Etiqueta: literatura de terror

Monstruos

Ayer, primero de enero de 2018, se cumplieron 200 años de la publicación de Frankenstein de Mary Shelley. La novela –cuyo subtítulo no siempre se recuerda y es bello y durísimo, irónico: El moderno Prometeo— es desde luego una de las más influyentes de la historia humana y sigue con nosotros hasta hoy no sólo en sus muchas ediciones, traducciones y adaptaciones, sino también en obras que reciben su influencia, así como en grandes porciones del arte y el pensamiento contemporáneos.

Pensando en ella, me encontré con un breve ensayo del narrador británico China Miéville: «Theses on Monsters», que recuerda muchas otras reflexiones acerca de los monstruos en la cultura, pero que me pareció interesante para comenzar el año. Como en muchos otros lugares, en este país es frecuente escuchar el lugar común de que ninguna historia de miedo puede «superar» los horrores de la vida real; la frase no es más que un gracejo, una salida ingeniosa que permite a quien la dice dar una impresión de respetabilidad (y de profundo desprecio por la literatura), pero nunca está de más criticarla y Miéville lo hace de forma sorprendentemente profunda en su texto, que es muy breve y traduje por puro gusto. Aquí está.

Tesis sobre los monstruos

China Miéville

1. La historia de todas las sociedades existentes hasta hoy es la historia de los monstruos. El homo sapiens es un engendrador de monstruos como sueños de la razón. No son patologías sino síntomas, diagnósticos, glorias, juegos y terrores.

2. Insistir en que un elemento de lo fantástico es condición sine qua non de la monstruosidad no es sólo un deseo nerd (aunque sí sea eso en parte). Los monstruos deben ser formas-criaturas y corpúsculos de lo inefable, lo malo numinoso. Un monstruo es lo sublime somatizado, emisario de un pléroma amenazante. El fin último de la esencia monstruosa es la divinidad.

3. Hay una tendencia compensatoria en el corpus monstruoso. Es evidente en la orden de «Pokémon» de ‘atraparlos a todos’, en las taxonomías exhaustivas del «Manual de los monstruos», en las tomas fetichistas de los monstruos de Hollywood. Una cosa que evade tanto las categorías provoca y se rinde a un deseo voraz de especificidad, de una enumeración de su cuerpo imposible, de una genealogía, de una ilustración. El fin último de la esencia monstruosa es el espécimen.

4. Los fantasmas no son monstruos.

5. Se ha señalado, regular e incesantemente, que la palabra monstruo comparte raíces con «monstrum», «monstrare», «monere»: «aquello que enseña», «mostrar», «advertir». Esto es verdad pero ya no sirve de nada, si es que alguna vez sirvió.

6. Las épocas vomitan los monstruos que les hacen falta. La Historia puede ser escrita sobre los monstruos, y en los monstruos. Experimentamos las conjunciones de ciertos hombres lobos y el feudalismo mordido por diversas crisis, de Cthulhu y la modernidad que se rompe, de las cosas fabricadas por Frankenstein y Moreau y una Ilustración variadamente atormentada, de los vampiros y (tediosamente) todo, de zombis y momias y extraterrestres y golems/robots/construcciones de relojería y sus propias ansiedades. También pasamos por los traslados interminables de semejantes gérmenes y antígenos monstruosos a nuevas heridas. Todos nuestros momentos son momentos monstruosos.

7. Los monstruos exigen decodificación, pero para merecer su propia monstruosidad, evitan la rendición final a esa exigencia. Los monstruos significan algo, y/pero significan todo, y/pero son ellos mismos, e irreductibles. Son demasiado concretamente dentados, colmilludos, escamosos, capaces de respirar fuego, por un lado, y por el otro demasiado abiertos, polisémicos, fecundos, reacios a todo cierre como para solamente significar, y no digamos para significar una sola cosa.
      Cualquier espíritu chocarrero que pueda ser totalmente analizado no fue jamás un monstruo, sino un villano de «Scooby-Doo» con máscara de hule, una banalidad semiótica con un disfraz fatuo. Una solución sin un problema.

8. Nuestra simpatía por el monstruo es famosa. Lloramos por King Kong y el Monstruo de la Laguna Negra sin importar lo que hayan hecho. Somos partidarios de Lucifer y padecemos por Grendel.
      La huella de una impresión escéptica: que el orden impuesto es un deseo incumplido, está detrás de nuestras lágrimas por sus antagonistas, nuestra empatía perturbada por el invasor del salón de Hrothgar.

9. Semejante simpatía por el monstruo es un factor conocido, un problema pequeño, una complicación menor para quienes, en una reacción habitual y sosa, lanzan acusaciones de monstruosidad contra enemigos sociales designados.

10. Cuando esos mismos poderes que llaman monstruos a sus chivos expiatorios llegan a cierto punto, a una masa crítica, de rabia política, súbitamente y con un pavoneo agresivo se convierten ellos mismos en monstruos. Las tropas de choque de la reacción abrazan su propia monstruosidad supuesta. (De este proceso surgió, por ejemplo, el plan Werwolf del régimen nazi.) Y esos son, por mucho, peores que cualquier monstruo porque, a pesar de todo lo que presuman, no son monstruos. Son más banales y más malignos.

11. El cliché de que ‘Hemos visto a los monstruos de verdad y somos nosotros’ no es revelatorio, ni ingenioso, ni interesante, ni cierto. Es una traición de lo monstruoso, y de la humanidad.

(Hace tiempo me tocó debatir en línea sobre todo este asunto; fue poco después de haber escuchado una discusión muy incómoda en vivo…, que es una historia para otro momento. Pero Miéville dice varias cosas que yo hubiera querido decir más claramente cuando fue mi turno de hablar.

Sólo agregaría que los monstruos, y en especial los que son como la criatura de Frankenstein, no necesitan que les deseemos larga vida ni en sus grandes aniversarios. Porque no mueren.)

Frankenstein por Bernie Wrightson (1948-2017; fuente)
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La lista del terror (pequeño caso de plagio)

Actualización del 11 de mayo de 2017: gracias al apoyo y presión de muchas personas que difundieron mi denuncia del plagio y se quejaron en redes sociales, el sitio Culturamas se ha disculpado conmigo en un mensaje privado, ha modificado su nota y ha agregado la fuente. Desde luego, tendrían que haber puesto el crédito debido desde el comienzo (y avisado, y pedido permiso). Pero me quedo pensando que algo se logró. Agradezco mucho a todas las personas que se interesaron en este asunto y me ayudaron. 🙂

Esta nota es exactamente sobre lo que dice el título: un caso de plagio no muy grande (hay quienes se roban libros enteros, atribuyéndose cantidades indecibles de trabajo ajeno) pero no menos cierto.
      El 11 de enero de 2016 publiqué en este sitio (www.lashistorias.com.mx) una nota: «20 grandes cuentos de terror», con una lista de historias de miedo que me gustan y recomiendo. Puse enlaces a la mayoría de ellas (algunas no están en línea). De algunos de los cuentos había copias alojadas aquí mismo, y en esos casos enlacé directamente a ellas. Concretamente lo hice en los casos de «El fumador de pipa» de Martin Armstrong, «El calor de agosto» de W. F. Harvey, «El tapiz amarillo» de Charlotte Perkins Gilman y –en una modificación hecha poco después de la aparición inicial de la lista– «Donde su fuego nunca se apaga» de May Sinclair.

La lista original en su contexto (clic para ampliar)

      Ayer, 9 de mayo de 2017, recibí aviso de un pingback, es decir, una referencia a este sitio hecha desde otro. Resultó que provenía de un artículo del sitio español Culturamas.es titulado «Los 20 mejores cuentos de terror». El pingback indicaba que en aquel artículo había un enlace a un texto publicado aquí: concretamente a la copia de «El tapiz amarillo».
      Visité la lista de Culturamas pensando que se parecería a la mía y tendría referencias a varios textos para que sus visitantes los pudieran leer. Me pregunté cuáles serían, aparte de «El tapiz amarillo», los textos favoritos de ellos.
      Y me sorprendió ver que la lista de Culturamas no era parecida a la mía sino exactamente igual: era mi lista, copiada y pegada en aquel sitio.

La lista plagiada en su contexto (clic para ampliar)

      Los textos están listados en el mismo orden; la puntuación es la misma, incluyendo un par de inconsistencias, y los enlaces están exactamente en los mismos cuentos y apuntan exactamente a los mismos sitios. De hecho, en un caso: el del cuento “Último día en el diario del señor X» de Emiliano González, el enlace apunta a un sitio ya desaparecido, pero que existía cuando hice mi lista. Y en otro: el de «El testamento de Magdalen Blair» de Aleister Crowley, hay una aclaración sobre el texto (que encontré publicado en línea dentro en un archivo PDF) que se mantiene en el artículo de Culturamas exactamente con las mismas palabras que en mi propia nota.
      Quienquiera que haya hecho el artículo se limitó a copiar y pegar mi texto: no se molestó en revisar los enlaces ni en disfrazar de ninguna forma el plagio. Sólo cambió ligeramente el título (para que fuera un reclamo más convencional, supongo, al decir de forma categórica que los cuentos son los 20 mejores, sin apelación posible), dejó fuera una nota que escribí para acompañar la lista y, por supuesto, no da ninguna indicación de que ésta no fue hecha por ellos sino por mí. En ningún lado aparece mi nombre.
      Esto no es un caso de apropiación, remezcla, influencia, citación ni nada parecido. Es la forma más burda y fácilmente reconocible del plagio: tomar el trabajo de otra persona y presentarlo como propio, omitiendo deliberadamente que no lo es, intentando «borrar» a quien sí lo hizo. Mi artículo no es más que algunos párrafos y una lista, un texto breve, pero un texto que redacté yo, que me costó cierto tiempo ante la computadora y bastante más a lo largo de muchos años, leyendo cuentos de miedo que luego recordé para recomendarlos. Uno que publiqué sin fines de lucro y sigue siendo de acceso gratuito (en Las Historias ni siquiera hay publicidad para «monetizar sus contenidos», como sí la hay en aquel otro sitio).
      Publiqué un reclamo a Culturamas en Twitter; hasta este momento [nota: 10 de mayo, alrededor del mediodía] no he recibido respuesta alguna, pero algunas otras personas han sugerido que no es la primera vez que algo así sucede en ese sitio (ni en otros semejantes). Qué pena.
      Francamente, no deseo ninguna reparación más allá de que se indique la fuente de la que ellos tomaron la lista (aunque una disculpa no estaría mal). Y sospecho que no voy a tener ni eso, y en cambio sí habrá quienes me troleen y me incordien en línea. Pero al menos puedo dejar esta nota como una constancia de lo sucedido.

La lista original y la lista plagiada, lado a lado (clic para ampliar)
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#Escritura2017: ejercicios para crear personajes

Seguimos con nuestro proyecto #Escritura2017, para ofrecer consejos, ejercicios y más materiales escritos y en video a personas interesadas en escribir su propio proyecto durante este año. Aquí van dos nuevos ejercicios para crear personajes:

1. Está de moda la autoficción: la novela cruzada con autobiografía en la que, con el nombre real de un autor o autora, se pueden referir hechos presuntamente reales aunque estén tratados de modo novelesco e incluso maticen, modifiquen o falseen lo que efectivamente pasó. Un ejercicio que puede usar las técnicas de la autoficción es éste: seleccionar un hecho trivial de la propia vida (salir a comprar algo a la tienda, hacer trámites para un pago, conocer a un nuevo profesor o profesora en una clase) y escribir el relato de ese hecho como si fuera importantísimo: un suceso crucial que marca un cambio fundamental en la vida de quien lo vivió. No fue así para quien lo escribe, así que una vez hecho el escrito hay que preguntarse: ¿para quién sí podría ser algo muy importante? Ese alguien es un personaje de ficción que después se puede perfilar y describir como alguien distinto de su creador o creadora.

2. Una variante del anterior, más compleja: partir de un hecho vergonzoso en el que cometimos un error o una torpeza y tratar de darle al vuelta, presentándolo como un suceso en el que hicimos todo bien y se demostró nuestra inteligencia, virtud, etcétera. Sobre todo si no tenemos una compulsión por el autoengaño (como algunos personajes de la vida política actual), la búsqueda de pretextos también puede dar a imaginar un nuevo personaje, distinto de quienes somos.

* * *

Como extra, en estos videos, agrupados todos alrededor de #Escritura2017 se puede ver más sobre el tema:

Más ejercicios y respuestas sobre creación de personajes

Cinco consejos para escribir historias de horror

Cómo dar forma a un libro de cuentos

Más sobre creación de personajes

Tanto aquí como en el canal, en Ask.fm o en el sitio de Raquel estamos atentos para conversar y recibimos peticiones sobre temas a tratar en futuras entregas de #Escritura2017.

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La casa del Estero

Este no es exactamente un cuento: es una crónica de la escritora mexicana Fernanda Melchor (1982), publicada inicialmente en el libro Aquí no es Miami (2013). Pero ella no sólo es una narradora extraordinaria, cuya novela Temporada de huracanes (2017) es una de las más celebradas de los últimos años en español, traducida a varios idiomas y ganadora de premios internacionales; además, esta narración es considerada por muchas personas uno de los mejores cuentos de terror escritos en México en los últimos años. Fernanda Melchor será, creo, de los muy pocos autores de este tiempo que serán efectivamente recordados después; la cultura mexicana siempre ha tenido poco aprecio por la literatura como arte, y sólo la justifica cuando «informa» acerca de la realidad (o lo que algunos consideran importante de la realidad), pero lo cierto es que narradoras como ella logran el objetivo triple de escapar de los prejuicios, efectivamente escribir de experiencias vividas, o cercanas a la vida y los titulares, y hacerlo con enorme habilidad.
      El texto está tomado del blog de la autora.

LA CASA DEL ESTERO
Fernanda Melchor

Felix, qui potuit rerum cognoscere causas
Virgilio, Geórgicas, lib. II v. 490.

1
      —¿Qué es lo más cabrón que te ha pasado en la vida? —me preguntó Jorge.
      Estábamos en la fiesta de cumpleaños de Aarón, en el balcón de su sala. Acababan de dar las cuatro de la mañana. Un norte ligero alborotaba las palmeras de la costera, visibles –al igual que los fierros de las gradas del carnaval, ya instaladas desde enero– por encima de los tejados de la colonia Flores Magón.
      —¿Lo más cabrón que me haya pasado? —repetí, para ganar tiempo.
      Yo tenía 24 años. En aquel entonces, lo más cabrón que me había pasado era la pelea que tuvimos mi padre y yo antes de que me largara para siempre de su casa. Era el 2005 y sólo quedábamos él y yo en Veracruz: Julio estudiaba en Ensenada y mamá… bueno, digamos que mamá estaba de vacaciones indefinidas en el norte del país, desde donde telefoneaba de vez en cuando para platicar de cosas que cada vez tenían menos sentido. Papá ya se había deshecho de las cosas de mamá: su ropa, sus papeles, sus perfumes; metió todo en bolsas de basura y las sacó a la calle. No dejó de echar fiesta desde entonces; yo era la que trabajaba para comer y pagarme la carrera.
      ¿Pero qué caso tenía contarle eso a un muchacho al que apenas conocía? Una cosa era que me dejara dar sorbos a su cerveza y que me mirara con ojos negros bellamente entornados, y otra, contarle cómo aquella última pelea yo había amenazado a mi padre con su propia arma –una .45 automática que él mismo había escondido en mi tapanco– porque su tronadera de música electrónica llevaba días sin dejarme dormir.
      —No sé. La verdad es que no sé —respondí al final, presionada por aquellos ojos a la vez penetrantes y somnolientos.
      Intuí que su respuesta sería mejor que la mía, pero algo pasó, algo interrumpió nuestro diálogo en el balcón, y Jorge no me contó la cosa más cabrona que le había pasado sino tres meses después, cuando tuvimos nuestra primera cita.
      Él llevaba dos caguamas encima cuando yo llegué al bar, tarde y un poco mojada por la lluvia. Me senté en la mesa que eligió sobre la acera. Corría un viento tibio que me secó rápidamente. Lo dejé guiar la conversación porque, la verdad, a tres meses de la fiesta de Aarón no lograba recordar su nombre de pila; sólo su apellido, su apodo de barrio –El Metálica– y su mirada.
      Esa noche, después de dos litros más de cerveza, me contó por primera vez la historia de lo que le había pasado a él y a un grupo de amigos en la Casa del Diablo. Tardó algunas horas en hacerlo, en parte porque narró, minuto a minuto, sucesos que habían ocurrido hacía más de una década, y también porque abundaba en extensas digresiones destinadas a explicarme los detalles que yo ignoraba. El estilo de contar de Jorge me intrigaba: entretejía de forma natural el relato directo de lo sucedido con fragmentos de diálogos, con ademanes aferrados a su cuerpo, con sus propios pensamientos, los presentes y los pasados. Un jarocho de pura cepa, pensaba yo, fascinada; entrenado para la conservación de las hazañas viriles en una cultura que desdeña lo escrito, que desconoce el archivo y favorece el testimonio, el relato verbal y dramático, el gozoso acto del habla.
      Tres horas después yo seguía muda y él llegaba a la desoladora conclusión de su historia. Para entonces, yo ya estaba enamorándome de él. Tardé varios años en darme cuenta de que, en realidad, me había enamorado de sus relatos.

2
El horror, como Jorge lo llamaba, comenzó un día de junio de 1990, con la llamada de su amiga Betty.
      —Oye, Jorge, vamos al Estero…
      Por el auricular, Jorge podía escuchar las risitas de Evelia y de Jacqueline.
      “El Estero. Quieren ir a esa pinche casa de nuevo”, pensó Jorge y la modorra de las cuatro de la tarde lo abandonó por completo.
      —No puedo ir, no tengo dinero —les dijo, seco, para desanimarlas.
      —¡Anda, Jorge! Nosotras ponemos la botella…
      Jorge miró el rostro dormido de su abuela, su boca ligeramente abierta, las cobijas hasta la barbilla. El teléfono estaba en el cuarto de la anciana pero ella nunca escuchaba el timbre. Dormía hasta tarde porque se pasaba las noches en vela. Decía que la tía de Jorge, su hija fallecida años atrás, se le aparecía al pie de la cama y le movía las piernas.
      —No tengo nada, ni para el autobús.
      —¡No importa, nosotras te invitamos!
      Jorge tuvo ganas de hablarles de lo que vivía en la casa del estero, pero no se atrevió.
      —Anda, no seas mamón. Te esperamos en Plaza Acuario— dijo Betty, y luego colgó el teléfono.
      Jorge marcó entonces el número de Tacho.
      —¿Bueno? respondió este.
      —Oye, carnal. Fíjate que…
      —Sí, ya me hablaron.
      —¿Tú qué dices? ¿Vamos?
      Tacho permaneció en silencio. Jorge retorcía el cordón del teléfono, impaciente. Dejarle a Tacho la decisión de ir o no a la casa abandonada era como lanzar una moneda al aire.
      “Tacho también estuvo ahí, él vio las caras de los cadetes”, pensó. Deseaba con toda el alma que su amigo se negara a ir.
      — Pus vamos a ver qué pasa— dijo Tacho, después de un largo silencio.
      Resignado, Jorge colgó el aparato y fue a darse una ducha. No tenía prisa; si las chicas realmente querían ir bien podían esperarlo. Por la ventana del baño observó que el cielo se cubría de nubes negras y se alegró. Se vistió y salió de la casa sin despertar a la abuela.
      No había avanzado ni diez metros sobre la avenida cuando el aguacero comenzó a caer. Gotas gruesas tupieron el pavimento pero Jorge no se molestó en cubrirse. “Ahora ya no querrán ir, es la excusa perfecta”. ¡Cómo amaba Jorge las tormentas instantáneas de finales de primavera!
      Para cuando llegó a casa de Tacho, la lluvia había cesado. Su amigo lo esperaba fumando bajo un árbol; estaba listo.
      —¿Nos vamos? —preguntó, él también inseguro.
      El sol brillaba de nuevo en el cielo e iluminaba las fachadas de las casas. Los niños regresaban en tropel a las calles. Algunos llevaban barcos de papel en las manos; los hacían navegar sobre un arrollo bajo la cuneta.
      “En menos de una hora, toda esta agua será aire caliente de nuevo”, pensó Jorge, derrotado. La ropa mojada se le sacaba ya bajo el sol.
      — Pues vamos —suspiró.
      Sentía el corazón como exprimido por un puño invisible mientras caminaban al sitio en el que las chicas ya los esperaban.

3
      Las leyendas sobre la Casa del Diablo son muchas y nada originales. Combinan relatos decimonónicos del puerto con argumentos de películas de terror los años ochenta: entre sus muros en obra negra, supuestamente, tuvieron lugar asesinatos rituales y penaban espíritus chocarreros. Se decía, por ejemplo, que la construcción estuvo destinada a ser un hotel con restaurante en la última planta, pero que este nunca pudo terminarse debido a que el vigilante mató a su familia entera y luego se suicido; sus almas –según la mítica porteña que relaciona las muertes violentas con la aparición de espíritus “intranquilos”– penaban en el sitio. Otra leyenda insistía en que la casa era la sede de una secta satánica que realizaba oscuros ceremoniales en sus sótanos, relato alimentado por la cercanía de la Casa del Diablo con el llamado “castillo” de la Condesa de Malibrán, un personaje a medias histórico a medias mítico considerado por los locales como una especie de Erzsebeh Bathory tropical. Asimismo, existía una tercer leyenda: la casa tenía siete sótanos a los que se accedía por una escalera en el interior, y en el último, en el más profundo, moraba el mismísimo Satanás.
      Lo cierto era que la casa y el terreno –ubicados a orillas del río Jamapa, en una de las zonas de mayor plusvalía de Boca del Río– pertenecían a un empresario local que no estaba interesado en venderlo ni en rentarlo. Una verja de acero impedía el acceso a los curiosos, la mayor parte adolescentes del puerto que buscaban un sitio para beber, drogarse y estimular con un poco de sugestión sus glándulas suprarrenales. La costumbre indicaba que uno debía entrar a la casa a través de la verja de hierro, sobornar al vigilante en turno y después recorrer uno a uno los tres pisos aún en obra negra. El tiempo y el clima no ayudaban a la conservación de la casa, que en los años noventa carecía ya de ventanas y cuyos pisos estaban siempre tapizados de una espesa capa de hojas secas. Una ceiba parasitaba una de las esquinas del edificio, sus ramas invadían partes de la segunda planta.
      Jorge, por supuesto, escuchó de niño todos esos rumores pero jamás había entrado; solamente había atisbado la casa por entre la maleza del Estero, a bordo del autobús rumbo a Antón Lizardo. La oportunidad de visitar la casa llegó cuando tenía 15 años; la idea fue suya y con ella convenció a la pandilla de scouts a la que pertenecía para que lo acompañaran: harían una expedición a la Casa del Diablo y escudriñarían sus misterios. Entraron por un portal al primer piso, recorrieron los cuartos oscuros y malolientes que parecían haber sido construidos bajo un diseño laberíntico. Entre risas nerviosas llegaron al segundo piso, el único lugar que realmente tenía apariencia de restaurante, con separaciones que distinguían una barra, una cocina y cuartos de baño. Todo estaba cubierto de hojas secas, excrementos de roedores y cadáveres de lagartijas.
      Lo único extraño que encontraron fue, en las habitaciones detrás de la barra, un portal con marco de piedra que conducía a una escalera. Esta descendía, formando una espiral, hacia una oscuridad absoluta.
      Ese día se marcharon porque no llevaban cuerdas. Regresaron el domingo siguiente con piolas, linternas, tiras de halógeno, provisiones de comida y agua, y una estrategia contra el pánico que el mismo Jorge había considerado necesario diseñar. Todos habían escuchado los rumores sobre la casa; era necesario que, en caso de que ocurriera algo fuera de lo común, permanecieran tranquilos, en calma; que el pánico no los invadiera.
      Decidieron incluso el orden en el que descenderían: primero El Puma, que a sus 19 años era considerado por todos como un verdadero adulto y por ello portaba el bastón del mando del clan. Luego bajarían Jorge, Adán y Lilí. A Roxana le tocó quedarse afuera y vigilar el extremo de la cuerda con la que todos se unieron, como exploradores alpinos, antes de descender.
      La escaleras apestaba a humedad y podredumbre. Los peldaños se desmoronaban bajo sus pies. Pronto necesitaron luz; Puma ordenó:
      — Enciendan sus linternas.
      Pero ninguna de las cuatro funcionaba.
      “Pero si probamos las baterías allá arriba”, pensó Jorge, aunque se cuidó de decirlo en voz alta para no generar inquietud extra.
      Los chicos sacaron entonces las tiras de halógeno de sus bolsillos, y fueron quebrándolas para obtener una luz verde, fluorescente, que apenas iluminaba el camino. Así descendieron unos diez metros más. Hacía demasiado calor y el sudor traspasaba el tosco tejido de sus uniformes. Delante de Jorge, Puma tanteaba el terreno con el bastón de mando; por detrás, Adán respiraba contra su nuca y a Liliana le castañeaban los dientes. Jorge también sentía miedo pero la flaqueza era algo que debía aprender a dominar, a controlar, si es que quería ingresar al Colegio Militar cuando cumpliera 18 años. Su sueño, en aquel entonces, era ingresar a la Brigada de Fusileros Paracaidistas y hacer la carrera de las armas. Después, cuando ya fuera un soldado de élite, desertaría del ejército y se uniría a la Legión Extranjera. A los quince años esa era, básicamente, su plan para escapar de Veracruz, de la abuela.
      —Esperen… —balbuceó Puma de pronto.
      Jorge chocó contra su espalda.
      —¿Qué pasa?
      —Me acaban de quitar el bastón de las manos.
      Jorge respiró profundo. Casi no había aire ahí dentro.
      —¿Cómo?
      —¿Qué pasó? —lloriqueó Lilí.
      A Puma se le quebró la voz y ya no quiso decir nada más.
      “Ya, esto es, esto es el pánico”, pensó Jorge “El momento en que todo se lo lleva la chingada”. Su pecho era un fuelle. Carraspeó hasta recobrar la voz y dio la orden de retroceder, ante la mudez estupefacta de Puma.
      Subieron como los cangrejos. Nadie quería darle la espalda al foso, de donde provenía el ruido del bastón al golpear brutalmente las paredes. Jorge respiraba con la boca abierta; trataba de encontrar un ritmo en su respiración, de controlar los latidos de su corazón. “Quizás sólo es un drogadicto, un loquito de esos que se meten a las casas abandonadas” pensó. “¿Pero qué clase de loco viviría en aquel agujero, qué clase de cosa esperaría ahí, en la oscuridad hedionda, a que llegara alguien …”.
      Tuvo que concentrarse en no pensar, en tantear con los pies la rampa ascendente de las escaleras.
      Cuando lograron salir de ahí, se encontraron a Roxana llorando con la cabeza metida entre las rodillas. Durante varios minutos la chica no pudo hablar, sólo les señalaba la cuerda con la que se habían amarrado a una columna cercana. La piola oficial de los scouts, garantizada para soportar una tonelada de peso, estaba rota, reventada a pocos centímetros del nudo.
      —Vi que se tensó, como si la jalaran desde abajo— diría la chica. – Pensé que se habían caído, que algo les pasaba, y comencé jalarla hasta que reventó…
      La piel de sus manos estaba quemada por la fibra.
      Roxana había gritado sus nombres, una y otra vez, al pie de la escalera. Como no le respondían, se hizo un ovillo y cedió al llanto. Lo raro era que, en la oscuridad de las escaleras, ellos no oyeron ni uno de sus gritos.
      Los scouts huyeron de la casa antes de que llegara el ocaso. El Puma iba hasta adelante; cuando atravesaron la reja, aún llevaba la navaja abierta en la mano.

4
      Ese fue el primer antecedente del horror. Hubo un segundo: el asunto de los cadetes, ocurrido una semana antes de la llamada de Betty. Jorge no pudo evitar recordar este último incidente mientras esperaba con Tacho a fuera de un tendajón en Boca del Río. Betty, Evelia y Jacqueline estaban adentro, comprando ron, soda y cigarrillos para la nueva excursión a la casa.
      Aguardaban de pie sobre la calle que conduce al puente que se alza sobre el río Jamapa, justo donde termina la ciudad de Boca del Río. Jorge miraba el puente; ahí, del otro lado, la carretera se dividía en una encrucijada: hacia la derecha se iba hacia Paso del Toro y la carretera antigua a Córdoba; hacia la izquierda, se iba hacia Antón Lizardo. Para llegar a la casa del Diablo había que tomar al autobús a Antón Lizardo y pedir la parada nada más bajando el puente de El Estero. Había que tomar una brecha que rodeaba al río y caminar unos 500 metros para llegar a la verja.
      Jorge tenía asco. Ni siquiera tenia deseos de fumar, mucho menos de beber. Pensaba que era un error regresar a la casa, después de lo que les había pasado el domingo anterior, cuando él, Tacho y Jacqueline visitaron la casa por invitación de Karla, una amiga en común. Aquella vez llegaron mucho más tarde; eran casi las siete de la noche y debieron caminar por la brecha guiados por la lamparita de bolsillo que llevaba Tacho. Karla y sus amigos ya estaban adentro; podían escuchar sus gritos y risas cuando cruzaron la verja. Entraron a la casa y comenzaron el recorrido para llegar al último piso. Los amigos de Karla se correteaban en la oscuridad; eran todos cadetes de la academia de Antón Lizardo; iban rapados y de civil pues era su día de permiso. Jorge trataba de distinguir la barra en la oscuridad cuando sintió que alguien lo tomaba del cuello. Era uno de los cadetes; llevaba una máscara de simio en el rostro y una pistola con la que apuntó a Jorge.
      Los cadetes aullaron.
      —¡Quítame esa cosa de la cara! —gritó Jorge. Le propinó al cadete un derechazo que le desacomodó la máscara.
      — ¡Estamos jugando, pendejo, no tiene balas!— lloriqueó este desde el suelo.
      Jorge hubiera querido matar al tipo e incluso pensó en sacar la navaja que siempre llevaba consigo pues ya no era un boy scout sino un hombre de 22 años, desertor del bachillerato y veterano de las peleas callejeras. No le importaba que los cadetes fueran nueve y que tuvieran armas; eran unos maricas. Él y Tacho podían con todos juntos.
      Pero antes de que pudiera hacerle alguna seña a su amigo, Jacqueline ya estaba en medio de ellos, rogando que no se pelearan. Los cadetes bajaron al primer nivel y Jorge y su gente subieron a la azotea para mirar las luces de Boca del Río. Estuvieron un buen rato ahí, charlando, calmándose, y cuando al fin bajaron para irse de la casa, se encontraron con que los amigos de Karla aún no se había marchado. Estaban todos de pie junto al río, como formados para pasar revista. Tacho les apuntó con la linterna; estaban desencajados del susto.
      Karla salió de la oscuridad para reclamarle a Jorge:
      — ¡Coño, Jorge, si tienes algún pinche problema con mis amigos díselo en sus caras, pero no estén con sus mamadas de aventarnos piedras desde ahí arriba!
      El rostro pequeñito y agraciado de Karla se contraía en llanto.
      —¿De qué hablas? ¿Cuáles piedras?
      —¡No te hagas pendejo, nos aventaron piedras desde esa ventana! ¡Fueron ustedes!
      Con la mano se tapaba la oreja ensangrentada.
      De nada sirvió que Jacqueline jurara por Dios que ellos no habían sido; nadie quiso creerles. Y Jorge partió de la Casa del Diablo jurando que jamás en su vida regresaría.
      Pero una semana después ahí estaba. Y era como si la casa pareciera saberlo, como si el pueblo entero de Boca del Río supiera a dónde se dirigían: del otro lado de la avenida, plantada en medio de la acera, una indigente los señalaba al él y a Tacho y chillaba:
      — ¡Mírenlos, allá van!
      Los cabellos le caían en hilachas grasientas sobre el rostro. Reía mostrando una boca llena de agujeros negros.
      –Vete a la verga —maldijo Tacho, visiblemente angustiado.
      Pero no dijo nada más.
      Jorge lo miró con insistencia. Quería que Tacho lo viera a los ojos y aceptara que aquello era una mala idea. Él había estado también la semana anterior, el sabía lo de los cadetes. Pero Tacho no dijo nada; hasta pareció ofendido cuando Jorge le sostuvo la mirada. El rostro flaco y ceñudo de Tacho era un reproche; parecía decirle en silencio: “no digas nada o será peor, de esas cosas nunca se habla”.
      —¡Allá van! —aullaba la limosnera— ¡Pendejos!

5
      No le dijeron nada a las chicas. No se opusieron a subir al autobús, a bajarse en la brecha de arena y conchas trituradas. Del lado derecho fluía el río. Del lado izquierdo, se alzaba la mansión blanca. De la terrazas de la casa asomaban las cabezas de siete perros doberman que les ladraban y mostraban los colmillos. La verja de hierro estaba frente a ellos, abierta. El sol aún quemaba; eran pasadas las cinco de la tarde.
      (Jorge no paró de beber mientras contaba su historia. Hablaba sin parar durante algunos minutos y se detenía sólo el tiempo suficiente para vaciar la mitad del vaso; hacía gestos para no eructar frente a mí y luego reanudaba su relato. Yo aún no sabía qué pensar. No creía –como no creo ahora– en fantasmas, ni en aparecidos ni en “malas vibras”, como la mayor parte de mis paisanos. Las únicas experiencia inexplicables que había tenido pertenecían todas a un periodo de mi vida en el que chupé cartoncitos con ácido como si fueran mentas.
      El que Jorge llevara una playera roja con un ichtus cristiano en la espalda, me dijo muchas cosas sobre la naturaleza de su relato. Creía, en aquel momento, saber hacia dónde se dirigía. Todavía pasarían muchos meses antes de que me enterara de que Jorge era prófugo no sólo de los scouts y del ejército, sino de una iglesia evangélica local y hasta de los mormones: ahí aprendió a leer la Biblia y a orar; o como él decía a “a trabajar energía contra energía”).
      A un lado de la reja crecía una maraña apretada de monte. De aquel zacate cerrado, justo cuando se disponían a cruzar el umbral, surgió un hombre joven que les cerró la reja en la cara.
      —No, aquí no pueden pasar, esta es propiedad privada —les dijo.
      Era un hombrecillo bajo, insignificante.
      (Años después, cada vez que hacía que Jorge repitiera la historia de la Casa del Diablo le pedía que abundara en la descripción de aquel misterioso vigilante. Jorge siempre decía: “Tú puedes poner a diez hombres formados; si dices ‘me voy a acordar de todos’, te acuerdas de todos menos de él. Un vato absolutamente común”).
      —Oye, pero aquí estuvimos la semana pasada, danos chance de pasar a ver —rezongó Jacqueline.
      —Pero la semana pasada yo no estaba y ahora sí. Y aquí yo digo que no pueden pasar —respondió el vigilante.
      Las chicas le rogaron. Le ofrecieron 50 pesos de propina. El tipo meneaba la cabeza.
      —No, al rato quién va a escuchar sus pinches gritos… —decía con una sonrisa.
      Las chicas no parecían escuchar estas razones. Después de veinte minutos de discusión, Jorge, aún mareado, apartó a las chicas y se encaró con el vigilante.
      —Mira, ni tú ni yo. Dejémoslo a la suerte —le dijo.
      Al tipo le brillaron los ojos.
      —¿Qué propones?
      —Vamos a echarnos un volado. Si cae águila, pasamos.
      —¿Y si cae sol?
      —Si cae sol tú decides si quieres que pasemos o no.
      Jorge lanzó la moneda. Cayó sol.
      —Pues tú dices —le dijo Jorge al tipo.
      El vigilante soltó una risita. Abrió la reja y se apartó del camino.
      —Pues pasen. Total, yo aquí no soy nadie…
      Y así riendo quedito desapareció entre el monte. No volvieron a verlo.
      Jorge condujo al grupo a una terraza del último piso a la que consideraba segura, en parte porque colgaba fuera de la casa, junto a la ceiba parásita. No quiso beber más que soda; sentía que debía permanecer alerta, con la espalda apuntando a la ceiba y al río y la mirada clavada en el portal que daba a la casa. Las chicas, en cambio, se bebieron el litro de brandy que habían comprado, y para las nueve de la noche ya estaban ebrias y con ganas de jugar a la botella.
      Jorge no lograba relajarse; sus amigas se lo reprochaban.
      —Jorge, quita esa cara, te toca a ti —lo animaron.
      Jorge hizo girar la botella. Le tocó mandar a Betty. Le ordenó que bailara como stripper, aunque ni siquiera sentía deseos de verla mover las carnes. La chica subió a una de las bancas de la terraza y bailó entre risas. Se dio la vuelta para alzarse la playera; lanzó un grito y bajó del banco de un salto.
      — ¡Viene alguien, viene alguien!
      Jorge se levantó como resorte. Miró hacia la casa: una sombra atravesó la ventana. Una sombra que no se subía y bajaba como dando pasos sino que se deslizaba hacia el otro extremo del tercer piso. Una sombra lo bastante oscura como para sobresalir en la oscuridad de la casa vacía.
      “Hacia la barra”, pensó Jorge en aquel momento. “Hacia la escalera escondida detrás”. Les ordenó a las chicas que se recostaran en el piso y a Tacho que aguardara junto al marco de la ventana. Así, con los puños apretados y el estómago hecho un nudo, esperó a que intruso hiciera su aparición en la terraza.
      Pasaron unos diez minutos de tensión insoportable en los que sólo se escucharon los susurros angustiados de las chicas y el rumor de los grillos y de las salamandras, ningún paso, ningún reclamo, nada. Evelia comenzó a gemir, y eso los hizo salir del trance. Jorge ordenó la retirada. Todos se pusieron en pie, menos Evelia.
      —Jorge, algo le pasa —dijo Betty.
      Evelia, acostada bocabajo sobre el piso de la terraza, jadeaba y se sacudía, como si riera.
      —Evelia, déjate de pendejadas y párate —ladró Jorge.
      La chica no obedeció. Jorge la tomó de los hombros y la sacudió con rudeza.
      —¡Ey, párate ya!
      Tiró del cuerpecillo de Evelia y le dio la vuelta. La chica abrió los párpados.
      —Me estaban buscando? —preguntó. con voz áspera, cavernosa— Me estaban buscando, ¿verdad? ¡Pues aquí estoy!
      “Ya no es ella”, pensó Jorge. “Es otra madre”.
      Se le erizaron los cabellos.
      — Déjate de pendejadas, Evelia —le ordenó.
      La voz le salió más floja de lo que quería.
      Evelia se deshizo de su abrazo. No permitía que nadie la tocara: lanzaba golpeas, patadas, escupitajos. A Betty, que se inclinó para calmarla, le propinó un taconazo en la cara, con tanta fuerza que la chica salió despedida contra el barandal de la terraza. Jorge, con ayuda de Tacho, volvió a cogerla.
      —No, suéltenme, ya estoy bien —decía, entre sollozos—. Vamos a seguir jugando.
      Pero aquella mirada no engañaba a Jorge.
      —No, ni madres. Tú no estás bien, tú no eres tú…
      La cargaron entre los dos y entraron a la casa. Sin más ayuda que la de sus pupilas inflamadas hallaron la salida. Betty y Jacqueline gimoteaban, prendidas de la camisa de Jorge.
      —¿Pensaron que podían quedarse? —reía Evelia, entre sollozos— Pues aquí se van a quedar todos. Y a ella me la voy a llevar.
      Llegaron a la verja. Evelia, que en ningún momento dejó de removerse como una culebra, se escurrió entre sus brazos y cayó al suelo. Con las puras manos comenzó a arrastrarse por la tierra, como paralizada de la cintura para abajo, hacia el umbral de la casa.
      “Si se mete, yo no la voy a sacar”, pensó Jorge con espanto. “Y si yo no la saco, nadie lo hará”. Se arrojó sobre ella y la montó, a pocos metros de la entrada de la planta baja. Le dio la vuelta y la golpeó en el rostro con la mano abierta, como hubiera hecho con un varón más joven que él, para despreciarlo. Evelia rió.
      —¿Tú crees que me pegas a mí? ¿Tú crees que me estás lastimando?
      —¡Cállate! —gritó Jorge.
      La cara de Evelia estaba roja por los puñetazos.
      —¡Jorge, no me pegues, soy yo! —gritaba, segundos después— Soy yo, ya regresé.
      Jorge la abrazó muy fuerte. Pensó que el peligro había pasado.

6
      Años después Jorge me contó cómo le habían hecho para regresar a Boca del Río, cómo terminaron aporreando las puertas de la iglesia de Santa Ana, con una Evelia que pasaba del llanto a la risa en ciclos de medio minuto. Aquella noche, la primera vez que escuché la historia, la primera vez que salimos, Jorge sólo dijo que habían conseguido un aventón que por casualidad terminó justo en el atrio de la parroquia de Boca del Río. No dijo nada del tiempo que permanecieron, él y Tacho y las chicas, inmóviles bajo una de las farolas de la brecha, incapaces de hallar en la oscuridad las luces de la carretera, temerosos de estar regresando a la casa maldita en vez de escapar de ella. Tampoco habló de los versos que empezó a recitar, partes de salmos aprendidos de memoria que hicieron que Evelia redoblara sus bramidos y sus esfuerzos por liberarse: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado; oh, alma mía, dijiste a Jehová, tú eres mi Señor”. La chica vomitaba de furia mientras Jorge oraba. La decisión de presentar a Evelia ante el cura de Santa Ana había sido suya; Jorge no lo confesaría sino muchos años después, bajo la presión de mis preguntas.
      Regresaron al centro de Boca del Río a bordo de una Caribe. Tuvieron que sentarse sobre Evelia para mantenerla dentro del auto; se revolvía como un felino. El conductor de la Caribe los dejó frente al atrio de Santa Ana. Jorge corrió hasta la sacristía y aporreo la puerta. Una mujer gorda la abrió y les preguntó que deseaban. Jorge le señaló a Evelia, que yacía sollozante sobre el regazo de Betty, las dos sentadas en la acera. La mujer desapareció. El cura salió en su lugar; iba de bermudas y chanclas. Tacho y Jorge se le explicaron lo que había sucedido en el interior de la casa. El sacerdote salió al atrio y miró de cerca de Evelia. Le apartó los cabellos mojados de la cara; la chica gruñó y se sacudió bajo su contacto.
      — No, muchachos, esta niña se pasó de pastillas —concluyó el cura—. Y además apesta mucho a alcohol. O se metió algún estupefaciente o tiene un brote de esquizofrenia. Mejor llévenla a la Cruz Roja.
      Se volvió a la sacristía y les cerró la puerta.
      (—Eso, un caso de histeria, de sugestión… —lo interrumpí, aquella primera vez, incapaz de contenerme.
      Jorge aceptó que también él lo pensó. Lo que no entendía era que el sacerdote se lavara las manos.
      —¿Sabes? Por primera vez entendí ese tipo de películas en donde hacen el efecto ése de que todo se te viene encima. Me sentía en un mundo diferente; la gente que pasaba se nos quedaba mirando, como si fuéramos un espectáculo.)
      No eran ni las once de la noche.
      Un hombre se les acercó. Era un taxista.
      —Oigan, yo los estoy viendo desde hace rato, ¿qué le pasa a la muchacha?
      Los chicos le contaron.
      —Yo conozco un curandero, y es bueno. Sí quieren vamos, es aquí en El Morro —propuso.
      Como era a menos de 10 minutos de ahí, decidieron subirse al auto. Treparon por una colina hasta llegar a un terreno bardeado. En medio yacía una casa levantada con torpeza pero bien pintada. Bajaron a tocar, pero no había nadie.
      —Qué raro, este vato siempre está a esta hora…
      El taxista detuvo a un colega y entabló plática con él. Los dos miraban en dirección a Evelia, que se revolcaba sobre la arena de la cuneta. El segundo taxista se bajó de su auto y se acercó a ellos. Era un hombre barrigón, lleno de canas, con cara de poca paciencia.
      — Oye, chamaca —la llamó. Se inclinó sobre ella y comenzó a abofetearla— ¿Te gustan los chochos, verdad? ¿Te gusta meterte tu thinner, ponerte hasta la madre? —apretó la barbilla de Evelia hasta hacerla enseñar los dientes?. Ya déjate de pendejadas y párate…
      Evelia abrió los ojos y comenzó a reír.
      —¡Adivina quién está aquí conmigo! —le dijo al taxista —¡La puta de María Esperanza!
      El rostro cobrizo del taxista se tornó verde. Dio tres pasos para atrás, confundido.
      —¡Tú sabes de quién estoy hablando, tú sabes que está aquí conmigo, YO ME LA ESTOY CHINGANDO!
      Jorge estaba a dos metros de la escena. Vio cómo el hombre corrió hasta su taxi, desenvolvió algo del espejo retrovisor y le hizo señas a Jorge.
      “¿Por qué a mí?” pensó.
      Algo dentro de él le respondía: “Tú sabías y no dijiste nada. Si algo le pasa a esta chamaca será tu culpa”.
      —Esa niña está muy mal. Llévenla a un lugar porque se te va a ir —le entregó a Jorge un rosario—. Qué Dios los bendiga. Yo no los puedo seguir.
      Fue el primer taxista el que le explicó a Jorge que María Esperanza era el nombre de la madre del segundo taxista, viejo conocido suyo. Hacía pocas semanas que la señora había muerto.
      (—Eso está muy cabrón —le dije a Jorge.
      —Son de las cosas que aún no me explico.)
      El taxista también les dijo que conocía a otra curandera, pero que había que atravesar todo Veracruz pues esta vivía detrás de la Iglesia de la Guadalupana, allá por Revillagigedo, más allá de las vías del tren. Se ofreció a llevarlos sin cobrarles ni un peso. Aceptaron.
      En el camino perdieron a Betty: cuando pasaban junto a la unidad habitacional de El Morro, ella le pidió al chofer que se detuviera. Cruzó el boulevard, se metió a una casa –Jorge supuso que era la de su familia; se dio cuenta de que no sabía dónde vivía su amiga– y salió con un libro en la mano.
      —Mi mamá no me dejó ir —dijo.
      Le dio el libro a Jorge. Era una Biblia.
      —Dice que te dé esto. No sé para qué te sirva, pero te lo doy.
      Tardaron una hora en atravesar la ciudad hasta aquel barrio de casitas de un nivel y enormes baches en las calles. El taxi se detuvo frente a la modesta entrada de una vecindad. Una mujer esperaba afuera. Cuando el auto se detuvo, les abrió la puerta. Tenía un rostro amable, regordete; llevaba el cabello muy corto y teñido de rubio y no aparentaba tener más de 30 años.
      —Bienvenidos, muchachos. Los estábamos esperando— fue lo primero que dijo.
      Condujo al grupo hacia el interior de una vecindad. El suelo del patio era de tierra; en el centro se levantaba una casucha de madera.
      —Es la casa de la curandera. Yo soy la clarividente —explicó.
      Hizo pasar al taxista con Evelia en brazos al interior de la cabaña. Al resto los formó en el umbral.
      —Tú pasas—le dijo a Jorge. Se volvió luego hacia Tacho y Jacqueline—. Ustedes no. Tú lo traes en la espalda, y la niña en la pierna. Se quedan afuera.
      Jorge recordó que Tacho tenía una gárgola tatuada en el hombro, y Jacqueline, una serpiente enroscada en el tobillo.
      (—Pero, ¿cómo supo? —volví a interrumpirlo.
      Jorge no me hizo caso y siguió con el relato).
      El interior de la casa de madera estaba lleno de velas. Sobre una de las paredes colgaban tres retratos: al centro, el de Cristo vestido de túnica blanca, sin corona de espinas, sonriente y relajado como si posara para una foto. Lo rodeaban las imágenes de una mujer hermosa, que Jorge creyó era la Virgen, y de un catrín de mirada enigmática y piel clara que llevaba patillas y bigotito.
      La curandera era una mujer madura, de piel muy oscura y cabello gris suelto hasta las caderas. Tan pronto entró al lugar, ordenó que sentaran a Evelia en un sillón colocado en medio de la estancia y que fueran Jorge y el taxista quienes la sujetaran de los brazos. La mujer tomó un ramos de yerbas de una mesa y comenzó a azotar con ellos el cuerpo de Evelia, mientras invocaba una retahíla de santos católicos.
      Evelia, mientras tanto, hacía lo suyo: aullaba y bramaba y maldecía.
      La curandera tomó un huevo y se lo pasó a la chica por las sienes; se reventó cuando tocó la piel sudorosa. Un segundo huevo corrió la misma suerte. La curandera tomó un limón y unas tijeras; rayó una cruz sobre el limón y se lo untó a Evelia por el cuerpo. El fruto quedó amarillo, con manchas marrones, como si se hubiera podrido.
      Para entonces, Evelia se sacudía tan fuerte que Jorge tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que el cuerpecillo de su amiga se levantara del asiento. Ya no reía ni lloraba; mostraba los dientes y las encías negras e intentaba morder a Jorge y al taxista, a la propia curandera. Las venas y tendones de su cuello parecían cables a punto de reventar.
      —¡Me estaban buscando! ¡Ella me andaba buscando y aquí estoy! —repetía, enfurecida.
      La curandera bañó a Evelia con agua bendita. La chica chilló como si la estuviesen acuchillando.
      —¡Sal, espíritu impuro, en nombre del señor Jesucristo, en nombre de Su Bautizo, en nombre de Su Crucifixión, en nombre de Su Resurección!— decía la curandera. Eran las únicas palabras, en la retahíla de aullidos que se escuchaban, que Jorge comprendía.
      —¡Ella me llamó, ello me fue a buscar! ¡ESTA PERRA ES MÍA!
      Las llamas de las veladoras, cientos de ellas sobre la paredes, chisporrotearon a cada palabra. Cada vez que Evelia gritaba las mechas de las velas tronaban y despedían chispas, como si las hubieran espolvoreado con pólvora.

7
      (Años después, cuando Jorge y yo ya vivíamos juntos, le pedí que me contara de nuevo –para entonces yo ya había la había escuchado por lo menos 6 veces– la historia de la Casa del Diablo. Compramos cervezas y nos tendimos en los diminutos sofás que poseíamos. Dos de las cuatro paredes de la sala tenían grandes ventanales; con las luces encendidas sólo podíamos ver el reflejo de nuestros propios rostros y no la oscuridad de la noche, lo que resultaba algo inquietante.
      —¿Y nunca pensaste que todo podía ser un truco? Las velas pueden tener basura, pusieron haberles echado algo…
      —Y el limón a lo mejor yo me lo imaginé verde, o ella lo cambió, lo sé… Pero hubo más cosas… ¿Cómo supo Evelia lo del taxista? ¿Cómo entre todos apenas podíamos sostenerla, si la chamaca no pensaba más de cuarenta kilos…
      —La fuerza de los dementes…
      —¿Y la luz que se iba y regresaba?
      —Alguien pudo haberla controlado desde afuera…
      Jorge sacudió la cabeza.
      —¿Sabes qué sentía durante el ritual? Se me figuraba que la curandera era como un ingeniero en sistemas, como el cuate al que llamas todo histérico porque tu máquina tronó y él te dice: “Ok, ¿ya se fijó que la máquina está conectada?”. O sea, empezó desde cero: la albahaca, los huevos y de ahí fue subiendo. Hasta sus rezos iban volviéndose más intensos; después de un rato hablaba en lenguas que yo no podía entender…
      —Glosolalia —dije, apelando a mi ñoñez y los libros de psiquiatría y antropología que tuve que leer para tratar de entender aquella historia.
      —Como sea. ¿Y la lluvia del principio? ¿Y la loca? ¿Y la cosa de las escaleras? ¿Y el tipejo de la reja? ¿Cómo explicas eso?
      Me di cuenta que se había molestado, por lo que guardé silencio.
      —Cuando estaba ahí adentro, agarrando a Evelia, de lo último que me acuerdo es del fuego: la curandera se puso a dar vueltas alrededor de nosotros, como si bailara, y de pronto aventó algo al suelo y quedamos encerrados en un círculo de fuego, un círculo con llamas que me llegaban a la cadera. La curandera saltó sobre las flamas y se fue derechito hacia Evelia, la agarró de los pelos y se puso a gritarle en la cara. Parecía que quería comérsela…
      —Pero, ¿qué pensabas?
      —Yo estaba en el shock de la realidad. Eso es lo peor, cuando tus ideas empiezan a claudicar y esa madre, esa cosa que no entiendes, te empieza a invadir. Porque si tú claudicas, esa madre te invade, no queda un vacío. Esa madre viene y tu la aceptas como real.
      —No entiendo.
      —Era una lucha constante entre la razón y lo que estaba viendo.
      Le pregunté por Evelia, sobre cómo lucía.
      —Si yo pudiera llevar toda esta madre a una película —me dijo—, se acercaría mucho más a “El exorcismo de Emily Rose” que a “El exorcista”: los gritos, las caras, las voces, los ojos así como si se hubiera metido diez tachas…
      —¿Cómo se llamaba el demonio? —le pregunté.
      Para realizar un exorcismo, es necesario conocer el nombre de la entidad que domina a la víctima. Es un dato clave que manejan la literatura del tema, tanto el Ritual Romano católico como los grimorios medievales que instruían en la invocación del demonio. Sin nombre no hay contrato.
      —Ahora no —me dijo, con el rostro serio—. Te lo digo después, cuando no estemos chupando).

8
      Después del espectáculo del fuego, Jorge aprovechó que la curandera salía del cuarto para escapar de la cabaña. Vomitó en el patio, pura bilis. Los focos de la vecindad se prendían y apagaban como si la instalación eléctrica sufriera altibajos de corriente. Tacho y Jacqueline seguían ahí. Betty había llegado con su madre. Era la una de la mañana.
      —La clarividente ha estado llame y llame a otras guías de Catemaco y de San Andrés, para que ayuden desde allá— le explicó Tacho.
      Tacho sabía qué era una “guía”. Su madre, doña Ana, era asidua de los rituales de sanación que se llevaban a cabo en varias partes del puerto; en ellos se liberaba al “paciente” de las “malas vibras” que circulaban en la atmósfera del puerto, o de los “trabajos” que brujos sin escrúpulos aceptaban hacer, pagados por los enemigos de la víctima. Estos rituales eran –y son aún– tan populares entre los veracruzanos que incluso el catolicismo debe ofertar regularmente “misas de sanación y liberación” (apoyadas por la corriente Renovación Carismática del Espíritu Santo) para no perder feligreses.
      —¿Ya le hablaron a los papás de Evelia? —preguntó Jorge, cuando al fin logró respirar.
      —Ya vienen en camino.
      A pocos metros, la curandera, la clarividente y un pequeño grupo de mujeres discutían el “tratamiento”.
      —¿Ya la limpiaste?
      —Ya, y nada —dijo la curandera.
      —¿El círculo de fuego?
      —Ya.
      —¿Ya dijo su nombre?
      —Es muy fuerte, no se quiere ir. Ya amenazó que a las cuatro con dos se la lleva.
      —Entonces no queda de otra más que mandarlo a llamar —dijo la clarividente.
      —Yo lo hago —respondió la curandera—. Me debe favores.

9
      Jorge ya no quiso entrar a la cabaña cuando la curandera regresó. Lo miró todo desde el umbral: cómo las señoras desnudaron a Evelia y le pusieron una bata alba; cómo azotaron el cuerpo de la curandera con manojos de yerba. Mientras todas rezaban, la curandera comenzó a mecerse sobre los pies; eructó ruidosamente y luego cayó desmayada. Las mujeres se aprestaron a socorrerla. Antes de que terminaran de tomarla de los brazos, la curandera ya estaba de pie, moviéndose por todo el cuarto. La energía que la animaba era claramente distinta, masculina.
      —¡Muy buenas noches tengan todos ustedes! —saludó, con voz profunda, los ojos en blanco—. Mi nombre es Yan Gardec y estoy aquí para ayudar a esta hermanita.
      Se volvió para contemplar a Evelia sobre el sofá, para señalarla con el índice
      —Yo a ti te conozco.
      Evelia ladró.
      —Tú y yo nos hemos batido muchas veces —continuó la curandera—. Es hora de que dejes a esta muchacha.
      —¡Ella me estaba buscando! —chilló Evelia— ¡Hace mucho que ella me estaba llamando! ¡Me la voy a llevar!
      —¡No, ella no te pertenece! ¡Ella es de Dios! ¡Márchate y no regreses!
      —¡No me iré sin las manos vacías!
      Yan Gardec se cruzó de brazos. Se retorció los invisibles bigotes entre los dedos.
      —Algo haz de querer a cambio. Pide…
      Evelia mordía el aire.
      —¿Qué tal un cabro? —sugería la curandera, condescendiente-. ¿Qué tal un cabro todo bien negrito…?
      Fue entonces cuando Evelia, o lo que moraba en Evelia, comenzó a dar las instrucciones de lo que quería. Jorge ya no quiso quedarse a escuchar. Salió de la vecindad, a la calle. Moría por un cigarrillo, por sentir el estómago lleno de otra cosa que no fuera pavor.
      Un taxi se detuvo junto a él. De él bajó doña Ana, la madre de Tacho.
      Jorge suspiró aliviado. Era bueno ver un rostro conocido.
      Pero doña Ana no lo saludó; lo hizo retroceder hasta la pared sólo con su mirada rabiosa.
      —Ya ven, por andar de pendejos, se lo toparon de frente.

10
      (Otro día, en el año 2010, fuimos a buscar la dichosa vecindad donde había tendio lugar el exorcismo. Enfilamos rumbo a la Iglesia de La Guadalupana, y tras mucho preguntar, dimos con la vecindad. Ni la choza ni la curandera estaban. Tampoco la clarividente. Los vecinos nos dieron indicaciones vagas del nuevo domicilio de lo que ellos llamaron “el templo”.
      Yo había leído bastante sobre espiritistas, espiritualistas y trinitarios marianos en Veracruz. Era un tema que me interesaba por la cantidad de gente en Veracruz que daba por cierto en el poder de los espíritus, y no tanto porque yo misma participara de esas creencias. Hasta cierto punto, las consideraba parte de la idiosincrasia del jarocho .
      —Jorge, ese tal “Yan Gardec”, ¿no sería Allan Kardec?
      Le conté, de regreso a casa, que Kardec fue un francés fundador de la doctrina espiritista en el siglo XIX. Que en el Archivo Histórico en donde hice mi servicio social tenían sus dos primeras obras: El libro de los espíritus y El libro de los medios.
      Ya en casa, emocionada por esa posible re-elaboración simbólica, le mostré en la computadora un supuesto retrato de Kardec. Le pregunté sino era el mismo que colgaba de la pared de la curandera.
      Jorge la miró un rato.
      —Puede ser —dijo.
      Le pregunté de nuevo por el nombre del demonio.
      De nuevo se hizo el tonto.
      Yo había transcrito en una hoja de mi cuaderno de notas los nombres de los demonios que aparecen en el Grand grimoire, un libro de encantamientos del siglo XVIII, conocido también como el Gran Grimorio. Este texto, al igual que los supuestos opúsculos de San Cipriano, San Honorio, el propio Salomón y Merlín el Mago, presentan claves y fórmulas mágicas para, entre otras cosas, invocar demonios, hablar con los muertos, ganar la lotería, hacer que alguien baile desnudo ante uno, fabricar pegamento para porcelana, etc.
      Le mostré la página con los nombres demoníacos.
      —Ese —dijo.
      No quiso pronunciar el nombre: Satanachia, el gran general de los infiernos, mano derecha de Lucifer, jefe de Pruslas, Aamón y Barbatos. Su poder, según el documento, es el de volver joven o viejo a quien sea, pero también el de subyugar a toda niña o mujer para hacer lo que él quiere.
      Días después, el mismo año, fuimos a buscar a Tacho y doña Ana. Ninguno de los dos quiso hablar. Nos contaron que Evelia se había casado con un muchacho del barrio al que apodaban El Sapo, famoso porque soñaba a los que iban a morir.
      —No me extraña que no quiera hablar —dijo Jorge, para excusar el trato tosco que Tacho nos dio durante la visita?. Está cabrón ver al diablo. Todos lo vimos).

11
      Durante los meses que siguieron al horror de la casa del Estero, Jorge evitó a sus amigos. No fue algo deliberado; simplemente comenzó a frecuentar otros círculos, a pasar más tiempo en casa de la abuela.
      Después supo, por Jacqueline, que los padres de Evelia llegaron después de que todos se hubieran marchado, y que se negaron a creer lo que la curandera les contó sobre su hija. Pensaron que quería sacarles dinero a la fuerza: 5 mil pesos que la curandera pidió para poder completar el ritual de liberación, que incluía el sacrificio de un chivo. Según Jacqueline, Evelia estuvo bien unos meses y luego, un día de repente, se encerró en su cuarto y se negó a salir. Atacaba a sus padres, se defecaba encima, se hacía daño con las paredes y las cosas que rompía. Los padres la llevaron con médicos y psiquiatras. Uno de ellos incluso les sugirió que internaran a su hija en una clínica mental.
      Tiempo más tarde, esta vez por boca de Betty, Jorge se enteró de que al final, desesperados por no poder curar a Evelia, los padres de la chica cedieron a la presión de familiares y vecinos que insistían en que debían llevarla a las misas de liberación de Puentejula, un poblado ubicado a pocos kilómetros del puerto de Veracruz. El pueblo, de no más de 3 mil habitantes, era famoso por los exorcismos realizados por el padre Casto Simón. Estos tenían –y aún tienen– lugar todos los viernes a las tres de la tarde; se oficia en latín y arameo y su colofón consiste en un ritual de expulsión demoniaca que dura varias horas.
      Según Betty, Evelia era siempre la primera de todos los endemoniados en caer al suelo de la parroquia de Puentejula. Pronto fue obvio para los oficiantes que la chica requería un exorcismo especial, al que finalmente accedieron los angustiados padres.
      ? Dicen que amarraron a Evelia junto con un puerco al borde de una barranca, allá por Rinconada, y empezaron el exorcismo, confesó Betty, aquella última vez en que se vieron. En algún momento el demonio se salió de ella, se metió al marrano y entre todos los que estaban ahí lo aventaron al vacío.

12
      Aquella primera cita nos marchamos del bar cuando Jorge terminó su extraña historia. Caminamos juntos hasta mi casa; yo, pegada a la pared, él junto a la acera; no había conocido antes a un chico que insistiera tanto en que camináramos de aquella manera. Yo estaba intrigada y algo ebria. Jorge seguía hablando.
      —¿Cuál es tu filosofía de vida? —me preguntó, a espetaperros.
      Si hubiera tenido la edad que tengo ahora (30 años al momento de escribir esto; justo la edad que él tenía entonces) me hubiera partido de risa. Pero sólo tenía 24. Fui sincera cuando dije, con culpa:
      —No tengo ni puta idea.
      Quise entonces preguntarle algo que había estado pensando toda lo noche.
      —¿Neta realmente crees en el diablo?
      —No te puedo decir que no exista? —me dijo. Comenzaba a llover de nuevo—. Sería muy egoísta decirte que no: vivimos en un universo vastísimo, manejado por energías incomprensibles, inconmensurables. Nosotros los humanos somos unas micromierdas en medio de este universo, no somos nada. Lo que sabemos no se compara a todo lo que nos falta por conocer, todo lo que no podemos controlar.
      En aquel momento no entendí que Jorge habitaba un mundo distinto del mío; estaba, supongo, más ocupada en enviarle las señales correctas para que me besara. Lo comprendí después, cuando ya era tarde, cuando las diferencias entre nosotros fueron demasiado grandes y dolorosas como para negarlas; cuando él se fue y yo me quedé sola, con la mitad de las cosas que habíamos comprado juntos, y el perro y el gato, y una novela que entonces no era una decena de cuartillas emborronadas.
      Pero aquella noche de mayo yo ignoraba todo eso. Aquella noche de mayo nos llovió encima y Jorge terminó por llevarme en taxi a casa. Antes de abrir la puerta nos abrazamos, sin besos, sólo con las ganas, y nos dijimos buenas noches.
      Fue así como conocí a mi primer marido. Fue así como me enamoré de las historias que contaba.

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20 grandes cuentos de terror

En Ask.fm me hicieron esta pregunta:

Me gusta sentir miedo en la noche, ¿podría darme una lista de relatos para leer en la noche?

Por supuesto, la respuesta debía ser una lista de relatos de miedo. He hecho una selección de veinte.

Como con cualquier vertiente de la literatura popular, a la hora de hablar de este tipo de narraciones se han hecho distinciones y subdivisiones incontables. Para evitarlas aquí, no menciono ninguna. La mayoría de los textos que seleccioné podrían describirse como de horror sobrenatural, tal como lo entendía H. P. Lovecraft –el que logra sus efectos a la hora de describirnos un encuentro inquietante con lo desconocido, lo indescriptible, lo que está más allá de la experiencia humana común–, pero no todos. Lo que los une es simplemente su carácter perturbador: varios de ellos asustaron enormemente a un lector joven y de mucha imaginación –yo mismo– que no los ha olvidado pese a haberlos leído hace muchos años, y todos se proponen afectar a sus lectores de manera sutil, insidiosa. Más que describir horrores evidentes, como el cine gore con sus imágenes de vísceras, los cuentos quieren dejar imágenes, ideas, anécdotas inquietantes que sobrevivan a su primera lectura. Con frecuencia, al leer es posible preguntarse qué se sentiría tener las experiencias espantosas que viven los personajes: esa cercanía de la imaginación es parte de lo que los hace memorables, así como un requisito para disfrutarlos (para lograr el «estremecimiento agradable» del horror, como decía Edgar Allan Poe).

La lista está ordenada por los apellidos de sus autores. Los incisos traen enlaces a versiones en línea de los cuentos cuando he podido encontrarlas. No pongo resúmenes de las historias: lo que hay que hacer es leerlas.

Por supuesto, esta lista no pretende ser la de «los veinte mejores cuentos» ni mucho menos la de «los únicos veinte». Son veinte, son los que están, son todos excelentes, y nada más. En una lista semejante que hice –hace unos años– de libros de ciencia ficción, hubo muchas sugerencias de más textos por parte de lectores y visitantes del sitio. Ojalá aquí suceda lo mismo.

  1. “Autrui” de Juan José Arreola.
  2. “El fumador de pipa” de Martin Armstrong.
  3. “La casa vacía” de Algernon Blackwood
  4. “El testamento de Magdalen Blair” de Aleister Crowley (el enlace lo incluye dentro del libro del mismo título)
  5. “El guardavía” de Charles Dickens.
  6. “Último día en el diario del señor X” de Emiliano González.
  7. “El calor de agosto” de W. F. Harvey.
  8. “El mejor cuento de terror” de Joe Hill
  9. “El hombre de arena” de E. T. A. Hoffmann
  10. “Superviviente” de Stephen King
  11. “La voz maligna” de Vernon Lee
  12. “El Tsalal” de Thomas Ligotti
  13. “El que susurra en la oscuridad” de H. P. Lovecraft
  14. “El pueblo blanco” de Arthur Machen
  15. “El horla” de Guy de Maupassant
  16. “El tapiz amarillo” de Charlotte Perkins Gilman
  17. “Manuscrito hallado en una botella” de Edgar Allan Poe
  18. “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga
  19. “La mano de Goetz von Berlichingen” de Jean Ray
  20. “Donde su fuego nunca se apaga” de May Sinclair

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La isla de los muertos III de Arnold Böcklin (1883)
La isla de los muertos de Arnold Böcklin (tercera versión, 1883)
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El vendedor de estatuas

Un cuento de Silvina Ocampo (1903- 1993), escritora y artista visual argentina. Hija de una familia de las más encumbradas de su país, tuvo una educación a la que pocas mujeres podían tener acceso en su tiempo, pero a pesar de ello tuvo que vencer numerosos prejuicios y obstáculos sociales y hasta familiares para poder dar a conocer, y respetar, su trabajo literario. Lo consiguió de un modo que se ve en otros autores de su país: ocultando, o poniendo «en clave», aquello que hubiera parecido más transgresor. Como Amparo Dávila en México, escribió muchas veces de personajes oprimidos, cercados por su entorno social y dominados por voluntades arbitrarias e injustas…, pero ese entorno no era siempre el de la propia Ocampo, y los personajes no siempre eran mujeres. Ambas cosas ocurren a la vez en este cuento de terror, aparecido en su primer libro, Viaje olvidado (1937).
      Como, además, «El vendedor de estatuas» parece plantear varias expectativas convencionales y al final no satisface ninguna, dejando en cambio una atmósfera de intriga tanto como de miedo, bien podría haber sido parte de la famosa Antología de la literatura fantástica (1940), que Ocampo editó junto con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, su esposo durante más de medio siglo.

EL VENDEDOR DE ESTATUAS
Silvina Ocampo

Para llegar hasta el comedor, había que atravesar hileras de puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con paredes recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado.
      En el comedor había manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían sentado muchas mujeres y profesores gordos.
      Mme. Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas a la hora de las comidas. Había un profesor de griego que miraba fijamente, con miedo de caerse, el centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista; había también un vendedor de estatuas y una comisionista de puntillas, acariciando siempre con manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría de mesa en mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de estatuas aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; les tenía el mismo miedo que se les tiene a los payasos y a las mascaritas.
      En un corralón de al lado el vendedor de estatuas tenía su taller. Grandes letras anunciaban sobre la puerta de entrada: “Octaviano Crivellini. Copias de estatuas de jardines europeos, de cementerios y de salones”; y ahí estaba un batallón de estatuas temibles para los compradores que no sabían elegir. Había mandado construir una pequeña habitación para poder vivir confortablemente. Mientras tanto vivía en la casa de pensión de al lado y antes de dormirse les decía disimuladamente buenas noches a las estatuas.
      Sentado en la mesa del comedor Octaviano Crivellini era un hombre devorado de angustias. Estaba delante de los fiambres desganado y triste, repitiendo: “No tengo que preocuparme por estas cosas”, “No tengo que preocuparme por estas cosas”.
      El chico de siete años se alojaba detrás de la silla y con perversidad malabarista le daba pequeñas patadas invisibles, y esta escena se repetía diariamente; pero eso no era todo. Las patadas invisibles a la hora de las comidas, las hubiera podido soportar como picaduras de mosquitos de otoño, terribles y tolerables porque existe el descanso del mosquitero por la noche, las piezas sin luz y el alambre tejido en las ventanas, pero las diversas molestias que ocasionaba Tirso, el chico de siete años, eran constantes y sin descanso. No había adónde acudir para librarse de él. Debía de tener una madre anónima, un padre aterrorizado que nadie se atrevía a interpelar.
      Hacía ya una semana de aquella noche en que se había escapado de la casa detrás de él. Sin duda lo había visto repartir besos con un movimiento habitual de limpieza sobre las cabezas de yeso que se movían en la noche con frialdad de estrella. Tirso se rió destempladamente y cabalgó sobre un león con melena suelta y abultada. La luna hacía de la tierra un lago relleno de sombras donde lloraban ángeles de cementerio, alguna Venus de ojos vacíos, alguna Diana Cazadora corriendo contra el viento, algún busto de Sócrates. Octaviano, al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones preferidos, abrevió rápidamente su despedida nocturna y se fue abrumado de vergüenza y terror.
      Tirso, creyendo que el vendedor inmóvil de estatuas no lo había visto, sintió que tenía un poder prodigioso de invisibilidad, y volvió a acostarse en puntas de pie con la sensación de haber presenciado un milagro. Desde ese día todas las noches lo había seguido hasta el corralón, se había familiarizado con las estatuas, con las manos y los pies de yeso guardados en los armarios, con los perros blancos. Octaviano en cambio se había distanciado de sus estatuas, las limpiaba ahora con escasas caricias delante del chico.
      Tirso empezó a cansarse de ese don de invisibilidad del que gozaba desde hacía poco tiempo. El jugador de ajedrez le había hablado dos o tres veces. El ciclista le había dado un caramelo. La comisionista le había probado un cuello de puntillas, confundiéndolo con una chica, un día que llevaba un delantal, pero el vendedor de estatuas no le hablaba.
      Cuando terminaron de comer, Octaviano se levantó como un chico en penitencia, sin postre -él, que hubiera deseado que Tirso se quedara sin postre.
      Se ató un pañuelo alrededor del pescuezo y salió como de costumbre. Tirso lo siguió. Empezaba a grabar su nombre con tiza colorada en las estatuas y Octaviano creía enloquecer de pena. Tirso lo desalojaba, le robaba su tranquilidad, lo asesinaba subterráneamente, y Tirso era inconmovible e independiente como lo son raras veces los grandes criminales. Cuando volvió a acostarse, al querer cerrar la puerta de su cuarto sintió una fuerza gigante que la retenía; hizo tentativas inútiles por cerrarla, hasta que de pronto, inesperadamente, se le vino encima, aplastándole casi el brazo. Pocos minutos después la puerta volvió a abrirse. No era necesario ver quién abría la puerta con esa fuerza, no podía ser sino Tirso; y esta escena, como las otras, se repitió todas las noches.
      Las primeras veces trató de juntar toda su fuerza en los ojos al clavarlos sobre Tirso, pero los ojos de Tirso eran duros como paredes metálicas. Tenía unos ojos que nunca debían de haber llorado, y solamente matándolo se lo podía quizás lastimar un poco.
      En el fondo del corralón había un gran armario donde el hombre desesperado se refugió una noche. Tirso, al ver que no estaba allí el vendedor de estatuas, se fue decepcionado. Pero persistió en sus cabalgatas nocturnas. Empezó a notar que sus actos eran tan invisibles como su cuerpo: los nombres que había grabado en las estatuas, no los encontraba nunca la noche siguiente; por eso sacó su cortaplumas para grabarlos, como en los árboles, de una manera más segura.
      Una noche llena de perros que ladraban a la luna, el vendedor de estatuas se retiró más temprano que de costumbre en el refugio del armario. Tirso no se resolvía a bajarse de encima del león, pero al fin empezó a trotar en círculos y semicírculos enloquecidos, arrastrando un ruido de fierros oxidados por el suelo. El vendedor de estatuas después de un rato no oyó más nada; el silencio y el bienestar habían entrado de nuevo en la noche circundante. Iba a salirse del armario cuando oyó dar a la llave dos vueltas que lo encerraban.
      Quedaba poco aire respirable, quizás alcanzaría para unas horas de vida; sintió desfilar todas las estatuas que había vendido y que no había vendido a lo largo de su existencia. Un ángel de cementerio estaba cerca de él y le indicaba el camino al cielo. Llevaba un nombre grabado sobre la frente. Tuvo miedo: sacó el pañuelo y borró largamente el nombre en la obscuridad del armario donde se acababan las últimas gotas de aire y de luz que todavía le permitían vivir.

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«¡Vive para siempre!»

Ha muerto Ray Bradbury. Fue el martes pasado, por la noche. Yo lo supe anteayer, por una nota en Twitter. Como muchas personas en todo el mundo (como millones de personas) quedé sorprendido: triste. Recordé «Calidoscopio«, mi cuento favorito de los centenares que escribió. Recordé también Crónicas marcianas, El vino del estío, Fahrenheit 451, Las doradas manzanas del sol.  Pensé que, al contrario de incontables autores que desaparecen, Bradbury no necesitará jamás, en ninguna parte del planeta, el impulso de homenajes oficiales u obituarios pagados. Ya es del mundo entero, como Las mil y una noches: aun quienes no lo leerán nunca ya lo conocen, sin saberlo.

CNN México me pidió un texto sobre Bradbury y todo el día de ayer lo dediqué (clavado en la silla, pensando en los astronautas, los niños del verano eterno, los marcianos que lanzaban al combate nubes de insectos mecánicos y arañas eléctricas) a escribir uno que incluye este pasaje acerca de sus comienzos y sus experiencias fundamentales:

(…) El más llamativo de esos episodios data de 1932 y es su encuentro, en una humilde feria rural, con un mago, un tal Mr. Electrico. Durante su exhibición, en la que se hacían trucos con electricidad estática, el hombre tocó al pequeño Ray en la frente con una espada electrificada, haciendo saltar chispas y erizándole el pelo, y entonces gritó: «¡Vive para siempre!».

Según Bradbury, quien contó la anécdota en muchas ocasiones, era como si Mr. Electrico, a la usanza de los reyes de la Edad Media, lo hubiese nombrado caballero: lo hubiese «armado», como se decía entonces, por medio del ritual de la espada. Y era también como si sus palabras fueran una orden: una encomienda tan seria y trascendente como la búsqueda del Santo Grial.

¿Cómo vivir para siempre? Ray encontró una respuesta (…)

El resto lo pueden leer en esta página.

Ahora mismo volveré a las notas de algunos amigos y al último texto publicado en vida por Bradbury (con su aire inevitable de despedida). Pero luego, y durante mucho, mucho tiempo, volveré a  los cuentos, a las novelas, a aquellos ensayos sapienciales de Zen en el arte de escribir. Ray Bradbury, el abuelo Ray, vivirá para siempre aquí, como en tantos otros lectores.

* * *

Por razones de espacio, un pasaje  de lo que escribí quedó parcialmente fuera de la publicación de CNN; lo incluyo aquí como fue escrito originalmente.

En su libro de ensayos Zen in the Art of Writing (publicado originalmente en 1990), Bradbury incluyó un poema: “We Have Our Arts So We Won’t Die of Truth”. En la edición española del libro el título se tradujo como “Tenemos el arte para que la verdad no nos mate”, una frase que no incluye una idea difícil de comunicar claramente en español: que “morir de verdad” (“die of truth”) podría ser algo similar a “morir de cáncer” o de cualquier otra enfermedad. La realidad como un mal, o, más precisamente, la mirada fija en la realidad –sin ningún agregado ni ayuda– como un mal.

La idea no sería muy popular en nuestro tiempo obsesionado por lo evidente (lo aparentemente evidente) y lo momentáneo, y sospecho que en su día no se leyó tampoco con mucha atención. Pero este pasaje del poema es significativo hoy:

(…) necesitamos que el Arte enseñe a respirar
y haga latir la sangre; tener que aceptar la cercanía
del Diablo
y la edad y la sombra y el coche que atropella,
y al payaso con máscara de Muerte
o la calavera que con corona de Bufón
a medianoche agita cascabeles
de óxido sangriento y matracas gruñonas
que estremecen los huesos del desván.
Tanto, tanto, tanto… ¡Demasiado!
¡Destroza el corazón!
¿Y entonces? Encuentra el Arte.
Toma el pincel. Aviva el paso. Mueve las piernas.
Baila. Prueba el poema. Escribe teatro.
Más hace Milton que Dios, aun borracho,
para justificar los modos del Hombre con el Hombre. (…)

[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][De Zen en el arte de escribir, Minotauro, 2002; traducción de Marcelo Cohen]

Más que consumir arte, parece decir Bradbury, necesitamos hacerlo. Su libro se vende como uno de consejos para escritores, pero ese ideal extraño se encuentra no sólo en su obra sino en la de muchos otros artistas de todas las épocas: la creación artística como más que una posibilidad de entretenimiento, o como una visión del mundo otorgada por un individuo a muchos otros. El arte como una práctica privada, absolutamente personal: en vez de usar el de otros para encontrar respuestas, buscarlas en nuestro propio arte. La creación de cada uno, íntima, acaso intransferible, como una herramienta para intentar comprendernos en el mundo.

Es una idea inquietante, turbadora, subversiva…, y libertaria al fin, como lo es también la parte mejor de la obra de Ray Bradbury.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Sobre Amparo Dávila: la vía del oscurecimiento

Para celebrar la aparición de sus Cuentos completos, publicados por el Fondo de Cultura Económica, un texto sobre la escritora mexicana Amparo Dávila, autora del cuento clásico «El huésped» y de muchos otros.

1
La relación de la cultura occidental con el lenguaje es equívoca: a la vez le niega y le concede poderes enormes. Por un lado, creemos que es una herramienta, un medio, una forma sencilla y sin complicaciones de representar el mundo sensible y nuestro propio interior: un mero utensilio que dominamos sin esfuerzo y no oculta secretos ni trampas. Por otra parte, esta noción nos lleva a creer en la fidelidad y la suficiencia de nuestras propias palabras: nos persuadimos de que los nombres de las cosas son las cosas mismas, sin distorsión ni ambigüedad, como si el lenguaje y el universo se correspondieran perfectamente y sólo hiciera falta encontrar las voces precisas para rellenar cualquier hueco en nuestra percepción del mundo.
      Al pensar así no sólo olvidamos que el lenguaje está lejos de ser nuestro sirviente: que al ser nuestra única manera de aprehender y figurarnos el mundo, sin él quedaríamos desamparados, incapaces de cualquier comprensión y memoria más allá del instinto. Además, pasamos por alto el hecho de que el lenguaje es, en el mejor de los casos, imperfecto: no deja fuera al error o a la duda, a los misterios de la resonancia y la imagen poética, ni a las oscuridades: los momentos en que lo indecible se aparece ante nosotros y sólo puede declararse lo infranqueable del obstáculo, lo imposible de trasponer a las palabras como límites de la conciencia.
      La porción más extraña y paradójica de la literatura, como del resto de las manifestaciones del pensamiento, es la que se atreve a sondear estos límites del propio lenguaje. No es una tarea fácil ni popular, y probablemente lo es menos todavía ahora que en otras épocas. Aquí, en el ámbito díscolo de la literatura mexicana, siempre ha sido la marca de escritores visionarios, que experimentan en su trabajo o hasta en su propia vida la disolución de las certidumbres que ofrecen las palabras y, en vez de rehuirla, la enfrentan y procuran traerla hasta nosotros. Tampoco pueden llegar más allá, arañar siquiera lo que está del otro lado, pero sí pueden llamar nuestra atención y llevarla al enigma, que reduce nuestra estatura humana pero, tal vez, nos vuelve un poco más lúcidos y no menos.
      Una de esos autores no siempre secretos, pero no siempre tenidos como centrales a pesar de la mera belleza de su obra, es Amparo Dávila, una de nuestras cuentistas más sutiles y más extraordinarias.

2
Presencias que invaden vidas y casas; seres sin nombre empeñados en actos nimios o terribles; portadores de emblemas que están más allá de toda lectura; visiones de melancolía terrible… Las historias de Amparo Dávila, esbozadas siempre con muy pocas palabras, no utilizan la capacidad alusiva del cuento para el lector complete y dé forma a los mundos y las tramas que se le proponen sino para que, llevado por ese impulso rutinario, descubra las ausencias: las preguntas que adquieren su poder en el acto de no ser respondidas.
      Muchos de los que nos hemos acercado a esta obra breve y espaciada en el tiempo lo hemos hecho a partir de una idea inexacta: desde muy temprano en su carrera, y cada vez con más fuerza a medida que ha pasado el tiempo, a Amparo Dávila se le considerado una escritora de literatura fantástica. Ésta no es una categoría problemática sólo por los prejuicios que existen en su contra: además, si se entiende lo fantástico solamente como la descripción de “cosas imposibles” o “sobrenaturales”, no se podrá comprender ni el sentido profundo de los textos de Dávila ni siquiera su origen.
      En repetidas ocasiones, la escritora ha declarado que sus historias provienen de lo real y difieren de textos más convencionales porque, si bien tienen su origen en vivencias, pensamientos y percepciones auténticos, no se detienen en la representación sino que pasan a la realidad interna, el mundo de lo abstracto y lo íntimo que la narrativa más convencional subordina a las descripciones del mundo sensible o emplea sólo como depósito de causas y efectos. En las historias de Dávila nunca hay la ruptura violenta de una imagen del mundo para que otra más extraña o caprichosa se revele; lo presuntamente objetivo está en contacto permanente con lo presuntamente subjetivo, y con ello el texto puede librarse de repetir lo que el lector cree saber sobre “lo real”… pero también de suplir lo “real” con una invención –una “irrealidad”– que se cierre sobre sí misma y se deje leer como una mera distracción, incapaz de afectar las certidumbres que nos permiten una existencia sosegada.
      Antes de sus cuentos, Amparo Dávila publicó tres libros de poemas emparentados con la búsqueda mística: la aspiración de re-ligar la conciencia humana con lo numinoso, trascendiendo las limitaciones humanas. Para 1954, el año en que aparece Tiempo destrozado, esta indagación ya no puede entenderse como un recorrido por la vía de la iluminación. La idea de la revelación súbita, de que la plenitud del conocimiento puede alcanzarse además de nombrarse, implica la distorsión tradicional de las capacidades y las debilidades del lenguaje; más humilde, pero también más afilada y escéptica, Dávila opta por una vía de oscuridad: por dar un paso atrás en la búsqueda del sentido del mundo para intentar, desde más lejos, desde más abajo, entrever al menos la plenitud de lo que no comprendemos.
      Este proceso es más arduo y meritorio de lo que parece. En 1965, todavía un año después de la publicación del segundo libro de historias de Amparo Dávila, Música concreta, el mismísimo Elias Canetti escribía con optimismo sobre los efectos de la aceleración del occidente y la percibía como causa de un “crecimiento de la realidad”: un flujo creciente de conocimiento y de percepciones cada vez más exactas, que si bien empequeñecía a los seres individuales les ofrecía también la posibilidad de realizaciones más grandes y, en verdad, una vida más venturosa. Ahora, todos sabemos o creemos saber que no es así: que nos reducimos precisamente por esas informaciones cada vez más copiosas, exactas e inabarcables que nos sepultan y sobre las que no tenemos poder alguno. Pero nuestra reacción, como cultura o culturas sumergidas definitivamente en el mismo proceso febril, ha sido aceptar la imposición de la velocidad y tratar de avanzar cada vez más deprisa, saturarnos cada vez más de cada vez menos, constreñir nuestra idea de realidad en vez de amplificarla.
      Al proponer un modo distinto de acercarse al mundo, y de hacerlo con la parquedad del cuento y del poema en prosa, los textos Amparo Dávila proponen una alternativa difícil y de resultado incierto, pero necesaria.

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Si fuera posible situarlos en un mapa de la imaginación, los pueblos y las ciudades, los campos de Amparo Dávila quedarían sólo un poco al sur de la Quinta de Landor o el Dominio de Arnheim, en los que Edgar Allan Poe describió más sutilmente sus experiencias de la inquietud y la soledad. No es difícil reconocer la afinidad, que proviene de una misma actitud ante la mirada del artista, una misma conciencia reflexiva y alerta a los cambios de su propio movimiento. Sin embargo, también están cerca las habitaciones y las caras hoscas, que el visitante siempre percibe con la lentitud de la revelación, de Carson McCullers, y las burocracias infinitas de Franz Kafka, y los hombres y mujeres de Albert Camus, con sus aplazamientos infinitos. En estos autores, y en los otros que podrían verse como la estirpe de Amparo Dávila en la rica literatura de los últimos dos siglos, el terror de la conciencia enfrentada a cuanto la sobrepasa no desaparece con las promesas del entendimiento pero tampoco se abandona a la nada: en cambio, insiste en señalar el lado de la sombra, que nos acompaña siempre, para que estemos alertas.

Cuentos Reunidos, Amparo Dávila
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Mi primer José Emilio Pacheco

Reproduzco un texto que escribí y se publicó hoy en La Jornada, a propósito de la obra de José Emilio Pacheco y de los homenajes que ha estado recibiendo en su cumpleaños número setenta.

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Totenbuch (clic para ampliar)
«Totenbuch» (clic para ampliar)

Nunca he conocido en persona a José Emilio Pacheco, pero no olvidaré que supe de él, primero, en su faceta más extraña: como autor de historias de terror. Hace muchos años, una antología que llegó a mi casa quién sabe cómo (Miedo en castellano, de Emiliano González) traía lo primero que leí de él: «Totenbuch», un cuento suyo, aterrador, sobre los campos de exterminio nazis.

Tardé mucho en enterarme de que ese texto era de hecho un fragmento de su novela Morirás lejos, separado sin advertencia de aquel libro, y ya para entonces había leído sus historias más fantásticas, más inquietantes («La fiesta brava», «Tenga para que se entretenga»…), y era tarde: Pacheco, para mí, estaba al lado de Arthur Machen, de Francisco Tario, de Borges y todos los grandes soñadores.

Con el tiempo he descubierto al otro Pacheco, o mejor dicho a todos los otros: el poeta, el ensayista, el cronista, el narrador de la realidad y no de los sueños. Pero siempre sentiré más cercano al que conocí primero, por puro azar: al que leí sin que nadie me lo indicara y sin que fuera parte de las obligaciones escolares o signo de prestigio por su carácter de clásico (y de clásico vivo).

No siempre se toma en cuenta, pero los lectores tenemos todo el derecho de elegir a nuestros autores favoritos simplemente porque nos son entrañables: porque nos emocionan y nos asombran. Con José Emilio Pacheco me sucedió eso, antes de que supiera de su estatura y de sus logros: leer esas historias fue leer una voz poderosa pero cómplice, los cuentos de un amigo experto en el arte de contar (y además tremebundo) pero amigo al fin.

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Miedo en castellano (1973; clic para ampliar)
Miedo en castellano
(1973; clic para ampliar)

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El calor de agosto

Para el trabajo en el curso de literatura de horror, he traducido «August Heat» de William Fryer Harvey (1885-1937), un cuento que encontré en la antología The Haunted Looking Glass (El espejo embrujado), una serie de cuentos fantásticos y de horror seleccionados por Edward Gorey.

W. F. Harvey publicó tres colecciones de relatos de fantasmas: La casa de la medianoche, La bestia de cinco dedos y Ambientes y tiempos, además de un libro para niños: Caprimulgus.

Dos páginas de una publicación de "El calor de agosto" en 1961.
Dos páginas de una publicación de «El calor de agosto» en 1961.

EL CALOR DE AGOSTO

W. F. Harvey
 

PENISTONE ROAD, CLAPHAM
20 DE AGOSTO DE 190…

Creo haber vivido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos siguen frescos en mi mente quiero ponerlos por escrito con tanta claridad como pueda.
      Permítanme comenzar diciendo que mi nombre es James Clarence Withencroft.
      Tengo cuarenta años y gozo de perfecta salud: no he estado enfermo ni una sola vez.
      De profesión soy artista, no muy exitoso, pero con mis dibujos a lápiz gano bastante dinero para satisfacer mis necesidades.
      Mi única pariente cercana, una hermana, murió hace cinco años, de modo que soy independiente.
      Desayuné esta mañana a las nueve y, después de echar un vistazo al periódico de la mañana, encendí mi pipa y procedí a dejar que mi mente vagara, con la esperanza de que diera con algo para dibujar.
      En el cuarto, aunque puerta y ventanas estaban abiertas, se sentía un calor opresivo, y apenas había decidido que el lugar más fresco y confortable en el vecindario debía ser la parte más profunda de la piscina pública cuando la idea llegó.
      Empecé a dibujar. Tan concentrado estaba en mi trabajo que no toqué mi almuerzo y sólo dejé de trabajar cuando el reloj de St. Jude dio las cuatro de la tarde.
      El resultado final, con todo y ser un boceto apresurado, era (me sentí seguro de esto) lo mejor que hubiera hecho jamás.
      El dibujo mostraba a un criminal en el banquillo inmediatamente después de escuchar su sentencia. El hombre era gordo, enormemente gordo: la carne le colgaba en rollos alrededor de la barbilla y creaba pliegues en su cuello ancho y grueso. Estaba rasurado (tal vez debería decir: unos días antes debía haberse visto rasurado) y era casi calvo. Sentado en el banquillo, sus dedos cortos y torpes se aferraban a la barandilla de madera. Miraba directo hacia el frente. El sentimiento que su expresión comunicaba no era tanto de horror como de colapso, total, absoluto.
      Parecía no tener fuerzas para sostener su propia mole de carne.
      Enrollé el boceto y, sin saber del todo por qué, lo puse en mi bolsillo. Entonces, con el raro sentimiento de felicidad que da el conocimiento de haber hecho algo bien, salí de mi casa.
      Creo que tenía la intención de visitar a Trenton, porque recuerdo haber caminado por Lytton Street y haber dado la vuelta a la derecha por Gilchrist Road, al pie de la colina donde se trabaja en la nueva línea del tranvía.
      Desde ese punto sólo tengo el recuerdo más vago de para dónde fui. Lo único de lo que estaba enteramente consciente era del horrible calor, que subía del asfalto polvoriento en oleadas casi palpables. Ansiaba oír los truenos que prometían unos grandes bancos de nubes del color del cobre, suspendidos muy abajo en el cielo del oeste.
      Debo haber caminado cinco o seis millas cuando un niño me despertó de mi ensueño al preguntarme la hora.
      Eran veinte para las siete.
      Cuando el niño se fue empecé a fijarme en dónde estaba. Me encontraba de pie ante una puerta que llevaba a un patio bordeado por una cinta de tierra seca en la que había alhelíes y geranios. Sobre la entrada había un cartel con las palabras

CHARLES ATKINSON      MONUMENTOS      MÁRMOLES INGLESES E ITALIANOS

      Del patio propiamente dicho llegaba un silbido alegre, el ruido de golpes de martillo y el sonido frío del metal sobre la piedra.
      Un súbito impulso me hizo entrar.
      Un hombre estaba sentado, dándome la espalda, trabajando en una losa de mármol curiosamente veteado. Se volvió hacia mí al oír mis pasos y al verlo me detuve.
      Era el hombre que yo había estado dibujando, aquel cuyo retrato estaba en mi bolsillo.
      Estaba ahí sentado, enorme, elefantino, con el sudor fluyendo de su calva, que él limpiaba con un pañuelo de seda roja. Pero aunque su cara era la misma, su expresión era totalmente diferente.
      Me saludó sonriendo, como si fuéramos viejos amigos, y estrechó mi mano.
      Yo me disculpé por mi intrusión.
      —Afuera hace muchísimo calor y todo deslumbra —dije—. En cambio aquí parece un oasis en el desierto.
      —No sé si será un oasis —contestó— pero ciertamente hace un calor infernal. Siéntese, señor.
      Señaló un extremo de la lápida en la que trabajaba y yo me senté.
      —Ésta es una piedra hermosa —dije.
      Él agitó la cabeza.
      —Lo es en cierto modo —contestó—; la superficie de este lado es tan buena como cualquiera podría desear, pero hay un gran defecto en la parte de atrás. A lo mejor usted no podría verlo, pero realmente este trozo de mármol no sirve para un buen trabajo. En un verano como éste se vería muy bien, no le pasaría nada con este maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una helada para mostrar los puntos débiles de la piedra.
      —¿Entonces para qué la va a usar? —pregunté.
      El hombre rió a carcajadas.
      —A lo mejor le suena raro, pero es para exhibirla. Los artistas hacen exhibiciones, los verduleros y los carniceros hacen exhibiciones, y nosotros también. Todas las nuevas tendencias en lápidas, ya sabe..
      Continuó hablando de mármoles, cuáles aguantaban mejor el viento y la lluvia y cuáles eran más fáciles de trabajar; luego, de su jardín y de una nueva variedad de clavel que había comprado. Cada par de minutos dejaba sus herramientas, se limpiaba la cabeza brillante y maldecía el calor.
      Yo dije poco porque me sentía incómodo. Había algo antinatural, siniestro, en haber encontrado a aquel hombre.
      Primero quise persuadirme de que debía haberlo visto antes: de que su cara, aunque me pareciera desconocida, debía tener un lugar en algún rincón apartado de mi memoria, pero entendí que aquello sólo era una forma razonable de engañarme a mí mismo.
      El señor Atkinson terminó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó con un suspiro de alivio.
      —¡Listo! ¿Qué le parece? —dijo, con evidente aire de orgullo.
      La inscripción, que leí entonces por primera vez, era ésta:

DEDICADO A LA MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860
MURIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190…
“En mitad de la vida llegamos la muerte”

      Por un tiempo me quedé sentado en silencio. Entonces un escalofrío bajó por mi espalda. Le pregunté dónde había visto el nombre.
      —Oh, no lo vi en ninguna parte —respondió el señor Atkinson—. Quería algún nombre, y escribí el primero que se me ocurrió. ¿Por qué lo pregunta?
      —Es una extraña coincidencia, pero resulta que es mi nombre.
      Él dio un silbido largo y grave.
      —¿Y las fechas?
      —Sólo puedo estar seguro de una, y es la correcta.
      —¡Qué cosa más extraña! —dijo él.
      Pero él sabía menos que yo. Le conté de mi trabajo de la mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré.
      Mientras lo miraba, la expresión de su cara se fue alterando hasta parecerse a la del hombre que yo había dibujado.
      —¡Y pensar que apenas antier —comentó— le dije a Maria que los fantasmas no existen!
      Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero entendí a qué se refería.
      —Usted probablemente escuchó mi nombre —dije.
      —¡Y usted debe haberme visto en alguna parte y no se acuerda! ¿No estuvo en Clacton-on-Sea en julio pasado?
      Nunca en mi vida he estado en Clacton. Nos quedamos callados por un tiempo. Los dos mirábamos la misma cosa: las dos fechas en la lápida, de las cuales una era correcta.
      —Pase adentro y cene con nosotros —dijo el señor Atkinson.
      Su esposa es una mujer pequeña y alegre, con las mejillas rojas y resecas de quienes se crían en el campo. Él me presentó como un amigo suyo que era artista. Esto fue desafortunado: luego de que quitara de la mesa las sardinas y los berros, ella sacó una Biblia de Doré y tuve que sentarme y expresar mi admiración durante cerca de media hora.
      Salí y encontré a Atkinson sentado en la lápida, fumando.
      Reanudamos nuestra conversación donde la habíamos dejado.
      —Perdone la pregunta —dije—, pero ¿sabe de algo que haya hecho por lo que pudieran llevarlo a juicio?
      Él agitó la cabeza.
      —No estoy en bancarrota, el negocio es bastante próspero. Hace tres años le di pavos a algunos policías en Navidad, pero es lo único que se me ocurre. Y no eran pavos grandes —agregó después de pensarlo un poco.
      Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las flores.
      —Dos veces al día cuando hace calor —dijo— y a veces el calor acaba con las más delicadas de todos modos. ¡Y los helechos, Dios mío! Nunca lo soportan. ¿Dónde vive usted?
      Le di mi dirección. Me tomaría una hora regresar a pie, yendo a buen paso.
      —Mire, la cosa es así —dijo—. Vamos a hablar de esto sin rodeos. Si usted regresa a su casa esta noche, corre el riego de accidentarse. Un carro puede atropellarlo, y siempre puede haber cáscaras de plátano o de naranja, por no hablar de escaleras que caen.
      Hablaba de lo improbable con una intensa seriedad que hubiera sido risible seis horas antes. Pero yo no me reí.
      —Lo mejor que podemos hacer —continuó— es que usted se quede aquí hasta las doce. Iremos arriba a fumar; a lo mejor hace menos calor.
      Para mi sorpresa, acepté.

* * *

      Ahora estamos sentados en un cuarto bajo y largo debajo del segundo piso. Atkinson ha mandado a la cama a su mujer. Él está ocupado, afilando algunas herramientas con una piedra de afilar mientras se fuma uno de mis cigarros.
      El aire parece cargado de truenos. Escribo esto sobre una mesa temblorosa ante la ventana abierta. Una pata está a punto de romperse, y Atkinson, quien parece un hombre hábil con sus herramientas, va a arreglarla tan pronto como haya terminado de afilar su cincel.
      Ya son las once. Me habré marchado en menos de una hora.
      Pero este calor es espantoso.
      Es de los que vuelven loca a la gente.

(traducción de Alberto Chimal)

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