He aquí un cuento relativamente poco conocido del gran Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro de la narrativa breve, precursor influyentísimo de la literatura contemporánea y objeto de varios homenajes en este sitio (incluyendo, hace diez años, este acopio de textos para su bicentenario).
La narración no se parece a las que acostumbramos asociar al escritor: tiene forma de diálogo y sus únicos personajes son dos espíritus, o ángeles, que hablan sobre ciencia (filosofía, dice Poe, al modo de su propio tiempo) mientras flotan por el cosmos. Pero la pasión, el arrebato, el dolor aparecen de manera inesperada en las lecciones que el ángel más «joven», Oinos, recibe del otro, Agathos, y el resultado es sorprendente. En la literatura occidental, el Más Allá es en muchas ocasiones una fantasía optimista: la vida tras la muerte, la redención tras el sufrimiento en el mundo. Pero ningún pensamiento muere tampoco, dice Poe, y en el universo que él inventa todos ellos, incluyendo los desdichados, se vuelven visibles y eternos.
«The Power of Words» se publicó por primera vez en la revista Democratic Review en junio de 1845. La traducción es mía, recién hecha y parte de un proyecto que, si todo sale bien, será publicado este mismo año.
EL PODER DE LAS PALABRAS
Edgar Allan Poe
Oinos. — Perdona, Agathos, la debilidad de un espíritu que estrena las alas de la inmortalidad.
Agathos. — No has dicho nada, mi Oinos, por lo que deba exigirse perdón. Ni siquiera aquí es el conocimiento una cosa de intuición. Si buscas sabiduría, pídela con libertad a los ángeles, y se te dará.
Oinos. — Imaginaba que, en esta existencia, conocería de inmediato todas las cosas, y sería feliz al conocerlo todo.
Agathos. — ¡Ah, pero la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición de conocimiento! Saber siempre más es nuestra bendición eterna; saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos. — Pero ¿acaso el Altísimo no lo sabe todo?
Agathos. — Esa, dado que Él es el Más Bendecido, debe ser todavía la única cosa desconocida hasta para Él.
Oinos. — Pero, si con cada hora crecemos en conocimiento, ¿al final no se sabrán todas las cosas?
Agathos. — ¡Contempla las distancias abismales! Intenta llevar tu mirada a través de las vistas incontables de las estrellas, mientras nos desplazamos despacio a través de ellas, así…, así…, así. ¿No ocurre que incluso la visión espiritual es detenida por las continuas paredes de oro del universo, las que están formadas por las miríadas de cuerpos resplandecientes cuyo solo número parece convertirlos en una unidad?
Oinos. — Claramente percibo que no es un sueño la infinitud de la materia.
Agathos. — No hay sueños en el Edén…, pero aquí se murmura que el único propósito de esta infinitud de la materia es permitir infinitas fuentes en las que el alma pueda calmar la sed de saber que es para siempre inextinguible en su interior, dado que saciarla por completo sería extinguir la propia alma. Pregúntame, pues, mi Oinos, libremente y sin miedo. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la clamorosa armonía de las Pléyades, y volaremos hacia fuera desde el trono, hacia las praderas estrelladas más allá de Orión, donde en vez de violetas, pensamientos y trinitarias encontraremos arriates de soles triples y tricolores.
Oinos. — Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, ¡instrúyeme! Háblame con los tonos familiares de la Tierra. No entendí lo que acababas de insinuarme sobre los modos o métodos de lo que, durante la vida mortal, acostumbrábamos llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. — Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos. — ¡Explícate!
Agathos. — Sólo en el comienzo creó. Las innumerables criaturas que existen hoy en todo del universo, perpetuamente surgiendo a la existencia, sólo pueden considerarse un resultado mediato o indirecto, no inmediato ni directo, del poder creativo divino.
Oinos. — Entre los hombres, mi Agathos, esa idea sería considerada enormemente herética.
Agathos. — Entre los ángeles, mi Oinos, se le ve como simplemente cierta.
Oinos. — Puedo comprenderte hasta aquí: que ciertas operaciones de lo que llamamos la Naturaleza, o las leyes naturales, darán bajo ciertas condiciones origen a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la caída final de la Tierra, hubo, me acuerdo bien, muchos experimentos muy exitosos de lo que algunos filósofos llamaron tontamente “creación de animálculos”.
Agathos. — Los casos de los que hablas fueron, en realidad, ejemplos de creación secundaria…, y de la única especie de creación que ha habido jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.
Oinos. — Los cuerpos estelares que, desde el abismo de la no-existencia, brotan cada hora hacia los cielos, ¿no son esas estrellas, Agathos, obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos. — Déjame tratar, mi Oinos, de llevarte paso a paso a este concepto. Sabes bien que, igual que ningún pensamiento puede morir, ningún acto tiene menos que infinitas consecuencias. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la Tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración se extendía infinitamente hasta que daba impulso a cada partícula de aire terrestre, que a partir de entonces, y para siempre, era animado por aquel movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro mundo sabían bien este hecho. De hecho, llegaron a calcular con exactitud los efectos ejercidos en un fluido por impulsos especiales, de modo que fuera fácil determinar en qué tiempo preciso llegaría a rodear el mundo un impulso de determinada fuerza, afectando (para siempre) a cada átomo de la atmósfera circundante. Mediante retrogradación, no tenían dificultad en determinar, para un efecto y unas condiciones dadas, el valor de su impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente interminables, y que una parte de esos resultados se podía rastrear con exactitud por medio del análisis algebraico –y que vieron también la facilidad de la retrogradación–, esos hombres, digo, vieron al mismo tiempo que esta especie de análisis tenía en sí misma la posibilidad de progreso indefinido: que no había límites concebibles a su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo hacía progresar o lo aplicaba. Pero en este punto, nuestros matemáticos se detuvieron.
Oinos. — ¿Y por qué, Agathos, deberían haber continuado?
Agathos. — Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. De lo que ellos sabían, se podía deducir que para un ser de infinito entendimiento –uno para el cual la perfección del análisis algebraico se mostrara plena–, no habría dificultad en rastrear cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus más remotas consecuencias en la más infinitamente remota época del tiempo. De hecho, se puede demostrar que cada impulso dado al aire influye, finalmente, en cada cosa individual que existe en el universo…, y el ser de infinito entendimiento que hemos imaginado podría rastrear las ondulaciones remotas de ese impulso: rastrearlas hacia arriba y hacia delante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, para siempre, en sus modificaciones de viejas formas –o, dicho de otro modo, en la creación de nuevas formas–, hasta llegar a ellas reflejadas, ya sin más efecto, en el trono de Dios. Y este ser no sólo podría hacer esto, sino que en todo tiempo, si se le diera un cierto resultado –si se le propusiera inspeccionar uno de estos cometas innumerables, por ejemplo–, no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debió. Este poder de retrogradación, con absoluta plenitud y perfección; esta facultad de relacionar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad. Pero en cualquier otro grado, por debajo de la perfección absoluta, ese poder lo tienen las huestes completas de las Inteligencias Angélicas.
Oinos. — Pero sólo hablas de impulsos en el aire.
Agathos. — Al hablar del aire, me refería solamente a la Tierra. Pero la proposición general es aplicable a impulsos sobre el éter, que como penetra, y es lo único que penetra, todo el espacio, es por lo tanto el gran medio de la creación.
Oinos. — ¿Entonces todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos. — Así debe ser. Pero una filosofía verdadera ha enseñado por largo tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y la fuente de todo pensamiento es…
Oinos. — Dios.
Agathos. — Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la bella Tierra que pereció hace poco, acerca de impulsos sobre la atmósfera terrestre.
Oinos. — Así fue.
Agathos. — Y mientras hablaba, ¿no te pasó por la mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? ¿No es cada palabra un impulso dado al aire?
Oinos. — Pero, Agathos, ¿por qué lloras? ¿Y por qué…, oh, por qué tus alas se cierran mientras flotamos sobre esta hermosa estrella, la más verde y a la vez la más terrible de las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas…, pero sus fieros volcanes parecen las pasiones de un corazón violento.
Agathos. — ¡Lo son! ¡Lo son! Esta estrella salvaje… Ya son tres siglos desde que, con las manos unidas y los ojos llorosos, a los pies de mi amor…, yo la dije: la hice nacer con unas cuantas frases apasionadas. Sus brillantes flores son mis más queridos sueños sin realizar, y sus rugientes volcanes son las pasiones del corazón más turbulento y más impío.
Para este mes, un cuento extenso de la escritora estadounidense Kelly Link (1969). También editora (fundó la Small Beer Press, de las editoriales más destacadas de su ramo), Link es una de las cuentistas más interesantes entre las que se dedican hoy a la imaginación fantástica y ha sido premiada en varias ocasiones. Su libro más reciente, Get in Trouble (2016), fue finalista del Premio Pultizer.
«Catskin», narración que da vuelta de modo inquietante a una larga tradición de cuentos, apareció en la antología McSweeney’s Mammoth Treasury of Thrilling Tales (2003) y posteriormente en una colección de Link en solitario: Magic for Beginners (2005). La traducción proviene de la antología Espectacular de cuentos (2015-16), publicada por Castillo, y es de Raquel Castro.
PIEL DE GATO
Kelly Link
Los gatos entraban y salían de la casa de la bruja durante todo el día. Las ventanas estaban siempre abiertas, y las puertas, y además había otras puertas, privadas, del tamaño de un gato, en las paredes y en el ático. Los gatos eran grandes y elegantes y silenciosos. Nadie sabía sus nombres, si es que tenían nombres, a excepción de la bruja.
Algunos de los gatos eran de color crema y otros eran atigrados. Los había negros como la noche. Eran cómplices de la bruja. Algunos llegaban a la habitación de la bruja con cosas vivas en el hocico. Cuando salían de nuevo, sus hocicos estaban vacíos.
Los gatos trotaban, se escabullían, saltaban y se agazapaban. Estaban ocupados. Sus movimientos eran felinos, o tal vez como el mecanismo de un reloj. Sus colas se crispaban como péndulos peludos. Los gatos no prestaban atención a los hijos de la bruja.
En ese entonces, la bruja tenía tres hijos vivos, aunque en alguna ocasión había tenido docenas, tal vez más. Nadie –no la bruja, desde luego– se había molestado nunca en llevar la cuenta. Pero aquella vez la casa se había retacado de gatos y bebés.
Ahora bien, las brujas no pueden tener hijos en el estilo habitual porque sus entrañas están llenas de paja o de ladrillos o de piedras, y cuando dan a luz, paren conejos, gatitos, renacuajos, casas, vestidos de seda; pero a pesar de ello incluso las brujas deben tener herederos y desean ser madres. Así, la bruja había obtenido sus hijos por otros medios: los había robado o comprado o los había fabricado ella misma.
Le gustaban especialmente los niños con el pelo de un cierto tono rojo. Nunca había sido capaz de tolerar a los gemelos (le parecían un tipo impropio de magia), aunque en ocasiones había intentado armar conjuntos de niños a juego, como si estuviera armando un juego de ajedrez y no una familia. Si dijéramos las piezas de ajedrez de una bruja, en lugar de la familia de una bruja, algo habría de cierto. Quizá tenga algo de cierto también en el caso de otras familias.
La bruja cultivó una niña en su muslo, como si fuera un quiste. A otros niños los había creado a partir de cosas de su jardín o de pedazos de basura que los gatos le llevaron: papel de aluminio con hilos de grasa de pollo aún encostrados, televisores rotos, cajas de cartón que los vecinos habían desechado. Siempre había sido una bruja ahorrativa.
Algunos de esos niños habían huido y otros habían muerto. A algunos simplemente los había extraviado, o los había olvidado por accidente en un autobús. Ojalá que estos niños después hayan sido adoptados por buenas familias, o que hayan vuelto a reunirse con sus verdaderos padres. Si estás buscando un final feliz en esta historia, tal vez deberías dejar de leer aquí e imaginarte a esos niños, a esos padres, sus reencuentros.
¿Todavía estás leyendo? La bruja, en su habitación, estaba muriendo. Había sido envenenada por un enemigo, un brujo llamado Ausencia. Finn, el niño que había sido su catador de alimentos, había muerto primero, lo mismo que tres gatos que habían lamido su plato hasta dejarlo limpio. La bruja sabía quién la había matado y había arrebatado trocitos al tiempo, aquí y allá, desde su agonía, para vengarse. Una vez que la cuestión de esta venganza quedó resuelta a su satisfacción, urdida como una madeja de negro hilo dentro de su cabeza, comenzó a dividir su herencia entre sus tres hijos restantes.
Tenía manchas de vómito pegadas a las comisuras de su boca, y había una palangana al pie de la cama, llena de un líquido negro. La habitación olía a orina de gato y cerillos mojados. La bruja jadeaba como si estuviera dando a luz a su propia muerte.
—Flora se quedará con mi automóvil —dijo— y también con mi bolso, que nunca estará vacío, siempre y cuando dejes siempre una moneda en el fondo, mi adorada, mi derrochadora, mi manirrota, mi gota de veneno, mi linda, linda, Flora. Y cuando yo haya muerto, toma la carretera que pasa junto a la casa y ve al oeste. Ese es mi último consejo para ti.
Flora, que era la mayor de los hijos vivos de la bruja, era pelirroja y elegante. Había estado esperando la muerte de la bruja por un largo tiempo, pero había sido paciente. Besó la mejilla de la bruja y le dijo:
—Gracias, Madre.
La bruja la miró, jadeando. Podía ver la vida de Flora, extendida ante ella, plana como un mapa. Tal vez todas las madres pueden ver tan lejos.
—Jack, mi amor, mi nido de pájaro, mi mordida, mi residuo de atole —dijo la bruja—, te quedarás con mis libros. No los voy a necesitar en el lugar a donde voy. Y cuando salgas de esta casa, camina derecho hacia el este y nunca sufrirás más de lo que sufres ahora.
Jack, que alguna vez había sido un pequeño paquete de plumas y ramitas y cáscara de huevo, todo atado con un jirón de cuerda, era un muchacho robusto, casi adulto. Sólo los gatos sabían si Jack sabía leer. Pero él asintió con la cabeza y besó a su madre, un beso en cada ojo expectante y uno en sus labios grises.
—Y ¿qué voy a dejar a mi niño, Chico? —dijo la bruja, convulsa. Devolvió el estómago de nuevo en la palangana. Algunos gatos llegaron corriendo y se asomaron por el borde del recipiente para inspeccionar su vómito. La mano de la bruja se clavó en la pierna de Chico.
—Ay, es duro, duro, muy duro para una madre dejar a sus hijos (aunque he hecho cosas más difíciles). Los niños necesitan una madre, aunque sea una como yo lo he sido —dijo y se enjugó los ojos, a pesar de que es un hecho que las brujas no pueden llorar.
Chico, quien aún dormía en la cama de la bruja, era el más chico de sus hijos (tal vez no tan chico como te imaginas). Él estaba sentado en la cama, y si no lloraba era sólo porque los hijos de las brujas no tienen a nadie que les enseñe cómo hacerlo. Su corazón se rompía.
Chico sabía hacer malabares y cantaba muy bien. Todas las mañanas cepillaba y trenzaba el largo y sedoso cabello de la bruja. Seguramente toda madre desea un hijo como Chico, un tierno muchachito de pelo rizado, de aliento dulce y corazón tierno como Chico, capaz de cocinar un buen omelet y con una hermosa, fuerte voz para cantar, así como una mano suave para usar el cepillo.
—Madre —dijo—, si tienes que morir, entonces debes morir. Y si no puedo ir contigo, entonces voy a hacer mi mejor esfuerzo para vivir y que te sientas orgullosa de mí. Déjame tu cepillo para que te recuerde, e iré a hacer mi propio camino en el mundo.
—Tendrás mi cepillo, entonces —dijo la bruja a Chico, mirándolo y jadeando, jadeando—. Y te quiero más que a todos. Tendrás también mi caja de yesca y mis cerillos, y también mi venganza, y harás que me sienta orgullosa, o no conozco a mis propios hijos.
—¿Qué hacemos con la casa, madre? —preguntó Jack. Lo dijo como si no le importara.
—Cuando haya muerto —respondió la bruja— esta casa no será de utilidad para nadie. La di a luz hace mucho tiempo y la crié desde que era sólo una casa de muñecas. Ay, era la más querida, la más adorable casa de muñecas del mundo. Tenía ocho habitaciones y un techo de hojalata, y una escalera que no iba a ninguna parte. Pero la amamanté y la arrullé para que conciliara el sueño en su cunita, y creció hasta ser una casa de verdad, y mira cómo me ha cuidado a mí, su progenitora, cómo sabe el deber de una hija con su madre. Y quizá puedes ver cómo está ahora, cómo suspira, cómo se enferma cada vez más por verme morir así. Déjensela a los gatos. Ellos sabrán qué hacer con ella.
Durante todo este tiempo, los gatos han estado corriendo dentro y fuera de la habitación, llevando y trayendo cosas. Parecería que nunca van a bajar la velocidad, a descansar, a tomar una siesta, que nunca van a tener tiempo para dormir o morir o incluso para llevar luto. Su actitud es de propietarios, como si la casa ya fuera de ellos.
La bruja vomita barro, pelaje, botones de cristal, soldados de plomo, paletas, alfileres de sombrero, clavos, cartas de amor (con la dirección mal escrita o enviadas sin la cantidad adecuada de timbres y, por lo tanto, nunca leídas) y una docena de regimientos de hormigas rojas, cada una del tamaño de un frijol. Las hormigas nadan a través de la peligrosa, apestosa palangana, trepan por sus orillas y marchan por el piso en una línea apretada como un cordón engrasado. En sus mandíbulas remolcan trozos de tiempo. El tiempo es pesado, incluso en pedazos tan pequeños, pero las hormigas tienen mandíbulas y patas fuertes. Atraviesan la habitación y llegan hasta la pared, y salen por la ventana. Los gatos miran, pero no interfieren. La bruja jadea, tose y luego se queda quieta. Sus manos golpean contra la cama una vez y luego se detienen. Aun así sus hijos esperan un rato, para asegurarse de que está muerta y de que ya no tiene nada más que decir.
En la casa de la bruja, los muertos a veces son muy parlanchines.
Pero la bruja no tiene nada más que decir en este momento.
La casa gime y todos los gatos comienzan a maullar lastimeramente, trotando dentro y fuera de la habitación como si hubieran perdido algo y tuvieran que ir a cazarlo; pero nunca van a encontrarlo. Y los niños, por fin, descubren que sí saben llorar, pero la bruja está completamente quieta y en silencio. Hay una pequeña sonrisa en su rostro, como si todo hubiera sucedido exactamente a su gusto. O tal vez ella está ansiosa de que ocurra la siguiente parte de la historia.
Los hijos de la bruja metieron a su madre en una de sus casas de muñecas a medio crecer. La apretujaron en la sala de la planta baja y tiraron las paredes internas de modo que su cabeza descansara sobre la mesa de la cocina, en el rincón del desayunador, y enroscaron sus tobillos a través de la puerta de un dormitorio. Chico le cepilló el cabello y, como no estaba seguro de qué ropa debería llevar ahora que estaba muerta, le puso toda su ropa, una prenda sobre otra, hasta que apenas era posible ver sus piernas blancas debajo de la pila de las crinolinas, los abrigos y vestidos. No importaba: una vez que clavaron de nuevo la casa de muñecas para cerrarla, todo lo que se podía ver era la coronilla roja por la ventana de la cocina y los tacones gastados de sus zapatos de baile apretados contra los postigos de la ventana de la habitación.
Jack, que era muy hábil, aparejó un conjunto de ruedas para la casa de muñecas y un arnés para que pudieran jalarla. Le pusieron el arnés a Chico y él jalaba y Flora empujaba, mientras Jack le hablaba a la casa, convenciéndola de avanzar sobre la colina hasta el cementerio, y los gatos corrían junto a ellos.
Los gatos están empezando a verse un poco descuidados, como si estuvieran mudando pelaje. Sus hocicos se ven muy vacíos. Las hormigas han marchado lejos, a través de los bosques, y a la ciudad, y han construido, con los trozos de tiempo que se llevaron, un nido en tu patio. Y si sostienes una lupa sobre el nido, para ver cómo las hormigas bailan y se queman, el tiempo arderá en llamas y lo vas a lamentar.
Afuera de la entrada del cementerio, los gatos habían estado cavando una tumba para la bruja. Los niños metieron en ella la casa de muñecas, la ventana de la cocina por delante. Pero entonces descubrieron que la tumba no era lo suficientemente profunda, y la casa se quedó ahí, ladeada, con apariencia de estar muy incómoda. Chico comenzó a llorar (ahora que había aprendido, parecía que iba a pasar todo su tiempo practicando), pensando en lo horrible que sería pasar la propia muerte, toda la eternidad, cabeza abajo y ni siquiera correctamente enterrado, sin poder siquiera sentir la lluvia cuando cayera a plomo sobre las tejas expuestas de la casa, y se filtrara hacia abajo y llenara su boca y le ahogara, por lo que habría que morir de nuevo cada vez que lloviera.
La chimenea de la casa de muñecas se había desprendido y cayó al suelo. Uno de los gatos la recogió y se la llevó, como un recuerdito. El gato se llevó la chimenea al bosque y ahí se la comió, un bocado a la vez, y así salió de esta historia para entrar en otra. No es asunto nuestro.
Los otros gatos comenzaron a transportar bocados de tierra, soltándola y amontonándola con sus patas alrededor de la casa. Los niños ayudaron y cuando terminaron se las arreglaron para enterrar a la bruja correctamente, de tal modo que sólo la ventana de la habitación era visible, un pequeño panel de vidrio como un ojo en la cima de una pequeña colina de tierra.
De camino a casa, Flora comenzó a coquetear con Jack. Tal vez le gustó cómo se veía él vestido de luto. Hablaron de lo que planeaban ser, ahora que eran adultos. Flora quería encontrar a sus padres. Era una chica bonita: alguien querría cuidar de ella. Jack dijo que le gustaría casarse con una mujer rica. Comenzaron a hacer planes.
Chico caminaba un poco más atrás, con los gatos atravesándose entre sus pies, haciéndolo tropezar. Traía el cepillo de la bruja en el bolsillo y, para buscar alivio, sus dedos se deslizaron alrededor del mango con forma de cuerno.
La casa, cuando llegaron, tenía una apariencia peligrosa y desconsolada, como si estuviera empezando a dejarse caer. Flora y Jack prefirieron no entrar. Abrazaron a Chico con cariño y lo invitaron a irse con ellos. Él hubiera querido, pero ¿quién se quedaría a cuidar de los gatos de la bruja, de su venganza? Así que él sólo miró cómo se alejaban juntos. Se fueron al norte. ¿Qué hijo ha seguido el consejo de una madre alguna vez?
Jack ni siquiera se ha molestado en llevar consigo la biblioteca de la bruja: dice que no hay espacio en la cajuela para todo. Él va a depender de Flora y su bolso mágico.
Chico se sentó en el jardín y cuando le dio hambre comió tallos de hierba, y fingió que la hierba era pan, leche y pastel de chocolate. Bebió de la manguera del jardín. Cuando empezó a oscurecer, estaba más solo de lo que jamás había estado en su vida. Los gatos de la bruja no eran buena compañía. Él no les decía nada y ellos no tenían nada que decirle acerca de la casa, del futuro, de la venganza de la bruja o de dónde se suponía que debía dormir. Él nunca había dormido en otro sitio que no fuera la cama de la bruja, así que, al final, volvió sobre la colina y regresó al cementerio.
Algunos de los gatos todavía andaban subiendo y bajando de la tumba, cubriendo la base del montículo con hojas y hierba y plumas, y hasta con sus propios pelos sueltos. Era una especie de nido suave, ideal para recostarse. Los gatos todavía estaban ocupados cuando Chico se quedó dormido (los gatos siempre están ocupados), la mejilla apretada contra el frío cristal de la ventana de la habitación, la mano en el bolsillo cerrada sobre el cepillo. Pero cuando se despertó a mitad de la noche estaba cubierto de la cabeza a los pies por tibios cuerpos de gato con olor a hierba.
Una cola está enroscada alrededor de su barbilla como si fuera una cuerda, y todos los cuerpos respiran suavemente, bigotes y patas sacudiéndose, vientres sedosos subiendo y bajando. Todos los gatos duermen un sueño exhausto, profundo, a excepción de una gata blanca que se sienta cerca de su cabeza, mirándolo fijamente. Chico nunca ha visto antes a esta gata, y sin embargo la conoce del modo en que conoces a la gente que te visita en sueños: toda ella es blanca, a excepción de mechones y toques rojizos en las orejas, la cola y las patas, como si alguien le hubiera bordado con fuego los bordes.
—¿Cómo te llamas? —pregunta Chico. Él nunca antes ha hablado con los gatos de la bruja.
La gata levanta una pata trasera y se lame sus partes privadas. Entonces lo mira de nuevo.
—Puedes llamarme Madre —le dice.
Pero Chico niega con la cabeza. No puede llamarla así. Debajo de la manta de gatos, bajo el cristal de la ventana, el tacón de la bruja se baña de luz de luna.
—Muy bien. Entonces llámame Venganza de la Bruja —dice la gata. Su hocico no se mueve, pero Chico la escucha dentro de su cabeza. Su voz es peluda y aguda, como una manta hecha de agujas—. Y cepilla mi pelaje.
Chico se sienta, desplazando a los gatos dormidos, y saca el cepillo de la bolsa del pantalón. Las cerdas le han dejado marcadas hileras de pequeños puntos en la palma de la mano, como una especie de código. Si pudiera leer el código, diría: Cepilla mi pelaje.
Chico cepilla a Venganza de la Bruja. En su pelaje hay tierra de tumba y una o dos hormigas rojas, que caen y se escabullen. Venganza de la Bruja inclina la cabeza hacia el suelo y aprisiona a las hormigas en su hocico. El montón de gatos alrededor de ellos comienza a bostezar y estirarse. Hay cosas que hacer.
—Tienes que quemar la casa —dice Venganza de la Bruja—. Eso es lo primero.
El cepillo de Chico da con un nudo, y Venganza de la Bruja se da vuelta y lo muerde levemente en la muñeca. Entonces le lame en la zona blanda que hay entre el pulgar y el índice.
—Suficiente —dice ella—. Tenemos trabajo que hacer.
Así que todos van de nuevo a la casa, Chico tropezando en la oscuridad, alejándose más y más de la tumba de la bruja, los gatos trotando a su paso, los ojos encendidos como antorchas, palitos y ramas en el hocico, como si planearan construir una nido, una canoa, una valla para mantener el mundo afuera. La casa, cuando llegan, está llena de luces, y más gatos y pilas de yesca. La casa está haciendo un ruido, como un instrumento musical sobre el que alguien estuviera respirando. Chico se da cuenta de que todos los gatos están maullando sin parar, entrando y saliendo, en busca de más leña. Venganza de la Bruja dice:
—Primero que nada, debemos trabar todas las puertas.
Chico cierra todas las puertas y ventanas en el primer piso, dejando abierta sólo la puerta de la cocina, y Venganza de la Bruja corre los pasadores de las puertas secretas, las puertas de gato, las puertas en el ático, las de arriba en el techo y las del sótano. Ni una sola puerta secreta se queda abierta. Ahora todo el ruido está dentro de la casa y sólo Chico y Venganza de la Bruja se encuentran afuera.
Todos los gatos han colado en la casa por la puerta de la cocina. No hay ni un solo gato en el jardín. Chico puede ver a los gatos de la bruja a través de las ventanas, apilando sus montones de ramitas. Venganza de la Bruja se sienta a su lado, observando.
—Ahora se enciende un fósforo y échalo dentro —dice Venganza de la Bruja.
Chico prende un cerillo. Lo avienta dentro de la casa. ¿A qué niño no le encanta iniciar un incendio?
—Ahora cierra la puerta de la cocina —dice Venganza de la Bruja, pero Chico no puede hacer eso: todos los gatos están dentro.
Venganza de la Bruja se levanta sobre sus patas traseras y cierra de un empujón la puerta de la cocina. En el interior, el fósforo encendido inicia un fuego que corre a lo largo del piso y las paredes de la cocina. Los gatos arden y corren a las otras habitaciones de la casa. Chico puede verlo todo a través de las ventanas. Se para con la cara contra el cristal, que está frío, y luego tibio, y luego caliente. Los gatos en llamas, con ramas ardientes en sus hocicos, se empujan contra la puerta de la cocina y las otras puertas de la casa, pero todas las puertas están cerradas. Chico y Venganza de la Bruja se paran en medio del jardín y miran cómo la casa de la bruja y los libros de la bruja y los muebles de la bruja y las ollas de cocina de la bruja y los gatos de la bruja, sus gatos, también, todos sus gatos se queman.
Tú nunca debes quemar una casa. Nunca debes prender un gato en llamas. Nunca debes quedarte parado, mirando, sin hacer nada mientras una casa se ??está quemando. Nunca debes debe escuchar a un gato que te diga que hagas cualquiera de estas cosas. Debes, en cambio, escuchar a tu madre cuando te diga que dejes de estar mirando, que vayas a la cama, que es hora de dormir. Debes escuchar a la venganza de tu madre.
Tú nunca debes envenenar a una bruja.
Por la mañana, Chico despertó en el jardín. El hollín lo cubría con una manta grasienta. Sobre su pecho, Venganza de la Bruja estaba acurrucada, durmiendo. La casa de la bruja seguía en pie, pero las ventanas se había derretido y habían arruinado las paredes.
Venganza de la Bruja se despertó, se estiró y bañó a Chico a lengüetazos con su pequeña lengua de piel de tiburón. Luego le exigió que la cepillara. Después de eso entró a la casa y salió con un bultito que colgaba de su hocico, sin huesos, como un gatito.
Chico se percata de que es una piel de gato, sólo que ya no hay un gato dentro de ella. Venganza de la Bruja le deja caer la piel de gato sobre el regazo.
Chico recogió la piel y algo brillante cayó de ella al piso. Era una pieza de oro, sucia, llena de grasa resbaladiza. Venganza de la Bruja sacó docenas y docenas de pieles de gato, y en cada una había una moneda de oro. Mientras Chico contaba su fortuna, Venganza de la Bruja se arrancó de un mordisco una uña y sacó de entre las cerdas del cepillo un largo cabello de bruja. Se sentó en la hierba, como un sastre, con las patas cruzadas, y comenzó a coser las pieles de gatos para hacer una bolsa.
Chico se estremeció. Lo único que había para desayunar era pasto, pero estaba negro y quemado.
—¿Tienes frío? —preguntó Venganza de la Bruja. Puso la bolsa a un lado y cogió otra piel de gato, una negra, muy bonita. Sacó una de sus filosas uñas y con ella cortó la piel por la mitad—. Te haremos un traje calientito.
La gata usó la zalea de un gato negro, y la zalea de un gato atigrado, y puso un ribete de pelaje a rayas grises y blancas alrededor de las garras.
Mientras lo hacía dijo a Chico:
—¿Sabías que una vez hubo una batalla, librada en este mismo terreno?
Chico negó con la cabeza.
—Dondequiera que haya un jardín —dijo Venganza de la Bruja, rascando la tierra con una pata— hay gente enterrada, te lo prometo. Mira aquí.
La gata sacó con el hocico un pequeño objeto de color marrón y lo limpió con la lengua.
Cuando lo escupió de nuevo, Chico vio que era un botón militar de marfil. Venganza de la Bruja sacó más botones de la tierra (como si los botones de marfil crecieran en la tierra) y los cosió en la piel de gato. Entonces formó una capucha con dos agujeros para los ojos y un conjunto de bigotes finos y cosió cuatro hermosas colas de gato a la espalda del traje, como si la única cola que había ya allí no fuera lo suficientemente buena para Chico. La gata enhebró un cascabel en cada cola.
—Póntelo— le dijo a Chico.
Chico se metió en el traje y los cascabeles tintinearon. Venganza de la Bruja se rio.
—Te ves muy bien de gato —le dijo—. Serías el orgullo de cualquier madre.
El interior del traje es suave y se siente un poco pegajoso al contacto con la piel de Chico. Cuando se pone la capucha, todo desaparece: él sólo puede ver las vívidas esquinas del mundo a través de los agujeros para los ojos (la hierba, el oro, la gata sentada con las patas cruzadas, cosiendo su bolso hecho de pieles) y el aire se filtra al interior a través de las costuras holgadas en las partes en las que la piel se cae y se hunde sobre el pecho y alrededor de los enormes botones. Con su torpe garra sin dedos, Chico sostiene sus colas, como si fuera un puñado de anguilas, y las mece de un lado al otro para escucharlas repicar. El sonido de los cascabeles y el olor a hollín del aire, la tibia viscosidad del traje, la sensación de su nueva piel contra el suelo: Chico se queda dormido y sueña que cientos de hormigas vienen y lo levantan y suavemente lo llevan a la cama.
Cuando Chico se quitó de nuevo la capucha, vio que Venganza de la Bruja había terminado con la aguja y el hilo. Chico ayudó a llenar la bolsa con oro. Venganza de la Bruja se paró sobre sus patas traseras, tomó la bolsa, y la echó sobre su hombro. Las monedas de oro se deslizaban unas contra otras, maullando y siseando. Al paso de la gata, la bolsa se arrastraba sobre la hierba, recogiendo las cenizas y dejando un rastro verde detrás de ella. Venganza de la Bruja caminaba pavoneándose, como si la bolsa no pesara nada.
Chico se encapuchó de nuevo, se puso a cuatro patas y trotó detrás de Venganza de la Bruja. Dejaron la puerta del jardín abierta y se internaron en el bosque, hacia la casa donde vivía el brujo Ausencia.
El bosque es más chico de lo que solía ser. Chico está creciendo, pero además el bosque se está reduciendo. Han talado árboles. Han levantado casas. Han puesto céspedes en rollos, han construido carreteras. Venganza de la Bruja y Chico caminaban junto a una de ellas. Un autobús escolar pasó a su lado: los niños en el interior miraban por las ventanas y se echaron a reír al ver a Venganza de la Bruja caminando sobre sus patas traseras y, pisándole los talones, a Chico en su disfraz de gato. Chico levantó la cabeza y miró por los agujeros para los ojos después de que pasó el autobús.
—¿Quién vive en estas casas ?— preguntó a Venganza de la Bruja.
—Esa es la pregunta equivocada, Chico —contestó Venganza de la Bruja, mirándolo desde arriba sin detenerse.
—Miau —decía la bolsa de piel de gato—. Tin tin tin.
—Entonces, ¿cuál es la pregunta correcta? —insistió Chico.
—Pregúntame quién vive debajo de las casas —dijo Venganza de la Bruja.
—¿Quién vive debajo de las casas? —preguntó, obediente, Chico.
—¡Qué buena pregunta! —dijo Venganza de la Bruja—. Verás, no todo el mundo puede parir su propia casa. En vez de eso, la mayor parte de la gente pare niños. Y cuando tienes niños, necesitas casas dónde ponerlos. Así que, niños y casas: la mayor parte de la gente pare a los primeros y tienen que construir las segundas. O sea, construir las casas. Hace mucho tiempo, cuando los hombres y las mujeres iban a construir una casa, primero cavaban un agujero. En ese agujero hacían un pequeño cuarto de madera (una cabañita de un solo cuarto) y robaban o compraban un niño para ponerlo en la casita del agujero, para que viviera allí. Y luego construían su casa sobre la casita.
—¿Hacían una puerta en la tapa de la casita? —preguntó Chico.
—No hacían una puerta —dijo Venganza de la Bruja.
—Pero entonces, ¿cómo salía de ahí la chica o el chico? —preguntó Chico.
—El chico o la chica se quedaba en esa pequeña casa —dijo Venganza de la Bruja—. Vivían allí toda su vida, y todavía viven ahí, bajo las otras casas donde viven la gente, y la gente que vive en las casas de arriba puede entrar y salir cuando se le antoja, y nunca piensa en que hay pequeñas casas con niños pequeños, sentados en pequeñas habitaciones, bajo sus pies.
—Pero, ¿qué pasa con las madres y los padres? —preguntó Chico—. ¿Nunca intentaron buscar a esos chicos y chicas?
—Ah —dijo Venganza de la Bruja—. Algunas veces lo hicieron y otras veces no lo hicieron. Y después de todo, ¿quién vivía debajo de sus propias casas? Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora, cuando construye su casa, la mayor parte de la gente entierra un gato en vez de un niño. Es por eso que llamamos gatos caseros a los gatos. Es por ello que debemos caminar por aquí con cuidado. Como puedes ver, hay casas en construcción en estos rumbos.
Y vaya que las hay. Venganza de la Bruja y Chico caminan por los claros donde los hombres están cavando pequeños agujeros. Al principio, Chico se quita la capucha y camina en dos pies, y luego se pone la capucha de nuevo, y va a gatas: se encoge y se mueve con tanto sigilo como puede, como un gato. Pero los cascabeles en sus colas rebotan, y las monedas en la bolsa que lleva Venganza de la Bruja hacen tin tin tin, miau, y los hombres dejan de trabajar para verlos pasar.
¿Cuántas brujas hay en el mundo? ¿Alguna vez has visto una? ¿Reconocerías a una bruja o un brujo si lo vieras? Y ¿qué harías en ese caso? Por lo demás, ¿reconoces a un gato en cuanto lo ves? ¿Estás seguro?
Chico siguió a Venganza de la Bruja. Se le hicieron callos en las rodillas y en las yemas de los dedos. Le hubiera gustado cargar a ratos la bolsa, pero era demasiado pesada. ¿Qué tan pesada? Digamos que tú tampoco habrías podido cargarla.
Se detenían a beber en los arroyos. Por la noche abrían la bolsa de piel de gato y se metían en ella a dormir, y cuando tenían hambre lamían las monedas, que parecían sudar grasa de oro, y siempre parecían tener más grasa. Mientras caminaban, Venganza de la Bruja cantó una canción:
Yo no tenía madre
y mi madre no tenía madre
y su madre no tenía madre
y su madre no tenía madre
y su madre no tenía madre
y tú no tienes una madre
que te cante
esta canción.
Las monedas en la bolsa cantaban también: miau, miau, y los cascabeles en las colas de Chico seguían el ritmo.
Cada noche Chico cepilla la zalea de Venganza de la Bruja. Y cada mañana Venganza de la Bruja lo baña a lengüetazos, sin descuidar los lugares detrás de las orejas y en la parte posterior de las rodillas. Luego el muchacho se pone de nuevo el traje de gato, y ella lo acicala otra vez.
A veces iban por el bosque, y a veces el bosque se convertía en una ciudad, y entonces Venganza de la Bruja le contaba a Chico historias sobre la gente que vivía en las casas, y sobre los niños que vivían en las casas debajo de las casas. Una vez, en el bosque, Venganza de la Bruja le mostró a Chico el lugar donde alguna vez había estado una casa. Ahora sólo estaban las piedras de los cimientos, tapizadas de musgo, y la chimenea, sostenida tan sólo por enroscados tallos de hiedra.
Venganza de la Bruja dio unos golpecitos en el suelo cubierto de hierba, moviéndose alrededor de los cimientos en el sentido de las agujas del reloj, hasta que ella y Chico escucharon un sonido hueco. Venganza de la Bruja se puso a cuatro patas y comenzó a escarbar el suelo con sus garras y su hocico, hasta que pudieron ver un pequeño techo de madera. Venganza de la Bruja tocó al techito como si fuera una puerta y Chico agitó sus colas.
—Bueno, Chico —dijo Venganza de la Bruja—, ¿arrancamos el techo y dejamos que el pobre niño se vaya?
Chico se acercó a rastras hasta el agujero que la gata había hecho. Puso su oído encima y escuchó, pero no oyó nada en absoluto.
—No hay nadie allí —dijo.
—Tal vez es tímido —dijo Venganza de la Bruja—. ¿Lo dejamos salir o lo dejamos en paz?
—¡Dejémoslo salir! —dijo Chico, pero lo que quiso decir fue: «Dejémoslo en paz!». O tal vez él dijo “No lo molestemos” a pesar de que significaba lo contrario a lo que quería decir. Venganza de la Bruja lo miró, y entonces Chico creyó oír algo muy débil, por debajo de él, donde se había quedado en cuclillas, congelado: un arañazo en el sucio techo enterrado.
Chico se alejó de un brinco. Venganza de la Bruja cogió una piedra y golpeó con ella el techo, abriéndolo. Cuando se asomaron dentro, no había nada excepto oscuridad y un olor débil. Esperaron, sentados en el suelo, para ver lo que podría salir, pero nada salió. Después de un tiempo, Venganza de la Bruja cogió su bolsa de piel de gato y se pusieron en marcha de nuevo.
Durante varias noches después de eso, Chico soñó que alguien, o algo, los seguía. Era algo pequeño y delgado y pálido y frío y sucio y lleno de miedo. Una noche ese algo se alejó de ellos, arrastrándose, y Chico nunca supo dónde fue. Pero si fueras a esa parte del bosque, donde Venganza de la Bruja y Chico se sentaron y esperaron junto a los cimientos de piedra, tal vez te encontrarías con la cosa que ellos dejaron libre.
Nadie sabía el motivo de la disputa entre la bruja madre de Chico y el brujo Ausencia, aunque la bruja madre de Chico había muerto por ello. El brujo Ausencia era un hombre guapo y amaba tiernamente a sus hijos. Él los había robado de las cunas y camas de los palacios y casas solariegas y harenes. Vestía a sus hijos con ropajes de seda, como correspondía a su condición, y los hacía llevar coronas de oro y comer en platos de oro. También bebían de tazas de oro. A los hijos de Ausencia, se decía, no les faltó nunca nada.
Tal vez el brujo Ausencia había hecho algún comentario sobre la forma en que la bruja madre de Chico estaba criando a sus hijos, o tal vez la bruja madre de Chico se había jactado del pelo rojo de sus hijos. Pero podría haber sido otra cosa. Los brujos son orgullosos y les gusta pelear.
Cuando Chico y Venganza de la Bruja llegaron por fin a la casa del Brujo Ausencia, Venganza de la Bruja dijo a Chico:
—¡Mira esta monstruosidad! He hecho caquitas más bonitas y las enterré bajo las hojas. Y el olor, ¡como una alcantarilla abierta! ¿Cómo pueden soportar el hedor sus vecinos?
Los hombres brujos no tienen útero, y deben conseguir sus casas de otras maneras, o bien comprárselas a las mujeres brujas. Pero Chico pensó que era una muy buena casa. Había un príncipe o una princesa en cada ventana, la mirada fija en él, que estaba sentado en cuclillas en el camino de entrada, al lado de Venganza de la Bruja. No dijo nada, pero en ese momento extrañó a sus hermanos y hermanas.
—Vamos —dijo Venganza de la Bruja—. Nos alejaremos un poco y esperamos a que el brujo Ausencia regrese a casa.
Chico siguió a Venganza de la Bruja de nuevo al bosque y, en un momento, dos de las hijas del brujo Ausencia salieron de la casa, llevando cestas hechas de oro. Entraron en el bosque y comenzaron a recoger moras.
Venganza de la Bruja y Chico se escondieron en el zarzal a mirarlas.
Chico pensaba en sus hermanos y hermanas. Pensaba en el sabor de las moras, la sensación de tenerlas en la boca, que no era para nada como el sabor de la grasa. Al fondo del zarzal, con la capucha de su traje de gato echada hacia atrás, presionó su cara contra una zarza y una mora quedó descansando sobre sus labios. El viento se colaba entre el brezal y erizaba su zalea y le ponía la piel chinita debajo de la zalea.
Venganza de la Bruja se acurrucó contra la espalda de Chico y se puso a lamer un bultito de pelo anudado del traje de piel de gato. Las princesas cantaban.
Chico decidió que iba a vivir en el brezo con Venganza de la Bruja. Vivirían entre las bayas y espiarían a los niños que vinieron a recogerlas, y Venganza de la Bruja se cambiaría de nombre. La palabra madre estaba en su boca junto con el dulce sabor de las moras.
—Ahora sal —dijo Venganza de la Bruja—, y pórtate como un gatito. Sé juguetón. Persigue tu cola. Sé tímido, pero no demasiado. No hables demasiado. Deja que te acaricien. No las muerdas.
Venganza de la Bruja empujó a Chico por el trasero y él salió tambaleándose del brezo y cayó a los pies de las hijas del Brujo Ausencia.
La princesa Georgia dijo:
—¡Mira! ¡Es un gatito! ¡Qué tierno!
Su hermana Margaret dudó:
—Pero tiene cinco colas. Nunca he visto un gato que necesitara tantas. Y su piel tiene botones y ¡es casi de tu tamaño!
Chico, sin embargo, comenzó a brincar y hacer cabriolas. Agitaba las colas de un lado a otro para hacer sonar los cascabeles y luego fingía que el tintineo lo espantaba. Primero escapaba de sus colas y luego las perseguía. Las dos princesas dejaron sus cestas, medio llenos de moras, y comenzaron a hablarle, diciéndole que era un gatito tonto.
Al principio Chico no se les acercaba. Pero, poco a poco, fingió que se lo iban ganando. Se dejó acariciar y comió moras que le ofrecieron. Persiguió un listón para el cabello y se estiró para dejar que ellas admiraran los botones de su panza. Los dedos de la princesa Margaret tiraron de su piel y entonces ella deslizó una mano entre la zalea de gato suelta y la piel de niño. Chico le lanzó un zarpazo, y Georgia dijo que todo mundo sabe que a los gatos no les gusta que les acaricien la panza.
Ya eran buenos amigos en el momento en que Venganza de la Bruja salió del brezo, caminando sobre sus patas traseras y cantó:
No tengo hijos
y mis hijos no tienen hijos
y sus hijos
no tienen hijos
y sus hijos
no tienen bigotes
ni tienen colas.
Al verla, las princesas Margaret y Georgia comenzaron a reír y a señalarla. Nunca habían oído cantar a un gato ni habían visto a uno caminar sobre sus patas traseras. Chico azotó sus cinco colas con fuerza y toda la zalea se erizó en su espalda arqueada, y él se echó a reír también.
Cuando regresaron del bosque, con sus cestas llenas de moras, Chico las seguía, jugando a acechar sus talones, y Venganza de la Bruja caminaba justo detrás de ellos. Pero dejó la bolsa de oro escondida en el zarzal.
Esa noche, cuando el Brujo Ausencia llegó a casa, traía montones de regalos para sus hijos. Uno de sus hijos corrió a su encuentro en la puerta y le dijo:
—¡Ven y mira lo que encontraron Margaret y Georgia en el bosque! ¿Nos los podemos quedar?
Y sus hijos e hijas no habían puesto la mesa para la cena ni se habían sentado a hacer sus tareas, y en la sala del trono del Brujo Ausencia había un gato con cinco colas, girando en círculos, mientras que una segunda gata estaba impúdicamente sentada en su trono, y cantaba:
¡Sí!
La casa de tu padre
es la más brillante
la más parda y más grande
la más cara
la casa
de mejor y más dulce olor
que haya salido
alguna vez
¡del trasero de alguien!
Los hijos del Brujo Ausencia empezaron a reírse de esto, hasta que vieron al brujo, su padre, de pie junto a ellos. Entonces se quedaron en silencio. Chico dejó de girar.
—¡Tú! —bramó el Brujo Ausencia.
—¡Yo! —respondió Venganza de la Bruja, y saltó del trono.
Antes de que nadie supiera qué estaba pasando, las mandíbulas de la gata estaban prensadas sobre el cuello del Brujo Ausencia, y luego le abrieron la garganta. Ausencia abrió la boca para hablar pero sólo salió sangre, haciendo que la piel de Venganza de la Bruja quedara roja en vez de blanca. El Brujo Ausencia cayó muerto, y del agujero de su cuello y de su boca salieron hormigas rojas, marchando, con trozos de Tiempo atrapados en sus mandíbulas con tanta fuerza como las de Venganza de la Bruja se habían cerrado sobre la garganta de Ausencia. Pero la gata soltó a Ausencia y lo dejó tendido en su sangre en el suelo, y cogió las hormigas y se las comió, rápidamente, como si hubiera pasado hambre durante mucho tiempo.
Mientras esto ocurría, los hijos del Brujo Ausencia se pararon y miraron y no hicieron nada. Chico se sentó en el suelo, con las colas enroscadas sobre sus patas. Los niños, todos ellos, siguieron ahí, sin hacer nada. Estaban demasiado sorprendidos. Venganza de la Bruja, con la panza llena de hormigas, con la boca manchada de sangre, se levantó y los examinó.
—Ve y tráeme la bolsa de piel de gato —dijo a Chico.
Chico descubrió que podía moverse. Alrededor de él, los príncipes y princesas seguían absolutamente inmóviles. Venganza de la Bruja los mantenía quietos con su mirada.
—Voy a necesitar ayuda —dijo Chico—. La bolsa es demasiado pesada para mí solo.
Venganza de la Bruja bostezó. Se lamió una pata y empezó a limpiarse con ella el hocico. Chico se quedó ahí, de pie.
—Está bien —dijo Venganza de la Bruja—. Lleva contigo a esas dos muchachas grandes y fuertes, las princesas Margaret y Georgia. Ellas conocen el camino.
Las princesas Margaret y Georgia pudieron moverse de nuevo y comenzaron a temblar. Se armaron de valor y salieron del cuarto del trono con Chico, tomadas de la mano, sin mirar el cuerpo de su padre, El Brujo Ausencia, y se internaron de nuevo en el bosque.
Georgia comenzó a llorar, pero la princesa Margaret le dijo a Chico:
—¡Déjanos ir!
—¿Y a dónde van a ir? —preguntó Chico—. El mundo es un lugar peligroso. Hay gente mala que las puede lastimar.
Él se quitó la capucha y la princesa Georgia comenzó a llorar más fuerte.
—Déjanos ir —dijo la princesa Margaret—. Mis padres son el rey y la reina de un país a tres días de camino desde aquí. Ellos estarán encantados de volver a verme.
Chico no dijo nada. Llegaron al zarzal y envió a la princesa Georgia a buscar la bolsa de piel de gato. La princesa salió del zarzal rasguñada y sangrando, con la bolsa rota en la mano. Se le había enganchado en las zarzas y se había desgarrado. Las monedas de oro habían ido rodando fuera de la bolsa, como gotas brillantes de grasa, cayendo en el suelo.
—Su padre mató a mi madre —dijo Chico.
—Y ese gato, el diablo de tu madre, nos matará a nosotras, o nos hará algo peor —dijo la princesa Margaret—. ¡Déjanos ir!
Chico levantó la bolsa de piel de gato. Ya no había monedas en ella. La princesa Georgia estaba a cuatro patas, recogiendo monedas y guardándolas en sus bolsillos.
—¿Era un buen padre? —preguntó Chico.
—Él creía que sí —dijo la princesa Margaret—. Pero yo no lamento que esté muerto. Cuando sea mayor, voy a ser una reina. Y voy a promulgar una ley para ejecutar a todos los brujos y las brujas de mi reino, y a todos sus gatos también.
Chico sintió miedo. Tomó la bolsa de piel de gato y corrió de vuelta a la casa del Brujo Ausencia, dejando a las dos princesas en el bosque. Y si encontraron el camino al palacio de los padres de la princesa Margaret, o si cayeron en manos de ladrones, o si se quedaron a vivir en el zarzal; y si la princesa Margaret creció y mantuvieron su promesa y limpió su reino de brujos y gatos, Chico nunca lo supo, ni lo supe yo, ni tampoco lo sabrás tú.
Cuando Chico regresó a la casa del Brujo Ausencia, Venganza de la Bruja se dio cuenta de inmediato de lo que había sucedido.
—No importa —le dijo.
No había niños, ni príncipes ni princesas, en la sala del trono. El cuerpo del Brujo Ausencia todavía yacía en el suelo, pero Venganza de la Bruja lo había desollado como a un conejo y había cosido su piel para hacer un costal. El costal se retorcía, moviéndose a un lado y otro, como si en alguna parte de su interior el Brujo Ausencia todavía estuviera vivo. Venganza de la Bruja sostenía el costal de piel de brujo en una pata, y, con la otra, embutía un gato por la boca del saco. El gato gimió ya que estuvo dentro del costal, que estaba lleno de lamentos. Pero los restos del Brujo Ausencia yacían, lánguidos.
En el suelo, junto al cadáver desollado, había un montoncito de coronas de oro y, suspendidas en una corriente de aire, unas cosas transparentes, delgadas como el papel, volaban por la habitación con rostros sorprendidos. Los gatos se escondían en los rincones y bajo el trono.
—¡Atrápalos! —dijo Venganza de la Bruja—. Excepto a los tres más bonitos.
—¿Dónde están los hijos del Brujo Ausencia? —preguntó Chico.
Venganza de la Bruja asintió mirando a su alrededor.
—Como puedes ver —dijo—, les quité las pieles a todos. Y todos eran gatos debajo. Son gatos ahora, pero si esperáramos un año o dos, ellos mudarían de piel y se convertirían en algo nuevo. Los niños siempre están creciendo.
Chico persiguió a los gatos por la habitación. Eran rápidos, pero él lo era más. Eran ágiles, pero él lo era más. Él llevaba más tiempo en su traje de gato. Condujo a los gatos por la habitación, y Venganza de la Bruja los metió en el costal. Al final, sólo quedaban tres gatos en la sala del trono y eran el trío de gatos más bonito que uno pudiera imaginar. El resto de los gatos estaba dentro de la bolsa.
—Buen trabajo, y muy veloz —dijo Venganza de la Bruja y, con su aguja, cosió el cuello del costal. La piel del Brujo Ausencia le sonrió a Chico, y un gato aprovechó para sacar su cabecita a través de la boca manchada y maulló. Entonces Venganza de la Bruja cosió también la boca de Ausencia y el agujero del otro extremo, aquel por donde había salido la casa. Sólo dejó abiertos los agujeros de las orejas y los ojos, así como las fosas nasales (que estaban llenas de pelo), para que los gatos dentro del costal pudieran respirar.
Venganza de la Bruja se echó el costal por encima del hombro y se levantó.
—¿A dónde vas? —preguntó Chico.
—Estos gatos tienen madres y padres —dijo Venganza de la Bruja—. Tienen madres y padres que los extrañan mucho.
La gata miró fijamente a Chico y él decidió no insistir. Así que esperó en la casa con las dos princesas y el príncipe en sus nuevos trajes de gatos, mientras que Venganza de la Bruja fue al río. O tal vez fue al mercado y ahí los vendió. O quizá llevó a cada gato de nuevo al reino donde había nacido, a su verdadera casa, con sus verdaderos padres. Tal vez no fue tan cuidadosa como para asegurarse de que cada niño fuera devuelto a los padres que le correspondían. Después de todo, ella tenía prisa, de noche todos los gatos son pardos.
Nadie supo a dónde fue, pero el mercado está más cerca que los palacios de los reyes y reinas cuyos hijos habían sido robados por el Brujo Ausencia, y el río está más cerca todavía.
Cuando Venganza de la Bruja regresó a la casa de Ausencia, miró a su alrededor. La casa comenzaba a apestar realmente mal e incluso Chico se daba cuenta ahora.
—Supongo que la princesa Margaret te dejó coger con ella —dijo Venganza de la Bruja como si hubiera estado pensando en eso mientras hacía sus mandados—.Y por eso las dejaste ir. No me importa, era una gatita mona. Capaz que incluso yo la hubiera dejado escapar.
La gata le sostuvo la mirada a Chico y se dio cuenta de que él estaba confundido.
—No importa —dijo ella.
Entre las zarpas, Venganza de la Bruja tenía un cordel y un corcho que había untado con un trozo de grasa que le había cortado al Brujo Ausencia. Atravesó el corcho con el cordel y dijo que era un ratoncito bonito y veloz, y entonces engrasó también el cordel. Luego le dio a comer el resbaloso corcho al gatito atigrado que estaba acurrucado en el regazo de Chico. Cuando recuperó el corcho, volvió a engrasarlo y se lo dio al gatito negro, y luego al de las patitas delanteras blancas, de modo que tuvo a los tres gatos ensartados en el cordel.
Venganza de la Bruja cosió el desgarrón en la bolsa de piel de gato y Chico metió en ella las coronas de oro. La bolsa pesaba casi tanto como antes. Venganza de la Bruja tomó la bolsa y Chico tomó el cordel engrasado entre los dientes, por lo que cuando salieron de casa de Ausencia los tres gatitos tuvieron que correr detrás de él.
Chico enciende un fósforo, y con él prende en fuego la casa del brujo muerto, Ausencia. Pero el excremento se quema muy despacio, si es que se quema, y la casa podría estar ardiendo todavía, a menos que alguien haya ido a apagarla. Y tal vez, algún día, alguien vaya a buscar peces en el río cerca de la casa y enganche su anzuelo en un costal lleno de príncipes y princesas empapados, apenados y retorciéndose en sus trajes de gato. Esa es una manera de pescar un marido o una esposa.
Chico y Venganza de la Bruja caminaron sin parar con los gatitos detrás de ellos. Caminaron hasta que llegaron a un pequeño pueblo muy cerca de donde había vivido la bruja madre de Chico y allí se instalaron, en una habitación que Venganza de la Bruja le alquiló a un carnicero. Cortaron el cordel engrasado, compraron una jaula y la colgaron de un gancho en la cocina. Pusieron a los tres gatitos en ella, pero Chico compró collares y correas, y de vez en cuando se las ponía a uno de los gatos y lo llevaba a dar un paseo por la ciudad.
A veces se ponía su propio traje de gato y rondaba por los alrededores, pero Venganza de la Bruja lo regañaba si lo descubría vestido así. Hay modales campiranos y modales citadinos, y Chico era ya un chico de la ciudad.
Venganza de la Bruja se encargaba de la casa. Hacía el aseo, cocinaba y tendía la cama de Chico por las mañanas. Como buen gato de bruja, siempre estaba atareada. Fundió las coronas de oro en una olla y acuñó monedas con ellas.
Cuando tenía que salir a algún mandado, usaba un vestido y guantes de seda y se ponía un velo denso, e iba en un hermoso carruaje con Chico a su lado. Abrió una cuenta en un banco, e inscribió a Chico en una academia privada. Compró un terreno para construir una casa, y enviaba al muchacho a la escuela cada mañana, sin importarle cuánto llorara. Pero por la noche ella se quitaba la ropa y dormía en la almohada de Chico y él le peinaba el pelaje de color rojo y blanco.
Algunas noches ella se retorcía y gemía, y cuando Chico le preguntaba qué pesadilla había tenido, ella le decía:
—¡Tengo hormigas! ¿Puedes cepillarme para quitármelas? Si me amas, sé rápido y atrápalas.
Pero nunca hubo hormigas.
Un día, cuando Chico llegó a casa, ya no estaba el gatito de las patas delanteras blancas. Cuando le preguntó por él a Venganza de la Bruja, ella le dijo que el gatito se había caído de la jaula y por la ventana abierta al jardín y que antes de que ella pudiera reaccionar un cuervo se había abalanzado sobre él y se lo había llevado.
Unos meses más tarde se mudaron a su nueva casa y Chico siempre tuvo mucho cuidado al entrar y salir, imaginando al gatito, allá abajo, en la oscuridad, bajo el umbral, debajo de su pie.
Chico creció. No tenía amigos en el pueblo ni en la escuela, pero cuando eres lo suficientemente grande, no necesitas amigos.
Un día, mientras él y Venganza de la Bruja estaban cenando, alguien llamó a la puerta. Cuando Chico abrió, se encontró con Flora y Jack. Flora llevaba un abrigo de segunda mano de color parduzco y Jack lucía más que nunca como un manojo de varitas.
—Chico —dijo Flora—, ¡qué grande estás!
Ella se echó a llorar, y retorcía sus hermosas manos.
Jack dijo, mirando a Venganza de la Bruja:
—¿Y tú quién eres?
Venganza de la Bruja le respondió:
—¿Que quién soy yo? Yo soy uno de los gatos de tu madre, y tú eres un manojo de ramitas secas metido en un traje que te queda enorme. Pero no se lo diré a nadie si tú tampoco lo haces.
Jack rio por la nariz y Flora dejó de llorar. Ella empezó a examinar la casa, que era soleada y grande y estaba bien amueblada.
—Hay espacio suficiente para los dos —dijo Venganza de la Bruja—, si Chico no tiene inconveniente.
Chico pensó que su corazón iba a estallar de felicidad de tener a su familia reunida de nuevo. Llevó a Flora a una habitación de la planta alta y a Jack a otra. Entonces volvieron a bajar y cenaron otra vez. Chico y Venganza de la Bruja escucharon, y los gatos en su jaula colgante también escucharon, mientras que Flora y Jack relataron sus aventuras.
Un ladrón se había llevado el bolso mágico de Flora, y, tras vender el automóvil de la bruja, perdieron todo el dinero en una partida de cartas. Flora encontró a sus padres, pero eran un par de viejos sinvergüenzas que no le encontraron a su hija ninguna utilidad (ella estaba muy grande como para que la vendieran de nuevo: se habría dado cuenta de inmediato de lo que tramaban). Flora entró a trabajar en una tienda de departamentos y Jack encontró trabajo como taquillero en un cine. Se habían separado y se habían reconciliado, y luego se habían enamorado de otras personas y sufrido muchas decepciones. Finalmente habían decidido ir a la casa de la bruja para ver si podían quedarse a vivir en ella o sacar de ahí alguna cosa de valor que quedara para venderla.
Pero la casa, por supuesto, se había quemado. Mientras discutían sobre qué hacer a continuación, Jack había olido a Chico, su hermano, en el pueblo. Así que allí estaban.
—Vivirán aquí, con nosotros —dijo Chico.
Jack y Flora dijeron que no podían hacer eso. Ellos tenían ambiciones, dijeron. Tenían planes. Se quedarían por una semana o dos, y entonces se irían de nuevo. Venganza de la Bruja asintió y dijo que eso era sensato.
Todos los días, Chico llegaba de la escuela y volvía a salir, con Flora, en una bicicleta para dos. O se quedaba en casa y Jack le enseñaba a sostener una moneda entre dos dedos y a seguir la bolita, para saber dónde quedaba al pasar de una copa a otra. Venganza de la Bruja les enseñó a jugar bridge, aunque Flora y Jack no podían hacer equipo: peleaban entre ellos como si fueran un matrimonio amargado.
—¿Qué quieres? —le preguntó Chico a Flora un día. Estaba recargado en ella, deseando ser todavía un gato para poder sentarse en su regazo. Ella olía a secretos—. ¿Por qué te tienes que ir de nuevo?
Flora acarició la cabeza de Chico y le dijo:
—¿Qué quiero? Quiero no tener que preocuparme por el dinero. Quiero casarme con un hombre y saber que nunca me va a engañar o a abandonarme.
Ella miraba a Jack mientras lo decía.
Jack dijo:
—Yo quiero una esposa rica que no me esté reclamando cosas todo el tiempo, que no se pase el día metida en la cama, envuelta en las cobijas, llorando y diciéndome que soy un manojo de ramitas.
Y él miraba a Flora mientras lo decía.
Venganza de la Bruja dejó el suéter que estaba tejiendo para Chico. Miró a Flora y miró a Jack y luego miró a Chico.
Chico fue a la cocina y abrió la puerta de la jaula colgante. Sacó a los dos gatos y se los llevó a Flora y Jack.
—Tengan —dijo—. Un marido para ti, Flora, y una esposa para Jack. Un príncipe y una princesa, ambos hermosos, y bien educados, y acaudalados, eso sin duda.
Flora tomó en sus manos al gatito y dijo:
—¡No te burles de mí, Chico! ¿Cómo crees que voy a casarme con un gato?
Venganza de la Bruja dijo:
—El truco está en mantener sus trajes de gato en un escondite. Y si se ponen de mal humor o te tratan mal, los metes de nuevo en su piel de gato, la coses, los pones en una bolsa y los echas al río.
Entonces ella sacó una garra y abrió con ella la piel del traje del gato de color atigrado, y Flora se encontró sosteniendo a un hombre desnudo. Flora gritó y lo dejó en el suelo. Él era un hombre apuesto, guapo, y tenía porte de príncipe. No era un hombre al que alguien pudiera confundir con un gato. Se puso de pie e hizo una reverencia, muy elegante, a pesar de que estaba desnudo. Flora se sonrojó, pero parecía satisfecha.
—Ve y busca algo de ropa para el príncipe y la princesa —dijo Venganza de la Bruja a Chico. Cuando regresó, había una princesa desnuda escondida detrás del sofá, y Jack la miraba de reojo.
Unas semanas después de eso, hubo dos bodas. Flora se fue con su nuevo marido y Jack se fue con su nueva esposa. Tal vez vivieron felices para siempre.
Venganza de la Bruja le dijo a Chico
—No tenemos ninguna esposa para ti.
Él se encogió de hombros:
—Todavía soy muy joven —dijo.
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, Chico sigue creciendo. Su espalda apenas cabe en la piel de gato. Los botones se estiran cuando se la abrocha. Su pelaje de adulto –su piel de gente– está saliendo. Por la noche él sueña.
El tacón del zapato de su madre la bruja pega contra la ventana de vidrio. La princesa está ahorcada en el zarzal. Ella está levantando su vestido, para que pueda verse el pelaje de gato ahí abajo. Ahora ella está debajo de la casa. Ella quiere casarse con él, pero la casa se ??va a derrumbar si él la besa. Él y Flora son niños de nuevo, en la casa de la bruja. Flora se levanta la falda y le dice, ¿ves mis pelos? Hay pelos ahí, de gato, un gato entero, vivo, asomándose, pero no se ve como ningún gato que él haya visto nunca. Él dice a Flora, yo también tengo pelos. Pero no es lo mismo.
Por fin sabe qué fue lo que pasó con la cosa pequeña, hambrienta, desnuda, que lo estuvo siguiendo en el bosque, por fin sabe a dónde fue. Se metió en su piel de gato, mientras él dormía, y luego se metió más profundo, bajo la piel de Chico, y luego, todavía fría y triste y hambrienta, se acurrucó dentro de su pecho. Se lo está comiendo por dentro, y cada vez crece más, y un día no quedará nada de Chico, sólo quedará eso, un niño hambriento y sin nombre dentro de la piel de Chico.
Chico gime entre sueños.
Hay hormigas en la piel de Venganza de la Bruja, y se salen de entre las costuras y marchan entre las sábanas y le muerden por debajo de los brazos y entre las piernas donde le está creciendo pelo, y lastima, duele mucho. Chico sueña que Venganza de la Bruja despierta ahora, y viene y le lame todo el cuerpo, hasta que el dolor se derrite. El cristal de la ventana se derrite. Las hormigas marchan en retirada en su largo cordel engrasado.
—¿Qué quieres? —le pregunta Venganza de la Bruja.
Chico ya no está soñando. Él dice:
—¡Quiero a mi madre!
La luz de la luna entra por la ventana e ilumina su cama. Venganza de la Bruja se ve muy hermosa en el claro de luna: se ve como una reina, como una daga, como una casa en llamas, como un gato. Su pelaje brilla. Sus bigotes parecen hilo encerado cosido a su cara. Venganza de la Bruja dice:
—Tu madre está muerta.
—Quítate la piel —dice Chico. Está llorando y Venganza de la Bruja lame sus lágrimas. La piel de Chico pica por todas partes y debajo de la casa algo pequeño se lamenta—. Devuélveme a mi madre.
—¿Y si no soy tan hermosa como me recuerdas? —dice su madre, la bruja, Venganza de la Bruja—. Estoy llena de hormigas. Si me quito la piel, todas las hormigas se derramarán, y no quedará nada de mí.
Chico dice:
—¿Por qué me dejaste solo?
Su madre la bruja dice:
—Nunca te dejé solo, ni siquiera por un minuto. Cosí mi muerte en una piel de gato para poder estar contigo.
—¡Quítatela! ¡Deja que te vea! —dice Chico.
Venganza de la Bruja niega con la cabeza y dice:
—Mañana en la noche. Pídemelo de nuevo, mañana en la noche. ¿Cómo puedes pedirme una cosa así, y cómo puedo yo negártela? ¿Sabes lo que me estás pidiendo que haga?
Toda la noche, Chico cepilla el pelaje de su madre. Sus dedos buscan las costuras de la piel de gato. Cuando Venganza de la Bruja bosteza, y abre su hocico, él se asoma dentro, con la esperanza de ver el rostro de su madre aunque sea un instante. Mientras tanto, él puede sentir cómo va haciéndose más y más chico. En la mañana será tan pequeño que cuando trate de ponerse su piel de gato, apenas será capaz de abotonarlo. Será tan chiquito que lo podrías confundir con una hormiga; y cuando Venganza de la Bruja bostece, y abra bien grande el hocico, él se escurrirá dentro, bajará hasta su panza, encontrará a su madre. Si es posible, ayudará a su madre a abrir la piel de gato desde dentro para que ella pueda salir de nuevo, y si ella no sale, entonces él tampoco saldrá. Vivirá ahí, del modo en que los marineros a veces viven dentro de un pez que se los ha tragado, y se encargará de los quehaceres dentro de la casa que es la piel de su madre.
Este es el final de la historia. La princesa Margaret crece para mater brujas y gatos. Si no lo hace ella, entonces alguien más tendrá que hacerlo. Las brujas no existen y tampoco existen los gatos. Sólo existen personas vestidas con trajes de piel de gato. Tienen sus razones y ¿quién se atrevería a decirles que no deben vivir de ese modo, felices para siempre, hasta que las hormigas se hayan llevado todo el tiempo que existe, para construir con él algo nuevo y mejor?
Este año se cumple el centenario de Juan José Arreola (1918-2001), gran narrador mexicano del siglo XX, muy influyente y querido por muchos lectores hasta el día de hoy. Sus cuentos son relativamente fáciles de encontrar en versiones impresas y digitales; sin embargo, los cuatro que siguen a continuación son menos conocidos que sus relatos clásicos (como «El guardagujas» o «En verdad os digo») y me pareció que valía la pena ofrecerlos juntos. Todos son muy breves y enigmáticos; todos le dieron al menos a un lector (a mí) un vistazo de lo inquietante y lo estremecedor que puede ser el cuento brevísimo.
Los leí, hace muchos años, en Mi confabulario (1979), que es una de las muchas versiones del Confabulario: el libro de relatos central en la obra de Arreola.
Achtung! Lebende Tiere!
Había una vez una niña chiquita, chiquita, que daba mucha lata en el zoológico. Se metía en la jaula de las bestias dormidas y les tiraba la cola. El brusco despertar de los feroces era precisamente la salvación de la criatura que se escapaba corriendo.
Pero un día la niña fue a dar con un león flaco, desprestigiado y solitario que no se dio por aludido. La niña abandonó los tirones de cola y pasó a mayores. Se puso a hacerle cosquillas al dormido y le revolvió una por una todas las ideas de la melena. Ante aquella total ausencia de reflejos, se proclamó en voz alta domadora de leones. La fiera volvió entonces dulcemente la cabeza y se tragó a la niña de un solo bocado.
Las autoridades del zoológico pasaron un mal rato porque la noticia salió en todos los periódicos. Los comentaristas pusieron el grito en el cielo y criticaron las leyes del universo, que consienten la existencia de leones hambrientos junto a incompatibles niñas maleducadas.
*
Interview
—Finalmente, a los lectores les gustaría saber en qué trabaja usted por ahora. ¿Podría decirlo?
—Anoche se me ocurrió algo, pero no sé, no sé…
—Dígalo usted de todas maneras.
—Se trata de algo así como una ballena. Es la esposa de un joven poeta, digamos, de un hombre común y corriente.
—¡Ah, ya! La ballena que se comió a Jonás.
—Sí, sí, pero no sólo a Jonás. Es una especie de ballena total que lleva dentro de sí a todos los peces que se han ido comiendo uno a otro, claro, siempre el más grande al más chico, y comenzando por el microscópico infusorio.
—¡Muy bien, muy bien! Yo también pensaba de niño en un animal así, pero creo que era más bien un canguro cuya bolsa…
—Bueno, en realidad no tendría yo inconveniente en cambiar la imagen de la ballena por la del canguro. Me simpatizan los canguros, con esa gran bolsa en que bien puede caber el mundo. Sólo que, sabe usted, tratándose de la esposa de un joven poeta, es mucho más sugerente la imagen de la ballena. Una ballena azul, si usted prefiere, para no dejar a un lado la galantería.
—¿Y cómo nació en usted tal idea?
—Es dádiva del mismo poeta, esposo de la ballena.
—¿Cómo es eso?
—En uno de sus poemas más bellos se concibe a sí mismo como una rémora pequeñita adherida al cuerpo de la gran ballena nocturna, la esposa dormida que lo conduce en su sueño. Esa enorme ballena femenina es más o menos el mundo, del cual el poeta sólo puede cantar un fragmento, un trozo de la dulce piel que lo sustenta.
—Me temo que sus palabras desconcierten a nuestros lectores. Y el señor director, usted sabe…
—En tal caso, dé usted un giro tranquilizador a mis ideas. Diga sencillamente que a todos, a usted y a mí, a los lectores del periódico y al señor director, nos ha tragado la ballena. Que vivimos en sus entrañas, que nos digiere lentamente y que poco a poco nos va arrojando hacia la nada…
—¡Bravo! No diga usted más; es perfecto, y muy dentro del estilo de nuestro periódico. Por último ¿podría cedernos una fotografía suya?
—No. Prefiero dar a usted una vista panorámica de la ballena. Allí estamos todos. Con un poco de cuidado se me puede distinguir muy bien -no recuerdo exactamente dónde- envuelto en un pequeño resplandor.
*
Autrui
Lunes. Sigue la persecución sistemática de ese desconocido. Creo que se llama Autrui. No sé cuándo empezó a encarcelarme. Desde el principio de mi vida tal vez, sin que yo me diera cuenta. Tanto peor.
Martes. Caminaba hoy tranquilamente por calles y plazas. Noté de pronto que mis pasos se dirigían a lugares desacostumbrados. Las calles parecían organizarse en laberinto, bajo los designios de Autrui. Al final, me hallé en un callejón sin salida.
Miércoles. Mi vida está limitada en estrecha zona, dentro de un barrio mezquino. Inútil aventurarse más lejos. Autrui me aguarda en todas las esquinas, dispuesto a bloquearme las grandes avenidas.
Jueves. De un momento a otro temo hallarme frente a frente y a solas con el enemigo. Encerrado en mi cuarto, ya para echarme en la cama, siento que me desnudo bajo la mirada de Autrui.
Viernes. Pasé todo el día en casa, incapaz de la menor actividad. Por la noche surgió a mi alrededor una tenue circunvalación. Cierta especie de anillo, apenas más peligroso que un aro de barril.
Sábado. Ahora desperté dentro de un cartucho exagonal, no mayor que mi cuerpo. Sin atreverme a tocar los muros, presentí que detrás de ellos nuevos hexágonos me aguardan.
Indudablemente, mi confinación es obra de Autrui.
Domingo. Empotrado en mi celda, entro lentamente en descomposición. Segrego un líquido espeso, amarillento, de engañosos reflejos. A nadie aconsejo que me tome por miel…
A nadie naturalmente, salvo al propio Autrui.
*
Informe de Liberia
Como ocurre siempre entre mujeres, el rumor se ha propalado de boca en boca, y una legión de embarazadas nerviosas consulta en vano a los médicos circunspectos. El número de bodas decrece sensiblemente en tanto que prospera de modo alarmante el comercio de los anticonceptivos.
Ante el mutismo de las organizaciones científicas, los periodistas recurrieron en mala hora a la Asociación de Parteras Autodidactas. Gracias a la presidenta, una matrona gruesa, estéril y charlatana, el chismorreo ha tomado un giro definitivamente siniestro: en todas partes los niños se niegan a nacer por las buenas y los cirujanos no se dan abasto practicando operaciones cesáreas y maniobras de Guillaumin. Por si fuera poco, la APA acaba de incluir en su catálogo de publicaciones clandestinas el relato pormenorizado de dos comadronas que que lucharon a brazo partido con un infante rebelde, un verdadero demonio que por más de veinticuatro horas se debatió entre la vida y la muerte sin tomar para nada en cuenta los sufrimientos de su madre. Anclándose como un pocero sobre los huesos iliacos y agarrándose de las costillas, dio tales muestras de resistencia que las señoras se cruzaron finalmente de brazos dejándolo hacer su voluntad…
Como era de esperarse, los psicoanalistas son los únicos hombres de ciencia que han abierto la boca: atribuyen el fenómeno a una especie de histeria colectiva y piensan que son las mujeres y no los niños quienes se conducen en el parto de una manera anormal. Con ello expresan una clara censura al hombre de nuestros días. Tomando en cuenta el carácter explosivo del alumbramiento, un psiquiatra afirma encantado de la vida que la rebelión de los nonatos, aparentemente sin causa, es una verdadera Cruzada de los Niños contra las pruebas atómicas. Ante la sonrisa burlona de los ginecólogos, concluye su alegato con ingenuidad flagrante, insinuando la idea de que tal vez no sea este en que vivimos el mejor de los mundos posibles.
Este sitio estuvo en reparación por varios meses; este cuento es el segundo de una tanda de varios para compensar el tiempo de inactividad. Es una narración del japonés Haruki Murakami (1949), eterno candidato del premio Nobel, con tantos detractores como admiradores pero (pienso) maestro indiscutible de una imaginación muy especial.
Esta traducción de «El hombre de hielo» –relato sobre la sumisión, y la complejidad de la vida en pareja– proviene de esta página, que a su vez la toma del libro Sauce ciego, mujer dormida (2006).
EL HOMBRE DE HIELO
Haruki Murakami
Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.
—Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.
En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:
—Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así —dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.
El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.
No era lo que se dice guapo, aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en un cuerpo artificial.
Me quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.
A la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.
La tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.
Tiendo a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así.
—¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.
Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.
—No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve.
Encima de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo escarchado. No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
—¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de hielo.
—Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo por hablar conmigo.
Nos sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.
—¿Estás solo? —le pregunté.
—Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar.
—No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho, casi no esquío.
Había tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.
En lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.
—No entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—. ¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente?
—No, no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti.
—¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté.
—No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo.
—Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.
Nos volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de él.
—¿Por qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?
Me observó un rato y luego sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado. No sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.
El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
Me enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.
Yo acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.
Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él.
—Estás muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.
Sus preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de la gente.
De modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.
Rentamos un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos molestaran.
Cuando él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto a mí como al mundo.
Al principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de millones de años —todos los pasados del mundo— se almacenaban.
En nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del barrio.
Mi madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.
Así que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.
Por eso un día le dije a mi marido:
—¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado?
—¿Un viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo?
—No es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo. ¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco?
El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las rodillas y dijo:
—Bueno, si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir?
—¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.
Al oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante: —De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas? Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza. Luego asentí.
Con el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.
Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije:
—Olvidémonos de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.
Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo:
—No, España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.
La verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
Y entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto. Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme.
—Tuve una pesadilla —le decía.
—Es sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes?
—Sí —decía yo pese a no estar convencida.
No hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
Al bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo:
—¿Es éste el sitio que querías conocer?
—Sí —respondí—. Así es.
El desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.
Mi esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me cuidara yo sola. Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.
Al final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.
Aun al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para esquiadores. Sin embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.
—Ha llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la primavera.
Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.
Ahora ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua.
—¿Ves cuánto te amo? —murmura. Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.
Esta historia de una tragedia cotidiana (pero con un protagonista sumamente inusual) fue escrita por la ilustradora y narradora mexicana Valeria Gascón (1989). Su trabajo literario ha aparecido en varias antologías (incluyendo Emergencias, que yo compilé para la editorial Lectorum en 2014) y actualmente estudia un posgrado en Glasgow, Escocia.
EL SOMBRERO DE MATEO
Valeria Gascón
Mateo llega arrastrando los pies. Es poco más de la medianoche. La cabeza le pesa. El dolor en sus orejas es insoportable. Se quita la pajarita y la deja sobre el buró. No prende la luz. Se acuesta intentado no moverse. Sabe que ella está despierta pero prefiere actuar como si no lo estuviera. Apenas pone la cabeza en la almohada la escucha:
—¿Por qué tan tarde, Mateo?
Ella ni siquiera voltea a verlo. Le habla dándole la espalda.
—Ya te había dicho Rosa, hoy nos quedamos a ensayar el número. Debe salir impecable, Los niños cada vez preguntan más y están muy atentos. Ya no se les engaña tan fácil y se aburren rápido.
—¿Te van a pagar horas extras? ¿Preguntaste ya por las vacaciones?
—No, aún no. La próxima vez preguntaré. Cuando se dé la oportunidad lo haré, te lo prometo.
Rosa guarda silencio. Se remueve entre las sábanas. Ni siquiera le dice buenas noches. Mateo se da cuenta que ella se ha dormido cuando la escucha roncar. Él intenta conciliar el sueño pero no le es posible. El dolor de orejas lo está matando. Se pone las pantuflas y va hacia la cocina. En el refrigerador no hay más que zanahorias y una cerveza.
—Lo hace a propósito—piensa—, sabe que no me gustan. Que sólo las como en el trabajo. Cómo debe de ser.
Saca la cerveza y la destapa. Mira por la ventana. La ciudad está despierta. El sonido de los carros y la gente es algo que siempre lo ha cautivado. Suspira, es verdad. Detesta reconocerlo pero es verdad. El trabajo cada vez es más escaso. Y por si fuera poco mucho más difícil. Se le hacen ya lejanos, muy lejanos, los recuerdos de los niños sonriendo. Felices. Con la sorpresa colgada en sus ojos cada vez que él salía del sombrero. Sí, las orejas le dolían siempre. Sentía que iba a desgarrarse. A caer al piso sin ellas. Pero nada valía tanto como la sonrisa de los niños. O sus deseos de tomarlo en sus manos. De acariciarlo un momento. Él y nadie más era la estrella en ese número. Y vivía para eso. ¿Qué importaba que no tuviera vacaciones? ¿Qué le pagaran el mínimo? Rosa no lo entendía. Tal vez no podía entenderlo. ¿Por qué quería irse de aquí? Se habían conocido en la ciudad. Ella estaba de vacaciones, toda su familia era del campo. Cuando comenzaron a salir él nunca le mintió. Nunca le ocultó su pasión por la magia. La escucha removerse en la cama. La quiere. En verdad la ama. Pero detesta la idea de irse de esta ciudad, de trabajar en otra cosa. No podría soportarlo.
Deja el envase de cerveza vacío en el basurero. Se va al baño y humedece su cara. Mira su rostro en el espejo. Se está haciendo viejo. Y no sabe que más hacer además de ser un conejo de sombrero. Un conejo que se esconde en el compartimento secreto de un farsante y es jalado bruscamente para ser mostrado a los niños con su mejor cara de susto. (Ha practicado mucho en ella. Horas invertidas para lograr el mejor gesto.)
Rosa está en la puerta. Él la ve por el espejo. No es quien solía ser. Pero sigue siendo bella. Un rictus de amargura le ha poseído en los últimos meses el rostro, aunque Mateo confía en que pronto se le borrará.
—¿Qué estás haciendo?
—No podía dormir. Vine a refrescarme un momento. Ahora regreso a dormir.
Rosa suspira. Se le acerca. Él voltea para verla de frente. Ella le da un beso en la mejilla y le acaricia las orejas.
—Estoy cansada de verte venir casi todas las noches con los pies arrastrando. Con las orejas amoratadas y cada vez más triste. Ya estamos haciéndonos viejos, Mateo. Y tu trabajo es muy pesado. ¿Por qué no dejamos todo esto? Este hoyo que tenemos por casa. ¿Por qué no ahorramos un poco y nos vamos de aquí? A otro lugar mejor. Dónde tú y yo podamos descansar a gusto.
Él la mira. A Rosa se le han llenado los ojos de lágrimas. Detesta hacerle esto.
—Déjame pensarlo. Déjame considerarlo esta semana ¿si? Y ya veremos.
Rosa deja caer las manos. Hace una mueca de fastidio y se va. Cuando ya está de espaldas le dice con la voz quebrada pero envuelta en coraje:
—No me mientas Mateo, sabes que no lo soporto. Voy a dormir un poco más. Trabajo hoy de madrugada.
La ve irse. Regresa a acostarse de nuevo, pero no puede conciliar el sueño. Pasa la noche en vela. Le emociona pensar que en unas horas tendrá una función de cumpleaños. Es al aire libre. Esas fiestas son sus preferidas. Usualmente los niños piden cargarlo un momento y lo dejan en el jardín andar un rato, y él puede actuar como un conejo inocente, sorprendido por el pasto y las personas.
Rosa ya se ha ido. Apenas y le dirigió la palabra cuando se fue a trabajar. La siente hastiada. Ya la ha visto así antes, aunque tal vez nunca tan fastidiada. Se le ocurre que pedirá un par de días libres para estar con ella y está seguro que con eso la idea de irse se le pasará. Se mete a bañar. Se arregla. Siempre ha sido un buen detalle el ponerse la corbata de moñito. Al verla los niños siempre se deshacen de ternura.
El calor es asfixiante. La fiesta ha sido programada para el medio día y el está encerrado en el sombrero sin poder salir. Su número se acerca. El sombrero ha sido ya movido y ha escuchado los tres golpecitos, la señal.
Todo pasa rápido: la luz que lo ciega, el dolor en las orejas, su cara de espanto. Ha salido perfecto. Hay algunos aplausos. Alguien pide cargarlo un momento. Es para él como el equivalente a dar autógrafos. Estar en contacto con su público. Se lo han dado a un niño que parece mayor que todos los demás. El niño lo acaricia. Pero es brusco. Le da palmadas en la cabeza una y otra vez. A Mateo no le agrada. De la nada, el niño lo avienta por los aires. Alguien más se aproxima a él. Antes de que pueda caer al pasto recibe una patada en la cabeza. El dolor es tremendo. Luego, ya no recuerda nada.
De regreso a su casa después de ser atendido (una costilla rota, las orejas severamente lesionadas, derrame en el ojo izquierdo) lo entiende. Ahoga el llanto y respira profundo. Rosa tenía razón, ya está viejo para este trabajo. Sólo de recordar por lo que acaba de pasar un escalofrío lo cruza entero. Empacarán sus cosas, se irán mañana. Tal vez el padre de Rosa le pueda conseguir trabajo allá. Tal vez por fin puedan darse el lujo de tener familia.
Mientras sube las escaleras a su departamento nota que está decidido. Y que la idea de hacerla feliz, reafirma que está haciendo lo correcto. Cuando llega a su puerta e intenta meter la llave, nota que está abierta. No necesita terminar de entrar para saberlo: sabe que en la mesa de la cocina hay una nota con su nombre escrita por ella. Sabe que no estarán sus vestidos en el armario. Sabe que ella se ha ido.
Este año se cumplen 200 de la aparición de la novela Frankenstein (1818), una de las novelas más influyentes de la cultura occidental, obra de la escritora inglesa Mary Shelley (1797-1851). Ésta fue editora, articulista y pensadora política además de narradora. «The Mortal Immortal» –publicado en 1833 en el anuario literario The Keepsake– es una muestra de un tema importante de su obra: los cambios de perspectiva que implican las situaciones extraordinarias, y que pueden llevar a quienes los experimentan a comprender de otra manera a sí mismos y a quienes los rodean. Winzy, el protagonista, gana por accidente la inmortalidad, y descubre que lo que le parecía una bendición se convierte en una tortura, al obligarlo a la soledad y el alejamiento del resto de los seres humanos. Esta versión anda circulando por la red sin crédito de traductor y la revisaré un poco en las semanas por venir.
EL MORTAL INMORTAL
Mary Shelley
Día 16 de julio de 1833. Éste es un aniversario memorable para mí; ¡hoy cumplo trescientos veintitrés años!
¿El Judío Errante?… Seguro que no. Más de dieciocho siglos han pasado por encima de su cabeza. En comparación con él, soy un Inmortal muy joven.
¿Soy, entonces, inmortal? Ésa es una pregunta que me he formulado a mí mismo, día y noche, desde hace trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta. He detectado una cana entre mi pelo castaño, hoy precisamente. Eso significa, con toda seguridad, deterioro. Pero puede haber permanecido escondida ahí durante trescientos años; a algunas personas se les vuelve completamente blanco el cabello antes de los veinte años de edad.
Contaré mi historia, y que el lector juzgue por mí. Al menos, así conseguiré pasar algunas horas de una larga eternidad que se me hace tan tediosa. ¡Eternamente! ¿Es eso posible? ¡Vivir eternamente! He oído de encantamientos en los cuales las víctimas son sumidas en un profundo sueño, para despertar, tras un centenar de años, tan frescas como siempre; he oído hablar de los Siete Durmientes… De modo que ser inmortal no debería ser tan opresivo para mí; pero, ¡ay!, el peso del interminable tiempo…, ¡el tedioso pasar de la procesión de las horas! ¡Qué feliz fue el legendario Nourjahad! Mas en cuanto a mí…
Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como su arte me ha hecho a mí. Todo el mundo ha oído hablar también de su discípulo, que, descuidadamente, dejó en libertad al espíritu maligno durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia de este accidente, verdadera o falsa, le ocasionó muchos problemas al renombrado filósofo.
Todos sus discípulos le abandonaron, sus sirvientes desaparecieron… Se encontró sin nadie que fuera añadiendo carbón a sus permanentes fuegos mientras él dormía, o vigilara los cambios de color de sus medicinas mientras él estudiaba. Experimento tras experimento fracasaron, porque un par de manos eran insuficientes para completarlos; los espíritus tenebrosos se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.
Yo era muy joven por aquel entonces —y muy pobre—, y estaba muy enamorado. Había sido durante casi un año pupilo de Cornelius, aunque estaba ausente cuando aquel accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no regresara a la morada del alquimista. Temblé al escuchar el terrible relato que me hicieron; no necesité una segunda advertencia. Y cuando Cornelius vino y me ofreció una bolsa de oro si me quedaba bajo su techo, sentí como si el propio Satán me estuviera tentando. Mis dientes castañetearon, todo mi pelo se erizó, y eché a correr tan rápido como mis temblorosas rodillas me lo permitieron.
Mis vacilantes pies se dirigieron hacia el lugar al que durante dos años se habían sentido atraídos cada atardecer…, un agradable arroyo espumeante de cristalina agua, junto al cual paseaba una muchacha de pelo oscuro, cuyos radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a recorrer cada noche. No puedo recordar un momento en que no haya estado enamorado de Bertha; habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia.
Sus padres, al igual que los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra mutua atracción había sido una fuente de placer para ellos.
En una aciaga hora, sin embargo, una fiebre maligna se llevó a la vez a su padre y a su madre, y Bertha quedó huérfana. Hubiera hallado un hogar bajo el techo de mis padres pero, desgraciadamente, la vieja dama del castillo cercano, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de entonces Bertha se vio ataviada con sedas y viviendo en un palacio de mármol, y parecía como si hubiera sido altamente favorecida por la fortuna. No obstante, pese a su nueva situación y sus nuevas relaciones, Bertha permaneció fiel al amigo de sus días humildes. A menudo visitaba la casa de mi padre, y aun cuando tenía prohibido ir más allá, con frecuencia se dirigía paseando hacia el bosquecillo cercano y se encontraba conmigo junto a aquella umbría fuente.
Solía decir que no sentía ninguna obligación hacia su nueva protectora que pudiera igualar a la devoción que la unía a nosotros.
Sin embargo, yo seguía siendo demasiado pobre para poder casarme, y ella empezó a sentirse incomodada por el tormento que sentía en relación a mí. Tenía un espíritu noble pero impaciente, y cada vez se mostraba más irritada por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos reuníamos tras una ausencia por mi parte, y ella se había sentido sumamente acosada mientras yo estaba lejos.
Se quejó amargamente, y casi me reprochó el ser pobre. Yo repliqué rápidamente:
—¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, muy pronto podría ser rico.
Esta exclamación acarreó un millar de preguntas. Temí impresionarla demasiado revelándole la verdad, pero ella supo sacármela; y luego, lanzándome una mirada de desdén, dijo:
—¡Pretendes amarme, y temes enfrentarte al demonio por mí!
Protesté que solamente había temido ofenderla a ella, mientras que ella no hacía más que hablar de la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así animado —y avergonzado por ella—, y empujado por mi amor y por la esperanza y riéndome de mis anteriores miedos, regresé a paso rápido y con el corazón ligero a aceptar la oferta del alquimista, e instantáneamente me vi instalado en mi puesto.
Transcurrió un año. Ya era poseedor de una suma de dinero para nada insignificante. El hábito había hecho desvanecerse mis temores. Pese a toda mi atenta vigilancia, jamás había detectado la huella de un pie hendido; ni el estudioso silencio ni nuestra morada fueron perturbados jamás por aullidos demoníacos.
Yo seguí manteniendo mis entrevistas clandestinas con Bertha, y la esperanza nació en mí… La esperanza, pero no la alegría perfecta, porque Bertha creía que amor y seguridad eran enemigos, y se complacía en dividirlos en mi pecho. Aunque de buen corazón, era en cierto modo de costumbres coquetas; y yo me sentía tan celoso como un turco. Me despreciaba de mil maneras, sin querer aceptar nunca que estaba equivocada. Me volvía loco de irritación, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces me reprochaba que yo no era suficientemente sumiso, y luego me contaba alguna historia de un rival, que gozaba de los favores de su protectora. Estaba rodeada constantemente por jóvenes vestidos de seda, ricos y alegres.
¿Qué posibilidades tenía el ayudante de Cornelius, pobremente vestido, comparado con ellos?
En una ocasión, el filósofo exigió tanto de mi tiempo que no pude ir al encuentro de Bertha como era mi costumbre. Estaba dedicado a algún trabajo importante, y me vi obligado a quedarme, día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparaciones químicas. Mi amada me aguardó en vano junto a la fuente. Su espíritu altivo llameó ante este abandono; y cuando finalmente pude salir, robándole unos pocos minutos al tiempo que se me había concedido para dormir, y confié en ser consolado por ella, me recibió con desdén, me despidió despectivamente y afirmó que ningún hombre que no pudiera estar por ella en dos lugares a la vez poseería jamás su mano. ¡Se desquitaría de aquello! Y realmente lo hizo.
En mi sucio retiro oí que había estado cazando, escoltada por Albert Hoffer. Albert Hoffer era uno de los favorecidos por su protectora, y los tres pasaron cabalgando junto a mi ahumada ventana.
Me parece que mencionaron mi nombre; fue seguido por una carcajada de burla, mientras los oscuros ojos de ella miraban desdeñosos hacia mi morada.
Los celos, con todo su veneno y toda su miseria, penetraron en mi pecho. Derramé un torrente de lágrimas, pensando que nunca podría proclamarla mía; y luego maldecí un millar de veces su inconstancia. Pero mientras tanto, seguí avivando los fuegos del alquimista, seguí vigilando los cambios de sus incomprensibles medicinas.
Cornelius había estado vigilando también durante tres días y tres noches, sin cerrar los ojos. Los progresos de sus alambiques eran más lentos de lo que esperaba; pese a su ansiedad, el sueño pesaba sobre sus ojos. Una y otra vez arrojaba la somnolencia lejos de sí, con una energía más que humana; una y otra vez obligaba a sus sentidos a permanecer alertas. Contemplaba anhelante sus crisoles.
—Aún no están a punto —murmuraba—. ¿Deberá pasar otra noche antes de que el trabajo esté realizado? Winzy, tú sabes estar atento, eres constante… Además, la noche pasada dormiste. Observa esa redoma de cristal. El líquido que contiene es de un color rosa suave; en el momento en que empiece a cambiar de aspecto, despiértame… Hasta entonces podré cerrar un momento los ojos.
»Primero debe volverse blanco, y luego emitir destellos dorados; pero no aguardes hasta entonces; cuando el color rosa empiece a palidecer, despiértame».
Apenas oí las últimas palabras, murmuradas casi en medio del sueño. Sin embargo, dijo aún:
—Y Winzy, muchacho, no toques la redoma… No te la lleves a los labios; es un filtro…, un filtro para curar el amor. No querrás dejar de amar a tu Bertha… ¡Cuidado, no bebas!
Y se durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y yo apenas oí su regular respiración. Durante unos minutos observé las redomas…; la apariencia rosada del líquido permanecía inamovible.
Luego mis pensamientos empezaron a divagar… Visitaron la fuente, y se recrearon en un millar de agradables escenas que ya nunca volverían… ¡Nunca! Serpientes y víboras anidaron en mi cabeza mientras la palabra «¡Nunca!» se semiformaba en mis labios. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca me sonreiría a mí como aquella tarde le había sonreído a Albert. ¡Mujer despreciable y ruin! No me quedaría sin vengarme… Haría que viera a Albert expirar a sus pies; ella no era digna de morir a mis manos. Había sonreído desdeñosa y triunfante… Conocía mi miseria y su poder. Pero ¿qué poder tenía?… El poder de excitar mi odio, todo mi desprecio, mi… ¡Todo menos mi indiferencia! Si pudiera lograr eso…, si pudiera mirarla con ojos indiferentes, transferir mi rechazado amor a otro más real y merecido… ¡Eso sería una auténtica victoria!
Un resplandor llameó ante mis ojos. Había olvidado la medicina del adepto. La contemplé maravillado: destellos de admirable belleza, más brillantes que los que emite el diamante cuando los rayos del sol penetran en él, resplandecían en la superficie del líquido; un olor de entre los más fragantes y agradables inundó mis sentidos. La redoma parecía un globo de viviente radiación, precioso a los ojos, invitando a ser probado. El primer pensamiento, inspirado instintivamente por mis más bajos sentidos, fue: «lo haré…, debo beber».
Alcé la redoma hacia mis labios. «Eso me curará del amor…, ¡de la tortura!» Llevaba bebida ya la mitad del más delicioso licor que jamás hubiera probado, paladar de hombre alguno cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé caer la redoma… El fluido se extendió llameando por el suelo, mientras sentía que Cornelius aferraba mi garganta y chillaba:
—¡Infeliz! ¡Has destruido la labor de mi vida!
Cornelius no se había dado cuenta de que yo había bebido una parte de su droga. Tenía la impresión, y yo me apresuré a confirmarla, de que yo había alzado la redoma por curiosidad y que, asustado por su brillo y el llamear de su intensa luz, la había dejado caer. Nunca le dejé entrever lo contrario. El fuego de la medicina se apagó, la fragancia murió… y él se calmó, como debe hacer un filósofo ante las más duras pruebas, y me envió a descansar.
No intentaré describir los sueños de gloria y felicidad que bañaron mi alma en el paraíso durante las restantes horas de aquella memorable noche. Las palabras serían pálidas y triviales para describir mi alegría, o la exaltación que me poseía cuando me desperté.
Flotaba en el aire, mis pensamientos estaban en los cielos. La tierra parecía ser el mismo cielo, y mi herencia era una completa felicidad. «Eso representa el sentirme curado del amor —pensé—. Veré a Bertha hoy, y ella descubrirá a su amante frío y despreocupado; demasiado feliz para mostrarse desdeñoso, ¡pero cuan absolutamente indiferente hacia ella!»
Pasaron las horas. El filósofo, seguro de haber triunfado una vez, y creyendo que lo conseguiría de nuevo, empezó a preparar una vez más la misma medicina. Se encerró con sus libros y potingues, y yo tuve el día libre. Me vestí con todo cuidado; me miré en un escudo viejo pero pulido, que me sirvió de espejo; me pareció que mi buen aspecto había mejorado extraordinariamente. Me precipité más allá de los límites de la ciudad, la alegría en el alma, las bellezas del cielo y de la tierra rodeándome. Dirigí mis pasos hacia el castillo. Podía mirar sus altivas torres con el corazón ligero, porque estaba curado del amor. Mi Bertha me vio desde lejos, mientras subía por la avenida. No sé qué súbito impulso animó su pecho, pero al verme saltó como un corzo bajando las escalinatas de mármol y echó a correr hacia mí. Pero yo había sido visto también por otra persona. La bruja de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora y que en realidad era su tirana, también me había divisado. Renqueó, jadeante, hacia la terraza. Un paje, tan feo como ella, echó a correr tras su ama, abanicándola mientras la arpía se apresuraba y detenía a mi hermosa muchacha con un:
—¿Dónde va mi imprudente señorita? ¿Dónde tan aprisa? ¡Vuelve a tu jaula…, ahí delante hay halcones!
Bertha se apretó las manos, los ojos clavados aún en mi figura que se aproximaba. Vi su lucha consigo misma. Cómo odié a la vieja bruja que refrenaba los gentiles impulsos del blando corazón de mi Bertha. Hasta entonces, el respeto a su rango social había hecho que evitara a la dama del castillo; ahora desdeñé una tan trivial consideración. Estaba curado del amor, y elevado más allá de todos los temores humanos; me apresuré hacia delante, y pronto alcancé la terraza. ¡Qué encantadora estaba Bertha! Sus ojos llameaban; sus mejillas resplandecían con impaciencia y rabia; estaba un millar de veces más graciosa y atractiva que nunca. Ya no la amaba…, ¡oh, no! La adoraba, la reverenciaba, ¡la idolatraba!
Aquella mañana había sido perseguida, con más vehemencia de lo habitual, para que consintiera en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprocharon los ánimos y las esperanzas que había dado, se la amenazó con ser arrojada de casa vergonzosamente y en desgracia. Su orgulloso espíritu se alzó en armas ante la amenaza; pero cuando recordó el desprecio que había exhibido ante mí, y cómo, quizás, había perdido con ello al que consideraba como a su único amigo, lloró de remordimiento y rabia. Y en aquel momento aparecí yo.
—¡Oh, Winzy! —exclamó—. Llévame a casa de tu madre; hazme abandonar rápidamente los detestables lujos y la ruindad de esta noble morada…; devuélveme a la pobreza y a la felicidad.
La abracé fuertemente, sintiéndome transportado. La vieja dama estaba sin habla por la furia, y sólo prorrumpió en invectivas cuando ya nos hallábamos lejos en nuestra calle, camino de mi casa natal. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, escapada de una jaula dorada a la naturaleza y a la libertad, con ternura y alegría; mi padre, que la amaba, la recibió de todo corazón. Fue un día de regocijo, que no necesitó de la adición de la poción celestial del alquimista para llenarme de dicha.
Poco después de aquel día memorable me convertí en el esposo de Bertha. Dejé de ser el ayudante de Cornelius, pero continué siendo su amigo. Siempre me sentí agradecido hacia él por haberme procurado, inconscientemente, aquel delicioso trago de un elixir divino que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, solitario remedio carente de alegría para maldiciones que parecen bendiciones al recuerdo), me había inspirado valor y resolución, trayéndome el premio de un tesoro inestimable en la persona de mi Bertha.
A menudo he recordado con maravilla ese período de trance parecido a la embriaguez. La pócima de Cornelius no había cumplido con la tarea para la cual afirmaba él que había sido preparada, pero sus efectos habían sido más poderosos y felices de lo que las palabras pueden expresar. Se fueron desvaneciendo gradualmente, pero permanecieron largo tiempo… y colorearon mi vida con matices de esplendor. A menudo Bertha se maravillaba de mi radiante corazón y de mi constante alegría porque, antes, yo había sido de carácter más bien serio, incluso triste. Me amaba aún más por mi temperamento jovial, y nuestros días estaban teñidos de alegría.
Cinco años más tarde fui llamado inesperadamente a la cabecera del agonizante Cornelius. Había enviado a por mí apresuradamente, conjurándome a que acudiera al instante a su presencia. Lo encontré tendido en su jergón, mortalmente débil. Toda la vida que le quedaba animaba sus penetrantes ojos, que estaban fijos en una redoma de cristal, llena de un líquido rosado.
—¡He aquí la vanidad de los anhelos humanos! —dijo, con una voz rota que parecía surgir de sus entrañas—. Mis esperanzas estaban a punto de verse coronadas por segunda vez, y por segunda vez se ven destruidas. Mira esa pócima… Recuerda que hace cinco años la preparé también, con idéntico éxito. Entonces, como ahora, mis sedientos labios esperaban saborear el elixir inmortal… ¡Tú me lo arrebataste! Y ahora ya es demasiado tarde.
Hablaba con dificultad, y se dejó caer sobre la almohada. No pude evitar el decir:
—¿Cómo, reverenciado maestro, puede una cura para el amor restaurar vuestra vida?
Una débil sonrisa revoloteó en su rostro, mientras yo escuchaba intensamente su apenas inteligible respuesta.
—Una cura para el amor y para todas las cosas… El elixir de la inmortalidad. ¡Ah! ¡Si ahora pudiera beberlo, viviría eternamente!
Mientras hablaba, un relampagueo dorado brotó del fluido y una fragancia que yo recordaba muy bien se extendió por los aires.
Cornelius se alzó, débil como estaba; las fuerzas parecieron volver a él milagrosamente. Tendió su mano hacia delante… Entonces, una fuerte explosión me sobresaltó, un rayo de fuego brotó del elixir… ¡y la redoma de cristal que lo contenía quedó reducida a átomos! Volví mis ojos hacia el filósofo. Se había derrumbado hacia atrás. Sus ojos eran vidriosos, sus rasgos estaban rígidos…
¡Había muerto!
¡Pero yo vivía, e iba a vivir eternamente! Así había dicho el infortunado alquimista, y durante unos días creí en sus palabras.
Recordé la gloriosa intoxicación que había seguido a mi subrepticio beber. Reflexioné sobre el cambio que había sentido en mi cuerpo, en mi alma. La ligera elasticidad del primero, el luminoso vigor de la segunda. Me observé en un espejo, y no pude percibir ningún cambio en mis rasgos tras los cinco años transcurridos. Recordé el radiante color y el agradable aroma de aquel delicioso brebaje, el valioso don que era capaz de conferir… Entonces, ¡era inmortal!
Pocos días más tarde me reía de mi credulidad. El viejo proverbio de que «nadie es profeta en su tierra» era cierto con respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo apreciaba como hombre, lo respetaba como sabio, pero me burlaba de la idea de que pudiera mandar sobre los poderes de las tinieblas, y me reía de los supersticiosos temores con los que era mirado por el vulgo. Era un filósofo juicioso, pero no tenía tratos con ningún espíritu excepto aquellos revestidos de carne y huesos. Su ciencia era simplemente humana; y la ciencia humana, me persuadí muy pronto, nunca podrá conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto que logre aprisionar eternamente el alma dentro de un habitáculo carnal. Cornelius había obtenido una bebida que refrescaba y aligeraba el alma; algo más embriagador que el vino, mucho más dulce y fragante que cualquier fruta. Probablemente poseía fuertes poderes medicinales, impartiendo ligereza al corazón y vigor a los miembros; pero sus efectos terminaban desapareciendo; ya no debían de existir siquiera en mi organismo. Era un hombre afortunado que había bebido un sorbo de salud y de alegría de espíritu, y quizá también de larga vida, de manos de mi maestro; pero mi buena suerte terminaba ahí: la longevidad era algo muy distinto de la inmortalidad.
Continué con esta creencia durante varios años. A veces un pensamiento cruzaba furtivamente por mi cabeza… ¿Estaba realmente equivocado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que seguiría la suerte de todos los hijos de Adán a su debido tiempo. Un poco más tarde quizá, pero siempre a una edad natural.
No obstante, era innegable que mantenía un sorprendente aspecto juvenil. Me reía de mi propia vanidad consultando muy a menudo el espejo. Pero lo consultaba en vano; mi frente estaba libre de arrugas, mis mejillas, mis ojos…, toda mi persona continuaba tan lozana como en mi vigésimo cumpleaños.
Me sentía turbado. Miraba la marchita belleza de Bertha… Yo parecía más bien su hijo. Poco a poco, nuestros vecinos comenzaron a hacer similares observaciones, y al final descubrí que empezaban a llamarme «el discípulo embrujado». La propia Berta empezó a mostrarse inquieta. Se volvió celosa e irritable, y al poco tiempo empezó a hacerme preguntas. No teníamos hijos; éramos totalmente el uno para el otro. Y pese a que, al ir haciéndose más vieja, su espíritu vivaz se volvió un poco propenso al mal genio y su belleza disminuyó un tanto, yo la seguía amando con todo mi corazón como a la muchachita a la que había idolatrado, la esposa que siempre había anhelado y que había conseguido con un tan perfecto amor.
Finalmente, nuestra situación se hizo intolerable: Bertha tenía cincuenta años…, yo veinte. Yo había adoptado en cierta medida, y no sin algo de vergüenza, las costumbres de una edad más avanzada. Ya no me mezclaba en el baile entre los jóvenes, pero mi corazón saltaba con ellos mientras contenía mis pies. Y empecé a tener una cierta mala fama entre los viejos de nuestro pueblo. Las cosas fueron deteriorándose. Éramos evitados por todos. Se dijo de nosotros —de mí al menos— que habíamos hecho un trato inicuo con alguno de los supuestos amigos de mi anterior maestro. La pobre Bertha era objeto de piedad, pero evitada. Yo era mirado con horror y aborrecimiento.
¿Qué podíamos hacer? Permanecer sentados junto a nuestro fuego… La pobreza se había instalado con nosotros, ya que nadie quería los productos de mi granja; y a menudo me veía obligado a viajar veinte millas, hasta algún lugar donde no fuera conocido, para vender mis cosechas. Sí, es cierto, habíamos ahorrado algo para los malos días…, y esos días habían llegado.
Permanecíamos sentados solos junto al fuego, el joven de viejo corazón y su envejecida esposa. De nuevo Bertha insistió en conocer la verdad; recapituló todo lo que había oído decir de mí, y añadió sus propias observaciones. Me conjuró a que le revelara el hechizo; describió cómo me quedarían mejor unas sienes plateadas que el color castaño de mi pelo; disertó acerca de la reverencia y el respeto que proporcionaba la edad… y lo preferible que eran a las distraídas miradas que se les dirigía a los niños. ¿Acaso imaginaba que los despreciables dones de la juventud y buena apariencia superaban la desgracia, el odio y el desprecio? No, al final sería quemado como traficante en artes negras, mientras que ella, a quien ni siquiera me había dignado comunicarle la menor porción de mi buena fortuna, sería lapidada como mi cómplice. Finalmente, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle los beneficios de los que yo gozaba, o se vería obligada a denunciarme…, y entonces estalló en llanto.
Así acorralado, me pareció que lo mejor era decirle la verdad.
Se la revelé tan tiernamente como me fue posible, y hablé tan sólo de una muy larga vida, no de inmortalidad…, concepto que, de hecho, coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando terminé, me levanté y dije:
—Y ahora, mi querida Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre esposa, que tengas que sufrir a causa de mi aciaga suerte y de las detestables artes de Cornelius. Me marcharé. Tienes buena salud, y amigos con los que ir en mi ausencia. Sí, me iré: joven como parezco, y fuerte como soy, puedo trabajar y ganarme el pan entre desconocidos, sin que nadie sepa ni sospeche nada de mí. Te amé en tu juventud. Dios es testigo de que no te abandonaré en tu vejez, pero tu seguridad y tu felicidad requieren que ahora haga esto.
Tomé mi gorra y me dirigí hacia la puerta; en un momento los brazos de Bertha rodeaban mi cuello, y sus labios se apretaban contra los míos.
—No, esposo mío, mi Winzy —dijo—. No te irás solo… Llévame contigo; nos marcharemos de este lugar y, como tú dices, entre desconocidos estaremos seguros sin que nadie sospeche de nosotros. No soy tan vieja todavía como para avergonzarte, mi Winzy; y me atrevería a decir que el encantamiento desaparecerá pronto y, con la bendición de Dios, empezarás a parecer más viejo, como corresponde. No debes abandonarme.
Le devolví de todo corazón su generoso abrazo.
—No lo haré, Bertha mía; pero por tu bien no debería pensar así. Seré tu fiel y dedicado esposo mientras estés conmigo, y cumpliré con mi deber contigo hasta el final.
Al día siguiente nos preparamos en secreto para nuestra emigración. Nos vimos obligados a hacer grandes sacrificios pecuniarios, era inevitable. De todos modos, conseguimos al fin reunir una suma suficiente como para al menos mantenernos mientras Bertha viviera. Y sin decirle adiós a nadie, abandonamos nuestra región natal para buscar refugio en un remoto lugar del oeste de Francia.
Resultó cruel arrancar a la pobre Bertha de su pueblo natal, de todos los amigos de su juventud, para llevarla a un nuevo país, un nuevo lenguaje, unas nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hizo que yo ni siquiera me diera cuenta de ese cambio; pero la compadecí profundamente, y me alegró el darme cuenta de que ella hallaba alguna compensación a su infortunio en una serie de pequeñas y ridículas circunstancias. Lejos de toda murmuración, buscó disminuir la aparente disparidad de nuestras edades a través de un millar de artes femeninas: rojo de labios, trajes juveniles y la adopción de una serie de actitudes desacordes con su edad. No podía irritarme por eso. ¿No llevaba yo mismo una máscara? ¿Para qué pelearme con ella, sólo porque tenía menos éxito que yo? Me apené profundamente cuando recordé que esa remilgada y celosa vieja de sonrisa tonta era mi Bertha, aquella muchachita de pelo y ojos oscuros, con una sonrisa de encantadora picardía y un andar de corzo, a la que tan tiernamente había amado y a la que había conseguido con un tal arrebato. Hubiera debido reverenciar sus grises cabellos y sus arrugadas mejillas. Hubiera debido hacerlo; pero no lo hice, y ahora deploro esa debilidad humana.
Sus celos estaban siempre presentes. Su principal ocupación era intentar descubrir que, pese a las apariencias externas, yo también estaba envejeciendo. Creo verdaderamente que aquella pobre alma me amaba de corazón, pero nunca hubo mujer tan atormentada sobre cómo desplegar en mí toda su atención. Hubiera querido discernir arrugas en mi rostro y decrepitud en mi andar, mientras que yo desplegaba un vigor cada vez mayor, con una juventud por debajo de los veinte años. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, creyendo que la belleza del pueblo me miraba con buenos ojos, me compró una peluca gris. Su constante conversación entre sus amistades era que yo, aunque parecía tan joven, estaba hecho una ruina; y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y yo debía estar preparado en cualquier momento, si no para una repentina y horrible muerte, sí al menos para despertarme cualquier mañana con la cabeza completamente blanca y encorvado, con todas las señales de la senectud. Yo la dejaba hablar… y a menudo incluso me unía a ella en sus conjeturas. Sus advertencias hacían coro con mis interminables especulaciones relativas a mi estado, y me tomaba un enorme y doloroso interés en escuchar todo aquello que su rápido ingenio y excitada imaginación podían decir al respecto.
¿Para qué extenderse en todos estos pequeños detalles? Vivimos así durante largos años. Bertha se quedó postrada en cama y paralítica; la cuidé como una madre cuidaría a un hijo. Se volvió cada vez más irritable, y aún seguía insistiendo en lo mismo, en cuánto tiempo la sobreviviría. Seguí cumpliendo escrupulosamente, pese a todo, con mis deberes hacia ella, lo cual fue una fuente de consuelo para mí. Había sido mía en su juventud, era mía en su vejez; y al final, cuando arrojé la primera paletada de tierra sobre su cadáver, me eché a llorar, sintiendo que había perdido todo lo que realmente me ataba a la humanidad.
Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y pesares, cuan pocas y vacías mis alegrías! Detengo aquí mi historia, no la proseguiré más. Un marinero sin timón ni compás, lanzado a un mar tormentoso, un viajero perdido en un páramo interminable, sin indicador ni mojón que lo guíe a ninguna parte…, eso he sido yo; más perdido, más desesperanzado que nadie. Una nave acercándose, un destello de un faro lejano, podrían salvarme; pero no tengo más guía que la esperanza de la muerte.
¡La muerte! ¡Misteriosa, hosca amiga de la frágil humanidad!
¿Por qué, único entre todos los mortales, me has arrojado a mí fuera de tu acogedor manto? ¡Oh, la paz de la tumba! ¡El profundo silencio del sepulcro revestido de hierro! ¡Los pensamientos dejarían por fin de martillear en mi cerebro, y mi corazón ya no latiría más con emociones que sólo saben adoptar nuevas formas de tristeza!
¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que el brebaje del alquimista estuviera cargado con longevidad más que con vida eterna? Tal es mi esperanza. Y además, debo recordar que sólo bebí la mitad de la poción preparada para él. ¿Acaso no era necesaria la totalidad para completar el encantamiento? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad es convertirse en semiinmortal…; mi eternidad está pues truncada.
Pero, de nuevo, ¿cuál es el número de años de media eternidad? A menudo intento imaginar si lo que rige el infinito puede ser dividido. A veces creo descubrir la vejez avanzar sobre mí. He descubierto una cana. ¡Estúpido! ¿Debo lamentarme? Sí, el miedo a la vejez y a la muerte repta a menudo fríamente hasta mi corazón, y cuanto más vivo más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Ése es el enigma del hombre, nacido para perecer, cuando lucha, como hago yo, contra las leyes establecidas de su naturaleza.
Pero seguramente moriré a causa de esta anomalía de los sentimientos; la medicina del alquimista no debe de proteger contra el fuego, la espada y las asfixiantes aguas. He contemplado las azules profundidades de muchos lagos apacibles, y el tumultuoso discurrir de numerosos ríos caudalosos, y me he dicho: la paz habita en estas aguas. Sin embargo, he guiado mis pasos lejos de ellos, para vivir otro día más. Me he preguntado a mí mismo si el suicidio es un crimen en alguien para quien constituye la única posibilidad de abrir la puerta al otro mundo. Lo he hecho todo, excepto presentarme voluntario como soldado o duelista, pues no deseo destruir a mis semejantes. Pero no, ellos no son mis semejantes. El inextinguible poder de la vida en mi cuerpo y su efímera existencia nos alejan tanto como lo están los dos polos de la Tierra. No podría alzar una mano contra el más débil ni el más poderoso de entre ellos.
Así he seguido viviendo año tras año… Solo, y cansado de mí mismo. Deseoso de morir, pero no muriendo nunca. Un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia pueden entrar en mi mente, y el ardiente amor que roe mi corazón jamás me será devuelto; nunca encontraré a un igual con quien compartirlo. La vida sólo está aquí para atormentarme.
Hoy he concebido una forma por la que quizá todo pueda terminar sin matarme a mí mismo, sin convertir a otro hombre en un Caín… Una expedición en la que ningún ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun revestido con la juventud y la fortaleza que anidan en mí. Así podré poner mi inmortalidad a prueba y descansar para siempre… o regresar, como la maravilla y el benefactor de la especie humana.
Antes de marchar, una miserable vanidad ha hecho que escriba estas páginas. No quiero morir sin dejar ningún nombre detrás. Han pasado tres siglos desde que bebí el brebaje fatal; no transcurrirá otro año antes de que, enfrentándome a gigantescos peligros, luchando con los poderes del hielo en su propio campo, acosado por el hambre, la fatiga y las tormentas, rinda este cuerpo, una prisión demasiado tenaz para un alma que suspira por la libertad, a los elementos destructivos del aire y el agua. O, si sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Y una vez terminada mi tarea, deberé adoptar medios más drásticos. Esparciendo y aniquilando los átomos que componen mi ser, dejaré en libertad la vida que hay aprisionada en él, tan cruelmente impedida de remontarse por encima de esta sombría tierra, a una esfera más compatible con su esencia inmortal.
Para cerrar el año, el tercer cuento de este mes, con el que la antología virtual de Las Historias llega a los 150 textos. Además, es una primicia: «Noche de difuntos» de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), narradora y docente ecuatoriana, especialista en la literatura de imaginación, que ha aparecido en numerosas antologías y publicado libros como Tinta sangre, Dracofilia, El lugar de las apariciones, Balas perdidas o Caja de magia.
«Noche de difuntos» –cuento en el que la familia se convierte en asiento del horror– es inédito en este momento, se publica con permiso de la autora y aparecerá próximamente en una nueva colección, que publicará la editorial Candaya.
NOCHE DE DIFUNTOS
Solange Rodríguez Pappe
“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados”.
—1 Cor 15:50-53
Mi esposa se ha ido pero ha dejado todo listo para el día de difuntos. Una olla con vísceras recién condimentadas, agua recogida en galones, muchas fundas para los desechos; —de esas negras y enormes donde cabría muy bien una persona doblada o en partes—, y una pala de punta cuadrada, nuestra nueva adquisición del mes, que espera flamante tras la puerta. Ella se ha encargado muy bien de los preparativos porque desde que nos casamos ha estado muy pendiente de las cosas de la casa. ‘Tú podrías vivir muy tranquilo metido en una caja de cartón si te dieran un televisor y una cerveza’, me dice bromeando, mientras ella ordena el mundo con bastante eficiencia. Para incluirme en sus planes, de vez en cuando me da tareas específicas, como la de la pala. Pero siempre me pasa lo mismo: cuando voy a la tienda de abarrotes para estas vísperas, ya la gente ha tomado lo mejor y me siento un absoluto inútil; así que he comprado la única pala que he encontrado, una que sirve para trasplantar plantas pero no para excavar la tierra.
Luego de la cola infinita hecha junto con adolescentes eufóricos por tener entre las manos sus primeras armas de fuego y de los tremendistas que llevan desde cañones hasta granadas para defender sus casas, me he topado con otros esposos que entran jadeantes y van directo a la parte de las herramientas grandes. Me divirtió ver sus caras de decepción. Definitivamente, hay maridos peores que yo. Cuando ella vio la pala demasiado pequeña, aun con la etiqueta puesta, se ha alzado de hombros y me ha dicho que no importaban mucho esos pequeños detalles en comparación con el gran plan que habíamos convenido. Tenía razón; ese era nuestro último año en la ciudad para la noche de difuntos. La que venía, nos íbamos a ir a vivir al extranjero, lo más lejano posible de la tierra donde habíamos pasado casi toda la vida.
Por la tarde, alcanzando el final de la caravana, ella ha salido de la ciudad con la niña hacia las nuevas edificaciones que ha construido el estado, que son cada vez menos una fortaleza y cada vez más un complejo turístico. Ahora les han instalado un parque acuático, un centro comercial y una iglesia con capacidad para 500 personas, que siempre está vacía porque sucede como en Semana Santa, que la gente no tiene ya cabeza para esas reverencias, y solo los más viejos anochecen y amanecen orando por las almas de los difuntos. El resto hace lo de siempre: pone a gozar al cuerpo como si no hubiera mañana.
El año en que la acompañé me la pasé pensando en mamá. ‘Tienes la cabeza en otro lado’, me decía Lucrecia, ‘mejor no hubieras venido’ y sí, era verdad. Aguanté las horas muertas viendo reportes de los movimientos en la ciudad, mirando el sueño tranquilo de la niña e imaginando las manos flacas que llamaban a la puerta de nuestra casa vacía. Cuando Lucrecia volvió del cine y por fin se acostó a dormir, me escabullí a la capilla buscando consuelo. Alguien cantaba una melodía triste acerca de los insondables destinos de Dios. La religión siempre me ha parecido un pretexto para sufrir en grupo. Me juré no regresar jamás a perder allí mi tiempo.
Desde la ventana del coche, Lucrecia me preguntó otra vez, con desconfianza, si aún seguíamos con el plan convenido. Luego de la decepción de la pala y de todas las decepciones anteriores, templé la voz para contestarle que sí. Me dio un beso leve que prometía mucho más cariño en el futuro y me dijo, ‘besa también la niña’. Me la pasó por la ventanilla. Un pedacito de carne blanca que se daba poco conmigo y que pataleaba en cuanto la tomaba en brazos. Dormida era otra cosa; dormida podía imaginar que era completamente mía y le decía: Hijita, por ti nos iremos de aquí, buscaremos una ciudad mejor donde el pasado no pueda alcanzarnos, tendré un trabajo diferente, te daremos un hermanito… Lucrecia se fue sonriendo satisfecha.
El cachorro que habíamos conseguido, también con las justas ese año, las siguió ambas ladrando y saltando un par de cuadras. Después volvió corriendo hacia mí, jadeando, con una confianza completamente limpia y bonachona. Le llené el plato de comida en el patio delantero mientras miraba cómo los vecinos de en frente también emprendían su huida. Este año la que debía aguardar al día de muertos era la esposa, aún bastante joven, porque su hermano menor acababa de fallecer. La saludé con la mano fingiendo una cordialidad que no sentía, ella no supo que contestar y se metió a la casa rápidamente. Desde ese instante, en nuestro barrio se extendió un profundo y desolador silencio. Me sentí en paz.
Cerca de las once de la noche, mientras veía noticias sobre los preparativos en toda la ciudad, escuché sonidos raros en el patio delantero y ladridos. Encendí inmediatamente las luces y los aspersores y tomé la pala, lleno de nervios. No podía ser posible que se hubiera adelantado la noche de difuntos, pero con eso de los inescrutables designios de Dios, pues quién podría saberlo. Encontré a la vecina arrodillada en el suelo, empapada, intentado atrapar a nuestro perro.
—¿Qué hace? — Le dije mirándola desconcertado.
El agua le humedecía el pelo, le marcaba los pechos y las caderas. Aún era una mujer agradable de ver. Y en aquella pose…
—El inútil de mi marido no pudo conseguir este año una mascota y no tengo nada que ofrecer el día de muertos. Siempre llega tan rápido. Tenemos un conejo, pero los niños no quisieron dejarlo y se lo llevaron.
—¡Pero este es el perro de mi hija!
—Por favor, démelo, estoy desesperada. Su hija es muy pequeña, ni siquiera sabe que existe ese perro.
Y el cachorro daba brincos en su torno mientras ella quería apresarlo con los brazos, era un espectáculo ridículo. Luego se dio cuenta de que el agua la hacía lucir desnuda y que yo, ciertamente, lo había notado. Se le ocurrió una idea bastante lógica.
—Hágame pasar, si usted quiere, pero por favor, deme al perro.
Lo medité un momento sopesando las consecuencias.
—Venga— le dije.
Pasamos directamente a la cocina. Ella alabó el decorado sobrio de nuestro hogar. También el orden y la limpieza que Lucrecia mantenía en la casa. Agarré de la estantería un recipiente de plástico y puse en él parte de la comida que había preparado mi esposa. Las vísceras de cerdo frías se pegaban las unas a las otras en una mezcla gelatinosa que olía a sangre. Ella arrugó su nariz. Dijo que se sentía incapaz de hacer esto, que le parecía una pesadilla, lo que uno dice siempre hasta que ya lo está haciendo. Todos hemos enterrado a nuestros muertos, es lo que hacemos desde el principio de la historia, — le contesté— nunca ha sido diferente, lo que pasa es que ahora lo hacemos una vez más todos los años. Me miró sin parecer muy convencida.
—Puede que no haya quedado suficiente para usted.
—Me las ingeniaré. Será nuestro secreto, ya sabemos que la comida del día de muertos es sagrada, no vamos a decirle a nadie.
—Es usted un buen esposo —, me dijo antes de cruzar la calle y dedicarme una mirada un poco más detenida, cargada de sincera simpatía. Sonreí. Le iba a comentar bromeando que, si la sorprendía otra vez acosando al perro, iba a usar la pala con ella. Pero seguro iba a dañar el buen clima. Ya ambos teníamos suficiente con los ánimos crispados.
Con el tiempo en contra, puse la mesa y saqué de debajo de la cama la vajilla cara que le habían regalado a Lucrecia para el matrimonio, la que tenía ribetes dorados. Después arrimé el sillón lo más cerca que pude de la ventana, saqué las fundas de basura de su envoltorio, forré los muebles y esperé y esperé, durmiendo por momentos cortos. Todavía me quedaban unos pendientes por resolver.
Cerca de las dos de la mañana, la emisora local había dejado de transmitir. Abrí con precaución la puerta y miré unos segundos la calle desierta, iluminada por la mortecina luz de las farolas. Me pareció ver a la distancia un bulto pequeño que se movía con lentitud, tal vez un niño. Rápidamente, le quité la cadena al perro que se alegró al verme, tan nuevo que ni siquiera tenía nombre; un cocker spaniel que era la vitalidad en estado puro. Lo alcé en el aire mientras su cuerpo, que era todo espasmos, se sacudía frenético contra mi pecho intentando lamerme la cara. Lo encerré en el dormitorio. No hagas ruido, le dije, pero en cuanto le eché llave a la puerta arrancó dando ladridos y los aullidos largos.
Ni bien pasé a la sala se escucharon los primeros toquidos, secos e insistentes, como si los hicieran con un madero pequeño. Dejé que siguieran un rato más para no equivocarme mientras repasaba en mi cabeza el estado de la situación. Me había olvidado de entibiar la cena, por ejemplo. ¡Ay!, Es cierto que yo casi siempre era un desastre encargándome de la casa. Lucrecia lo habría hecho mil veces mejor.
—Hola mamá—, le dije de forma automática en cuanto abrí la puerta —, se te ve muy bien conservada.
Y era verdad, ya iba para el tercer año como cadáver y todavía mantenía varias partes en su sitio. Las piezas dentales, por ejemplo, se notaban casi todas en buen estado cuando gruñía una sonrisa. El ojo blanquecino que aún le quedaba, sostenía la mirada tierna que yo recordaba de la infancia y el ralo pelo enmarañado, del que se desprendían terrones de suciedad, me daba la impresión de que incluso había crecido en comparación con las visitas anteriores.
Aunque Lucrecia no había querido —luego de la muerte de mamá, elegí para ella la tierra más nutritiva, la que tenía grandes dosis de arcilla. Fue una pelea difícil que terminé ganando—, le dije que ella era la única pariente que tenía para que me visitara el día de muertos porque papá se había perdido en el mar, y también le prometí que solo la recibiría hasta el tercer año, que después de eso la golpearía con una pala, la dividiría en trozos, — total, ya estaba muerta —, y luego enterraría su cuerpo en el jardín. Había sonado sencillo entonces, pero ahora debía cumplirlo.
La abracé como bienvenida. Su cuerpo pequeño era como el de un pájaro o un reptil, hecho de cartílago. No debía apretar demasiado; sin embargo, la emoción de volver a ver a mamá me capturó… hasta que escuché el primer crujido. Ella soltó una exhalación gutural para expresar también su cariño, era el lenguaje ahogado de un cuerpo sin lengua ni pulmones donde yo debía completar las palabras. Me costó, pero con el tiempo yo había aprendido a entenderla.
—Debes de estar cansada y con hambre, el trecho desde el cementerio es largo…
Y le sugerí que fuésemos directamente al comedor. Se escucharon entonces los primeros alaridos. Aunque pareciera mentira, aún había familias que se quedaban en la ciudad, que abrían la puerta a los muertos y que se atrevían a no tener cena para ofrecerles. También había personas a quienes la noche de difuntos sorprendía en la calle, por lo general extranjeros que no entendían de qué iba el asunto y, bueno, enloquecían. Había de todo. Nosotros ya nos cansamos de los científicos, los religiosos, los espiritistas, los satánicos y los demás curiosos que se instalaban en el pueblo a hacernos preguntas e investigaciones. La verdad nosotros no sabíamos cómo funcionaban las cosas, solamente sabíamos que así eran desde que teníamos memoria.
Amanecía y anochecía como siempre ha sido, y nuestros difuntos se levantaban en noche de muertos y nosotros les dábamos de cenar. Mi madre nos hizo recibir a mis abuelos y todos nosotros, los siete, permanecíamos tiesos y con los pelos de punta observándolos masticar lentamente tripas y puzón sazonado con especias, mientras mi madre les ponía un elegante babero bordado para recoger la sanguaza y manejaba una conversación ligera y animada con los logros del año como si los abuelos oyeran, como si no estuvieran preocupados de otra cosa además e masticar la carne. Como si pudieran vernos con sus cuencas vacías.
El año en que ya no pudieron levantarse, ella se quedó toda la madrugada llorando en la ventana, mirando el camino, viendo pasar anhelantes otros muertitos rengos por si alguno era el suyo. Esa vez sí que había hecho una gran cena, había matado una cabra joven— tarea titánica y penosa para todos los que participamos, porque no había como tenerles cariño a los animales, los abuelos se los terminaban comiendo, tarde o temprano —. Se la veía desesperada, parecía a punto de querer meter a la casa a cualquiera resucitado, y así tampoco, vamos… En ese entonces yo no entendía cómo ella podía amar tanto a ese amasijo descompuesto de pellejos y huesos, que, de haber podido, se hubieran comido a uno de sus hijos; pero era así. Iba a verlos al cementerio cada fin de semana.
—Justino, abraza a mamá, prométeme que podré venir a visitarte, que no vas a irte de aquí como otros se van.
—Te lo prometo mamá — y yo me hundían en la carne blanda entre sus pechos y su estómago, apenas rodeándola con mis brazos. Enterraba ahí mis ocho años ignorantes y frágiles. —Yo te quiero, mamá. No voy a irme.
Si algo me enseñó mi madre, fue a no temer a los muertos y lo hizo de la peor manera. Y aquí estaba yo cumpliendo mi palabra con una mezcla de repulsión y amor furioso, sirviendo en un plato fino, vísceras heladas como ella jamás lo habría hecho y contemplándola ausente para todo menos para la comida, viéndome obligado a llenar el silencio con frases idénticas a las que ella decía en el pasado: Que la niña iba creciendo, que este había sido un muy buen semestre en el trabajo, que Lucrecia le enviaba saludos, que este año teníamos cobertura satelital para el día de muertos y el estado nos había instalado cámara hasta en las narices. Y cuando a ella se le zafaba la mandíbula, o se le salía un diente que iba a parar al plato sanguinolento, yo se la acomodaba, o lo recogía con toda naturalidad y lo colocaba a un sobre una servilleta, como si fuera lo más normal de la tierra.
Cuando fui a dejar el plato en el lavadero escuché un gimoteo aterrado, que en un inicio me pareció que venía de otra parte, un grito herido de una bestia que sufría. Yo me había acostumbrado a crecer con estas cosas, pero Lucrecia tenía razón cuando insistía en que no era el ambiente más adecuado para una niña. Cuando le conté las escenas de mesa de mi infancia me miró desconcertada. ‘Qué cruel’, me dijo, ‘tu madre era una bárbara’, pero yo le decía que no, que salvo por esos episodios había sido una buena mamá, pero lo cierto es que nunca se llevaron bien entre las dos. Solo se toleraban. Mi madre hubiera deseado para mí una mujer con menos personalidad. La ambición de Lucrecia la intimidaba. Yo había sido por años, el terreno de batalla para ambas.
Cuando entré corriendo al dormitorio, ya fue tarde. Aunque yo intenté separarlos; había empezado a devorar al perro de mi hija por la barriga, así que ya no había nada que hacer. Mi madre me gruñó sumergida en un frenesí feroz y lanzó un par de dentelladas al aire, sin reconocerme, y el perro también me mordió a mí, en su desesperación. Así que aterrado, di un paso atrás sin encontrar ninguna solución. La vi comer con una voracidad inaudita, como en el pasado lo había visto hacer a mis abuelos con los conejos, cerdos, pájaros, gatos y cuantos animales habíamos tenido en la infancia. Yo me había prometido ser diferente, entonces, me prometí que mi hija enterraría una mascota solo cuando esta hubiera muerto de vieja, pero la determinación no me había durado ni una semana.
Cuando le arrancó el corazón con los dientes, el animal dejó de aullar y de moverse, por lo que su tarea ya fue mucho más fácil. No habían quedado del cachorro más que patas, una cabeza desgonzada con la pálida lengua guindando, el pelo dorado, manchado de sangre jugosa. Un amasijo de carne jironada, en resumidas cuentas. Y mi madre masticaba y masticaba con insistencia, con sus escasos dientes y sus encías romas, mientras cantaba el canto gutural de los muertos saciados, en un éxtasis místico, sublime y escalofriante.
Yo la contemplaba espeluznado, pensando cómo iba a hacer para arreglar el estropicio de la alfombra, y sacar las manchas vivas de las sábanas, el olor salvaje y ferroso del cuerpo recién muerto y el otro aroma más potente, la putridez del cadáver que empezaba a sentirse con intensidad en el dormitorio.
Justo cuando se había cansado de roer el esqueleto del cachorro y se aplicaba en el reguero de órganos que habían quedaba en el piso, fue cuando me acordé de mi promesa de ese año. Fui por la pala que esperaba tras la puerta de entrada y la empuñé como una espada, conteniendo la respiración. Ella, desentendida me ofrecía sin saberlo su cabeza para que el diera un buen golpe, así que junté ambos brazos por encima de mi coronilla y alcé el instrumento apretando las mandíbulas calculando el estropicio que haría en ella un palazo dado con fuerza. Lo pensé demasiado, creo, me detuve a contemplarla encogida y minúscula como la artritis la había dejado, pensé en las noches acompañándola, durmiendo en la emergencia del hospital, junto a otros cuerpos extraños, apretujados como ganado; en los dolores que había tenido que soportar antes de morir, en que se había ido feliz porque se sostenía en la promesa de que sabía que regresaría para la noche de difuntos.
Cuando su embeleso hubo terminado, mi madre satisfecha, finalmente, se irguió y se fue lentamente para la sala, dejando un camino líquido rojizo, mientras arrastraba sus plantas desnudas. Yo a penas si tuve tiempo de esconder la pala tras la espalda. Se dejó caer en el sillón que previamente había forrado de plástico y luego me llamó con su mano descarnada.
—Ven con mamá, hijito —me pareció que decía—. Abrázala.
Y yo fui, caminando lento, como un futuro muerto, con los ojos llenos de lágrimas y de fatiga. Me senté a su lado y me dejé caer en su regazo ensangrentado, aferrándome a sus fémures, alguna vez tan queridos, mientras ella me pasaba las yemas sucias por el pelo, y lo peinaba en un arrullo delicado. Y yo la volvía a sentir tibia como cuando era niño y olía a comida recién preparada. Así estuvimos hasta el amanecer y hasta los gritos lejanos de los devorados se volvieron cada vez más esporádicos.
Con la primera luz de la mañana empecé a hacer agujeros en el patio para enterrar los restos del perro, la ropa de cama y cuanta cosa más estaba ya arruinada para siempre. La vecina joven, visiblemente perturbada por el estrago que el día de muertos hace en el espíritu de cualquiera, cruzó desde la acera del frente para ayudarme a cargar las bolsas, solidariamente y en silencio. Ese era su agradecimiento por mi convite. Cuando terminamos, me sugirió ir a ver a otro perro en la tienda de adopciones.
—Estoy segura que no es el primero ni el último al que le pasa una desgracia así en esta época. Apuesto que encuentra otro exactamente igual y va a ver cómo nadie se da cuenta, ni tiene que dar explicaciones.
Le dije que ya no importaba, que esa no era la única explicación que iba a tener que dar. Le pregunté también si le parecía una buena idea la desaparición del perro, como inicio de una conversación, para pedirle a mi hija que no se mude y me deje visitar su casa en la noche de difuntos.
Este mes, un cuento de horror sobrenatural de Mariana Enríquez (1973), escritora argentina muy elogiada como una de las más interesantes entre quienes cultivan la narrativa de imaginación fantástica en la actualidad (como se evidencia en Las cosas que perdimos en el fuego, uno de sus libros más conocidos). El texto, que apareció en el libro Los peligros de fumar en la cama, fue tomado de esta página, donde la propia Enríquez escribe de su cuento:
No me gusta leer prosa en voz alta –ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien me pide que lo haga y yo accedo por buena educación, suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente. Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se ríen de nerviosos. También es el favorito de los adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí no me sentí ensañada, pero ahora me doy cuenta de que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los pocos cuentos de fantasmas que haya escrito (…)
EL DESENTIERRO DE LA ANGELITA
Mariana Enríquez
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y lo único que les cobró fue unas empanadas.
—¿Eso fue acá, abuela?
—No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
—Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
—Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
—¿Y acá llora la nena?
—Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de torm.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y vi, en la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en términos de qué era posible y qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no hablaba pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba, seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra, que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja, debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15 y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban dejando asomar los huesitos blancos.
Esta nota es sobre la que hoy, 28 de agosto de 2017, se considera “el suceso de la semana”, “el bestseller del año”, “la siguiente gran serie para Netflix” (?) en muchos lugares de la red en español: una narración en tuits seriados publicada a lo largo de siete días por Manuel Bartual, dibujante, cineasta e historietista español. Éste se convirtió en trending topic mundial por un par de días; El Mundo, un diario de su país, lo ha llamado «el Stephen King» de Twitter, e igual que miles de personas en línea no se detuvo allí: la nota a la que enlazo agrega que su narración está «a la medida de Stephen King, David Lynch y, por qué no, del mismísimo Orson Welles».
En este momento, lo más probable es que la información que acabo de dar sea suficiente para cualquiera que llegue a este sitio. Muchas personas me avisaron de la existencia del “hilo” de tuits de Bartual. Muchas más lo leyeron y lo comentan todavía. Por lo tanto les propongo un experimento: si en el momento en el que leen estas palabras la información disponible les basta (si conocen la historia, saben quién es Bartual, entienden o hasta comparten el furor que causó), díganlo en un comentario. Veamos qué pasa.
Además, la presente no será una reseña de la micronovela de Bartual, sino una serie de notas alrededor de ella y de su impacto. (Y, como siempre, cualquier otro comentario será bienvenido también.)
La lectura
El narrador español Juan Jacinto Muñoz Rengel escribió: «[Lo] que nos ha enseñado la historia de Manuel Bartual es lo mucho que le sigue costando a la gente entender la ficción». Por desgracia tiene razón. Como la historia de Bartual tiene no sólo un aire siniestro, sino elementos evidentemente fantásticos –el tema del doble, etcétera–, al leerla yo hubiera esperado que nadie la confundiera con un hecho real. Sin embargo, no sólo parece haber personas que se dejaron llevar por la ficción y creyeron que lo contado era real, sino que muchos medios, jugando a aprovechar esa credulidad o esa atracción morbosa, cubrieron la narración de la misma manera. «A Bartual le ha pasado de todo en sus vacaciones», dice alguna nota, para luego hablar de thrillers y ciencia ficción (pero sin dejar de citar constantemente los tuits de Bartual y comentarlos como si fueran evidencias de una experiencia verdadera). Por otra parte, nada de esto es de extrañar: ya hemos visto que la red se ha convertido en un gran aparato de desinformación y que, en la era de la posverdad y los hechos alternativos, casi nadie procura o aprende a leer de forma crítica lo que encuentra en línea. Los redactores que comentan de forma deshonesta la historia de Bartual han de racionalizar lo que hacen diciéndose que de esa forma obtienen más lectores, más clics.
Algo que me llama igualmente la atención es el alcance cortísimo –en promedio, obviamente– de nuestra capacidad crítica, cuando sí está presente: las muy escasas herramientas y referencias que parecen estar a nuestro alcance para comentar lo que leemos. «Una especie de teleserie por Twitter», escribe una persona para describir la narración de Bartual, y la mayor parte de las referencias de otros miles no llegan más lejos. La mención de Stephen King es de las más sofisticadas en el grueso de los comentarios disponibles. Que si Bartual es mejor que Game of Thrones, que si su narración debería convertirse ahora una película o una serie (esto se repitió muchas veces)… No he encontrado todavía una sola mención de la larga lista de precursores literarios del cine y las series de televisión que son, a su vez, precursoras de la micronovela de Bartual, incluyendo todos sus giros argumentales y su final (que a mí me parece sutil, bien logrado, y que muchas personas han confundido con una declaración –innecesaria– de que «todo era falso»).
Aparte está el tono de muchos comentarios. La publicidad, que ha contagiado a la mayoría de los medios de comunicación, quiere enseñarnos que el único elogio posible es el superlativo más exagerado: si algo es «malo» debe ser llamado una porquería irredimible, lo peor que ha existido en el mundo, y si es «bueno» debe calificarse de único en la Historia, insuperable, sin precedentes. «Lo mejor que ha pasado en Twitter», escribe un lector; «un nuevo formato para los escritores», escribe otra. Sí, ninguno de los dos tiene por qué conocer la historia de las redes sociales ni de la escritura por medios digitales, que desde luego no comienzan con Bartual, pero lo fácil y frecuente de semejantes comentarios es significativo.
(Falta ver cuánto hay de auténtica convicción en esos juicios y cuánto de presión social: de deseo de expresarse como todos los demás para no perturbar las convicciones de la mayoría.)
La experiencia colectiva
Personas que llegan tarde a la historia de Bartual se han quejado de que es difícil leerla, en el sentido de que cuesta encontrar los tuits que la componen. El formato del «hilo» de Twitter, que enlaza una publicación tras otra si la serie se publica como respuestas sucesivas, no es el más apropiado para recuperar un texto ya publicado, en especial si éste provoca reacciones de otras personas. Visitar el tuit inicial de la historia de Bartual ahora es encontrar primero un alud de comentarios de otros lectores, y sólo hasta el final (a varias pantallas de profundidad) las siguientes entregas de la narración. Hay otras formas de tener acceso a éstas, incluyendo visitar directamente la página de Bartual en Twitter y empezar en las publicaciones de hace una semana, leyendo de abajo hacia arriba. Sin embargo, esta información es desconocida para muchas personas, a juzgar por las quejas recientes que se ven en línea. Para explicar el entusiasmo provocado por la narración y su gran cantidad de lectores, se debe partir de que casi todos sus fans siguieron la narración a medida que se publicaba, tuit a tuit, a lo largo de la semana pasada. Esta experiencia inmediata, «en tiempo real», ya no puede recuperarse, pero fue la decisiva para el éxito de Bartual.
El académico Ernesto Priego resalta el timing general de la publicación, que aparece durante el «fin del veraneo en Europa» y está ambientada en una playa durante unas vacaciones de verano. Pero aún más importante es que los tuits de Bartual se publicaron cuidando la hora del día en que aparecían, así como el tiempo que mediaba entre uno y otro. Un tuit que sugería el comienzo de una situación peligrosa «en vivo» no tenía una continuación inmediata, por ejemplo, para sugerir que el personaje/narrador estaba ocupado «viviendo» los hechos y no podía tuitear. La evolución de Twitter como medio de comunicación nos ha condicionado a esperar de él, además de noticias de celebridades u organizaciones, actualizaciones «en tiempo real» de acontecimientos diversos; la mayor virtud de Bartual es haber planeado su historia –él mismo ha declarado que no la fue escribiendo sobre la marcha– para incluir pausas y demoras «plausibles», durante las que incluso quienes estaban conscientes de que todo el proyecto era una ficción podían dejarse llevar por la sensación de suspenso.
Esta inmediatez de la publicación en línea no siempre se toma en cuenta y es uno de los rasgos más interesantes de las nuevas formas de escritura digital. Muchos textos en línea, y no sólo de hechura individual sino colectiva, tienen sentido plena únicamente durante la experiencia de ser elaborados y leídos, y por lo tanto van en contra de la noción de la escritura como actividad generadora de un producto (un libro, un artículo, etcétera) que pueda ser después empaquetado (formateado, colocado en un canal de difusión) y vendido. Probablemente el texto de Bartual pueda ser adaptado a otros formatos, como ha ocurrido ya en muchas ocasiones con proyectos compuestos total o parcialmente de publicaciones en Twitter, pero semejantes transposiciones necesitan ofrecer algo diferente que la cercanía de la publicación original, y la de Bartual debería hacerlo también, incluyendo la posibilidad de no agotarse entera en una primera lectura.
La tuiteratura
Una de las personas que me avisó de la existencia de la historia de Bartual me preguntaba si ésta podía ser considerada tuiteratura. El término, que es acrónimo de Twitter y literatura, tiene ya cerca de diez años de circular (aquí hay información sobre él) y se ha utilizado de muchas formas y con muchas intenciones contradictorias. Si se acepta que pueda nombrar simplemente a la escritura literaria hecha por medio de Twitter: la escritura con las intenciones que habitualmente le atribuimos a lo que llamamos literatura, la respuesta es sí, desde luego. Twitter sería únicamente una herramienta, un conducto más de la escritura literaria.
La asociación más fácil que puede hacerse al examinar el texto de Bartual no es, sin embargo, la más adecuada: no sirve considerar el tuit individual como minificción, aforismo o cualquier otro tipo de texto breve unitario, pues los tuits sueltos tienen poco o ningún sentido. A la hora de examinar una narración seriada, se puede usar el término, que ya he mencionado aquí, de micronovela: una historia hecha de fragmentos entrelazados, exactamente como los capítulos de una novela pero mucho más breves. (Hay algo más sobre estas posibilidades narrativas en este texto, y en este otro.)
Bartual no es el inventor de la micronovela, que tiene otros representantes y precursores a los que incluso se les ha dado ese nombre, u otros muy similares, desde antes de la popularización de internet o la invención de las redes sociales (un ejemplo famoso: «Informe negro» de Francisco Hinojosa, publicado inicialmente en 1987). Sin negar los logros de su propio proyecto, el que pueda tratársele como una novedad se debe a lo estrecho de nuestras lecturas colectivas y a que la mayor parte de las micronovelas se difunden entre un público minoritario, interesado en los experimentos literarios. No creo, por lo tanto, que la narración de Bartual pudiera abrir la puerta a que otras micronovelas se hicieran de grandes públicos, aunque tarde o temprano, estoy seguro, habrá otra que lo consiga.
Habrá que ver, eso sí, si para entonces el texto del propio Bartual ha sobrevivido. Otras narraciones en línea de gran éxito en su momento, como el Diario de una mujer gorda de Hernán Casciari o Apocalipsis Z de Manel Loueiro, lograron incluso ser impresas como novelas –lo que para muchas personas es una marca consagratoria– pero no supusieron un éxito igual de importante ni de duradero en el medio impreso…, además de que casi nunca se les ha invocado en relación con Bartual en los últimos días: por desgracia, ya están del otro lado de lo que alcanza nuestra atención en internet.
¿Y si la imaginación fantástica mexicana tuviera su futuro en la narrativa gráfica?
Es posible que dos de las obras más populares dentro de la narrativa de imaginación en este país, en la actualidad, hayan sido no escritas (o no solamente escritas), sino dibujadas.
El día de hoy, al menos, dos narradores gráficos mexicanos tienen semejanzas muy interesantes:
Ambos se abren paso exitosamente en el medio editorial y a la vez tienen muchos lectores y partidarios fuera de él.
Ambos están en sintonía con varios aspectos del pensamiento y las relaciones sociales contemporáneas.
Ambos utilizan la imaginación fantástica como parte notable de toda su obra, y lo hacen de forma muy constante y peculiar.
Son el también novelista Bernardo Fernández “Bef” y Alejandra Gámez, autores respectivamente de dos obras que podrían llegar a ser clásicas en su especialidad: la novela gráfica El instante amarillo –segunda de su autor después de la muy celebrada Uncle Bill– y la serie The Mountain with Teeth, aparecida primero en línea y luego en libros; tres de ellos han sido editados de forma independiente –una campaña reciente en Kickstarter realizada por Gámez tuvo un éxito espectacular– y se ha anunciado la contratación de uno más por la editorial Océano.
Sin saberlo, muchísimas personas en México están interesadas en la imaginación fantástica. En su gran mayoría, han aprendido a buscarla exclusivamente como una distracción, una forma de escape, y no se les reconoce como un público porque no la buscan en los libros (ni siquiera en los que podrían ofrecerles lo que desean), sino en otras formas de consumo de mayor popularidad, como el futbol, YouTube, la televisión o las canciones de amor o violencia. Décadas de insistencia por parte de autores y aficionados de la narrativa de imaginación le han dado al menos una cierta cantidad de reconocimiento crítico, pero no la han vuelto un fenómeno de masas (como tampoco lo ha sido, por lo demás, casi ninguna obra ni corriente literaria hecha en México).
La narrativa gráfica, que se mueve por canales nuevos y tradicionales que no están asociados con los del reconocimiento de las élites o el público literarios, tiene sus propias dificultades, pero también, de entrada, la posibilidad de un alcance mayor, que no está limitado por la incomprensión o el menosprecio de la literatura que se puede encontrar en buena parte de la población de este país. Se puede ver en las redes sociales: la página de The Mountain with Teeth en Facebook tiene el día de hoy cerca de 210,000 seguidores, por ejemplo, y si bien este número no se acerca a las cifras comunes para cualquier músico o deportista realmente popular, es ocho veces más grande que el de los seguidores de Francisco Martín Moreno o Benito Taibo, dos autores con fans constantes y numerosos dentro de su especialidad y publicaciones habituales en línea.
De forma análoga, aunque con menos énfasis en la actividad en internet, Bef se convirtió en una figura popular –debe ser uno de los autores más queridos de México– con trabajos destacados en “géneros” como la narrativa policiaca, que actualmente es central en la literatura nacional por su facilidad para representar la violencia de nuestro estado en descomposición, pero que durante décadas fue menospreciada por la “crítica seria”.
Realizada en ambos casos con gran belleza y solvencia técnica, la narrativa de imaginación de El instante amarillo y The Mountain with Teeth tiene varias características que la vuelven muy actual. Esto no significa que ninguna represente literalmente situaciones de las que se consideran “de actualidad”, sino que parte de sus temas, sus influencias y estrategias narrativas y su visión del mundo están muy en consonancia con los de grandes públicos, especialmente jóvenes.
Donde más fácilmente puede verse es en cómo Bef y Gámez utilizan numerosas referencias de cultura pop en su trabajo: música, literatura, cine, televisión y (desde luego) cómics se citan constantemente, a veces como parte directa de sus tramas, a veces de formas subversiva o paródica y también, ocasionalmente, como telón de fondo de narraciones con otros propósitos. En ningún caso se trata de ejercicios dentro de los confines de un “género” masificado y bien reglamentado (como sí suelen serlo prácticas de apropiación como la fan fiction). Por ejemplo, la trama central de El instante amarillo es una historia de maduración y crecimiento, que podría haber sido tratada como un melodrama realista pero está constantemente marcada por escenas donde la imaginación de su protagonista se manifiesta, sobre la página, de manera objetivamente cierta. De la misma forma, detalles cotidianos de las tiras, páginas y viñetas de Gámez parecen tomados del natural pero se transfiguran en algo diferente –una realidad magnificada, hipertrofiada, y también más bella y compleja– al recurrir a lo fantástico.
Otro elemento central es el uso la autobiografía: los autores se asoman, sin ningún pudor, en sus páginas, a veces como personajes secundarios y a veces como protagonistas, pero siempre de manera reconocible. Tanto Gámez como Bef se representan seleccionando algunos de sus rasgos físicos más característicos –su peinado, su estatura, su vestimenta preferida– para crear imágenes icónicas de ellos mismos. Ninguno de los dos hace autoficción en el sentido estricto, pero sus lectores pueden hacerse la ilusión de conocerlos (o reconocerlos) incluso en sus historias más caprichosas.
Finalmente, aunque la personalidad que ambos proyectan en sus obras da una impresión de ternura y melancolía –subrayada por su estilo de líneas claras y sus paletas de colores–, también tiene un reverso: igual que las poses rituales de las selfies, que mezclan actitudes amistosas y agresivas, las obras gráficas de Gámez y Bef dejan entrever posturas ásperas, sarcásticas, que en Bef se resumen en una adopción consciente del carácter punk –como se entendía en sus años de formación, a fines del siglo XX– y en ambos resultan sumamente atrayentes porque resuenan con el modo en que muchísimas personas, jóvenes sobre todo, aprenden a manifestarse en línea y fuera de ella. Una seguidora elogia así a Gámez en Facebook: “me encanta la manera como nos muestra otra perspectiva de la cosas [que] para nosotros pueden ser tan comunes, ella nos enseña [que] todo tiene otro punto de vista”. Pero esas “cosas comunes”, en estos dos narradores, incluyen también numerosas relaciones sociales que suelen entablarse de modo calculadamente belicoso, sin demasiadas muestras de empatía, como para sobrecompensar una inseguridad profunda o con el deseo –parte de los valores de la actualidad– de superar a todos los demás en la tarea de mostrar una apariencia llamativa, que se entiende como fuente de gratificación personal e idealmente de fama verdadera.
Las obras de Bef y Gámez están documentando una contradicción importante en el pensamiento de las sociedades invididualistas, divididas, del occidente contemporáneo y por supuesto de México. Y lo logran con una sutileza y una claridad que sólo pueden conseguirse mediante la imaginación fantástica, que es una herramienta sumamente útil para explorar nuestra vida interior. Lástima de quienes solamente escriben (escribimos) alrededor de estos asuntos; por otra parte, si estos dos narradores estén marcando un camino que otros puedan seguir, la literatura de imaginación podría terminar ganando los públicos enormes que rara vez se ha atrevido siquiera a imaginar.