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Telaraña

Ayer, 13 de junio de 2021, se anunció en redes sociales la muerte de Mauricio Molina, gran narrador mexicano y maestro de la literatura de imaginación. Autor premiado, apreciado por sus colegas y querido por sus lectores, merecía (sin embargo) muchos más de los segundos. Quien llegue a esta nota a partir de la noticia de ayer, que no se pierda su novela Tiempo lunar (1993) o sus libros de cuentos, como La trama secreta (2012), La puerta final (2014) y Planetario (2017).
      «Telaraña» apareció publicado inicialmente en 2004, en la revista Letras Libres, y en 2008 dio título a otro volumen de relatos de Molina, publicado por la UNAM. Es un cuento que representa algunas de las obsesiones de su autor (como el amor y el sexo, o la crisis de una vida aparentemente normal cuando lo inexplicable se abre paso en ella) y su estructura, aparentemente sencilla, vuelve sobre sí misma poco a poco y finalmente, por decirlo de algún modo, se anuda; al llegar a esta complejidad, el cuento se vuelve también una muestra de la pericia y elegancia de un creador atento a la forma de sus historias, y a lo que la forma misma puede decir más allá de tramas y argumentos.



TELARAÑA
Mauricio Molina

Me despertó el sonido de un auto derrapando seguido de un fuerte golpe. Miré el reloj. Eran pasadas las dos de la mañana. La luz arenosa de la luna entraba por la ventana. Sumergida en un sueño profundo mi mujer murmuró unas cuantas palabras incomprensibles, abrió los ojos, se incorporó y se me quedó viendo como si fuera otra persona. Suspiró, miró a su alrededor, volvió a quedarse dormida. Ya estaba acostumbrado a esos brotes de sonambulismo. Yo también regresé al sueño. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que sonó el teléfono, como siempre a esas horas mucho más ruidoso de lo normal. Adriana se incorporó y contestó. Escuché a lo lejos su voz, como salida de un túnel lejano. Luego de decir algo como No es posible, Si aquí está, Deje ya de molestar, colgó con violencia. Percibí con los ojos entrecerrados su silueta desnuda en el umbral.
      —Quién era.
      —No sé, un imbécil que dice que acabas de estrellarte a unas cuadras de aquí.
      —Un borracho.
      —Seguro —respondió—. Vamos a dormir, estoy muerta de sueño.
      Me arrebujé bajo el edredón y le di la espalda.
      Sentí su cuerpo ligeramente más frío de lo normal pegándose al mío, buscando un poco de calor. Uno de sus brazos se aferró a mi hombro. En unos segundos volvimos a sumergirnos en el sueño. Hacía unos meses, desde que regresamos de un largo viaje, que mi mujer y yo habíamos dejado de hacer el amor. Llevábamos una extraña vida de hermanos. Al otro día, mientras tomábamos el primer café, Adriana me citó en un restaurante para cenar.
      —Necesito hablar contigo. Es importante.
      El día transcurrió normalmente. En la oficina me esperaban montones de manuscritos que había que dictaminar. Había una novela titulada Telaraña de la que no tenía la más mínima idea de qué opinar sobre ella. Era una historia muy simple en apariencia: el personaje moría en las primeras páginas aquejado de una rara enfermedad. En el segundo capítulo volvía a aparecer y continuaba con sus actividades normales. No era un flashback, ni una digresión, el personaje seguía vivo después de muerto. Su vida era tediosa y aburrida. La prosa del segundo capítulo era pesada y torpe, a diferencia del primer capítulo, pleno de dramatismo y acción. A la mitad de la novela el personaje volvía a morir, esta vez asesinado por su mujer sin ningún motivo aparente. Luego reaparecía y continuaba viviendo. La trama era absurda pero parecía funcionar de una manera muy extraña pese a sus incongruencias —o quizás deba decir que gracias a ellas. Al atardecer resolví rechazarla, así que redacté un dictamen lleno de veneno. En cuanto dejé la editorial me arrepentí, pero ya era demasiado tarde. La cita con Adriana me tenía un tanto ansioso.
      Cenamos en un restaurante muy discreto. Cuando llegaron los postres Adriana me miró a los ojos y me dijo:
      —Estoy preocupada por nosotros.
      Yo la miré aparentando sorpresa. Ya sabía lo que vendría.
      —Hace ya cinco meses que no hacemos el amor.
      Me sentí un poco incómodo. Escuchar aquello en pleno restaurante, bajo la mirada vigilante del mesero, me ponía demasiado incómodo.
      —No creo que sea momento de hablar de esto.
      —Pero yo quiero hablar de eso ahora, ¿no entiendes que estamos a punto de irnos a la mierda? —exclamó levantando la voz.
      —No es tan grave…
      Me miró con tristeza.
      Los ojos se le llenaron de lágrimas hasta que no pudo contener el llanto.
      —…llévame a la casa y déjame ahí. Quiero estar sola un rato, por favor…
      Mientras manejaba por la avenida, rumbo a la casa, Adriana me señaló algo.
      —Mira nada más a ésos…
      En un cajero automático había una pareja haciendo el amor. Estaban de pie, ella recargada sobre el tablero, la cabeza inclinada hacia la pantalla, con la falda subida y el calzón negro envolviéndole el tobillo. Él la penetraba con movimientos felinos, lentos y cautelosos.
      —Ésos sí que se la están pasando bien —me dijo en un tono de reclamo evidente.
      No hablamos hasta que llegamos a la puerta de la casa. Después de dejarla me dirigí a un bar donde sabía que me encontraría con mis amigos. Ordené un whisky doble, hablamos de futbol, libros y mujeres. En ese momento me di cuenta de que necesitaba distraerme. Estuve en el bar hasta pasada la medianoche.
      Encontré a Adriana dormida. Un ligero aroma a sexo, muy distante, impregnaba la habitación. Adriana dormía con la ropa interior que usábamos para hacer el amor en otro tiempo: unos pantaloncitos de encaje que tenían una abertura en el medio y un brasier negro. La créme de nuit reposaba en el buró, junto al reloj. No era difícil imaginarse lo que había pasado.
      Una hora después abrí los ojos. La sed estaba haciendo de las suyas, me dirigí a la cocina y me bebí un par de vasos de agua helada. El calor era insoportable. En ese momento, pasadas las dos de la mañana, sonó el teléfono. Descolgué de inmediato tratando de no despertar a mi mujer.
      —¿Ahí vive el señor Joaquín Ordóñez?
      —Sí, soy yo.
      A la voz del otro lado de la línea pareció no importarle lo que estaba diciendo.
      —Lamento comunicarle que tuvo un accidente.
      —No diga tonterías. Aquí estoy. Deje ya de molestar.
      Colgué. Me bebí otro vaso de agua, el teléfono volvió a sonar. Descolgué con furia.
      —¿Es suyo un Volvo gris con placas 411 MMC?
      —Sí…
      —Pues su auto está chocado entre la calle X e Y.
      —No me diga.
      Me asomé por la ventana, busqué mi auto. No estaba.
      —Voy para allá.
      Me vestí en silencio y salí sin hacer ruido.
      La calle en cuestión no estaba lejos, a unas cuantas cuadras de casa. A esas horas los mendigos y las prostitutas deambulaban por la zona. No tardé en encontrarme con las luces de las patrullas. Mi auto se había incrustado en un árbol añoso y seco. A juzgar por el estado del auto sería difícil que alguien pudiera haber sobrevivido al accidente. En el asiento del conductor había un hombre que tenía el rostro inclinado sobre el parabrisas y el volante clavado en el tórax.
      —Al parecer las bolsas de aire no le funcionaron… —dijo uno de los policías que escrutaban la escena.
      —¿Está muerto?
      Uno de los oficiales se acercó al conductor, lo movió hacia atrás, con cuidado recargándolo contra el asiento. Tenía el rostro desfigurado y estaba cubierto de sangre. Sentí un mareo muy fuerte, me incliné para vomitar y después de que mi cuerpo cayera sobre el pavimento, me desvanecí.
      Desperté en la madrugada junto al cuerpo de Adriana. Me incorporé y miré a mi alrededor. Estaba en mi cama. Después de incorporarme abrí la ventana y vi mi auto estacionado en la calle, como siempre. Otra pesadilla, pensé, y volví a dormirme.
      Al otro día por la mañana le conté mi sueño a Adriana. Ella también recordaba algo.
      —Oí el ruido de un choque muy cerca de aquí. También te sentí llegar y luego el teléfono también me despertó, pero estaba muy cansada y te dejé contestar. Incluso me pareció que saliste de la casa.
      —Pues desperté aquí hoy por la mañana.
      Nos encogimos de hombros y decidimos no darle importancia al asunto, confiados en que la tensión de la conversación durante la cena nos hubiese jugado una mala pasada mientras dormíamos.
      —Anoche pensé en algo —me dijo—: ¿Por qué no lo intentamos en otro lado? A lo mejor si nos vemos en un hotel podemos jugar un poco y solucionar las cosas.
      —No sé…
      —Mira, aquí muy cerca hay un hotelito al que siempre he querido ir. Voy a hacer reservaciones para esta noche y nos vemos ahí.
      —Bueno, me parece muy bien…
      —Vamos a jugar a que no nos conocemos y que nos encontramos en ese lugar. Dos desconocidos. Yo me encargo de todo.
      Debo de confesar que la idea me pareció más bien ingenua, pero la dejé hacer. No quería más problemas.
      —Nos vemos en la noche.
      —Ahí te espero. Voy a reservar a tu nombre.
      Sin embargo, ese día las cosas se complicaron en mi oficina y salí hasta muy tarde.Telaraña, la novela sobre la que había vertido todo mi veneno, había sido dictaminada elogiosamente por los otros lectores de la editorial y tuve que defenderme pese a que no estaba muy seguro de mi opinión. Finalmente cedí. La novela se publicaría y habría una campaña muy fuerte de difusión. Me sentí ridículo. Sólo deseaba irme a casa, darme un baño y cambiarme de ropa antes de llegar con Adriana. A toda velocidad, rápido como las obsesiones, tomé la avenida que conducía a mi domicilio. Sonó el celular. Era ella.
      —Ya llevo horas esperándolo, señor —me dijo y colgó.
      Como por instinto miré hacia el cajero automático donde habíamos visto a la pareja del día anterior. Ahí estaban de nuevo. Un hombre montando a una mujer bajo la luz blanquecina de un cajero automático. De pronto percibí, por el rabillo del ojo, una enorme masa oscura acercándose a toda velocidad hacia mi auto. Sentí el golpe, escuché el doloroso chillido de los neumáticos derrapando sobre el pavimento, y luego vi, como si estuviera viendo una película, cómo me estrellaba contra un árbol. La última imagen que percibí fue una telaraña de cristal formándose lentamente en el parabrisas después de golpear contra mi cabeza.
      Al cabo de un tiempo que me pareció enorme abrí los ojos. Un vago dolor recorría todo mi cuerpo, pero no tardó en desvanecerse por completo ni bien estuve plenamente despierto. Estaba en la habitación de nuestra casa y Adriana dormía profundamente. Al incorporarme para ir a tomar un vaso de agua, escuché que decía entre sueños:
      —Así… así… más…
      Vino un gemido incontrolable, después todo su cuerpo se contrajo en un espasmo. Vi sus pezones fantasmales sobresaliendo de la tela del camisón, los dedos de sus manos crispados y temblorosos. Estaba teniendo un orgasmo ahí, dormida, frente a mí. La imagen me excitó violentamente, pero no me atreví a despertarla. Nunca la había deseado más que en aquel momento: así, dormida, sumergida en sus propias fantasías y deseos.
      Mientras bebía un vaso de agua helada en la cocina, escuché de nuevo las llantas derrapando y el ruido de un golpe lejano. Ya sabía lo que vendría. Calculé que en unos minutos alguien llamaría, pero no lo hicieron. Afuera no estaba mi auto. Encendí un cigarrillo y esperé un rato, luego me vestí y salí a la calle. Caminé hasta el lugar donde había visto mi auto la noche anterior. Mientras recorría la avenida, escuché la voz de una prostituta que me decía:
      —¿No quieres venir, papacito? Hago lo que quieras… quinientos… tú dices… —vino un silencio y luego levantó la voz— ¡Por lo menos mírame y dime si no los valgo, hijo de la chingada!…
      Seguí caminando sin voltear a verla. Las prostitutas siempre me provocaron una mezcla de atracción y repulsión. En la esquina vi mi propio auto aplastado contra un árbol. El radiador humeaba. Era como si una mano gigantesca lo hubiese tomado entre sus dedos arrugándolo como un papel y lo hubiera arrojado ahí. Tomé el teléfono celular y llamé a emergencias.
      —Quiero reportar un accidente…
      Esta vez no había duda de que era mi vehículo y de que era yo mismo el que yacía muerto en el asiento del conductor. No me pareció extraño ni absurdo verme ahí, de nuevo, con el rostro pegado al parabrisas y el volante hundido en las entrañas. La sangre escurría de mi boca. Nadie podía haber sobrevivido a un accidente así. Escuché el lejano sonido de las sirenas aproximándose.
      Caminé de regreso a casa. No quería meterme en problemas. Esta vez, ocultándome entre las sombras de los árboles e intuyendo que no podía verme, miré a la prostituta. Llevaba un atuendo que no tardé en reconocer. Sólo vestía ropa interior bajo el abrigo que le había regalado a mi mujer en su cumpleaños. Llevaba los mismos pantaloncitos de encaje y el brasier negro. Las medias le llegaban hasta la mitad de los muslos. Cuando finalmente me aproximé a unos pasos, la reconocí. Tenía la mirada enloquecida de los sonámbulos.
      —Ándale papacito. Te lo dejo barato: quinientos el completo.
      Accedí de inmediato. No sabía si era un juego, si me había seguido o si aquello era un sueño. Qué más daba. Me condujo a un cajero automático. Entramos al pequeño recinto iluminado por una luz casi histérica. Se inclinó contra el tablero y me dijo:
      —Cógeme aquí.
      El tono de sus palabras provocó en mí una excitación instantánea. Al cabo de unos segundos, me hizo penetrarla. Una contracción y un golpe de su grupa bastaron para que mi sexo entrara sin dificultad.
      —Dame el dinero, susurró mientras se volteaba para besarme.
      Saqué los quinientos pesos del bolsillo de mi saco y se los puse en la mano. Arrugaba los billetes con placer.
      —Métemela más adentro, más, así, hasta el fondo…
      No sé cuánto tiempo estuvimos en el cajero automático, bajo aquella luz insistente, mientras nos filmaba la cámara de seguridad y pasaban esporádicos automóviles por la avenida muerta. Hicimos el amor de una manera violenta y estilizada, como cuando lo hacíamos antes de volver de nuestro viaje. Al cabo de un rato, exhausto, rasguñados y adoloridos, el sueño nos fue venciendo recostados en el duro piso de mosaico.
      No me pareció extraño despertar en el hospital. Los rasguños seguían ahí. También los golpes. Una voz lejana, como salida del fondo del mar, terminó de despertarme, aunque me negaba a abrir los ojos por completo. El olor del formol y la voz de Adriana parecían formar parte de una sola sensación. Sentí su mano fría en mi rostro febril. Escuché la voz del médico: no hay nada más que hacer. Intenté recordar qué me había pasado, pero no logré encontrar en mi memoria más que imágenes dispersas: el auto a toda velocidad por la avenida muerta, la sensación de que la máquina no respondía, el sonido de las llantas aullando como un animal herido sobre el pavimento, un árbol extendiendo sus ramas hacia mí, el golpe seco, mi rostro contra el parabrisas y una telaraña de cristal formándose alrededor de mi cabeza, Dejé que el sueño nuevamente me venciera…
      Sabía que despertaría de nuevo en otra parte.

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Nosotras

María Elena Llana (Cienfuegos, 1936) es una escritora y periodista cubana. Se ha dedicado principalmente al cuento, y la narración que sigue es una de las más famosas que tiene, pues ha aparecido en varias antologías. Es un cuento fantástico breve pero muy perturbador: a pesar de que su argumento parece muy simple (la aparición de un solo elemento sobrenatural en una vida ordinaria), no hay explicación racional posible para todos los sucesos contados. Siempre habrá alguno que no «encaje», y en ese desajuste está la fascinación de lo que Llana cuenta (sucede igual, por ejemplo, en más de una película de David Lynch).
      «Nosotras» se publicó primero en el libro La reja (1965). Agradezco a Caleb Solórzano por enviarme el enlace de esta copia en línea del cuento.
      (Nota: las personas nacidas en este siglo podrán ver al final de esta página el tipo de teléfono que utiliza la protagonista.)

María Elena Llana y María Elena Llana

NOSOTRAS
María Elena Llana

Soñé que venían de la Compañía a cambiar el número del teléfono. “Me alegro mucho”, dije, “porque se pasan el día llamando a un número parecido y porque otros, cualquiera sabe quién o quienes, llaman justamente los sábados a las tres de la madrugada…”. Bueno, a ellos no les interesó mucho mi alegría. Lo cambiaron y eso fue todo. Y yo, en vez de mirar al redondelito del centro del aparato, ahí donde se escribe el número, les pregunté: “¿Qué número es?”. Y me respondieron: “El 20-58”.
      Brumas. Algo incoherente. Brumas. Despierto y doy los pasos de siempre: desayuno, me lavo los dientes, tiendo la cama… Empieza un día como otro. Sin saber por qué, nunca se sabe exactamente por qué, al mediodía un número surge en mi cerebro, aletargado por la blandura de la hora. “El 20…” Ligero gesto de extrañeza. ¿El 20…? Brumas. Algo incoherente. Brumas. ¡El 20-58! Sonrisa. ¡Es verdad, el 20-58! E inmediatamente, el gesto fatal: coger el teléfono y canalizar una infantil curiosidad… Rac-rac-rac-rac. Y un timbrazo opaco y lejano inicia la conversación. Alguien descuelga y, pese a los vericuetos del hilo, la voz llega extrañamente lisa, extrañamente familiar.
      —Oigo.
      —¿Qué casa?
      —¿A quién desea?
      —¿Es el 20-58?
      —Sí.
      Esa voz, esa voz… Bueno, continuemos la tontería. Si se supone que ése es mi nuevo número, preguntaré por mí misma.
      —Con… Fulana.
      —Es la que habla.
      Claro, algo de estupor. Estas cosas nunca pueden evitarse. Momento de vacilación. Algo incoherente pero ahora sin brumas. Insistencia desde el otro lado.
      —Sí, soy yo, ¿quién es?
      Total desconcierto. Mi misma imagen devuelta… Bueno, hay que salir de esto. No se me ocurre nada más que la verdad y la digo no sin cierto temor.
      —Soy yo, Fulana.
      Pudo colgar, pudo decir cualquier cosa, pudo no decir nada, pudo hablar en copto, pero lo que no debió decir nunca fue lo que dijo:
      —Al fin me llamas.
      Me arriesgo:
      —Pero oye…, soy Fulana… de Tal.
      —Sí, ya lo sé. También yo soy Fulana de Tal.
      Es demasiado. Un estremecimiento me recorre el espinazo… Ahora ya no sé qué decir. Esta vez, sin contenerme, en espera a que la otra cuelgue, cuelgo yo y me quedo con la mano sobre el auricular, mirando el aparato como si fuera un animalejo que de un momento a otro pudiera echar a andar. Suspiro. Me recuesto en el sofá. ¿Una broma? ¿Habré hablado en sueños? ¿Se enteraría alguien de…? ¡Pero si es imposible!
      Y ya todo gira como el rac-rac-rac-rac del 20-58. Puedo ir y venir por la casa, arreglar este adornito, enderezar aquel marco, calentar el café, pero es como si estuviera vigilada. Como si los ojos que me siguen salieran del teléfono; no que estuvieran agazapados en él, sino que simplemente esperaran su momento. Había dicho “Al fin me llamas”, y pudiera creerse que llevaba esperando mil años, por sólo hablar de los últimos tiempos. Voy y vengo; rehuyo cruzar muy cerca del teléfono y después me río de mis aprensiones. ¡Como si tuviera garras que fueran a cogerme por la saya!. Hacia las seis de la tarde ya no puedo más. Descuelgo. Me falta un poco la respiración. Rac-rac-rac-rac. El corazón tamborilea mientras aguardo. Cuando al fin oigo su voz ya no sé qué me pasa.
      —Oigo.
      No puedo evitarlo, tartamudeo:
      —¿El…20…58…?
      —Sí.
      —¿Quién habla?
      La voz me salió valiente, pero la respuesta tuvo el mismo efecto de un cubito de hielo concienzudamente pasado a lo largo de la columna vertebral.
      —Sí, soy yo. Ya sé que eres tú otra vez.
      —¿Yo? ¿Quién?
      —Yo misma.
      Esto parece complicarse. Ahora me acometen deseos de discutir. Digo con acento de poner las cosas en su lugar:
      —Tú misma, no. Yo misma.
      —Es igual.
      —Pero aunque todo esto fuera algo juicioso, yo estoy primero.
      —¿Por qué? ¿No eres Fulana de Tal?
      —Sí, desde luego.
      —Pero es que yo soy Fulana de Tal.
      —Aunque sea verdad, hay que aclarar que tú eres también Fulana de Tal.
      —¿Y por qué? Yo soy Fulana de Tal. Tú eres Fulana de Tal también.
      Ahora ya no me desconcierta, me molesta. Estoy enfureciéndome, pero de pronto… Sí, pudiera ser… Hay que investigar un poco más, eso es todo. Han sido coincidencias, pero las coincidencias acaban por fallar cuando se razona. Mi voz suena conciliadora, casi gentil, cuando digo:
      —Es mejor ir despacio. Veamos: las dos nos llamamos Fulana de Tal y eso es ya una casualidad.
      —¿Tú crees?
      Su tonito irónico, desafiante, me desarma. Continúo todo lo gentil que puedo, dadas las circunstancias.
      —Yo nací en el pueblo de…
      —De X, exactamente. Yo nací allí; hija de Zutana y Esperancejo.
      Trago en seco, pero no me dejo abatir. Le espeto como un fiscal:
      —¡Segundo apellido!
      —Tal, querida. Soy Tal y Tal.
      Ahora ya empiezo a sentirme decididamente mal. ¿Quién puede saber todo eso? ¿De quién es la broma? ¿De quién el ardid? Ella toma la iniciativa:
      —¿Qué te pasa? ¿Por qué ponerse así? ¿Ves que no miento? ¿Por qué habría de hacerlo?
      Quisiera contenerme. Si en definitiva es cierto lo que ocurre, no hay razón para que ella lo tome así, tranquilamente, y yo lo tome así, arrebatadamente. Pero me siento engañada. Siento que alguien se ha confabulado. No puedo evitarlo. Entonces, jugándome el todo por el todo, pregunto:
      —Si somos la misma, debemos serlo en todo, ¿no? ¿Cómo estoy vestida?
      —Con mi bata…, es decir, voy a evitar el posesivo. Con la bata de casa azul. Por cierto que ya el descosido de la manga molesta.
      —Sí, molesta, pero…
      Me detengo. ¿Por qué camino estoy tomando? ¿Es que voy a transigir? No, no. Ahora ella habla otra vez, es decir, no tengo constancia de que sea “ella”. Para ser más exacta, me escucho decir:
      —La aguja está en una esquina de la gaveta superior de la mesita de noche. La dejaste allí la última vez que la usaste, y yo, desde luego, la volví a colocar. Cuando creíste que se había perdido, era que yo estaba zurciendo la sayuela rosada.
      Ahora empiezo a flaquear. Ayer me sorprendió ver la sayuela cosida y deduje que lo había hecho la lavandera, lo que es muy extraño, pero no le vi otra explicación. Sea como sea algo se ha ablandado en mí. Casi estoy a punto de suplicar cuando digo:
      —¿A qué conduce esto?
      —No sé. Fuiste tú quien llamó, ¿recuerdas? ¿Por qué lo hiciste?
      ¿Qué puedo contestarle? ¿Decirle lo del sueño? De pronto me siento infeliz. Todas las fuerzas ceden ante esta repentina autoconmiseración… Ella me hace dar un salto:
      —Por favor, me haces sentir mal. ¿Por qué este estado de ánimo?
      Ya no puedo menos que indignarme.
      —¿Hasta cuándo va a durar esto?
      —Hasta que tú quieras. Basta que cuelgues. Nunca te he molestado, ¿no?
      ¿Por qué balbuceo? No lo sé:
      —¿Y si… si cuelgo…?
      —No volverás a saber de mí, como hasta ahora. Todo esto lo empezaste tú.
      Estoy dispuesta a colgar. Hay algo irritante en… en… ¡bueno, en ella! Pero ha sido tan comprensiva, tan paciente, ¿qué derecho tengo para enojarme? Sin embargo, aun a riesgo de parecer infantil, pregunto:
      —¿Puedo saber cuál es tu dirección?
      —Está en la Guía.
      —¿A nombre de quién?
      —Mío, desde luego.
      Estoy a punto de caer en la trampa, pero reacciono:
      —Si tu nombre es el mío, lo buscaré y encontraré mi propia dirección.
      —Es lógico.
      Ya vuelvo a desesperarme.
      —Pero y entonces, ¿cómo puedes tener un teléfono distinto?
      —La que lo tiene distinto eres tú.
      ¿Se estará poniendo agresiva? Su tono ha sido ya algo molesto. Sonrío. Me empiezo a adueñar de la situación. Quizá con un poco de sangre fría llegue a desconcertarla. Quizá me lo diga todo. Quizá…, ¡pero ahora recuerdo que tengo que hacer una salida urgente! Voy a decírselo cuando ella me interrumpe:
      —Bueno, creo que por hoy es bastante. Tengo que hacer. Cuando quieras, ya sabes dónde me tienes.
      —Sí, sí…, yo también tengo que…
      ¡Qué curioso! Cuando recuerdo que se hace tarde, ella parece recordar lo mismo. Bueno, no sé si despedirme o no. No quisiera ser grosera, pero tampoco tengo por qué ser amable. Ella, sin embargo, apresura las cosas. En el fondo se lo agradezco.
      —Hasta otra ocasión, ¿eh?
      Y cuelga. Me quedo con el auricular en la mano. Lo miro. Me paso la otra mano por la frente. Otra vez lo inexplicable me cerca, como esas pesadillas en las que no podemos despegar los pies del suelo. La urgencia del tiempo me decide. Cuelgo de una vez y voy a mi habitación, a vestirme. No sé exactamente qué traje ponerme, pero voy directamente hacia el claro, de algodón… Es como si alguien ya hubiese decidido por mí. La idea me desconcierta, pero entonces ya tengo presencia de ánimo para desecharla. “No, no”, me digo, “mejor es no pensar en eso. Si está, en el caso de que ‘esté’, es allí, en el teléfono, esperando en el 20-58.” El razonamiento es desesperadamente pobre, pero lo hago por tranquilizarme y me tranquiliza, al menos mientras me visto. Sin embargo…, el germencito no ha muerto; la raicilla de la misma idea se agita buscando sol. Hasta que aflora: “¿Y si la llamo, sin teléfono?” Bastaré decir su nombre, que es el mío, y esperar… ¿Contestará?”. En esto he terminado de vestirme y voy al tocador. Cuando alzo los ojos estoy a punto de retroceder. Esos ojos, esos ojos, los míos, que acaban de reflejarse en el espejo, no parecen haberse alzado en este momento. Es como si ya hubieran estado mirándome. Me apoyo en la mesa del tocador. ¿Es sensación de vahído? Sé que estoy a punto de gritar y no quiero, sencillamente no quiero. Así que cojo la cartera y echo a correr hacia la puerta.
      Ya en la escalera estoy casi en disposición de sonreír, como si me hubiera escapado de una trampa. Pienso que el aire de la calle me refrescará, que todo esto ha de pasar como si la salida de la casa pudiera significar un cambio en las cosas, y al regreso todo esté olvidado.
      Empiezo a bajar la escalera. Aún el ¡pram! de la puerta al cerrarse resuena en el fondo de mis tímpanos, cuando me detengo. Sé que he hecho ese gesto de sorpresa, un gesto cortado que me mantiene con la mirada fija al frente por un instante y que hace que los labios balbuceen algo…
      —Las llaves…, no metí las llaves en la cartera.
      Suspiro. Estoy casi derrotada. Hago memoria y veo las llaves, claramente, encima del aparador. Allí las dejé anoche cuando volví del cine. Allí estaban mientras hablé por teléfono…, ¡esa maldita conversación! Desde el sofá las veía cada vez que mis ojos recorrían la pieza, mientras hablaba. Y la salida precipitada, la estúpida huida de mi casa, me hizo olvidarlas… ¿Y ahora? De momento siento la necesidad imperiosa de volver. No puedo irme sabiendo que al regreso no podré entrar.
      Subo los dos o tres escalones que he bajado. Me paro a mirar tontamente la puerta cerrada. Vacilo. De pronto se me ocurre y no me doy tiempo a rechazar la idea. Toco el timbre y retrocedo expectante… No sé si la sangre ha aumentado su velocidad dentro de cada vena, de cada arteria, de cada humilde vasito capilar. No sé si, por el contrario, se ha detenido. Como tampoco sé si es frío o calor lo que me invade, deseos de reír tranquila o de echar a correr despavorida, cuando la puerta empieza a abrirse, lentamente, frente a mí.

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El mar nocturno

He aquí una curiosidad: un cuento escrito inicialmente por Robert Hayward Barlow (1918-1951). Aficionado a la literatura de terror y, en su adolescencia, narrador incipiente, Barlow fue parte de las primeras generaciones de la cultura del fanzine en los Estados Unidos. Sin embargo, no se convirtió en escritor profesional, y su cuento no se recordaría de no ser porque, luego de que lo terminara, el texto fue revisado y modificado nada menos que por H. P. Lovecraft (1890-1937).
      Lovecraft fue responsable de muchas «revisiones» semejantes. Algunas fueron de textos de colegas y discípulos, y otras se realizaron por encargo: eran una de las formas en las que el escritor se ganó la vida en sus últimos años. La revisión de este cuento pertenece a la primera categoría, pues Barlow fue también parte del círculo de discípulos de Lovecraft, que lo descubrían en revistas y luego establecían contacto con él.
      Barlow se volvió amigo de Lovecraft y ambos mantuvieron una copiosa correspondencia. Con el tiempo, Lovecraft viajó a Florida en más de una ocasión para visitar a Barlow en su casa (algo rarísimo para un autor recluso como él). Finalmente, antes de morir, lo nombró su albacea literario…, aunque la tarea de la difusión póstuma de Lovecraft acabó, luego de conflictos diversos, por recaer en otros discípulos, como August Derleth. Barlow abandonó la literatura para dedicarse a la antropología; emigrado a México, se convirtió en profesor y estudioso importante de las culturas precolombinas. Su muerte fue un suicidio, en apariencia por miedo al chantaje de un alumno que amenazaba con revelar su homosexualidad.
      «The Night Ocean» apareció primero en el periódico The Californian en 1936; posteriormente ha sido incorporado a colecciones de las obras en colaboración de Lovecraft y también a alguna edición de la obra de Barlow. Como no encontré una buena traducción del cuento, hice una nueva, que busca replicar en castellano el estilo y la atmósfera peculiar que logran sus dos autores. Es importante decir que, si bien «El mar nocturno» es un cuento de miedo, no se debe encuadrar en los famosos «Mitos de Cthulhu» de Lovecraft. Su argumento está desligado de aquel universo narrativo, y su mayor interés es que intenta sugerir el horror desde el pensamiento de un solo individuo (este es uno de esos cuentos raros con un único personaje, y casi nada de acción), aislado y solo en un lugar remoto. Cualquier semejanza con cada uno de nosotros en los meses de pandemia es pura coincidencia.
      (De hecho, preferiría que se le viera como un pequeño regalo, ahora que estamos tan cerca de terminar este año –terrible– de 2020.)

Robert H. Barlow [fuente]

EL MAR NOCTURNO
R. H. Barlow y H. P. Lovecraft

Fui a Ellston Beach no sólo por los placeres del sol y del océano, sino para dar descanso a mi mente fatigada. Como no conocía a ninguna persona en el pueblo, que vive de los turistas en verano y sólo tiene ventanas vacías durante la mayor parte del año, no parecía probable que nadie me molestara. Esto me agradaba, pues no quería ver nada más que la extensión de las olas batientes y la arena que se extenderían ante mi hogar temporal.
      Mi largo trabajo veraniego estaba terminado cuando dejé la ciudad, y el diseño del enorme mural que era su producto ya estaba inscrito en el concurso. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando el último pincel quedó limpio, ya no me sentía renuente a entregarme a las exigencias de mi salud y buscar descanso y aislamiento por algún tiempo. De hecho, a una semana de llegar a la playa sólo recordaba de vez en cuando el trabajo cuyo éxito me había parecido tan importante hacía tan poco. Ya no estaba la antigua preocupación por cien complejidades de color y ornamento; tampoco el miedo ni la desconfianza en mi propia habilidad para representar una imagen mental, o para convertir mediante mi sola destreza una idea vagamente concebida en un cuidadoso diseño. Y sin embargo, lo que más tarde me sucedió ante la costa solitaria pudo haber ocurrido únicamente a causa de la constitución mental que estaba detrás de aquella preocupación y miedo y desconfianza. Porque yo siempre he sido un buscador, un soñador, y alguien que reflexiona sobre el buscar y el soñar. ¿Y quién puede decir que tal naturaleza no abre los ojos sensibles a mundos y órdenes insospechados de la existencia?
      Ahora que intento contar lo que vi, soy consciente de mil limitaciones enloquecedoras. Cosas percibidas mediante la visión interior, como las imágenes relampagueantes que llegan mientras derivamos hacia el vacío del sueño, nos son más vívidas y significativas en esas formas que cuando buscamos fundirlas con la realidad. Si se aplica la pluma al sueño, el color se le va. La tinta con la que escribimos parece diluida con algo que retiene demasiado de la realidad, y al final encontramos que no podemos delinear el recuerdo increíble. Es como si nuestro ser interior, separado de los lazos de la objetividad y la vigilia, se gozara con emociones cautivas que se agotan deprisa cuando intentamos traducirlas. En sueños y visiones están las más grandes creaciones del hombre, porque en ellas no existe el yugo de la línea ni del color. Escenas olvidadas, y tierras más oscuras que el mundo dorado de la infancia, brotan en la mente dormida para reinar hasta que el despertar las ahuyenta. De ellas se puede obtener algo de la gloria y el contento que anhelamos; algún vislumbre de nítidas bellezas, sospechadas, pero aún sin revelar, que son para nosotros lo que el Santo Grial era para las almas místicas del medievo. Dar forma a estas cosas en la rueda del arte, buscar algún trofeo descolorido de aquel ámbito intangible de sombra y niebla, requiere por igual destreza y memoria. Pues aunque los sueños están en todos nosotros, pocas manos pueden sujetar sus alas de mariposa sin romperlas.
      Esta narración no posee semejante destreza. Si pudiera, revelaría a ustedes los eventos insinuados que yo percibí oscuramente, como quien atisba en una región sin luz y entrevé formas cuyo movimiento se le oculta. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con una multitud de otros en el edificio para el que habían sido planeados, había intentado igualmente atrapar un fragmento de aquel elusivo mundo de sombras, y tal vez había tenido más éxito del que ahora tendré. Mi estadía en Ellston era para esperar el dictamen de mi diseño; cuando unos días de comodidad inusitada me dieron un poco de perspectiva, descubrí que –a pesar de las debilidades que un creador siempre detecta con más facilidad– había conseguido realmente retener en líneas y colores algunos fragmentos arrebatados al mundo infinito de la imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente desgaste de todas mis facultades, habían minado mi salud; estaría en la playa durante aquel período de espera.
      Como deseaba estar enteramente solo, renté (para deleite de su incrédulo propietario) una pequeña casa a cierta distancia de la aldea de Ellston; ésta, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas, todos de nulo interés para mí. La casa, sin pintar, oscurecida por el viento marino, no estaba siquiera en la periferia de la aldea: se encontraba más abajo, en la costa, como un péndulo bajo un reloj detenido, muy aislada sobre una colina de arena cubierta de hierbajos. Como un animal solitario, se agazapaba mirando el mar, y sus ventanas sucias e inescrutables miraban una extensión desolada de tierra y cielo y mar enorme. No estaría bien usar demasiada imaginación en una narración cuyos hechos, de poder ser realzados y encajados unos con otros como piezas de un mosaico, serían por sí mismos bastante extraños; sin embargo, diré que la pequeña casa me pareció solitaria desde que la vi, y consciente como yo de su naturaleza insignificante ante el gran mar.
      Tomé posesión de la casa a fines de agosto, un día antes de la fecha acordada, y encontré una camioneta y dos trabajadores que descargaban los muebles que proporcionaba el propietario. No sabía entonces cuánto tiempo me quedaría, y cuando se fue el vehículo que había traído los enseres yo dejé en el suelo mi escaso equipaje y cerré la puerta con llave (me sentía todo un dueño, viviendo en una casa después de meses de rentar un cuarto) para bajar por la colina cubierta de hierba hacia la playa. Como era de planta cuadrada y sólo tenía un cuarto, la casa requería poca exploración. Dos ventanas de cada lado proveían una gran cantidad de luz, y una puerta había sido colocada, como de último minuto, en la pared que daba al océano. El lugar había sido construido unos diez años antes, pero a causa de su distancia de Ellston era difícil que se alquilara incluso durante la temporada alta del verano. Como no tenía chimenea, se quedaba vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque apenas estaba a una milla de Ellston, parecía más lejano, pues una curva de la costa ocasionaba que, mirando en su dirección desde la casa, no se viera más que dunas cubiertas de hierba.
      El primer día, cuya primera mitad había pasado mientras me instalaba, lo empleé en disfrutar el sol y el agua inquieta: la callada majestad de ambos hacía que el diseño de murales pareciese algo lejano y fastidioso. Pero esto era la reacción natural a un largo periodo de atención a un solo conjunto de hábitos y actividades. Había acabado mi trabajo y mis vacaciones comenzaban. Este hecho, aunque me eludiera en aquel momento, se veía en todo lo que me rodeó aquella tarde de mi llegada, y en el cambio total respecto de mis circunstancias anteriores. El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor. No había ninguna otra persona cerca de mí, y yo disfrutaba del espectáculo sin la molestia de objetos ajenos a aquel escenario. Cada uno de mis sentidos era tocado de forma diferente, pero a veces parecía que el rugir del mar era afín al gran resplandor, o como si las olas brillaran en vez del sol: todo era tan vigoroso que las impresiones diferentes orígenes se mezclaban. Curiosamente, no vi a nadie bañándose cerca de mi casita cuadrada durante aquella tarde, ni en las posteriores, aunque la costa ondulante tenía una playa amplia, aún más invitante que la de la aldea, donde la espuma quedaba salpicada de figuras. Supuse que esto se debería a la distancia, y a que nunca había habido otras casas abajo del pueblo. No entendí por qué existía semejante extensión sin aprovechar cuando gran cantidad de viviendas se amontonaban en la costa norte, apuntando hacia el mar sin mirarlo.
      Nadé hasta el final de la tarde, y luego, tras un descanso, caminé hasta el pueblito. La oscuridad me ocultaba el mar cuando llegué, y encontré en las luces lóbregas de las calles evidencias de una vida que no estaba siquiera consciente de aquello tan enorme, envuelto en tinieblas, que estaba tan cerca. Había mujeres pintadas con adornos de oropel y hombres aburridos que ya no eran jóvenes: un tropel de absurdas marionetas, amontonadas en el borde del abismo del océano: no veían y no querían ver lo que había sobre ellas y a su alrededor, en la grandeza multitudinaria de las estrellas y las leguas del mar nocturno. Caminé por la orilla de aquel mar oscurecido de regreso a mi humilde casita, proyectando la luz de mi linterna hacia el vacío desnudo e impenetrable. Como no había luna, esa luz creaba un haz sólido que contorneaba las crestas de la inquieta marea. Sentí una emoción inefable, nacida del ruido de las aguas y la percepción de mi pequeñez inconcebible, mientras iluminaba con mi luz diminuta aquel ámbito inmenso, y a la vez sólo el borde negro de las profundidades terrestres. Esa profundidad nocturna, sobre la que los barcos se desplazaban en tinieblas que me impedían verlos, producía el murmullo de una turba distante y enfurecida. Cuando llegué a mi residencia pensé que no me había encontrado con nadie durante la caminata de una milla desde la aldea, y sin embargo, de algún modo, me quedaba la impresión de haber tenido todo el tiempo la compañía del espíritu del mar solitario. Estaría encarnado, pensé, en una forma que no se me revelaba, pero que se paseaba en silencio más allá del alcance de mi comprensión. Era como aquellos actores que esperan en penumbras tras la escenografía, listos para los parlamentos que en poco tiempo los pondrán ante nuestra vista, para hablar y actuar ante la luz reveladora de las candilejas. Finalmente me sacudí esta fantasía y busqué mi llave para entrar en la casa, cuyas paredes desnudas me dieron una súbita sensación de seguridad.
      Mi cabaña estaba totalmente aislada, como si hubiera salido a vagar por el sur del pueblo y luego no hubiera podido regresar; y allí no escuchaba el clamor inquietante cada noche, cuando volvía después de la cena. En general me quedaba sólo un rato en las calles de Ellston, aunque a veces las visitaba para darme el gusto de un paseo. Había las muchas y habituales tiendas de curiosidades y marquesinas falsamente elegantes que llenan los pueblos vacacionales, pero jamás entré en ellas. El lugar parecía útil sólo por sus restaurantes. Era sorprendente el número de las cosas inútiles a las que la gente se entregaba.
      Al principio hubo una serie de días llenos de sol. Me levantaba temprano y contemplaba el cielo gris, encendido con la promesa de la luz, que después se cumplía ante mis ojos. Esos amaneceres eran fríos, y sus colores se deslucían al compararlos con la uniforme luminosidad de la mañana, que da a cada hora la blancura del mediodía. Esa fuerte luz, tan notable el primer día, hizo que los subsecuentes fueran una sola página amarilla en el libro del tiempo. Noté que a muchas personas en la playa no les gustaba ese sol inusitado, mientras que yo lo buscaba. Después de mis meses grises de trabajo, el letargo inducido por una existencia física en una región gobernada por las cosas simples –el viento y la luz y el agua– hizo pronto efecto en mí; y como estaba ansioso por continuar el proceso curativo, pasaba todo mi tiempo al aire libre, bajo el sol. Esto me llevó a un estado a la vez impasible y sumiso, y me dio una sensación de seguridad ante la noche voraz. Así como la oscuridad se asemeja a la muerte, así la luz a la vitalidad. Gracias a la herencia de hace un millón de años, cuando los hombres estaban más cerca de su madre el mar, y cuando las criaturas de las que provenimos yacían lánguidas en el agua poco profunda, atravesada por el sol, todavía buscamos las cosas primarias cuando estamos agotados, sumergiéndonos en su seductora seguridad, como aquellos medio-mamíferos primigenios que aún no se aventuraban a la tierra lodosa.
      La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. Pero cuando ella las olvida, también las olvidamos nosotros. Aunque la conocemos desde siempre, la mar debe mantener un halo de extrañeza, como si algo demasiado vasto para tener forma acechara en el universo del que ella es la puerta. El océano de la mañana, brillante de reflejos de niebla azul y blanca, de espuma diamantina, captura los ojos de quienes reflexionan en las cosas extrañas, y sus intrincadas redes, a través de las cuales se deslizan peces de incontables colores, tienen el aspecto de algo enorme y perezoso que un día se levantará de las profundidades inmemoriales para caminar sobre la tierra.
      Estuve contento por muchos días, y alegre de haber escogido la casa solitaria que se posaba, como un pequeño animal, sobre aquellas suaves lomas de arena. Entre las diversiones agradablemente inconsecuentes de semejante vida, me dio por seguir la línea de la marea (donde las olas trazaban un borde húmedo e irregular, decorado con espuma evanescente) por largas distancias, y a veces encontraba curiosos fragmentos de conchas entre los restos traídos casualmente por el mar. Había una cantidad sorprendente de ellos en la costa cóncava a la que miraba mi pequeña y sencilla casa, y supuse que las corrientes que se alejaban de la playa a la altura de la aldea debían alcanzar aquel sitio. En todo caso, mis bolsillos –cuando tenía– generalmente guardaban grandes cantidades de basura, la mayor parte de la cual tiraba una hora o dos después de levantarla, preguntándome por qué la había conservado. Una vez, sin embargo, encontré un pequeño hueso cuya naturaleza no pude identificar, salvo que ciertamente no provenía de un pez; este lo conservé, junto con una perla o cuenta de metal de buen tamaño, cuyo diseño minuciosamente tallado era bastante inusual. Éste retrataba una cosa con aspecto de pez sobre un fondo de algas –en vez de los diseños comunes, florales o geométricos– y aún se podía ver claramente pese a estar desgastado por muchos años de dar vueltas en las olas. Como nunca había visto nada parecido, supuse que debía representar alguna moda, ya olvidada, de algún año previo en Ellston, donde semejantes tendencias eran comunes.
      Había estado allí tal vez una semana cuando el clima empezó un cambio gradual. Cada etapa de este oscurecimiento progresivo era seguida por otra sutilmente más intensa, de modo que al final la atmósfera entera a mi alrededor se había vuelto más vespertina que diurna. Lo percibí más como una serie de impresiones mentales que por sucesos realmente presenciados. Mi casita estaba sola bajo los cielos grises, y a veces había golpes de viento húmedo que llegaba desde el mar. El sol era desplazado por largos intervalos de nubosidad: capas de niebla gris, más allá de cuya profundidad desconocida estaba la luz, desterrada. Aunque brillara con la misma intensidad tras aquel enorme velo, no podía penetrar. La playa quedaba prisionera en una bóveda descolorida durante largos periodos, como si parte de la noche se fuera filtrando en las otras horas.
      Aunque el viento era vigorizante, y el océano se rizaba en pequeños torbellinos de actividad gracias al errático golpeteo de las olas, descubrí que el agua se enfriaba cada vez más, por lo que ya no pude quedarme en ella tanto como antes. Así pasé al hábito de dar largas caminatas, que –cuando era incapaz de nadar– me daban el ejercicio que buscaba con tanto ahínco. Estas caminatas cubrían una porción más grande de la costa que mis vagabundeos previos, y como la playa se extendía por varios kilómetros más allá de la rústica aldea, con frecuencia me encontraba totalmente aislado en una zona interminable de arena en las últimas horas de la tarde. Cuando esto sucedía, caminaba deprisa a lo largo de la orilla murmurante, siguiéndola para no desviarme hace el interior y perder mi camino. Y a veces, cuando esos paseos ocurrían tarde (y así era cada vez con más frecuencia) llegaba a la casa achaparrada, que parecía una vanguardia de la aldea, sin siquiera darme cuenta. Insegura sobre los riscos mordidos por el viento, una mancha oscura en los tonos mórbidos del anochecer marino, la casa se veía más solitaria que bajo la plena luz del sol o de la luna, y yo la imaginaba como un rostro mudo, inquisitivo, vuelto hacia mí en espera de algún acontecimiento. He dicho ya que el lugar estaba totalmente aislado, y esto en principio me agradó; pero en aquellos breves momentos en que el sol dejaba un rastro sangriento en su declive, y la oscuridad avanzaba pesadamente como una sombra informe y en expansión, había en el lugar una presencia extraña: un espíritu, un ánimo, una impresión que provenía de las ráfagas de viento, el cielo gigantesco, y aquel mar que expelía olas negras sobre una playa que súbitamente se volvía ajena. En esos momentos sentía una inquietud sin causa definida, aunque mi naturaleza solitaria me había habituado desde mucho antes al silencio y la voz antiguos de la naturaleza. Esos recelos, que no podría haber descrito con seguridad, no me afectaban mucho, y sin embargo pienso ahora que, todo aquel tiempo, una conciencia gradual de la inmensa desolación del océano se abría paso en mí: una inquietud que se hacía sutilmente horrible por indicios –nunca más que eso– de una vitalidad o una conciencia que me impedían estar completamente solo.
      Las calles del pueblo, ruidosas y amarillentas, con su actividad curiosamente irreal, estaban muy lejos, y cuando iba allí por mi cena (por no confiar en una dieta basada enteramente en mis exiguas habilidades culinarias), me preocupaba cada vez más, de modo bastante poco razonable, la idea de volver a mi cabaña antes de que fueran las altas horas de la noche, aunque con frecuencia me quedaba fuera hasta más o menos la diez.
      Me dirán que semejante conducta es insensata: que de haber tenido un temor infantil a la oscuridad, debía evitarla por completo. Me preguntarán por qué no me iba de aquel lugar si su aislamiento me estaba deprimiendo. A todo esto no tengo respuesta, salvo que cualquier inquietud que sintiera, cualquier perturbación que me produjeran algunas breves vistas del sol que se oscurecía, o el viento ansioso y salado, o el manto del mar oscuro, como una tela enorme arrojada cerca de mí, tenía la mitad de su origen en mi propio corazón, se mostraba solamente en instantes fugaces, y no tenía efectos duraderos en mí. Durante las mañanas de luz diamantina, mientras olas traviesas se arrojaban festoneadas de azul a la costa cubierta de sol, el recuerdo de ánimos oscuros parecía más bien increíble, aunque sólo una hora o dos más tarde yo podía volver a experimentarlos, y descender a una oscura sima de desesperación.
      Tal vez estas emociones interiores eran sólo un reflejo del ánimo del océano mismo, pues aunque la mitad de lo que vemos esté coloreada por la interpretación que le dan nuestras mentes, muchos de nuestros sentimientos están influidos de manera muy evidente por sucesos externos, físicos. La mar puede atarnos a sus muchos humores susurrándonos por medio de una sombra sutil o un resplandor en las olas, y sugiriendo de estas maneras su abatimiento o su regocijo. Ella siempre está recordando viejas cosas, y esos recuerdos, aunque nosotros no podamos comprenderlos, se nos comunican, para que podamos compartir su alegría o su remordimiento. Como no estaba trabajando, ni viendo a nadie que conociera, acaso era susceptible a aspectos de sus crípticos mensajes que hubieran sido ignorados por alguien más. El océano rigió mi vida durante todo aquel fin de verano; lo exigía, como recompensa por la salud que me había traído.
      Varias personas se ahogaron en la playa ese año, y aunque escuché de los casos únicamente por casualidad (así es nuestra indiferencia a una muerte que no nos concierne, y que no atestiguamos), supe que los pormenores eran desagradables. La gente que moría –y algunos eran nadadores de habilidad por encima del promedio– no era encontrada sino hasta muchos días después, y la horrible venganza de las profundidades se ensañaba con sus cuerpos en descomposición. Era como si el mar los arrastrara a un cubil profundo, los triturara en la oscuridad y, cuando al fin quedaba seguro de que ya no le servían, los llevara a la costa en aquel estado espantoso. Nadie parecía saber qué causaba aquellas muertes. Su frecuencia causaba alarma a la gente timorata, pues la resaca en Ellston no era fuerte y no se sabía de tiburones en las cercanías. No supe si los cuerpos mostraban señales de algún ataque, pero el miedo de una muerte que se mueve entre las olas y ataca a gente sola desde un lugar sin luz, sin movimiento, es uno que los hombres conocen y que no les gusta. Deben encontrar deprisa una razón para semejante muerte, incluso si no hay tiburones. Como éstos eran sólo una causa posible, y una que a mi entender jamás se confirmó, los nadadores que se quedaron el resto de la temporada se mantenían más en alerta ante mareas traicioneras que ante cualquier posible animal marino.
      El otoño, en verdad, ya no estaba lejos, y algunas personas lo tomaron como excusa para alejarse del mar, donde los hombres eran arrebatados por la muerte, y marcharse a la seguridad de tierra adentro, donde el océano no puede ni oírse. Así terminó agosto, y yo había estado muchos días en la playa.
      Había habido amenaza de tormenta desde el cuatro del nuevo mes, y el seis, cuando salí a caminar entre el viento húmedo, una masa de nubes sin forma, incoloras y opresivas, apareció sobre el mar rizado y plomizo. El viento, que no soplaba en una dirección particular y en cambio agitaba e inquietaba el aire, daba una sensación de algo por venir, una señal de vida en los elementos que podía ser la esperada tormenta. Yo había almorzado en Ellston, y aunque el cielo parecía la tapa de un gran ataúd, me aventuré lejos por la playa, apartándome del pueblo y de mi casa hasta perderlos de vista. Cuando el gris universal empezaba a mancharse de un púrpura de carroña –curiosamente brillante pese a su matiz sombrío–, me encontré a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no parecía muy importante, pues a pesar de los cielos oscuros, y de su agregado resplandor de presagios desconocidos, yo estaba de un curioso humor desapegado que se parecía a aquel brillo: un ánimo que destellaba en un cuerpo súbitamente alerta y sensible a perfiles, formas y significados que antes habían estado ocultos. Oscuramente, llegó a mí un recuerdo, sugerido por la semejanza de aquella escena con una que había imaginado cuando, de niño, se me había leído un cuento. El cuento –en el cual no había pensado en muchos años– trataba de una mujer que era amada por el rey, de oscura barba, de un reino subacuático, en cuyos riscos imprecisos habitaban seres con aspecto de pez; ella era arrebatada de su rubio prometido por un ser oscuro, coronado con una mitra sacerdotal, y con las facciones de un viejo simio. Lo que había quedado en un rincón de mi imaginación era la imagen de riscos bajo el agua, contra el no-cielo, sombrío y turbio, de semejante entorno; lo recordé, aunque había olvidado la mayor parte de la historia, de manera bastante inesperada, al ver la misma unión de risco y cielo. Aquello era similar a lo que había imaginado en un año ya perdido salvo por impresiones incompletas y aleatorias. Vestigios del cuento pueden haber quedado detrás de ciertos recuerdos inconclusos e irritantes, y en ciertas virtudes insinuadas a mis sentidos por escenas cuyo valor real era terriblemente pequeño. Con frecuencia, en destellos de percepción momentánea (las condiciones, más que el objeto percibido, son lo importante), sentimos que ciertas escenas y composiciones –un paisaje de hojas, un vestido de mujer a la vera de un camino por la tarde, o la solidez de un árbol centenario contra el cielo de una mañana pálida– tienen un algo precioso, una virtud dorada que necesitamos comprender. Y sin embargo, cuando una escena o composición así es vuelta a ver después, o desde otra perspectiva, hallamos que ha perdido su valor o significado para nosotros. Tal vez la cosa que vemos no tiene aquella cualidad elusiva, sino que sólo sugiere a la mente alguna otra, muy distinta, que permanece en el olvido. La mente, desconcertada, sin darse cuenta del todo de esta apreciación fugaz, se vuelca en el objeto que la excita, y se sorprende al no hallar en él nada de valor. Así ocurrió cuando contemplaba las nubes manchadas de púrpura. Tenían la majestuosidad y el misterio de las torres de un antiguo monasterio en el crepúsculo, pero su aspecto era también el de los riscos en el antiguo cuento de hadas. Al recordar de pronto aquella imagen perdida, esperé a medias ver, en la espuma fina y sucia entre las olas –que ahora parecían hechas de negro vidrio de gota–, la figura horrenda del ser con aspecto de mono, tocado con una mitra salpicada de verdín, caminando desde su reino en algún golfo perdido, donde aquellas olas eran el cielo.
      No vi ninguna criatura semejante del reino de la imaginación. Pero mientras el viento helado cambiaba de dirección, rasgando los cielos con un crujir de cuchillo, apareció en la oscuridad en que las nubes y el agua se tocaban un objeto gris, como un trozo de madera flotante, meciéndose impreciso en la espuma. Estaba a una distancia considerable, y como desapareció pronto, podría no haber sido madera, sino una marsopa salida a la superficie agitada.
      Pronto noté que me había quedado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se aproximaba y enlazando mis fantasías infantiles con su grandiosidad, porque empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia helada, trayendo un aspecto sombrío más uniforme a una escena que ya era demasiado oscura para aquella hora. Corrí sobre la arena gris, sentí el impacto de las gotas frías sobre mi espalda, y poco después mi ropa estaba totalmente empapada. Las gotas incoloras formaban largos hilos entretejidos: un telón desplegado desde un cielo remoto. Luego de ver que no podría llegar seco a ningún refugio, reduje la velocidad de mi carrera, y volví a mi casa caminando, como bajo un cielo claro. No tenía mucho sentido darse prisa, aunque no me demoré como en ocasiones previas. Mi ropa mojada y apretada se enfriaba sobre mi piel, y en la oscuridad creciente, con el viento que soplaba sin cesar desde el océano, no pude reprimir un temblor. Y sin embargo había, pese a la incomodidad causada por la lluvia, una emoción latente en las masas púrpura de las nubes y en las reacciones que causaban en mi cuerpo. Con un humor mitad de exultante placer por resistir la lluvia (que chorreaba sobre mí, y llenaba mis zapatos y mis bolsillos), y mitad de extraño aprecio de aquellos cielos mórbidos e imperiosos que flotaban con alas oscuras sobre el mar movedizo y eterno, caminé por la gris extensión de arena de Ellston Beach. Más rápido de lo que había esperado, mi casita apareció entre la lluvia oblicua y golpeteante, y todas las hierbas de la colina arenosa se retorcían acompañando el frenesí del viento, como si quisieran arrancarse solas y viajar lejos unidas al aire. El mar y el cielo no se habían alterado en absoluto, y la escena era la que me había acompañado en el trayecto, salvo que ahora estaba pintada sobre ella la casa de techo encorvado, como cediendo bajo el peso de la lluvia. Me apresuré a subir los frágiles escalones y pasé a la estancia seca, donde, inconscientemente sorprendido por estar libre del viento incesante, me quedé de pie por un momento, con el agua escurriendo de cada centímetro de mí.
      Hay dos ventanas en el frente de esa casa, una de cada lado, y ambas miran casi directamente hacia el océano, que ahora veía medio oscurecido por los velos superpuestos de la lluvia y de la noche inminente. Miré por esas ventanas mientras me ponía un conjunto improvisado de ropas secas, que tomé de un perchero y de una silla con demasiadas cosas encima como para sentarme en ella. Estaba totalmente aprisionado por una penumbra antinatural, que se había filtrado en algún momento a cubierto de la tormenta. No sabía cuánto tiempo había estado sobre la arena húmeda y gris, o qué hora era realmente, aunque tras un rato de rebuscar encontré mi reloj, que por suerte había dejado en casa, con lo que había evitado que se empapara como mi ropa. Quise descifrar la hora mirando las manecillas apenas alumbradas, un poco menos incomprensibles que los números en la esfera. Después de un momento mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –mayor en la casa que más allá de las ventanas empañadas– y descubrí que eran las 6:45.
      No había visto a nadie en la playa mientras entraba a la casa, y naturalmente no esperaba ver más nadadores aquella noche. Sin embargo, cuando volvía a mirar por la ventana tuve la clara impresión de ver unas figuras que se destacaban sobre el cochambre de la noche lluviosa. Conté tres, moviéndose de un lado para otro de una forma que no comprendí, y otra más cerca de la casa…, aunque podría no haber sido una persona, sino un tronco arrojado por las olas, que ahora golpeaban con fiereza. Me sorprendí no poco, y me pregunté por qué razón aquellas rudas personas se quedaban fuera en semejante tormenta. Luego pensé que tal vez, igual que yo, habían sido atrapadas por la tormenta y se habían rendido a sus húmedas ráfagas. Poco después, llevado por cierta hospitalidad civilizada que se impuso a mi amor de la soledad, fui a la puerta y salí momentáneamente (a costa de volverme a mojar, pues la lluvia cayó de inmediato sobre mí con exultante furia) a mi pequeño porche, haciendo gestos hacia aquellas personas. Pero, sea porque no me vieron, o porque no me entendieron, no devolvieron mis saludos. Apenas visibles, se quedaron inmóviles, sorprendidos, o tal vez esperando alguna otra acción de mi parte. Había algo en su actitud que se parecía a aquel vacío críptico, que significaba cualquier cosa o nada, que también se veía en la casa, a la luz mórbida del atardecer. Súbitamente, tuve la sensación de que había algo siniestro en aquellas figuras inmóviles que elegían quedarse bajo la lluvia, de noche, en una playa totalmente vacía de gente, y cerré la puerta con una actitud de fastidio que buscaba (vanamente) esconder una corriente más profunda de miedo: un temor voraz que se elevaba desde las sombras de mi conciencia. Poco después, cuando volví a la ventana, parecía no haber nada afuera salvo la noche ominosa. Vagamente intrigado, y aún más vagamente asustado –como quien no ve nada alarmante, pero se siente aprensivo por lo que podría hallar en la calle oscura que pronto deberá cruzar–, decidí que probablemente no había visto a nadie, y que la turbidez del aire me había engañado.
      La sensación de aislamiento que pendía sobre aquel lugar se incrementó aquella noche, aunque apenas más allá de mi vista, en la playa más al norte, cien casas se alzaban bajo la lluvia y las sombras, con sus luces amarillas y mortecinas sobre calles de cristal pulido, como ojos de duende reflejados en un estanque oleaginoso en mitad del bosque. Sin embargo, como no podía verlas, ni alcanzarlas en aquel mal tiempo –pues no tenía un auto, ni forma de marcharme de la casita salvo caminando en aquella oscuridad infestada de sombras–, me di cuenta de que me había quedado virtualmente solo con el mar pavoroso que se agitaba entre la niebla, oculto, insondable. Y la voz del mar se había convertido en un áspero gruñido, como el de un animal herido que intentara volver a levantarse.
      Tratando de rechazar a las sombras con una lámpara sucia –pues la oscuridad se metía por mis ventanas y se posaba en los rincones, para quedarse mirándome como una bestia paciente–, preparé mi comida, pues no tenía intenciones de salir a la aldea. Parecía ser increíblemente tarde, aunque no eran las nueve cuando me fui a la cama. La oscuridad había llegado temprano, furtivamente, y durante el resto de mi estadía se mantuvo allí, elusiva, sobre cada escena y cada acción que contemplé. Algo se había desprendido de la noche: algo siempre indefinido, pero que me hacía experimentar algo latente, así que yo era como otra bestia, esperando el movimiento repentino de un enemigo.
      El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.
      La mañana trajo un sol debilitado: un sol como el que verán los hombres cuando el mundo sea viejo, si es que quedan hombres. Un sol más cansado que el cielo enlutado y enfermo. Apenas un eco de su antigua imagen, Febo se esforzaba por penetrar las nubes desgarradas y ambiguas cuando yo desperté, y a veces enviaba un chorro oro pálido a la esquina noroeste de mi casa, a veces se apagaba hasta que sólo era una bola luminosa, como un juguete increíble olvidado en el patio del cielo. Tras un tiempo, la lluvia, que debía haber continuado durante toda la noche, había tenido éxito en borrar los vestigios de las nubes púrpura que habían sido como los riscos marinos en un cuento de hadas. Como se le había quitado tanto el sol naciente como el poniente, ese día se mezcló con el anterior como si la tormenta intermedia no hubiera traído una gran oscuridad al mundo, y en cambio hubiera crecido y se hubiera extinguido en una sola tarde. Sintiéndose más animado, el sol furtivo usó toda su fuerza para dispersar la vieja niebla, ahora rayada como una ventana sucia, y expulsarla de su reino. El día azul e insustancial progresó a medida que se reitraban aquellas oscuras volutas, y el vacío que me había rodeado se retrajo a un lugar más alejado, en el que se mantuvo, agazapada y a la espera.
      El sol había recobrado su antigua claridad, y el antiguo resplandor había vuelto a las olas, cuyas formas azules y juguetonas se habían congregado sobre la costa antes de que el hombre apareciera, y se regocijarían, sin que nadie las viera, cuando el hombre estuviera olvidado en los sepulcros del tiempo. Bajo la influencia de esos leves consuelos, como quien cree en la sonrisa amistosa de un enemigo, abrí mi puerta, y cuando ésta giró hacia fuera, una mancha oscura en el torrente de luz que entraba en la casa, vi que la playa estaba totalmente limpia de toda huella, como si ningún pie antes que los míos hubiera perturbado la lisura de la arena. Con la rápida de elevación de espíritu que sigue a un periodo de inquieta depresión, sentí –como una mera rendición, sin que mediara mi voluntad– que mi propia memoria era limpiada de la desconfianza, la sospecha y los miedos enfermos de toda una vida, tal como la mugre de una ribera sucumbe a una crecida de las aguas, y es llevada, y desaparece. Había un aroma pungente de hierba húmeda, como de las páginas mohosas de un libro, mezclado con un olor dulce nacido de prados del interior calentados por el sol; ambos llegaban a mí como una bebida embriagadora, que corría y cosquilleaba por mis venas como si quisieran comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, y hacerme flotar vertiginosamente en la brisa sin rumbo. Y conspirando con estas cosas, el sol seguía rociándome, como la lluvia del día anterior, pero con inagotables lanzas brillantes, como si también quisiera ocultar esa presencia intuida y remota, que se movía más allá de mi vista y sólo se dejaba notar por algún roce descuidado con el borde de mi conciencia, o por la ilusión de blancas figuras que observaran desde el vacío del océano. Ese sol, una fiera esfera sola en el torbellino del infinito, era como una horda de polillas doradas contra mi rostro levantado. Un cáliz blanco y burbujeante, lleno de incomprensible fuego divino, que por cada espejismo que me concedía se guardaba otros mil. De hecho, el sol parecía indicar el camino a reinos tranquilos y fantasiosos: si yo lo reconociera, podría vagar en ellos con la misma extraña felicidad. Cosas así provienen de nuestro propio interior, pues la vida nunca ha revelado sus secretos; sólo en nuestra interpretación de las imágenes que sugiere podemos encontrar éxtasis o sosiego, de acuerdo con nuestro ánimo. Y sin embargo, una y otra vez sucumbimos a sus engaños, creyendo por un tiempo que esta vez sí podremos encontrar la alegría prometida. Y de este modo, la fresca dulzura del viento, en la mañana tras una noche siniestra (cuyas insinuaciones malévolas me habían dado más inquietud que cualquier amenaza a mi propio cuerpo) me hablaba en susurros de antiguos misterios ligados sólo parcialmente con la Tierra, y de placeres que se volvían más nítidos porque yo sólo me creía capaz de experimentarlos en parte. El sol, el viento y aquel olor que ambos levantaban me hacían pensar en festivales de dioses, cuyos sentidos son un millón de veces más poderosos que los de los hombres, y cuyos goces son un millón de veces más sutiles y prolongados. Me insinuaban que todo aquello podía ser mío si me entregaba por completo a su poder, resplandeciente y engañoso. Y el sol, un dios agazapado de carne celestial y desnuda: un fuego poderoso, enigmático al que el ojo no podía mirar, parecía casi sagrado ante la percepción agudizada de mis nuevas emociones. La luz etérea y tonante que emitía era una que que todas las cosas debían venerar con asombro. El sinuoso leopardo en su selva verde y profunda debía haberse detenido para considerar sus rayos, dispersos por la maleza, y todas las cosas nutridas por ellos debían haber atesorado su brillante mensaje en un día como aquel. Porque cuando ya no esté, allá en las profundidades de lo eterno, la Tierra quedará perdida y negra en el vacío infinito. Esa mañana, en la que participé del fuego de la vida, y cuyo placer fugaz quedará a salvo del paso de los años, se agitaba con el llamado de cosas extrañas, cuyos nombres elusivos no pueden escribirse.
      Mientras caminaba hacia la aldea, preguntándome cómo se vería después del baño –muy necesario– que le habría dado la lluvia tenaz, vi, enredada en un resplandor de humedad iluminada por el sol, que se posaba sobre él como un velo amarillo, un pequeño objeto: parecía una mano, estaba a unos seis metros de mí, y la espuma de las olas lo tocaba una y otra vez. La conmoción y el asco surgidos en mi mente, al ver que era en efecto un trozo de carne podrida, se impusieron a mi contento previo y me hicieron imaginar, con desconcierto, que sí podía ser una mano. Ciertamente no había pez, ni parte de un pez, que pudiera verse así; yo creía ver dedos largos, medio fundidos por la descomposición. Le di la vuelta a la cosa con un pie, pues no deseaba tocar algo tan repugnante, y se adhirió al cuero de mi zapato como con la fuerza de la putrefacción. Aquello, pese a casi no tener formar, tenía demasiada semejanza con lo que yo temía que pudiera ser, y yo lo empujé hasta ponerlo al alcance de una ola rumorosa, que lo apartó de mi vista con una prontitud que las orillas de la mar rara vez muestran.
      Tal vez debí reportar mi hallazgo; sin embargo, su naturaleza era demasiado ambigua para justificar alguna acción. Dado que había sido parcialmente comido por algún ser horrible del océano, no me pareció que pudiera identificarse y volverse evidencia de una posible tragedia aún desconocida. Los numerosos casos de personas ahogadas, desde luego, me vinieron a la cabeza, así como otras ideas, aún más malsanas, que se quedaron sólo como conjeturas. Lo que fuera que hubiera sido aquel fragmento traído por la tormenta, incluso un pez o un animal semejante al hombre, nunca antes que ahora he hablado de él. Después de todo, no había pruebas de que la putrefacción no lo hubiera distorsionado, simplemente, hasta hacerlo adoptar aquella forma.
      Me acerqué al pueblo, asqueado por la presencia de semejante objeto en la belleza aparente de la playa limpia, aunque era algo horriblemente típico de la indiferencia de la muerte en un mundo natural que junta la podredumbre con la belleza, y tal vez tiene más afecto por la primera. En Ellston no escuché de ningún ahogado reciente ni de otros accidentes en el mar, ni encontré referencia a sucesos semejantes en las columnas del diario local, el único que leí durante mi estancia.
      Es difícil describir el estado mental en el que me hallaron los días subsecuentes. Siempre propenso a las emociones mórbidas, cuya angustia podía ser inducida por causas ajenas a mí mismo, o bien surgidas de los abismos de mi propio espíritu, yo estaba abrumado por un sentimiento que no era miedo ni desesperación, ni de nada semejante, sino más bien una conciencia de la fealdad constante y la suciedad oculta de la vida: una sensación que era en parte un reflejo de mi propio interior y en parte resultado de los pensamientos que aquel objeto mordisqueado y podrido, que acaso había sido una mano, me había traído. En aquellos días mi mente era un lugar de riscos sombríos e imprecisas figuras en movimiento, como el reino antiguo e ignoto de mi cuento de hadas. En breves punzadas de amargura, sentía la gigantesca oscuridad de este universo opresivo, en el que mis días y los días de mi raza eran nada para las estrellas destrozadas: un universo en el que toda acción es vana e incluso la emoción de la pena es un desperdicio. Las horas que previamente había pasado con un poco de salud recobrada, de contento y bienestar físico, las dedicaba ahora (como si aquellos días de la semana anterior hubieran terminado definitivamente) a una indolencia como la de aquel a quien ya no le interesa vivir. Estaba envuelto por el temor, patético y somnoliento, de un destino inevitable; del odio de las estrellas que me observaban y de las olas, enormes, negras, deseosas de aplastar mis huesos. De la venganza, de la majestad horrenda, indiferente, del mar nocturno.
      Algo de la oscuridad e inquietud del mar había penetrado mi corazón, así que yo vivía en un tormento ciego, irracional, y no menos agudo por su origen misterioso y por la cualidad extraña, sin motivo, de su existencia vampírica. Ante mis ojos estaban los recuerdos de las nubes púrpureas, la extraña esfera de metal, la espuma estancada, la soledad de mi casita oscura, y la vanidad ridícula de la aldea veraniega. No fui más a la aldea, pues me parecía sólo una falsificación de la vida. Como mi propia alma, se alzaba ante un mar oscuro y ávido, un mar que cada vez me resultaba más odioso. Y entre aquellas imágenes recordadas, corrompida y nauseabunda, estaba la del objeto cuyos contornos humanos me hacían dudar cada vez menos sobre qué había sido alguna vez.
      Estas palabras garabateadas no pueden comunicar la espantosa desolación que había caído sobre mí (y que yo deseaba aliviar: así de profundo se había metido en mi corazón). Ella me hablaba de cosas terribles y desconocidas que me rondaban, cada vez más cerca. No era locura: más bien, era una percepción demasiado clara y precisa de la oscuridad que está más allá de esta frágil existencia, iluminada por un sol momentáneo que no está más a salvo que nosotros mismos. Una conciencia de futilidad que pocos pueden experimentar sin que les impida por siempre regresar a la vida. La certeza de que, dondequiera que fuese, y por mucho que combatiera con el poder que le quedaba a mi espíritu, no podría ganar el menor terreno al universo hostil, ni prolongar por un instante más la vida a mí confiada. Temeroso de la muerte como de la vida, agobiado por un terror sin nombre y, pese a ello, incapaz de olvidar las escenas que lo evocaban, yo estaba esperando cualquier consumación de horror que aún aguardara en la inmensa región más allá de los muros de la conciencia.
      Así me encontró el otoño, y volví a perder lo que había ganado de la mar. El otoño en las playas: un tiempo triste que no está marcado por hojas escarlata ni por ningún signo de los habituales. Un mar atemorizante que no cambia, aunque cambie el hombre. Sólo hubo un enfriamiento de las aguas, a las que ya no quise entrar: un oscurecimiento fúnebre del cielo, como si eternidades de nieve se prepararan a descender sobre las olas espantosas. Empezado aquel descenso, no terminaría jamás: seguiría bajo el sol blanco, amarillo y carmesí, y por fin bajo el pequeño rubí que solamente se rendiría al sinsentido de la noche final. Las aguas, antes amistosas, balbuceaban sin sentido, y me lanzaban extrañas miradas, y sin embargo no hubiera podido decir si la oscuridad del paisaje era reflejo de mis propios pensamientos, o si la tiniebla en mi interior era causada por lo que sucedía fuera de mí. Sobre la playa y sobre mí había caído una sombra, como la de un pájaro que nos sobrevolara en silencio: uno cuya mirada atenta no sospechamos hasta que la imagen en la tierra replica la del cielo, y miramos de pronto hacia arriba para encontrar que algo nos ha estado acechando, volando a nuestro alrededor en círculos.
      El día fue a fines de septiembre. El pueblo había cerrado los hoteles donde la insana frivolidad regía vidas huecas, atenazadas por el miedo, y donde viejos títeres llevaban a cabo sus locuras veraniegas. Los títeres fueron descartados, sucios con las últimas sonrisas y ceños fruncidos que se les habían pintado, y no quedaban cien personas en el pueblo. Una vez más, se permitió que los ordinarios edificios con fachadas de estuco que miraban la costa empezaran a deteriorarse por la acción del viento. A medida que el mes se acercaba al día al que me refiero, en mí se fue encendiendo la luz de un amanecer gris e infernal, en la que –me parecía– alguna oscura taumaturgia sería completada. Yo temía menos a aquella magia que a la continuación de mis horribles sospechas –menos que a las insinuaciones de algo monstruoso que acechaba tras bambalinas–, de modo que era con más curiosidad que verdadero temor que yo esperaba el día de horror que parecía acercarse. El día, repito, fue a fines de septiembre, aunque no estoy seguro si fue el 22 o el 23. Esos detalles han desaparecido bajo el recuerdo incompleto de lo sucedido: episodios que no deberían atormentar a ninguna existencia ordenada, por las detestables insinuaciones (y solamente insinuaciones) que contienen. Supe que había llegado la hora por una intuición alarmante del espíritu, una revelación demasiado profunda para que pueda explicarla. Durante las horas del día, esperé la noche; impaciente, tal vez, de que la luz del sol desapareciera, como un reflejo apenas atisbado en aguas ondulantes. De los eventos del día mismo no recuerdo nada.
      Ya había pasado mucho tiempo desde que la tormenta portentosa hubiera echado su sombra sobre la playa, y yo estaba decidido –luego de dudas sin causa tangible– dejar Ellston, pues hacía cada vez más frío y ya no iba a regresar a mi antigua tranquilidad. Cuando llegó un telegrama para mí (que se quedó dos días en la oficina de Western Union antes de que me localizaran: así de poco se conocía mi nombre) diciendo que mi diseño había sido aceptado, y había vencido a todos los otros en el concurso, fijé la fecha de mi partida. Recibí la noticia, que en otro momento del año me hubiera afectado enormemente, con extraña apatía. Parecía tan remota de la irrealidad que me rodeaba, tan remota de mí, como si se le hubiera enviado a una persona a la que no conocía, y sólo hubiera llegado a mí por accidente. Con todo, su llegada me obligó a completar mis planes y dejar la casita de la costa.
      Sólo quedaban cuatro noches a mi estancia cuando tuviero lugar los últimos de aquellos eventos cuyo significado está más en la impresión oscuramente siniestra que los rodeaba que en ninguna amenaza evidente. La noche había caído sobre Ellston y sobre la costa, y una pila de platos sucios era testigo de mi comida reciente y de mi pereza. La oscuridad llegó mientras me sentaba, con un cigarrillo, ante una de las ventanas que miraban al mar: era un líquido que gradualmente llenó el cielo y bañó a la luna, monstruosamente elevada. La planicie del mar que colindaba con la arena brillante, la ausencia total de un árbol o de cualquier otra figura, y la mirada de aquella alta luna me dejaron ver, de pronto, la vastedad de mi entorno. Apenas unas pocas estrellas se asomaban, como para acentuar con su pequeñez la majestad del orbe lunar y de la marea incesante.
      Me había quedado adentro, temeroso por alguna razón de salir hacia el mar en semejante noche de informes portentos, pero escuchñe a las olas murmurar secretos de un saber inaudito. Un viento proveniente de ningún lugar me traía el soplo de una vida extraña y palpitante –la encarnación de todo lo que había sentido y sospechado–, que ahora se agitaba en los abismos del cielo y debajo de las olas silentes. No podría decir en qué lugar se fundía aquel misterio con un sueño antiguo y espantoso, pero como quien se para junto a quien duerme, sabiendo que pronto despertará, yo me senté ante la ventana, sosteniendo un cigarrillo consumido casi por completo, para mirar la luna ascendente.
      Gradualmente, sobre aquel paisaje siempre en movimiento pasó un resplandor, intensificado por los del cielo, y me pareció estar bajo una compulsión creciente a mirar lo que pudiera ocurrir. La playa se vaciaba de sombras, y sentí que se llevaban cualquier refugio para mis pensamientos cuando llegara aquello que iba a llegar. Aquellas que se quedaban eran de ébano, insondables: trozos inmóviles de oscuridad que se extendían entre los rayos crueles y brillantes. La imagen eterna formada por orbe lunar –ya muerto, sea cual haya sido su pasado, y frío como los sepulcros inhumanos que guarda entre las ruinas de siglos polvorientos, más antiguos que el hombre– y el mar –movido, tal vez, por alguna vida desconocida, alguna conciencia ignota– me enfrentaba con horrible viveza. Me levanté y cerré la ventana: fue en parte por un impulso interior, pero sobre todo, creo, una excusa para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Ahora, de pie ante los cristales cerrados, ningún sonido llegaba hasta mí. Los minutos parecían eternidades. Yo esperaba, como mi propio corazón temeroso y la escena inmóvil ante mí, el signo de alguna vida inefable. Había puesto la lámpara sobre una caja en el rincón oeste del cuarto, pero la luna era más brillante, y sus rayos azules invadían lugares donde la lámpara apenas alumbraba. El resplandor antiguo de la luna, redonda, silenciosa, caía en la playa como lo había hecho por eones, y yo esperé, atormentado por la expectación, que se hacía dos veces más aguda por la falta de satisfacción, y la incertidumbre sobre cuál extraña conclusión podría suceder.
      Afuera de la casita, la blanca iluminación sugirió vagas formas espectrales cuyos movimientos irreales, fantasmales, parecían burlarse de mi ceguera, igual que voces no escuchadas se burlaban de mi atenta escucha. Por larguísimo tiempo, me quedé quieto, como si el Tiempo y el tañido de su gran campana se hubieran enmudecido. Y sin embargo no había nada que temer: las sombras cinceladas por la luna no tenían contornos antinaturales y no me ocultaban nada. La noche estaba silenciosa –lo sabía, pese a mi ventana cerrada– y todas las estrellas fijas, melancólicas, en un cielo de oscura grandeza. No había movimiento entonces, ni hay palabras de mi parte ahora, capaces de revelar mi predicamento: de describir al cerebro aprisionado en carne que, aterrado, no se atrevía a romper el silencio, pese a que era una tortura. Como si esperara la muerte, y seguro de que nada podría expulsar el peligro que mi alma enfrentaba, me volví a sentar, con un cigarrillo ya olvidado en la mano. Un mundo silencioso resplandecía más allá de las ventanas sucias y baratas, y en otro rincón del cuarto un par de sucios remos, puestos allí antes de mi llegada, compartieron la vigilia de mi espíritu. La lámpara ardía sin cesar, dando una luz enferma, del color de la piel de un cadáver. La miré de tanto en tanto, por la distracción que me daba y vi que muchas burbujas se alzaban y se desvanecían, inexplicablemente, en la base llena de keroseno. Más curioso, el pabilo no emitía calor. Y de pronto me di cuenta de que la noche entera no era fría ni caliente, sino extrañamente neutra, como si las fuerzas físicas se hubieran suspendido, violentando las leyes serenas de la existencia.
      Entonces, con un chapoteo sordo que envió ondas del agua plateada hasta la costa, e hizo ecos de miedo en mi corazón, algo emergió nadando más allá de la rompiente. Podría haber sido un perro, un ser humano o algo más extraño. No podía saber que la estaba mirando –o tal vez no le importaba– pero como un pez deforme nadó entre los reflejos de las estrellas y se sumergió bajo la superficie. Tras un momento volvió a salir, y esta vez, como estaba más cerca, vi que llevaba algo sobre su hombro. Supe, entonces, que no podía ser un animal, y que era un hombre o algo parecido a un hombre, que se acercaba a la tierra desde el mar oscuro. Pero nadaba con una facilidad espantosa.
      Mientras yo miraba, pasivo, lleno de horror, con la mirada fija de quien espera la muerte de otro y sabe que no puede evitarla, el nadador llegó a la cosa, aunque demasiado lejos hacia el sur para que yo pudiera discernir del todo su aspecto o su silueta. Con un extraño trote, mientras sus zancadas dispersaban chispas de espuma alumbrada por la luna, emergió y se perdió entre las dunas más allá de la playa.
      Ahora me poseía una súbita recurrencia del miedo que había muerto en los momentos previos. Me llenó un frío estremecimiento, aunque el aire el cuarto, cuya ventana ya no me atrevía a abrir, estaba más bien cargado. Pensé en lo horrible que sería que algo entrara por una ventana que no estuviera cerrada.
      Ahora que ya no podía ver a la figura, sentí que se mantenía en algún sitio cercano, en las sombras, o bien que me miraba desde cualquier ventana que no estuviese vigilando. Así que empecé a mirar, ansiosa, frenéticamente, por todas las ventanas, una tras otra, con miedo de encontrarme realmente con un rostro intruso, pero incapaz de refrenarme y cesar aquella pavorosa inspección. Pero aunque miré durante horas, ya no hubo nada más sobre la playa.
      La noche llegó a su fin, y con éste empezó el reflujo de aquella extrañeza: la que había hervido como un brebaje maligno, había llegado al borde del caldero en un instante, había hecho una pausa, y luego había comenzado a descender, llevándose consigo cualquier mensaje de lo desconocido que hubiera traído. Como las estrellas que prometen la revelación de terribles y gloriosos recuerdos, nos llevan a venerarlas mediante ese engaño, y luego no nos dan nada. Había llegado peligrosamente cerca de aprehender un antiguo secreto, que se había aventurado cerca de los sitios humanos y había acechado, con cautela, en el borde mismo de lo conocido. Y sin embargo, al final, no tenía nada, pues sólo se me había dado un vislumbre de aquella cosa furtiva, oscurecido por los velos de la ignorancia. No puedo ni concebir qué era eso, que podría haberse mostrado de haber estado yo más cerca del nadador que fue hacia la costa, en vez de hacia el océano. No sé que hubiera sucedido si el brebaje hubiera sobrepasado el borde del caldero, para derramarse en una cascada de revelaciones. El mar nocturno retenía cuanto había nutrido. Nunca sabré nada más.
      Sigo sin saber por qué el océano causa tal fascinación en mí. Pero, en fin, tal vez nadie de nosotros puede resolver esas cuestiones: tal vez existen desafiando cualquier explicación. Hay hombres, y hombres sabios, a los que no les gusta el mar y su espuma que lame las costas amarillas. Ellos creen que quienes amamos el misterio de la profundidad, antigua e interminable, somos extraños. Sin emargo, para mí hay un atractivo misterioso, inescrutable, en todos los ánimos del océano. Está en la espuma plateada y melancólica bajo el cadáver que es la luna nueva; flota sobre las olas silenciosas, eternas, que golpean costas desnudas; está allí cuando todo carece de vida salvo las sombras desconocidas que planean a través de sombrías profundidades. Y cuando contemplo las tremendas oleadas que arremeten con fuerza inagotable, llega a mí un éxtasis semejante al miedo, y debo humillarme ante su poder, para no odiar las aguas espesas y su belleza abrumadora.
      Vasto y desolado es el océano, e igual que todas las cosas provienen de él, todas habrán de regresar. En la velada plenitud del tiempo, nadie reinará sobre la Tierra, ni habrá movimiento alguno, salvo en las aguas eternas. Y estas golpearán las costas oscuras con truenos de espuma, aunque no quede nadie en ese mundo agonizante para mirar la fría luz de la luna enferma, mientras juega en los torbellinos de la marea y las arenas ásperas. En la orilla de lo profundo, sólo quedará la espuma estancada, acumulándose entre conchas y huesos de los seres antiguos que vivían en las aguas. Cosas silentes y blandas se retorcerán en las costas desiertas, extinta su vida perezosa. Luego todo estará oscuro, pues al fin incluso la luna blanca sobre las olas se apagará. No quedará nada, ni arriba ni debajo de las aguas sombrías. Y hasta ese último milenio, y por siempre después, el mar tronará y se agitará en la noche pavorosa.

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El centésimo nombre de Dios

Este cuento se publicó en el número 91 de la revista El Cuento, en 1984. El autor es Francisco Guzmán Burgos, de quien una publicación posterior en línea, ya desaparecida, decía lo siguiente:

Francisco Guzmán Burgos, escritor mexicano nacido en 1961. Colaborador de diversos diarios y revistas. Ha escrito varios libros entre los que se encuentran antologías y ensayos. En 1990 escribió «De la risa al llanto. Una senda inexplorada en la obra de Romero», gracias a la beca homenaje a José Rubén Romero, publicado por el Programa Cultural Tierra Adentro (libro 26). Actualmente es director de la revista trimestral “La Creación”. El cuento que publicamos con su graciosa autorización fue el ganador del tercer premio del concurso literario Efraín Huerta, de 1983, que patrocina el Ayuntamiento de Tampico, Tamaulipas.

Apenas he podido encontrar nada más acerca de Guzmán, quien al parecer tiene al menos un libro de cuentos más, pero pocas publicaciones (o ninguna) en lo que va del siglo XXI. De todas maneras, esta narración suya es un texto muy interesante: un relato fantástico que transcurre como en un sueño, sin atender siempre a motivaciones y justificaciones convencionales, y a la vez se parece mucho –por insistir en sus mismos temas obsesivos, y por sus intimaciones de delirio religioso— a las narraciones de los «locos visionarios» que han existido en todas las épocas. Véase, por ejemplo, la forma en que cada palíndromo (y aparecen muchos en el texto) se integra al argumento como una especie de aviso o profecía.
      En una tradición de la cábala se dice que quien busca a Dios corre el riesgo de encontrarlo y ser destruido en el acto, porque su naturaleza humana, imperfecta, no puede soportar la presencia de la divinidad. Algo parecido podría suceder aquí, como entre líneas.

EL CENTÉSIMO NOMBRE DE DIOS
Francisco Guzmán Burgos

Alguien me mandó un sobre tamaño carta que decía “Señor O. Nájera Rejano, calle de la Tortuga número 66”, y me sorprendí de que hubiese llegado a mis manos porque mi casa era la 99. Además invirtieron mis apellidos y me cambiaron la inicial del nombre. Lo abrí y adentro encontré una revista que se llamaba La sal y cuyo lema era “Tortuga significa yo habito el infierno”.
      La portada atrajo mi atención en el acto, pues se trataba de una serpiente que se mordía la cola y que en la piel llevaba, con letras rojas, una frase en inglés: Devil ere here lived. Yo no la pude traducir cabalmente y por eso, días más tarde, fui al Instituto de Investigaciones Filológicas a buscar a algún experto y hallé a una doctora en lenguas modernas que se llamaba Eve Adams.
      —Son unas palabras espeluznantes —me dijo—, como para colocarlas a la entrada de una mansión estilo gótico.
      —¿Por qué?
      —Porque ere es un arcaísmo —me respondió multiplicando las arrugas de su piel.
      Como no me traducía la oración tuve que preguntarle:
      —¿Qué quiere decir la frase completa?
      —El diablo vivió antes aquí –me contestó arqueando las cejas.
      Las primeras páginas de la revista hablaban de los palíndromos, y tan pronto me topé con esa palabra, me puse a buscarla en el diccionario y vi que se llaman así las expresiones que se pueden leer de izquierda a derecha y viceversa. Durante mi niñez, gocé horas eternas haciendo palíndromos sin imaginar siquiera que pudieran tener algún nombre. La publicación sólo contenía ese tipo de juegos. Efímera haré mi fe rezaba uno de tantos. La oración en inglés también era palindrómica.
      En una hoja centelleaban dos palíndromos enigmáticos, uno de ellos escrito en griego:

      De éste se aseguraba que su autor era Dios, y se ofrecía como traducción: “Lávate de tus pecados, no sólo la cara”. El otro palíndromo lo firmaba Satanás, y parecía un reto: Signa te, signa, temere me tangis et angis, es decir: “Persígnate, haz la señal, me tientas y atormentas en vano”.
      Algunos palíndromos llegaban a ocupar hojas enteras, e incluso los nombres de sus autores eran palindrómicos: Natán, Sarrás y otros.
      Lo que más me impresionó fue un texto largo como un cuento, hablaba de que todos tenemos un doble; para encontrarlo, decía, se debe caminar al revés. Al calce iba la firma: O. Nájera Rejano.
      Dominado por el terror, arrojé a la chimenea la revista; pero la extraje casi instantáneamente, quemándome los vellos de la mano. Luego de apagarla a pisotones, quedó a la vista una ilustración que representaba un ave fénix; al pie de ella, radiaba un palíndromo en letras doradas: “Otro ocaso sacó orto”. Más abajo venía el crédito: O. Nájera Rejano. Sólo entonces me di cuenta de que esa sigla y esos apellidos, al igual que A. Rejano Nájera, componen también una frase de doble lectura.
      Como estaba sudando, salí a caminar para tranquilizarme, y pese a mis ganas de olvidar todo, algo me impulsó a ir hacia el número 66 de la calle. Era una vieja casona. Sobre su puerta había un escudo con una breve leyenda: Devil lives, Evil Lived… Toqué el aldabón durante 15 ó 20 minutos y no hubo respuesta. Volví a mi casa, pensando en que Evil quizá estaba con mayúscula porque significaba “el Maligno”, en lugar de “el mal”. Además me acordé que ahí estuvo, en otro tiempo, una fábrica de esferas.
      En los días siguientes, además de hablar con la doctora Eve Adams para que me tradujera la frase de la portada, fui a la Biblioteca Nacional y casualmente di con un poema de O. Nájera Rejano, que publicó la revista Aérea:

SER ESO
Beso, lodo,
                  parto, rito,
                                      mito, timo,
tiro, trapo,
                  dolo, sebo,
                                      seres…

      Iba acompañado de una nota adjudicada a un tal Loya Gayol; revisando la publicación me di cuenta de que se trataba del boletín de la Facultad de Filosofía y Letras, a la cual fui tan pronto pude.
      No tuve problemas para hallar a Loya Gayol. Es un hombre entregado a la filosofía del lenguaje, su gesto y la manera en que se peina lo hacen parecer un Bertrand Russell, posee innumerables textos ejecutados por O. Nájera Rejano, a los que elogia como si fueran diamantes y de los cuales me proporcionó algunos.
      —A mí me gusta llamar a Nájera Rejano simplemente O., porque esa letra es redonda como los palíndromos. O. es una especie de profeta, es el Mahoma de los palindromistas; a través de su boca, Alá nos comunica la perfección. Sé que tiene suficiente dinero como para dedicarse exclusivamente a hacer juegos de palabras. Yo dono oro, oro o no doy. Ahí no muestra la vanidad sino su devoción por lo perfecto. Alguien me comentó que le encanta gozar la redondez del mundo; se la ha de pasar viajando. Debe ser incalculablemente lúcido y soberbiamente viejo. He llegado a creer que sus maravillas lingüísticas las realiza por computadora.
      —¿Entonces, usted no conoce a nadie que pueda ayudarme a encontrarlo? —le pregunté. Nájera Rejano se me estaba volviendo una obsesión.
      —Si alguien pudiera tener una pista de cómo hallarlo, ya la sabría yo. Lo he buscado por años, sin éxito. Sólo hay noticias vagas que pasan de boca en libro o viceversa. A la mejor O. Nájera Rejano es sólo la firma que un grupo de palindromistas usa para sus trabajos.
      —Loya Gayol es palíndromo y usted existe.
      —Pero Loya Gayol es incapaz de realizar algo como Adán, Eva y árbol obra Yavé, ¡nada!
      —Sí… —suspiré derrotado—. Y tal vez sea sólo el deseo de verlo trabajando en sus grandiosidades lo que me impulsa a encontrarlo.
      Hicimos una larga pausa cavilante. Yo prendí un cigarro; él, un puro.
      —Roma ni se conoce sin oro, ni se conoce sin amor —dijo por fin—. Es una buena máxima palindrómica. Para saber el nombre sustancial de Roma hay que dar algo. ¡Arriésguese!
      —¿Cómo?
      —¿Por qué no mediante el azar? Déjelo a los dados, mande un telegrama a la primera dirección que se le ocurra, marque en un teléfono el número indicado en un billete de lotería, o…
      —¡Gracias! –le dije interrumpiéndolo y salí de su oficina.
      Al correr los meses abandoné la clase de Literatura en el Colegio de Ciencias y Humanidades Sur; algunos jóvenes me llamaron pidiendo que por favor asistiera, ya que, de otra forma, iban a tener dificultades con la aparición de sus calificaciones. Hubiera sido muy fácil solicitar a la Escuela un maestro suplente y sin embargo prometí obsequiarles un nueve o un diez, creyendo quitármelos de encima. Yo ansiaba continuar explorando los alcances de la palindromía; los alumnos empezaron a acusarme, con un lenguaje entre líneas, de corrupto. Pretexté necesitar un regaderazo y quien hablaba insinuó que yo era un burócrata y que debía aprovechar el agua para lavar mis culpas; le dije centenares de maldiciones y le colgué.
      Una noche de insomnio quise poner en práctica la sugerencia de Loya Gayol. Iba a utilizar mi teléfono, pero preferí llamar de la calle, así el experimento sería más azaroso; llegando a las esquinas de las avenidas Capricornio y Dragón, extraje mi cartera y de ella una tarjeta en la que escribí el primer número que se me vino a la cabeza: doce millones 345 mil 669. Lo multipliqué por 54 y obtuve 666 millones 666, y me puse a marcar dicho número; sonaba ocupado, colgué y me dirigí al teléfono de la siguiente esquina, pero como no lograba entablar comunicación fui a los del resto de la manzana; al llegar a aquél en donde había empezado, decidí recorrer los cuatro aparatos telefónicos en sentido inverso. En una de tantas vueltas, un policía que se hallaba apostado en el banco Aboumrad, me dijo:
      —Ya van tres veces que pasa frente al banco, a la próxima lo detengo por sospechoso.
      Volví a mi casa, reprimiendo el ansia de partir en dos a aquel hombre. Revisé los palíndromos que me dio Loya Gayol. El que encabezaba la lista era Sé ver ese revés, y el último El alba, háblale. La coma no podía ser una errata, aquel mensaje estaba destinado para mí, porque justo entonces comenzó a clarear. Salí apresuradamente hacia el teléfono, una llovizna imperceptible iba llenando como de vaho mi cabello, el timbre sonó espaciadamente, aguardé cosa de un minuto, y ya colgaba, cuando una voz femenina dijo:
      –Bueno.
      Mi reloj tenía nueve minutos para las seis de la mañana, el alba despuntaba, intenté imaginar las justas reclamaciones que aquella mujer me lanzaría por llamar a esa hora, pidiendo hablar con alguien desconocido hasta para mí.
      —¿Se encuentra el señor O. Nájera Rejano?
      —¿Es usted A. Rejano Nájera? —su voz estaba impregnada de sensuales matices.
      —Sí.
      —Sabíamos que llamarías.
      Me agradó el tuteo, quise saber su nombre, pero terció una voz masculina, superponiéndose a la de ella, como si hablara por una extensión.
      —No ha llegado el momento de encontrarnos —el tono del tipo fue macabro—. Cuando usted dé con un palíndromo tridimensional, una luz se encenderá en el 66 de la calle Tortuga.
      Una mano morena cortó la llamada, puse la bocina en su lugar y me dejé conducir hacia una patrulla. En la delegación de policía, argüí tener que hablar con un pariente enfermo; mis bigotones interrogadores exigieron el número y les di el de un sobrino lejano. Discaron y como éste llevaba 15 días en Europa porque lo habían becado, según les informó creo que la esposa, me despojaron del reloj y 600 pesos.
      Mi celda era muy lúgubre, por lo que casi de inmediato me acosté en el camastro que ahí había. Me dio gusto estar solo y envuelto en la penumbra; a través de la pequeña y alta ventana no se alcanzaba a ver sino el cielo completamente nublado; repasé lo ocurrido mirando a la pared. Nada me hubiera costado exigir mi derecho a telefonear a un abogado o a un amigo; pero me perturbaron tanto los palíndromos y la serie de azares ocurrido, que me estuve quieto como un muerto, tratando de organizar mis pensamientos.
      Oí que unos pasos se acercaban, se detuvieron frente a mi celda.
      —Éste es —dijo una silueta a la otra.
      —Gracias —respondió la mujer.
      Quién había hablado inicialmente se fue.
      —A., ¿quieres acercarte? —me preguntó y entonces reconocí el timbre de la voz.
      Me aproximé a las rejas y nos besamos y estuvimos acariciándonos. Yo me sentía bogando en un sueño; sólo ahí ama y odia uno a gente que nunca ha conocido.
      —¿Por qué puedo abrazarte? —le dije.
      —Porque tú eres la mitad de O. Ustedes son los elegidos, el principio y el fin de Dios, el alfa y el omega, tú y él lo van a matar.
      Iba a pedirle más explicaciones, pero sus labios encarcelaron los míos a besos.
      —Toma —dijo repentinamente entregándome un libro—. Si logras pronto el palíndromo de tres dimensiones, O. arreglará tu salida.
      —¿Saldré hoy?
      —Quizás, en tus manos está realizar el cuerpo palindrómico, o no —musitó zafándose de mí—. Yo ya cumplí con mi parte.
      —¿Cómo te llamas? —alcancé a preguntarle.
      —Ana —susurró sin detenerse.
      Me puse a ver el libro, forzando la vista. Como un paleógrafo, observaba los signos que me salían a cada página. En una de ellas, las letras, además de poderse leer de izquierda a derecha y al contrario, eran legibles de arriba hacia abajo y en sentido opuesto. Como un relámpago fulguró en mi mente el recuerdo de la palabra “abracadabra”. Aquello era un palíndromo abracadábrico, bidimensional.

A
A L A
A L E L A
A L A
A

      “A Alá alela…” repite infinitamente desde cualquier esquina, terminando siempre en el centro. Había también espirales, uno de los más sencillos era el siguiente:

      Tuve la sensación de que el libro me veía. Debieron haberse enrojecido mis ojos porque sólo gracias a los escasos rayos de luz azul que entraban por la ventana, podía yo penetrar en los textos.
      Me taladraron las venas de la cabeza, yo creo que por el cansancio, y probablemente también debido al aire encerrado. Quise llorar. ¿Quién me había destinado a luchar contra Dios?
      —¡Yo no he hecho nada malo! —pensé en voz alta, dejando caer el libro y tendiéndome en el camastro.
      —Eso lo vamos a ver, maldito —dijo alguien desde afuera—. Estamos averiguando si te han fichado; donde tengas antecedentes penales te carga el demonio.
      Yo ni siquiera volteé a mirarlo; me fui quedando dormido. Cuando abrí los ojos tenía hambre y me puse a vaciar los trastos que me llevaron. Después, una voluntad extraña se fue infiltrando en los músculos y en la sangre. Mi cerebro maquinaba cómo transformar aquellas figuras en cuerpos geométricos. Al anochecer, el cuadrado que se refería a Alá estaba convertido en algo similar a un brillante. A pesar del resultado, no me satisfizo que el punto de partida hubiera sido elaborado por manos ajenas.
      Durante el resto de la noche, centenares de palabras, como nubes de insectos iban y venían dentro de mi cabeza; a veces me animaba a trazar sobre mi agenda algunas aproximaciones palindrómicas. Horas después tuve una estructura totalmente elaborada por mí, y la dibujé en las hojas de guarda que el libro cargaba.

      De haber unido todas las vocales exceptuando la i, mediante líneas, hubiese tenido algo semejante a una piedra preciosa. A Eva aviva, ave; a Eva aviva, ave; a… dice partiendo desde cualquier extremo. Me pregunté si Eva o su pecado iban a surgir de algún modo y me vino a la mente, no supe entonces por qué, el ave fénix casi hecha cenizas que traía La sal.
      Había concluido mi tarea y los ojos me punzaban. Pronto arribaron las tinieblas y caí en un nuevo sopor, del que me despertó un carcelero. Eran aproximadamente las seis de la mañana. Salí de ahí, no sin antes recibir mis pertenencias y algunas excusas.
      Regresé por avenida Cruz del Sur y cuando estuve en las calles de la Tortuga, fui derecho hasta el número 66. Una luz brillaba en la enorme casona, dando cierta transparencia al polvo de las ventanas. Apenas hube rozado la puerta, ésta rechinó quedando abierta; entré y subí una crujiente escalera en forma de caracol. Al llegar al final tuve frente a mí una gigantesca esfera transparente, llena de andamios; por ella caminaba gente pálida dedicada a colocar letras de madera aquí y allá, como si se preparara un anuncio luminoso. Si alguien insertaba una eme en determinado punto, insertaba una nueva eme en otro, de tal manera que las palabras que integraban todo ese aparato, parecían captadas por invisibles espejos.
      De una puerta salió un hombre cuyo cabello era lacio. Su rostro anguloso, la rapidez con que se desplazaba y el brillo siniestro de sus pupilas me hicieron estremecer. Era idéntico a mí.
      —Tardaste —dijo—, pero llegas a tiempo para ayudarnos a conformar el palíndromo esférico y el humano.
      Ana surgió de entre la sombra y me condujo al interior de la esfera; la mayoría trabajaba en los andamios lejanos al centro; ella me explicó que teníamos que palindromizar el último nombre de Dios; sólo pude ayudarles después de ver el esquema que exponía fragmentariamente la composición de la esfera.
      Durante siglos habían buscado el centésimo nombre de Dios, los inicios de la esfera se remontaban a la Edad Media, al año nueve, del siglo IX después de Cristo; Natán aportó la palindromización tridimensional del primer nombre; la esfera fue desarmada y reconstruida en diversos sitios del mundo, según sus necesidades; al obtener los 99 nombres palindrómicos de Dios, lo dominaríamos. Todo eso me lo dijo Ana mientras acomodábamos algunas letras; por momentos se acercaba tanto a mí que a pesar de la escasa luz, yo podía ver mi reflejo en su ojo. Cuando Luzbel peleó contra Elohim, el primero fue vencido y castigado por “soberbio”, por querer ser un dios; Adán y Eva se convirtieron en nada debido a que comieron del árbol de la ciencia, del bien y del mal, pretendían hacerse todopoderosos; con la torre de Babel se quiso subir al cielo, ocupar el pedestal divino.
      Al contarme que la historia no era sino la lucha de dios contra los hombres, Ana elevaba la voz y el lugar se cubría de resonancias. Dios iba a ser derrotado esta vez, se contaba para ello con la esfera: el ojo del hombre. Las letras, negras, constituían la pupila; las de alrededor, cafés, el iris; y las restantes, blancas, el limbo. Cada nuevo nombre que se llegaba a saber de Jehová, era palindromizado: así YHVH vino a ser HVH. El centésimo nombre de Dios estaba compuesto por los otros 99, cada uno de los cuales correspondía a un atributo del creador. Cuando concluimos el palíndromo, salimos de la esfera.
      Mi doble me llevó hasta una pared en la que había una estrella con un nombre inscrito que se hallaba en la cabeza.
      —Anota un número de dos cifras en la pared —dijo O. extendiéndome un gis; puse 85—. Réstale su inverso —al quitarle su inverso quedaron 27—. Al resultado súmale su inverso —27 y 72 me dieron 99—. No importa el número que pienses, sólo hay dos resultados: 99 y cero.
      Pensé en que ese número de cabeza era el 66 y en seguida me vino a la memoria el pasaje del Apocalipsis en que Jesús revela la cifra de la bestia.
      —Nos hemos encontrado antes, casi estoy seguro —le dijo.
      —He andado cerca de ti siempre. Pronto seremos uno solo. Ha habido 99 dobles que se han reunido en torno al ojo del hombre. Tú y yo articularemos, simplemente con nuestra presencia, el último nombre del Señor, sígueme.
      Permanecí quieto, pero Ana me tomó del brazo. Caminamos. Ella sonreía jugosamente y la blancura de su piel resaltaba al contrastar con sus ropas oscuras. El eco de nuestros pasos me hacía sentir en una basílica.
      O. Nájera Rejano, Ana, los demás y yo, nos congregamos a los pies de la esfera. Se pusieron a cantar un himno en latín; yo trataba de seguir la letra. Cuando todas nuestras voces se fundieron, hubo una gran explosión afuera, la habitación se iluminaba y oscurecía en un abrir y cerrar de ojos. De repente, escuché una vibración que me hizo doblar y una música estentórea, como de trompetas, invadió mis oídos. Luego, pude ver, a través del ojo de palabras, mi cuerpo caído y muerto y también el de O. Nájera Rejano; su espíritu se integró al mío. Yo entré primero al ojo porque soy el alfa; él es el omega; la esfera nos une. Dios se desintegró; ahora, somos dios, controlamos todos los puntos del universo. La omnipotencia, la omnipresencia, la sabiduría y 96 atributos más, están contenidos en la esfera que somos. Poseemos el destino de todos y cada uno de los seres. Yo soy el alfa, Yo soy el omega. Yo soy.

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Los libros de Próspero

MIRANDA: ¿Cómo llegamos a tierra?

PRÓSPERO: Por obra de la providencia divina. Teníamos algunos víveres y agua dulce, gracias a la caridad de Gonzalo, un noble de Nápoles a quien se encomendó la ejecución de esta medida, que nos surtió además de valiosos vestidos, lino, telas y otros objetos necesarios que tan útiles nos fueron después. Sabiendo él mi afición a los libros, me entregó de mi propia biblioteca algunos volúmenes que aprecio en más que mi ducado.

La tempestad (1611), William Shakespeare

En 1991, el cineasta Peter Greenaway estrenó su película Los libros de Próspero: una versión muy bella y extravagante de la obra teatral La tempestad. Uno de los detalles más fascinantes de la película es la serie de textos, escritos por el propio Greenaway, que imaginan el contenido de los libros que Próspero lleva consigo a su exilio, y de los cuales –según la obra de teatro– aprende la magia que le permite vengarse de sus enemigos y regresar a su tierra. Lo que sigue es esa serie de textos: una lista de variaciones fantásticas que hablan al mismo tiempo de las obsesiones del cineasta –de la multiplicidad que es uno de los principios esenciales de su trabajo– y del mundo de Shakespeare. Uno y otro alternan momentos brutales y otros de enorme ternura.
      Quería reproducir una traducción más o menos reciente que encontré en una revista, pero en cuanto empecé a revisarla me di cuenta de que era pésima; por lo tanto, hice la mía.

John Gielgud como Próspero en la película de Peter Greenaway
John Gielgud como Próspero en la película de Peter Greenaway (fuente)

LOS LIBROS DE PRÓSPERO
Peter Greenaway

1. Un libro de agua
Este es un libro con una cubierta a prueba de agua, decolorada debido a su frecuente contacto con el agua. Está lleno de dibujos para la indagación y textos exploratorios escritos sobre papel de muchos grosores distintos. Hay dibujos acerca de toda asociación acuática concebible: mares, tempestades, lluvia, nieve, nubes, lagos, cataratas, corrientes, canales, molinos, naufragios, diluvios y lágrimas. A medida que se pasan las páginas, los elementos acuáticos frecuentemente se animan. Hay olas que se expanden y tormentas inclinadas. Ríos y cataratas fluyen y burbujean. Planos de maquinaria hidráulica y mapas de pronóstico del clima bullen con flechas, símbolos y agitados diagramas. Los dibujos están hechos todos por la misma mano. Tal vez sea una colección perdida de dibujos de da Vinci, hecha encuadernar por el rey de Francia y comprada por los duques de Milán, como regalo de bodas para Próspero.

2. Un libro de espejos
Encuadernado en oro y muy pesado, este libro tiene unas ochenta páginas de espejo bruñido; algunas opacas, algunas translúcidas, algunas fabricadas en papel de plata, algunas recubiertas de pintura, algunas de una película de mercurio que se resbala de la página a menos que se le trate con cuidado. Ciertos espejos simplemente reflejan al lector, otros reflejan al lector como era tres minutos antes, otros reflejan al lector como será al término de un año, como sería si fuese un niño, una mujer, un monstruo, una idea, un texto o un ángel. Un espejo miente constantemente, otro ve el mundo de atrás para adelante, otro de cabeza. Un espejo retiene sus reflejos como instantes inmóviles, infinitamente recordados. Un espejo refleja simplemente otro espejo a través de la página. Hay diez espejos para los que Próspero no ha definido aún el propósito.

3. Un libro de mitologías
Este es un libro grande. En ocasiones, Próspero lo ha descrito como hasta de cuatro metros de ancho por tres de altura. Está encuadernado en tela de amarillo resplandeciente que, al ser pulida, brilla como el bronce. Es un compendio, con texto e ilustraciones, de mitologías, con todas sus variantes y versiones alternativas; ciclo tras ciclo de cuentos interconectados de dioses y hombres de todo el mundo conocido, del helado Norte a los desiertos del África, con lecturas explicativas e interpretaciones simbólicas. Su autoridad e información son mayores respecto del Mediterráneo oriental, de Grecia y Roma, Belén y Jerusalén, para los que suplementa su información con genealogías naturales y no naturales. Desde una perspectiva moderna, es una combinación de las Metamorfosis de Ovidio, La rama dorada de Frazer y el Libro de los mártires de Foxe. Cada historia y anécdota tiene una ilustración. Usando este libro como concordancia, Próspero puede reunir, si así lo desea, a todos aquellos dioses y hombres que han logrado la fama o la infamia por el agua, o a través del fuego, por engaños, en asociación con caballos o árboles o cerdos o cisnes o espejos, por orgullo, envidia o insectos-palo.

4. Un manual de las estrellas pequeñas
Es un auxiliar para la navegación, pequeño, negro y con tapas de cuero. Está lleno de mapas doblados de los cielos nocturnos que salen y se desparraman, desmintiendo el modesto tamaño del libro. Es una representación del cielo reflejado en los mares del mundo cuando están quietos, pues lo completan espacios en blanco donde las tierras emergidas del globo han interrumpido el espejo oceánico. Esto, para Próspero, fue su mayor utilidad, pues al dirigir su barquito agujereado hacia uno de tales espacios en blanco, muy pequeño, en un mar de estrellas, encontró su isla. Al abrirse, las páginas del manual parpadean con planetas viajeros, meteoros destellantes y cometas giratorios. Los cielos negros pulsan con números rojos. Las nuevas constelaciones se mantienen unidas por líneas punteadas, que se mueven deprisa.

5. Un atlas perteneciente a Orfeo
Encuadernado con tapas de latón esmaltadas en verde, maltratadas y quemadas, este atlas está dividido en dos secciones. La Sección Uno está llena de grandes mapas sobre el viaje y la utilización de la música en el mundo clásico. La Sección Dos está llena de mapas del Infierno. Fue usada cuando Orfeo viajó al Inframundo en busca de Eurídice, y los mapas, por tanto, están chamuscados y quemados por fuego diabólico y mordidos por los colmillos de Cerbero. Al abrirse el atlas, los mapas bullen con burbujas de brea. Chorros de grava caliente y suelta, y arena fundida, caen del libro y queman el piso de la biblioteca.

6. Un libro severo de geometría
Este es un libro grueso, con cubiertas de cuero color café, inscrito con números dorados. Al abrirse, complejos diagramas geométricos tridimensionales se alzan de las páginas como modelos en un libro desplegable. En las páginas pulsan números y cifras logarítmicas. Los ángulos son medidos por péndulos de metal, delgados como agujas, que se balancean libremente, activados por imanes escondidos en el grueso papel.

7. El Libro de los Colores
Este es un libro grande encuadernado en moaré de seda carmesí. Es más ancho que alto, y al abrirse, cada doble página forma un cuadrado. Las trescientas páginas cubren el espectro de los colores en tonalidades finamente diferenciadas que parten del negro y vuelven a él. Cuando se abre una doble página, el color evoca tan fuertemente un lugar, un objeto, una ubicación o una situación que las sensaciones asociadas a ella se experimentan de manera directa. Así, un amarillo naranja brillante es la entrada a un volcán y un azul verdoso oscuro es un recordatorio del mar profundo, donde anguilas y peces nadan y te salpican la cara.

8. La Anatomía del Nacimiento de Vesalio
Vesalio produjo el primer libro autorizado de anatomía; es asombroso en su detalle, macabro en su determinación. Esta Anatomía del Nacimiento, un segundo volumen hoy perdido, es todavía más perturbador y herético. Se concentra en los misterios del nacimiento. Está lleno de dibujos descriptivos de las funciones del cuerpo humano que, cuando las páginas se abren, se mueven, laten y sangran. Es un libro prohibido que indaga en los procesos innecesarios del envejecimiento, lamenta los desgastes asociados con la generación, condena los dolores y ansiedades del parto y en general cuestiona la eficiencia de Dios.

9. Un inventario de los muertos
Este es un volumen fúnebre, largo y delgado, con cubiertas de corteza plateada. Contiene todos los nombres de los muertos que han vivido en la Tierra. El primer nombre es el de Adán y el último el de Susana, la esposa de Próspero. Los nombres están escritos en muchas tintas y caligrafías y ordenados en largas columnas que a veces reflejan el alfabeto, a veces una cronología histórica, pero con frecuencia usan taxonomías de desciframiento complicado, por lo cual es posible tener que buscar durante muchos años para encontrar un nombre. Pero es seguro que se encuentra allí. Las páginas del libro son muy viejas y tienen marcas de agua con una colección de diseños para tumbas y nichos cinerarios, elaboradas lápidas, túmulos, sarcófagos y otras bagatelas arquitectónicas para los muertos, lo que sugiere que el libro tenía otros propósitos, incluso antes de la muerte de Adán.

10. Un libro de historias de viajeros
Este es un libro muy dañado, como si hubiera sido muy manoseado por niños que le tuvieran gran aprecio. Las cubiertas de cuero carmesí, rasguñadas y sobadas, alguna vez decoradas con un diseño figurativo dorado, están ahora tan desgastadas que el patrón se ha vuelto ambiguo y es tema de muchas especulaciones. El libro contiene aquellas maravillas de las que los viajeros hablan sin que se les crea. “Hombres cuyas cabezas están en sus pechos”, “mujeres barbadas, una lluvia de ranas, ciudades de hielo púrpura, camellos cantores, gemelos siameses”, “montañistas con papadas como de toro”. Está repleto de ilustraciones y tiene poco texto.

11. El Libro de la Tierra
Un grueso libro encuadernado en tela de color caqui, sus páginas están impregnadas con los minerales, ácidos, álcalis, elementos, gomas, venenos, bálsamos y afrodisiacos de la tierra. Se puede rascar una gruesa página escarlata con la uña del pulgar para hacer fuego. Se puede lamer una pasta gris de otra página para tener una muerte venenosa. Otra página más se puede empapar en agua para curar el ántrax. Sumergir otra más en leche produce jabón. Dos páginas ilustradas se frotan una contra otra para hacer ácido. Al apoyar la cabeza en otra se cambia el color del cabello. Con este libro, Próspero saboreó la geología de la isla. Con su ayuda, extrajo sal y carbón, agua y mercurio; y también oro, aunque no para su bolsa, sino para su artritis.

12. Un libro de arquitectura y otras músicas
Al abrir las páginas de este libro, planos y diagramas se despliegan totalmente formados. Hay modelos definitivos de edificios, constantemente ensombrecidos por nubes en movimiento. Piazzas al mediodía se llenan y se vacían de multitudes ruidosas, las luces parpadean en paisajes urbanos nocturnos, se oye música en salones y torres. Con este libro, Próspero convirtió a la isla en un palacio de bibliotecas que recapitula todas las ideas arquitectónicas del Renacimiento.

13. Las Noventa y Dos Vanaglorias del Minotauro
Este libro reflexiona sobre la experiencia del Minotauro, el vástago más celebrado del bestialismo. Contiene una mitología clásica impecable para explicar orígenes y estirpes que incluyen a Leda, Europa, Dédalo, Teseo y Ariadna. Dado que Calibán –como centauros, sirenas, arpías, la esfinge, los vampiros y los hombres lobo– es el producto de la bestialidad, este libro podría interesarle mucho. Burlándose de las Metamorfosis de Ovidio, cuenta la historia de noventa y dos híbridos. Debía haber contado cien, pero el puritano Teseo había escuchado suficiente y mató al Minotauro antes de que pudiese terminar. Cuando se le abre, el libro exuda un vapor amarillo y cubre los dedos de un aceite negro.

14. El Libro de las Lenguas
Este es libro grande, grueso, con una cubierta verdiazul que se vuelve un arcoiris bajo la luz. Más una caja que un libro, se abre de manera no ortodoxa, con una puerta en su portada. Adentro hay una colección de ocho libros más pequeños, dispuestos como botellas en un estuche medicinal. Tras estos ocho libros hay otros ocho libros, y así sucesivamente. Abrir los libros más pequeños es dejar sueltos muchos lenguajes. Palabras y frases, párrafos y capítulos se agrupan como renacuajos en una charca en abril, o como estorninos en un cielo nocturno de noviembre.

15. Plantas del Fin
Con la apariencia de un tronco de madera antigua y madura, este es un herbario para acabar con todos los herbarios, que se ocupa de las más venerables plantas que gobiernan la vida y la muerte. Es un libro como un bloque inmenso con tapas de madera barnizada que en un momento estuvieron habitadas por diminutos insectos excavadores, y tal vez lo estén todavía. Las páginas están repletas de plantas y flores prensadas, corales y hierbas marinas, y alrededor del libro flotan exóticas mariposas, libélulas, temblorosas polillas, brillantes escarabajos y una nube de polen dorado. Es simultáneamente un panal, una colmena, un jardín y un arca para insectos. Es una enciclopedia de polen, aroma y feromona.

16. Un Libro del Amor
Este es un volumen pequeño, delgado y perfumado, encuadernado en rojo y oro, con listones anudados de color carmesí como separadores. Ciertamente hay una imagen en el libro de un hombre desnudo y una mujer desnuda, y también una imagen de un par de manos enlazadas. Estas cosas se vieron una vez, brevemente, en un espejo, y ese espejo estaba en otro libro. Todo lo demás es conjetura.

17. Un bestiario de animales pasados, presentes y futuros
Este es un libro grande, un tesauro de animales reales, imaginarios y apócrifos. Con este libro, Próspero puede reconocer a los pumas y los titís, a los murciélagos de la fruta, a las mantícoras y dromerselos, al cameleopardo, la quimera y la catamorrana.

18.El Libro de las Utopías
Este es un libro de sociedades ideales. Con la cubierta frontal de cuero dorado, y la posterior de pizarra negra, tiene, tiene quinientas páginas, seiscientas sesenta y seis entradas indexadas y un prefacio de Sir Tomás Moro. La primera entrada es una descripción consensuada del Cielo y la última es una del Infierno. Siempre habrá alguien en la Tierra cuyo ideal utópico sea el Infierno. En las páginas restantes del libro, cada comunidad social y política conocida o imaginada es descrita y evaluada, y veinticinco páginas se dedican a tablas donde las características de todas las sociedades pueden verse por separado, para que el lector pueda armar y aproximar su propio ideal utópico.

19. El Libro de la Cosmografía Universal
Lleno de diagramas impresos de gran complejidad, este libro intenta ubicar todos los fenómenos universales en un solo sistema. Los diagramas grabados en las páginas representan disciplinadas figuras geométricas, anillos concéntricos que giran y contragiran, tablas y listas organizadas en espirales, catálogos dispuestos sobre un cuerpo humano simplificado que, al moverse, pone a las listas en nuevos órdenes; diagramas movedizos del sistema solar. El libro ofrece una mezcla de lo metafórico y lo científico y está dominado por un gran diagrama que muestra la Unión del Hombre y la Mujer –Adán y Eva– en un universo estructurado donde todas las cosas tienen designado su lugar y una obligación de ser fructíferas.

20. Tradición de las Ruinas
Manual para anticuarios, esta es una lista pormenorizada del mundo antiguo hecha para el humanista del Renacimiento interesado en la antigüedad. Con abundancia de mapas y planos de los sitios arqueológicos del mundo, templos, pueblos y puertos, cementerios y caminos antiguos, medidas de cien mil estatuas de Hermes, Venus y Hércules, descripciones de cada obelisco descubierto y pedestal del Mediterráneo, planos de las calles de Tebas, Ostia y Atlantis, un directorio de las posesiones de Lucio Aelio Sejano, las tabletas de Heráclito, las firmas de Pitágoras, es un volumen esencial para el historiador melancólico que sabe que nada permanece. Las proporciones del libro son las de un bloque de piedra: cuarenta por treinta por veinte centímetros, su color el del mármol de venas azuladas, y tiene el tacto del gis, con páginas crujientes y rígidas impresas en fuentes clásicas que no tienen las letras W ni J.

21. Las Autobiografías de Pasifae y Semíramis
Un tomo de pornografía. Volumen ennegrecido y muy hojeado, sus ilustraciones dejan muy poca ambigüedad respecto de su contenido. El libro está encuadernado en piel de becerro negro con tapas de plomo dañadas. Las páginas son verdigrises y están salpicadas de un polvo verde y gomoso, cabellos negros y rizados y manchas de sangre y otras sustancias. El más sutil humo o vapor se eleva de sus páginas cuando el libro se abre, y siempre está tibio, como con el pequeño calor que se percibe en el yeso que se seca o en piedras planas tras de que el sol se ha puesto. Las páginas dejan manchas acídicas en los dedos y es aconsejable llevar guantes cuando se lee el volumen.

22. Un libro del movimiento
Este es un libro que en el nivel más simple describe cómo vuelan los pájaros y rompen las olas, cómo se forman las nubes y cómo caen las manzanas de los árboles. Describe cómo el ojo cambia de forma cuando mira grandes distancias, cómo crece el pelo de una barba, por qué el corazón late y los pulmones se hinchan involuntariamente y cómo la risa cambia la cara. En su nivel más complejo, explica cómo las ideas se persiguen unas a otras en la memoria y a dónde se va el pensamiento cuando ya no se le necesita. Está cubierto de duro cuero azul y, como siempre se está abriendo por su propia volición, está asegurado con dos tiras de cuero atadas fuertemente al lomo. De noche, golpea contra la estantería del librero y tiene que ser contenido con un peso de bronce. Una de sus secciones se llama “La danza de la naturaleza” y en ella, codificadas y explicadas con dibujos animados, están todas las posibilidades del cuerpo humano para bailar.

23. El Libro de los Juegos
Este es un libro de juegos de mesa en cantidades inagotables. El ajedrez es sólo uno entre mil juegos en este volumen, y ocupa meramente dos páginas, la 112 y la 113. El libro contiene juegos de mesa para jugar con fichas y dados, con cartas y banderas y pirámides en miniatura, pequeñas figuras de los dioses olímpicos, los vientos representados con cristal coloreado, profetas del Antiguo Testamento hechos de hueso, bustos romanos, los océanos del mundo, animales exóticos, piezas de coral, querubines de oro, monedas de plata y trozos de hígado. Los juegos de mesa contenidos en el libro abarcan tantas situaciones como experiencias posibles. Hay juegos de muerte, resurrección, amor, paz, hambruna, crueldad sexual, astronomía, la cábala, el arte de gobernar, las estrellas, la destrucción, el futuro, la fenomenología, magia, retribución, semántica, evolución. Hay tableros con triángulos rojos y negros, diamantes grises y azules, páginas de texto, diagramas del cerebro, alfombras árabes; tableros con la forma de las constelaciones, animales, mapas, viajes al Infierno y viajes al Cielo.

24. Treinta y seis obras de teatro
Este es un grueso volumen impreso, con la fecha 1623. Todas las obras, treinta y seis, están allí salvo una: la primera. Diecinueve páginas se han dejado en blanco para su inclusión. La obra faltante se llama La tempestad. La colección, hecha en tamaño de folio, está modestamente encuadernada en lino color verde apagado, con cubiertas de cartulina, y las iniciales del autor están grabadas en relieve con letras doradas: W. S.

Un fotograma de Los libros de Próspero (fuente)
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Silencio, por favor, silencio

A principios de enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante de autoras y autores de cinco países, y en él varias personas interesadas en el cuento, cuyo trabajo quedará representado aquí en los meses por venir. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      Luego de Yeni Rueda López y Ruy Feben viene Enrique Urbina (Ciudad de México, 1993). Licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Iberoamericana, ha publicado el poemario Aquí el silencio no descansa y la plaquette de cuento Raíces. Textos suyos han aparecido en medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, el sitio del Centro de Cultura Digital, Penumbria, Axxón, etcétera. Actualmente es editor de la sección #Intervenciones de la revista Vozed.
      «Silencio, por favor, silencio», que se publica aquí por primera vez, es una narración weird que, incluso después de romper la apariencia de normalidad de su mundo narrado, podría parecer rutinaria: otra historia de fuerzas extrañas que invaden en un mundo aparentemente racional. Pero la ruptura que propone va más allá: en vez de «suplementar» las reglas de la vida diaria con las de un mundo especial o mágico, el cuento se niega, de plano, a explicar lo que sucede a sus personajes, a reducirlo a una lógica evidente. Y esto nos deja, al leer, en un terreno movedizo, inquietante, especial.

SILENCIO, POR FAVOR, SILENCIO
Enrique Urbina

Otra vez no hizo la tarea. Diego no es así. Diego no es el niño que no habla. Que está cabizbajo. Que se aparta de los demás. Está aislado consigo mismo. Ya no ríe. No hace nada. Sólo piensa. Pero en otras cosas que no tienen que ver con la escuela. Es desesperante. Ni siquiera abre los libros que leen en clase. Y si le preguntas algo para atraer su atención, no sabe. Ni siquiera se molesta en inventar algo, como lo haría otro niño. Sólo levanta los hombros y rehuye a las miradas de sus compañeros que lo juzgan, lo señalan, murmuran sobre él cuando antes lo respetaban. Por eso no lo regañas. No es su culpa. Algo tiene. Piensas en sus padres, gente de alta sociedad, respetables, siempre formales, a quienes viste una vez al inicio de curso: la madre es una investigadora famosa. Su hijo se parece a ella: tiene el cabello muy negro y una piel que se debate entre el amarillo y el blanco. Su padre no trabaja. Dicen, te han dicho, que heredó mucho dinero. A él lo ves más seguido. Es duro. Es serio. Le exige, le exigía mucho a su hijo. Por eso es más extraño el comportamiento de Diego. Nunca se lo permitirían. Los Kether son una familia muy conocida y muy renombrada y algo temida en el pueblo. Nunca se lo permitirían.
       A la hora del recreo, le pides a Diego que se quede unos minutos contigo para platicar. Los demás corren, se alejan de él con gritos y risas. Diego está serio. No te quiere mirar. No se mueve de su lugar. Cruza los brazos y recuesta su cabeza en ellos como si no le importara lo que tienes que decir. Pero sabes que sí lo hace. Diego siempre pone atención en lo que tienes que decir.
       —Diego, otra vez no hiciste la tarea Ya te lo he perdonado varias veces porque no eras… eres así. Ponte al corriente. Esto ya está bajando tu calificación y, si no le echas ganas, vas a reprobar el examen. No falta tanto —dices.
       —Si, miss Katia.
       —Diego, ponme atención, por favor —dices levantando la voz—. Me preocupas. ¿Todo bien en casa? Si necesitas hablar, aquí estoy. Dímelo, en serio.
       —Sí, miss —dice y luego intenta decir otra cosa; abre la boca y gesticula, pero no se decide por ninguna palabra y calla.
       —Diego —le digo mientras le quitas los brazos del escritorio y lo obligas a verte.
       —¿Sí? —dice y abre la boca de nuevo y boquea como si fuera un pez ahogándose, pero no dice más.
       —¿Qué pasa?
       —Nada, miss, ya voy a…
       —… ¿no quieres salir a jugar?
       —Hoy no, miss.
       Hay niños a los que no les gusta salir a jugar con los demás, niños que prefieren quedarse en la fría comodidad de los salones, donde el silencio vive por unos minutos. Pero Diego no es uno de ellos.
       —No puedes quedarte, Diego. Necesito que salgas a jugar.
       El niño se levanta sin decir nada, sin mirarte y sale del salón. Llora. Es la última vez que hablarás con él.
      
      Buscas otras alternativas antes de llamar a sus padres. Porque llamar a sus padres es manchar su historial. En la escuela, esa no es una buena señal del desarrollo del alumno. Y Diego va, Diego iba perfecto. Así que primero insistes. Diario, varias veces al día, le preguntas si está bien. Él asiente, pero calla. Y calla. Sigue callado. Sus compañeros parecen ya no darse cuenta de su presencia, como si nunca hubiera ido a ese escuela, como si nunca hubiera sido un niño que a muchos niños les hubiera gustado haber sido.
       Un día que Diego no va a la escuela, hablas con Ricardo, un niño pequeño, no tan inteligente como el otro, pero sí muy audaz y, sobre todo, gracioso. El payasito del grupo. También el mejor amigo de Diego.
      —Estoy muy preocupada por Diego, Ricardo. ¿Sabes por qué ha estado así las últimas semanas?
      —No, miss, yo ahorita ni le hablo —dice Ricardo tratando de ocultar su tristeza, de mostrarse maduro ante ti —. Yo creo que ya ni es mi amigo.
       —¿Por qué?
       —Antes de que dejara de jugar en el recreo conmigo y con los demás; todavía antes de que usted lo empezara a regañar, varias veces vi cómo, cuando llegábamos a la escuela, se bajaba del coche de su papá con los ojos rojos, rojos. Y su papá, mientras, le gritaba quién sabe qué cosas que él no quería hacer caso. Tenía cara de enojado, pero triste, también.
       —¿No le preguntaste qué le pasó?
       —La primera vez, no. Me daba pena. Su papá siempre lo trataba bien y a mí también. Se reía mucho conmigo. Y por eso me dio miedo cuando lo vi así. A su papá. Nunca lo había visto así. Ni siquiera a Diego, que a a veces se enojaba porque perdía en el fut o algo, pero no tanto para llorar. Ya cuando pasó como tres veces más, ya le pregunté. Y desde ese momento ya no nos hablamos porque ya no somos amigos. Aunque extraño platicar y jugar con él, la verdad.
       —¿Qué te dijo?
       —Al principio que nada, que estaba bien, que su mamá estaba haciendo un experimento y no lo dejaba dormir. Pero yo insistí porque le dije que uno no llora por no haber dormido, que se me hacía más que era porque su papá le gritaba. Él me dijo que yo estaba mintiendo, que él no llora por nada. Luego se enojó y me dijo que su vida me valía y que no me metiera en lo que no me importaba, aunque claramente me importaba. Ahí me empujó y, como yo no me dejo, lo empujé y le dije que me dijera por qué estaba de esa forma o no lo iba a dejar en paz. Entonces pasó algo raro….
       Ricardo se detiene. Mira a su alrededor como si estuviera a punto de decir una mentira, como si la estuviera inventando.
       —Le prometo que no estoy mintiendo, miss —dice Ricardo como ya lo estuvieras juzgando, como si desde el principio lo hubieras reprochado por su relato.
       —Yo sé que no, Ricky, ¿por qué lo harías?
       —Es que Diego. Es que Diego empezó a llorar y a gritarme. Seguramente me dijo cosas que yo jamás le diría a un amigo. Menos a él.
       —¿Cómo que seguramente?
       —Pues. Es que yo no le estoy mintiendo.
       —Ricardo, ¿qué pasó?
       —No sé, miss. Diego abría mucho la boca y las venas del cuello se le salieron, pero ningún ruido salió de él. Una como tos, creo, pero ya no me acuerdo. Y yo pensé que escuchaba mal o que estaba bromeando. Pero su cara estaba llena de lágrimas. Le dije que hablara y se enojó más y me empujó y obviamente yo lo empujé y casi nos agarramos a golpes de no ser porque él se fue corriendo. Luego me dejó una nota en mi mochila que encontré hasta que llegué a mi casa. La nota decía que ya no éramos amigos y que no le volviera a hablar nunca. Como yo también estaba enojado, ya no le dije nada. Pero también ya no le dije nada porque me daba miedo de que le hablara y él volviera a abrir la boca y no escuchara nada o saliera nada de ella.

Desde el primer día que conociste a Diego, desde los primeros minutos, nunca pensaste que harías lo que haces en ese momento: escribir un citatorio para los padres. Lo escribes frente a la directora de la primaria. Golpea la mesa con sus uñas. Está furiosa. Aún te repite entre dientes lo que te dijo y te repitió mientras tú le explicabas la situación: que la familia de Diego era muy respetada, muy de bien, y tú no tenías ningún derecho en molestarlos, que si el niño estaba teniendo problemas en la escuela, era por la edad, porque a esa edad los niños cambian, se forma, descubren el mundo. Tú le insististe que exactamente por eso te preocupaba, porque Diego no quería descubrir al mundo; parecía, más bien, que se estaba alejando de él. Parecía encerrado la última vez que hablaste con él porque de plano ya ni lo has visto. Ya no va a la escuela desde hace unos días y lo peor es que no te diste cuenta hasta después. Esto claro que no se lo dices, pero es de lo que más te preocupa. Porque tú has estado atenta a él y que se te olvidara por completo, como si su misma presencia se desvaneciera de la memoria del mundo, te preocupa, te preocupas. Tienes miedo sobre todo de ti misma. La directora aceptó no sin antes amenazarte con que si los padres se molestaban o metían alguna queja porque el colegio estaba tratando inadecuadamente a su hijo, tú serías la total responsable. Y tú aceptaste porque sabes que eres tú o el niño que se pierde en lo que sea que le está pasando, que parece estar desapareciendo.
       Citas a los padres tres días después, después de clases. Minutos antes, estás nerviosa. Te arreglas demasiado, como si fuera tu primer día en el trabajo. Estás en tu salón, el mismo donde hablaste con Diego y con Ricardo, el mismo donde ha sucedido todo.
      Piensas en lo que le dirás al padre de Diego, quien seguramente será el que vaya al citatorio, quien llegará sólo con la intención de amedrentar, de gritar. O peor; de decir que no sucede nada, que todo está bien, para después gritarle a Diego a solas. Le dirás que sabes de sus gritos, del llanto de su hijo y que estás muy preocupada. Muy preocupada.
       Tocan la puerta del salón. Dices en voz alta, en voz más grave que tu tono normal, en voz segura, que pasen. Entra una niña. No tiene uniforme; usa un pants sucio y trae el cabello suelto. Es bonita. Se parece a Diego.
       —Buenas tardes. ¿Usted es la maestra de Diego? —dice con una voz ronca, como si hubiera gritado mucho, como si estuviera enferma.
       —Sí. ¿Tú quién eres? —dices.
       —Soy su hermana —dice la niña con su voz como si llevara mucho tiempo sin hablar, como si le costara trabajo hacerlo —. Me llamo Jimena.
       Jimena camina hacia ti por fin, pero con miedo, como si fueras un animal del zoológico que se ha escapado.
       —Cité a tu mamá y a tu papá, Jimena, ¿dónde están?
       —Le piden disculpas. Tuvieron otros compromisos —dice mientras se sienta frente a ti. Tiene unas ojeras que casi son otros ojos —. ¿Qué pasa con Diego, miss?
       Ni siquiera escuchas su pregunta porque estás perdida en ella, la niña, en su cansancio, en su voz ronca y fea, en algo que parece que ves, pero no. Es como un aura, una impresión que queda en los ojos después de mirar algo fijamente durante mucho tiempo y voltear hacia otro lado repentinamente.
       —¿Qué edad tienes, Jimena?
       —15. ¿Por qué?
       Porque parece que ha vivido más. Mucho más.
       Ha vivido mucho más que tú.
       Y no lo dice. No puede decirlo a pesar de que lo sigue viviendo. A pesar de que está cerca de ella. En casa. Y tiene que callarlo. Está amenazada. Está cansada de tanta amenaza, de tanta tensión. No quiere estar ahí. No quiere verte a los ojos. Se siente avergonzada de verse así. Porque no es tonta: descubre tu reacción aunque es mínima. Y se da pena. Piensa en sus padres. Piensa en Diego.
       Le das las gracias por presentarse, le mandas saludos a Diego y le pides que le diga a su madre y a su padre que, por favor, los cuiden mucho porque son muy buenos hijos. Jimena asiente.
       Te quedas sola en el salón. Sabes qué hacer. Cuál es el siguiente paso: ir a su casa. Ver que sucede. Mirar. Y encarar a sus padres. Te costará caro. Pero este niño. Ese niño. Está sufriendo. Y si lo dejas, nunca, nunca te lo perdonarías. Nunca en tu vida. Por eso buscarás los archivos personales de Diego, donde está la dirección de su casa e irás y verás qué sucede. Los vas a buscar en ese momento y no te irás hasta encontrarlos. Los encontrarás.
       Vas con la directora para pedirle la dirección de Diego. Sólo ella la tiene. Sabes, por comentarios de niños y de padres y otros maestros, que esa familia ha sido muy hermética en cuanto a su vida personal. La fama y dinero los tiene encerrados. Seguramente entenderá después de que le cuentes lo de su hermana. Está teniendo una llamada telefónica, pero pide permiso a su interlocutor para colgar y hablar contigo. Te pregunta qué sucedió y tú le explicas de la forma más dramática para que no dude en darte la información que necesitas. Cuando terminas, ella ni siquiera te mira. Tamborilea los dedos y se muerde una uña de la otra mano. Te niega la información. Te dice que cada quien tiene sus problemas y no te incumben. Tú le insistes, le aseguras que es un asunto delicado, peligroso. Y te dices a ti misma que tienes que plantarte y no moverte. Pero ella se niega y se niega hasta que se desespera y se levanta de sus silla y mueve las plumas y las esculturas que tiene sobre su mesa y te señala y te amenaza con que menciones una vez más el asunto para que fueras remitida con el departamento de Recursos Humanos. Y tú no puedes hacer nada más que salir callada, con la mandíbula tensa y la certeza de que te quedarás sin trabajo más pronto de lo que pensabas.
      Cuando regresas a tu salón, Ricardo llega antes de que suene la campana del fin del recreo.
      —A nadie le cae bien la directora, miss —dice Ricardo con una complicidad que, por tu derrota, te molesta —. Le gritó muy feo y no se lo merecía.
      —Son cosas de maestros, Ricardo. —dices.
      —Yo sé que hablaban sobre Diego porque vi cuando llegó Jimena. Pobre Jimena. No me caía muy bien porque siempre nos hacía cosas y nos molestaba, pero sí estaba muy diferente. Muy mal. Y luego usted fue con la directora y se escucharon sus gritos. No se preocupe por lo de Diego. Yo sé dónde vive. Sólo yo lo sé de entre todos los compañeros porque era mi mejor amigo. Y lo extraño. Ojalá pueda ayudarlo.
      
      Para tu sorpresa, la casa de Diego y su familia no está tan lejos como pensabas. Aunque sí está alejada. Está en la frontera de la ciudad, donde casi no hay edificios y sí mucho campo abierto, muchos árboles, muchas calles sin nombre para que los empresarios o delincuentes o quienes tuvieran suficiente dinero como para comprar unas hectáreas, pudieran vivir sin ser molestados.
       El taxi te deja en los límites de sus terrenos. No hay rejas ni muros, sólo un camino enmarcado por piedras que llevan hasta la puerta principal. El taxi se va y te deja sola. No te mueves. No caminas. Vuelves a preguntarte por qué llegas tan lejos por un niño, por qué estás dispuesta a arriesgar tanto. Hay muchos más niños como él. Es más: hay niños con menos, niños en una peor situación, pero con mejores maneras de ocultarla. Es eso: que ni Diego ni Jimena pueden esconder el horror que llevan en el cuerpo como una marca de peste, una marca de que han sido tocados por algo peor que lo peor que podían pensar, o incluso lo que tú puedes pensar. Y eso quieres ver: lo que no te imaginas. Porque te puedes imaginar muchas cosas. Pero hay una pregunta que te palpita: ¿y si es algo más?
       Tocas a la puerta.
       —¡Voy! —se escucha decir una voz de hombre desde el otro lado.
       Unos pasos se acercan y se abre la puerta. Es el padre de los niños. Esperas un insulto y un portazo, pero al contrario, te sonríe. Te habla cona amabilidad.
       —Buenas tardes, señorita.
       —Buenas tardes, señor Kether, soy Katia Palomo, maestra de Diego en la primaria.
       —¡Maestra! ¿Cómo pude olvidarla? ¿Qué se le ofrece?
       —Vine porque me preocupan sus hijos, señor Kether, específicamente Dieguito. Su rendimiento en clases ha bajado mucho y, como seguramente sabe, ya tiene varios días que no se presenta. La situación me parece rara porque…
       —Ay, qué pena, maestra. Sí. Diego ha faltado porque se enfermó, pero ya pronto se va a poner bien. Le hablaría en este momento, pero en serio está muy malo, el pobre. No puede ni hablar.
       Tú tampoco. Y no contestas. El hombre ríe.
       —¡Qué vergüenza, maestra! La tengo aquí en la entrada de la casa como si fuera una policía. Pase, mejor. Así platicamos mejor sobre Diego porque me interesa mucho su futuro. Sí, me interesa.
       Te da el paso y entras. La casa huele bien. Está limpia. Está llena de esculturas de dos tipos: abstractas, como asteroides, y estatuas de niños orientales con el dedo de la mano izquierda sobre sus labios indicando guardar silencio. Llegan a la sala. Te sientas en un sillón muy cómodo. Te sirve un café y te dice que es de una cosecha especial que le envían a su familia por ser amigos del cafetalero. No te importa, pero le sigues la plática un poco. Te le muestras amable y él aún más. Casi se te olvida que, cuando lo conociste hace meses, su personalidad era exactamente opuesta a la de ahora. Pero se porta tan bien. Casi se te olvida tu preocupación, excepto porque, aparte de sus tazas y sus voces, en la casa no se escucha nada más. Nada más. Así que en un breve, muy breve momento en que ninguno de los dos dice nada, aprovechas para encaminar la conversación a donde debió haber estado desde un principio.
       —Señor Kether, regresando a lo de Diego, uno de sus compañeros me dijo que lo vio a usted discutiendo muy fuerte con su hijo. En verdad esta situación me interesa. Por favor me gustaría ser de su ayuda en lo posible.
       —Oh, no, no. No era nada. Ya sabe. Uno como padre siempre peleará con sus hijos, pero fue algo que se resolvió pronto. Lo resolvimos juntos y ya no hubo problemas.
       —Y otra cosa, ¿su esposa no se encuentra? ¿Ella sabe de lo que pasa con Diego?
       —Sí, claro. Justamente está con Diego. Le está haciendo un tratamiento para su enfermedad.
       —Pero su esposa no es médico, ¿o sí? —dices y notas una molestia en el rostro del hombre.
       —En efecto, no lo es, pero este es un tratamiento especial y nuevo que ella diseñó —dice y como si lo invocara, la casa se estremece. Apenas, pero suficiente como para que tu taza de café que estaba al borde de la mesa caiga y choque contra el suelo de madera y se rompa.
      Solo que nada se escucha del golpe. El hombre te mira como si nada hubiera pasado.
      —¿Puedo ver a Diego?
      —Claro que sí. Sólo que le digo que está muy enfermo.
      —No tengo problemas.
      El cuarto de Diego está al fondo de la casa. El cuarto es grande, lleno de juguetes y diplomas y trofeos. Diego está en su cama. Duerme y está pálido. No parece tener más que un resfriado. A ti todo eso te parece una farsa. Su madre está junto a él. Usa un cubrebocas que le cubre la mitad de la cara y el cuello. Te mira. Pero no dice nada. Te asiente como para saludar y después se lleva su dedo índice a donde debería estar su boca en señal de que guardes silencio. Luego escribe en un bloc de notas. Te lo muestra orgullosa como si fuera una niña mostrando buenas calificaciones a sus padres. Lo que lees no te hace sentido, pero sí. En realidad sí. Eso explica el silencio total pero paulatino del niño. Vas a decir algo, pero el padre te toma del hombro y te guía fuera del cuarto. Antes de que el hombre cierre la puerta detrás de ti, alcanzas a ver a la madre ya sin cubrebocas inclinándose sobre Diego. Él abre la boca y habla y ríe y grita y susurra y se queja y hace todos los ruidos de su cuerpo al mismo tiempo.
      La madre no tiene boca ni cuello. Ni piel en ellos. Ni nada.
       Te despides del padre y te vas. Te vas caminando. Detrás de ti, sientes algo. Es Jimena, quien te mira desde una ventana. Te arroja algo. Cae junto a ti. Es su celular. Lo recoges y lo guardas Abre la boca. A pesar de la distancia, ves que en lugar de dientes, tiene dedos índices.
      De regreso, estás mareada. Caminas. No dejas de pensar en la familia. En toda. También en las notas de la madre: “Diego al mínimo de sonidos. Garganta totalmente rancia. Confirmar si órganos aún funcionan. Tal vez dos sesiones más para dejarlo vacío y convertirlo en buen huésped como Jimena”.
      Pero lo peor eres tú. Eres tú ante esa familia. El padre fue cínico, se divertía. Quizás ya sabía que los visitarías. Y la madre no tuvo problemas en mostrarse ante ti porque es claro que quería que tuvieras un vistazo de ella. Lo peor eres tú porque el niño, lo sabes, está perdido. No tiene salvación. Eso es lo peor: que tú no eres nadie para combatir ese silencio total que tenía unos fines sobrenaturales o no, no importa. Y eso es lo que te mostraron los Kether. Por eso la directora intentó que no fueras con ellos. No era enemiga después de todo. Era como tú: condenada a la derrota.

Han pasado varios días y todo está igual. Todo está igual. La gente camina por las calles y se ríe y se molesta y vive. ¿Cómo puede todo seguir funcionando como si nada? Te llega un pensamiento que te cuesta aceptar: el horror no detiene al mundo; al contrario, lo mantiene vivo. Pero no a las personas. No a ti, que ya no regresaste a la escuela, que apenas sales, que apenas duermes, apenas comes. Que tienes aún muchas preguntas, que tienes la puerta para responderlas, pero tienes miedo de tocarla: el celular de Jimena. Al principio pensaste en romperlo para evitar que te llamaran, pero no lo hiciste y ellos tampoco. Luego te prometiste perderlo, dejarlo en algún lado, pero eso hubiera implicado volverte responsable de la revelación a alguien más. Y entonces lo guardaste como un secreto puerco, como si fuera la evidencia de una doble vida tuya. Hasta que, como un corazón delator, su presencia oculta te fue insoportable y ahora lo tienes frente a ti, con la pantalla encendida y cuarteada, en donde se ve a Jimena sonriendo y abrazándose con unas amigas, como si fuera una niña normal, como si nunca le hubiera sucedido nada. Es como ver la foto de una muerta. Tal vez sí lo es.
      Arrepintiéndote, pero sin dejar de hacerlo, tomas el celular y lo desbloqueas. La niña quería eso porque no tenía ningún código de seguridad. Entrecierras los ojos para que lo que se oculta en ese aparato no te tome por sorpresa. Primero buscas en sus fotos. Son cientos. Casi todas son iguales: selfies, comida, paisajes, más fotos con amigas y uno que otro muchacho de su edad. Te sientes hasta culpable, como si hubieras robado el celular y ahora te estuvieras entrometiendo en la vida de alguien sin su permiso. En la vida de una niña. Pero sabes que hay algo. Por algo lo tienes. Por algo te lo dio. Y lo buscas porque qué tal que es lo que necesitas para realmente ser de ayuda…
      Son los videos. Son los videos. Pero no son de ayuda. Sólo muestran. Son tres. En el primero, Jimena aún se ve normal, saludable. Es de noche. Mira a la cámara y se lleva el dedo índice a los labios. Sale de su cuarto y camina por la casa hasta llegar a un estudio que no viste cuando estuviste ahí. En él se encuentra su madre. Está de espaldas a ella, en medio de varias esculturas sin forma como las que plagaban la casa. Dice un mantra hasta que se queda sin aire y abre los brazos a los lados y exhala tan fuerte y tanto tiempo que parece que se desinflará.
      Algo toma a Jimena por detrás. Es su padre. La golpea y la regaña. La madre, en una voz ronca, le dice que deben comenzar ya que Jimena ya está ahí porque es muy probable que sea un designio de Hoor-par-kraat, o algo así crees escuchar. El video se corta, pero no porque su padre apague el celular o algo. Parece más bien una edición deliberada.
      En el segundo video, Jimena se ve más desgastada. Voltea varias veces hacia la puerta de su cuarto. Acomoda su celular en un estante y regresa a su cama. Sus padres entran. Ambos están vestidos con túnicas de colores que parecen estar cambiando constantemente. Su madre trae un bloc parecido al que te mostró. Su padre se abalanza sobre Jimena y la ata de pies y manos. Luego pone una soga junto a su cuello y la jala mientras ella está en su cama acostada. Comienza a ahogarse. Pero no es suficiente para matarla. Mientras esto sucede, su madre se quita la túnica. Está desnuda. Las venas y arterias del cuello están negras, podridas. Dice muchas cosas, pero de nuevo sólo alcanzas a entender una frase, o una palabra. Hoor-par-kraat.
      En el tercer video sólo es Jimena mirando a la cámara, aguantándose la risa. Detrás se escucha a Diego gimiendo, llorando, diciendo que no quiere. Al final, sale un símbolo que no entiendes. Es una pintura de un niño en cuclillas, sobre una flor de loto. El niño tiene el dedo índice de la mano derecha sobre su boca.
      Una llamada llega al celular. Es la directora. Le cuelgas antes de que diga algo, pero el celular no funciona y continúas escuchando su voz
      —El problema, Katia, es que tú nunca estuviste dispuesta a aprender. Pudiste haber callado, como debías. Pero fuiste más allá —dice la directora. Arrojas el celular contra la pared y escuchas cómo se rompe, pero la voz sigue sonando. Y más fuerte, más cerca, como si se estuviera materializando junto a ti —. Querías ir más allá. Eso es lo que siempre quisiste con Diego. No salvarlo ni ayudarlo. Querías ver, ser testigo de lo que le sucedía —tú te repites que no es cierto mientras buscas de dónde sale su voz maldita —. Pero eres suertuda, Katia. Sigues teniendo suerte. Tienes una oportunidad más. De salvarte y de cuidar de Diego. Ven, sal.
      Sales porque no hay otra opción. Porque estás entre la fascinación absoluta y el terror total. Esto no puede estar pasando, pero pasa. ¿Cuántas personas han pensado lo mismo antes de morir o que les sucedan cosas peores?
       Afuera, te esperan la directora y los Kether. El padre te sonríe, la madre tiene una bufanda que ondea en el área de su garganta. Jimena te mira feliz y emocionada. Tú, ingenua, creías que quería que la salvaras, pero era como los demás: quería que supieras.
      Diego también está ahí. Viene de la mano de su madre. Se ve como era antes: con energía, feliz, despierto.
      —Donde tú estás, yo estuve —te dice la directora —. Pero tú puedes tener más privilegios.
      —Somos uno, somos muchos, miss Katia —dice Diego con una voz normal, con un tono normal..
      —Tiene razón, maestra —dice el padre —. Esto con Jime y Diego fue sólo una prueba… científica. Pero para lograr nuestro sueño, que también puede ser el suyo, nos faltan muchos más. Noventa y uno y el avatar estará completo. Lo que queremos es…
      —Que me cuide y nos procure con más—dice Diego.
      —Que nos cuide y nos procure con más —dice Jimena y alcanzas a ver que algo quiere salir de su boca.
      —Que nos enseñe este mundo —dice Diego.
      —Sería prácticamente lo mismo que haces ahora, Katia —dice la directora —. Sólo que con ellos. Sólo con ellos.
      —Ellos, él la eligió, maestra Katia, por eso sigue aquí —dice el padre —. Viva.
      Titubeas. ¿Qué decir? ¿Cómo hablar ante esa situación? No hay nada que hacer en una historia donde sólo eras una herramienta y no la protagonista. Porque no te venían a invitar. Venían por ti. Sólo esperaban a que vieras el video, a que supieras con quién tratarías. Callas, por eso. Te entienden.
      Todos celebran.
      
      Un mes después, regresas a la escuela. Estás mejor. Ahora vives en casa de los Kether. Tienes que enseñarle a los niños, a los nuevos niños, al Niño, todo sobre la realidad, sobre esa época que viven. Tú también has aprendido, sabes más, sobre ellos. Has visto cosas terribles, cosas que al principio no tenían forma ni orden ni razón de ser, pero ahora estás mejor. Estás mejor. Y estarás aún mejor cuando toda la misión, el ritual, sea completado. A través de las medicinas y los cantos que la señora Kether descubrió y que el señor Kether te enseñó, has sabido sobrellevar el estrés mental. El horror ya no es horror, sino rutina.
       Los alumnos se sorprenden. Se portan demasiado bien. Temen la normalidad con la que los tratas después de tu repentina ausencia. El mismo Ricardo, quien a veces era imposible de callar, no dice nada. Te mira con sospecha, eso sí. Al final de la clase, se acerca contigo.
       —Estábamos muy preocupados por usted, miss. Y yo más. Pensé que le había pasado algo —dice Ricardo.
       —No, Ricky, todo estuvo bien. De hecho, fuiste de mucha ayuda.. Te lo agradezco —dices mintiendo y no.
       —¿Pero por qué se fue tanto tiempo? ¿Qué le pasó a Diego? —dice Ricardo.
       —De eso quería hablar contigo, pero te me adelantaste. Diego estuvo un poco enfermo, pero ahora ya está bien. He faltado porque sus papás y la directora me pidieron que le repusiera todo lo que se perdió. Y más. Digamos que ahora tendrá escuela en casa.
      —¿O sea que ya no tendrá que venir? ¡Qué envidia! Pero al mismo tiempo, no me gusta, porque ya no lo veré. Y la verdad, quería pedirle perdón.
      Lo que sigue te cuesta trabajo porque aún hay en ti resistencia al vórtice donde te encuentras. Pero tiene que suceder y sucederá muchas veces. Muchas. Y en cada una te costará menos trabajo hacerlo.
      —Diario tengo que ir con él saliendo de la escuela. ¿Qué te parece si me acompañas para que le puedas pedir perdón? Es más, toma la clase con él y, si te gusta, hablo con tu mamá para que tampoco ya tengas que venir.
      —¿En serio, miss? ¿Sí podría? —dice emocionado.
      —Claro que sí, Ricky. Sólo te pido una cosa —dices mientras te llevas el dedo índice a la boca —, que mantengas silencio sobre esto. No digas nada. No hables.
      —¡Lo prometo!

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Prófugos

A principios de enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante de autoras y autores de cinco países, y en él varias personas interesadas en el cuento, cuyo trabajo quedará representado aquí en los meses por venir. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      Luego de Yeni Rueda López, viene el mexicano Ruy Feben (Ciudad de México, 1982), quien es autor de los libros de cuentos Malebolge (2018) y Vórtices viles (2012), el cual obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2012. Ha publicado relatos y ensayos en antologías como Historias de malta (2018), Te guardé una bala (2015), Emergencias: cuentos mexicanos de jóvenes talentos (2014) e Hic Svnt Dracones (2013), y en revistas y suplementos culturales como La Peste, Guardagujas y Los Bárbaros.
      «Prófugos» es una narración que juega no con uno, ni dos, sino con tres subgéneros populares de la narrativa nacional al mismo tiempo: la autoficción, la historia apocalíptica y las anécdotas de mexicanos en el extranjero. Lo hace con humor, por supuesto, y también crea una atmósfera cercana, entrañable, para su fin del mundo.

Ruy Feben (foto provista por el autor)

PRÓFUGOS
Ruy Feben

Lo vemos sobre Gorriti, primero lejos, una farola descompuesta, y luego cada vez más nocturno: las rayas de su remera, los shorts pelados de mezclilla, la gorra postergando una planicie imposible. Finalmente: los ojos, demasiado certeros sobre el rostro de Carlota. A mí parece no percibirme: otro ser de sangre caliente en medio de la canícula del verano bonaerense. Como si fuera yo apenas un aliento, la sensación de una extremidad ausente.
      Es el último ser humano que vemos. Fuera de nosotros, por supuesto: a partir de ahora, nosotros seremos el mundo, y como tal seremos inevitables y terribles.
      No sabíamos que eso sucedería con el año nuevo, claro: no teníamos manera de saberlo. Acaso le hubiéramos hablado a este personaje fortuito, le hubiésemos dicho lo poco que hemos descubierto en los lustros de la vida normal y anodina que para nosotros lo ha sido todo; le hubiésemos pedido favores o apurado una explicación. Nos hemos reprochado mil veces ese instante, imaginando escenarios diversos: que lo seguimos hasta donde iba, seguramente con otros seres humanos y acaso con algunos perros, acaso al sitio donde hoy todos se esconden o donde todos entonces murieron; que lo llevamos como anzuelo para lo que sea que viene con este año; que lo encaramos, que lo golpeamos, que lo comemos. Hemos imaginado con él toda clase de violencias y de cariños: todas las formas que tiene la añoranza.
      Pero nada de eso importa: son puras imaginerías, e imaginar no hace más que recordarnos que estamos solos. En una ciudad extraña y salvaje de todas las maneras posibles, solos, sin el reproche fundamental que son los demás seres humanos.

***

Las primeras horas son como todas las que siguen de cerca a un desastre: caminamos solos por la calle de Gallo, bajo la primera madrugada del año joven. La ausencia de autos nos parece predecible y hasta deseable; igual los nulos peatones, que nos permiten andar en año nuevo como si el mundo fuera también nuevo. Por costumbre nos detenemos en los semáforos, que no remedian ningún accidente.
      Pasamos las pocas cuadras entre Gorriti y el alojamiento sin pensar en aquel muchacho que nos vio con los últimos ojos de la especie.
      —¿Cuáles son tus propósitos de año nuevo?
      —Equilibrar mejor mis tiempos. Comprender mejor lo que quiero de mi futuro. Escribir.
      Un fuego artificial revienta la pupila nocturna.
      —A ver, escribe desde ahora: ¿qué fue ese fuego artificial?
      —Una bomba: Buenos Aires desaparece dentro de pocos segundos con nosotros calcinados en medio. No tenemos oportunidad de realizar nada de lo que esperábamos para 2019. Fin del relato y fin del mundo.
      Carlota se petrifica. Es el primer juego del año: me observa con una cara que, en el peor de los casos, podría servirnos a ambos de salida de emergencia, si todo de verdad se derrumba. Pero la conozco: sé que algo hay de temor genuino detrás de esa cara.
      Sé que por un instante teme la horda de soldados listos para la hecatombe.
      No llegan los soldados. Una alarma suena lejanísima. De un balcón salta una fiesta interminable, una gruesa capa de música que arropa la madrugada.
      Y nosotros caminamos así a la cama, calurosa como caldo mitocondrial.

***

El hambre nos despierta después de las 11. El balconcito de la recámara da a la misma pared blanca de siempre, que anuncia el sol pero no lo delata.
      Nos calzamos veloces, nos decimos que ojalá exista algo abierto en el vasto mundo, de preferencia algo con milanesas y cerveza fría.
      Echamos a andar por Paraguay, un calor jurásico a cuestas, sobre la calle que se mece.
      —¿Tú crees que algo esté abierto? Por lo que veo, éstos no se mueven mucho en año nuevo.
      —Algo tiene que haber. ¿Qué pasa si necesitas pan o medicinas? La gente también se enferma en año nuevo…
      —La gente también muere en año nuevo, sin duda.
      Carlota ni siquiera me golpea el hombro como lo hubiese hecho cualquier otro día. No es miedo: es que la noche anterior apenas picamos unas papas feas.
      Subimos todo Paraguay hasta Callao.
      Ni un alma.
      Ni siquiera en las puertas grandes, entre cobijas y cartones: ni siquiera una de las muchas almas que se comportan como de segunda mano en Buenos Aires, la legión de pordioseros.
      Ni un al ma rondando la carroña del año recién terminado.
      Pero en ese momento es peor el hambre que las implicaciones metafísicas. Como no hay pizzería o parrilla con trazas de vida, entramos a un kiosko abierto, pero desatendido.
      Tomamos seis paquetes de frituras, llamamos al dependiente, primero con mexicanísima cortesía, luego a los gritos, como primates de la selva. Nada pasa: dejamos el dinero junto a la caja registradora, y caminamos un poco avergonzados rumbo al cementerio de la Recoleta, la única atracción de la ciudad que nos parece disponible en aquel día inmóvil.
      No nos animamos a entrar: nos da miedo empezar el año nuevo en un sitio lleno de muertos.

***

Ya con las chips y los Gatorades, el 1 de enero a solas no es tan malo. El calor nos asfixia, pero sentados en los jardincitos frente al cementerio, no es tan malo. Algún aire se cuela cada tanto, como voz rascando una garganta: algo parece moverse.
      —Sí es raro pasar año nuevo con este calor. No se siente año nuevo. Se siente como el último verano, repetido y con acentito.
      —O como si nos hubiéramos adelantado al próximo verano: un futuro distópico en el que todos conjugamos mal la segunda persona.
      —Por eso no hay nadie en la calle: estamos en el futuro, que todavía está deshabitado. La gente viene apenas, recogiendo al mundo, enrollándolo en cobijas de vocales alargadas.
      —Es en serio lo de ponerte a escribir más, ¿verdad?
      —¿Tan malo fue?
      —Digamos que te falta encerrarte unos días en silencio.

***

Cuando anochece nos parece extraña la ciudad solísima y nos hartan las chips y los sanguches envueltos en celofán. Hacemos lo que todo turista: culpamos a las malditas costumbres locales, incomprensibles y precarias, de algo que otrora podría resolverse facilísimo. ¿Por qué no le pagan doble a sus empleados para trabajar en feriado? ¿Será que nadie quiere trabajar en feriado? Claro, si son unos incompetentes, babosos, salvajes, mediocres. ¿Qué clase de mundo se atreve a vaciarse de gente así como así? ¿Qué clase de especie somos si no somos capaces de estar sobrios el uno de enero?
      Lo único que nos queda es esperar que la ciudad se componga el 2 de enero, como lo hacen todas las capitales del mundo desde inicios de los noventa. Sobre todo las capitales calurosas, donde no existe un pretexto.
      Es que, vaya: ¿no trabajar, con este clima más bien benevolente, aunque sea 1 de enero? ¿Es que no tienen ambición? ¿Qué clase de monstruos son éstos?
      Dormimos fatal: la dosis extra de sodio nos deja dando vueltas en la cama toda la noche.
      Yo tengo una pesadilla: que el calor y el hambre me hacen alucinar y, en una de tantas vueltas nocturnas, pienso a Carlota un pedazo de bife, y la muerdo, primero en la espalda y luego en las nalgas y en el cachete, la muerdo sin que ella grite: es, en efecto, un pedazo de carne con la forma de mi esposa. Cuando lo descubro, caigo en depresión dos meses que vivo veloz, aunque cada íntegro segundo, en el sueño; me recupero tomando pastillas y yendo a terapia, y finalmente abro un local de cárnicos a base de Carlota en una esquina disponible de Agüero. Le pongo a mi fiambrería así: Carnota. Me quedo a vivir en Buenos Aires, que ha vuelto a dejarse pulular la gente mal vestida, los buses ruidosos, los border collies.
      Despierto empapado, riendo, con náuseas: el aire acondicionado dejó de funcionar.

***

Es inútil llamar al que nos rentó el departamento. Inútil, inclusive, buscar a la conserje: no contesta cuando tocamos en el cuartito, ni siquiera cuando en uno de muchos golpes zafamos una bisagra de la puerta.
      —¿Tú viste alguna vez a la conserje?
      —El primer día, cuando fuiste a comprar no sé qué, me ayudó a matar una cucaracha que me encontré en el baño.
      Toco la puerta con mayor coraje: eso quiere decir que existe, y que seguro decidió alargar el año nuevo hasta el primer lunes, para el que aún falta todo el fin de semana.
      Carlota le tiene un pánico irracional a las cucarachas desde siempre. Una vez casi me manda al diablo por dejarle una de juguete en su buró. No me alarma que el primer día de estancia haya llamado a la conserje, sin conocerla, para matar a una intrusa.
      Y me arrepiento de no haberme alarmado de inmediato al pensar en cucarachas. Como bien nos lo han enseñado los documentales conspiranoicos de todas las cadenas de televisión, en una ciudad sin seres humanos, otras especies empiezan a competir por el dominio. Las minorías escapan rápido o mueren de maneras tristísimas: los pajaritos del asfalto se refugian en los bosques cercanos y en las cuevas, los perritos pug sucumben a su espantosa tragedia genética. La urbe ingrata les revela las fauces hediondas, y no les deja más opción que la retirada o la muerte. (¿Por cuál habrán optado todos los argentinos de Buenos Aires?)
      En cualquier ciudad de tamaño decente, son tres las especies que realmente se debatirán el dominio: las ratas, las palomas y las cucarachas.
      No lo sabemos, pero mientras llamamos a gritos a Lisa o Luisa o como sea que se llame la señora que limpia el edificio, las cucarachas han tenido tiempo para duplicarse bajo el suelo, a apenas centímetros de los enchanclados pies de Carlota.
      —¿Y qué te dijo cuando mató la cucaracha? ¿Ella está acá todo el tiempo, o…?
      —No dijo mucho: también les tiene miedo. La mató rápido y se fue asquea…
      Una arcada interrumpe a Carlota, que casi vomita el estómago vacío.

***

Pasamos esa mañana tocando en todas las puertas del edificio, y luego en los timbres de los edificios contiguos: comprobamos, antes de las 2 de la tarde del 2 de enero, que, al menos en la cuadra de Paraguay que va del 3000 al 3100, todos han desaparecido sin hacer ni puf.
      El aire acondicionado ya es lo que menos nos preocupa.
      —¿Qué vamos a hacer ahora? Tenemos efectivo para dos o tres bolsitas de papas más…
      —¿Papas? ¿Qué vamos a hacer con eso? No podemos comer papas toda la vida… ¿Y quién prepara las empanadas y las milanesas si no hay argentinos?
      —No exageres: tienen que volver en algún momento. Si fuera algo realmente grave, ya nos hubiéramos enterado. Además, en una semana sale nuestro vuelo y listo: volvemos a zona de homínidos normales.
      —¿Y si nadie aparece para entonces?
      Por primera vez se nos ocurre que eso es una posibilidad: que, no sólo de golpe, sino para siempre, la gente desaparezca del mundo. O los argentinos, que en este caso es lo mismo. Ponderamos que se trate de una de las cosas nacionalistas que a veces hacen y que les salen casi siempre bien: un Corralito existencial, de un Cacerolazo contra la insoportable carga de vivir siendo los más europeos de los latinoamericanos. Eso explicaría la falta de uruguayos en las calles (en los desastres pagan siempre justos por pecadores), pero no la de peruanos.
      “Andate a cagar, universo de mierda”: acaso el conjuro que a todos los mandó lejos de todo, al feliz multiverso que anida en la papada de Maradona.
      Pero no puede tratarse de otra cosa: ¿desde cuándo las hecatombes eligen dejar a dos turistas como únicos habitantes de una ciudad de cuadras interminables?
      Hollywood queda lejísimos (no el de Palermo, claro), incluso un poco más lejos que casa.
       —¿Cómo vamos a llegar al aeropuerto?
      Fue buscando cuánto se hace a pie de la Recoleta a Ezeiza que descubrimos nuestro peor miedo: internet tampoco está funcionando.

***

Hay miles de películas que describen lo que pasaría en un mundo sin personas; inclusive documentales que ponderan cuántas horas tardarían las raíces de los árboles urbanos en comerse las calles, en hacer de las neveras nidos de especies nuevas. Romancean con parvadas de palomas que mutan en una sociedad casi perfecta, a falta de predadores tecnócratas. Ponderan una salvación, un paraíso terrenal que se recupera a sí mismo.
      —¿De verdad la humanidad tiene que acabarse de tajo?
      —¿Quién dice que se acabó la humanidad? Hasta donde sabemos, sólo Buenos Aires está vacía. Es el sueño de muchos turistas, en realidad…
      —Típico: los turistas somos tan mensos, que incluso descubriremos tarde ese hot spot local que es la extinción.
      Estamos en el silloncito verde del alojamiento, con las ventanas abiertas. Es 3 de enero, y ya casi nada funciona. El aire acondicionado se tira pedos de vez en cuando, y es imposible repararlo: imposible buscar electricistas, plomeros, trazas de vida inteligente, sin internet. La sección amarilla desapareció hace siglos, inclusive en países salvajes como éste, y buscar por la calle algún servicio, a la antigua, es predeciblemente inútil.
      La caja de herramientas en el placard del alojamiento, en nuestras manos, es equivalente a una colonia de platelmintos con acceso a todas las claves de seguridad que existen en el FMI.
      No podemos comunicarnos con México: no hay línea telefónica, ni siquiera correo postal. Vaya: los barcos del puerto están detenidos, e incluso el vaivén del agua es de pronto pazguato, el río una anodina e interminable gelatina.
      Una gelatina de la que brota un pelaje que se llama mundo, que empieza a rugir.
      —¿Eso fue una cucaracha?
      Carlota señala bajo el escritorio polvoso y alza los pies. Yo no veo nada, ni siquiera pongo atención: trato de planear, en un mapa de papel que encontré en el librero, el mejor modo de llegar al aeropuerto.
      —Ruy, ¿qué vamos a hacer si esto se llena de cucarachas? Con la basura y el calor…
      —No sé. Supongo que ir al aeropuerto, tratar de llegar a tiempo al vuelo de regreso.
      —Pero tiene que haber una manera más fácil. No puede ser que toda la ciudad esté vacía. Tiene que haber alguien, algo…
      Pero no. Buenos Aires, sus helados y carnes, sus personajes que gritan por nada en la calle, sus escritores y sus museos, sus edificios y los picos (no pocos) que tocó en vida, la Ciudad de la Plata, es, repentinamente, un cráter en el lado idiota de la luna.
      Un boom interrumpe el pánico de Carlota, mi distraída ingesta de una empanadita de las que quedaban en la desértica cantina de la cuadra.
      Como lo dicta el Discovery Channel, a falta de mantenimiento, las centrales de energía empiezan a explotar. Ese boom, que desperdigó parvadas y le provocó a Carlota la imagen de una marabunta exoesquelética rompiendo los muros, es el primero de muchos.
      Un boom, aleteos rayoneando el cielo, y luego silencio. Absoluto.
      Una cosa que, como latinoamericanos, desconocíamos por completo.
      Ese boom es lo más cerca que hemos estado de otras personas, o de la memoria de otras personas, en tres días. Es también lo más cerca que nosotros, tristes niños del verano, hemos estado jamás de la guerra, del fin del mundo, de nuestro lado salvaje.
      Empanatanados en pánicos y mapeos, no lo sabemos, pero ese primer boom es un escupitajo de memoria dirigido al cielo.

***

Para escapar del calor aceitoso, el 4 de enero dejamos el alojamiento: nos metemos a un restaurante cuyo clima todavía funciona. Lo hacemos con cautela: nos escondemos tras la barra, preparamos un discurso por si aparece el dueño y un arma por si aparece alguien más.
      Para mí no es tan malo: hay carne buena en el refrigerador, quesos útiles, fiambres, aún un par de decenas de mediaslunas descansando, turgentes y dulces y precámbricas, en una panera.
      —¿No te has cansado de la carne? Me urge una ensalada…
      Miro a Carlota y río. Le cuento mi sueño. “Carnota” le parece un pésimo nombre: el humor le ha cambiado. No es para menos, con tanto sodio y tanta grasa y tan poca fibra…
      —Bueno, al menos no hay argentinos.
      —Espero que no vayas a escribir nada de eso, Ruy. Es ofensivo.
      Me prometo recordarlo, pero sé que eso no sucederá. A mí también me ha cambiado el humor: ahora me siento incapaz de disimular. El único decoro que guardo es para continuar la plática con Carlota, lo cual es el único recurso que, a tres días de la soledad absoluta, importa todavía.
      —Me refiero a que la falta de argentinos debería dejarnos mucho espacio para pensar en lo importante, que no sé si es la fibra. Es decir: ¿tú de verdad crees que se esfumaron de pronto puf no hay más?
      —No sé. O sea, si se hubieran ido todos al mismo tiempo por sus propios pies, nos habríamos dado cuenta.
      Carlota encuentra en la alacena del restaurancito unos jitomates; muerde uno como si fuera una manzana, como si fuera prohibido y delicioso.
      —No creo que se los hayan llevado los aliens. Y un asteroide no llega de puntitas.
      —¿Y por qué tendrían que haberse ido todos al mismo tiempo? Chance y cada uno decidió irse por su lado: siguiendo cada cual a su ego, hasta donde su ego alcanza.
      Yo termino de asar un bife de chorizo. No, la carne no me ha cansado: por el contrario, cada vez me disgusta menos. Me hace sentir cansado, inmóvil, pero feliz. Como dormido.
      Doy una mordida supernova.
      —¿Les habrá gustado llegar a Alaska a encontrar que son los mismos de siempre?

***

Pasamos todo el día de Reyes saltando, cada pocas horas, de un estanquillo a otro: todos los aires acondicionados sufren el mismo destino que el nuestro eventualmente, así que tenemos que huir, como roedores.
      Inclusive los refrigeradores (que acá son de otra especie: se llaman neveras) se descomponen; los desperfectos nos urgen a dedicar las primeras horas a los embutidos y los quesos frescos.
      —Creo que ya me acostumbré a robar. O al menos robar cada vez me parece menos malo.
      Carlota dice esto con los brazos llenos de mágicos escombros comestibles de nevera todavía viva. Encontró pasta fresca en los estantes de un restaurante modernillo.
      —Eso está bien: así podemos comer mejor.
      Yo apaño un pedazote de matambre con huevo; las pizzetas congeladas de este lugarcito que vive ya más allá de la moda (cuya puerta tuvimos que forzar: la alarma apenas balbuceó un gemido antes de morir sin electricidad) las dejo para otro día de hambre, para otra cacería.
      Cuando corto un pedazo para hacer otro sanguche, otra central eléctrica desfallece: boom en algún lugar de San Telmo, y otro boom, casi simultáneo, en Liniers.
      Carlota ríe; se anima un vaso de vino; nos damos cuenta de que no hemos bebido vino a pesar de la soledad. Aprovecho aquello para otro bife, para las supervivientes papas fritas; ella sigue con el vino a solas. A ambos nos golpea igual el alcohol: como el único pie humano del mundo, dispuesto a aplastar a los insectos que quedan a su paso.
      Ese mismo restaurante nos negó la entrada para cenar en año nuevo, así que ahora nos sentimos valientes.
      ¿Quién se quedó ahora sin cenar? Gritamos, medio borrachos con una botella del Malbec más caro de la barra, y bailamos con la cabeza flotante: ¿qué se siente quedarse fuera, tarados?
      Boom en Puerto Madero.
      Nunca nos detenemos a pensar qué significa exactamente estar fuera, fuera de dónde, respecto a qué: la soledad es la orilla, siempre. Y somos nosotros los que bailamos en mesas elevadas, sin música, en una ciudad que ya no suena.

***

Como no hay alumbrado público, esa noche dormimos donde nos coge el cansancio.
      Somos los únicos pordioseros que le quedan a Buenos Aires: como los miles que había antes, dormimos en colchones que robamos, tirados en el primer rincón a prueba de cucarachas que somos capaces de encontrar.
      Eso es importante: el único requerimiento que debe cumplir nuestro alojamiento es que sea completamente a prueba de cucarachas. Así lo ha sido siempre, desde que Carlota y yo estamos juntos: todo es soportable, excepto la posibilidad de esas patitas, de esos cascos alargados color carne quemada, de esas antenas ojos que tocan el mundo antes de verlo.
      En la Buenos Aires vacía, esto se vuelve cada vez más difícil.
      Boom en Retiro.
      La oscuridad apenas se ilumina cada tantos minutos con la pirotecnia de las centrales eléctricas, boom en lo que parece ser Montevideo. Anidamos en una litera, dentro de una tienda de muebles; blindamos las patas con todo el insecticida de la tienda de jardinería que está junto.
      Nos abrazamos como hace muchos meses no lo hacíamos. Siento el rostro caliente de Carlota contra mi cuello, como una planta o como un pelaje. Pienso que el mundo se ha vuelto de nuevo elemental: que somos una suerte de Adán y Eva en el deshabitado Cono Sur, aprendiendo a sobrevivir en este jardín del Edén de arquitectura afrancesada.
      Eructo y el aliento me sabe a algo que nunca había probado. Pienso en el porcentaje de vacuno que comí hoy; pienso en las cosas que eso debe estarle haciendo a mi cuerpo. La pierna izquierda ya aprieta como un vendaje receloso, y la cabeza me duele. Cada tanto, sobre todo bajo la luz dura o el cansancio, la vista se me oscurece como la noche.
      Y en esos momentos el mundo no existe, o yo no existo para el mundo, lo cual es acaso lo mismo. En todo caso: en esos momentos temo comprender por fin lo que pasó con todos los porteños del mundo.
      Abrazo fuerte a Carlota: no quiero que ella también desaparezca.

***

Sueño que Carlota me ofrece de un bife podrido, en uno de esos omnipresentes platitos metálicos de la ciudad. Sus brazos son largos, una entera de las interminables cuadras de la ciudad. Ella come de la carne, su tenedor y cuchillo se mueven como insectos, agarran con sus antenas la carne, la hacen bolitas y luego la lanzan lejos, hasta las fauces de Carlota, que es ahora una paloma, ahora una rata, ahora un conglomerado movedizo de pugs y pajaritos y gatos negros; sus ojos, border collies. Come de la carne por muchas bocas: ya no tiene la forma de Carlota, sus cabellos ondulados y sus ojos grandes, sino que es una cueva convexa, una esfera cuya superficie está hecha de abismos.
      De una de esas cuevas convexas sale una serpiente; sus ojos son ventanales como los del Palacio Barolo. La serpiente se me acerca hasta sentir su vaho directo en el cuello; le brotan de los colmillos patitas mínimas que se desprenden y corren por mi cuerpo, bajo la ropa, haciendo explosioncitas mínimas.
      Las patitas van por todos lados, las siento husmear en mis rincones, las siento bajar por mis subsuelos, entrar a mis orejas y murmurar: “Carnota”.
      Boom en Caballito.
      Abro los ojos, que se contectan directo a los de Carlota; me mira como mira el planeta a los aviones que vuelan muy arriba.
      —¿Qué pasa? ¿Estás bien?
      No responde; en cambio, su mano empieza a golpear el colchón como tambor. Luego tiembla su brazo, sus hombros, su cara; todo le tiembla menos los ojos, que me miran vertiginosos.
      Tiene fiebre y está, al tiempo, helada: como motor de nevera.
      Le quito la manta y descubro al menos veinte cucarachas que le caminan por encima, por entre la ropa y en el pelo y en las pantorrillas. Desaparecen debajo de su ropa y vuelven a escapar tras un minúsculo temblor.
      Creo que es así como descubrimos que, sin importar nuestros mejores deseos, somos parte del mundo.

***

—¿Estás segura? Dudo mucho que haya aviones…
      —No tenemos manera de saberlo: en realidad no sabemos qué pasa más allá de Palermo… Chance y los vuelos sí están saliendo, aunque no los veamos. En todo caso, no tenemos nada mejor que hacer. Y las cucarachas. Las cucarachas, Ruy…
      Vuelve a temblar como hace rato, así que me detengo: le acaricio la cabeza. Tardamos más de tres horas en sacarla del shock nervioso. Me mira con los ojos albercados, como detrás de un aparador inmenso. Cuando por fin llora, se desfonda. Es repentino: ojos de aparador, boom en La Boca, llanto imparable. Llanto como plaga de dolores: como marabunta comiéndose las mejillas de un primate.
      No logra conciliar el sueño más, por supuesto. Pero se tranquiliza cuando por fin le prometo que nos largamos de Buenos Aires, a costa de lo que sea.
      Largarnos de Buenos Aires: hace una semana era apenas un trámite; una fila larga, como todas las que aparentemente hay en Argentina; unas tres o cuatro horas previas en un aeropuerto caótico, nada más. Ahora, sentado frente a ella, sosteniendo el mínimo bate que improvisé con un salame grasoso, dirigiendo con un espejo la luz de la vela que me permita ver en la oscuridad al exoesquelético enemigo, largarnos de Buenos Aires parece una tarea primigenia, esteparia; una tarea a la que bien podríamos dedicarle el resto de nuestras vidas.
      Pasamos toda la noche así: yo inventando el primer juego de pelota de la nueva historia, a costa de un embutido y una especie reclamando el futuro, ella temblando y soltando llantos cada tanto en un rincón dentro de la nevera que todavía sirve.
      Echamos a andar en cuanto el alba oculta a los insectos. Para hacerme energía, muerdo un sustancioso pedazo de jamón; la pierna me vuelve a apretar como fauces de bestia amenazada; Carlota no tiene todavía espacio en el estómago para otra cosa que el miedo. Calculamos diez horas hasta Ezeiza; tenemos casi 48 para que nuestro vuelo salga.
      Carlota va forrada hasta el cuello con telas que le permitan, en dado caso, no sentir las patitas trepándole las extremidades. El calor del hemisferio sur se hincha, y nos queda toda una ciudad y un área metropolitana que cruzar. Me preocupa su sudor, su intolerancia a cualquier clase de ingesta, mis piernas apretadas, la falta de fibra.
      La falta de fibra, que después de todo sí puede volverse un problema primordial.
      ¿Qué habrían hecho en nuestro lugar nuestros ancestros, que tenían un color más auténtico y una dieta menos temblorosa? ¿Qué dirían los asiáticos que pisaron estas tierras antes que nadie, los europeos que se adjudicaron luego ese trono?
      Boom en Nueva Pompeya.

***

Apenas cruzamos los límites de Buenos Aires Ciudad: nos anuncian la salida a Provincia de Buenos Aires un letrero y un tren cuya vía ya empieza a ocultarse bajo una hiedra potente. Nos cruza una jauría interminable de border collies que escaparon de la ciudad; uno de ellos todavía nos mira a los ojos, los otros apenas nos olfatean recelosos. No se acercan cuando por fin logramos un fuego, tras descubrirlo de nuevo un arte sofisticado, un espectáculo divino.
      Han pasado tres días. A este paso, calculo que estaremos llegando al aeropuerto dos semanas después de aquel extraño en la calle que me vio sin verme.
      Si nuestro vuelo existe, ya desapareció también: desapareció dos veces.
      Mi pierna es una carga, otro más de los embutidos que llevo en la mochila. Carlota sigue sin comer. Apenas el olfato le anuncia comida, viene una arcada: lo único que ha podido decir al respecto es que los dientes chocando entre sí le parecen los torax amontonándose en lugares secretos bajo la calle visible.
      Ambos estamos débiles. Buenos Aires terminará con nosotros, inclusive vacía, silenciosa, bella, sin delincuentes ni subte. Ese silencio terminará erosionándonos hasta la médula.
      A veces, nos lo decimos, extrañamos a los argentinos. Incluso al que nos gritó aquella otra noche, desde lo más hondo de sus tragos, que nos iba a cortar la cabeza.
      Anochece tras una esquina que cedió la pizzería a una maraña de rugidos y zarpazos que anidan en el horno apagado.
      Improvisamos una casa de campaña con una lona que colgaba fuera de un Calzate Catalina, en Av. Santa Fe. Acampamos directo sobre la calle mojada, de la que hierve un clima infame. Un riachuelo arrastra un torrente de cubiertos, bombillas multicolor, aluminios roídos.
      La ciudad poco a poco fluye hacia el río, cunde su ruina desplazada a donde pertenece: bajo las aguas plateadas.
      Estamos a punto de dormir cuando Carlota levanta la cabeza como marsupial.
      —Hay alguien afuera. ¿Los oyes? A lo mejor es un equipo de rescate…
      —¿Una semana después de una tragedia?
      —Estamos en Latinoamérica…
      Asiento, mudo, y trato de escuchar: no oigo nada.
      Pero nada en serio: como si lo que sea que está afuera de la tienda de campaña estuviera en otro lado, lejos, inútil.
      Temo que la sensación eterna de cucarachas en los dientes haya hecho metástasis en Carlota, y que ahora todos sus sentidos se inventen patitas de todo tipo.
      —Ahí están otra vez… son voces.
      —Debe ser un radio que empezó a funcionar.
      —Vamos a asomarnos.
      La detengo. No tenemos un solo indicio de cómo fue que desapareció una capital otrora llena de gente que gimotea todo el día; a estas alturas, estoy convencido de que eso seguramente significa que fue una causa con cierta inteligencia, con alguna malicia.
      —No salgas. No sabemos si son ladrones o caníbales. O hinchas de algún equipo local. O cucarachas.
      Carlota reprime un escalofrío.
      —Si hay algo más que esto, tenemos que averiguarlo.
      Mi mano no alcanza a tocarla: cuando intento adelantar el cuerpo, la pierna me hunde de vuelta. Carlota sale y la lona vuelve a cerrarse, rotunda.
      La escucho alejarse, pero muy pronto sus pasos desaparecen.
      Dentro de la carpa la oscuridad se envalentona, la noche es una calle sin fondo. Alzo la mano a la altura de mis ojos, pero en su lugar lo que hay es el mismo negro noche.
      Afino los oídos, tratando de escuchar los pasos de Carlota, que se decantan en un futuro del que quiero una cosa, una sola.
      Espero así, sin contar las horas, en lo que parece ser todo el tiempo que nada en el universo.

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Las metamorfosis

Hoy se ha anunciado la muerte de José de la Colina, escritor mexicano. Nacido en España en 1934 y emigrado en 1940 –parte de los exiliados que huyeron de la dictadura de Francisco Franco–, de la Colina tuvo una larga carrera en la literatura y el periodismo, donde fue conocido como articulista y crítico de cine. Colaborador de numerosas publicaciones, ganador de varios de los premios nacionales más importantes, fue uno de los maestros del cuento y de la minificción. Los textos que aquí se reúnen aparecieron en Portarrelatos (2007), uno de sus libros tardíos, y son al mismo tiempo narraciones cómicas y ejercicios de estilo: cada uno es una versión distinta de La metamorfosis de Franz Kafka, contada en un estilo diferente, incluyendo los de varios autores famosos. El conjunto está también en Sólo Cuento VII, la antología que reuní para aquella serie de anuarios del cuento en español, publicada por la UNAM.
      Ojalá sirvan como invitación a conocer el resto de su obra.

José de la Colina (fuente)

LAS METAMORFOSIS
José de la Colina

La metamorfosis, según la otra Biblia

En uno de los momentos del principio, Dios inventó al hombre. Y vio Dios que eso no era bueno. Y dijo Dios: “Hágase la metamorfosis”. Y despertó el hombre convertido en escarabajo. Y se dijo Dios: “Tal vez esto tampoco sea bueno, pero es más divertido.”

La metamorfosis, según Chuang Zu

Gregorio Samsa soñó que era un escarabajo y no sabía al despertar si era Gregorio Samsa que había soñado ser un escarabajo o un escarabajo que había soñado ser Gregorio Samsa.

La metamorfosis, según Hamlet, según Shakespeare

Ser o no ser. Ser escarabajo feliz o ser Gregorio Samsa infeliz: he ahí el dilema.

La metamorfosis, según Miguel de Cervantes

En un barrio de Praga de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un joven viajante de comercio de los de camisa semanaria, corbata manchada de sopa y zapatos polvorientos. Es pues de saberse que este sobredicho viajante, en los ratos en que no andaba vendiendo, que eran los más del año, se daba a leer libros de entomología, ciencia que trata de los insectos, con tanta afición y gusto que olvidó de todo punto su trabajo y leyendo se le pasaban las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio. Y, rematado ya su juicio con tales lecturas, vino a dar en el más extraño pensamiento en que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, para escapar al fisco y a los acreedores, convertirse en un escarabajo…

La metamorfosis, según Samuel Butler

Nunca Gregorio Samsa se sintió con mejor salud y más entonado como la mañana en que despertó convertido en un monstruoso escarabajo. Se dice que la señora Samsa, la madre, comentó la circunstancia con una señora vecina: Gregorio se había acostado tranquilo, con muy buen ánimo, etcétera. Cuando le conté esto a Borges, lamentó que ese rasgo no figurase en Kafka. Lo miré y le dije: “Yo también soy Kafka”.

La metamorfosis, según Pascal

El hombre es sólo un escarabajo, pero (aunque para su desgracia) un escarabajo pensante.

La metamorfosis, según Lewis Carroll

Entonces Alicia llegó a una habitación donde el señor K, que había despertado convertido en escarabajo, movía incesante y alegremente las patas.
      —Oh, es terrible —dijo Alicia—. ¿No te sientes mal, acaso?
      El insecto se atusó el bigote, que era lo único que le quedaba del señor K, y dijo:
      —Me alegra que hayas venido, niña. Así podremos celebrar juntos mis 29 o 30 o 31 o quién sabe cuántos nocumpleaños de este mes.
      —No es de personas bien educadas cambiar de conversación —replicó Alicia—. Eres un grosero.
      —Niña tonta —contrarreplicó el escarabajo—, lo importante no es cambiar de conversación sino cambiar de interlocutor.

La metamorfosis, según Lautréamont

No es un hombre, ni una piedra, ni una planta, sino un insecto coleóptero, quien inicia este canto. Lector de ojos puros y frente aún no surcada por las uñas de la crueldad, esto te digo: no será sin peligro de tu alma, que supones inmortal (yo reiría si no tuviera los labios partidos), que te adentrarás en estas líneas impregnadas de execración, escritas sobre la piel tierna de un incauto infante por el joven de mirada azufrosa y frente estrecha, proscrito de todas las familias por él envenenadas con la literatura, pero puesto que osas avanzar en estas páginas pantanosas, no abandones a la almohada tu cabeza inflada por los vapores del tedio, no sea que despiertes, como yo, transformado en rampante escarabajo cuyas patas, difíciles de contar como los granos de sal del insomne océano, se agitan inconsistentemente, como las yerbas malignas en las noches de viento ululante. ¿No has oído la atroz carcajada del viajante de infame comercio al recorrerte la columna verterbal hueso a hueso?
      Y así finalizó Gregorio Samsa su enésimo canto.

La metamorfosis, contada en el diván del psicoanalista

Gracias, doctor, por ofrecerme el diván, que es bien acogedor y además con su exquisita blandura incita a que uno afloje al subconsciente, tiene usted razón, para un psicótico como yo no hay nada como regalarse con una buena sesión de psicoanálisis, ah, perdone usted la excesiva agitación de mis muchas patas, es que estoy nervioso, y bueno, creo que lo mejor es que ya de una vez le diga cuál es el problema, resulta doctor que yo que soy un escarabajo muy racional y decente a cada rato tengo la pesadilla de que, horror, me he convertido en un monstruoso señor que es viajante de comercio y dice llamarse Gregorio Samsa y ¡ay doctor!, ¿no será que sufro de complejo de inferioridad?

La metamorfosis, según una declarante ante la ley

La de la voz desea hacer constar ante el señor juez y el señor secretario y el señor mecanógrafo y el señor abogado defensor de oficio y los señores licenciados y los señores periodistas aquí presentes, a quienes agradece de todo corazón el interés que manifiestan por su humilde persona, que efectivamente reconoce que ella pisotéo hasta matarlo a su esposo Gregorio Samsa, por mal apodo Goyo el Salsa, pero no lo hizo por tener instintos asesinos ni sucios intereses, sino porque la de la voz ya francamente estaba cansada de los malos tratos que él le daba, puros jaloneos y moquetes y hasta patadas a todas horas del día, y encima se burlaba de una, es decir la de la voz, y todos los fines de semana el tal Goyo llegaba muy tarde en la noche y bien tomado y nomás como por continuar la diversión, así como por puro gusto del relajo, le volvía a dar una paliza a la de la voz que aquí habla, que es mujer que, la mera verdad aunque otra cosa digan estos moretones, no nació para ser mujer sufrida, y que ya el colmo fue cuando una noche el tal Goyo, o séase el hoy occiso, llegó ebrio hasta las manitas y se tumbó en la cama y se notaba que estaba sufriendo de eso que llaman el delirium tremens, o algo así, y empezó a gritar todo espantado diciendo que se estaba volviendo escarabajo, y que entonces una, perdón, la de la voz, aprovechó la ocasión que la pintan calva y agarró un periódico y lo enrolló y entonces ¡zas!, que Dios perdone a la de la voz, pero sí, eso hizo: de una vez aplastó al escarabajo del tal goyo para que el canijo hijo de su escarabaja madre no sea desconsiderado ni abusivo y de una vez aprenda a respetar a una, ¡ay, este!, quiero decir a la de la voz.

La metamorfosis, según la sección de avisos de un periódico

Hombre de 28 años, mediocre, con mediano sueldo de viajante de comercio, con aspecto y hábitos de escarabajo, busca escarabaja joven, bonita y hacendosa pero sin grandes ambiciones. Escribir a Gregorio Samsa, calle Kafka número 19, apartamento 301, Praga.

La metamorfosis, según Samuel Beckett

puf puf puf no llegando puf arrastrándome puf quién soy agh puf tantas patas puf lo terrible es haber despertado oh yo no Gregorio agh yo escarabajo puf maldito Godot que me hizo puf mierda agh

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El libro de tu vida

Este es otro de los autores favoritos de quien escribe en este sitio: el inglés Alan Moore (1953), conocido principalmente como uno de los más grandes creadores de cómics del siglo XX. Ya retirado de ese medio, Moore se dedica a otros intereses, como el performance, el cine y la novela. De hecho, este cuento es en realidad un extracto de su novela Jerusalem (2016), un libro ambicioso y complejo que no abandona jamás la ciudad de Northampton, donde Moore nació y vive todavía, pero abarca la totalidad del tiempo histórico, el Más Allá y el futuro posible de la humanidad y del universo. Uno de sus muchos pasajes sorprendentes es el que sigue, en el cual el texto parece hablar directamente a quien lo lee y la vida entera de un ser humano se compara con un libro. Además, en el texto se entrevé una de las bases conceptuales de la novela, que se deriva de la filosofía eternalista: la noción de que el universo entero, incluyendo al tiempo como una dimensión más, es inmutable y eterno, por lo cual ningún ser humano tiene realmente libre albedrío a medida que avanza a través de los hechos de su vida, y éstos se «repiten» para siempre, una y otra vez, sin cambios. La idea es más bien aterradora, y Moore la explora de una enorme variedad de maneras a medida que habla de muchas vidas e historias vinculadas con la de su ciudad.
      La traducción del texto es mía.


EL LIBRO DE TU VIDA
Alan Moore

Sé que soy un texto. Sé que me estás leyendo. Esta es la diferencia más grande que hay entre los dos: tú no sabes que tú eres un texto. No sabes que te estás leyendo. Lo que crees que es la vida autodeterminada por la que estás pasando es de hecho un libro ya escrito y que te ha atrapado, y no por primera vez. Cuando una lectura dada ha concluido, cuando la contratapa se cierra como la cubierta de un ataúd, inmediatamente olvidas que ya has luchado a través de sus páginas y lo vuelves a levantar, acaso porque te atrae la foto atractiva y heroica de ti que está en la sobrecubierta.
      Vadeas una vez más a través de la glosolalia del comienzo de la novela y esa sorprendente escena del nacimiento, toda en primera persona, nebulosamente descrita en una confusión de nuevos sabores y olores y luces aterradoras. Te demoras con deleite en los pasajes de la infancia y saboreas a todos los nuevos personajes, poderosamente logrados, a medida que se presentan, la madre y el papá, los amigos y parientes y enemigos, cada uno con sus excentricidades memorables, su atractivo singular. Aunque encuentras interesantes esas hazañas juveniles, descubres que estás meramente leyendo por encima algunos de los episodios posteriores por puro aburrimiento, pasando deprisa las páginas de tus días, saltándote hacia delante, impaciente por el contenido adulto y la pornografía que supones que te espera en el capítulo siguiente.
      Cuando esto resulta ser menos una alegría en estado puro, menos abundante de lo que habías anticipado, te sientes vagamente como si te hubieran estafado y truenas por un tiempo contra el autor. Para entonces, sin embargo, todos los temas centrales de la historia se acumulan a tu alrededor en el relato, locura y amor y pérdida, destino y redención. Empiezas a entender la auténtica escala de la obra, su profundidad y su ambición, cualidades que se te habían escapado hasta ahora. Hay una creciente aprehensión, una sensación de que el cuento podría no estar en la categoría que habías supuesto previamente, es decir, la de la aventura picaresca o la comedia sexual. De modo alarmante, la narración progresa más allá de las fronteras confortables de los géneros al territorio perturbador de la vanguardia. Por primera vez te preguntas si estás abarcando más de lo que puedes apretar, si te has embarcado por error en una pesada obra maestra, cuando tenías la intención de elegir solamente un thriller barato, lectura de vacaciones para el aeropuerto o la playa. Empiezas a dudar de tus capacidades de lectura, a dudar de tu habilidad para aguantar esta fábula mortal hasta su conclusión sin que tu atención se distraiga. E incluso si la terminas, dudas tener la suficiente astucia para entender el mensaje de la saga, si es que existe un mensaje. En privado, sospechas que te pasará muy por encima, y sin embargo, qué más puedes hacer salvo seguir viviendo, seguir pasando las páginas como hojas de calendario, con el impulso de aquella recomendación de la portada que decía “Si sólo lees un libro en tu vida, que sea éste”.
      No es sino hasta que estás más allá de la mitad del tomo, cerca de la marca de los dos tercios, que algunos puntos argumentales previos y aparentemente aleatorios empiezan a tener alguna especie de sentido para ti. Los significados y las metáforas empiezan a resonar; las ironías y los temas recurrentes se revelan. Aún no tienes la certeza de haber leído esto antes o no. Algunos elementos parecen terriblemente familiares y tienes premoniciones ocasionales de cómo se resolverán algunas de las tramas secundarias. Una imagen o un parlamento dará un acorde como de déjà vu, pero en general todo parece una nueva experiencia. No importa si es la segunda lectura o la centésima: te parece algo fresco, y, sea a regañadientes o no, pareces disfrutarlo. No quieres que termine.
      Pero cuando ha concluido, cuando la contratapa como la cubierta de un ataúd finalmente se ha cerrado con fuerza, inmediatamente olvidas que ya te has abierto paso a través del libro y lo vuelves a levantar, porque tal vez te atrae la llamativa y heroica foto tuya que está en la sobrecubierta.
      La marca de un buen libro, dicen, es que puedes leerlo más de una vez e igual encontrar algo nuevo en cada ocasión.

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Los monstruos de nuestra casa

El mes pasado, tuve oportunidad de ver En casa con mis monstruos, la exposición de Guillermo del Toro en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Poco después publiqué algunas notas sobre ella en Twitter, que recojo aquí ahora. En especial, me interesa algo que se revela en la exposición: la presencia de la la imaginación fantástica mexicana.

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En casa con mis monstruos, por supuesto, es una maravilla. Todas las influencias del cineasta quedan al descubierto, y también la forma en que del Toro ha transformado esas influencias en su propia obra, por no hablar de su gran ojo de coleccionista. Ilustraciones, libros, diseños de producción y objetos de utilería, tanto de su obra como de muchas otras, se unen con objetos de otros archivos y colecciones locales.

Gracias a ellas, incluso las personas con menos conocimiento de la historia de las artes puede constatar que buena parte de las influencias de del Toro son de origen extranjero: desde Poe hasta Moebius, desde Lovecraft hasta el cine de la Universal. La tradición proverbial de los sueños y los monstruos de occidente, en fin, a la que del Toro ha hecho homenaje explícito en todas sus películas. El origen de la criatura de La forma del agua o del aparato mágico de Cronos, el entramado mitológico de los demonios de Hellboy, todo queda claro al ver la muestra.

Pero otra parte de En casa con mis monstruos es aún más importante, porque está dedicada a poner esas influencias en contexto con las mexicanas. A comparar las obras, historias y criaturas de otros lugares con las que han existido aquí, por lo menos, desde la Colonia. Arte sacro y caricatura política; ilustraciones de leyendas y consejas, parodias, caricaturas, pesadillas, historias de horror y desconcierto desde lo más “alto” hasta lo más “bajo” de la cultura nacional, todo está representado y queda claro que la formación del cineasta, como la de la mayor parte de los habitantes del país, estuvo expuesta a todas esas otras formas de la imaginación fantástica.

No es poca cosa, pues significa que la obra de Guillermo del Toro nunca ha existido en el vacío, ni siquiera en su propio país.

Lo anterior importa porque aquí en México ya ha pasado al menos un siglo de discusiones (sin llegar a nada) alrededor de un tema que desde fuera podría parecer absurdo: si la cultura mexicana es capaz o no de imaginar, si no es «por naturaleza» literal, imitativa, incapacitada para cualquier otra cosa. Algunos críticos y colegas parecen creerlo, y muchas personas sin vínculo con el cine o la literatura también.

Pero la verdad es que no es así. Es sólo que a veces nos hemos empeñado en creernos menos capaces de lo que somos. En no admitir que nuestra vida interior está en nuestras artes también: a la vista. No es una cuestión de corrientes, subgéneros, tendencias ni mercados culturales. La imaginación fantástica mexicana aparece lo mismo en Juan Rulfo que en Sor Juana Inés de la Cruz, en Amparo Dávila que en Julio Ruelas, en Remedios Varo que en Guillermo del Toro.

Nuestra relación problemática, represiva con esa imaginación la vuelve más afilada, estridente, caprichosa. Pero también la vuelve más necesaria, porque es una aptitud útil –indispensable, incluso– para la supervivencia de una comunidad.

Si no conocen esta imaginación, pueden verla en En casa con mis monstruos, en la obra de Guillermo del Toro, o en muchas otras películas, textos, obras plásticas y audiovisuales. Son los monstruos de nuestra propia casa, son obra nuestra, y existen para nosotros.

Ante un cuadro

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