerta para el mundo…; está muerta para mí. Pero para ti no está muerta.
—¿Vuelves a lo de nuestras distintas versiones de su aparición aquella noche?
—No —respondí—, no vuelvo a nada. No me hace falta. Me basta y me sobra con lo que tengo delante.
—¿Y qué es, hija mía?
—Que estás completamente cambiado.
—¿Por aquel absurdo? —rio.
—No tanto por aquel como por otros absurdos que le han seguido.
—¿Que son cuáles?
Estábamos encarados francamente, y a ninguno le temblaba la mirada; pero en la de él había una luz débil y extraña, y mi certidumbre triunfaba en su perceptible palidez.
—¿De veras pretendes —pregunté— no saber cuáles son?
—¡Querida mía —me repuso—, me has hecho un esbozo demasiado vago!
Reflexioné un momento.
—¡Puede ser un tanto incómodo acabar el cuadro! Pero visto desde esa óptica —y desde el primer momento—, ¿ha habido alguna vez algo más incómodo que tu idiosincrasia?
Él se acogió a la vaguedad —cosa que siempre hacía muy bien.
—¿Mi idiosincrasia?
—Tu notoria, tu peculiar facultad.
Se encogió de hombros con un gesto poderoso de impaciencia, un gemido de desprecio exagerado.
—¡Ah, mi peculiar facultad!
—Tu accesibilidad a formas de vida —proseguí fríamente—, tu señorío de impresiones, apariciones, contactos, que a los demás —para nuestro bien o para nuestro mal— nos están vedados. Al principio formaba parte del profundo interés que despertaste en mí…, fue una de las razones de que me divirtiera, de que positivamente me enorgulleciera conocerte. Era una distinción extraordinaria; sigue siendo una distinción extraordinaria. Pero ni que decir tiene que en aquel entonces yo no tenía ni la menor idea de cómo aquello iba a actuar ahora; y aun en ese supuesto, no la habría tenido de cómo iba a afectarme su acción.
—Pero vamos a ver —inquirió suplicante—, ¿de qué estás hablando en esos términos fantásticos? —Luego, como yo guardara silencio, buscando el tono para responder a mi acusación—. ¿Cómo diantres actúa? —continuó—, ¿y cómo te afecta?
—Cinco años te estuvo echando en falta —dije—, pero ahora ya no tiene que echarte en falta nunca. ¡Estáis recuperando el tiempo!
—¿Cómo que estamos recuperando el tiempo? —había empezado a pasar del blanco al rojo.
—¡La ves…, la ves; la ves todas las noches! —él soltó una carcajada de burla, pero me sonó a falsa—. Viene a ti como vino aquella noche —declaré—; ¡hizo la prueba y descubrió que le gustaba!
Pude, con la ayuda de Dios, hablar sin pasión ciega ni violencia vulgar; pero esas fueron las palabras exactas —y que entonces no me parecieron nada vagas— que pronuncié. Él había mirado hacia otro lado riéndose, acogiendo con palmadas mi insensatez, pero al momento volvió a darme la cara con un cambio de expresión que me impresionó.
—¿Te atreves a negar —pregunté entonces— que la ves habitualmente?
Él había optado por la vía de la condescendencia, de entrar en el juego y seguirme la corriente amablemente. Pero el hecho es que, para mi asombro, dijo de pronto:
—Bueno, querida, ¿y si la veo qué?
—Que estás en tu derecho natural: concuerda con tu constitución y con tu suerte prodigiosa, aunque quizá no del todo envidiable. Pero, como comprenderás, eso nos separa. Te libero sin condiciones.
—¿Qué dices?
—Que tienes que elegir entre ella o yo.
Me miró duramente.
—Ya —y se alejó unos pasos, como dándose cuenta de lo que yo había dicho y pensando qué tratamiento darle. Por fin se volvió nuevamente hacia mí—. ¿Y tú cómo sabes una cosa así de íntima?
—¿Cuando tú has puesto tanto empeño en ocultarla, quieres decir? Es muy íntima, sí, y puedes creer que yo nunca te traicionaré. Has hecho todo lo posible, has hecho tu papel, has seguido un comportamiento, ¡pobrecito mío!, leal y admirable. Por eso yo te he observado en silencio, haciendo también mi papel; he tomado nota de cada fallo de tu voz, de cada ausencia de tus ojos, de cada esfuerzo de tu mano indiferente: he esperado hasta estar totalmente segura y absolutamente deshecha. ¿Cómo quieres ocultarlo, si estás desesperadamente enamorado de ella, si estás casi mortalmente enfermo de la felicidad que te da? —atajé su rápida protesta con un ademán más rápido—. ¡La amas como nunca has amado, y pasión por pasión, ella te corresponde! ¡Te gobierna, te domina, te posee entero! Una mujer, en un caso como el mío, adivina y siente y ve; no es un ser obtuso al que haya que ir con «informes fidedignos». Tú vienes a mí mecánicamente, con remordimientos, con los sobrantes de tu ternura y lo que queda de tu vida. Yo puedo renunciar a ti, pero no puedo compartirte: ¡lo mejor de ti es suyo, yo sé que lo es y libremente te cedo a ella para siempre!
Él luchó con bravura, pero no había arreglo posible; reiteró su negación, se retractó de lo que había reconocido, ridiculizó mi acusación, cuya extravagancia indefensible, además, le concedí sin reparo. Ni por un instante sostenía yo que estuviéramos hablando de cosas corrientes; ni por un instante sostenía que él y ella fueran personas corrientes. De haberlo sido, ¿qué interés habrían tenido para mí? Habían gozado de una rara extensión del ser y me habían alzado a mí en su vuelo; sólo que yo no podía respirar aquel aire y enseguida había pedido que me bajaran. Todo en aquellos hechos era monstruoso, y más que nada lo era mi percepción lúcida de los mismos; lo único aliado a la naturaleza y la verdad era el que yo tuviera que actuar sobre la base de esa percepción. Sentí, después de hablar en ese sentido, que mi certeza era completa; no le había faltado más que ver el efecto que mis palabras le producían. Él disimuló, de hecho, ese efecto tras una cortina de burla, maniobra de diversión que le sirvió para ganar tiempo y cubrirse la retirada. Impugnó mi sinceridad, mi salud mental, mi humanidad casi, y con eso, como no podía por menos, ensanchó la brecha que nos separaba y confirmó nuestra ruptura. Lo hizo todo, en fin, menos convencerme de que yo estuviera en un error o de que él fuera desdichado: nos separamos, y yo le dejé a su comunión inconcebible.
No se casó, ni yo tampoco. Cuando seis años más tarde, en soledad y silencio, supe de su muerte, la acogí como una contribución directa a mi teoría. Fue repentina, no llegó a explicarse del todo, estuvo rodeada de unas circunstancias en las que —porque las desmenucé, ¡ya lo creo!— yo leí claramente una intención, la marca de su propia mano escondida. Fue el resultado de una larga necesidad, de un deseo inapagable. Para decirlo en términos exactos, fue la respuesta a una llamada irresistible.
Antología de cuento (selección y prólogo de Alberto Chimal). SM, 2016
Esta antología reúne a 20 autores que abarcan más de un siglo (de hecho, cerca de 120 años) de narrativa mexicana que se acerca a la imaginación fantástica. El prólogo discute la presencia de ésta en la literatura nacional, niega que se trate de una «anomalía» y en cambio sugiere que forma otra tradición, menos comentada que otras pero no menos visible; que pasa por grandes autores del canon nacional lo mismo que por figuras de culto, y que llega a muchos autores vivos y en activo el día de hoy.
Los autores antologados: Amado Nervo, Elena Garro, Leonora Carrington, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Inés Arredondo, José Emilio Pacheco, Agustín Monsreal, Guillermo Samperio, Álvaro Uribe, Verónica Murguía, Norma Lazo, Cecilia Eudave, Ignacio Padilla, Fernando de León, Bernardo Esquinca, Magali Velasco, Iliana Vargas, Édgar Omar Avilés. Vale la pena notar que el índice está repartido equitativamente entre escritoras y escritores.
De la contraportada:
La literatura vuelve realidad todo. Y así lo ha demostrado una innumerable cantidad de autores desde hace cientos de años. Aquí no encontrarás elfos, dragones ni niños magos con lentes y varitas, sino que te enfrentarás a encuentros con el Diablo, desapariciones inexplicables, personas duplicadas, saltos en el tiempo, criaturas informes que van a estrujarte el cerebro en tu intento por comprenderlas… ¿Qué es lo fantástico? Aquello inexplicable, la presencia de lo raro, eso que o logramos entender… lo imposible que se hace posible gracias a la literatura.
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Hay dos invenciones famosas de la literatura en castellano que son reconocidas mundialmente por ilustrar un fenómeno peculiar (y complejo) que se da a causa de la lectura y de la imaginación. Este fenómeno se puede describir en términos delirantes, propios de la alquimia o de las “ciencias ocultas”, pero sucede y sucede todo el tiempo: ciertos mundos, ciertos artefactos, ciertos personajes inventados se meten de forma insidiosa, si no en la “realidad”, sí en las creencias de los seres humanos sobre la realidad.
La primera de las dos invenciones tiene nombre y es, comparativamente, fácil de ver y describir: es Tlön, el planeta ilusorio que Jorge Luis Borges inventó para “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, uno de sus más grandes relatos. En éste, un grupo de escritores –entre los que está el propio Borges, transfigurado en personaje– descubre la Primera Enciclopedia de Tlön, un compendio muy completo y razonado del saber de un mundo no sólo inexistente, sino imposible. Luego, la realidad cede: “anhelaba ceder”, escribe el narrador, y pasa a relatar cómo la Enciclopedia –creada por una sociedad secreta de escritores encabezada por un millonario nihilista y probablemente loco– empieza a ser tomada en serio: sus nociones delirantes del mundo son tan consistentes que funcionan muy bien como una fe, como un sistema de creencias, y así, poco a poco, la Tierra, sin dejar de ser el planeta que conocemos, con la historia que conocemos, va pasando a ser entendida de otro modo. Subjetivamente, inconteniblemente, se convierte en Tlön, y mientras el narrador se refugia en algún sitio apartado para no tener que verlo, se sugiere que la humanidad olvidará incluso que alguna vez las cosas fueron diferentes. Éste es, desde luego, el modo en el que funcionan las supersticiones y los fanatismos, que seducen con sus apariencias de orden y sus promesas no sólo de consuelo, como Borges escribió, sino también de bienestar o de venganza. El cuento es de 1941 y menciona de pasada, como ejemplo, el ascenso del nazismo. Como sabemos, de ser escrito en la actualidad no le faltarían otros modelos.
La otra invención –el reverso de la imaginación transformada en herramienta del poder que propone Borges– es más difícil de describir porque no tiene un nombre preciso y porque proviene de un libro que a veces se considera esencialmente opuesto a la imaginación fantástica. Está en el Quijotede Miguel de Cervantes.
En la novela, el hacendado Alonso Quijano se vuelve loco por leer demasiadas novelas de caballería –“se le secó el celebro”, dice el texto– y sale de su casa, vestido según él de caballero andante, alucinado por los disparates que halló en sus lecturas, a hacer el ridículo entre sus contemporáneos. La primera parte del Quijote, fechada en 1605, es la que más se apega a este resumen escueto y centrado en la parodia, aunque ya en ella quien peor queda no es Don Quijote, sino la sociedad que lo rodea, y que el loco puede desenmascarar, denunciar, cuestionar impunemente; en la segunda parte de 1615, por otro lado, comienza a pasar algo muy extraño. No sólo Don Quijote y su amigo Sancho Panza, “escudero” del hombre que se cree héroe, son víctimas de bromas cada vez más elaboradas de los Duques, emblemas de mucho de lo peor de la nobleza española, que por su malevolencia son de hecho, y sin que siempre se note, objeto de una crítica feroz; además, algunas de esas bromas hacen pensar en una invasión del mundo de las novelas de caballería, una fusión entre la realidad y la ficción no menos extraña que la de Silvia y Bruno –aquella novela de Lewis Carroll que ocurre a la vez en la tierra de las hadas y la represiva Inglaterra victoriana– pero realizada exclusivamente por la voluntad y en la conciencia de los personajes. Dicho de otro modo, los victimarios de Don Quijote y Sancho, poco a poco, a su pesar o sin darse cuenta siquiera, empiezan también a creérsela. La locura o la fantasía de Don Quijote, como si irradiaran de él, como si fueran luz que lo alcanzara todo o magnetismo que atrajera el hierro hacia el imán, empiezan a apoderarse de los otros.
En un momento, Sancho sorprende a todos con su relato de un viaje estelar a lomos de Clavileño, el caballo de madera, que es contado como si Sancho quisiera oponer su propia imaginación a los disparates con los que lo han hecho montar en el armatoste, junto con Don Quijote, en medio de una representación disparatada de malignidades, hechizos y demandas. Sancho tiene éxito, por otro lado, y hasta su mismo amo queda desconcertado. Luego a Sancho lo “nombran”, con gran aparato, gobernador de la Ínsula Barataria, la única isla completamente rodeada de tierra de todo el mundo. Es una villa, nada más, donde todos tienen instrucciones de seguirle la corriente a Sancho para reírse de cómo se comporta, y no sólo hay que apreciar el esfuerzo realizado por tanta gente para fingir en la España que habitaban un sitio inexistente: además, Sancho se comporta de manera estupenda, pues resulta ser gobernante sabio y juicioso a pesar de su presunta simpleza. Aunque al final es expulsado de Barataria de manera humillante, quien gana es él, pues arrastra a los demás al terreno de la imaginación y de paso muestra la crueldad y la insignificancia de quienes lo rodean.
Algo similar pasa con el propio Don Quijote cuando escucha de Altisidora, supuestamente resucitada, el relato de cómo llegó ella a las puertas del infierno y vio cómo trataban los demonios al falso Quijote de Avellaneda, y más todavía en lo que se supone el momento de su derrota definitiva: cuando el Caballero de la Blanca Luna lo desafía a un combate y lo vence, con lo cual lo obliga a deponer las armas y regresar a su aldea. El caballero no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, que se ha pasado buena parte de la novela intentando devolver a su casa a Don Quijote, sacarlo de su mundo imaginado. Y al final el único modo en el que puede hacerlo es metiéndose él también, entero, con escudo y caballo y lanza y todo, en la fantasía.
Desde luego, en estos momentos Don Quijote de La Mancha no se vuelve una novela “de fantasía”, esa categoría estrecha y ñoña, propia de nuestra época en la que se nos enseña que la lectura es evasión: mera anestesia, escape temporal o reafirmación de los valores del mundo “como debe ser”. Pero sí resulta una novela en la que la imaginación fantástica, empleada como asiento de una idea de la vida que se considera inaceptable, le gana, aunque sea de manera sutil, aunque sea sólo un momento, a la supuesta sensatez de quienes mandan.
Éstos son los que más hacen el ridículo: los que no pueden evitar entrar en la fantasía, en la otra vida, que desprecian.
El martes pasado se hizo un homenaje a Amparo Dávila, la gran narradora mexicana. Fue en el Palacio de Bellas Artes: se le entregó la Medalla Bellas Artes en la Sala Manuel M. Ponce. Dávila es una autora admirada por varias generaciones: la decana de la imaginación en México, digo yo, creadora de una obra fantástica relativamente breve pero profunda, misteriosa y reveladora de su propio interior y –de modos imprevistos y sorprendentes, como sólo puede hacerlo la gran narrativa de imaginación– del tiempo que le tocó vivir. La he leído (como muchas otras personas) con placer y con incógnita. He tenido oportunidad de escribir sobre ella y de conocerla incluso: hemos conversado en algunas ocasiones. Y hace unos días me entrevistaron, junto a varios otros colegas, para un video que se proyectó durante el evento.
Estoy viendo el video ahora porque el martes no llegamos a tiempo para entrar en la sala Manuel M. Ponce, que estaba llena desde hacía rato. Habíamos tardado demasiado detenidos en el tráfico, llegamos corriendo al Palacio pero era tarde. Nos invitaron a pasar a la sala del sótano, la Adamo Boari. Había sillas y en el escenario vacío un proyector mostraba lo que sucedía arriba. Era una situación poco alentadora. Se sentía como observar desde lejos, como intrusos. Después podríamos acercarnos a la sala, pero yo estaba de un humor extraño. Desde antes de nuestro trayecto –desde varios días antes, de hecho– daba la impresión de que el homenaje a Amparo Dávila iba a estar marcado por algo que parece ocurrir invariablemente en México cada vez que un autor inusual, excéntrico, ajeno a las normas o las convenciones, recibe pese a todo un reconocimiento. En la prensa, en las palabras de los críticos, en los elogios que se le dedican, se intenta «normalizar» al autor (o autora), es decir, se intenta convencer a los posibles interesados de que lo que hace el homenajeado no es en realidad tan excéntrico, tan alejado de las convenciones del canon literario. Si su obra es tan buena, se razona, no puede sino ser convencional de otra forma. No puede representar una ruptura. Tiene que ser igual a aquello que se ha aceptado ya como permisible, que se puede entender y que ya no amenaza con sacudir ni desconcertar. Detrás de esto hay una larga serie de prejuicios no sólo contra ciertas formas y posibilidades de la literatura sino, en ocasiones, contra ciertas personas o ciertos grupos que intentan practicarla. «La gran obra que escribe Fulana parece literatura infantil pero va más allá», se dice. «No es narrativa fantástica la de Mengano sino que es una metáfora». «Ni parece que este libro de Zutana lo haya escrito una mujer». Georgina García Gutiérrez y Evodio Escalante, los dos encargados de comentar la obra de Amparo Dávila, parecían defender posturas contrapuestas justamente alrededor de cómo apreciar la obra de ésta y de dónde ponerla dentro de la literatura mexicana. Yo seguí pensando lo que ya pensaba: los intentos por normalizar la obra de un gran autor son intentos por quitarle su filo y su capacidad de conmover y de criticar nuestras ideas profundas sobre la vida, y en más de una ocasión suenan simplemente absurdos: confusos y enredados en su esfuerzo por explicar de un modo «aceptable» obras que van mucho más allá de cualquiera de sus reglamentaciones. En la secundaria, una profesora se empeñaba en convencernos de que «El guardagujas», aquel cuento kafkiano de Arreola, era una mera denuncia del mal estado de los ferrocarriles mexicanos. Y he escuchado a más de una persona decir que en Pedro Páramo no hay muertos que hablen, que todo es «símbolo». (¿Pero por qué no podría ser símbolo para nosotros, afuera, y suceder literalmente allá, en el mundo de la novela, que no es éste? ¿De verdad se piensa que no somos capaces de distinguir una representación literaria de la vida real?)
Otra cosa: en México, una literatura «normal» es una literatura que se recomienda, se elogia, se encumbra…, y no se lee. Mejor que la obra de Amparo Dávila no sea normal: mejor que siga teniendo sus lectores fieles y numerosos. Muchos de ellos son muy jóvenes. Yo los he visto.
Al término del homenaje, luego de que se le diera a Dávila la Medalla Bellas Artes, hubo un coctel. Logramos escabullirnos. Vimos una larga fila de personas esperando a recibir un autógrafo de la homenajeada, que a sus 87 años se ha vuelto frágil, pero está despierta y viva como siempre. ¿No quieres pasar?, me preguntó uno de los funcionarios, y agregó que me estaban esperando como a otras de las personas que habían aparecido en el video.
Contra todo lo que esperaba pude saludar a Amparo Dávila en el día de su homenaje. No quise tardarme demasiado porque estaba abusando del tiempo de otros. La saludé y no sólo recordaba nuestros encuentros previos –lo que no era ninguna sorpresa– sino que me preguntó por mi pie. ¡Estaba enterada de mis problemas de este año! Le dije que estaba mucho mejor. Ella me contó que había tenido una caída algún tiempo antes pero también estaba ya muy repuesta. Me agradeció las palabras que dije para el video y yo le dije que eran ciertas y dichas con mucho afecto. Una persona que nos observaba (@DanielKenobi en Twitter) tomó la foto que se ve abajo.
«Trato de lograr en mi obra un rigor estético basado no solamente en la perfección formal, en la técnica, en la palabra justa, sino en la vivencia», había dicho Dávila. Es totalmente cierto, y es una regla que se cumple, aunque no siempre se quiera ver, en la mejor literatura de imaginación, así como en la mejor literatura a secas.
* * *
(Ayer, David Huerta, otro escritor al que quiero y admiro mucho, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Algún día tendré que escribir de lo que he aprendido de él.)
Un relato extraño, fascinante, de Salvador Elizondo (1932-2006), de quien acaba de publicarse en México una selección de sus Diarios. El texto se deriva de otro del escritor francés Paul Valéry: es una ficción (o muchas) sobre la base de otra, y se puede leer más un catálogo de ideas e imágenes extrañas que como una narración convencional. Cada momento del texto apunta hacia algo más (el texto se prolonga en otro, de hecho, titulado «La luz que regresa»; ambos están en el libro Camera lucida, de 1983).
LOS MUSEOS DE METAXIPHOS
Salvador Elizondo
Es bien sabido –y el testimonio de Paul Valéry lo confirma en la más elaborada de sus Histoires brisées– que nadie se ha aventurado más de unas cuantas leguas a lo largo de ese brazo de arena finísimo que se extiende hacia el sur desde la isla de Xiphos y que se supone o bien que no termina nunca o que se ensancha y se convierte en otra isla o casi isla que la conseja o la leyenda nombran Metaxiphos. De hecho la existencia conjetural de esta península remotísima ha dado lugar al más desaforado tráfico de leyendas que los xipheños, astutos comerciantes, tratan de capitalizar. Las agencias de viajes ofrecen visitas guiadas a Metaxiphos, pero los propios turistas deciden o imploran, después de algunas horas de viaje, volver a Xiphos. Abundan los testimonios falsos que bajo todas las formas literarias conocidas se contradicen radicalmente entre ellos y por lo tanto no son dignos de confianza, así que escojo entre las que han llegado a mis manos la única que tiene la descarada pretensión de ser una publicación oficial, printed and made in Metaxiphos; su distribución, dice, es gratuita. Se trata de una Guía de los museos de Metaxiphos. En una breve introducción firmada por el Cuidador General de los Museos se nos informa que en Metaxiphos no hay nada, solamente museos. Luego vienen sumariamente descritas las colecciones, ahorrando al visitante o al lector las enervantes enumeraciones o las referencias eruditas incomprensibles al turista sensuel moyen. Resumo y compendio a continuación la descripción de las principales colecciones.
El folleto comienza con la descripción del Museo Analógico. No dice cuándo fue fundado ni por quién. En él se exhibe una rica colección de cosas ficticias, objetos artificiales, obras apócrifas, documentos falsos, imitaciones tan perfectas que es imposible distinguirlas de sus modelos más que por la discriminación y la diferenciación minuciosa de su materia, su forma y su función que entre ellas están trastocadas y confundidas. El diorama llamado “Guillermo Tell” nos muestra una flecha y una manzana; la flecha es de la materia frutal de la manzana y ésta es de hierro, madera y plumas. Asimismo se conservan allí algunos objetos –no muchos– que a pesar de ser ficticios no difieren de los originales no en la forma ni en la función ni en la materia y algunos –pocos pero muy interesantes– en que estas cualidades son sometidas a sutilísimas combinaciones. Hay también muestras de objetos idénticos de forma y función pero de materia diferente: un par de hachas, una de hierro y otra de corcho que no difieren una de la otra ni siquiera por el peso.
En el Museo Poético-Filosófico se guardan las concreciones sensibles de las imágenes, nociones o figuras abstractas. El bibelot abolido, el binomio de Newton y la estatua de Condillac, son según la Guía, las piezas más notables que guarda este museo. Esta última es la materialización animada de todas las operaciones de los sentidos, lo que da por resultado una figura constantemente cambiante y movediza que al mismo tiempo que se transforma y se agita va describiendo en la lengua de los mathematikoi la realidad del mundo según los estímulos que se generan en un teclado como el de un piano. La estatua de Condillac interpreta, por así decirlo, la danza de las sensaciones puras, sin sujeto que las experimente.
El más grande de los museos de Metaxiphos es el Museo de la Realidad. Sus vastísimas colecciones están compuestas únicamente de objetos que no tienen ningún interés, objetos sin importancia y sin sentido, cosas cualesquiera. Los objetos que allí se exhiben no carecen de cualidades sensibles y hay una gran variedad de ellos, pero ni sus cualidades ni sus cantidades son suficientes para despertar el interés del visitante. Si ocurriera que algunos de esos objetos inanes despertara el interés de alguien cualquiera, entonces sería inmediatamente trasladado al museo que le corresponde. Supongamos que una manzana cualquiera sugiere al visitante la idea de que los cuerpos se atraen en razón directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente al cuadrado de la distancia que los separa, entonces esa manzana es exhibida en el Museo Poético-Filosófico con el nombre de “La manzana de Newton”.
Hay también el Museo de las Cosas Pías. No encontraría el visitante en el de la Realidad ninguna de las cosas que se guardan en éste, aunque la mayor parte proviene directamente de la naturaleza. Ellas se distinguen en la realidad por la propiedad que tienen de no ser fácilmente distinguibles: las cosas de forma y accidentes difusos e imprecisos las cosas moteadas, jaspeadas y pintas; guijarros, plumajes, conchas, huevos, pelambres, así como pinturas de Seurat y de Vuillard. Hay una espléndida colección taxidérmica con todos los animales de pelambre tabí, desde el rocín de don Quijote hasta el gato de Cheshire.
Sin duda uno de los museos más interesantes de Metaxiphos sería el Museo Idumeo. Se conservan allí vestigios y huellas de seres y cosas anteriores a nuestro mundo: instrumentos inexplicables, ostraka decorados con grecas rojas, pequeños fósiles incunables. La antigüedad de estos objetos es tanta que su puro contacto directo es letal. Se exhiben, no sin provocar una sensación dolorosa e inquietante al espectador, en vitrinas selladas.
Otro, el Museo Técnico, guarda especímenes mecánicos y gestuales de técnicas puras. Se exhiben allí complicadísimas máquinas y aparatos que no sirven para nada o cuya función nadie conoce. Algunas de ellas son puestas en marcha en días fijos. (Consultar en la administración el programa mensual). Otra sección contiene los dioramas que ilustran diversas técnicas manuales y corporales que no tienen sentido ni utilidad alguna: la tauromaquia sin toro, la cirugía sin paciente, el shadow-boxing, el ajedrez contra sí mismo y una vasta colección de técnicas antiguas para la resucitación de los muertos, algunas de ellas a cual más pintorescas.
El Museo en Sí viene a ser como el arquetipo último de todos los museos. De hecho es un museo de sí mismo o un museo que tiene por objeto mostrarse tal cual. Todos los muros, el plafón y el piso son de espejo. Por lo demás, está vacío. El visitante se convierte en el objeto expuesto, un objeto que se muestra y se contempla a sí mismo en calidad de pieza e museo.
El recinto llamado Mnemothreptos alberga tres colecciones: una, muy extensa y heterogénea, de cosas olvidadas; otra pequeña, pero muy selecta de cosas inolvidables. Los ejemplares de estas dos colecciones no tienen materia y parecen estas apenas como sugeridos. No se manifiestan sensiblemente con toda precisión más que cuando recordamos las primeras o cuando olvidamos las segundas. La tercera sección –muy interesante– contiene el Diorama Sinóptico que exhibe una exquisita colección de cosas inolvidables ya olvidadas.
Saliendo del Mnemothreptos a mano derecha se extiende el pequeño Arborium en el que se conservan algunos ejemplares particularmente notables por la propiedad que tienen de producir en quien se pone a su sombra la sensación de estar en otra parte, de estar en el lugar de origen de cada árbol. Así, hay una higuera en cuya fronda el visitante se siente estar en la India y puede oír, en el frotamiento de sus hojas, correr las aguas del Ganges.
En seguida del Arborium hay otro museo, no muy grande. Es el Museo de lo Imposible. En él se conserva la realización o la demostración de cosas y operaciones imposibles: la trisección del ángulo por procedimientos geométricos, la acción a distancia, la creación ex nihilo, la escritura inmediata, el mind reading y la fórmula para determinar los números primos. En todos los casos se trata de simulacros y conjuros que hacen que esas operaciones sean posibles, pero sólo aparentemente. Fuera del museo es imposible aplicar los procedimientos que se demuestran en su interior, como si las leyes que los determinan y los rigen no tuvieran ninguna validez fuera de él. Un reloj dotado de movimiento perpetuo da puntualmente la hora.
El Museo Heteróclito exhibe las piezas excedentes de los demás museos de Metaxiphos menos el de la Historia, pero sin orden alguno. La ausencia de clasificación y rotulación de los objetos hace que se nos revelen sorpresivamente por sus cualidades esenciales más que por su ordenamiento dentro de un conjunto discreto o por su mero nombre. Este museo debe visitarse al final con objeto de poder re-conocer los objetos más característicos. Las muestras ilustran el principio de desclasificación de las cosas que aquí se exhiben tal que en sí mismas la eternidad al fin las transforma.
Cabe mencionar por último el que seguramente es el más interesante de Metaxiphos: el Museo de la Historia, un pequeño edificio dispuesto en forma de anfiteatro cubierto en el que sólo se conserva el cronostatoscopio o “cámara de Moriarty” que sirve para condensar la luz que regresa…
El 19 de septiembre pasado se cumplieron 30 años del gran terremoto que devastó la ciudad de México. También se cumplieron 30 años de la muerte del gran escritor italiano Italo Calvino (1923-1985). La coincidencia ocasionó que, en 1985, nadie en México se enterara de esa muerte sino hasta mucho después: el escritor se confundió con todos los otros muertos, más cercanos, que fueron víctimas de la catástrofe de aquí. Y todavía hay quienes no saben que murió entonces: Calvino es un fantasma extraño en la ciudad desde la que escribo.
Este cuento, tomado de Las cosmicómicas (1965), no se refiere a ninguno de estos hechos, pero sí a otros seres fabulosos y a la vez cercanos: es una versión encantadora (como el resto de aquel libro) de varias ideas de la ciencia moderna, un hermoso juego de imaginación fantástica. Esta traducción es una versión revisada de otra que se encuentra en varios sitios de la red.
TODO EN UN PUNTO
Italo Calvino
A través de los cálculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede determinar el momento en que toda la materia del universo se hallaba concentrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio. La «gran explosión» (Big Bang) en la que tuvo origen el universo debió de ocurrir aproximadamente hace quince o veinte mil millones de años.
Por supuesto que todo estaba allí —dijo el viejo Qfwfq—, ¿y dónde si no? Todavía nadie sabía que existía el espacio. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo estando allí apretados como sardinas en lata?
He dicho «apretados como sardinas en lata» sólo por emplear una imagen literaria: en realidad ni siquiera había espacio para apretarnos. Cada punto de cada uno de nosotros coincidía con cada punto de cada uno de los demás en un único punto que era aquel en el que estábamos todos. En suma, ni siquiera nos molestábamos, a no ser por la cuestión del carácter, porque cuando no hay espacio, tener siempre por el medio a un antipático como el señor Pber1 Pberd es de lo más molesto.
¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude darme cuenta ni siquiera aproximadamente. Para contarnos, debíamos separarnos al menos un poquito uno de otro, pero todos ocupábamos ese mismo punto. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era una situación que favoreciera la sociabilidad; sé que, por ejemplo, en otras épocas los vecinos se visitaban; en cambio allí, debido al hecho de que todos éramos vecinos, ni siquiera nos decíamos buenos días o buenas noches.
Cada cual acababa por relacionarse sólo con un reducido número de conocidos. Los que yo recuerdo sobre todo son la señora Ph(i)Nk0, su amigo De XuaeauX, una familia de inmigrantes, unos tales Z’zu, y el señor Pber1 Pberd, al que ya he citado. También había una señora de la limpieza –»empleada del mantenimiento», así se la llamaba–, una sola para todo el universo, dado el ambiente tan pequeño. A decir verdad no tenía nada que hacer en todo el día, siquiera quitar el polvo –dentro de un punto no cabe siquiera un granito de polvo–, y se desahogaba en continuos chismorreos y quejas.
A éstos –que ya he dicho que eran numerosísimos– hay que agregar las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que luego habría servido para formar el universo, desmontado y concentrado de modo que no eras capaz de distinguir lo que más tarde iría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda) de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o la química (como algunos isótopos de berilio). Además, siempre chocábamos con los utensilios de la familia Z’zu, con la excusa de que eran una familia numerosa, se comportaban como si en el mundo sólo estuvieran ellos: incluso pretendían colgar cuerdas a través del punto para tender la ropa.
Sin embargo, los demás también se equivocaban con los Z’zus, empezando por esa definición de «inmigrantes», basada en la pretensión de que, mientras los demás estaban allí antes, ellos habían llegado después. Que eso fuera un prejuicio sin fundamento me parece claro, dado que no existía ni un antes ni un después ni otro lugar del que emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de «inmigrante» se podía entender en estado puro, es decir, independientemente del espacio y del tiempo.
Era una mentalidad, digamos estrecha la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros, fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran –en la parada del autobús, en un cine, en un congreso internacional de dentistas– y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos –a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien– y de pronto empezamos a preguntar por éste y por aquél (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda el otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Ph(i)Nko –todas las conversaciones van a parar siempre allí– y entonces de golpe se dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un entemecimiento beatífico y generoso. La señora Ph(i)Nko, la única que ninguno de nosotros ha olvidado y que todos añoramos. ¿Dónde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la señora Ph(i)Nko; su peho, sus caderas, su batón anaranjado, no la encontraremos más, ni en este sistema de galaxia ni en otro.
Que quede bien claro: a mí la teoría de que el universo, después de haber alcanzado un punto extremo de rarefacción, volverá a condensarse y que, por lo tanto, tendremos que volvernos a encontrar en ese punto para volver a comenzar a continuación, nunca me convenció. Y, sin embargo, muchos de nosotros no cuentan más que con eso, siguen haciendo proyectos para cuando todos volvamos a estar allí. El mes pasado entro en el café de la esquina y ¿a quién veo? Al señor Pber1 Pberd.
—¿Qué hay de bueno? ¿Cómo usted por aquí? — me entero de que tiene una representación de materiales plásticos en Pavía. Sigue tal cual, con su diente de plata y sus tirantes floreados—. Cuando volvamos allí —me dice en voz baja—, en lo que hay que tener más cuidado es en que esta vez alguna gente se quede fuera… ¿Me ha entendido? Esos Z’zu…
Hubiera querido responderle que esto ya se lo había oído a más de uno de nosotros, que añadía: «¿Me ha entendido…?
Para no seguirle la corriente me apresuré a decir:
—¿Cree que volveremos a encontrar a la señora Ph(i)Nko?
—Ah, sí… A ella sí… -dijo él, poniéndose colorado como un tomate.
Para todos nosotros la esperanza de regresar al punto es, sobretodo, la de volver a encontrarnos juntos con la señora Ph(i)Nko. (Y lo mismo me pasa a mí aunque no lo crea.) Y como ocurre siempre, nos pusimos a acordarnos de ella conmovidos, y hasta la antipatía del señor Pber1 Pberd se difuminaba ante aquel recuerdo.
El gran secreto de la señora Ph(i)Nko era que nunca había provocado celos entre nosotros, ni siquiera chismorreos. Que se iba a la cama con su amigo el señor De XuaeauX era algo sabido. Pero si en un punto hay una cama, ocupa todo el punto, y, por tanto, no se trata de irse a la cama sino de estar, porque cualquiera está en el punto y también en la cama. En consecuencia, era inevitable que ella se fuera a la cama también con cada uno de nosotros. Su hubiera sido otra persona, a saber cuántas cosas se habrían murmurado a sus espaldas. La señora de la limpieza era siempre la que le quitaba el tapón a las maledicencias, y los demás no se hacían mucho de rogar para imitarla. De los Z’zun, aunque fuera para cambiar de asunto, cuántas cosas horribles teníamos que oír: padre hijas hermanos hermanas madres tías, nadie se detenía ante ninguna sucia insinuación. En cambio, con ella era distinto: la felicidad que me venía de ella era al mismo tiempo la de ocultarme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en mí, era contemplación viciosa (dada la promiscuidad de la convergencia puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempo casta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En suma, ¿qué más podía desear?
Y todo esto, así como era verdad para mí, también valía para cada uno de los demás. Y para ella: contenía y era contenida con igual júbilo y nos acogía y amaba y habitaba a todos por igual.
Estábamos tan bien todos juntos que algo extraordinario tenía que suceder. Bastó con que en un determinado momento ella dijera:
—Chicos, si tuviera un poco de sitio, ¡cómo me gustaría haceros unos tallarines! —y en ese momento pensamos en el espacio que habrían ocupado los redondos brazos de ella moviéndose delante y atrás con el rodillo sobre la masa de pasta, su pecho dejándose caer en el gran montón de harina y huevos que llenaba la larga mesa mientras sus brazos amasaban, amasaban, blancos y untados de aceite hasta más arriba del codo; pensamos en el espacio que habría ocupado la harina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montañas de las que corría el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaños de terneros que habrían dado su carne para la salsa; en el espacio que habría sido necesario para que el Sol llegase con sus rayos para madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gas estelares el Sol se condensase y ardiera; en las cantidades de estrellas y galaxias y en las acumulaciones galácticas en fuga por el espacio que habrían sido necesarias para sostener cada galaxia cada nebulosa cada sol cada planeta, y al mismo tiempo que pensábamos ese espacio, imparablemente se formaba, al mismo tiempo que la señora Ph(i)Nko pronunciaba esas palabras: «¡…Tallarines, eh, chicos!», el punto que la contenía a ella y a todos nosotros se expandía en un nimbo radiado de distancias de años luz y siglos luz y miles de millones de milenios luz, y todos nosotros lanzados a los cuatro rincones del universo (el señor Pber1Pberd hasta Pavía), y ella disuelta en no sé qué especie de energía luz calor; la señora Ph(i)Nko, la que en medio de nuestro mundo cerrado y mezquino había sido capaz de un impulso generoso, el primero, «¡Chicos, qué tallarines os voy a preparar!», un auténtico impulso de amor general, dando comienzo en el mismo momento al concepto de espacio, y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo que gravitaba, haciendo posibles miles de millones de miles de millones de soles, y de planetas, y de campos de trigo, y de señoras Ph(i)Nko, distribuidas por los continentes de los planetas amasando con sus brazos enharinados y generosos, y ella, desde ese momento, perdida, y nosotros echándola de menos.