Etiqueta: literatura fantástica

Ejercicios de cosmogénesis

Durante el último año (2023-24) he estado publicando cinco ejercicios de escritura por semana en la plataforma Substack. Cada entrega está pensada para realizarse de lunes a viernes. Esta es una muestra reciente.

1

La cosmogénesis, también conocida como worldbuilding (construcción de mundos), es la práctica mediante la que ideamos, reunimos y ordenamos información acerca de un mundo de ficción (habitualmente, uno muy distinto del mundo real). El ejemplo clásico está en los apéndices de la novela El Señor de los Anillos (1954) de J. R. R. Tolkien, que incluyen descripciones, ensayos “históricos”, árboles genealógicos de diferentes personajes, cronologías, discusiones filológicas y hasta mapas de la Tierra Media, el continente inventado donde se desarrolla la historia. Nada de esto era habitual en la época en la que Tolkien escribió.
      Para empezar a idear un mundo (que puede no ser un mundo entero: puede ser un país, una región, una ciudad, incluso un único edificio, o al contrario: un sistema solar, una galaxia un universo entero), dibuja un mapa, plano o diagrama de un espacio cualquiera y ponle nombre.

2

Con el ejercicio anterior has podido visualizar un espacio. Ahora divídelo: inventa nombres para sus diferentes partes y escríbelos sobre el dibujo. Las divisiones más naturales para un planeta serían continentes o países, tal vez. Otros dos ejemplos interesantes:

  • Las tumbas de Atuán (1971) de Ursula K. LeGuin está ambientada en una especie de convento o monasterio, y su mapa es un plano del mismo, con los diferentes sitios de uso público, privado o secreto.
  • Estrella Polar (1989) de Martin Cruz-Smith, que es una novela policíaca sin ningún elemento fantástico, contiene un diagrama pormenorizado del barco (en altamar) en el que se desarrolla toda la acción.

3

Los lugares inventados necesitan una historia. El mapa del espacio que estás creando puede verse como un momento en el tiempo, una instantánea de algo que evoluciona y cambia. Hazle una pequeña cronología: una lista de 10 acontecimientos importantes para la historia de ese espacio, donde el último sea parte del momento presente.

4

Para poder contar una historia en un espacio inventado, conviene que éste tenga personajes. Un personaje es una representación de una conciencia humana (que usualmente tendrá también un cuerpo humano, pero también podría ser un extraterrestre, un animal, un fantasma)…
      Pregúntate quiénes podrían habitar el espacio que estás inventando. Inventa a grandes rasgos a tres de ellos: ponles un nombre y dales una característica esencial. (Por ejemplo, en El Señor de los Anillos, una lista de personajes podría incluir a Frodo el hobbit de la Comarca, Éowyn la guerrera humana de Rohan y Saruman el mago de Orthanc.)

5

Elige a uno de los tres personajes del ejercicio anterior y escribe su biografía pormenorizada, desde el momento de su nacimiento hasta su “presente”.

Etiquetas: , , , , , , , ,

Miriam

Este año se cumple el centenario de Truman Capote (1924-1984), narrador y periodista estadounidense, uno de los más famosos y significativos del siglo XX. Se le recuerda sobre todo por su libro-reportaje A sangre fría, que volvió famosa la denominación de «no ficción», pero su obra es más amplia y contiene excelentes textos de pura ficción. Uno de ellos es «Miriam», uno de sus primeros cuentos publicados (apareció en la revista Mademoiselle en 1945) y ganador de un Premio O. Henry, de los más prestigiosos para la narrativa breve en los Estados Unidos. La traducción es de Juan Villoro; su trama es de misterio o de miedo, muy diferente a las historias de la vida real que más se conocen de Capote, pero escrita con la misma elegancia.

Truman Capote en 1948

MIRIAM
Truman Capote

Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H.
      T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
      Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.
      La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
      Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
      Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
      Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
      La niña se le acercó:
      —¿Podría hacerme un favor?
      —Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
      —Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
      Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco. Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo;
      faltaban veinte minutos para que terminara la película.
      —Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
      La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
      Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
      —¿Cómo te llamas?
      —Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.
      —¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
      —Sólo Miriam.
      —¿No te parece curioso?
      —Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
      Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
      —Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
      —¿Sí?
      —Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
      —No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
      El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
      —Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.
      Miriam asintió apenas.
      Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
      Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.
      Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
      —Ya voy, ¡paciencia!
      El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
      —¡Basta! —gritó.
      El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
      —Por el amor de Dios, ¿qué…?
      —Hola —dijo Miriam.
      —Oh…, vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el
      recibidor—. Si eres aquella niña.
      —Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
      No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
      —Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
      —Es tardísimo…
      Miriam la miró inexpresivamente:
      —¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.
      Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
      —Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
      —¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
      —Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie. Se dejó caer en un taburete.
      —¿Qué quieres? —repitió.
      —¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
      Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
      —¿Cómo has sabido dónde vivía? Miriam frunció el entrecejo.
      —Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
      —Pero si no estoy en la guía telefónica.
      —Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
      —Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.
      Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
      —Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
      —Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
      —De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
      —Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.
      —Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro. Mrs. Miller trató de controlar su voz:
      —No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
      Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
      —Muy bien —dijo—. Lo prometo.
      ¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
      —¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
      No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro… Atención, tenía que dominarse.
      Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
      No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
      —¿Qué haces? —preguntó.
      Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
      —Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
      —¿Y si lo dejas en su sitio…? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
      —Por favor, niña…, es un regalo de mi marido…
      —Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
      Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.
      Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
      —Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
      Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
      —¿No hay dulce, un pastel?
      Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
      —Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
      —¿En serio? ¿Eso he dicho?
      —Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
      —No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
      Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
      —Déme un beso de buenas noches.
      —Por favor…, prefiero no hacerlo. Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
      —Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
      Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada…, tan blanca y deslumbrante?»
      El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas
      fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
      Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.
      Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.
      No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
      Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
      El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.
      Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.
      La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
      —¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
      —Sí —dijo ella—, rosas blancas.
      De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
      Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
      En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
      Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.
      A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
      —¿Eres tú? —preguntó.
      —Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
      —Vete —dijo Mrs. Miller.
      —Dése prisa, por favor…, que traigo un paquete pesado.
      —Vete.
      Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
      —Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
      Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba
      apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
      —Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
      Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
      —Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
      Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
      —Sólo hay ropa, ¿por qué?
      —Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
      —¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
      —¿… y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad!
      ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas…
      La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
      Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
      —Oiga, ¿qué coño es esto?
      —¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las
      manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
      —Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero…, bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y… —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo…
      La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
      —¿Y bien?
      —Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo…, va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
      —¿Es pariente suya? —preguntó el hombre. Mrs. Miller negó con la cabeza:
      —No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
      —Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
      Ella dijo:
      —La puerta está abierta: es el 5 A.
      El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
      —Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa…
      —Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
      Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
      —Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
      —No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
      —Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
      Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
      —Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
      —Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto… —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
      —He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie.
      Nadie. ¿Entendido?
      —Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
      —No. No, señora.
      La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
      —Bueno, para haber pegado ese alarido…
      Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
      Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
      Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.
      En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:
      —Hola —dijo Miriam.

Etiquetas: , , , , , , , , ,

El Benefactor

Este es de los grandes cuentos del siglo XX, y fue escrito por un autor que se consideraba, principalmente, poeta: el peruano Rodolfo Hinostroza (1941-2016), quien por otro lado también publicó novelas, teatro, textos sobre de gastronomía y hasta un libro de astrología. «El Benefactor» ganó en 1987 el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo, que se convocó en París hasta comienzos de este siglo y llegó a ser uno de los más importantes de la lengua castellana. Posteriormente fue reunido en el libro Cuentos de extremo occidente (2002). El elogio con el que comienza este párrafo no es excesivo: además de la tersura de su lenguaje, el destino de su personaje central, manipulado sin explicación alguna por el misterioso Benefactor, lo vuelve fascinante: odioso y digno de piedad a la vez.

Rodolfo Hinostroza

EL BENEFACTOR
Rodolfo Hinostroza

a lngrid

Me llamo Francisco Orihuela. Generalmente basta con mi nombre para que la gente sepa lo que soy y lo que hago. Mis novelas han sido traducidas a 19 lenguas, he ganado varios premios literarios harto significativos, como el Planeta, el Rómulo Gallegos, el Médicis y, hasta hace algunos años, era candidato de fuerza para el Premio Nobel.
      Mis obras se han vendido a millones de ejemplares, he ocupado la presidencia del Pen Club y mi rostro -en foto o en caricatura aparece con cierta regularidad en diarios y revistas de las más diversas procedencias.
      Ahora que he declinado mis títulos, puedo agregar que Francisco Orihuela es solamente un bluff. Solo el nombre es verdadero, pero no lo que evoca como calidad literaria y aun como grandeza que algunos me atribuyen. Hay una sola persona en el mundo que lo sabe, o que lo supo, porque temo que haya muerto, hace 10 o 12 años en un país de Europa, tal vez Italia, desconocido, pobre. A esta persona le debo cuanto soy y cuanto tengo: el dinero, la gloria, la desesperación que me acompaña desde que se alejó de mi vida. Jamás he conocido su rostro, ni estrechado su mano, ni escuchado su voz. No sé su nombre, no conozco su nacionalidad, y solo tengo pocas pruebas aunque definitivas de su existencia y de su paso fulgurante por el mundo y mi vida. Durante muchos años, a falta de otro nombre, y no sin ironía, lo he llamado El Benefactor, o simplemente B.Y, ahora que he perdido casi toda esperanza de encontrarme con él, he sentido la necesidad de emplear los pobres medios literarios de que dispongo para intentar una explicación metódica, y sin duda tediosa, de mi relación con él, del verdadero cataclismo que sacudió mi vida cuando B. intervino en ella por primera vez, una tarde de otoño, hace de esto 20 años.
      Recuerdo que recibí el cable de la Western Union pasadas las cinco de la tarde, que en su lacónico y agorero estilo me anunciaba que yo había ganado el Premio Planeta de novela, otorgado por la editorial española del mismo nombre, con Las muelas de Santa Apolonia. No olvidaré jamás cómo la estupefacción me dejó clavado en el sitio: yo jamás había escrito un libro semejante y toda mi contribución a la literatura se reducía a 3 o 4 artículos sobre el indigenismo publicados en la Revista de la Universidad de Trujillo, donde ocupaba una cátedra de Literatura Peruana. No me tentaba escribir obra de ficción alguna, y me sentía a gusto en la docencia y la investigación, a pesar de lo precario de los medios que me ofrecía aquella universidad de provincia.
      Era indudable que se trataba de un error, pero me parecía extraño que mi nombre y mi dirección, que ciertamente nadie conocía en España se hubiera traspapelado con los del verdadero ganador del concurso por quien sentí un relámpago de envidia que enseguida se extinguió. Le di varias vueltas al asunto hasta dejarlo de lado, por
      insoluble, diciéndome que no tardaría en llegar otro cable rectificatorio, que pondría fin a esta ridícula situación. Mi mujer y mi hija se hallaban de vacaciones en Lima y yo había arreglado con un par de amigos una partida de caza en las serranías de Otuzco aquel largo fin de semana, de modo que me acosté temprano y al alba vinieron a buscarme en una Land-Rover, para trepar a esas abruptas montañas, en cuyas laderas pacen venados y anidan codornices.
      Al quinto día volvimos a Trujillo. Yo había matado un venado que ya comenzaba a heder y pensaba incorporarlo a mis trofeos de caza; en el reparto me había tocado poco más de una docena de codornices y un par de patillas. Debajo de la puerta de mi casa había una inusual acumulación de diarios, telegramas, cartas y tarjetas apresuradamente borroneadas. Todo aquello confirmaba, sin dejar lugar a dudas, que yo era el ganador del Premio Planeta de aquel año. Todo el mundo me buscaba para felicitarme.
      La conferencia telefónica que tuve con el Gerente de Relaciones Públicas de la editorial en Barcelona me desconcertó aún más. Me dijo que no había error alguno, y luego de felicitarme ceremoniosamente, me leyó el Acta del Jurado, con los resultados de las últimas votaciones, los nombres de las obras finalistas y la resolución del jurado, algo retórica, pero incontrovertible: yo, Francisco Orihuela, había ganado, por unanimidad, ese famoso premio, con Las muelas de Santa Apolonia. No me quedaba más que agradecerle, porque era complicado e inútil pretender que yo no era el ganador, pero tuve la presencia de ánimo necesaria para pedirle al hombre copia del manuscrito, pretextando ciertas correcciones urgentes. Se opuso cortés y firmemente, ofreciéndome en cambio mandarme las pruebas de imprenta, en cosa de mes y medio para que las corrigiera dentro de los plazos estipulados. El lanzamiento no debía tardar y se me invitaba a Barcelona para esta magna ocasión. Los diarios que hojeé traían en primera plana una vieja foto mía y, por lo que decían, yo ya era poco menos que una gloria nacional, y no hacía sino corroborar la pujanza de la literatura latinoamericana en el mundo. Revisé distraídamente tarjetas de amigos y parientes, y mi atención fue atraída por una carta del Banco Exterior de España.
      Aportaba un argumento breve y definitivo: una orden de pago por un monto de diez mil dólares, que era la parte en metálico del premio.
      No tengo nada que justificar, pero esa suma representaba cinco años de salario de un profesor de mi categoría y era para mí una pequeña fortuna. Me bastaba con seguir la corriente y era mía. Evidentemente había un error que jugaba a mi favor y, si aún no había sido rectificado con toda la publicidad que se había dado al premio, tal vez el verdadero autor, por razones secretas de las que no podía tener la menor idea, estaba impedido de aceptarlo. Tal vez por cuestiones políticas o de familia, especulé, no podía dar cara y me había escogido a mí, un oscuro funcionario de provincias, para que lo hiciera por él.
      Pero todo aquello tenía un precio y, si yo prestaba mi nombre, bien podía apoderarme del dinero, con cargo a regularizar la situación una vez que él me hubiera contactado. Había muchas cosas oscuras aún en este asunto, pero el teléfono comenzó su repiqueteo incesante y comprendí que si aceptaba el premio, habría una serie de detalles prácticos que arreglar si no quería que todo el mundo se diera cuenta de la mistificación.
      En primer lugar estaba el tema de la novela, que ignoraba. Su título, entre bufo y católico, despertaba amortiguados ecos en mi memoria y, si lograba saber su significado, tal vez podría darme una idea del tema de la obra y así inventar respuestas plausibles a las preguntas que no dejarían de hacerme periodistas y colegas.
      En una hora de indagación en mi biblioteca lo hallé: Las muelas de Santa Apolonia no era otra cosa que el irreverente apodo que la soldadesca española le daba antiguamente a los dados. En consecuencia, el tema de la novela debía ser el juego, o mucho me equivocaba. Me llevó todavía un buen rato imaginar una historia deliberadamente vaga en torno al juego, pero con apariencias de solidez, cruda y directa, pero con un fondo alegórico, moderna, pero pagando tributo al pasado. Toda la cuestión estaba en capear las primeras andanadas de los chicos de la prensa y los amigos, antes de leer las pruebas de imprenta, sin incurrir en muy groseras contradicciones con lo que vendría en la obra. Era un riesgo, pero valía la pena. Solo entonces contesté el teléfono.
      Todo el mundo se tragó mis historias inconexas, mis explicaciones balbucientes, salvo, claro está, mi mujer. Durante un par de semanas sufrí el implacable asedio de la prensa, los amigos, los colegas, los parientes, las Asociaciones Culturales y los vendedores de libros. Por una elemental prudencia no quería bajar a Lima, hasta no haber leído el texto de la novela, y fue más bien mi mujer la que regresó a Trujillo para someterme, por su lado, a un interrogatorio solapado y doméstico, que me obligó a ponerme a la defensiva. Ella no me creía capaz de escribir novela alguna, y yo conocía demasiado su puritanismo izquierdizante, como para confiarme a ella; no le interesaba el dinero, pero sí la verdad, y en este punto yo acababa de tomar una opción radicalmente opuesta a la de ella, que no tardó en separarnos. Una tarde se fue de casa, con mi hija Judith de apenas un año, a vivir con sus padres.
      En la separación legal ella obtuvo la custodia de nuestra hija y yo no pude hacer nada para retenerla.
      Al fin llegaron las pruebas de imprenta en un voluminoso sobre de papel manila. Las manos me temblaban cuando lo desgarré, y extraje aquellas páginas olorosas a tinta. Mi única y solitaria satisfacción fue la de no haberme equivocado en la cuestión del tema: la novela giraba en torno al juego, tal como yo lo había adivinado. Pero poco faltó para arrepentirme de haber asumido la autoría de aquel abracadabrante mamotreto. Eran unas 350 páginas desmesuradas, folklóricas, caóticas, ambientadas en la Conquista del Perú por los españoles. La cosa comenzaba con el reparto de un fabuloso botín: las riquezas del Templo del Sol, en el Cusca Imperial, y el desenfreno que poseía la soldadesca ese día memorable. Mancio Sierra de Leguizamo, el protagonista, devorado por la pasión del juego que ya no lo abandonará el resto de la novela, se juega a los dados —las muelas de Santa Apolonia— su parte del botín: es el enorme disco de oro macizo que representa al dios solar, el Inti, que divide, con trazos de grasa negra, en cuadrantes y treintaidozavos para irlo perdiendo trozo a trozo a medida que la noche avanza, mientras su enfermiza mente le dicta martingalas para cada serie de jugadas. Al alba lo ha perdido todo.
      No era una novela histórica, por su falta de rigor documental, y por el empleo sistemático de anacronismos, entre otras cosas. Piadosamente se le podía considerar ficción histórica, pero era tremendista y con un ojo puesto en lo comercial. El juego era el pretexto para que el nebuloso Mancio Sierra viajase por la opulenta Potosí, la lujuriosa Zaña y los valles andinos asolados por los Generales del Imperio convertidos en salteadores de caminos, infestados por bandas de indígenas fanatizados por unos ritos gnósticos. Por estas convulsas avenidas transcurría el trotar de nuestro jugador que no tiene sino una obsesión en esta vida: recuperar el Sol perdido, o algo semejante, alguna vez.
      En algunos pasajes, fuerza es reconocerlo, alcanzaba una formidable brillantez, que no bastaba para redimir la novela de todos sus defectos. El final carecía de toda verosimilitud: Mancio, gracias a la intercesión de la Colla, o Princesa Inca que tiene por mujer, concierta una partida de Wayru, una suerte de juego nativo de contenido mágico, nada menos que con el Inca Sayri Túpac, a la sazón refugiado en Vilcabamba, la ciudad secreta a la que ningún español tuvo jamás acceso. Él se juega secretos militares, y tal vez también su vida, una noche simétrica a aquella en que perdió el Sol de Oro, en una partida ritual plagada de símbolos, a cada paso interrumpida por mujeres poseídas de visiones sobre el destino último de su raza, que todavía no se sabe vencida. Pero Mancio, que comprende que esta partida es su partida, la que espera hace milenios, juega con ferocidad y, al alba, ha ganado el Pectoral del Inca, en oro y esmeraldas, que perderá al regresar a Lima, en un garito del camino hirviente de hampones y de putas.
      Era bajamente teatral, estaba plagada de falsedades, de ignorancia, y de cinismo. Sin embargo, era fácil reconocer en ella el tipo de novela destinada a tener éxito, cosa que suscitaba en mí emociones contradictorias; porque de una parte encontraba injusto que una novela de tan desigual nivel literario ganase un premio tan importante, pero por otro lado el éxito no podía sino favorecerme, puesto que era, oficialmente, el autor de esa obra.
      Y aún otro problema: es cierto que un texto literario no tiene la obligación de parecerse a la vida de su autor, pero había una tal distancia entre esa serpiente voladora y la forma como yo había llevado mi vida poco proclive a excesos y desbordes, que no tardaría en llamar la atención de cuantos me conocían, en particular mis colegas, y, sobre todo, mi mujer. Acaso pensarían, como yo, que el autor no debía ser peruano, a causa de ciertos giros de lenguaje, de ciertas ignorancias geográficas. Parecía, pues, necesario que la publicación de la novela no me encontrase en Trujillo, expuesto a todas las miradas, blanco de todas las especulaciones, cuya continua y solapada presión hubiera terminado por hacerme confesar culpable.
      No fue una decisión fácil, pero no me tomó más de un día. Mi ambición, que había sido como una floración tardía, ligeramente monstruosa durante estas pocas semanas, dictaba ya sus propios requerimientos, y me exigía neutralizar todo cuanto pudiese constituir una amenaza para mi nuevo estado. Más al fondo del juego, esos diez mil dólares del premio que me habían tanto impresionado, no eran nada comparado con lo que me podían dar los derechos de autor, la traducción de mi novela a siete lenguas. Esa invitación a Barcelona para el lanzamiento del libro podía ser la solución.
      No paré de viajar desde que apareció la maldita novela, que tuvo un éxito impresionante. Fue Barcelona, fue la Feria del Libro de Madrid, la de Fráncfort, la de Bologna, traído y llevado por editores, agregados de prensa, agentes. Pasadas las rutinas, que eran casi siempre las mismas, tenía mucho tiempo libre y bastante dinero. Me gustaba sentirme un extranjero anónimo en esas calles viejas, hirvientes de juventud: una mañana amanecí dormido en un container lleno de paja, abrazado a una preciosa chica rubia y semidesnuda, en un céntrico canal de Copenhague. Pasé una tarde que nunca olvidaré, a la caída del otoño, jugando ajedrez con un desconocido en un muelle, detrás de Notre Dame. Fui testigo de un vuelo de vencejos que atravesó las torres de la Sagrada Familia, una madrugada en Barcelona, al lado de un borracho que cantaba.
      Vivía mi celebridad creciente como un espectador, como que no la había trabajado ni luchado, lo que me daba un aire curiosamente desprendido que solía gustarle a la gente. Más: mi formación de crítico me hacía comentar la novela con la objetividad que les está negada a los creadores y gozaba exagerando sus defectos con cierta ferocidad inusual entre los escritores, lo que me ganó fama de duro y de realista.
      La editorial no tardó en proponerme que dirigiera en Barcelona una colección de Literatura Hispanoamericana, oferta que me apresuré a aceptar. Ponía el océano de por medio entre mi vida presente y la pasada, y trataba de explotar al máximo lo que se me ofrecía, que aquel milagro no se iba a repetir. Una vez pasado el impacto de la novela, tendría que vivir de otra cosa hasta que se me fuera olvidando en tanto que escritor. La historia literaria está llena de casos de autores de uno o dos libros brillantes, que luego desaparecen en la noche para reaparecer al cabo de unos años como profesores, o empresarios, o diplomáticos sin que esto sea motivo de escándalo, de modo que me dispuse a seguir esos preclaros ejemplos, y en el primer año edité 5 títulos de literatura indigenista, de excelente calidad y poco conocidos, que asentaron el prestigio de mi colección.
      Vivía en un apartamento de soltero en la Vía Augusta y estaba tramitando mi divorcio, cuando mi agente literario, Jordi, me llamó una mañana temprano para felicitarme por mi segunda novela, cuyo manuscrito no había podido soltar toda la noche y decirme que por aquella preciosura sacaríamos, fácilmente, veinticinco mil dólares de anticipo en cierta editorial.
      Estaba todavía tratando de reubicarme con respecto al Benefactor, y sus ocultas intenciones, cuando un mensajero me trajo fotocopia del manuscrito, que había pedido a Jordi pretextando algunas correcciones. Era una carpeta azul, ordinaria, que contenía 319 páginas escritas a máquina. Mi nombre figuraba en la primera plana, y enseguida, bien centrado, venía el título de la obra, que era: El Pavo a la Moctezuma. Y abajo la fecha, que era la del mes en curso.
      Comenzaba con tanto Ímpetu como la novela anterior. Pascual Reyes, cocinero mexicano, se dirige a Santiago de Compostela pasando por París, en plena Revolución Francesa, cuando su patrón, un potentado criollo, cae fulminado por una apoplejía a la lectura de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El ciudadano Pascual entonces, libre, solo, se siente poseído por el demonio de la revolución social y culinaria, en aquellos históricos momentos en que el fervor burgués se repartía entre la gastronomía y la guillotina.
      Pero enseguida, B. enganchaba el primer bucle de la truculenta espiral que ya le conocía: el mexicano empezaba su carrera durante las masacres de septiembre del ’92, cuando una famosa histérica, Theroigne de Méricourt, arranca el hígado palpitante de uno de sus examantes, el Marqués de Foix, y le ruega a Pascual que con él prepare un plato sublime. Este, en un arrebato de inspiración republicana, prepara con el noble hígado un paté, y con él rellena unos pájaros hortelanos, que flamea al Armagnac, y sirve con salsifí al vapor y perifollo. Este era, más o menos, el registro. A medida que la novela -y la revolución- avanzaba, iban apareciendo más platos conmemorativos, hechos o comentados por Pascual, tal el Pato a la Robespierre, guillotinado y aderezado con su propia sangre, la Langosta Termidor, los Vol-au-Vent Directorio, el Jabalí al Imperio, macerado en pólvora, pimienta en granos, cayena. Y el libro se iba cargando de recetas de cocina, abundantemente pormenorizadas, con ingredientes, proporciones y procedimientos puntuales y, para mí, inexplicables.
      ¿Por qué hay que congelar, por ejemplo, la crema de leche, antes de rellenar con ella algún pescado? ¿Por qué mojar con agua caliente, y nunca con fría, cuando se prepara una Sopa de Cebollas? ¿Por qué cortar a la tijera las hojas de perejil, en lugar de hacerlo con cuchillo?
      Difícilmente se le podía considerar una novela histórica a pesar de que por sus páginas desfilaban -ahítos de entremeses, salpicados de sopas, atiborrados de salsas, reventando cangrejos, eructando faisanes, vomitando pecheras- los grandes protagonistas de la Revolución.
      Y las más brillantes batallas napoleónicas, que terminaban, invariablemente, en inmensos festines alegóricos.
      En fin, doscientas tremebundas páginas más adelante, y ciento cincuenta recetas después, sobrevenía el desenlace, que ocurría, como conviene, en el Congreso de Viena, ese festín que duró varios meses celebrando la derrota de Napoleón por las potencias de la reacción.
      Una noche Careme, el genial cocinero de Talleyrand, presenta en un banquete el «Faisán Trufado a la Santa Alianza», para conmemorar el establecimiento de esta alianza fomentada por Metternich y el Zar de Rusia. Tiene un éxito rotundo, y despierta la furia bonapartista de Pascual, quien ruega a Metternich que le dé la oportunidad de superar a Careme con un plato que jamás ha probado paladar humano. El banquete se realiza en el Palacio Palm, y a él asiste lo más graneado de la aristocracia. Luego de las entradas, sopas y entremeses, aparecen los majestuosos Pavos a la Moctezuma, adornados con plumas de pavo real que miman la corona del infortunado soberano azteca, y bañados en una espesa salsa marrón con reflejos rojizos, como el plumaje de ciertos gallos de pelea, despidiendo mil olores, indescifrables, exóticos. «¡Es América!», exclama Talleyrand, que acaba de venderle la Louisiana a los Estados Unidos, levantando su copa, mientras sirven. Y cuando los emocionados comensales se llevan, finalmente, el tenedor a la boca, no es un religioso silencio lo que se hace sentir, sino el rugido unánime de príncipes, condes, barones y duquesas, escupiendo fuego por las fauces abrasadas, las uñas clavadas al mantel, los ojos salidos de las órbitas como en un comic de Tex Avery, los peluquines suspendidos en el aire. Porque, cual una ensordecedora catarata, se ha derramado sobre sus paladares, lenguas, hígados, cerebros, venas, vasos capilares, un untuoso y vengador Mole Poblano, con siete clases de chiles, a cual más cabronamente picante, con su chocolate más, y sus granos de ajonjolí.
      Cuando el maldito intrigante del Metternich emerge al fin de los infiernos y comienza a recuperar el habla, balbucea: «¡Tráiganme al cocinero!». Pero el Mártir Pascual ya se ha adelantado a sus designios, pues, habiendo visto y previsto todo, acaba de colgarse de una viga del techo, tal como el Gran Vatel, con honor de samurai.
      Así terminaba ese largo recetario, entrecortado aquí y allá por acciones poco creíbles por lo desaforadas. Tenía cierta gracia, no lo niego, tal vez como efecto secundario de la exageración, pero ¿por qué B. se metía a hablar de Francia, siendo posiblemente latinoamericano, en lugar de hablar de lo nuestro que era muchísimo más rico?
      Adolecía de cosmopolitismo y, sin duda de otros defectos capitales más que ya verían los críticos franceses y, aunque intuí que esta novela tendría un éxito enorme, en varias lenguas, me era visceralmente antipática, porque me metía, otra vez, en aprietos: ¡yo no sabía nada de cocina!
      A la semana me instalé en París, en un agradable hotelito de la rue des Saints-Péres, con el propósito de ponerme al día en cuestiones culinarias antes de la aparición de la novela. Si B. había decidido continuar el juego, a mí no me quedaba más que seguirle la corriente, siempre que las condiciones de nuestro convenio tácito continuaran siendo las mismas, cosa que di por sobreentendida. Nunca me he sentido más solo en mi vida que durante esos cuatro miserables meses que me los pasé comiendo en los mejores restaurantes, sin nadie con quien compartir esos desconcertantes platos, ni un amigo que me guiara por aquella tupida floresta de sabores por la que me aventuraba día a día, confiando solo en mi instinto de cazador. Pero me fui dando cuenta de que París poseía otras ventajas: el cosmopolitismo, el anonimato, el respeto por la privacidad-que se podía confundir con la más cruel indiferencia- y que podría ser un lugar ideal de residencia para alguien en mi situación, obligado a un constante simulacro.
      Fue en uno de esos restaurante, La Closerie de Lilas, donde conocí a Diana, una hermosa judía que estudiaba Bellas Artes y manifestaba escasa, o nula, curiosidad por la literatura. Para decirlo crudamente, era incapaz de distinguir un soneto de un repollo, pero era fantástica en la cama; aquello bastó para que me enamorara de ella y que, en mi mal francés, le prometiese que viviríamos juntos a mi regreso de España.
      En Madrid, la novela salió con un éxito inmediato y me vi nuevamente envuelto en el maratónico asunto de las entrevistas y las mesas redondas y los panelistas y las firmas de libros; pero esta vez yo ya tenía más experiencia y una desenvoltura no desprovista de gracia que me ganó muchos admiradores. Esto sí, supongo, puedo reivindicarlo para mí: si yo no era ese autor incontinente y exitoso, al menos sabía llevar la fama con cierta dignidad irónica y había de tener algún coraje para dominar el temor paranoico de que alguien me gritase: «¡Farsante!» en medio de la fiesta, desmontándome todo el tinglado. Esa segunda obra me había obligado a internarme más profundamente en un paraje de tierras movedizas, de modo que solo esperaba que todo aquel circo terminase para volver al anonimato de París, y a Diana, con quien me sentía protegido.
      Los siguientes dos años fueron, si no felices, calmos. Nos habíamos instalado en unos elegantes suburbios, Sceaux, y bajábamos a París cada cierto tiempo a hacer algunas compras, ver nuevos espectáculos, visitar a los pocos amigos que teníamos. Diana había hecho su primera exposición de acuarelas en una galería de la Rive Gauche y yo, por añoranza de los claustros universitarios, me estaba decidiendo a hacer un doctorado sobre la obra de José María Arguedas, cuyo reciente suicidio me había impresionado. No era feliz mi estado, porque algo me obligaba a representar perpetuamente el papel del Autor Famoso que se había apoderado de mí, incrustando una segunda naturaleza en mi ser hasta entonces compacto y creándome unas angustiosas dudas en cuanto a mi identidad. Además me estaba volviendo avaro, porque, a pesar de todo el dinero que entraba por concepto de derechos de autor, traducciones, etc. medía excesivamente mis gastos, en vista de un hipotético rendimiento de cuentas que un día debía hacer a B.
      No me encontraba mucho más avanzado que antes en cuanto a la identidad de B. y sus motivos para permanecer oculto, exhibiéndome a mí como un pelele; pero tampoco tenía los medios para averiguar algo más sobre el tema, lo que podía comportar sus riesgos y peligros.
      La tercera novela llegó a la oficina de mi agente, procedente de Italia. El matasellos indicaba que había sido puesta en Sperlongha, unos diez días antes de que llegara a mis manos. Volé a Barcelona en el primer avión y literalmente arrebaté el manuscrito a Jordi, alegando que le había enviado, por error, una copia de trabajo. El manuscrito, que leí en el tren de regreso a París, se llamaba Antecedentes de Eniac, título enigmático que solo mucho más tarde entendí, cuando tuve que enterarme de algunos elementos de computación. Si he comprendido bien, había dos historias paralelas ligadas por un nexo estructural que abrían y cerraban la novela, encerrando en el medio multitud de otras tramas, laxamente vinculadas a los temas centrales. Tornaba, como siempre, pretextos históricos verificables, que trataba a su guisa con escaso respeto por la cronología y con esa proclividad por el tremendismo y la exageración, que arruinaba sus mejores proyectos.
      Comenzaba con un inmenso y ronroneante monólogo interior, machacado por Mary Shelley recordando el desafío que Lord Byron lanza a Shelley: «Que cada uno escriba una historia de fantasmas», durante unos tormentosos días en Villa Diodati, frente al lago de Ginebra, cuando la furia de los elementos les impedían salir, en ese verano de 1816. Pero los poetas se cansaban pronto y era ella, la dulce y sufrida Mary, la que inventaba al monstruo de Frankenstein en unas febriles noches en las que en sus sueños se mezclaban sus hijos abortados, la belleza obsesionante de Lord Byron, la prédica utopista de su padre, William Goodwin, y el latigazo de los relámpagos de la naturaleza desencadenada.
      Era, en apariencia, un loable intento por comprender la génesis de Frankenstein, apelando a categorías freudianas que no acababan de convencer; pero pronto se disparaba a otras esferas, comenzaban a desfilar las amantes de Lord Byron en posturas obscenas y B. se complacía en describir minuciosamente una orgía en un Carnaval de Venecia, en la casa del poeta, en la que él y los demás hombres quedaban mal parados, frente a la fogosidad de las bellas italianas. Y, poco a poco, la novela comenzaba a ser invadida por historias de mujeres y todo era un melodramatismo como para llorar: parecía no haber sino padres abusivos, maridos impotentes y cornudos, niños arrebatados por la enfermedad o la desidia, curas y magistrados paranoicos, soldados violadores y venales, poetas fatuos y vividores y no quedaba títere con cabeza para estas cáusticas hembras novecentistas que, a decir verdad, sufrían como bestias y alentaban las empresas más extravagantes que las ayudasen a salir de su triste condición.
      En este punto me asaltó una horrible duda: ¿y si B. fuera mujer? La dos anteriores novelas parecían contradecirlo, pero en esta había una suerte de fervoroso, militante feminismo que me hizo suponer que B. al menos había conocido algunos extremismos a los que se entregaban las mujeres en aquellos años, marcados por los ecos demasiado próximos de mayo del 68. Aunque la deseché muy pronto, nunca pude librarme enteramente de esa idea, que me agregaba turbulencias suplementarias a mi relación fantasmática con B.
      Terminaba sobre una nota, como siempre, grotesca. La hija de Lord Byron, la matemática Ada Lovelace que ha trabajado codo a codo con su amante, Charles Babbage, para construir la primera computadora del mundo, mecánica y a vapor, contempla cómo es que su preciosa máquina se está convirtiendo en un monstruo, allí, ante sus ojos. Más que computadora parece una inmensa fábrica de tejidos que funciona con engranajes, ejes, poleas, palancas de control, silbatos y pistones que dejan escapar un vaho amarillento. Hace una hora que funciona y la perfección que tenía los primeros diez minutos, ha cedido paso al error, un error que al principio estaba confinado a los últimos decimales, pero que luego ha ido escalando, a cada vuelta del eje principal, hasta llegar a los enteros y, de allí, ha remontado implacablemente como un salmón la corriente adversa de un río, las centenas, los millares, los millones, y pronto ese gigantesco y minucioso aparato no dará sino error, aún en la más pequeña y humillante operación. El defecto está en el torneado de las piezas, donde cada milésima de milímetro de error se ha ido acumulando gracias al movimiento, hasta transferirse a un engranaje mayor, y de allí a otro más importante, hasta descuadrar irremediablemente la calibración de todos los engranajes de la máquina y convertirla en la obra de un loco, completamente inútil.
      Era la obra más oscura de B. No estaba nada claro si éramos los hombres o eran las mujeres los responsables de la creación de monstruos, o si lo era la guerra de sexos. Era tan barroca como las anteriores, aunque un poco más cruel y con menos humor. No me gustaba nada, y todavía menos lo que iría a ocurrir a su publicación. Yo no tenía nada que ver con el feminismo, ni con la computación, ni con los ingleses, y no estaba dispuesto a cambiar mis ideas, gustase o no gustase a B. o al Papa. Lo que pasase por el enrevesado espíritu de B. me tenía sin cuidado y allí mismo decidí no participar en el lanzamiento de la nueva novela y dejárselo a mi agente y a los editores. Tenía una invitación para dar una conferencia sobre Arguedas en la Universidad de Phoenix, Arizona, y aprovecharía para explorar las posibilidades de integrarme al mundo académico hispánico, en los Estados Unidos.
      París no iba a ser un lugar saludable luego de la aparición de la novela.
      Nos establecimos en Albuquerque, donde me conseguí una plaza de Escritor Residente, en la universidad, que me duró un año. Me dediqué a investigar las fuentes quechuas en la poesía de Arguedas, y eludí sistemáticamente todo diálogo sobre mis obras, pasada, presente y futura, para limitarme a mi especialidad: el indigenismo peruano.
      Diana adoraba ese paisaje de inmensos desiertos rojos, cielos azules y puros como los de Trujillo, pistas de cuatro vías abiertas sobre el horizonte, y toda esa primera época hizo acuarelas estupendas: era su otra virtud. Se hizo de un grupo de jóvenes pintores que tenía sangre india, que un día nos llevaron a mirar un precioso espectáculo de un escultor originario de la región: era un campo desierto sembrado de centenares de pararrayos, dispuestos dibujando un inmenso cuadrado.
      Tuvimos suerte porque esa tarde hubo tormenta, y empezaron a caer los relámpagos, dibujando formas extraordinarias, nervaduras como de iglesia gótica, en pura y salvaje electricidad bruta, que caía sobre el campo de pararrayos, mientras nosotros presenciábamos el espectáculo desde la cabaña del guardián.
      El Pavo a la Moctezuma ganó ese año el Premio Médicis Extranjero y al año siguiente el Rómulo Gallegos, pero me excusé de asistir a ambas ceremonias, alegando enfermedad. Black Sparrow Press publicó una colección de ensayos míos, sobre el indigenismo, que tradujeron como Identity Path, que fue muy bien recibido en los círculos académicos.
      Era casi feliz. Habían pasado ya tres años desde el último envío y acariciaba la esperanza de que B. me hubiera olvidado, una vez pasado su último capricho, cuando el sobre llegó. Era como tocarle el hombro a un espía para que sepa que sigue siendo espía, que nunca será normal.
      Jordi me adjuntaba en esa carta copia del manuscrito «para el caso que quisiera hacerle algunas correcciones», y me felicitaba no sin cierto temor, por haberme lanzado «en esta gran empresa de esa trilogía que sin duda es la obra de tu vida», de la que me adjuntaba el primer tomo, titulado: El Largo Viaje. ¿Una trilogía? ¡Puta! ¡B. exageraba!
      Agregaba los nombres de los volúmenes venideros: Los Hombres de Frontera y El Regreso, y el total traía el nombre de La,Ley de Gamov.
      Abrí, pues, el primero. Me sorprendió el no encontrar casi ningún referente histórico; la novela, puesto que hay que llamarla de algún modo, transcurría íntegramente en nuestra época. No era menos barroca que las otras, pero sí más misteriosa: se placía en narrar cientos de destinos admirables y dispares, cuyo escenario era la totalidad del mundo. Los protagonistas solían trasladarse desde los arrabales de Mexico City, hasta los picos nevados del Nepal, desde las arenas de Goa hasta los rascacielos de Estocolmo, desde Telegraph Avenue hasta Rue Saint Jacques, llevados por deseos indomeñables, amores poco o mal correspondidos, saltos de humor, azares de la vida. Era un fresco en perpetuo movimiento, donde las historias podían articularse algunas veces unas con otras, hasta formar cadenas, o bien amontonarse sin orden ni concierto, o bien vagar, solitarias y ejemplares durante varias páginas, hasta topar con un nuevo archipiélago de sentido o cofre de sorpresas miliunanochesco. Las 450 páginas del manuscrito no tenían ni pies ni cabeza; para decirlo de otro modo, faltaba un tema visible, o un personaje al menos que le diera un asomo de unidad, o un estilo uniforme en todo caso. Sin embargo, me dejó absolutamente fascinado, por una vez, este libro que, según creí entender, narraba los altibajos de la existencia humana, en todo lo que tienen de trágico y de cómico. Creí entender que, para B. y en virtud de una ley estadística, ambos extremos, en la medida en que se repiten infinitamente, tienden a un punto medio, gris, mediocre.
      No sé bien definirlo. Pero lo cierto es que mi actitud hacia B. cambió radicalmente a partir de aquel momento y esa culposa falta de curiosidad por él cedió el paso a un cálido deseo de conocerlo, de ser más que su inconfesado cómplice, su amigo.
      Ese fue nuestro primer fracaso. El Largo Viaje, lanzado con gran bombo en Barcelona, hizo un gran ¡pluf! y se hundió en la indiferencia general, ayudado, es verdad, por una crítica revanchista, que decretó que la novela era incomprensible. Recién entonces constaté el abismo que había entre ellos y nosotros. En ocasión de una Mesa Redonda por la TV española estuve particularmente combativo contra un par de críticos hinchados y maledicentes, que no decían sino necedades. Mi argumento maestro es que se trataba solo del primer tomo de una trilogía, y que en los volúmenes siguientes se explicaría todo, o casi todo. Fue mi única aparición pública, pues desde entonces me dediqué a esperar, en la granja que habíamos alquilado en las afueras de Albuquerque, el volumen siguiente. Descubrí que en los parajes anidaban conejos salvajes y una especie de faisanes, y organicé partidas de caza con algunos estudiantes de la universidad. Por las noches, releía y fichaba las novelas de B. en vista de una reconsideración global de su obra, desde mi actual perspectiva. Me había preparado para una larga espera, que presumía duraría un par de años, pero al año y dos meses me llegó el segundo tomo de manos de mi agente. Se llamaba, previsiblemente, Los Hombres de Frontera.
      Aquí todo empezaba a explicarse y a arrojar una luz nueva sobre las cosas. Seguía en líneas generales los temas desarrollados en el primer volumen, pero aquí se cerraban multitud de historias hasta entonces inacabadas, se abrían otras nuevas y, sobre todo, empezaban a delinearse las estructuras de la novela, que algo tenía de catedral gótica, por lo elevado y grandioso, por los grupos escultóricos agitados de violentas pasiones, sobre ese aire puro y transparente. Y entonces descubrí, maravillado, que B. narraba mi propia historia, desde que había recibido aquel premio, una tarde ya muy lejana, en Trujillo, hasta mi actual reclusión en el sur de los Estados Unidos. Había muchas inexactitudes, tal vez voluntarias para preservar mi identidad o debidas a que B. no conocía mucho los hechos de mi vida. Pero en algún pasaje hablaba de la Reconciliación, en el sentido del drama isabelino, poniendo en boca de mi personaje, frases generosas, inolvidables. No anticipaba el final de la historia, pero me dejaba adivinar que todo se aclararía en el tercero, y último tomo, y seguramente, para bien.
      Esas breves páginas fueron para mí la cura de mis tormentos. Me quitaron el sentimiento de bastardía que me acompañaba desde el principio de la aventura, y recuerdo que lloré muy largamente sobre los hombros desnudos de Diana, que no entendía nada. Lloré, también, porque ya no la necesitaba, ya no tenía miedo y era libre.
      La crítica, esta vez, puso por las nubes este segundo tomo y rescató el primero del olvido: había consenso de que se trataba de una obra maestra que bogaba, todas las velas hinchadas al viento, hacia su consagración definitiva, que, según Jordi, me significaría el Premio Nobel a mediano plazo.
      Como es de público dominio, la última novela de la trilogía nunca se llegó a editar. Y esto es porque jamás llegó a mis manos, ni a las de mi agente. B. desapareció para siempre de mi vida, y tuvo tiempo de destruir todos mis sueños, durante los doce años que lo estuve esperando.
      Para cuando esto ocurrió, yo estaba, justamente, en la cúspide de nuestra carrera; el sentimiento de culpa, de doblez, de usurpación, había desaparecido de mi espíritu y disfrutaba del goce de nuestra tácita reconciliación. Compartía con B. la celebridad y sus placeres, y gastaba nuestro dinero a manos llenas. Sí, conocí lo más cercano a la dicha, durante los primeros dos años que siguieron a la publicación de Los Hombres de Frontera. Me movía, totalmente libre, entre Nueva York, París, Río de Janeiro, sin fijar residencia, al placer del deseo vagabundo.
      Ese fue el momento en que estuve más cercano a la dicha.
      B. ha debido morir. Nadie deja una obra maestra inacabada; salvo que lo arrebate el ala de la muerte. Sin ninguna esperanza de encontrarlo, ni de reconocerlo si lo viera, he recorrido todos los lugares desde donde él enviaba sus obras: Sperlongha, Atenas, Puerto Pollensa, Poros, respirando el aire que él respiró, mirando los paisajes y la gente que tal vez miró, con una profundidad y delicadeza que apenas puedo concebir.
      Hace unos años, en mi desesperación, traté de escribir yo, por mis propios medios, el tercer tomo. Y a todos se habían cansado de esperar, ya no era candidato para el Nobel, se me consideraba terminado.
      Conservaba la fama y el dinero, pero era una cáscara vacía, ausente de mí mismo, como si me hubiesen robado toda vitalidad y todo nervio. Pero había tenido el tiempo de formarme una idea de lo que podía ser el tercer tomo, El Regreso. Era increíble y desmesurado, como le gustaba a B., pero hacia allí señalaban todos los indicios hallados en novelas anteriores, en particular en la última, tan inexplicablemente feminista. Era el desarrollo natural del espíritu de B., la piedra de toque de su pensamiento.
      El título de la trilogía, La Ley de Gamov se refería a la ley física que dice que el Universo, llegado a su máxima expansión desde el Big Bang que lo formó comienza a contraerse para volver a amontonarse en el mismo punto, originando el Huevo Cósmico, principio y fin de todo. Según ciertas anomalías al final del segundo tomo —la madre que resucita, las fallas que aparecen en El Tiempo, el incesto generalizado— pretendo que logré imaginar lo que podría ser el tercer tomo, el que B. había titulado El Regreso. Allí se trataría del Universo en plena contracción, que modificaría las leyes conocidas, y del sentido de nuestras vidas con ello. El tiempo correría hacia atrás y, en consecuencia, la muerte sería abolida; los muertos saldrían de sus tumbas y toda la Humanidad, desde el inicio de los tiempos, se congregaría sobre nuestro planeta, viajando hacia el centro del universo, para darle sentido y espíritu al Cosmos todo entero.
      Pero esa es solamente una versión y tal vez el final era otro. Cualquiera que fuera la respuesta, jamás pude escribirlo. Han pasado muchos años y no he logrado escribirlo. Yo solamente soy el crítico, B. era el creador.
      Hace ya más de un año que hice construir esta grande y moderna casa desde donde escribo estas líneas, en la playa de Huanchaco, a pocos kilómetros de Trujillo. He regresado. B. me sacó de aquí, como una mano colosal, poderosa, y su silencio me ha devuelto aquí; nunca he sabido por qué me eligió a mí, por qué me abandonó y eso, creo, quedará en el misterio. He redescubierto a mi hija Judith, que está casada con un médico, y ambos han hecho llevadero mi retorno.
      Tengo dos pequeños nietos para quienes he escrito algunas canciones infantiles sobre la base de juegos de palabras. Eso es todo cuanto he conservado de B., el amor por las palabras. Eso, y una cierta ansiedad que se acentúa por las tardes, a la hora que llega el correo.

Etiquetas: , , , , , , , ,

En la colonia penitenciaria

Tantos años de existir, y este sitio no tenía aún un cuento del checo Franz Kafka (1883-1924): uno de los grandes de la literatura occidental del siglo XX. La influencia de Kafka es tan grande en la actualidad que ya no se ve, y está lo mismo en los videojuegos que en las series de televisión. Pero este año se cumple el centenario de la muerte de Kafka: vale la pena resaltarla aquí y ahora.
      Kafka escribió «In der Strafkolonie» en 1916, para presentarla en una lectura pública y con el objetivo de publicarla más adelante. La recepción del texto –que es una narración brutal, despiadada, que comienza con los excesos de un sistema judicial monstruoso– fue tan negativa y hostil que Kafka debió esperar tres años antes de poder publicar el texto.
      La traducción que aparece aquí circula por internet sin firma. La he revisado un poco, y tal vez la cambie posteriormente, si encuentro otra mejor. Por supuesto, hay muchas traducciones excelentes de la obra de Kafka disponibles en las librerías.

Franz Kafka
Franz Kafka

EN LA COLONIA PENITENCIARIA
Franz Kafka

—Es un aparato singular —dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido.
      El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos, en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado, que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso que, al parecer, hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.
      El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico; pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba sobremanera el aparato o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.
      —¡Ya está todo listo! —exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
      —Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico –dijo el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial.
      —En efecto —dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había—; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato —prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando al mismo tiempo el aparato—. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato funciona
absolutamente solo.
      El explorador asintió y siguió al oficial. Este quería cubrir todas las contingencias y por eso dijo:
      —Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos son, sin embargo, desdeñables y se los soluciona rápidamente. ¿No quiere sentarse? —preguntó luego, sacando una silla de mimbre de un montón de sillas semejantes y ofreciéndola al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces, al borde de un hoyo destinado a la sepultura, hacia el cual dirigió una rápida mirada. No era muy profundo. A un lado del hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.
      —No sé —dijo el oficial— si el comandante le ha explicado ya el aparato.
      El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento.
      —Este aparato —dijo, tomándose de una manivela y apoyándose sobre ella— es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido a nuestro antiguo comandante. Pero —el oficial se interrumpió— estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la costumbre de designar a cada una de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se
llama la Cama; la de arriba, el Diseñador, y esta del medio, la Rastra.
      —¿La Rastra? —preguntó el explorador.
      No había escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin sombras; apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada, cargada de charreteras y de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus explicaciones y, además, mientras hablaba, ajustaba aquí y allá algún tornillo con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacía una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba.
      —Sí, la Rastra —dijo el oficial—; un nombre bien adecuado. Las agujas están colocadas en ella como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona, además, como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, ésta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser
fácilmente regulada, de modo que entre directamente en la boca del hombre. Tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque si no la correa del cuello le quebraría las vértebras.
      —¿Esto es algodón? —preguntó el explorador, y se agachó.
      — Sí, claro —dijo el oficial, riendo—; tóquelo usted mismo.
      Cogió la mano del explorador y se la hizo pasar por la Cama.
      –Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.
      El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño y parecían dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí; en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones oscilaba, sobre una cinta de acero, la Rastra.
      El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto, interrumpió las explicaciones, para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconveniente al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
      —Entonces, aquí se coloca al hombre —dijo el explorador, echándose hacia atrás en su silla y cruzando las piernas.
      —Sí —dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás y pasándose la mano por el rostro acalorado—, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí; el Diseñador, para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
      —¿Cómo es la sentencia? —preguntó el explorador.
      —¿Tampoco sabe eso? –dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios–. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones; pero el nuevo comandante rehuye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia —y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio con un ademán de las manos, pero el oficial insistió—, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que… —y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió—. … Yo no sabía nada; la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder —y se palmeó el bolsillo superior— los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
      —¿Los diseños del comandante mismo? —preguntó el explorador—. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
      –Efectivamente –dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
      Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolios de cuero y dijo:
      —Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado —y el oficial señaló al individuo— serán: Honra a tus superiores.
      El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:
      —¿Conoce él su sentencia?
      —No —dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones; pero el explorador lo interrumpió:
      —¿No conoce su sentencia?
      —No —repitió el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta—. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
      El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:
      —Pero, por lo menos, ¿sabe que ha sido condenado?
      —Tampoco —dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
      —No —dijo el explorador, y se pasó la mano por la frente—; entonces, ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
      —No se le dio ninguna oportunidad de defenderse –dijo el oficial, y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.
      —Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse —dijo el explorador, y se levantó de su asiento.
      El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del
aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.
      —Le explicaré cómo se desarrolla el proceso –dijo el oficial–. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales y, además, conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: La culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales y, además, dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso o, por lo menos, no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios; pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta exactamente a las dos y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón, el individuo aferró a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: «Arroja ese látigo, o te como vivo.» Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora; tomé nota de su declaración y dicte inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa; ya debería comenzar la ejecución, y todavía no terminé de explicarle el aparato.
      Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato y comenzó;
      —Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso; aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
      Se inclinó amistosamente ante el explorador, dispuesto a dar las más amplias explicaciones.
      El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Constantemente debía hacer un esfuerzo ara no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero, por otra parte, fundaba ciertas esperanzas en el nuevo comandante, que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; procedimientos que la estrecha mentalidad de este oficial no podía comprender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:
      —¿El comandante asistirá a la ejecución?
      —No es seguro —dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía–. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces, por ahora, a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama y ésta comienza la vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse y ver las agujas?
      El explorador se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre la Rastra.
      —Como usted ve –dijo el oficial–, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.
      El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfico posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del condenado, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacía sonar las cadenas.
      —¡Póngalo de pie! —gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador.
      En efecto, éste se había inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.
      —¡Trátelo con cuidado! —volvió a gritar el oficial. Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas y, aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.
      —Ya estoy al tanto de todo —dijo el explorador cuando el oficial volvió a su lado.
      —Menos de lo más importante —dijo éste, tomándolo por el brazo y señalando hacia lo alto—. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están –y sacó algunas hojas del portafolios de cuero–; pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese; yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.
      Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente y que cubrían en tal forma el papel que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.
      —Lea —dijo el oficial.
      —No puedo –dijo el explorador.
      —Sin embargo, está claro —dijo el oficial.
      —Es muy ingenioso —dijo el explorador evasivamente—; pero no puedo descifrarlo.
      —Sí —dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano—, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo; estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos, rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra y de todo el aparato? ¡Fíjese! —y subió de un salto la escalera e hizo girar una rueda— ¡Atención, hágase a un lado!
      El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazo con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:
      —¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa del algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente, sobre un costado, para dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara
la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, durante las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre nada más; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.
      El explorador había inclinado el oído hacia el oficial y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, contemplaba el funcionamiento de la máquina. También el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el movimiento de las agujas oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones, por la parte de atrás, de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trato de retener las lupas que se le caían, para cubrir su desnudez; pero el soldado lo alzó en el aire y, sacudiéndolo, hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era un hombre delgado.
      Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador. El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos superficialmente acababa de explicarle.
      La correa destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó y, con el rostro vuelto hacia el explorador, dijo:
      —Esta máquina es muy compleja; a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá un poco.
      Y mientras sujetaba la cadena agregó:
      —Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mi disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si le mando pedir una nueva correa, me piden, como prueba, la correa rota; la nueva llega por lo menos diez días después y, además, es de mala
calidad y no sirve de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le preocupa a nadie.
      El explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir decisivamente en los asuntos de los demás. Él no era miembro de la colonia penitenciaria ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla, podían decirle: «Eres un extranjero, no te metas.» Ante esto no podía contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, ya que viajaba con la mera intención de observar, y de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún interés personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era compatriota suyo, y ni siquiera era capaz de inspirar compasión. El explorador había sido recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan de expresarle, no era partidario de estos procedimientos, y su actitud ante el oficial era casi hostil.
      El En ese momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado, cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó sobre la máquina.
      —¡Todo esto es culpa del comandante! —gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra de cobre que tenía enfrente—. Me dejarán la máquina más sucias que una pocilga —y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido—. Durante horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe ayunar un día entero antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó de peces hediondos, y ahora necesita comer dulces. Pero, en fin, podríamos pasarlo por alto; yo no protestaría, pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza de fieltro, ya que hace tres meses que la pido? ¿Quién podría meterse en la boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido?
      El condenado había dejado caer la cabeza y parecía tranquilo; mientras tanto, el soldado limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia el explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso, pero el oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte.
      —Quisiera hablar confidencialmente algunas palabras con usted —dijo este último—.¿Me lo permite?
      —Naturalmente —dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja.
      —Este procedimiento judicial, y este método de castigo, que usted tiene ahora oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único sostenedor, y al mismo tiempo el único sostenedor de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor ampliación del procedimiento, y necesito emplear todas mis fuerzas para mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante, la colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia, los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería, y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Ésos son todos partidarios, pero, bajo el comandante actual, y con sus doctrinas actuales, no me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida —y señaló la maquinaria— desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea un extranjero, y sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del comandante, de las que me veo excluido; hasta su visita de hoy, señor, me parece formar parte de un plan; por cobardía lo utilizan a usted, un extranjero, como pantalla. ¡Qué diferente era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor –ningún alto oficial se atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía, recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos –todos los asistentes en puntas de pie, hasta en la cima de esas colinas–, el condenado era colocado por el mismo comandante debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: «Ahora se hace justicia». En ese silencio, sólo se oían los suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscritoras vertían un líquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora! Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!
      —El oficial había evidentemente olvidado quién era su interlocutor, lo había abrazado y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su limpieza y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas lo advirtió el condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque la papilla era para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado metiera en el recipiente sus manos sucias y se dedicara a comer ante el ávido condenado.
      El oficial recobró rápidamente el dominio de sí mismo.
      — No quise emocionarlo —dijo—, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos.
      —El explorador quería ocultar su rostro al oficial y miraba en torno, al azar. El oficial creía que contemplaba la desolación del valle, le cogió por lo tanto las manos, se colocó frente a él, para mirarlo a los ojos, y le preguntó:
      —¿Se da cuenta, qué vergüenza?
      Pero el explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos; con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado, cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador y dijo:
      —Yo estaba ayer cerca de usted, cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco al comandante. Inmediatamente comprendí el propósito de esta invitación. Aunque su poder es suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero ciertamente tiene la intención de oponerme el veredicto de usted, el veredicto de un ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante ni su manera de pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo mecánico en particular; además, comprueba que la ejecución tiene lugar sin ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada; considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente, le bastaría. No hace ni siquiera falta que esa observación exprese su opinión, basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas en torno y alzarán las orejas; tal vez usted diga: «En mi país el procedimiento judicial es distinto», o «En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia», o «En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte», o «En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media». Todas éstas son observaciones correctas y que a usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis procedimientos. Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón; veo a sus señoras, que se precipitan tras él como un torrente; oigo su voz (las señoras la llaman una voz de trueno) que dice: «Un famoso investigador europeo, enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento. Por lo tanto, ordeno que desde el día de hoy…», y así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que él pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento, que, en cambio, su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más humano y acorde con la dignidad humana; que admira esta maquinaria…; pero ya es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas; trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa la boca…, y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos irremediablemente perdidos.
      El explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:
      —Usted exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación y sabe que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que la opinión del comandante, que, según creo, posee en esta colonia penitenciaria prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan hostil como usted dice, entonces me temo que haya llegado la hora decisiva para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda.
      ¿Lo había comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se alejaron por instinto del arroz; se acercó bastante al explorador, lo miró no a los ojos, sino a algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que antes:
      —Usted no conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser sobreestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme; pero yo sabré sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina y está ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle, el desarrollo de la ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica: ayúdeme contra el comandante.
      El explorador no le permitió proseguir.
      —¡Cómo me pide usted eso –exclamó–, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más
mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo.
      —Puede –dijo el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los puños—. Puede —repitió el oficial con más insistencia todavía—. Tengo un plan que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos necesario tratar de utilizar toda clase de recursos, aunque dudemos de su eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto, escuche usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas; debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de él, que si tuviera que decir algo, prorrumpiría francamente en maldiciones. No le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por ejemplo: «Sí, asistí a la ejecución», o «Sí, escuché todas las explicaciones». Sólo eso; nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal y lo interpretará a su manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas, pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así lo harán. Por lo tanto, mañana estará usted sentado con las señoras en el palco del comandante. Él mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia. Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio –en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente obras portuarias!–, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso no ocurre o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la excelente oportunidad. «Acaban de anunciar –más o menos así dirá– que ha tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que, como ustedes saben, honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No convendría ahora preguntar a ese famoso investigador qué juicio le merece nuestra forma tradicional de administrar la pena capital y el procedimiento judicial que la precede?» Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted y dice: «Por lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta.» Y entonces usted se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden verlas, porque si no se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por fin se escuchan sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia; diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión. Pero tal vez no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter o quizá en su país uno se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno; está bien; también así será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el nauseabundo fieltro, no; yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a arrodillarse y reconocer: «Antiguo comandante, ante ti me inclino.» Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere, aún más, debe ayudarme.
      El oficial cogió al explorador por ambos brazos y lo miró a los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía.
      Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia, para dudar en este caso; era una persona fundamentalmente honrada y no conocía el temor. Sin embargo, contemplando al soldado y al condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:
      — No.
      El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.
      —¿Desea usted una explicación? —preguntó el explorador.
      El oficial asintió sin hablar.
      —Desapruebo este procedimiento —dijo entonces el explorador— aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mí); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia; naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortificado mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión.
      El oficial callaba, se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo estaba en orden.
      El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
      El explorador se acercó al oficial y dijo:
      —Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy o por lo menos embarco.
      No parecía que el oficial lo hubiera escuchado.
      —Así que el procedimiento no le convence —dijo éste para sí, y sonrió como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño y, a pesar de la sonrisa, prosigue sus propias meditaciones—. Entonces, llegó el momento –dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación.
      —¿Cuál momento? —preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.
      —Eres libre —dijo el oficial al condenado en su idioma; el hombre no quería creerlo–. Vamos, eres libre —repitió el oficial.
      Por primera vez, el rostro del condenado parecía realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre y comenzó a debatirse en la medida que la Rastra se lo permitía.
      —Me romperás las correas —gritó el oficial—, quédate quieto. Ya te desataremos.
      Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial; ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.
      — Sácalo de ahí –ordenó el oficial al soldado.
      A causa de la Rastra esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se había provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda. Desde este momento el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolios de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba y la mostró al explorador.
      — Lea esto —dijo.
      —No puedo —dijo el explorador—, ya le dije que no puedo leer esos planos.
      —Mírelo con más atención, entonces —insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos.
      Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito.
      —Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción y luego la leyó entera.
      —«Sé justo», dice —explicó—; ahora puede leerla.
      El explorador se agachó tanto sobre el papel que el oficial, temiendo que lo tocara, lo alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra.
      — «Sé justo», dice —repitió el oficial.
      —Puede ser —dijo el explorador—; estoy dispuesto a creer que así es.
      —Muy bien —dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho, y trepó la escalera con el papel en la mano, con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador y pareció cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil, seguramente había que manejar rueditas diminutas; a menudo la cabeza del oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud requería el montaje de los engranajes.
      Desde abajo, el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido y los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse por respeto hacia los señores presentes.
      Cuando el oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora había estado abierta; descendió, miró al hoyo, luego al condenado; advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al balde, para lavarse las manos; descubrió demasiado tarde que estaba repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente las hundió en la arena –este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que conformarse–, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Le cayeron entonces en la mano los dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo del cuello.
      —Aquí tienes tus pañuelos —dijo, y se los arrojó al condenado.
      Y explicó al explorador:
      —Regalos de las señoras.
      A pesar de la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, para luego desvestirse totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado; acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta y colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario, porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente, con una especie de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue su espadín y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego reunió todo, los trozos de espada, la vaina y el cinturón, y lo arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer en el fondo.
      Ya estaba desnudo. El explorador se mordió los labios y no dijo nada. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente tan próximo a su desaparición –posiblemente como consecuencia de la intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación–, entonces, el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría procedido de otro modo.
      Al principio el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperado los pañuelos, pero esta alegría no le duró mucho, porque el soldado se los arrancó con un ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció completamente desnudo prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final.
      Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro y no desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina.
      Aunque ya había demostrado con largueza que comprendía la máquina, era, sin embargo, casi alucinante ver cómo la manejaba y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta comenzó inmediatamente a vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba preparado; sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las correas sueltas; como, según su opinión, la ejecución era incompleta si no se sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron para atar al oficial. Este había extendido ya un pie, para empujar la manivela que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban y retiró el pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela; ni el soldado ni el condenado sabrían encontrarla, y el explorador estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas, la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba; las agujas bailaban sobre la piel; la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato; de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido.
      Trabajando tan silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador, esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la vista de esos dos hombres le resultaba insoportable.
      —Volved a casa —dijo.
      El soldado estaba dispuesto a obedecerle; pero el condenado consideró la orden como un castigo. Con las manos juntas, imploró lastimeramente que le permitieran quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza y no quería ceder, terminó por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles y decidió acercarse y sacarlo a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finalmente habría decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente la tapa del Diseñador se levantó y de pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron; pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento de canto por la arena y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras las siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría lo mismo; siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío, pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo la orden del explorador; las ruedas dentadas lo fascinaban; siempre quería coger alguna y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo menos en el primer instante lo atemorizaba. El explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra y recibió una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacía girar el cuerpo, sino que lo levantaba temblando hacia las agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado, sino una franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultura, sin caer. La Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida sobre el hoyo.
      —Ayudadme —gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial. Quería empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlo y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos los demás habían hallado en la máquina, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida, y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro.
      Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:
      —Esa es la confitería.
      En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colina, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histórica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle, frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior.
      —El viejo está enterrado aquí —dijo el soldado—, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde la enterrarían; finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban.
      —¿Dónde está la tumba? –preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.
      Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared y lo miraron.
      —Es un extranjero —murmuraban en torno suyo—, quiere ver la tumba.
      Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: «Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, y desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!»
      Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.
      El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería y se quedaron conversando. Pero de pronto se separaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo.       Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote; pero el explorador alzó del fondo del barco una pesada soga anudada, los amenazó con ella y evitó que saltaran.

Etiquetas: , , , , , , , , , ,

El coche fantasma

Amelia Edwards (1831-1892) fue una de las grandes autoras de ghost stories: la gran tradición de cuentos de fantasmas en lengua inglesa durante el siglo XIX. Al mismo tiempo fue una escritora destacada de novela realista, fundadora de la disciplina de la egiptología, y una mujer de vida errante con una sorprendente variedad de intereses. «The Phantom Coach», publicado por vez primera en 1864, es su cuento más conocido y uno de los clásicos de su género. Todos los elementos de una gran narración fantástica se encuentran en él, incluyendo la capacidad de ofrecer nuevos asombros más allá de la primera lectura. La traducción es de Carlos Santos Sáez, proviene de la antología Góticas y tenebrosas. Mujeres que cuentan historias oscuras (DNX, 2010) y tiene aquí sólo un par de pequeñas modificaciones.

Amelia Edwards
Amelia Ann Blandford Edwards (Messrs Bassano/Hulton Archive/Getty Images)

EL COCHE FANTASMA
Amelia Edwards

Los hechos que voy a narrar son reales. Me sucedieron a mí, y siguen apareciendo en mi memoria como si hubiesen ocurrido ayer. Pero ya han pasado 20 años desde aquella noche. Durante ese tiempo solo le he contado la historia a otra persona. La relato ahora con tanta repugnancia que se me hace difícil comenzar. Lo único que me atrevo a pedirle, al menos por ahora, es que se abstenga de darme sus conclusiones. No quiero explicaciones de ningún tipo. No deseo discutir. Mi opinión es clara. Las pruebas que tengo son mis emociones, y por ellas voy a guiarme.
      Sucedió hace 20 años, un par de días antes del final de la temporada del urogallo. Había pasado el día en el campo con la escopeta y no había cazado una sola pieza. El viento soplaba del este y era el mes de diciembre. El lugar: un gran baldío desolado en el extremo septentrional de Inglaterra. Me había perdido. No era un lugar agradable para perderse. Los primeros copos de la nevada sobrevolaron los arbustos mientras la noche se cerraba.
      Descubrí colores en los inicios de la oscuridad, el marrón del campo se confundía con el de los cerros, a unas diez o doce millas de distancia. En ninguna dirección hallaron mis ojos el más leve rastro de humo, ni la menor parcela cultivada, ni un seto, ni un sendero de ovejas. No quedaba más alternativa que seguir andando y confiar en que el azar me deparase algún refugio. Volví a cargar la escopeta al hombro y avancé, cansado; había caminado desde la madrugada y no había comido nada desde el desayuno.
      Comenzó a caer la nieve con inquietante regularidad y el viento se calmó. El frío se intensificó y rápidamente se cerró la noche. En cuanto a mí, mis perspectivas se oscurecieron al ennegrecerse el cielo y se me oprimía el corazón al pensar que mi esposa ya estaría tratando de verme llegar a través de la ventana del albergue, y en todo el sufrimiento que le esperaba a lo largo de aquella penosa noche. Llevábamos casados cuatro meses y, después de haber pasado el otoño en las Tierras Altas de Escocia, nos habíamos instalado en una pequeña aldea situada al borde de los grandes páramos ingleses. Estábamos muy enamorados y éramos felices.
      Aquélla mañana, al separarnos, ella me había rogado que regresara antes del ocaso y yo se lo había prometido. ¡hubiese dado todo por haber cumplido mi palabra! Incluso antes, agotado como estaba, tenía la sensación de que, con una buena cena, una hora de descanso y la disposición de un guía, podría estar de regreso antes de la media noche; siempre y cuando encontrara un guía y un refugio. Durante todo este tiempo, la nieve y la noche se espesaban. De vez en cuando me detenía y gritaba, pero mis llamados parecían ahondar el silencio, Después, se apoderó de mi una vaga sensación de malestar y comencé a recordar historias de viajeros que habían caminado y caminado bajo la nieve hasta que, fatigados, se desplomaron y murieron mientras dormían.
      ¿Sería posible, me preguntaba, caminar durante toda la noche? ¿No llegaría un momento en el que me traicionarían las piernas y me abandonaría la determinación? Entonces yo también dormiría el sueño de la muerte. ¡La muerte! Me estremecí. ¡Qué cruel era morir en aquel momento, cuando la vida se me presentaba tan prometedora! ¡Qué cruel para mi esposa, cuyo corazón estaba lleno de amor! Pero esa idea me resultaba impensable. Para disiparla volví a gritar, aún más fuerte y durante más tiempo, y luego escuché, lleno de ansiedad. ¿Algo respondió a mis gritos o era yo quien fantaseaba con una voz remota?
      Repetí los gritos y de nuevo me respondió un eco. Luego brotó de la oscuridad un punto de luz vacilante, que desaparecía y aumentaba por momentos, más próxima y brillante. Corriendo hacia ella tan rápido como pude, me encontré con gran alegría frente a un anciano con una linterna.
      —¡Gracias a Dios! —fue la exclamación que salió de mis labios.
      Frunciendo el entrecejo, el viejo levantó la linterna y miró.
      —¿Por qué? —dijo de mal humor.
      —Bueno…, por usted. Comenzaba a pensar que estaba perdido en la nieve.
      —La gente siempre se pierde en el páramo, pero ¿qué importa perderse si Dios está vigilando?
      —Si Dios quiere que usted y yo nos perdamos juntos, perfecto —repliqué—, pero no me gustaría estar perdido sin usted. ¿A qué distancia estoy de Dwolding?
      —A sus buenas 20 millas, a vuelo de pájaro.
      —¿Y de la aldea más cercana?
      —La aldea más cercana es Wyke y está a doce millas hacia el otro lado.
      —Entonces ¿dónde vive usted?
      —Por allí —dijo él, señalando con la linterna.
      —Supongo que va hacia su casa.
      —Puede ser.
      —Entonces me voy con usted.
      El viejo negó con la cabeza y se rascó la nariz pensativamente con la mano que sostenía la linterna.
      —Yo no le seré de utilidad —dijo—. Él no le dejará entrar; no lo dejará.
      —Ya lo veremos —respondí, animado—. ¿Quién es él?
      —El amo. Usted no lo conoce —fue su lacónica respuesta.
      —Bueno, usted me enseñará el camino y ya me ocuparé yo de que el amo me brinde albergue y cena por esta noche.
      —¡No logrará convencerle! —insistió el viejo.
      Y sin dejar de negar con la cabeza echó a andar rengueando, como un duende, entre la nieve que caía. Enseguida apareció en medio de la oscuridad una construcción enorme, desde allí salió corriendo y ladrando un mastín salvaje.
      —¿Esta es la casa? -pregunté.
      —Esta es la casa. ¡Calla, Bey! —dijo el viejo, y buscó la llave en los bolsillos.
      Me quedé cerca de él, decidido a no perder la oportunidad de entrar. A la luz de la linterna, advertí que la puerta estaba remachada con clavos de hierro, como la puerta de una prisión. Poco después, el viejo hizo girar la llave y me metí en la casa tras sus pasos. Una vez en el interior, observé con curiosidad y vi que estaba en una gran estancia con vigas que, por lo que parecía, se utilizaba para distintos propósitos. En un extremo se apilaba el grano hasta el techo, como si fuera un granero. El otro estaba ocupado por sacos de harina, aperos de labranza, barriles y toda clase de artefactos de madera. De las vigas colgaban hileras de jamones, lonjas de tocino y manojos de hierbas secas, almacenado todo para el invierno. En el centro se alzaba un enorme objeto, cubierto con una sucia tela raída, que alcanzaba hasta la mitad de la altura del lugar.
      Al levantar una esquina de la tela, para mi asombro, había un telescopio de considerable tamaño montado sobre una plataforma móvil con cuatro ruedas pequeñas. El tubo, de madera pintada, estaba envuelto en flejes pésimamente ajustados; la lente, en la medida en que pude calcular su tamaño a la escasa luz, medía por lo menos quince pulgadas de diámetro. Mientras examinaba el instrumento, preguntándome si no sería obra de algún óptico autodidacta, se oyó el sonido agudo de una campanilla.
      —Es para usted —dijo mi guía, con un tono malicioso—. Pasando este cuarto.
      Me señalaba una puerta negra y baja que había al otro lado de la estancia. Fui hasta allí, di uno o dos golpes bastante fuertes y entré sin esperar respuesta. Un anciano gigantesco y canoso se levantó de una mesa llena de libros y papeles y me miró con expresión hosca.
      —¿Quién es usted? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿Qué quiere?
      —Soy James Murray, abogado. He venido caminando por el páramo. Busco comida, bebida y un lugar para pasar la noche.
      Sus cejas se levantaron prodigiosamente.
      —Mi casa no es una posada —dijo secamente—. Jacobo. ¿Cómo has osado admitir a este desconocido?
      —Yo no lo admití —rezongó el viejo—. Me siguió por el páramo y entró por las suyas. Yo no puedo contra seis pies de altura.
      —Dígame, señor, ¿con qué derecho ha entrado usted en mi casa?
      —Con el mismo con el que me hubiera aferrado a su barco de estar ahogándome. Con el derecho de autoconservación.
      —¿Autoconservación?
      —Hay una pulgada de nieve sobre la tierra —expliqué—, y antes de que salga el sol tendrá la suficiente profundidad para enterrarme de pie.
      Se dirigió hacia la ventana dando largas zancadas. Corrió una pesada cortina negra y miró el exterior.
      —Es cierto —dijo—. Puede quedarse, si gusta, hasta la mañana. Jacobo, sirve la cena.
      Mientras hablaba hizo una seña para que tomase asiento, luego volvió a su sitio e inmediatamente retomó la lectura que yo había interrumpido. Coloqué la escopeta en un rincón, acerqué una silla a la chimenea y examiné el cuarto. Aunque más pequeña que el vestíbulo, había en esta habitación muchas cosas que despertaron mi curiosidad. El suelo no estaba alfombrado. Algunas paredes tenían extraños diagramas garabateados y otras estaban cubiertas de estantes atiborrados de instrumentos científicos, de muchos de los cuales yo desconocía las aplicaciones. A un lado del hogar había su biblioteca repleta de folios manchados; al otro, un pequeño órgano con una fantástica decoración de grabados policromos de santos y demonios medievales.
      A través de la puerta entreabierta del armario más lejano distinguí una colección de muestras geológicas, preparaciones quirúrgicas, crisoles, tubos y frascos de productos químicos; en la repisa de la chimenea, entre cierto número de objetos pequeños, había una maqueta del sistema solar, una pila galvánica y un microscopio. Todas las sillas estaban llenas de cosas. En todos los rincones se apilaban libros. Incluso por el suelo había mapas, papeles, dibujos y todos los artilugios científicos imaginables. Cada nuevo objeto que descubría me asombraba. Nunca había estado en un lugar tan raro. Lo que resultaba aún más extraño era encontrarle en una casa de campo perdida en medio de un desierto. Una y otra vez vigilaba a mi anfitrión y su entorno, preguntándome quién y qué podría ser. Su cabeza era especialmente bella, más parecida a la cabeza de un poeta que de un filósofo: frente amplia, ojos prominentes y abundante melena desordenada y totalmente blanca. Compartía muchos de los rasgos abruptos de la cabeza de Beethoven. Las mismas arrugas profundas alrededor de la boca, los mismos surcos firmes en el entrecejo, el mismo gesto de concentración.
      Mientras estaba observándole se abrió la puerta y entró Jacobo con la cena. El amo cerró el libro, se incorporó y con mayor cortesía de la manifestada hasta entonces me invitó a la mesa. Me hallé frente a un plato con jamón y huevos, una rebanada de pan negro y una botella de jerez.
      —Solo puedo ofrecerle un menú austero, señor —dijo mi anfitrión—. Espero que su apetito compense las deficiencias de nuestra despensa.
      Yo había atacado las viandas con entusiasmo cazador hambriento, afirmando que nunca había comido nada tan delicioso. Él hizo una fugaz reverencia y se dedicó a su propia cena, que consistió, primordialmente, en una jarra de leche y un cuenco de sopa. Comimos en silencio. Cuando terminamos, Jacobo retiró la bandeja. Entonces, volví a colocar mi silla ante el fuego. Con cierta sorpresa noté que mi anfitrión hizo lo mismo y, volviéndose inesperadamente hacia mí, dijo:
      —Señor, he vivido aquí en retiro durante veintitrés años. En todo este tiempo no he visto ni una sola cara extraña ni he leído un solo periódico. Usted es el primer desconocido que traspasa mi umbral en más de cuatro años. ¿Tendría la amabilidad de decirme unas palabras sobre el mundo exterior del que tanto tiempo llevo aislado?
      —Le ruego me pregunte —dije—. Estoy a su disposición.
      Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, se echó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas y el mentón entre las manos, miró fijamente el fuego y procedió a interrogarme.
      Sus preguntas giraban alrededor de cuestiones científicas, cuyos recientes descubrimientos, salvo los que se aplicaban a los usos de la vida cotidiana, me eran desconocidos. No siendo una persona dedicada a la ciencia, respondí como me lo permitía mi escaso saber, pero el interrogatorio estaba lejos de resultarme fácil y sentí un gran alivio cuando, pasando de las preguntas a la conversación, comenzó a explayarse sobre sus propias conclusiones sobre los datos que yo me había esforzado en comunicarle. Él habló y yo escuché embelesado. Habló hasta hacerme pensar que se había olvidado de mi presencia y se limitaba a reflexionar en voz alta. Hasta entonces nunca había oído nada semejante y desde entonces no he vuelto a oír nada igual.
      Estaba familiarizado con todos los sistemas de todas las filosofías, era sutil y audaz en sus análisis. Soltó sus pensamientos en un discurso fluido, manteniendo siempre la cabeza adelantada en la misma actitud taciturna y los ojos clavados en el fuego, saltando de un tema a otro, de una especulación a otra, como un soñador inspirado. De las ciencias prácticas a la filosofía, de la electricidad de los cables a la electricidad de los nervios; de Watt a Mesmer, de Mesmer a Reichenbach, de Reichenbach a Swedenborg, Spinoza, Condillac. Descartes, Berkeley, Aristóteles, Platón, a los místicos orientales, haciendo transiciones que, pese a confundir por su diversidad, parecían melodías sencillas y armoniosas en sus labios. Con el tiempo he olvidado los puentes por los cuales alcanzó ese territorio incierto más allá de la filosofía especulativa, y entró en aquello que ningún hombre conoce. Hablo del alma y su anhelo, del espíritu y su poder, de la segunda visión, de las profecías, de esos fenómenos que bajo el nombre de fantasmas, espectros y apariciones han sido negados por los escépticos y atestiguados por los crédulos a lo largo de todos los tiempos.
      —El mundo —dijo— se vuelve más escéptico respecto de todo lo que está más allá de su estrecho rango de acción, y nuestros hombres de ciencia fomentan esa fatal tendencia. Condenan como fábulas todo lo que se resiste a la experimentación. Rechazan como falso todo lo que no se puede comprobar en el laboratorio o en una mesa de disección. ¿Contra qué superstición se ha emprendido una guerra tan larga y tan obstinada como contra la creencia en los fantasmas? Sin embargo, ¿qué superstición ha persistido más tiempo arraigada en la fe de los hombres? Indíqueme algún hecho de la física, de la historia, de la arqueología, que cuente con tan extensos y diversos testimonios. Atestiguado por todos los pueblos, en todas las épocas y en todos los climas, por los más juiciosos sabios de la Antigüedad, por los más burdos salvajes de la actualidad, por los cristianos, por los paganos, los panteístas y los materialistas, este fenómeno es considerado un cuento de hadas por los filósofos de nuestro siglo. Las pruebas circunstanciales pesan para ellos tanto como una pluma en la balanza. La comparación entre causa y efecto, por valiosa que sea en las ciencias duras, se deja por de lado como indigna de confianza. Las pruebas aportadas por testigos competentes, aun siendo concluyentes en un juicio por asesinato, no cuentan para nada. A quien vacila ante lo que tiene que decir se le condena por frívolo. A quien cree, se le juzga como un loco.
      Hablaba con amargura. Al finalizar, calló por unos minutos. Luego separó la cabeza de las manos y, con la voz mudada, agregó:
      —Yo, señor, he vacilado, he investigado, he creído y no he sentido vergüenza de afirmar mis convicciones ante el mundo. Yo también fui calificado de loco, puesto en ridículo por mis contemporáneos y expulsado entre abucheos de la especialidad científica en que había trabajado honradamente durante los mejores años de mi vida. Desde entonces, he vivido como un ermitaño y el mundo se ha olvidado de mí como yo me he olvidado del mundo. Ya conoce mi historia.
      —Es una historia muy triste —murmuré sin saber muy bien qué decir.
      —Es muy vulgar —dijo—. Solo he padecido en nombre de la verdad, como muchos de los mejores y más sabios hombres padecieron antes que yo.
      Se puso en pie, como si deseara terminar la conversación, y se acercó a la ventana.
      —Ya no nieva —observó, dejando que se cerrara la cortina y regresando junto al fuego.
      —¡Ya no nieva! —exclamé, incorporándome—. Ay, si hubiese la menor posibilidad… pero no hay ninguna. Aunque me fuese posible orientarme en el páramo, tampoco sería capaz de recorrer veinte millas esta noche.
      —¡Recorrer veinte millas esta noche! —repitió mi anfitrión—. ¿En qué está pensando?
      —En mi joven esposa —respondí con impaciencia—. No sabe que me he perdido y en este momento tendrá el alma deshecha de ansiedad y miedo.
      —¿Dónde está ella?
      —En Dwolding, a veinte millas de distancia.
      —En Dwolding —repitió como un eco, pensativo—. Sí, es cierto, está a veinte millas de aquí; pero ¿tanto le importa ganar las próximas seis u ocho horas?
      —Mucho, tanto que ahora mismo pagaría diez guineas por un guía y un caballo.
      —Su deseo puede satisfacerse a un precio más razonable —dijo sonriendo—. El correo nocturno del norte, que cambia los caballos en Dwolding, pasa a unas 5 millas de aquí y estará en ese cruce dentro de una hora y cuarto. Si Jacobo pudiera acompañarle por el páramo hasta el antiguo camino de la diligencia, supongo que usted solo se bastaría para encontrar el cruce de la carretera nueva.
      —Iría, con mucho gusto.
      Volvió a sonreír, tiró de la campanilla, dio instrucciones al viejo criado y, tomando una botella de whisky y un vaso de vino del armario donde guardaba los productos químicos añadió:
      —Hay mucha nieve y será difícil andar por el páramo. ¿Qué le parece una copa de nuestra cosecha antes de ponerse en marcha?
      Hubiese rechazado el licor, pero no me atrevía a esa descortesía. Me cayó en la garganta como fuego líquido y casi me cortó la respiración.
      —Es fuerte —dijo—, pero excelente para combatir el frío. Ahora ya no tiene un instante que perder. ¡Buenas noches!
      Le agradecí su hospitalidad y le habría estrechado la mano pero me dio la espalda antes de que terminara de hablar. Un minuto después cruzamos el vestíbulo. Jacobo había cerrado con llave la puerta de entrada y, una vez fuera, nos encontramos en el umbral del inmenso páramo blanco.
      Aunque el frío había disminuido, seguía siendo intenso. No brillaba ni una estrella en la negrura del cielo. Ni un ruido, salvo el crujido de la nieve bajo nuestros pies, perturbaba el silencio hondo de la noche. Jacobo, que no estaba muy contento con la comisión, arrastraba los pies delante de mí, con la linterna en una mano y la sombra cayendo sobre sus pasos. Yo le seguía, con la escopeta al hombro, tan poco propenso a conversar con él.
      Mi pensamiento volvía sobre mi anfitrión. Aún me parecía escuchar su voz. Su elocuencia me cautivaba. Recuerdo hasta el día de hoy, con sorpresa, cómo mi cerebro retenía frases enteras, docenas de imágenes brillantes y extractos de espléndidos razonamientos, con las mismas palabras con las que él las había enunciado.
      Meditando de este modo sobre lo que había oído y esforzándome por recordar algún que otro párrafo perdido, andaba a zancadas pegado a los talones de mi guía, absorto y sin prestar atención. Al cabo de pocos minutos, según me pareció, se detuvo de improviso y dijo:
      —Ya está usted sobre el camino. Mantenga la valla de piedra a su derecha y no se perderá.
      —¿Así que este es el antiguo camino del coche?
      —Sí.
      —¿Y cuánto deberé caminar hasta encontrar el cruce?
      —Unas tres millas. El camino es bastante bueno para los que van a pie —dijo— pero resulta demasiado inclinado y estrecho para el tráfico del norte. Fíjese en donde la baranda se interrumpe, está muy cerca del poste indicador. Nunca le han reparado desde el accidente.
      —¿Accidente?
      -El correo nocturno se despeñó de cabeza al valle, por lo menos cincuenta pies, justamente en el peor tramo de la carretera.
      —¡Qué horrible! ¿Cuántas vidas costó?
      —Todas. Cuatro aparecieron muertos y otros dos murieron al día siguiente.
      —¿Cuándo sucedió?
      —Hace nueve años, exactamente.
      —¿Cerca del poste indicador? Lo tendré presente. Buenas noches —dije, acercándole una moneda.
      —Buenas noches, señor, y gracias.
      Jacobo se echó al bolsillo la media corona, amagó tocarse el sombrero y emprendió el regreso por donde habíamos venido.
      Estuve observando la luz de la linterna hasta su desaparición y luego di la vuelta para proseguir mi camino en soledad. No parecía presentar grandes dificultades. Pese a la negrura, la línea de la valla de piedra se destacaba con claridad contra el brillo de la nieve. Pero ¡qué silencio! Únicamente se oían mis movimientos. Sentí la extraña y desagradable impresión de estar completamente solo. Apuré el paso, mientras silbaba una canción.
      Mentalmente fui contando enormes cifras y calculando multiplicaciones. En resumen, hice todo lo que estaba a mi alcance por olvidar las especulaciones alarmantes que acababa de escuchar y, en cierta medida, logré mi propósito. El aire de la noche se volvía cada vez más helado. Aunque caminaba a paso rápido no conseguía entrar en calor. Tenía los pies congelados. Había perdido la sensibilidad en las manos y para mantenerlas ocupadas empuñé la escopeta. Incluso me costaba respirar, como si en lugar de ir recorriendo un camino del norte estuviese escalando las más altas cumbres de los Alpes.
      Este último síntoma se volvió tan inquietante que me vi obligado a detenerme unos minutos y apoyarme contra la valla de piedra. Al hacerlo, volví la vista por casualidad hacia el camino recorrido y allí, para mi infinito alivio, vi un lejano punto luminoso, algo así como el resplandor de una linterna que se acercaba. Al principio pensé que Jacobo había vuelto sobre sus pasos y me seguía, pero no había hecho sino vislumbrar este pensamiento cuando se hizo visible una segunda luz, sin duda paralela a la primera, que se acercaba a la misma velocidad. No tuve necesidad de pensarlo dos veces para entender que debían ser los faroles de algún vehículo, aunque era raro que circulara por una carretera reconocidamente peligrosa y en desuso.
      No obstante, no cabía duda de este hecho, pues los faroles se volvían más grandes y luminosos a cada segundo, incluso imaginé que ya distinguía la silueta oscuara del coche entre ambos. Se acercaba más deprisa y casi sin hacer ruido, pues rodaba sobre varios centímetros de nieve. Pronto, el vehículo se hizo visible detrás de los faroles. Resultaba llamativamente alto. Me pasó por la mente una fugaz sospecha: ¿sería posible que hubiese pasado de largo el cruce en medio de la oscuridad, sin haber reparado en el poste indicador, y que se tratase de la diligencia que buscaba?
      No tuve la necesidad de formularme la pregunta dos veces. Torciendo ya en la curva del camino, llegaron el guarda y el mayoral, con un pasajero en el pescante y cuatro caballos tordos bufando humos y envueltos en una neblina de luz, dentro de la cual resplandecían los faroles como un par de meteoritos ardientes. Me adelanté dando un salto, hice señas con el sombrero y grité. El correo siguió a toda velocidad y me sobrepasó. Por un instante, temí no haber sido visto ni oído.
      Un instante después el cochero detuvo el carruaje; el guarda, abrigado hasta las cejas con capas y bufandas, y al parecer profundamente dormido en medio del estrépito, no respondió a mi saludo ni hizo el menor esfuerzo por apearse; el pasajero que iba en el pescante ni siquiera volvió la cara. Yo mismo abrí la puerta y miré dentro. Solo había tres pasajeros en el interior, de modo que subí, cerré la portezuela, ocupé el rincón vacío y me felicité por mi buena fortuna.
      La atmósfera de la diligencia me parecía más gélida que la de la intemperie e impregnada de un olor húmedo y desagradable. Repasé a mis compañeros de viaje. Los tres eran hombres y los tres guardaban absoluto silencio. No parecían estar dormidos, pero se acurrucaban en las esquinas del vehículo, absortos en sus reflexiones. Intenté iniciar una conversación.
      —Vaya frío que hace esta noche.
      El hombre de enfrente alzó la cara y me miró sin responder.
      —Parece ser que el invierno ha comenzado con fuerza —agregué.
      Aunque su rincón estaba tan oscuro que no me permitía distinguir sus facciones, noté que me miraba. No obstante, no dijo ni una palabra. En otra ocasión cualquiera me habría sentido incomodo y tal vez lo hubiera manifestado. Pero en aquellos momentos me encontraba demasiado débil. El frío de la noche se me había metido en los huesos y el hedor del interior del coche me provocaba náuseas. Me estremecí de pies a cabeza y, volviéndome hacia mi vecino de la izquierda, le pregunté si le molestaba que abriese la ventanilla. No dijo nada ni se movió.
      Repetí la pregunta en un tono más alto, con idéntico resultado. Entonces perdí la paciencia y solté el marco corredizo de la ventana. Al hacerlo, el tirante de cuero se partió y se me quedó en la mano; observé que el cristal estaba cubierto por una capa de moho, acumulado en el curso de los años. Interesado por el estado de la diligencia, la examiné con mayor atención y, a la luz de los faroles, vi que estaba en ruinas.
      No solo necesitaba reparaciones sino que se estaba pudriendo. Las ventanillas se rajaban al tocarlas. Los accesorios de cuero estaban podridos en las juntas de las molduras. El suelo casi se quebraba bajo mis pies. Todo el vehículo estaba dañado por la humedad y pensé que sin duda había sido rescatado de algún depósito, donde llevaría años descomponiéndose, para hacerle rodar un par de días más por las carreteras.
      Me dirigí al tercer pasajero, al que aún no le había hablado, y le hice un nuevo comentario circunstancial.
      -Este carruaje se encuentra en un estado deplorable. Supongo que estarán reparando el vehículo en actividad.
      Movió lentamente la cabeza y me miró sin decir palabra. Mientras viva nunca olvidaré aquella mirada. Me heló el corazón, y me lo sigue helando ahora cuando lo recuerdo. Le brillaban los ojos con un fulgor ardiente. Tenía el rostro blanco como el de un muerto. Los labios sin sangre estaban contraídos como en agonía y en medio le brillaban los dientes.
      Las palabras que iba a decir se deshilacharon en mi boca y el horror se apoderó de mí. Para entonces me había habituado a la oscuridad de la diligencia y veía con aceptable claridad. Me volví hacia el pasajero de enfrente. Este también me miraba con la misma alarmante palidez en el rostro y el mismo brillo pétreo en los ojos. Me pasé la mano por el frente. Me volví hacia el tercer pasajero, el que se sentaba a mi lado, y vi… ¡Santo cielo, cómo describir lo que vi! No era un hombre vivo.
      Ninguno de ellos estaba vivo. Una luz fosforescente, la luz de la putrefacción, salía de sus horrorosas caras, de sus cabellos mojados por la humedad de las tumbas, de las ropas manchadas de tierra y cayéndose a jirones, de las manos que eran como las de los cadáveres tiesos que llevan demasiado tiempo encerrados. Solo los ojos, aquéllos ojos terribles, tenían vida, ¡y todos ellos apuntaban hacia mí!
      Traté en vano de abrir la puerta. Lancé un grito salvaje pidiendo ayuda y misericordia. En aquel instante, breve como un paisaje visto a la luz de un relámpago estival, distinguí el fantasmal poste indicador que alzaba su dedo de advertencia al borde del camino, el parapeto, los caballos que se despeñaban, el negro vacío. Entonces la diligencia cabeceó como un barco en las aguas del mar. Después hubo un fuerte golpe, una aplastante sensación de dolor, y luego, la oscuridad.
      Tuve la impresión de que habían pasado años cuando desperté y encontré a mi esposa contemplándome junto a la cama. Paso por alto la escena que siguió y, en media docena de palabras, le repetiré a usted la historia que ella me contó entre lágrimas de agradecimiento a Dios.
      Había caído por un precipicio, cerca del cruce del viejo y el nuevo camino de la diligencia, y solo me había salvado de una muerte segura gracias a que caí en un cúmulo de nieve que se había acumulado a los pies de las rocas del fondo. Allí fui descubierto al amanecer por un par de pastores, que me trasladaron al refugio más cercano y buscaron a un médico para que me atendiera. El médico me encontró en estado delirante con un brazo roto y una fractura grave de cráneo. Mis documentos le informaron mi nombre y dirección. Se requirió a mi esposa para que me sirviera de enfermera, y gracias a ser joven y de constitución fuerte, salí sano y salvo del accidente. El lugar donde ocurrió mi caída, casi no es necesario que lo diga, fue exactamente el mismo en el que el correo del norte había sufrido un terrible accidente nueve años antes.
      Nunca le conté a mi esposa los horrorosos hechos que acabo de relatar. Al médico que me asistió sí se lo conté, pero consideró que todo aquello correspondía a una alucinación producida por la fiebre. Se lo conté una y otra vez, hasta que nos convencimos de que éramos incapaces de hablar del tema con calma, y entonces lo dejamos.
      Podrá sacar sus conclusiones.
      Yo estoy seguro de que, hace veinte años, fui el cuarto pasajero en el interior del coche fantasma.

Etiquetas: , , , , , , ,

Dos criaturas fantásticas

Aquí va la primera de cuatro novedades para el final de 2023. Aurora Piñeiro es una escritora y académica mexicana, autora de la colección de microrrelatos En el fuego y la miel (2004) y del libro para lectores jóvenes Cenicienta, la verdadera historia (2011). En el ámbito de los estudios literarios, es autora de El gótico y su legado en el terror: una introducción a la estética de la oscuridad (2017), y editora de Rewriting Traditions: Contemporary Irish Fiction (2021). En México, ha publicado cuentos en las antologías Cuentos de amor y desamor y Apocalipsis: antología de narradores jóvenes, lo mismo que en revistas como Casa del Tiempo y Etcétera. Acaba de concluir el manuscrito de una nueva colección de microrrelatos, un bestiario al que pertenecen “Mico de noche” y “Quirquincho”. Se verá que los textos siguen a la tradición centenaria del bestiario (que existe al menos desde la Edad Media), pero le dan una vuelta brusca y bella al mismo tiempo.


DOS CRIATURAS FANTÁSTICAS
Aurora Piñeiro

I. Mico de noche
Algunos machos aúllan durante las noches, pero no el que la sigue desde ayer. Hoy habrá luna llena, así que tendrá que dejarse alcanzar y, como en la ocasión anterior, se verá preñada sin ningún cortejo. Ciento veinte días de gestación, unos cuantos de crianza, y después la soledad. Por un tiempo. Conoce el ciclo, y también sabe que no se repite a menudo, al menos no con la frecuencia que observa en otras especies de su selva. No es tan malo, se dice. No es peor que frotarse con un ciempiés o con hierbas olorosas para combatir los parásitos que ahora se le enganchan en la piel. No sabe de dónde salieron. La comezón es insoportable. El astro brilla redondo y redondo está su vientre noventa y ocho días después. Esta vez la cría llega pronto. Esta vez la cría no se aferra a su pelaje con la precisión acostumbrada. Esta vez la cría cae al suelo. Desde su rama, la hembra emite chasquidos y aguza el oído, por si la cría responde. Siente el escozor por toda la piel. Le arden los pezones. La cría no responde. Nunca ha abandonado el dosel. Siente la picazón alrededor de los ojos. Por qué no responde. Podría emitir un chillido fuerte. Pero eso no es astuto. Podría montar guardia desde arriba. Sus ojos distinguen los colores. Su olfato es excepcional. Pero no tiene idea de si será rápida para el descenso y, luego, para trepar. No sabe cómo escalar con una cría a cuestas que no usa las garras. Por qué no responde. Por qué ella no puso pata en tierra antes. Por qué, como Novecento, creyó que podría navegar por siempre en este alto océano verde. Por qué. Por qué crujen unas ramas en el piso. Por qué, ahora, huele a otro macho de la especie. Por qué, justo ahora, la cría responde. Por qué no guarda silencio mientras ella desciende, cautelosa, por el tronco. Por qué brillan, como fuego, otro par de ojos entre la maleza. Por qué.

II. Quirquincho
Atento, esta noche será un grillo. Tiene hambre, pero bajo esta luna comerá sólo un grillo. No el festín pasado, que fue carne donde hincar los dientes. Carne que le supo a infancia, a matatenas inconclusas, a pelota de goma que continuó rebotando junto a la mano del niño que no pudo más, que no la sostuvo, que no siguió jugando. Dura carne de infante rígido que sació su necrófago apetito. Esta noche, sólo un grillo, porque hay ruido de pasos, alboroto cercano.
      Salir de los matorrales, atravesar el camino. Alcanzar el filo de la barranca. Contraer las nueve bandas de sus placas óseas y acoplar el engranaje de su armadura redonda. Rodar. Hacia el resguardo. Abrir las rodajas del melón, deslizarse, estar a salvo.
      Bullicio, voces y humo. Grisura que extingue el aire en la madriguera. Sofoco que abruma la noche, la vuelve espesa, enchocolatada. Pánico en las córneas, dilatadas. Pequeña sístole en mínimo corazón, aterrado. Busca la salida y se torna bala de cañón: todo él cubierto de escudos córneos, afilados. Rueda hacia el aire, hacia la bocanada que es boca de costal que han puesto a la salida de su casa, antes tan disimulada. Dentro del apretado tejido de rafia, chirría el armadillo, rechina los dientes, furioso, y no le sirve de nada. Llora la noche entera, colgado de un palo de dura, durísima madera. Árbol donde se seca su coraza, de antigua talla, acorazada.
      Y rueda, lunar, el calendario, hasta que el astro hinchado ilumina el rostro de otro infante pálido y, esta vez, ahogado. Las llamas de dos cirios titilan a sus costados. Se acerca un músico para entonar, triste, el canto. Sobre su pecho apoya el charango, con su caja de resonancia hecha de quirquincho embalsamado. Música del cuerpo, canto necrosado. Así se extingue su especie, en la elegía del campo peruano.

Etiquetas: , , , , , , , , ,

Cinco ejercicios de escritura fantástica

Estoy terminando un taller breve de narrativa fantástica. Para mis alumnos, y para cualquier persona que pudiera utilizarlos, va una serie especial de cinco ejercicios básicos de escritura creativa destinados a estimular la imaginación fantástica.

"El jardín de las delicias" (detalle) de Hieronymus Bosch.
«El jardín de las delicias» (detalle) de Hieronymus Bosch (fuente).

1. Definición fantástica. Investiga en un diccionario la definición de un sustantivo común (pala, automóvil, caballo, etcétera): cualquier cosa concreta. Luego cambia una o dos palabras de la definición para introducir un elemento extraño, que cambie la naturaleza del objeto y lo convierta en algo sobrenatural pero igualmente concreto.
      Ejemplo: una definición de pala es «Instrumento compuesto de una tabla de madera o una plancha de hierro, comúnmente de forma rectangular o redondeada, y un mango grueso, cilíndrico y más o menos largo, según los usos a que se destina.» Si se cambia hierro y madera por demonios y fantasmas, se tiene un utensilio mágico, cuyos usos serían muy diferentes de los de una pala normal.

2. Algo invisible. Haz una lista de las circunstancias que mantienen la estabilidad de la vida de un personaje (por ejemplo: un sueldo fijo, un lugar donde vivir, una pareja que le dé apoyo y consuelo). Inventa una circunstancia imposible en la vida real que no altere esa estabilidad. El personaje del ejemplo podría tener, digamos, sueños con detalles espantosos del futuro cada noche, y olvidarlos invariablemente al despertar.

3. Algo visible. A partir del personaje «base» del ejercicio anterior, imaginar otra circunstancia imposible que sí altere su cotidianidad al involucrar directamente algo de lo que le da estabilidad. Por ejemplo, la pareja del personaje podría revelarse como un ser mágico, a la manera de la historia de Melusina.

4. Geografía extraña. Piensa en algún accidente geográfico –un río, un valle, una isla, etcétera– y crea una versión fantástica del mismo, «alterando» alguno de los conceptos implicados en su descripción. Un río cuya agua se mantiene estática en vez de moverse, digamos, o un valle que no está rodeado de terreno elevado sino de altas paredes compuestas de nubes, que nunca se disipan.

5. Tacto. Con frecuencia, la creación de objetos o ambientes fantásticos se basa en alteraciones del aspecto visible de un objeto o ambiente real (por ejemplo, una casa a la que nunca entra la luz del sol, sin importar la hora). Imagina en cambio una alteración del tacto de un objeto, que lo pudiera volver extraño. Por ejemplo, una manzana de aspecto normal pero que es tan fría al tacto que la piel se queda pegada.

Etiquetas: , , , , , , ,

Los hombres no deberían orinar sentados

El pasado enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando –igual que en años anteriores– como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante, y en él varias personas interesadas en el cuento. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      He aquí un ejemplo: Fernando Hidalgo, escritor costarricense de cuento y microficción. Tiene un Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España, y ha publicado microficciones en antologías de Costa Rica y Latinoamérica. En 2022, su microficción La crisis fue adaptada a un corto cinematográfico. También en 2022, su cuento «Creo que me llamo Julio» ganó el primer lugar en la categoría nacional en el Certamen Literario Brunca, organizado por la Universidad Nacional de Costa Rica. Actualmente trabaja en su primer libro de cuentos, del que «Los hombres no deberían orinar sentados» es una muestra estupenda. Las narraciones de Fernando se caracterizan por oscilar entre lo cotidiano y lo inquietante: sus textos sugieren que va a pasar algo, algo insólito y terrible, con una voz inocente que difumina la línea entre lo literal y lo simbólico.

Fernando Hidalgo

LOS HOMBRES NO DEBERÍAN ORINAR SENTADOS
Fernando Hidalgo

I

      Nos estamos mudando de casa. Mamá es la encargada. Se está llevando las cosas de a poquitos. Empezó por el baño del segundo piso: la ducha, el espejo, las cremas, la tina, el papel higiénico, la fuga detrás del lavamanos, la pelota de jabón formada por todos los jabones y los pelos del desagüe. Dejó el olor a shampoo barato. Si uno se acerca un poquito todavía se percibe. Pusimos en la puerta una cinta amarilla como las de los policías para recordarnos que ahí ya no hay nada. Ahora solo usamos el baño de abajo.
      Papá dice que mamá regresa cada semana. Es difícil adivinar el día. Su visita es tan misteriosa como lo que decide llevarse. Nunca se sabe si va a ser algo grande o algo chiquito. Una noche sólo vino por un cereal. Otra, empacó los juguetes, el collar y la vida del gato. Seguro ahorita va a venir por el cuerpo. Lo guardé en una cajita para ayudar un poco.
      Actualmente la mudanza está enfocada en mover las cosas de papá: el cortauñas, el desodorante, la ropa limpia, el trabajo. El viejo se ve cada vez más vacío. A él ya no parece importarle. Desde que se llevaron el chorro todo le da igual.
      Papá antes orinaba con la puerta abierta. A distancia. Sin bajar la tapa después de subirla. Calculando que sus gotitas cayeran en el punto exacto que iniciara una pelea. Ahora se encierra por horas en el baño de abajo. Maldiciendo a mamá por lo que nos hizo. Yo le recuerdo que solo es una mudanza, que pronto todo va a volver a ser como antes, que no llore. Él me responde que no está llorando, está orinando sentado. Gotita por gotita. Porque no tiene chorro.
      Por las noches lo escucho salir del cuarto. A comer algo supongo. Aunque nunca lo oigo entrar en la cocina. Escucharlo no me da tanto miedo. Sus pasos son lo único que no se ha ido. Por el sonido de las tablas, lo imagino caminando con la espalda torcida, apoyando su brazo derecho contra la pared, arrastrando el pie izquierdo, igual que un borracho.
      A veces pienso que se fue de casa. Y que cuando se fue dejó la puerta abierta. Y que por esa puerta entró este señor con el que estoy viviendo ahora. Un señor que camina parecido a papá, pero nada más.
      Es increíble lo que orinar sentado puede hacerle a un hombre. No quiero que me pase lo mismo.

II

      En la escuela, Sebas da lecciones para aprender a escribir el nombre propio con meados. Empiezan después del último recreo. Es un poco caro. Asegura que el precio lo vale. Antes de que termine el año voy a aprender a controlar la presión, la dirección, la duración, la cantidad y la distancia. Resultados garantizados.
      Verlo orinar me da envidia. Hace poco aprendí esa palabra; envidiosa, pero es parecido. Así le dijo la maestra a Nadia cuando le rompió la nariz a Toño porque no quiso prestarle un lápiz: envidiosa. Yo no le quiero romper el pito a Sebas. Solo quiero robarle el chorro. Dejar de mearme en los pantalones cada vez que apunto de lejos. Hacer todo lo posible por no terminar como el viejo que ahora vive conmigo.
      La primera lección y la más importante es apretar las nalgas. Sebas me toma de la mano para que las sienta. Cuando las aprieta, el chorro se alarga. Si las afloja se forma una parábola. Otra palabra nueva que aprendí. Tiene dos significados. En mate es una curvita que no sé para qué sirve. En religión es una historia cortita que contaba Jesús. Tampoco entiendo para qué sirve. No me gustan ese tipo de palabras.
      Papá no leyó la carta que enviaron de la escuela. Yo sí. Lo citaban a una reunión porque me sorprendieron tocándole el culo a un compañero. No mencionaba nada de las clases para aprender a orinar como los hombres, a pesar de que se lo explique varias veces al director. Los adultos solo escuchan lo que les conviene. Y lo que no les importa.
      Aceptó ir para que dejaran de llamarlo. Se rasuró la barba y se lavó los dientes. No se bañó. Llegó con una actitud diferente, como si yo todavía le importara y él fuera alguien que orina normal. Escuchó con atención al director y le prometió que se encargaría del asunto. Al salir de la oficina me pidió que no le diera más problemas. Regresamos a casa en silencio. Entonces lo noté. Mamá también se había llevado los pasos.

III

      Desde hace un mes llegan encargados de la mudanza cada miércoles. Casi siempre vienen por el agua. Papá negocia con ellos para que se lleven la pantalla, las sábanas, la vajilla o algo de la cocina. Entonces me dejan bañarme otra semana. El Internet y la luz se los llevaron sin avisar.
      La casa desierta me gusta un poco más. Sin muebles, ni cortinas, ni fotos en blanco y negro de parientes muertos. Son más bonitas las grietas, el polvo, la filas de hormigas avanzando como si también estuvieran mudándose. El eco. No sabía que teníamos eco. Ojalá que en la casa nueva también haya. Es bonito hablar y sentir que alguien me responde.

IV

      Sebas me ofreció clases privadas después de la escuela. Sugiere que sean en mi casa porque su madre me odia. No quiere que su hijo se junte con un culiolo. ¿Qué significa esa palabra? No sabe. En el diccionario tampoco aparece. A mí me suena como el nombre de un dinosaurio.
      Le expliqué que no me dejan llevar visitas. Por la mudanza. Acordamos que terminaríamos las lecciones en la calle, por un costo más alto y sin tocarnos. Todas las instrucciones me las va a dar por escrito. Eso me funciona. Puedo practicar en mi baño y si tengo suerte con el viejo. Tendría dos chorros en la casa nueva, pero después podemos regalar uno.

V

      Los culiolos no son dinosaurios. Siguen sin explicarme qué son. Esta vez no me dejaron entrar en la oficina del director. Los veo a través de la puerta de vidrio. Se escuchan gritos. Papá está concentrado en la grapadora roja del escritorio como si estuviera viendo un partido de fútbol. El director agita las manos y se sonroja como si fuera mi mamá. Una vena con forma de gusano se le marca en la frente. Parte de su saliva queda atrapada en la barba de papá, muy cerca de las migajas de pan del desayuno del sábado. El hombre con corbata mira con asco al hombre sin chorro. No logro descifrar si es por el olor. Discuten de varios temas. Mi mala presentación, mi ropa sucia, mis calificaciones. Pero sobre todo hablan de mi tarea de español: La extinción de los culiolos. No leyeron el cuento completo. Solo el título bastó para ofender a la maestra, a la señora de limpieza, al consejo de padres y a la mamá de Sebas. La única señora que nunca habla, ni molesta, ni se queja, no piensa detenerse hasta que hagan algo conmigo. Papá sigue perdido en la grapadora como descifrando cuántas grapas tiene dentro. Yo creo que son ciento setenta y ocho.

VI

      Sebas ya no me va a dar más clases. Ni él ni los profesores de la escuela. Como soy una mala influencia, me expulsaron. Eso quiere decir que ya no puedo volver. Es confuso porque en el diccionario expulsar significa obligar a alguien o algo a salir de un lugar. A mí no me sacaron ni obligaron. Solo no me dejan entrar. Hasta que un adulto responsable me acompañe. Les expliqué que el único que conozco está poniéndose gordo y feo. Mi respuesta le parece graciosa al guarda, pero no me abre el portón.

VII

      Papá hoy despertó diferente. Me grita que vaya a la sala. Su voz se escucha igual a la que tenía antes de empezar la mudanza. Me dice que nos tiene una sorpresa a mamá y a mí. Había olvidado que ese término existía. Sorpresa es una palabra bonita. Bajo corriendo las escaleras. Piso fuerte para comprobar que no se hayan llevado el eco.
      En el centro de la sala vacía hay una caja de cartón gigante. Casi de mi tamaño. Tiene mi nombre escrito con un pilot de tinta azul. Hoy me voy a mudar con mamá. El viejo contrato señores de otra mudadora para que me lleven. Me pide que vaya a recoger lo que me haga falta. Cuando baje va a embalarme. No sé qué quiere decir eso. Más tarde busco la definición. Estoy tan contento que quiero abrazarlo. No me deja porque mamá también se llevó los abrazos.
      Por dentro la caja no es tan grande como parecía. Apenas quepo de cuclillas. Dejé la mayoría de mis pertenencias afuera. Solo me llevo lo escencial. Saco más cosas para que el viejo pueda entrar. No quiero dejarlo solo. Iríamos muy incómodos pero podríamos sorprenderla juntos. Me dice que necesita ajustar los últimos detalles. Además, ¿quién recogería mis legos, mis diccionarios, mi ropa sucia y el cuerpo del gato? Me da pena que solo él no reciba una sorpresa hoy. Antes de agacharme para que cierre las tapas, me decido. Tomo la única cajita que conservo y se la regalo. La agita un poco para adivinar el contenido. ¿Por qué gotea?, me pregunta. Es otra sorpresa, le contesto. Para vos. Creo que te va a gustar. Me hundo en la oscuridad del cartón emocionado al imaginar la reacción de papá y mamá cuando abran sus respectivos paquetes. Hoy será un gran día.

Etiquetas: , , , , , , , , , ,

La resucitada

La condesa Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo-Bazán y
de la Rúa-Figueroa (1851-1921), a quien se recuerda con el nombre abreviado de Emilia Pardo-Bazán, es una de las grandes escritoras de la narrativa de imaginación fantástica. Española, nacida en una familia noble, tuvo la fortuna de contar con una educación esmerada y progresista: en contra del conservadurismo imperante en su entorno, empezó a escribir desde muy pronto y fue la introductora de muchas novedades literarias en su país, así como precursora del feminismo. «La resucitada» fue publicada por primera vez en 1908, en el diario El Imparcial.

Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán

LA RESUCITADA
Emilia Pardo-Bazán

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.
      Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.
      Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.
      Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
      Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
      ¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?

-Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!… ¡Abre presto!…

-Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…

-Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?

Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito…

Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición…

Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.

-De donde tú has vuelto no se vuelve…

Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…

Etiquetas: , , , , , , , ,

La trama celeste

(Como se dice en esta época, el siguiente párrafo contiene spoilers.)
      Publicado en el libro del mismo título en 1948, este cuento del gran narrador argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es famoso por su argumento, planteado como un misterio policiaco, resuelto en clave de imaginación fantástica y después utilizado muchas veces en diferentes medios. Primero, el cuento relata una serie de acontecimientos aparentemente inexplicables (incluyendo cambios en la personalidad y la memoria de ciertos personajes, o en la geografía de una ciudad); luego, el protagonista resulta haber viajado a otro mundo, a un universo paralelo, y esto explica todas las disparidades entre lo que sabe y lo que ve.
      Desde luego, el tema de las «realidades alternativas» está muy de moda en nuestra época. Pero aquí, aparte de la maestría de su autor para crear una trama sorprendente y a la vez de una lógica perfecta, quiero destacar un detalle de la caracterización de sus personajes. Sus hombres son todos de su tiempo, es decir, vaga o francamente machistas y absolutamente inconscientes de sus privilegios; pero una historia que se desarrolla paralelamente a la de los sucesos fantásticos en «La trama celeste» es la de cómo todos ellos son puestos en ridículo ante lo que no comprenden tanto del cosmos como del mundo que los rodea, y quedan en peligro a causa de su propia vanidad. En esto, el cuento de Bioy –que es contemporáneo de obras de asunto afín como “La otra muerte” o “El jardín de senderos que se bifurcan” de Jorge Luis Borges– está adelantado a su época.

LA TRAMA CELESTE
Adolfo Bioy Casares

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

* * * *

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS

Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:

Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.

También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados “pases”, que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
      Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
      Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. “Una vez armenio, siempre arrnenio.” Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.
      Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
      Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
      Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:
      —¿Hablo?
      Le dije que hablara. Continuó:
      —El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
      Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
      —A sus órdenes.
      —¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.
      —Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas…
      —Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.
      Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
      —¿Sabes quién es la única persona que te interesa?
      Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.
      Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.
      Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
      Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
      Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los Mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.
      El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.
      Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:
      —Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
      Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
      —Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así —miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
      Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que “si no tenía apuro” me quedara un rato.
      —No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.
      Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores; no el de mandar libros a Ireneo.
      Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de provocarlos.
      En sus labios, “el Valle de los Reyes” me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.
      —Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .
      Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
      —No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.
      Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
      Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.
      Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.
      Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.
      Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.
      Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.
      Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.
      Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.
      Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.
      Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía “el esquema clásico de sus pruebas”.
      Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —”como lo había hecho hoy”—, dibujó el esquema —”el mismo que yo tenía en el bolsillo”—. Después se entretuvo en complicarlo; después —”en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente”— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.
      El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, “nada del otro mundo, te aseguro”. Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba “lleno” y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su “nuevo esquema de prueba”.
      Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el “compadrito” peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir “qué vergüenza, voy a perder el conocimiento”, embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso… Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.
      Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez… De esto hablaré mas adelante.
      La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
      Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre “como es debido”, entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: “Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda.”
      Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:
      —¿Su nombre?
      No le sorprendió esta pregunta. Pensó: “mero formulismo”. Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:
      —Podía inventar algo menos increíble —ordenó al soldado de la máquina: —Escriba, no más.
      —¿Nacionalidad?
      —Argentino —afirmó sin vacilaciones.
      —¿Pertenece al ejército?
      Tuvo una ironía:
      —Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.
      Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
      Continuó:
      —Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.
      —¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
      —En Palomar —respondió Morris.
      Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.
      ¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a “entrar en ese juego absurdo”. A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, “y no es fea, me entendés”; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.
      Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
      A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que “después de una conmoción, el hombre no es el mismo” y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:
      —Vení, hermano.
      Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
      —Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?
      La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—… Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:
      —Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.
      Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía “A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro.”
      Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.
      Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.
      Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, “y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son”. La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. “¿Me creen espía?”, preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: “Creen que ha venido de algún país hermano.” Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: “El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes.” Agregó: “Un detalle imperdonable”, y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.
      A los pocos días la enfermera le comunicó: “Se ha comprobado que diste un domicilio falso.” Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.
      La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.
      —Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman tu muerte.
      Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria “el desamparo que sienten los que visitan otros países”. Pero seguía no temiendo nada.
      La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. “Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta.” La mujer le pidió que “reconociera” que no era argentino. “Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa.” Opuso dificultades:
      —Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.
      —No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.
      Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:
      —Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
      Morris me explicó:
      —No me quedaba nada que perder…
       “Para ver lo que sucedía”, le dijo al oficial:
      —Confieso que soy uruguayo.
      A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer, la azoto.
      Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.
      —Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.
      —El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.
      —Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.
      La enfermera siguió:
      —La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.
      Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.
      —Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
      La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.
      —¿Tenés el papel? —le pregunté.
      —Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.
      Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina y firme (“del Sacré-Coeur”, declaró Morris, con inesperada erudición).
      —¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.
      Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:
      —La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.
      Continuó su relato:
      Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.
      Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.
      Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.
      Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
      —¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.
      El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.
      Apareció “un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación” y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía “el anillo del convivio”.
      —¿El anillo del qué?… —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?
      El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:
      —Muéstreme ese anillo.
      Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.
      El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: “Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión.”
      Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.
      Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.
      Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.
      Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: “Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi.” Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.
      Grimaldi irrumpió:
      —¿Qué quiere?
      Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía “lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad”, y le mandaba regalos para que se fuera.
      —¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, “ganando tiempo”.
      Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: “No me ha reconocido.”
      En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: “Voy a levantar una denuncia en la seccional.” Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
      Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.
      Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaría.
      —Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.
      —Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:
      Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
      Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.
      Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.
      Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.
      En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.
      La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:
      —La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió.
      Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
      La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
      Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.
      Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —”no hacia el desagradable espía”— la promesa de que “las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto”. El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.
      Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.
      Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
      La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:
      —Te espero en la Colonia. En cuanto “despegues”, enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?
      Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: “Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia.” Ignoraba que se despedían.
      Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
      —Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.
      —Si vos no jugás al truco —le dije.
      Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
      —Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.
      Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:
      —Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado…
      Lo interpreté:
      —¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?
      —¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
      Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. “Parecía un duelo —dijo Morris—, un duelo o una ejecución.” Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, “un serio competidor del doble-faetón, créeme”.
      Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: “Señores, esto se acabó.” Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.
      Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.
      Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.
      Completé su pensamiento:
      —Una alucinación que tenías en el instante de despertar.
      Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.
      Reflexionó: “Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días.”
      Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
      Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. “Me creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.
      Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.
      Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.
      Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal “trabajaba ni había trabajado en el establecimiento”.
      La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección “Al margen de los deportes y el turf” le interesaba. “Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste.” Le respondieron que nadie le había mandado libros.
       (Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)
      Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo…
      —Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.
      —No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.
      —¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
      —Sí —respondió—. En lugar seguro.
      Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.
      Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: “Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar.”
      Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; “sin embargo —me dijo— se notaba algún progreso”; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 (“El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309”; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine… Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.
      Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
      Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.
      —Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos.
      Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: “No creo una palabra de las acusaciones, hermano.” Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.
      Me atreví a preguntar:
      —Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
      —El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.
      Yo no le había escrito ninguna nota.
      Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
      La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran “inglesas”. Leí:

Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje “Owen” sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
      Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

      Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.
      Sobre “mi carta” debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el “cambio” de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase “Acuso recibo de su atenta”; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.
      Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.
      Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.
      El “misterio” de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.
      Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
      En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es “L’Éternité par les Astres” un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.
      En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.
      Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.
      Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.
      Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. “Siga por Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías.” Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.
      Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.
      No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.
      Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:
      —¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?
      Le di la razón.
      —Sin embargo, sería importante… —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.
      —Tal vez —murmuró—, tal vez un…
      —¿Un trapecio? —insinué.
      —Sí, un trapecio —dijo sin convicción.
      —¿Simple o cruzado por una línea?
      —Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada… De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.
      Hablaba animadamente.
      —¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?
      —Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el inventario.
      Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.
      Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.
      Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.
      Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el “calor tremendo” que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.
      Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen… Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra “Owen”, porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.
      Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.
      La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
      Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?
      El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?
      Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch…
      Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.
      Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó “L’Éternite par les Astres”. Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.
      Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: “Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones.” Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.
      Mi teoría es que el “nuevo esquema de prueba” coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).
      Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.
      Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: “Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí.” La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: “Kramer se interesa en mí; soy feliz.”
      Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por “solicitas manos femeninas”. Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.
      Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.
      No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.
      Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.
      Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
      Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

C. A. S.
* * * *

El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.
      Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
      Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
      El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una “fazenda” interesantísima.
      Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.
      Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.
      No acompañé a mis amigos a visitar la “fazenda”. Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres… Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.
      De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
      Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.
      Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.
      La explicación es evidente:
      En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos “pases” con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los “pases”, y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.
      Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: «según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales» (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII).

Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].

      Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.

Etiquetas: , , , , , , , ,