Un cuento de Pu Sung-Lin (1640-1715), un escritor que dedicó a su trabajo literario, según la leyenda, la vida entera… o los ratos de ocio que le dejaba un trabajo miserable de preceptor; Pu no consiguió nunca pasar los exámenes de ingreso a la burocracia china, tan impenetrable que se propaga, hasta en algunos de sus cuentos, a los cielos y las estrellas, y no llegó a enterarse de que se sus historias se convertirían en clásicas y resumirían una idea fascinante de lo maravilloso y lo mágico para lectores de muchos siglos posteriores. Este cuento también apareció primero en mi antigua bitácora, Ánima dispersa.
LA SEÑORITA DOU
Pu Sung-Lin
Nan Shan-Fu era uno de los hombres más ricos y respetables de Jin-Yang, un pequeño lugar de la provincia de Xiangxi. Aunque se trataba de una aldea tranquila, Nan Shan-Fu poseía una casa de campo a unos doce kilómetros, en la que pasaba la mayor parte del tiempo, meditando y componiendo poemas.
Un día, cuando regresaba a casa montado en un espléndido caballo, se vio sorprendido por una lluvia torrencial. Afortunadamente, muy cerca del lugar en el que le alcanzó la tormenta se levantaba un caserío y decidió buscar refugio en él. Sin saber por qué, escogió para guarecerse la casa con las puertas más grandes. Dentro vivía una familia de campesinos, que se pusieron a temblar de miedo, al verle, aunque tuvieron la delicadeza de invitarle a tomar asiento.
Nan Shan-Fu se sorprendió de que le trataran con tanta cortesía, sobre todo teniendo en cuenta que la habitación a la que le condujeron no podía estar más desordenada: El polvo se amontonaba sobre los escasos muebles y el suelo aparecía cubierto de una tupida capa de desperdicios y restos de comida. El dueño de la casa los limpió lo mejor que pudo y ordenó a su mujer que sacara algo de comer.
No pasó mucho tiempo antes de que Nan Shan-Fu saboreara una espléndida sopa de miel. Era tan deliciosa que, agradecido, pidió a su anfitrión que se sentara a su lado. Cuando lo hubo hecho, le preguntó por su nombre y el campesino respondió:
–Me llamo Dou Yen-Zhang, señor –y se retiró al interior de la casa a preparar un pollo y un poco de vino. Se notaba que, a pesar de su humilde condición, conocía los principios de la hospitalidad.
Cuando todo estuvo dispuesto, se encargó de servir la comida una muchacha de unos quince o dieciséis años. Era bellísima, aunque vestía unas prendas tan extrañas que sólo le dejaban visible la mitad de la cara. Eso bastó para que Nan Shan-Fu quedara al instante prendado de ella.
Su porte le impresionó de tal manera que no pudo quitársela de la cabeza en todo el día. La comodidad de su mansión fue insuficiente para hacerle olvidar semejante belleza. Se había convertido para él en una obsesión. Tanto que al día siguiente, en cuanto hubo amanecido, ordenó a sus criados que prepararan una buena cantidad de arroz y partió al galope hacia la humilde cabaña de los Dou. Aunque aquello no era más que una simple expresión de agradecimiento, lo que en realidad pretendía era ver de nuevo a la muchacha.
Su visión fue en esta ocasión tan fugaz que decidió repetir la visita al día siguiente, hasta que, finalmente, se terminó convirtiendo en una costumbre. De esa forma, la muchacha se familiarizó con su presencia, aunque nunca se atrevía a mirarle de frente. Se limitaba a sonreír y a bajar, tímida, la cabeza. Era claro que no existía para ella ningún afán de reclamo. Eso animó de tal manera a Nan Shan-Fu que, por muy ocupado que estuviera, raro era el día que no pasaba a visitarla.
Una tarde el caballero comprobó, esperanzado, que no había nadie en la casa y alargó su visita hasta la hora del crepúsculo. La señorita Dou le sirvió con el recato que la caracterizaba, pero él, presa de la pasión, la agarró de la mano y trató de aprovecharse de su buena fe. La muchacha se defendió con inesperada firmeza y dijo, en cuanto se sintió libre de sus brazos:
–No penséis que, porque seáis un hombre rico, podéis poseerme como a una cualquiera. Deberíais saber que no existe ninguna relación entre las monedas de oro y la virtud.
Nan Shan-Fu acababa de enviudar y se disculpó, diciendo:
–Lamento que hayáis malinterpretado mi gesto. Si he tratado de tomaros en mis brazos, ha sido, porque estoy decidido a casarme con vos. No existe para mí mujer más exquisita y estoy dispuesto a compartir con vuestra persona cuanto poseo.
–Si es eso cierto –replicó la muchacha–, ¿por qué no lo juráis?
Tomando por testigo al Cielo y a la Tierra, Nan Shan-Fu juró desposarse con ella y no volver a amar a ninguna otra mujer. Eso bastó para que la señorita Dou se le entregara allí mismo. Nan Shan-Fu creía estar soñando, pero su carne pronto le convenció de que no se trataba de ninguna ilusión.
Cada vez que tenía noticia de que Don Yen-Zhang se halla fuera de casa, corría junto a su hija y yacía con ella. Aunque la muchacha jamás le rechazaba, había perdido la alegría de los primeros momentos y reprendía a su amante, diciendo:
– ¿Por qué no pides, de una vez, mi mano? Eres un caballero y mi padre se sentirá orgulloso de entregarme a una persona de tu posición. ¿Por qué lo demoras tanto? ¿Es que ya no me amas?
Nan Shan-Fu juraba y perjuraba que todo se debía a los negocios que entonces se traía entre manos, pero, en cuanto regresaba a su mansión, se decía:
–¿Para qué atarme para siempre a una pueblerina? A pesar de su belleza, sus modales son toscos en extremo y desdicen claramente de la finura de mi educación. Si accedo a casarme con ella, todo el mundo se burlará de mí.
No pasó mucho tiempo antes de que se presentara en su casa una casamentera. La enviaba la familia más rica de toda la comarca y Nan Shan-Fu no se atrevió a rechazarla. Había oído, además, comentar que se trataba de una doncella bellísima y dotada de todas las cualidades que un hombre puede anhelar en una mujer. Eso le hizo olvidarse de la promesa dada a la hija de los Dou y terminó aceptando la proposición de la anciana.
El compromiso matrimonial se celebró con el fasto que era de esperar de familias tan renombradas. Toda la comarca se unió, alborozada, a los festejos, menos la señorita Dou, que para entonces estaba ya encinta. Cuando Nan Shan-Fu tuvo noticia de su estado, se negó a seguir viéndola, renunciando incluso a pasar por delante de su casa.
Una vez cumplido el tiempo, la muchacha dio a luz a un varón, pero sus padres no se alegraron de su alumbramiento. Al contrario, la hicieron azotar, tildándola de mala mujer. Acto seguido, el padre le exigió el nombre de la persona que la había deshonrado. De esa forma, se enteró que había sido el mismísimo caballero Nan Shan-Fu. Loco de ira, envió unos criados a su mansión, pero él negó de plano que tuviera algo que ver con el recién nacido. Comprendiendo que no había nada que hacer, Dou Yen-Zhang tomó al niño y lo abandonó en un campo, repudiando a continuación a su hija.
La muchacha suplicó a una vecina que fuera a contar a Nan Shan-Fu cuanto había ocurrido, pero él se negó, una vez más, a abrirle las puertas de su casa. Lejos de desanimarse, la señorita Dou buscó al niño por todos los páramos. Lo encontró, aterido de frío, poco antes de que se hubiera puesto el sol. Con indescriptible solicitud lo tomó en sus brazos y lo llevó a la mansión de Nan Shan-Fu. El hombre que custodiaba la puerta le echó el alto de un modo grosero y ella respondió:
–Si quieres salvarme la vida, vete a anunciar mi llegada a tu señor; de lo contrario, mi muerte pesará para siempre sobre tu conciencia. No pienses que soy una cobarde. Si me he arrastrado ante ti, no ha sido por mí, sino por el niño.
Impresionado, el portero corrió a dar cuenta de sus palabras a su amo, pero Nan Shan-Fu se negó a escucharlas, ordenándole, indignado:
–Cierra inmediatamente la puerta y no dejes entrar a nadie.
La hija de los Dou se acurrucó junto a las jambas y empezó a llorar, desconsolada. Su llanto se prolongó durante toda la noche. Al amanecer, el portero se extrañó de que hubiera remitido totalmente y descorrió los cerrojos, picado por la curiosidad. La muchacha estaba tan rígida como una rama seca de bambú. Aunque todavía seguía sosteniendo al niño en sus brazos, su cuerpo se hallaba tan frío como la superficie de un lago en invierno.
Al enterarse de lo ocurrido, Dou Yen-Zhang montó en cólera y corrió al palacio del gobernador a presentar una demanda. Todos los jueces se asombraron de la crueldad con la que había actuado Nan Shan-Fu, pero desestimaron el caso, porque hacía dos horas que les había hecho llegar unos regalos realmente espléndidos.
Toda la ciudad celebró, alborozada, su declaración de inocencia, particularmente la familia de la mujer con la que había de casarse dentro de muy poco tiempo. Su futuro suegro tuvo, incluso, la delicadeza de invitarle a cenar. Pero en cuanto se hubieron acallado los tañidos del kujeng, el anciano se quedó dormido y soñó con la hija de los Dou. Traía en brazos a un niño recién nacido y le advirtió en tono amenazador:
–Si consientes en que tu hija se despose con Nan Shan-Fu, vendré a pedirte cuentas y me llevaré su espíritu a los infiernos.
El anciano se despertó, sobresaltado, pero decidió seguir adelante con lo acordado, porque Nan Shan-Fu era un partido excelente y necesitaba su apoyo. ¿Para qué prestar, además, oídos a los sueños?
La ceremonia nupcial se celebró, pues, en el día y hora convenidos. Los regalos fueron espléndidos y el ajuar maravilló por igual a propios y extraños. Lo que más llamó la atención, sin embargo, fue la belleza de la novia. Su rostro recordaba al de una inmortal y sus vestidos y sus joyas superaban en lujo a los de las damas de la corte. Pese a todo, los invitados creyeron adivinar en su rostro una nota de profunda tristeza. Al preguntarle por el motivo, se echó a llorar, negándose obstinadamente a revelar la causa de tan extraña conducta.
Al cabo de varios días su padre se presentó de improviso en la mansión de Nan Shan-Fu. Parecía tan excitado que no se sabía si estaba riendo o llorando. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio de su hija y lanzó un grito terrible. Señalándola con mano temblorosa, preguntó, muerto de espanto:
–¿Quién es esa mujer? ¡No puede ser la muchacha que un día trajo al mundo mi esposa, porque acabo de verla colgada de uno de los melocotoneros de tu jardín! ¿Cómo es posible que siga viva, cuando acabo de verla muerta?
Al oírlo, la mujer cambió de color y se desplomó en el suelo. Nan ShanFu corrió a auxiliarla, pero llegó demasiado tarde. Su esposa acababa de morir. Lo más desconcertante, no obstante, fue que, al darle la vuelta, sus rasgos se transformaron en los de la hija de los Dou. Presa del pánico, Nan Shan-Fu la dejó caer y corrió al jardín que había en la parte posterior de su mansión. La que había sido su esposa colgaba, en efecto, como fruto ya maduro, del mayor de sus melocotoneros.
Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, hizo llamar a Dou Yen-Zhang y le contó cuanto acababa de suceder. El campesino pensó que se trataba de una broma de mal gusto e hizo abrir la tumba de su hija. El cadáver había desaparecido. El lugar en el que lo había enterrado se hallaba tan vacío como el tesoro de un palacio recién arrasado. Sin poder contener la ira, Dou Yen-Zhang agarró al caballero y lo llevó ante los tribunales. El juez se asombró de tan extraño suceso y ordenó llevar a cabo una investigación exhaustiva. Nan Shan-Fu se opuso de plano y le hizo entrega de una fuerte suma de dinero. De esa forma, todo quedó en una simple anécdota, que no trascendió las paredes del juzgado.
Sin embargo, cada vez que Nan Shan-Fu ponía los ojos en una joven, terminaba muriendo en extrañas circunstancias. Pronto adquirió fama de brujo y ninguna muchacha se atrevía a acercarse a él. Todas huían como hojas de arce arrastradas por los vientos invemales. Nan Shan-Fu supo, de esa forma, que estaba condenado a vivir soltero el resto de sus días. Pero no se desanimó. Recorrió cientos de kilómetros, hasta que llegó a una ciudad en la que nadie le conocía. Allí se prometió en matrimonio con la hija de un tal Dhzao, literato de cierto renombre.
Aún no se había fijado la fecha de la ceremonia, cuando corrió por toda la región la nueva de que un grupo de emisarios imperiales andaba reclutando doncellas para los harenes de la corte. Eso aceleró de tal forma la celebración de matrimonios que por doquier se veían muchachas camino de las casas de sus futuros esposos.
Nan Shan-Fu no se extrañó lo más mínimo, cuando un día se presentó en su casa una anciana que decía venir de parte de los Dhzao. La acompañaban cuatro criados con una litera cubierta de vistosos encajes. Tras anunciarse como una casamentera, la mujer dijo a Nan Shan-Fu:
–Como sabéis, el emperador anda buscando doncellas para sus harenes y hemos decidido traer a vuestra prometida antes de la fecha convenida. ¿Qué importa que los adivinos no hayan fijado esta hora? Cuando ruge el tigre, nadie se detiene a pensar si es de día o de noche.
–¿Cómo es que no vienen con vos los portadores del ajuar? –preguntó Nan Shan-Fu.
–¿Quién te ha dicho semejante cosa? –se defendió la anciana–. Vienen ahí detrás. Deberíais damos las gracias por habemos adelantado –y, despidiéndose de él, abandonó la mansión a una velocidad impropia de una persona de su edad.
Nan Shan-Fu clavó los ojos en su prometida y comprobó que se trataba de una mujer realmente bellísima. El rubor arreboló sus mejillas y bajó la vista al suelo con indescriptible coquetería. Nan Shan-Fu dio un paso atrás, sobresaltado. ¡Aquel era un gesto que repetía con harta frecuencia la hija de los Dou!
Su estado de turbación era tan profundo que ni siquiera se dio cuenta del momento en el que la muchacha se había metido en la cama. Vio sus ropas a los pies del lecho y en seguida supo que le esperaba una larga noche de amor. Se extrañó, no obstante, de que tuviera la cara totalmente tapada con la sábana, pero lo achacó a la timidez propia de una recién desposada.
Loco de excitación, se dispuso a yacer con ella. Apenas había empezado a quitarse la ropa, se presentaron unos criados y le anunciaron la visita de uno de los principales de la ciudad.
Era noche cerrada cuando el funcionario se levantó de la mesa y regresó a su mansión. Nan Shan-Fu se sorprendió de que aún no hubiera llegado el ajuar, pero no comentó con nadie sus sospechas. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio y retiró con mano insegura las mantas que cubrían el cuerpo de su amada. Horrorizado, lanzó un grito que se escuchó en toda la ciudad. ¡La muchacha estaba rígida y fría como un carámbano!
Presa del pánico, Nan Shan-Fu corrió a la mansión de los Dhzao y les preguntó a qué hora le habían enviado a su hija. Los padres de la novia se miraron extrañados, porque la muchacha no se había movido de sus aposentos en todo el día.
A pesar de lo avanzado de la hora, la noticia corrió por toda la ciudad con la velocidad de un viento huracanado. Uno de los literatos que en ella habitaban, un hombre apellidado Tse, acababa de enterrar a su hija y, sin saber por qué, se vio compelido a hacer una visita a Nan Shan-Fu. Al llegar a su casa, se dirigió directamente al dormitorio y, sin encomendarse a nadie, echó para atrás las mantas. El rostro se le demudó, porque la mujer que allí yacía era la misma a la que había dado sepultura aquella tarde. Lo más asombroso, de todas formas, fue que estaba totalmente desnuda. ¿Cómo podía hallarse en semejante estado, si acababa de enterrarla con sus mejores galas?
Abandonándose a la ira, agarró a Nan Shan-Fu por el cuello y le llevó a los tribunales. El juez era un viejo conocido suyo y no tuvo más remedio que aceptar su pleito. Convocó a un grupo de alguaciles y se dirigió a toda prisa al lugar en el que se hallaba enterrada la hija de los Tse. Al levantar la losa, vieron, horrorizados, que la tumba estaba totalmente vacía.
Nan Shan-Fu fue condenado a muerte, pero nadie vertió una lágrima por él. ¿Quién iba a llorar por un fornicador de cadáveres?
John Cheever (1912-1982) fue uno de los grandes narradores estadounidenses del siglo XX: un novelista y sobre todo un cuentista extraordinario, que no abandonó las narraciones breves ni siquiera cuando su «saga» de la familia Wapshot se convirtió en una de las más celebradas series novelescas de su tiempo.
La primera aparición en libro de «El nadador» (una historia auténticamente clásica, llevada al cine en los años sesenta y antologada muchas veces) fue en la colección The Brigadier and the Golf Widow (1964). Se recomienda observar con atención los detalles del viaje del protagonista.
EL NADADOR
John Cheever
Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan «Anoche bebí demasiado». Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacia el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
–Caramba, Neddy –dijo la señora Graham–, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa– comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
–¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría– se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad– se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible la llegada de la tormenta. A su espalda se oyó el ruido leve del agua que caía de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas– expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas–, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común, no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
–¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
–Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.
–Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.
–Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
–Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
–¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé de qué habla.
–Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
–No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned–, y las niñas están allí.
–Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí… –su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad:
–Gracias por permitirme nadar.
–Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
–Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste en casa de mamá?
–En realidad, no –dijo Ned–. Pero en efecto vi a tus padres –le pareció que la explicación bastaba–. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
–Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
–Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
–Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro–. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
–Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta–, hasta los colados.
Ella no podía perjudicarlo socialmente…, eso era indudable, y él no se impresionó.
–En mi calidad de colado –preguntó cortésmente–, ¿puedo pedir una copa?
–Como guste –dijo ella–. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
–Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan… y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… –esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual– era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un affaire la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, pues era quien tenía la ventaja, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
–¿Qué deseas? –preguntó.
–Estoy nadando a través del condado.
–Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
–¿Qué pasa?
–Si viniste a buscar dinero –dijo–, no te daré un centavo más.
–Podrías ofrecerme una bebida.
–Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
–Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal– en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
Leí este cuento, por primera vez, en Imperios galácticos (1976), una extraña y hermosa antología de Brian W. Aldiss. Raphael Aloysius Lafferty (1914-2002), su autor, no era exactamente escritor de ciencia ficción, aunque muchas de sus obras se clasifican en esa categoría. Además de haber logrado un estilo muy especial y reconocible (lo que muchos de sus colegas ni siquiera intentan), era muy versátil: a sus numerosos cuentos y novelas de corte fantástico debe agregarse Okla Hannali, una novela histórica muy celebrada, así como ensayos literarios y un libro sobre la caída del imperio romano.
(Dos informaciones sobre el texto que podrían servir: un parsec es una unidad de medida que equivale a 3.26 años luz, y la primera frase de la historia juega con los últimos versos del poema Los hombres huecos de T. S. Eliot.)
MUCHO, MUCHO TIEMPO
R. A. Lafferty
No termina con uno… comienza con un gemido.
Un amanecer que es una línea divisoria… Incandescencia para la que todas las luces posteriores son como velas… Calor para el que el calor de todos los soles posteriores no es más que una cerilla quemada. Las Polaridades que crean la tensión para siempre.
Y en el medio de todo hubo un gemido, la primera sacudida que indicaba que el tiempo había empezado.
Los dos Desafíos eran más altos que el radio del espacio que estaba naciendo, y una débil criatura, Boshel, se encontraba enmedio, demasiado acobardada como para aceptar ningún desafío.
—¡Eh! ¿Hasta cuándo vais a estar fuera? —gruñó Boshel.
El Acontecimiento Creativo era la Revuelta, que partió el Vacío en dos. Las dos partes se formaron oponiendo Naciones de Luz dividida sobre el escarpado abismo. Dos Campeones estaban frente a frente, con una amargura que nunca ha pasado: Michael, envuelto en fuego blanco…, y Helel, hinchado con un resplandor negro y púrpura. Y sus seguidores con ellos. Esto se ha alegorizado como Aceptación y Rechazo, y como Dios y Diablo; pero al principio hubo la Polaridad con la que se sostiene el Universo.
Entre ellos, como un pigmeo, se encontraba Boshel, solo, lleno de una duda gimiente.
—Si vas a venir con nosotros, saca el metal primordial —rugió Helel como una crujiente tormenta, mientras se dirigía a sus seguidores, hecho una furia, para formar un nuevo núcleo.
—¡Eh, vosotros! ¿Vais a volver antes de la noche? —musitó Boshel.
—¡Oh! ¡Vete al infierno! —rugió Michael.
—Cuidado con ese pequeño juramento —observó Helel—. Todavía no hay fuego suficiente para incendiar un edificio.
Las dos grandes multitudes se separaron, y Boshel se quedó solo en el vacío. Aún estaba allí cuando se produjo una segunda y pequeña sacudida y el tiempo comenzó de veras, reventando la vaina y convirtiéndola en un chorro de chispas que viajaron y crecieron. El seguía estando allí cuando las chispas adquirieron forma y movimiento; y continuó estando allí cuando la vida comenzó a aparecer en las pequeñas manchas de hollín desprendidas de las chispas. Permaneció allí durante mucho, mucho tiempo.
—¿Qué vamos a hacer con esa pequeña sabandija? —le preguntó un subordinado a Michael—. No podemos dejarle ahí, ensuciando el paisaje para siempre.
—Iré a preguntarlo —dijo Michael.
Y así lo hizo. Pero a Michael se le dijo que la responsabilidad era suya; que Boshel tendría que ser castigado por su indecisión; y que dependía de Michael seleccionar el castigo adecuado y comprobar que éste se llevara a cabo.
—¿Sabes que hizo tartamudear el tiempo al principio? —le dijo Michael al subordinado—. Colocó un elemento de azar que lo afectó todo. Por eso tiene que tratarse de un castigo que tenga algo que ver con el tiempo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó el subordinado.
—Ya pensaré en algo —dijo Michael.
Bastante después de aquello, Michael estaba hojeando un libro una tarde, en una biblioteca de Los Ángeles.
—Aquí dice —entonó Michael— que si seis monos fueran colocados ante seis máquinas de escribir y mecanografiaran durante un espacio de tiempo suficiente, mecanografiarían con exactitud todas las palabras de Shakespeare. El tiempo es algo de lo que disponemos a montones. Intentémoslo, Kitabel, y veamos cuánto tiempo tarda.
—¿Qué es un mono, Michael?
—No lo sé.
—¿Qué es una máquina de escribir?
—No lo sé.
—¿Qué es Shakespeare, Mike?
—Todo el mundo puede hacer preguntas, Kitabel. Reúne todas esas cosas y empecemos de una vez con el proyecto.
—Parece que va a tratarse de un proyecto muy largo. ¿Quién lo supervisará?
—Boshel. Es natural que sea él. Le enseñará a ser paciente y a tener sentido del orden, e imprimirá sobre él la majestuosidad del tiempo. Es exactamente la clase de castigo que he estado buscando.
Reunieron las cosas y se volvieron hacia Boshel.
—En cuanto el proyecto esté terminado, Bosh, habrá pasado tu período de espera. Entonces te podrás unir al grupo y disfrutar con el resto de nosotros.
—Bueno, eso es mejor que permanecer aquí, sin hacer nada —observó Boshel—. El asunto podría ir más rápido si pudiera educar a los monos y hacer que lo copiaran todo.
—No, el mecanografiado tiene que hacerse al azar, Bosh. Fuiste tú quien introdujiste el factor azar en el universo. Así es que, ahora, sufre las consecuencias.
—¿Tiene que corresponder la copia con alguna edición en particular?
—Con la edición «Blackstone Readers» de 1937. Y estos volúmenes que tengo aquí servirán perfectamente —contestó Michael—. He tenido una charla con los monos y están dispuestos a aplicarse a la tarea. Me ha costado ochenta mil años conseguir que pudieran hablar, pero eso no representa nada cuando hablamos de tiempo.
—¡Vaya! ¿Acaso hablamos alguna vez de tiempo? —protestó Boshel.
—He hecho un trato con los monos. Serán inmunes a la fatiga y al aburrimiento. Pero a ti no puedo prometerte lo mismo.
—Bueno, Michael, como esto puede durar bastante, me pregunto si no podría tener alguna especie de reloj para ir comprobando qué tal de rápidas van saliendo las cosas.
Así es que Michael le hizo un reloj. Era un cubo de piedra de un parsec de arista.
—No tienes que darle cuerda, Bosh. No tienes que hacerle nada —le explicó Michael—. Un pequeño pájaro llegará cada milenio y afilará su pico en esta piedra. Podrás contar el paso del tiempo por la disminución de la piedra. Es un buen reloj, y sólo tiene una parte móvil, que es el pájaro. No te garantizo que hayas podido terminar todo el proyecto cuando haya desaparecido la piedra, pero al menos podrás saber el tiempo que ha pasado.
—Es mejor que nada —dijo Boshel—, pero esto va a ser una pesadez. Creo que ese concepto del tiempo es algo medieval.
—Así soy yo —dijo Michael—. Sin embargo, te diré lo que puedo hacer, Bosh. Te puedo encadenar a esa piedra y hacer que otro gran pájaro se lance sobre ti en picado y te arranque trozos de hígado. Eso mismo estaba escrito en otro libro, en aquella biblioteca.
—Me haces morir de risa, Mike. No será necesario. Pasaré el rato de algún modo.
Boshel hizo que los monos se pusieran a trabajar. Estaban condicionados para pulsar las teclas de las máquinas de escribir al azar. Al cabo de un corto período de tiempo (según cuentan el tiempo las Grandes Criaturas), los monos ya habían producido palabras enteras de Shakespeare: «Permitir» (let), que se encuentra en la escena dos del primer acto de Ricardo III; «Ir» (go), que está en la escena dos del acto segundo de Julio César; y «Ser» (be), que aparece en la primera escena y acto de La tempestad. Boshel se sentía muy animado.
Al cabo de algún tiempo, uno de los monos produjo dos palabras de Shakespeare, una detrás de la otra. Para entonces, el mundo hogar de Shakespeare (que era también el mundo donde se encontraba aquella biblioteca de Los Ángeles donde naciera tan gran idea) ya había desaparecido desde hacía tiempo.
Al cabo de otro tiempo, los monos habían llegado ya a escribir frases enteras. Para entonces, ya había transcurrido bastante tiempo.
El problema con aquel pequeño pájaro era que su pico no parecía necesitar estar muy afilado cuando llegaba una vez cada mil años, Boshel descubrió que Michael le había jugado una mala pasada de serafín y había estado alimentando al pájaro con natillas blandas. El pájaro daba dos o tres ligeros picotazos a la piedra, y después se marchaba para no volver hasta al cabo de otros mil años. Sin embargo, al cabo de no más de mil visitas, ya se notaba un inconfundible arañazo en la piedra. Era una señal esperanzadora.
Boshel comenzó a comprender que la cosa se podía hacer. Finalmente, uno de los monos —y no precisamente el más brillante— produjo una frase completa: «¿Qué dices tú, tirano?» Y en ese mismo instante sucedió otra cosa. Fue algo sorprendente para Boshel, pues era la primera vez que lo veía. Pero lo tendría que ver miles de millones de veces antes de terminar.
Una mancha de polvo cósmico, situada en las regiones más alejadas del espacio, se encontró con otra mancha. Esto no tendría que haber sido nada raro; siempre había manchas que se encontraban con otras. Pero este caso fue diferente. Cada mancha —en la dirección opuesta—, había sido la más alejada de todo el cosmos. Ya no podía alejarse más que a aquella distancia. La mancha (un numerosísimo conglomerado de mundos habitados) miró a la otra mancha con ojos e instrumentos y vio sus propios ojos e instrumentos devolviéndole su misma imagen. Lo que veía la mancha era a sí misma. La esfera cósmica tetradimensional había quedado completada. La primera mancha se había encontrado a sí misma, saliendo de la otra dirección, y el espacio quedó transvertido.
Después, todo él se derrumbó. Las estrellas desaparecieron una tras otra y miríada tras miríada. ¡Holocaustos de caída! Todos los orbes oscurecidos cayeron en el vacío, que estaba al fondo. En el vacío no quedó nada, excepto una vaina cerrada y unas cuantas cosas más, fuera de contexto, como Michael y sus asociados, y Boshel y sus monos.
Boshel se sintió incómodo por un momento. Se había acostumbrado al aspecto del universo en expansión. Pero no tenía por qué sentirse incómodo. Todo empezó de nuevo.
Pasaron silenciosamente unos cuantos miles de millones de siglos. Una vez más, la vaina explotó formando un chorro de chispas que viajaron y crecieron. Adquirieron forma y movimiento y la vida volvió a aparecer sobre los abismos arrojados por aquellas chispas.
Y esto ocurrió una y otra vez. Cada ciclo parecía condenadamente largo mientras estaba sucediendo; pero, mirándolo retrospectivamente, los ciclos eran solamente como una luz parpadeante que se encendiera y se apagara. Y, en la Larga Retrospección, eran como un alternador de alta frecuencia, que producía un increíble número de tales ciclos por cada instante y continuaba por eras. Pero Boshel estaba empezando a aburrirse. No había otra palabra con la que poder expresarlo.
Cuando sólo se habían completado unos pocos miles de millones de ciclos cósmicos, había una hendidura tan grande en la piedra-roca, que se podía meter un caballo dentro. El pequeño pájaro ya había hecho innumerables viajes para afilar su pico. Y, para entonces, Pithekos Pete, el más rápido de los monos, ya había escrito por casualidad La tempestad, perfecta y completa. Todos se estrecharon las manos, ángel y monos. Por el momento, era algo positivo.
Pero el momento no duró mucho. Pete, en lugar de seguir mecanografiando furiosamente, al azar, para producir el resto de las obras, escribió su propia versión mejorada de La tempestad. Boshel estaba furioso.
—¡Pero si es mejor, Bosh! —protestó Pete—. Y tengo algunas ideas sobre el arte teatral que realmente lo elevarán.
—¡Claro que es mejor! Pero no queremos nada mejor. Sólo queremos tener lo mismo. ¿Es que no os dais cuenta de que estamos elaborando un problema de probabilidades? ¡Oh, cabezas de chorlito!
—Déjame tener ese maldito libro durante un mes, Bosh, y te copiaré todo lo que hay ahí al pie de la letra, y habremos terminado —sugirió Pithekos Pete.
—¡Las reglas, cabezas vacías, las reglas! —rugió Boshel—. Tenemos que guiarnos por las reglas. Sabéis que eso no está permitido y, además, sería descubierto. Por mucho que me duela decirlo, tengo razones para sospechar que uno de mis propios monos y asociados aquí presentes es un informador. Nunca conseguiríamos hacerlo.
Después de este breve malentendido, las cosas fueron mejor. Los monos se aplicaron a cumplir con su tarea. Y al cabo de un número de ciclos, expresados por nueve seguido de ceros suficientes para extenderse alrededor del universo hasta un período justo anterior a su colapso (el radio y la circunferencia de la esfera final son, evidentemente, lo mismo), quedó preparada por fin la primera versión completa.
Era errónea, desde luego, y tuvo que ser rechazada. Pero había en ella menos de treinta mil errores; eso presagiaba grandes cosas y un triunfo final.
Más tarde (¡pero podía ser aún más tarde!) llegaron a acercarse bastante. Cuando la hendidura de la piedra-reloj podía contener ya un sistema solar de tamaño medio, consiguieron una versión en la que sólo había cinco errores.
—Llegará —dijo Boshel—. Llegará con el tiempo. Y el tiempo es lo único de lo que disponemos en gran cantidad.
Tarde —mucho, mucho más tarde—, pareció que ya disponían de una copia perfecta y, para entonces, el pájaro ya había desgarrado casi la quinta parte de la masa de la gran piedra, todo ello con sus visitas milenarias.
El propio Michael leyó la versión y no pudo encontrar ningún error. Pero no era definitivo, desde luego, porque Michael era un lector impaciente y apresurado. Se necesitaron tres lecturas para verificarlo, pero las esperanzas nunca fueron tan altas. Transcurrió la segunda lectura, llevada a cabo por un ángel mucho más cuidadoso, y que se pronunció diciendo que era una versión perfecta, letra por letra. Pero el lector había terminado su lectura a últimas horas de la noche y podía haber mostrado cierta falta de cuidado al final.
Y pasó la tercera lectura, que comprendió las treinta y siete obras, y todos los poemas al final. Esta última lectura fue realizada por Kitabel, el propio ángel escribiente, que fue nombrado para llevarla a cabo. Estaba a punto de firmar el certificado, cuando se detuvo.
—Hay algo que parece atascado en mi mente —dijo, y sacudió la cabeza para intentar despejarse—. Hay algo como un eco que no está del todo correcto. No quisiera cometer una equivocación.
Había escrito «Kitab…», pero no había terminado aún la firma.
—No podré dormir esta noche si no pienso en ello —se quejó—. Si había algo, no estaba en las obras de teatro. Sé que estaban perfectas. Debe de tratarse de algo que había en los poemas… algo situado bastante cerca del final…, alguna disonancia. O bien la propia edición original tenía algún fallo, alguna línea escrita mal a propósito, o bien se trata de un error en la transcripción que mi ojo ha pasado por alto, pero que recuerda mi oído. Reconozco que, cuando ya me encontraba hacia el final, me sentía un poco adormilado.
—¡Oh! ¡Por todos los mundos que han sido hechos, firma! —rogó Boshel.
—Si has esperado todo este tiempo, no te morirás por esperar un poco más, Bosh.
—No creas, Kit. Estoy a punto de estallar. Te lo aseguro.
Pero Kitabel volvió a la copia y lo encontró…, era un verso en El Fénix y la Tortuga:
Desde esta sesión queda vedada
Toda ave de ala tirana,
Salvo el águila, pluma soberana:
Mantened esta norma observada.
Eso era lo que decía el libro. Y lo que Pithekos Pete había escrito era casi lo mismo, pero no exactamente lo mismo:
Desde esta sesión queda vedada
Toda ave de ala tiranna,
Salvo el águila, pluma soberanna:
Maldita máquinna, la n está atascada.
Y si no han visto nunca llorar a un ángel, las palabras no podrán describir el espectáculo que dio Boshel.
Esta misma noche siguen mecanografiando, al azar, porque aquella última copia, tan cercana a la victoria, se produjo hace poco menos de un millón de miles de millones de ciclos. Y sólo hace un momento —al principio del presente ciclo—, uno de los monos consiguió escribir de un tirón, y por casualidad, no menos de nueve palabras completas de Shakespeare.
Aún hay esperanza. Y, a estas alturas, el pájaro ya ha socavado aproximadamente la mitad de la masa de la roca.
Se conocen los cuentos más famosos del danés Hans Christian Andersen (1805-1875), famoso como autor de literatura infantil aunque buena parte de las versiones actuales que circulan de su obra están recortadas y simplificadas. Además de recomendar las originales, se puede leer un texto como éste, poco conocido y muy extraño, que para el crítico Harold Bloom es de hecho el mejor cuento de Andersen.
EL CUELLO DE LA CAMISA Hans Christian Andersen
Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.
Dijo el cuello:
—Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?
—¡No se lo diré! —respondió la liga.
—¿Dónde vive, pues? —insistió el cuello.
Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.
—¿Es usted un cinturón, verdad? —dijo el cuello—, ¿una especie de cinturón interior? Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
—¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! —dijo la liga—. No creo que le haya dado pie para hacerlo.
—Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita —replicó el cuello— no hace falta más motivo.
—¡No se acerque tanto! —exclamó la liga—. ¡Parece usted tan varonil!
—Soy también un caballero fino —dijo el cuello—, tengo un calzador y un peine.
Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.
—¡No se acerque tanto! —repitió la liga—. No estoy acostumbrada.
—¡Qué remilgada! —dijo el cuello con tono burlón. En éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la mesa de planchar. Entonces llegó la plancha caliente.
—¡Mi querida señora —exclamaba el cuello—, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo?
—¡Harapo! —replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello. Se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
—¡Harapo! —repitió.
El cuello quedó un poco deshilachado en los bordes. Por eso acudió la tijera a cortar los hilos.
—¡Oh! —exclamó el cuello—, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad? ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla.
—Ya lo sé —respondió la tijera.
—¡Merecería ser condesa! —dijo el cuello—. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado!
—¿Se me está declarando, el asqueroso? —exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.
—Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! —dijo el cuello—. ¿No ha pensado nunca en casarse?
—¡Claro, ya puede figurárselo! —contestó el peine—. Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador.
—¡Prometida! —suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se le dio por hablar mal del matrimonio.
Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.
—¡La de novias que he tenido! —decía—. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!
Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aun lo más íntimo y secreto de ella, se imprima, y andemos por esos mundos teniendo que contarla.
He aquí un cuento de Fritz Leiber (1910-1992), escritor estadounidense: uno de los maestros más celebrados de la literatura fantástica de su país y el inventor de varios subgéneros del horror sobrenatural. Nada de su originalidad ha pasado a sus imitadores. «Voy a echar los dados» («Gonna Roll the Bones») apareció en 1968, en el tomo II de la antología Visiones peligrosas y el español Domingo Santos lo tradujo primero con el título «Voy a probar suerte».
VOY A ECHAR LOS DADOS
Fritz Leiber
De pronto, Joe Slattermill supo que tenía que irse pronto, pues si no la impaciencia le obligaría a darse golpes contra los remiendos y los parches que mantenían en pie la decadente casa, que era algo así como un conjunto de grandes naipes de madera y otros materiales entremezclados. Lo único bueno era la chimenea, el horno y el hogar que veía a través de la cocina.
Éstos sí eran de piedra sólida. El hogar, lleno de rugientes llamas, le llegaba hasta la barbilla y tenía el doble de ancho. Encima se veían las puertas cuadradas de los hornos. En ellos, su esposa amasaba y después cocía lo que luego vendía para ayudar a pagar los gastos. Sobre los hornos, bien altos para que su madre no los alcanzara y para que Don Tripas no saltara, en la repisa, se hallaba toda una serie de objetos curiosos, si bien todo lo que no fuera de porcelana, de piedra o de cristal había sufrido el efecto de las décadas de calor, de tal forma que parecían cabezas humanas achicadas y negras pelotas de golf. En un extremo estaban agrupadas las cuadradas botellas de ginebra de la esposa, y sobre la repisa había un antiguo cromo, tan alto y tan ennegrecido por la grasa y el hollín que no se podía distinguir si los remolinos y la gruesa figura en forma de cigarro era un ballenero ante un huracán o una nave espacial precipitándose entre una tormenta de motas de polvo arrastradas por la energía lumínica.
Tan pronto como Joe comenzó a mover los dedos de los pies dentro de las botas, su madre se dio cuenta de sus intenciones.
—Ya va a salir a holgazanear —murmuró—. Con los bolsillos de los pantalones llenos del dinero que tendría que gastarse en la casa, pero que va a tirar en algún pecado.
Tras decir esto, continuó masticando los largos trozos de carne que arrancaba al esqueleto del pavo, mientras que con la otra mano tenía a raya a Don Tripas, que la miraba fijamente con sus grandes ojos amarillos, retorciendo la cola que remataba sus adelgazados flancos. Con su vestido sucio, lleno de parches como los costados del pavo, la madre de Joe parecía una ajada bolsa marrón, de la cual salían, como ramas abultadas, sus dedos quebradizos.
Desde donde estaba el horno situado en el centro, la mujer de Joe lo supo tan pronto como la madre o antes. Mirando a su marido, esbozó una de sus desvaídas sonrisas. Antes de cerrar la puerta, Joe pudo ver que se estaban cociendo dos largas, chatas y estrechas hogazas, junto a otra alta y coronada por una cúpula redonda. Envuelta en su vestido violeta, la mujer de Joe era delgada como la muerte y el hambre. Sin mirar, alargó un flaquísimo y largo brazo, tomó la más cercana de las botellas de ginebra y bebió un buen trago, luego volvió a sonreír. Y sin que intercambiaran una sola palabra, Joe supo que ella le habría dicho:
—Vas a salir, a jugar, a emborracharte y a correr una juerga para venir luego a pegarme e ir a la cárcel otra vez.
Entonces recordó la última vez que había estado en la cárcel. Había sido muy desagradable; la recordó a ella acercándose a medianoche con la luz de la luna alumbrándole los lugares de su cabeza donde habían quedado las huellas de los golpes, para susurrarle cosas a través de la ventanita del fondo, mientras le pasaba una botella por entre los barrotes.
Fue entonces cuando Joe supo, con seguridad, que esta vez el lío sería igual o peor. Pero, aun así, se levantó, con sus bolsillos que sonaban llenos de dinero y se deslizó hasta la puerta.
—Voy a echar los dados. A darme una vuelta y regreso —murmuró, mientras balanceaba los brazos de nudosos codos como si fueran ruedas de paletas, para que toda la cosa tomara un tinte de broma. Al salir, durante unos segundos mantuvo la puerta un poco abierta. Cuando finalmente la cerró, un intenso sentimiento de tristeza se apoderó de él. Años atrás, Don Tripas se hubiera apresurado a colarse por la gatera, para acompañarlo, buscando hembras y peleas en vallados y techos. Pero ahora, el muy cómodo, se contentaba con quedarse en casa y disfrutar del fuego mientras trataba de robar algún trozo de pavo y se peleaba con la escoba, compartiendo la velada con dos mujeres que se hallaban limitadas a quedarse en casa. Joe sólo fue seguido por el ruido de su madre al masticar y por el tintineo de la botella de ginebra al ser apoyada sobre la repisa, mientras el piso crujía bajo sus pies.
Profundamente hundida entre las escarchadas estrellas, la noche estaba patas arriba. Algunas estrellas parecían moverse, como los chorros de luz blanca que surgían de las toberas de las naves espaciales. Más abajo parecía que toda la ciudad de Ironmine había apagado o soplado la luz para irse a dormir, dejando las calles y los espacios a las brisas y los fantasmas, todos invisibles. Pero Joe se hallaba todavía en el hemisferio de los olores musgosos y secos de la madera comida por los gusanos que quedaba atrás. Y mientras sintió y oyó que el césped seco de afuera le rozaba las piernas, se le ocurrió que algo desde muy dentro de sí mismo había planeado las cosas, desde hacía años, para que él mismo, la casa, su mujer, su madre y Don Tripas terminaran juntos. Realmente parecía un milagro que el calor no hubiera llegado a los lugares donde se guardaban las cosas inflamables.
Encogido de espaldas, Joe no se encaminó hacia la parte alta, sino hacia abajo, por el camino de tierra que pasando por el Cementerio de los Cipreses llevaba hacia la Ciudad Nocturna.
La brisa era suave esta noche, pero inquieta y variable, como los chillidos de un duendecillo. Más allá de la valla del cementerio, blanqueada a nieve, se agitaban los flacuchos árboles, como si se estuvieran acariciando las barbas de helechos. Joe parecía sentir que los fantasmas también estaban inquietos, sin saber, tal como le sucedía a la brisa, a quién sorprender, o dónde pasar la noche afuera, vagando con otros compañeros igualmente lujuriosos y melancólicos. Entre los árboles lucían las verdes y vampirescas luces que pulsaban débil e irregularmente, como luciérnagas enfermas o como una nave espacial atacada por la peste. El profundo sentimiento de desgracia y melancolía no abandonaba a Joe, ahondándose de tal forma que estuvo tentado de apartarse y acurrucarse en alguna tumba de aspecto conveniente, o alrededor de alguna lápida, robándole a la esposa y a los otros el final compartido. Pensó: «Voy a echar unos huesitos. Los echo un rato y, después, a la cama». Pero mientras decidía qué hacer se dio cuenta de que ya había pasado la verja abierta, la cerca destartalada y todo el resto.
Aunque al principio le pareció que la Ciudad Nocturna estaba tan muerta como el cementerio, luego pudo distinguir un tenue resplandor, tan enfermizo como las luces vampirescas pero más enfebrecido, y una música juguetona que sonaba tan débil que parecía hecha a propósito para hormigas retozonas. Mientras recordaba con nostalgia los días en que sus piernas se movían inquietas, llenas de vida, y desembocaban en una pelea, cayendo como un gatazo o una araña de arena marciana, se zangoloteaba por el sendero. Hacía muchos años ya que no se encontraba envuelto en una buena pelea, y que no sentía la fuerza. Poco a poco, la música liliputiense creció hasta volverse tan estruendosa como lo requería un oso, tan ensordecedora como una polka para elefantes. Mientras, el resplandor se trocó en un estallido de luces, de tubos de mercurio de coloración cadavérica, de juguetonas luminiscencias de neón de rosados colores, burlándose de las estrellas y de los espacios donde reinaban las naves interestelares. Luego, se encontró frente a una fachada simulada, de tres pisos de alto, coronada por un tenue fuego fatuo de color azulado. En su centro había una gran puerta batiente que escupía luces hacia arriba y hacia abajo. Por encima de la entrada se veía un letrero de luces doradas que anunciaba una y otra vez, con rizos y torneados adornos: «El Osario», mientras un truculento resplandor rojizo agregaba: «Casa de Juego».
¡Así que ése era el nuevo lugar del que tanto se había hablado! ¡Por fin se había inaugurado! Joe Slattermill experimentó, por primera vez esa noche, un auténtico estremecimiento de alegría y la delicada caricia del entusiasmo.
«Voy a echar unos huesitos», pensó.
Con amplias y descuidadas palmadas, desempolvó sus verdeazuladas ropas de trabajo e hizo tintinear el dinero dentro de los bolsillos. Luego echó los hombros atrás y sonrió con desdén, mientras empujaba las puertas batientes con un ademán firme, como si le diera una bofetada a un tonto.
El interior de «El Osario» era enorme, como para albergar a toda una ciudad, y el bar parecía tan interminable como las vías del tren. Redondos oasis de luz color verde provenientes de las mesas de póquer alternaban con zonas de sugestiva media luz, a través de las cuales se veía pasar a las chicas que se encargaban del cambio y las que entretenían a la clientela, con pasos que las asemejaban a brujas de blancas piernas. En la plataforma donde se hallaba la orquesta, danzarinas exóticas hacían resbalar sus blancas figuras de reloj de arena. Los jugadores eran corpulentos y se doblaban sobre las cartas como si fueran hongos, todos calvos de tanto agonizar sobre una carta o un dado, o una bola de marfil.
Las voces de los croupiers y los chasquidos de las cartas eran suaves, pero de un firme staccato, como los susurros y suaves golpes de los tambores de jazz. Cada uno de los átomos del lugar se agitaba de un modo controlado. Hasta las motas de polvo danzaban tensas en los conos de luz.
Ahora el entusiasmo de Joe se incrementó y sintió que lo recorría, tal como la brisa que precede al ventarrón, un hálito tibio de confianza en sí mismo que, lo sabía, podía llegar a convertirse en un tornado. Todos los pensamientos que había tenido sobre la esposa, la madre y la casa se desvanecieron. El único que quedó fue Don Tripas caminando perezosamente en los bordes de su conciencia, como buen holgazanote que era. Los músculos de las piernas de Joe se contrajeron con simpatía y comenzó a sentirse extraordinariamente fuerte.
Mientras su mano, extendida negligentemente como si no le perteneciera, tomaba una copa de la bandeja de una de las chicas que pasaba, miró a su alrededor con aire frío e inquisitivo. Finalmente, se dirigió hacia la que juzgó ser la Mesa Más Destacada. Todos los Hongos Importantes parecían hallarse allí, calvos como el resto, pero manteniéndose bien erguidos. Entonces, a través de una brecha, Joe vio, al otro lado de la mesa, una figura más corpulenta que las demás, pero ataviada con un largo gabán con el cuello alzado y coronado por un oscuro sombrero de ala requintada en forma tal que solamente se veía de su cara una muy pequeña parte en forma de triángulo. En Joe nació una sospecha y una esperanza, y arremetió para hacerse lugar entre los Hongos Importantes.
A medida que se acercaba, las camareritas de blancas piernas remolineaban y se alejaban, mientras que sus sospechas recibían una confirmación tras otra, y su esperanza florecía y se desperezaba. En uno de los extremos de la mesa estaba el hombre más gordo que jamás había visto, con un largo cigarro, un chaleco color plateado y una corbata de moño dorada de unos veinte centímetros de diámetro, en la que se leía, en gruesas letras: «Señor Huesos». Al otro extremo, un poco más retirada, vio a la chica encargada del cambio. Era la más desnuda que jamás hubiera imaginado, y la única que, en su bandeja situada poco más abajo de sus senos, llevaba un enorme montón de oro que formaba relucientes pilas, junto con fichas del negro más intenso. La chica que se encargaba de los dados, más delgada y alta que su esposa, no parecía llevar encima mucho más que el largo par de guantes blancos. Si a uno le gustaba el tipo que no son más que pálida piel sobre unos huesos, con pechos que parecían picaportes de porcelana blanca, estaba muy bien.
Junto a cada jugador había una mesita alta y redonda para las fichas. La que correspondía a la brecha que se había abierto Joe estaba vacía. Chasqueando los dedos para llamar a la chica que cambiaba las fichas, convirtió sus grasientos dólares en un número similar de pálidas fichas y pellizcó su pezón izquierdo para que le trajera suerte. Juguetonamente, la muchacha hizo ademán de morder sus dedos.
Sin apurarse, pero tampoco sin perder tiempo, avanzó y dejó caer descuidadamente su modesta apuesta sobre la mesa vacía, ocupando su lugar en la brecha. Observó que el segundo Hongo Importante que había a su derecha tenía los dados. Su corazón dio un enorme salto, pero ninguna otra parte de su cuerpo dejó entrever su emoción. Luego, con tranquilidad, levantó sus ojos para mirar al otro lado de la mesa.
El gabán era un resplandeciente y elegante tubo de satén negro, con botones de azabache; el cuello alzado era de un suave terciopelo negro como un oscuro sótano, mientras que el sombrero gacho, requintado y con ala caída, llevaba como cinta una delgada hebra de crin. Las mangas del gabán eran otras dos columnas menores de satén, que terminaban en manos largas y delgadas, de dedos afilados que, cuando su dueño quería, se movían rápidamente; pero si no, podían adoptar la quietud de una estatua.
Joe todavía no podía ver mucho de la cara, excepto la suave parte inferior de la frente, que no presentaba ni huella ni transpiración; las cejas, que eran como un segmento desprendido del sombrero, y las delgadas y aristocráticas mejillas, en cuya unión se hallaba, sin embargo, una nariz algo achatada. El color de la piel de la cara era tan blanco como a la primera impresión. Sin embargo, tenía un ligero tinte amarronado, como el marfil que ha comenzado a envejecer o la piedra jabón de los venusianos. Otra mirada a las manos confirmó lo que pensaba.
Detrás del hombre de negro se hallaba el grupo de los clientes más desagradables que Joe hubiera visto jamás. A primera vista se dio cuenta de que cada uno de estos enjoyados y acicalados matones tenía un revólver debajo del chaleco y una navaja en su bolsillo, mientras que cada una de las muchachas de ojos perversos llevaba un estilete en la liga y una daga de mango de plata en el hueco que quedaba entre sus senos.
Sin embargo, Joe supo también que todos ellos no tenían mayor importancia. El Amo era el hombre de negro, aquel a quien no se puede mirar, aunque sea superficialmente, sin saber que es muy difícil tocarlo y seguir viviendo. Si, sin preguntarle, se ponía un dedo en una de esas mangas, por respetuoso y gentil que fuera el movimiento, una de las blancas manos se agitaría e inmediatamente daría una puñalada o un tiro. O tal vez el simple contacto fuera capaz de matar, como si cada uno de los negros artículos de su vestimenta se hallaran cargados hacia afuera con una electricidad de alto voltaje y alto amperaje proveniente de la piel.
De nuevo, Joe miró la cara semicubierta por la sombra del sombrero y decidió no intentarlo.
Porque lo más impresionante de todo eran sus ojos. Todos los jugadores tienen ojos profundos y sombreados de negro. Pero esos ojos estaban tan hundidos que no se podía estar realmente seguro de captar su brillo. Parecían inescrutablemente desencarnados. Como grandes agujeros de completa negrura, eran inimaginables.
Sin embargo, todo esto, aunque le asustó terriblemente, no desilusionó a Joe lo más mínimo. Le llevó a una exultante alegría. Sus primeras sospechas se habían confirmado y sus esperanzas florecieron por completo.
Ese debía de ser uno de esos jugadores realmente importantes que llegaban a Ironmine sólo de vez en cuando, tal vez una vez cada década, procedente de la Gran Ciudad, en uno de los barcos fluviales que recorrían las orillas como lujosos cometas, dejando largas colas de chispas que surgían de sus chimeneas altas como sequoias, coronadas del follaje de planchas de acero cuidadosamente curvadas. O también como plateadas naves espaciales con docenas de flamígeros chorros de luz, y con portezuelas que relucían como filas de asteroides.
Tal vez algunos de esos jugadores verdaderamente notables venían de otros planetas, donde la noche estaba llena de placeres, y la vida de los jugadores era un delirio de riesgo y alegrías.
Sí. Ése era el tipo de hombre con el cual Joe siempre había querido competir en habilidad. Comenzó a sentir que el poder cosquilleaba en sus dedos, aún completamente inmóviles.
Joe bajó la vista hacia la mesa. Su ancho era el de la altura de un hombre, y su largo dos veces mayor. También la halló extrañamente profunda, forrada no de paño verde sino de negro, lo cual hacía que se pareciera al ataúd de un gigante. Había algo familiar en su forma que no pudo discernir bien. Su fondo, no sus lados ni extremos, se destacaba por una rara iridiscencia, como si hubiera sido rociada con diamantes muy pequeños. Cuando Joe bajó bien la vista, para tratar de llegar hasta su fondo, le pareció que descendía hasta el otro lado del mundo, y que el resplandor era de las estrellas de las antípodas, visibles a pesar de la presencia de la luz del sol, tal como él podía verlas de día desde las profundidades de la mina en que trabajaba. Realmente parecía que si un jugador, después de haberlo perdido todo, se inclinaba demasiado sobre esa mesa, caería para siempre, hacia el más insondable abismo, ya sea el Infierno o alguna negra galaxia.
Joe sintió que sus pensamientos giraban como en un torbellino, y notó el frío y cruel apretón del miedo en la garganta.
Cerca de él, oyó que alguien decía con voz suave:
–Vamos, Big Dick.
Luego, los dados, que mientras tanto habían pasado al Hongo Importante que se hallaba a su derecha, fueron lanzados al centro de la mesa, contradiciendo y borroneando la visión de Joe. Al momento fue testigo de otra extraña circunstancia que absorbió su atención. Los dados de marfil eran desusadamente voluminosos, con esquinas redondeadas y marcas grandes y rojas, que relucían como rubíes y se hallaban ordenadas de tal modo que formaban un cráneo en miniatura. Por ejemplo, el siete que acababa de tirar el Hongo Importante de su derecha, y a raíz del cual había perdido, consistía en un dos con cada uno de los puntos espaciados formando dos ojos, en vez de hallarse en las esquinas opuestas, y en un cinco con los mismos dos puntos que se asemejaban a ojos, pero también con una nariz en el centro y dos marcas más juntas por debajo, que parecían dientes.
Envuelto en su guante, el largo brazo de la chica encargada de los dados se extendió como una cobra, los cogió y los arrojó hacia el borde de la mesa, enfrente de Joe. Este inspiró profunda pero silenciosamente, tomó una única ficha de su mesa e iba ya a ponerla junto al dado cuando se dio cuenta de que aquí las cosas no se hacían de ese modo. A pesar de sentir un agudo deseo de examinarla de cerca, volvió a poner la ficha en su lugar. Era curiosamente liviana, de color pálido, como el de la crema cuando se le pone un poquito de café, y tenía grabado un símbolo que podía sentirse pero no verse. No pudo darse cuenta de qué símbolo era, pues para eso tendría que haberla tenido más tiempo entre sus dedos. Sin embargo, el roce de la ficha le había transmitido una desagradable impresión, confirmando la sensación cosquilleante del poder.
De un modo aparentemente indiferente, Joe miró a las caras de quienes le rodeaban, sin perderse, por supuesto, una ojeada al Gran Jugador, enfrente de él, y dijo con voz queda:
–Me juego un centavo.
Indudablemente, eso quería decir una de las fichas de color pálido, o sea, un dólar.
Se oyó un silbido de indignación procedente de donde se hallaban situados los Hongos Importantes, y la cara de luna del barrigón señor Huesos se tomó púrpura, mientras se adelantaba a llamar a sus matones.
El Gran Jugador levantó uno de los brazos envueltos en satén negro y terminado en la mano escultural, con la palma hacia abajo, y se vio que, instantáneamente, el señor Huesos se inmovilizaba, mientras el silbido indignado se apagó más rápido que el centelleo de un meteoro en el acero infinito del espacio. Luego, con una culta y casi susurrada voz, llegó la respuesta del hombre de negro:
–Veamos cómo aceptan esta apuesta, señores.
He aquí, pensó Joe, la forma en que todas sus sospechas eran confirmadas, si tal cosa fuera necesaria. Los jugadores realmente importantes eran perfectos caballeros, generosos con los pobres.
En forma respetuosa y sólo ligeramente teñida de desaprobación, uno de los Hongos Importantes le dijo a Joe:
–Veo esa apuesta.
Joe levantó los dados con marcas de rubí.
Nunca, desde la vez que detuvo en seco el vuelo de dos huevos en un plato, o desde que ganó todas las canicas de Ironmine, o desde que se dio maña para que cuatro letras del alfabeto tiradas al aire cayeran formando con exactitud la palabra «Mamá», Joe Slattermill había logrado tal precisión en los tiros. En la mina podía hacer carambola con una piedra que sacaba de la muralla para partirle el cráneo a una rata a quince metros de distancia en la oscuridad, y a veces se divertía arrojando pedacitos de roca al lugar del que habían sido tomados, de tal forma que se adaptaran perfectamente al agujero que las había contenido y se mantuvieran allí durante unos segundos. Gracias a la rapidez con que lo hacía, algunas veces pudo volver a colocar de esta forma seis o siete fragmentos, como si armara un rompecabezas. Si Joe hubiera ido al espacio, tal vez hubiera sido capaz de pilotar seis vehículos lunares a la vez, o componer, con los ojos vendados, figuras de ochos alrededor de los anillos de Saturno.
Ahora bien, la única diferencia entre arrojar rocas o letras del alfabeto con toda precisión y ganar a los dados es que se hace necesario lograr que reboten contra los bordes de la mesa. Esto era lo que, precisamente, lo hacía tan interesante para Joe.
Al hacer rodar los dados entre sus manos, sintió, más intensamente que nunca, el poder en ellas y en su palma.
Los arrojó rápidamente, tirando bajo, de tal forma que fueron a dar exactamente frente a la enguantada chica encargada de los dados. Tal como él lo había deseado, su siete se componía de un cuatro y un tres. Sus marcas, rojas, eran similares a las del cinco, excepto que ambos tenían solamente un diente, y el tres no tenía nariz. Diríamos que se trataba de cráneos con cara de bebé. Había ganado un centavo, o sea, un dólar.
—Me juego dos centavos —dijo Joe Slattermill.
Para variar, esta vez tiró para sacar un once. El seis era igual que el cinco, excepto por el hecho de que tenía tres dientes. Era la calavera más bonita de todas.
—Me juego cinco centavos menos uno.
Dos de los Hongos Importantes cubrieron la apuesta con un desdén encubierto a medias, y compartido entre sonrisas.
Esta vez Joe tiró un tres y un as. Su meta era el cuatro. El as, con su único lunar situado fuera del centro, hacia uno de los lados, seguía pareciendo una calavera, tal vez la de un cíclope liliputiense.
Se tomó cierto tiempo para tirar el cuatro que necesitaba, arrojando los dados para sacar, distraídamente, tres dieces seguidos en forma bien difícil. Quería ver cómo se las apañaba la chica encargada de los dados para recogerlos. Cada vez que ella los cogía, Joe tenía la sensación de que sus dedos, rápidos como una serpiente, se insinuaban bajo los dados mientras que todavía parecían estar apoyados sobre la mesa. Finalmente, decidió que no debía ser una ilusión, puesto que si bien los dados no podían penetrar dentro de la felpa, sus dedos enguantados sí podían, hundiéndose con la rapidez del relámpago en el material blanco con incrustaciones brillantes, como si no existiera.
Inmediatamente, Joe volvió a sentir que la mesa era un agujero que atravesaba la tierra. Esto significaba que los dados rodaban hasta que, finalmente, se detenían sobre una superficie perfectamente plana y transparente, impenetrable para ellos, pero para nada más. O tal vez fueran las manos de la muchacha que recogía los dados las que podían penetrar en la superficie, lo que convertiría en una mera fantasía la sensación que había tenido Joe de que un jugador que lo había perdido todo podría sumergirse en una Gran Zambullida por esa tremenda falta de continuidad que hacía que la más profunda de las minas pareciera un simple agujerito.
Joe decidió que tenía que saber lo que sucedía. A menos que fuera absolutamente inevitable, no quería sentir que el vértigo podía acecharle y atacarle en un momento crucial del juego.
Sin tomar ninguna decisión, tiró unas cuantas veces más, mientras hablaba bajito para dar más realismo a la situación: «Vamos, vamos, Joe». Finalmente, decidió llevar a cabo su plan. Cuando tiró el número que necesitaba, de la manera más difícil, con dos doses, hizo que los dados rebotaran en el borde más alejado, a fin de que se detuvieran bien cerca de él. Luego, tras hacer una mínima pausa para que la gente sólo tuviera tiempo de darse cuenta de que había sacado el número que necesitaba, alargó la mano izquierda hacia los dados, justamente un instante antes de que la muchacha lo hiciera, y los recogió.
¡Ayyy! Joe nunca, ni siquiera cuando una avispa le había picado en el cuello precisamente cuando, por primera vez, estaba deslizando la mano debajo del vestido de su pudorosa e inconstante futura esposa, pasó un momento más difícil tratando que su cara y su actitud no revelaran lo que sentía su cuerpo. Sus dedos y el dorso de la mano le dolían tan agudamente como si los hubiera metido en un horno en funcionamiento. Con razón la muchacha usaba guantes. Debían de ser de amianto. Por suerte, no había usado la mano derecha, pensó, mientras veía cómo se levantaban las ampollas.
Recordó algo que le habían enseñado en la escuela: bajo la corteza, la tierra era tremendamente caliente. Seguramente la mesa—agujero debía de irradiar ese calor, así que cualquier jugador que diera la Gran Zambullida se freiría antes de haber caído un trecho más o menos largo, llegando a China convertido en cenizas.
Y como si la dolorida mano fuera poco, los Hongos Importantes susurraban otra vez, y el señor Huesos se había vuelto a poner púrpura mientras abría su boca, del tamaño de un melón, para llamar a sus matones.
Una vez más, la mano del Gran Jugador se alzó para salvar a Joe. La voz suave y susurrante lo llamó y dijo:
–Explíquele, señor Huesos.
Este rugió a Joe:
–Ningún jugador puede recoger los dados que él u otra persona ha tirado. De eso se encarga la muchacha. jNormas de la casa!
Joe le dedicó al señor Huesos la más parca de sus muecas de asentimiento. Dijo con tono frío:
–Me juego diez centavos menos dos.
Y cuando esa apuesta, todavía pequeña, fue aceptada, tiró los dados y continuó jugando sin marcar los puntos que lo harían ganar, sacando cualquier cosa menos el cinco o el siete, hasta que los dolorosos latidos de la mano se calmaron y, nuevamente, comenzó a tener pleno control de sus reflejos. No había experimentado la menor alteración en el poder de su mano derecha; lo sentía tan fuerte como siempre, o tal vez más.
Cuando se llegó a la mitad de este interludio, el Gran Jugador le hizo un gesto leve pero respetuoso a Joe, sin revelar bien el contorno de sus extraordinarios ojos antes de volverse y apropiarse de un largo cigarro negro, tomándolo de la bandeja de la más bonita y aparentemente más perversa de las muchachas que servían en el local. Encantado, Joe pensó que la cortesía, reflejada incluso en los más insignificantes detalles, era otro de los distintivos que señalaban al verdadero devoto de los juegos de azar. No cabía duda de que el Gran Jugador tenía a su servicio una importante dotación, pero cuando, con aparente distracción volvió a pasarles revista con la mirada, halló en el fondo un extraño sujeto que no parecía pertenecer a un lugar como éste. Se trataba de un hombre joven, de aspecto desaliñado pero elegante, con el cabello desgreñado y ojos que miraban fijamente, con las mejillas románticamente manchadas por la tuberculosis de los poetas.
A medida que observaba los rizos que formaba el humo debajo del ala del sombrero negro, Joe decidió que, o bien las luces que iluminaban la mesa se habían debilitado, o bien la piel del Gran Jugador se oscurecía lentamente, como si todo él se quemara poco a poco. Pensó que resultaba gracioso imaginar eso, pero realmente parecía que en ese lugar, se hubiera condensado suficiente calor como para que las cosas se ennegrecieran. Aunque, de acuerdo con su experiencia, ese calor parecía estar concentrado bajo la mesa.
Ninguno de los pensamientos de Joe –familiares o de admiración hacia el Gran Jugador– disminuían en lo más mínimo la idea de la suprema amenaza que sentía de que tocarlo sería encontrar la muerte. Si alguna duda hubiera seguido girando en la mente de nuestro héroe, inmediatamente se habría evaporado cuando sucedió el escalofriante incidente que entonces se produjo.
El Gran Jugador había tomado entre sus brazos a la más bonita de sus muchachitas, que era también la de aspecto más malvado. Le acariciaba gentilmente las caderas cuando el poeta, con el brillo verde de los celos en la mirada, se abalanzó como un gato salvaje, blandiendo una larga daga reluciente contra la espalda forrada de negro satén.
Joe no imaginó cómo podía fallar el ataque, pero sin retirar su aristocrática mano derecha del trasero de la muchacha, el Gran Jugador estiró el brazo izquierdo con la fuerza de un resorte de acero que se endereza. Joe no pudo saber si apuñaló al poeta en la garganta, si le dio un golpe de judo o si aplicó una de las mortales tomas marcianas, pero el hecho fue que el pobre muchacho se detuvo en pleno movimiento como si lo hubiera alcanzado una pistola para elefantes con silenciador, o un lanzarrayos, y cayó al suelo instantáneamente. Dos negros se acercaron para llevarse el cuerpo y nadie prestó la menor atención al hecho, como si esos sucesos fueran cosa común en el lugar.
La gran impresión que le produjo, casi hizo que Joe tirara su cinco ganador antes de lo que deseaba.
Ahora sentía que las oleadas de dolor habían dejado de atenazar su brazo izquierdo, y que sus nervios se hallaban tensos y afinados como las cuerdas de una guitarra nueva, de tal forma que tres tiros después sacó su cinco, ganando y disponiéndose a empezar a jugar de verdad.
De entrada, ganó nueve veces, haciendo siete veces siete puntos, dos veces once, y llevando su primera apuesta inicial de un dólar hasta cuatrocientos dólares. Todavía no se había retirado ninguno de los Hongos Importantes, pero algunos de ellos ya comenzaban a sentirse preocupados y dos sudaban copiosamente. Aunque desde las profundidades cavernosas de sus órbitas parecía seguir el juego con gran interés, el Gran Jugador todavía no había cubierto ninguna de las apuestas de Joe.
Entonces Joe tuvo un pensamiento diabólico. Esa noche nadie le iba a poder vencer, pero si seguía manteniendo los dados en su poder hasta que todos los de la mesa hubieran perdido su dinero, no podría llegar a ver al Gran Jugador ejercitando sus habilidades. Y esto era realmente importante para él. Además, pensó, tenía que devolver cortesía por cortesía y tenía que darse la oportunidad de ser él también un caballero.
–Saco cuarenta y un dólares menos cinco centavos –anunció–. Me juego un penique.
No se oyeron susurros sibilantes esta vez, y la cara de luna del señor Huesos no se ensombreció. Pero Joe era consciente de que el Gran Jugador le contemplaba con desilusión, con pena o tal vez sólo de un modo especulativo.
Entonces, alegre de ver las dos pequeñas calaveras más vistosas de todas, Joe se decidió a tirar un doce perdedor, y los dados pasaron al Hongo Importante de su derecha.
–Sabía cuándo se acabaría su suerte –oyó decir a otro Hongo Importante con admiración.
Aunque los jugadores no se enardecieron y las apuestas no subieron demasiado, el juego cobró velocidad alrededor de la mesa.
–Me juego cinco dólares. –Apuesto diez. –Juego veinte.
Alguna que otra vez, Joe cubrió parte de una apuesta, ganando siempre más de lo que perdía. Cuando los dados pasaron a las manos del Gran Jugador, tenía más de siete mil dólares y la cosa empezaba a ponerse buena.
El Gran Jugador los mantuvo durante cierto rato en la mano, con ademán firme, mientras los miraba pensativamente sin que apareciera en su frente una sola arruga de preocupación, y sin que brillara en sus sienes la más mínima gota de transpiración.
–Apuesto sesenta dólares.
Cuando estas palabras murieron en el aire, cerró los dedos, agitó ligeramente los dados, con un sonido como el que producirían varias semillas grandes dentro de una calabaza a medio secar, y negligentemente tiró los dados hacia el extremo de la mesa.
Joe nunca había visto tirar los dados así. Limpiamente, los huesecillos viajaron por el aire, sin girar sobre sí mismos, chocaron exactamente en la unión del borde lateral y la parte horizontal de la mesa y se detuvieron allí, sumando siete puntos.
Joe quedó muy desilusionado. Cada vez que él tiraba solía hacer los cálculos para que el resultado fuera, por ejemplo, lanzar un tres para arriba, un cinco al norte, dando dos vueltas y media en el aire, chocar en la esquina del seis – cinco – tres, rodar tres cuartos de vuelta y torcerse hacia un lado un cuarto, rebotar en el borde uno – dos, girar media vuelta hacia atrás, torcerse hacia la izquierda tres cuartos, caer sobre el cinco, rodar dos veces y obtener un dos.
Comparada con todo esto, la técnica del Gran Jugador había sido horrible, abismal y ridículamente simple. Claro que a Joe le hubiera sido muy fácil repetirla. No era más que una forma elemental de su antiguo pasatiempo en que trataba de volver a introducir los trozos de roca en sus agujeros originales. Pero a nuestro héroe jamás se le hubiera ocurrido intentar un tiro tan infantil en una mesa de juego. Haría todo lo que fuera muy simple y terminaría por quitarle interés al hecho.
Otra de las razones por la que Joe nunca había utilizado una técnica tan simple era porque no creyó jamás que el resto de los jugadores la aceptaran. De acuerdo con todas las reglas que conocía, un tiro así era de lo más cuestionable. Siempre existía la posibilidad de que uno u otro de los dados no alcanzara el borde de la mesa o bien quedara torcido entre el borde y la parte horizontal. Además, recordaba que solía ser una exigencia habitual que los dados rebotaran en los laterales y quedaran separados del borde una distancia mínima.
Sin embargo, y Joe se fijó bien en esto, los dados habían quedado pegados contra el borde del extremo. A pesar de lo cual todos los que rodeaban la mesa parecían aceptar el tiro. La chica de los dados ya los había recogido y el que aceptó la apuesta del Gran Jugador la estaba pagando. Parecía que en «El Osario» había una interpretación distinta de las reglas, y Joe consideraba que éstas jamás se debían cuestionar, tal como le habían aconsejado la esposa y la madre, a fin de que las cosas fueran más fáciles.
Además, en esa vuelta no había apostado dinero.
Con una voz parecida al sonido del viento entre los árboles del Cementerio de los Cipreses, o en Marte, el Gran Jugador anunció:
–Apuesto un siglo.
Era la mayor de las apuestas de esa noche, y llegaba a diez mil dólares. Además, el énfasis que el hombre de negro había puesto en sus palabras la hacía parecer todavía más grande. En el lugar se hizo el silencio. El jazz comenzó a sonar como con sordina, los gritos de los croupiers se tomaron más débiles e incluso las bolitas de la ruleta parecían hacer menos ruido al detenerse en sus casilleros. La gente que rodeaba la Mesa Más Destacada aumentó en número, y las muchachas y muchachos al servicio del Gran Jugador le rodearon procurando que nadie le estorbara al tirar.
Joe vio que la apuesta era de treinta dólares más de los que tenía en la mesa. Tres o cuatro de los Hongos Importantes tuvieron que hacerse señales antes de aceptarla.
El Gran Jugador arrojó los dados y, en la misma forma infantil de la primera vez, sacó otro siete.
Volvió a apostar la misma cantidad, y volvió a repetir la misma simpleza.
Y otra vez más.
Y otra vez más.
Joe estaba empezando a preocuparse e indignarse. Era injusto que el Gran Jugador estuviera ganando apuestas tan importantes con tales tiros maquinales y poco románticos. Los dados no giraban ni un ápice en el aire, así que ni siquiera se les podía llamar tiros. Era el tipo de comportamiento que uno esperaría de un robot, y habría que admitir que no sería un robot programado con imaginación. Joe no había arriesgado ninguna de sus fichas cubriendo una apuesta del Gran Jugador, pero si las cosas seguían así, se iba a ver obligado a hacerlo. Confesando su derrota, dos de los Hongos Importantes se habían retirado de la mesa, y ningún otro había ocupado los lugares vacíos. No tardaría mucho en surgir una apuesta que el resto de los Hongos Importantes no podrían cubrir, y entonces Joe tendría que decidirse entre arriesgar algunas de sus fichas o bien retirarse del juego. Y no podía hacer eso, no mientras el poder surgía de su mano derecha como el rayo encadenado.
Joe esperó y esperó, confiando en que aparecería alguien para cuestionar la forma en que el Gran Jugador tiraba los dados, pero nadie lo hizo. A pesar de sus esfuerzos por parecer imperturbable, se dio cuenta de que su cara se tomaba más y más roja.
Con un gesto de su mano izquierda, el Gran Jugador detuvo el movimiento de la muchacha de los dados, cuando ésta se disponía a recogerlos. Los ojos, como pozos profundos, miraron directamente a Joe, que se esforzó por mantener la mirada con tranquilidad. En ellos todavía no se podía hallar expresión alguna. Joe comenzó a sentir en su cuello el roce helado de una nada agradable sospecha.
Con perfecta amabilidad y con los mejores modales, el Gran Jugador dijo:
–Si bien la caballerosidad le impide decirlo en voz alta, tengo la impresión de que el excelente jugador que se halla frente a mí tiene dudas respecto a la validez de mi último tiro. Lottie, por favor, la prueba de la carta.
La altísima muchacha de marfil sacó una carta de un mazo guardado bajo la mesa, y se la pasó a Joe con un venenoso relampagueo de sus pequeños y blancos dientes. Este la cogió al vuelo y la examinó brevemente. Era la más delgada, rígida, chata y reluciente carta que jamás hubiera visto. Además, era el Comodín, por si esto fuera significativo. Perezosamente, se la volvió a pasar a la muchacha, y ésta la deslizó suavemente, dejándola caer por su propio peso, a lo largo del borde de la mesa junto al cual se hallaban los dados. Llegó hasta la pequeña depresión que dejaban los bordes redondeados entre la felpa negra y el resto del dado. Diestramente, la muchacha la movió sin esfuerzo alguno, demostrando así que no existía ningún espacio entre los cubos o entre ellos y los bordes de la mesa.
—¿Satisfecho? —preguntó el Gran Jugador.
Contra su voluntad, Joe movió la cabeza afirmativamente. El hombre negro le dedicó una inclinación de cabeza. La muchacha de los dados le sonrió con una mueca algo despreciativa de sus delgados labios, mientras inspiraba adelantando sus senos, blancos y pequeños como picaportes de porcelana, hacia nuestro héroe.
De un modo indiferente, casi con un aire de aburrimiento, el Gran Jugador continuó con su rutina de apostar su siglo y ganar con siete puntos. Uno tras otro, los Hongos Importantes se marchitaron y giraron sobre sus talones, con el rabo entre las piernas, alejándose de la mesa. Rápidamente, un tipejo de cara especialmente colorada fue llamado para ver si tenía alguna ayuda que ofrecer, pero sólo pudo perder los adicionales dineros apostados. Mientras tanto, las pilas de fichas pálidas y negras del Gran Jugador habían alcanzado ya una enorme altura.
Al tiempo que Joe se iba poniendo más y más furioso, sentía cada vez más miedo. Observó, tal como lo haría un halcón o un satélite espía, el rebotar de los dados contra el borde de la mesa, pero no pudo hallar justificación alguna para pedir otra prueba, ni tampoco se animaba a cuestionar las reglas imperantes en esta casa de juego ahora que el hombre de negro había tirado ya tantas veces los dados. Era enloquecedor, realmente alienante pensar que si hubiera podido poner sus manos sobre los cubos una vez más, habría destruido los negros pilares de esta supuesta aristocracia del juego. Se maldijo repetidamente por la forma suicida, presuntuosa y estúpida en que había pasado los dados cuando los tenía.
Para empeorar las cosas, el Gran Jugador comenzó a mirar a Joe fijamente con esos sus ojos que parecían minas de carbón. Tal como Joe pudo ver, ahora tiró tres veces sin mirar siquiera los dados o los bordes verticales de la mesa. Mientras le observaba, parecía tan desagradable como la esposa o la madre. Mirando, mirando, mirando a Joe.
Aquella fija observación de esos ojos que no eran ojos inundaba a Joe de un terrible miedo. Un terror sobrenatural se añadió a su certeza de que el Gran Jugador era un muerto. Nuestro héroe no cesaba de preguntarse con quién estaba jugando esa noche. Experimentaba curiosidad y miedo. Una curiosidad llena de terror, tan fuerte como su deseo de volver a tener los dados en su mano y ganar. Mientras el poder pulsaba en su mano como una locomotora frenada o un cohete que quiere ser disparado, sintió que sus cabellos se erizaban y que la carne se le ponía de gallina.
Mientras tanto, el Gran Jugador mantenía su compostura, su elegancia cubierta de satén y coronada por su sombrero cómplice, su compostura elegante, suave, cortés, letal. De hecho, lo peor que encajaba Joe era que, tras admirar el perfecto comportamiento del Gran Jugador en cuanto a las reglas del juego, ahora se veía confrontado al desencanto que le causaba su forma maquinal de tirar los dados, pudiendo únicamente atraparlo en algún mínimo detalle técnico.
La defección sistemática de los Hongos Importantes continuaba. El número de los espacios vacíos comenzó a sobrepasar a los llenos y, finalmente, sólo tres de ellos quedaron ocupados.
«El Osario» estaba ahora tan silencioso como el Cementerio de los Cipreses o como la Luna. La música se interrumpió y lo mismo sucedió con las risas alegres, al deslizarse de los pies, el chillido de las muchachas y el tintineo de los vasos y las monedas. Todo el mundo pareció concentrarse en lo que sucedía en la Mesa Más Destacada y los espectadores fueron agrupándose en una fila tras otra de silenciosa espera.
Joe se hallaba vapuleado por la sensación de que debía estar alerta, por el desprecio que experimentaba por sí mismo, por las salvajes esperanzas que le recorrían, por la curiosidad y por la audacia.
El tono de la piel del Gran Jugador continuaba oscureciéndose y llegó un momento en que Joe comenzó a preguntarse si no habría entrado en el juego con un negro, tal vez un brujo vudú a quien se le estaba disolviendo el maquillaje.
Muy pronto sucedió que hubo que enfrentar otra apuesta del mismo monto y los dos Hongos Importantes restantes no llegaron a cubrirla. Joe tuvo que sacar un diez de su pobre pila o decidirse a retirarse del juego. Al cabo de un momento de duda, optó por lo primero.
Y perdió.
Retrocediendo, los dos Hongos Importantes renunciaron al juego.
Joe sintió el impulso de confesarse vencido cuando los dos ojos implacables se dirigieron hacia él y oyó murmurar al Gran Jugador:
–Le apuesto su pila.
Después de todo, pensó Joe, sus seis mil dólares realmente impresionarían a su esposa y a su madre.
Pero no podía soportar la idea de tener que sentir las risas ahogadas de la multitud, o de pensar que debería recordar toda la vida que pudo tener una última oportunidad, no importa cuán débil fuera, de enfrentarse con el Gran Jugador y ganarle.
Asintió con la cabeza.
El hombre de negro tiró. Joe se inclinó sobre la mesa, olvidando su vértigo y siguiendo el movimiento de los dados con ojos de águila, con la precisión de un telescopio espacial.
–¿Satisfecho?
Joe sabía que tendría que contestar con un «sí», y luego retirarse con la cabeza tan alta como le fuera posible. Después de todo, sería la forma de actuar de un caballero. Pero luego se dijo que él no era un caballero, sino un pobre minero que se partía en dos trabajando y que lo único que poseía era una gran precisión tirando los dados.
También se dijo a sí mismo que, probablemente, era muy peligroso decir otra cosa que no fuera un «sí», rodeado como estaba de enemigos y extraños a su causa. Pero, después de todo, se preguntó qué derecho tenía él, un miserable mortal, de preocuparse por el peligro, él, que se veía obligado a llevar a su casa las manos vacías por el fracaso.
Además, uno de los dados, reluciente de rubíes, se hallaba ligeramente desalineado respecto al otro.
Fue el mayor esfuerzo de toda la vida de Joe, pero tragó saliva y se atrevió a decir:
–No. Lottie, la prueba de la carta.
La muchacha de los dados hizo una mueca de desprecio y retrocedió como si fuera a escupirle a los ojos. Joe tuvo la sensación de que su saliva sería mortal veneno de cobra. Pero el Gran Jugador le hizo una seña con un dedo, reprobando su actitud. Ella tiró una carta en dirección a Joe, lo hizo de un modo tan despreciativo que desapareció bajo la negra felpa durante un instante antes de llegar a las manos de Joe.
La carta estaba caliente y tenía un color marrón pálido, si bien no pudo hallar defectos en ella. Joe tragó con dificultad y se la devolvió.
Sonriéndole con un gesto venenoso, Lottie la hizo deslizar a lo largo del borde… Al cabo de un momento de suspenso, pasó por debajo del dado que a Joe le parecía sospechoso.
Una inclinación y luego un susurro.
–Tiene usted ojos de gran agudeza, señor. Mis más sinceras disculpas y… los dados son suyos.
Cuando Joe vio que los cubitos estaban enfrente de él, creyó que iba a sufrir un ataque de apoplejía. Todos los sentimientos que le abrumaban, incluyendo su curiosidad, se elevaron hasta llegar a un máximo increíble de intensidad y cuando dijo: «Apuesto todo», y el Gran Jugador le contestó: «Acepto la apuesta», cedió a un impulso incontrolable y arrojó los dados a los ojos del hombre negro, a esos ojos de medianoche, sin brillo alguno.
Los dados penetraron en el cráneo del Gran Jugador y allí quedaron rebotando, con un ruido sordo y horripilante.
Extendiendo las manos para indicar a sus servidores que nadie debía tomarse represalias en la persona de Joe, el hombre de negro hizo una gárgara con los cubos, los escupió sobre la mesa, y éstos se detuvieron en el centro, uno de ellos bien apoyado, pero el otro sostenido a media caída por su compañero.
–Los dados no han caído bien, señor –dijo el Gran Jugador–. Deberá usted tirar de nuevo.
Tratando de reponerse del susto, Joe tiró los dados pensativamente. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que ahora sí era capaz de determinar cuál era el verdadero nombre del Gran Jugador, pero que, a pesar de todo, seguiría adelante con su apuesta.
Hablando consigo mismo, Joe trataba de dilucidar la forma en que un esqueleto podía mantenerse en pie. ¿Los huesos tendrían cartílago y tendones, se hallarían unidos por alambres, se lograría esto con campos de fuerza o sería cada uno de los huesos un potente imán cálcico, unido a su vecino? Tal vez allí residía la explicación de la rara electricidad de marfil, tan mortal en apariencia.
En el gran silencio de «El Osario», alguien carraspeó, una muchacha rió nerviosamente y una moneda cayó de la bandeja de la más desnuda de las encargadas del cambio, tintineó con sonido alegre y rodó musicalmente a través del piso.
–Silencio –fue la respuesta del Gran Jugador, y con un movimiento tal vez demasiado rápido para que pudiera ser seguido, llevó una mano al interior de su gabán, y luego la colocó en la mesa, enfrente de él. Había extraído un revólver plateado, de cañón corto, que relucía sobre el negro fieltro–. La primera persona que haga el menor ruido, desde la más humilde de las empleadas negras hasta usted, señor Huesos, cuando mi digno adversario tire los dados, recibirá un balazo en la cabeza.
Sintiéndose poseído de una extraña agitación, Joe se inclinó cortésmente, y luego decidió que comenzaría con un siete, compuesto por un as y un seis. Tiró los dados y esta vez el Gran Jugador, a juzgar por los movimientos de su cráneo, siguió el correr de los mismos con sus ojos inexistentes.
Los dados cayeron, rodaron y se detuvieron. Sin dar crédito a sus ojos, Joe vio que, por primera vez en toda su vida de jugador de dados, había cometido un error. O tal vez fuera que el Gran Jugador poseía en su mirada un poder mayor que el de su mano derecha. El dado que había tirado para que mostrara un seis estaba bien colocado, pero el que debía señalar un as había rodado de más y ahora se veía un seis adicional.
–Fin del juego –dijo sepulcralmente el señor Huesos.
El Gran Jugador levantó una mano marrón y esquelética.
–No necesariamente –susurró. Sus negras órbitas se dirigieron a Joe como los negros interiores de dos cañones que le apuntaran–. Joe Slattermill, si así lo deseas, todavía tienes algo de valor para apostar: tu vida.
A estas palabras contestó una serie de risitas, de gorgoteos histéricos, de carcajadas, de ruidos broncos, de gritos descontrolados, que surgieron de todo «El Osario». El señor Huesos resumió los sentimientos de todos cuando preguntó:
–¿Qué valor puede tener la vida de un vago como Joe Slatermill? Ni dos centavos.
El Gran Jugador puso una mano sobre el reluciente revólver que tenía delante de él y, cuando todas las risas cesaron abruptamente, dijo:
–Yo la quiero –con voz apenas audible–. Por lo que a mí respecta, Joe Slattermill me ha proporcionado las ganancias de esta noche, y agrego todos los placeres y posesiones del mundo como apuesta adicional. Tú apostarás tu vida, y conjuntamente con ella tu alma. Tú mismo tirarás los dados. ¿Qué decides?
Joe Slattermill vaciló, pero entonces sintió intensamente todo el drama de la situación. Lo pensó bien y decidió que no iba a dejar de ser el centro de este espectáculo para volver a su casa arruinado, a su esposa y a su madre expectantes, a su hogar que se caía en pedazos, y a un Don Tripas que ya habría perdido las esperanzas. Tratando de darse coraje, se dijo a sí mismo que tal vez no hubiera tal poder en la mirada del Gran Jugador, tal vez había cometido el primer error de su carrera de jugador de dados, y, además, se inclinaba a aceptar el juicio del señor Huesos acerca del valor verdadero de su vida.
–Apostado –dijo.
—Lottie, dale los dados.
Como nunca en su vida, Joe se concentró intensamente. El poder cosquilleaba en su mano triunfalmente, y arrojó los dados.
Estos nunca llegaron a la mesa. Describieron una curva hacia abajo, luego hacia arriba, en un loco giro que los apartó del negro fieltro, y finalmente se dirigieron, como pequeños meteoros de rojo brillo, hacia los ojos del Gran Jugador, colocándose en sus órbitas y mostrando, cada uno de ellos, la cara correspondiente a un as.
Ojos de víbora.
Y luego, mientras aquellos ojos rojos y brillantes le miraban despreciativamente, el susurro:
–Joe Slattermill, has perdido.
Con el pulgar y el índice, o mejor dicho, con los huesos correspondientes a esos dedos, el hombre de negro se quitó los dados de las órbitas y los dejó en la mano de Lottie, enguantada de blanco.
–Has perdido, Joe Slattermill –volvió a decir tranquilamente–. Y ahora puedes pegarte un tiro –tocó el revólver plateado–. O degollarte –sacó un cuchillo afiladísimo de su gabán—. O envenenarte –unió a las dos armas una botellita de veneno–. O dejar que te bese esta señorita, que te matará.
Atrajo hacia él a la muchacha más bonita, de perverso aspecto. Coquetamente, ésta dio un brinco, arregló su falda violeta y le dedicó a Joe una mirada provocativa y hambrienta, con una sonrisa que descubrió sus caninos blancos y largos.
–O también –agregó el Gran Jugador, haciendo un gesto indicador con la cabeza– puedes elegir la Gran Zambullida.
Joe dijo con tranquilidad:
–Elijo la Gran Zambullida.
Puso su pie derecho en el fieltro negro, su izquierdo en el borde, y… súbitamente, con un salto de tigre, se abalanzó saltando a través de la mesa, a la garganta del Gran Jugador, pensando con cierto alivio que después de todo el poeta no parecía haber sufrido demasiado.
Mientras volaba por el aire, tuvo una perfecta imagen de lo que había debajo, pero su cerebro no tuvo tiempo de desarrollar la sensación, puesto que inmediatamente estaba cayendo sobre el hombre de negro.
Sintió el choque de una mano marrón en la sien, en un golpe de judo rápido como el relámpago. ..y luego vio que los dedos marrones, o mejor dicho los huesos, se desparramaban en todas direcciones por el suelo. La mano izquierda de Joe no encontró resistencia al presionar sobre el pecho del Gran Jugador, como si debajo del gabán satinado no hubiera más que vacío y su mano derecha, que dirigió hacia el cráneo oculto por el sombrero, sintió que bajo su contacto los huesos se rompían en pedazos. Pocos segundos después, Joe se halló en el suelo rodeado por unas ropas negras y unos fragmentos marrones del esqueleto del hombre de negro.
Rápido como el relámpago, se puso de pie y alargó la mano hacia una de las pilas de fichas y dinero que había sobre la mesa del Gran Jugador. Sólo tuvo tiempo para dar un manotazo. No pudo determinar si había a la vista alguna ficha negra o algún montón de oro o plata, así que tomó las fichas de tono claro que encontró, llenándose con ellas el bolsillo izquierdo del pantalón, y salió corriendo.
Entonces todos los presentes en el lugar se lanzaron en su persecución. Dientes, cuchillos y nudillos de acero relucían. Le golpearon, arañaron, patearon, pisotearon y pincharon con toda clase de aguijones de metal. Uno de los músicos, con una cara negra, de ojos inyectados en sangre, le golpeó con su trompeta. La imagen de la chica de los dados pasó ante sus ojos como un fogonazo, y trató de aferrarla, pero se le escapó. Alguien intentó aplastar un cigarrillo encendido contra uno de sus ojos. Lottie, sacudiéndose y retorciéndose como una boa constrictor, casi logró pasar por su cuello un lazo para estrangularlo, a la vez que intentaba atacarlo con unas tijeras. Flosie, erizada y agresiva como un maléfico duende felino, trató de arrojarle ácido a la cara, de una botella cuadrada que llevaba en la mano. El señor Huesos disparaba balas a su alrededor utilizando el revólver plateado. Se le apuñaló, se le atacó con agresivos ganchos puntiagudos, se le tendieron trampas, se le golpeó, se le dieron rodillazos y puntapiés, se le aporreó, se le mordió y se le dieron pisotones.
Algo sucedía, ya que ninguno de los golpes o tomas de lucha tenían una fuerza capaz de destruirle. Era como pelear con fantasmas. Finalmente, Joe comprendió que toda la concurrencia de «El Osario», unida en la agresión, tenía muy poca fuerza más que él.
Se sintió alzado por la multitud y llevado hacia las puertas. Allí fue arrojado al exterior, y cayó dando con el trasero en la vereda. Ni siquiera esto dolió mucho. Más bien parecía un golpe dado para alentar.
Inspiró profundamente y se palpó todo el cuerpo para asegurarse del estado de sus huesos. No parecía haber sufrido ningún daño importante. «El Osario» quedó silencioso y sumido en las penumbras, como una tumba, como Plutón o como el resto de Ironmine, sin ir más lejos.
A medida que sus ojos se iban adaptando a la oscuridad, al débil resplandor de las estrellas y al paso ocasional de una espacionave, vio una puerta de hierro en el lugar donde habían estado las de vaivén.
Se dio cuenta de que estaba masticando algo que tenía una corteza dura, algo que había llevado en la mano durante todo el fracaso final. Realmente, era muy sabroso, como el pan que su esposa horneaba para los mejores clientes. En ese momento, su cerebro elaboró la percepción que había tenido en el instante en que saltaba por encima de la mesa de juego. Era una delgada cortina de llamas que se movía lateralmente en el centro de la mesa, y detrás de esa cortina las caras de su esposa, su madre y Don Tripas, con expresión de asombro. Entonces se dio cuenta de que lo que masticaba era un fragmento del cráneo del Gran Jugador, y recordó la forma de las tres hogazas que su esposa había comenzado a hornear cuando dejó la casa. Y comprendió los procedimientos mágicos que ella había usado para permitirle una pequeña escapada en que él pudiera sentirse un poco más hombre, retornando luego a su hogar con los dedos quemados.
Escupió lo que tenía en la boca y arrojó el resto de trozo de cráneo horneado que tenía en la mano.
Se metió la mano en su bolsillo izquierdo. En la lucha, la mayoría de las fichas pálidas habían sido aplastadas, pero halló una íntegra y exploró la superficie con sus dedos. El símbolo que tenía grabado era una cruz. Se la llevó a la boca y comió un pedazo. Tenía un delicado y delicioso sabor. Entonces, se la comió entera y sintió que sus fuerzas renacían. Palpó con placer su abultado bolsillo. Por lo menos, comenzaba el largo viaje bien aprovisionado.
Luego giró y comenzó a caminar hacia su casa, pero tomando el camino más largo: alrededor del mundo.
Un cuento del gran autor polaco Stanislaw Lem (1921-2006), proveniente del libro Fábulas de robots. El ambiente de la historia puede parecer extraño: aunque sus personajes son robots, la trama y el tono del texto pertenecen más bien al terreno de los relatos populares y los cuentos de hadas, pero es que Lem emplea al robot como personaje icónico, parte de ya de la historia de la literatura y no tanto aviso de un futuro todavía por venir. Además, «Los consejeros del rey Hidropsio» da una vuelta más a sus personajes colocándolos no sólo en un ambiente mítico, sino subacuático. La traducción es, si no me equivoco, de Jadwiga Maurizio, y está tomada de la edición del libro publicada por la extinta editorial Bruguera.
LOS CONSEJEROS DEL REY HIDROPSIO
Stanislaw Lem
La de los argonautas fue de las primeras entre las tribus estelares que alcanzaron el conocimiento en el fondo de los océanos planetarios.
Uno de los integrantes de su reino era Acuacia, que reluce en el cielo del norte como un gran zafiro en un collar de topacios. En aquel planeta submarino reinaba desde hacía muchísimos años el rey Hidropsio de Todos los Peces. Una mañana llamó a la sala del trono a cuatro ministros de la Corona; se presentaron ante él, se inclinaron ante el monarca todos vestidos de esmeralda, y mientras Hidropsio se oreaba con su gran abanico dijo:
-¡Incorruptibles dignatarios! Hace ya quince siglos que reino sobre Acuacia, sus ciudades submarinas y sus azules praderas sumergidas; durante todo ese tiempo he extendido las fronteras del Estado sumergiendo numerosas tierras, y siempre honré los estandartes impermeables que me legó mi padre, el gran Ictiócrates, logrando grandes victorias, cuya gloria no me toca a mí señalar, en las batallas contra los temibles microcitas. Sin embargo, el poder está resultándome una carga insoportable y por eso he decidido tener un hijo que ocupe el trono de los inóxidos y gobierne con justicia. Por eso me dirijo a vosotros, mis fieles dignatarios: a ti, mi leal Hidrociberio Amasidio; a ti, mi gran Programador Dióptrico, y a vosotros también, mis buenos consejeros Filonauta y Minogario, para que me inventéis el hijo que necesito. Y ojalá sea inteligente, pero sin demasiada afición a los libros, porque el exceso de saber debilita la voluntad de acción. Que sea bueno, pero sin exageración. Deseo que mi hijo sea valiente, pero sin ser temerario; sensible, pero sin caer en la ternura. Que se me parezca y que bajo su piel esconda esa misma escama de tantalio y que los cristales de su mente sean tan transparentes como el agua que nos rodea y sustenta. Y ahora, ¡manos a la obra!, ¡en nombre de la Gran Matriz!
Dióptrico, Minogario, Filonauta y Amasidio se inclinaron respetuosamente ante el rey y se marcharon en silencio, meditando en las palabras de su señor, pero no como lo hubiese deseado el poderoso Hidropsio. Pues Minogario deseaba usurpar el trono de Acuacia, mientras que Filonauta favorecía secretamente al enemigo de los argonautas, Microditón. En cuanto a Amasidio y Dióptrico eran enemigos mortales y cada cual deseaba sobre todas las cosas la caída del otro y de los demás dignatarios de la Corona.
Amasidio iba pensando: “El rey quiere que realicemos un hijo para él; nada sería más fácil que grabar en la micromatriz del príncipe la más profunda aversión hacia Dióptrico, ese palurdo gordinflón inflado como un globo, y en cuanto nuestro príncipe acceda al trono, mandará que lo ahoguen, sacándole la cabeza al aire. Eso sería estupendo.
Pero -siguió pensando el eminente Hidrociberio Amasidio- no cabe duda que el propio Dióptrico tendrá el mismo plan que yo y, como programador que es, tiene muchas más posibilidades para inculcarle al futuro príncipe el odio hacia mí. ¡Mal asunto! ¡Habré de tener los ojos bien abiertos cuando los cuatro juntos metamos la matriz en el horno de hacer niños!”
“No sería difícil -iba pensando el dignatario Filonauta en ese mismo instante- inculcarle al príncipe una gran simpatía hacia los microcitas. Pero de eso se percatarían en seguida y el rey mandaría decapitarme. Así que le inculcaré al príncipe solamente el amor por las cosas diminutas, lo cual será mucho más seguro, y si me preguntan diré que solamente pensaba en los seres diminutos que pululan debajo del agua y que me olvidé de ajustar el programa advirtiéndole que no hay que amar lo que no está sumergido. En el peor de los casos, el rey me quitará mi Orden del Gran Borboteo, pero no me cortarán la cabeza, que es lo que más me importa, y que ni el mismo rey de los microcitas, Nanoxerio, sería capaz de devolverme.”
-¿Por qué están tan callados, señores dignatarios? -preguntó Minogario-. Pienso que hemos de empezar sin pérdida de tiempo, pues no, hay para nosotros nada más sagrado que las órdenes del rey.
-Callo precisamente porque estoy reflexionando sobre ellas -replicó Filonauta, mientras Dióptrico y Amasidio agregaban a un tiempo-: ¡Estamos listos!
Así que los cuatro dignatarios, de acuerdo con las viejas tradiciones, se recluyeron en una sala cuyos muros eran de escamas de esmeralda y cuyas puertas sellaron desde fuera con siete capas de resina submarina, y el mismo Macistos, señor de las inundaciones planetarias, puso en los sellos su blasón del Agua Silenciosa.
A partir de ese momento, nadie podría interrumpir la tarea de los dignatarios hasta que estuviera terminada, y, emitiendo la señal convenida, se rompieran los precintos y tuviera lugar, la gran ceremonia de presentación del príncipe.
Los dignatarios se dedicaron a su tarea, pero ésta resultó bastante larga, pues no era su intención concebir el príncipe deseado por el rey Hidropsio, sino engañarle, y cada dignatario pretendía asimismo engañar a sus tres compañeros y salirse con la suya.
El rey estaba impaciente, pues ya habían pasado ocho días y ocho noches y los dignatarios seguían encerrados en su sala de esmeralda sin dar señales de vida. Pues también trataron de postergar el inicio de la tarea, contando con que los demás se cansarían, para entonces meter rápidamente la matriz en el horno y que les saliera un príncipe capaz de satisfacer sus deseos personales.
A Minogario le consumía el ansia del poder y a Filonauta la sed del dinero que los microcitas le habían prometido, mientras que Amasidio y Dióptrico se odiaban a muerte.
Al acabársele la paciencia más que las fuerzas, el malvado Filonauta dijo:
-No entiendo, señores dignatarios, por qué razón nuestra tarea se prolonga de esta manera. El rey nos dio indicaciones muy precisas; hubiéramos debido atenernos a ellas; si así lo hubiésemos hecho, ya tendríamos al príncipe. Empiezo a sospechar que vuestra lentitud se debe a motivos que nada tienen que ver con los deseos de, nuestro señor. Y de seguir así las cosas, con gran dolor de mi corazón no tendré más remedio que plantear el votum separtum, o sea elaborar un informe…
-¿Qué está diciendo? -espetó Amasidio, moviendo sus relucientes agallas con tal furia que temblaron los flotadores de sus condecoraciones-. Vaya, yo también tengo ganas de informar al rey de que, no sabemos por qué razón inconfesable, usted ha roto ya dieciocho matrices de perla que logramos elaborar, cuando con la fórmula sobre el amor a lo pequeño no dejó ni el más mínimo espacio para prohibir el afecto a todo lo que no sea submarino. Nos quería convencer, digno Filonauta, que sólo se trataba de una omisión; pero repetirla dieciocho veces es motivo más que suficiente para que lo encierren con los traidores o los locos.
Al verse desenmascarado, Filonauta intentó defenderse, pero Minogario se le adelantó diciendo:
-Cualquiera diría, noble Amasidio, que asiste a nuestra reunión como una medusa sin mácula, cristalina. Pues, de un modo inconcebible, también por once veces consecutivas manipuló en la matriz todo cuanto ha de odiar el príncipe, añadiendo una vez un rabo trífido, dos veces unos ojos saltones y en otra ocasión un doble vientre blindado y tres manchas rojas, como si no supiera que todas esas características pueden relacionarse con Dióptrico, aquí presente y pariente del rey, y con ello inculcar en la mente del príncipe el odio a nuestro colega.
-¿Y por qué en la última matriz Dióptrico siguió grabando el desprecio a todos los seres cuyo nombre termina en “¡dio”? -preguntó Amasidio-. Y puesto que a eso nos referimos, ¿por qué usted mismo, señor Minogario, ignorando las cosas que el príncipe no ha de afrontar, se obstinó en insertar un asiento pentagonal apoyado en unas aletas brillantes? ¿Acaso ignora que en realidad el trono se parece a un cubilete metido en otro cubilete?
De pronto, en la sala de esmeralda reinó un tenso silencio, roto al fin por el débil borboteo de los dignatarios, que disputaron largamente, defendiendo sus contrapuestos intereses, hasta que por fin Filonauta y Minogario se pusieron de acuerdo en que la matriz del príncipe se dispusiera de forma que éste sintiera simpatía hacia todo lo pequeño y dejara lugar a dichas formas. Filonauta pensaba con ello en los microcitas, mientras Minogario pensaba sobre todo en su propia persona, puesto que era el más pequeño de los allí presentes. Dióptrico también aceptó esta posibilidad, pues Amasidio era el más alto de los cuatro. Pero éste se resistió furiosamente, aunque de pronto dejó de hacerlo; acababa de ocurrírsele que no solamente podía volverse más pequeño, sino también sobornar al zapatero de la corte para que herrase las suelas de las botas de Dióptrico con unas plaquitas de tantalio, con lo que su enemigo sería más alto y se ganaría la antipatía del príncipe.
Los dignatarios terminaron rápidamente su tarea, metieron la matriz en el horno y, tras echar los residuos por la trampilla de la sala de esmeralda, comenzó la gran ceremonia de presentación del nuevo heredero al trono.
En cuanto la matriz con el proyectado príncipe entró en el horno, la guardia real formó ante la puerta de donde había de salir el futuro rey de los argonautas, mientras Amasidio ponía en marcha su plan. El zapatero de la corte, por él sobornado, empezó a herrar las suelas de las botas de Dióptrico con una cantidad cada vez mayor de plaquitas de tantalio. El príncipe ya estaba bajo la vigilancia de los jóvenes metalúrgicos, cuando Dióptrico, al verse en el gran espejo del palacio, se dio cuenta con espanto que ya era más alto que su enemigo, ¡cuando al príncipe le habían programado cariño solamente para los seres pequeños!
Al regresar a su casa, Dióptrico cogió un martillo de plata y comenzó a golpearse todo el cuerpo con él, hasta que por fin descubrió las plaquitas en sus suelas y en el acto imaginó quién era el culpable.
-¡Traidor! -exclamó pensando en Amasidio-. Y ahora ¿qué hago?
Tras meditar un rato, Dióptrico decidió empequeñecerse. Llamó a su lacayo y le ordenó buscar un buen cerrajero. Pero el lacayo, que no había entendido muy bien la orden de su señor, salió a la calle y regresó con un pobre obrero que se encontró. Este se llamaba Frotón y se pasaba los días gritando por las calles: “¡Pego las cabezas, arreglo los vientres, sueldo las colas, pulo las extremidades!” Tenía Frotón una mujer muy violenta que siempre le esperaba a su regreso con una barra de hierro en la mano, y le molía a golpes, armando un gran alboroto; le quitaba todo el dinero que traía y de propina le golpeaba despiadadamente con su barra.
El pobre Frotón, todo tembloroso, se presentó ante el gran programador, que le preguntó:
-¿Serías capaz de empequeñecerme? ¿No te parece que soy demasiado alto? Me has de hacer más pequeño, pero sin desfigurarme. Si lo haces bien, tendrás una buena recompensa, pero tendrás que guardar el secreto, si te vas de la lengua, mandaré que te atórnillen.
Frotón se quedó muy asombrado, pero disimuló, pues a las personas importantes suelen ocurrírseles las ideas más raras y caprichosas. De manera que se quedó mirando con gran atención a Dióptrico, lo palpó cuidadosamente y dijo:
-Podría desatornillarle a su señoría la parte central de la cola…
-¡ Ni hablar! -replicó vivamente Dióptrico-. ¡Mi preciosa cola!
-Entonces ¿podría quitarle las piernas? Son totalmente inútiles.
Y realmente los argonautas no utilizaban sus piernas, puesto que sólo eran un vestigio de los antiquísimos tiempos en que sus antepasados aún vivían en seco. Pero Dióptrico se enfadó:
-¡Asno metálico! ¿No sabes que sólo nosotros, los de alta cuna, podemos tener piernas? ¿Cómo te atreves a insinuar que renuncie a mis símbolos de nobleza?
-Ruego a su señoría que me perdone, pero ¿qué puedo quitarle entonces?
Dándose cuenta de que así no podía seguir y que algo tendría que dejarse quitar, Dióptrico exclamó:
-¡Haz lo que te parezca con tal de volverme más pequeño!
Frotón se puso a medir al dignatario, palpó y golpeteó su cuerpo y dijo:
-Si su señoría me lo permite, puedo desatornillarle la cabeza
-¿Te has vuelto loco? ¿Cómo puedo ir por ahí sin cabeza? ¿Cómo podría pensar sin ella?
-¡Eso no es problema, señor! El cerebro de señoría puede colocarse en el vientre, donde sobra sitio.
Dióptrico aceptó y Frotón le quitó muy hábilmente la cabeza, luego colocó la semiesfera cristalina del entendimiento en el vientre, soldó los hilos con mucho cuidado, golpeteó los elementos para comprobar si todo funcionaba adecuadamente, tomó las cinco monedas por su trabajo y el lacayo le acompañó fuera del palacio. Al salir vio en una de las habitaciones a la hija del dignatorio, Aurentina, toda ella hecha de oro y de plata, con su talle esbelto y que al andar sonaba como una campanilla hermosa, y le pareció la criatura más bonita que jamás había visto.
Al regresar a su casa, Frotón se encontró con su mujer, que ya estaba esperándole con su barra en la mano, y pronto se armó un gran alboroto entre el vecindario:
-¡Vaya, esa bruja de Frotona ya está apaleando a su marido!
Mientras tanto, Dióptrico, muy contento al verse empequeñecido, fue al palacio real.
El rey se asombró bastante al ver a su ministro sin cabeza, pero éste le dijo que se trataba de una nueva moda. Amasidio se enfureció al ver que su plan había fallado, y al volver a su casa hizo lo mismo que su enemigo: reducir su cuerpo. A partir de ese momento, ambos dignatarios rivalizaron en la miniaturización de sus personas, y fueron quitándose las agallas y las aletas, las espaldas metálicas y otras partes del cuerpo, hasta que al cabo de una semana los dos podían pasar por debajo de las mesas sin agacharse.
Pero los dos dignatarios restantes, Minogario y Filonauta, conscientes de que el príncipe sólo amaría a los seres más diminutos, se apresuraron en seguir el ejemplo de sus rivales. Finalmente, llegó un momento en que nada podían desatornillarse ni reducir. Desesperado, Dióptrico mandó a su lacayo que volviera a llamar al obrero.
Frotón se presentó y se quedó estupefacto al ver lo poco que ya quedaba del dignatario, que se empeñaba en que lo volviera aún más diminuto.
-Excelencia -dijo Frotón rascándose la cabeza-, me parece que sólo hay una forma de lograrlo, y es desatornillarle el cerebro.
-¿Estás loco? -exclamó Dióptrico.
Pero Frotón le explicó:
-Esconderemos su cerebro en algún lugar del palacio, por ejemplo, en este armario, y su señoría solamente llevará dentro de su cuerpo un pequeñísimo receptor con altavoz, gracias al cual siempre estará conectado electromagnéticamente con su mente.
-Entiendo. La idea me gusta. Así que manos a la obra -aceptó Dióptrico.
Frotón le sacó el cerebro, se lo colocó en un cajón del armario, cerró con llave y se la entregó al dignatario, y seguidamente le metió en el abdomen un aparatito con micrófono. Dióptrico era ya tan pequeño que casi no se le veía.
Al contemplar su pequeñez, sus tres rivales se quedaron atónitos; el rey se asombró, pero no dijo nada. Minogario, Amasidio y Filonauta, desesperados, no tuvieron más remedio que seguir adelante. Se iban reduciendo día tras día y pronto imitaron a su rival: escondieron sus cerebros donde pudieron, en el cajón del escritorio o debajo de la cama, y se convirtieron todos ellos en unas cajitas relucientes con rabo, con un par de condecoraciones casi tan grandes como ellos mismos.
Dióptrico ordenó a su lacayo que fuera a buscar de nuevo al experto Frotón. Este se presentó en el acto y el dignatario le dijo:
-¡Es preciso que me reduzcas a toda costa; te va en ello la vida!
-¡Gran señor! -dijo Frotón inclinándose sobre el dignatario, al que apenas se veía en el fondo del sillón-. Eso va a ser dificilísimo y no sé si…
-¡Haz lo que te ordeno! Arréglatelas como puedas; si consigues reducirme hasta alcanzar el mínimo tamaño, de manera que nadie pueda imitarme, te daré todo lo que pidas.
-Si su señoría me da su palabra de honor, haré cuanto pueda -contestó Frotón, que sintió iluminársele la mente y correr por su cuerpo un río de oro purísimo; pues desde hacía muchos días no dejaba de pensar en la hermosa Aurentina.
Dióptrico juró que así lo haría. Entonces, Frotón tomó las tres últimas condecoraciones del diminuto pecho del gran programador, hizo con ellas una cajita, en su interior puso un aparatito menor que una moneda, lo envolvió todo con un hilo de oro, en un extremo soldó una lámina de oro, la recortó en forma de cola y dijo:
-¡Ya está, excelencia! Con estas condecoraciones todos le reconocerán fácilmente; gracias a esta cola, su señoría podrá nadar, y el aparatito le permitirá conectar con su mente, escondida en el armario.
Dióptrico se puso contentísimo y dijo:
-¿Cuáles son tus deseos? ¡ Pide, que todo lo tendrás!
-Deseo casarme con su hija, la dorada Aurentina.
Dióptrico se enfureció muchísimo ante tal osadía, y nadando alrededor de la cara de Frotón, haciendo resonar sus condecoraciones, le cubrió de insultos, llamándole canalla, ladrón e insensato, y mandó echarle del palacio, mientras él iba al palacio real a bordo de un séxtuple submarino.
Cuando Minogario, Amasidio y Filonauta vieron asomar a Dióptrico bajo su nueva apariencia sólo lo reconocieron por sus condecoraciones, que ahora eran todo su ser sin contar la cola, se pusieron furibundos. Como grandes expertos electrónicos que eran, comprendían que les sería muy difícil continuar con su miniaturización personal, sobre todo si se tenía en cuenta que a la mañana siguiente ya iba a celebrarse la solemne ceremonia del nacimiento del príncipe y no podían perder ni un segundo.
Así que Amasidio y Filonauta decidieron que en cuanto Dióptrico regresara a su palacio, lo secuestrarían, lo cual no resultaría difícil, puesto que nadie advertía la ausencia de un ser tan minúsculo. Así lo hicieron. Amasidio preparó una vieja lata y se escondió dentro de ella tras un arrecife de coral, junto al que había de pasar el submarino de Dióptrico. Cuando la nave se acercó, su lacayo, enmascarado, le salió al encuentro y, antes de que el guardaespaldas de Dióptrico sacara sus agallas para defender a su amo, éste ya estaba encerrado en la lata. Amasidio dobló inmediatamente la tapa de la lata para que el gran programador no pudiera escapar y corrió con ella hacia su casa. Pero de pronto se le ocurrió que no era prudente guardar la lata en su palacio; en ese momento oyó una voz gritando por la calle:
-¡Pego cabezas, sueldo vientres, colas y espaldas, pulo piezas!
Amasidio llamó al hojalatero, que no era otro que Frotón, y le mandó soldar la lata herméticamente. Terminada la soldadura, Amasidio le dio una moneda y le dijo:
-Escúchame bien, soldador: dentro de esta lata hay un escorpión metálico que atraparon en la bodega de mi palacio. Coge esa lata y ve a tirarla a las afueras de la ciudad, al basurero, ¿entendido? Y para mayor seguridad, encima de la lata pones una piedra muy grande, que el escorpión no pueda escapar. Y, por la Gran Matriz, ¡que no se te ocurra abrir la lata, pues de lo contrario morirías!
-No se preocupe, señor, sus órdenes serán cumplidas al pie de la letra -dijo Frotón, quien agarró la lata y su dinero y se marchó.
Pero aquella historia sonaba muy rara y Frotón recelaba; sacudió la lata y se dio cuenta de que algo se movía dentro.
-Esto no puede ser un escorpión -se dijo-; no hay escorpiones tan pequeños… Veré qué es…, pero no ahora…
Frotón fue a su casa, escondió la lata en el desván debajo de unas viejas chapas para que su mujer no la encontrara y se acostó. Pero su mujer se dio cuenta de que había escondido algo en el desván. A la mañana siguiente, cuando Frotón se marchó, gritando, como de costumbre, por las calles: “¡Pego cabezas, sueldo vientres, colas y espaldas!”, su mujer fue al desván, encontró la cajita y, al sacudirla, oyó un ruido metálico. “¡Bandido, sinvergüenza! -pensó Frotona-. A eso hemos llegado, a esconder el dinero!”
Hizo un agujero en la tapa, al no ver nada la arrancó y al mirar de nuevo se encontró con que algo relucía dentro de la lata; acabó por quitarle toda la tapa y entonces Dióptrico, que hasta entonces yacía como si estuviera muerto, pues la tapa hacía de pantalla entre él y su cerebro encerrado en el armario de su palacio, despertó de pronto al conectar con su mente y gritó:
-¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¿Quién ha osado agredirme? ¿Quién eres, odiosa criatura? ¿No sabes que vas a morir atornillada si no me devuelves la libertad?
Al contemplar aquellas tres medallas de oro que saltaban y movían la cola de forma amenazadora, la mujer se asustó muchísimo e intentó escapar; corrió hacia la puerta del desván, pero Dióptrico seguía encima de ella amenazándola y preguntando en qué mundo se encontraba; entonces Frotona tropezó y rodó escalera abajo, rompiéndose el cuello; la escalera que aguantaba la trampilla se vino abajo y Dióptrico quedó encerrado en el desván, nadando de una pared a la otra y pidiendo auxilio en vano.
Al volver a su casa aquella noche, Frotón se extrañó mucho al no ver a su mujer esperándole como siempre en la puerta con la barra de hierro en la mano. Al entrar en la casa se la encontró sin vida y, como era muy bueno, se apiadó de ella, aunque pronto se le ocurrió que aquel accidente le iba a resultar provechoso, pues podría servirse del cuerpo deshecho de su mujer como piezas de recambio que le vendrían muy bien. Así que se sentó en el suelo, cogió un destornillador y se dispuso a desmontar a su esposa, cuando de pronto le pareció oír unos ruiditos en el desván.
-Me suena esa voz… Y de repente Frotón recordó al gran programador del rey, que la víspera le había mandado echar del palacio y aún no le había pagado. Pero ¿cómo ha podido llegar hasta allí?
Puso la escalera contra la trampilla, subió por ella y preguntó:
-¿Acaso anda por ahí su señoría?
-¡Sí, sí, soy yo! -gritó Dióptrico-. Soy yo: alguien me raptó y me metió en una lata; una mujer la abrió, se asustó y se cayó por la trampilla; ésta se cerró y me quedé prisionero. ¡Abreme, quienquiera que seas; libértame, y te juro por la Gran Matriz que te daré lo que quieras!
-Ya he oído esas promesas otra vez y, con perdón de su excelencia, sé muy bien lo que valen -replicó Frotón, que agregó-: Soy el mismo hojalatero al que su señoría mandó echar de palacio.
Entonces Frotón le contó toda la historia: cómo un desconocido dignatario le había ordenado soldar la tapa de lata y tirarla luego al basurero de la ciudad.
Dióptrico supuso que tal dignatario no podía ser otro que uno de los ministros del rey, y con toda seguridad se trataba de Amasidio. Suplicó a Frotón que lo dejara salir del desván, pero éste le preguntó cómo podía creer en su palabra. Después de que el gran dignatario le jurase por todo lo jurable que le daría a su hija como esposa, Frotón abrió la trampilla del desván y, agarrando al magnate entre dos dedos por sus condecoraciones, lo llevó a su palacio. En ese preciso momento daban las doce del mediodía y comenzaba la gran ceremonia de la extracción del hijo del rey del horno donde había permanecido bajo la vigilancia de los jóvenes metalúrgicos. Sin perder un minuto, Dióptrico se colgó las tres medallas que componían la Gran Estrella de Todos los Mares con el lazo bordado de olas y se marchó a toda prisa al palacio de los inóxidos, mientras Frotón acudía a la habitación donde Aurentina se encontraba tocando su guitarra eléctrica. Los dos se gustaron mucho.
Ya sonaban las trompetas en lo alto de la torre del palacio real cuando Dióptrico llegó ante la puerta principal; la gran ceremonia había comenzado. No querían dejarle entrar, pero al ver sus condecoraciones, lo reconocieron y lo dejaron pasar.
Al abrirse la puerta del palacio, la corriente submarina fluyó por toda la sala del trono, arrastrando a Minogario, Filonauta y Amasidio -de tan diminutos que se habían vuelto-hasta las cocinas, donde estuvieron dando vueltas un buen rato como peonzas, pidiendo auxilio, encima del fregadero, hasta que cayeron en él y, a través de las cañerías, fueron a parar a las afueras de la ciudad. Cuando por fin lograron salir de las cloacas y limpiarse el barro y la suciedad y regresar a palacio, la ceremonia ya había terminado. La misma corriente submarina que había arrastrado a los tres ministros también se llevó a Dióptrico, que estuvo dando vueltas alrededor del trono con tanta fuerza que se rompió el hilo de oro que le envolvía el cuerpo y salieron disparadas en todas direcciones todas sus medallas y su Gran Estrella de Todos los Mares, mientras el aparatito que llevaba dentro fue a dar en la frente del rey Hidropsio, que se asombró mucho al oír la vocecilla que salía de aquella partícula:
-¡Majestad, perdóneme! ¡Ha sido sin querer! Soy yo, Dióptrico, su gran programador…
-¿A qué vienen estas bromas en un momento como éste? -exclamó el rey, y arrojó el aparatito al suelo.
El Gran Subagallas, que abría la ceremonia con su vara de oro, pegó tres golpes con ella en el suelo y, sin darse cuenta, hizo pedazos al desventurado Dióptrico.
El príncipe salió del horno donde lo habían gestado y se fijó en un pececito eléctrico que nadaba en una jaula de plata junto al trono: su cara se alegró y le gustó mucho aquella pequeña criatura. La solemne ceremonia terminó felizmente. El príncipe subió al trono al morir su padre el rey Hidropsio y se convirtió en el señor de los argonautas y en un gran filósofo, pues se dedicó a investigar la nada, por cuanto no hay elemento más pequeño que lo que no existe en absoluto. Gobernó con toda justicia bajo el nombre de Neantófilo y los pequeños peces eran su manjar predilecto.
Frotón se casó con Aurentina y, a su demanda, remontó el cuerpo de esmeralda de Dióptrico, guardado en el sótano de su palacio, y le volvió a poner el cerebro que estaba en el armario.
No pudiendo hacer otra cosa, el gran programador y los otros tres dignatarios sirvieron fielmente al nuevo rey, y Aurentina y Frotón, que había sido nombrado Gran Hojalatero Real, vivieron felices muchos años.
Este es el cuento más famoso de Amparo Dávila (1928-2020), autora por un tiempo olvidada, pero rescatada a comienzos de este siglo. Hoy se le considera una de las más grandes narradoras mexicanas del siglo XX, y el Premio Nacional de Cuento, otorgados por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, lleva su nombre.
Los textos de Amparo Dávila acostumbran tratar lo que no se ve y no se dice, lo impreciso e inquietante que está justo más allá del lenguaje y la experiencia. Vale mucho la pena buscar sus libros centrales: Tiempo destrozado (1959) y Música concreta (1964), o bien la antología de sus Cuentos completos, aparecida en 2009. «El huésped» es el cuento más comentado de este sitio –véase la parte inferior de esta página–, y no sin razón: su misterio está hecho para perdurar, para no resolverse nunca y sin embargo seguir provocando curiosidad y asombro.
EL HUÉSPED
Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»; gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él..
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.»
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
— Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
— Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.
— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.
Un cuento de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), el autor de El hombre que fue Jueves, de El napoléon de Notting Hill, de las historias del Padre Brown. Esta traducción circula por la red sin crédito y está ligeramente revisada para esta publicación.
CÓMO HALLÉ AL SUPERHOMBRE G. K. Chesterton
Los lectores de Bernard Shaw y de otros escritores de vanguardia tal vez estén interesados en saber que el Superhombre ha sido hallado. Yo lo encontré; vive en South Croydon. Mi éxito es un gran golpe para Shaw, que ha estado siguiendo una pista falsa y ahora busca a la criatura en Blackpool; y en cuanto a la idea del señor Wells de extraerlo del aire en su propio laboratorio, siempre creí que estaba condenada al fracaso. Le aseguro a Wells que el Superhombre de Croydon nació de la manera ordinaria, aunque él mismo, por supuesto, es cualquier cosa menos ordinario.
Sus padres, por cierto, no son indignos del maravilloso ser que han dado al mundo. El nombre de Lady Hypathia Smythe-Brown (ahora Lady Hypathia Hagg) nunca será olvidado en East End, donde ella hiciera tan espléndido trabajo social. Su grito de guerra: «¡Salven a los niños!», denunciaba la cruel negligencia que compromete la vista de los pequeños al permitirles usar juguetes de colores violentos. Ella citaba incontestables estadísticas que probaban que los niños a los que se les permitía mirar colores como violeta o bermellón a menudo sufrían de visión deficiente en su ancianidad; y fue debido a su incesante cruzada que la pestilencia de las herramientas Monkey-on-the-Stick fue casi eliminada de Hoxton.
La comprometida reformadora recorría las calles incansablemente, llevándose los juguetes de los chicos pobres, quienes a menudo recibían con lágrimas esta demostración de bondad. Sus buenas acciones fueron interrumpidas, en parte, por un nuevo interés en el credo de Zaratustra, y en parte por haber recibido un salvaje golpe dado con un paraguas. Éste le fue infligido por una vendedora de manzanas, una irlandesa libertina que, retornando de alguna orgía a su destartalado departamento, halló a Lady Hypatia en su dormitorio, llevándose cierto óleo que, por decir lo menos, realmente no era edificante.
Entonces esta celta ignorante y parcialmente intoxicada le propinó a la reformadora social un fuerte golpe, añadiendo al mismo una absurda acusación de robo. La mente exquisitamente balanceada de la dama recibió una conmoción, y fue durante el breve período que ésta la afligió que se casó con el señor Hagg.
Del doctor Hagg mismo creo que es innecesario hablar. Cualquiera mínimamente familiarizado con aquellos atrevidos experimentos en Eugenesia Neoindividualista que son hoy el interés exclusivo de la democracia inglesa debería conocer su nombre, así como a menudo encomendarlo a la protección personal de un Poder Impersonal. Temprano en su vida logró esa despiadada comprensión de la historia de las religiones que se obtiene trabajando desde la adolescencia como ingeniero eléctrico. Más tarde se convirtió en uno de nuestros mayores geólogos, y adquirió esa valiente y brillante visión en el futuro del socialismo que sólo la geología puede dar.
A primera vista parecería haber algo así como una desavenencia, una tenue pero perceptible fisura, entre sus ideas y las de su aristocrática esposa. Ella estaba a favor (para usar su propio y poderoso epigrama) de proteger a los pobres de sí mismos, mientras que él declaraba sin pena, usando una nueva y conmocionante metáfora, que los más débiles deben irse a pique. Eventualmente, de todos modos, la pareja percibió una comunión esencial en el carácter inconfundiblemente moderno de ambas visiones, y en esta luminosa y comprehensiva expresión sus almas hallaron paz. El resultado es que esta unión de los dos tipos más elevados de nuestra civilización, la dama elegante y el médico cualquier cosa menos vulgar, ha sido bendecida por el nacimiento del Superhombre, el ser que todos los trabajadores de Battersea esperan día y noche con impaciencia.
Hallé la casa del doctor y de Lady Hypatia Hagg sin demasiada dificultad; está situada en una de las últimas y ya raleadas calles de Croydon, a la vista de una línea de álamos. Llegué a su puerta hacia el crepúsculo, y parecía natural que mi extravagancia percibiera, en la oscuridad creciente, algo sombrío y monstruoso en las formas indistintas de aquella casa donde se albergaba una criatura más maravillosa que los hijos de los hombres. Cuando se me hizo pasar fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hypatia y su esposo, pero encontré mucha mayor dificultad para poder ver al Superhombre, que ahora tiene alrededor de quince años y permanece en una habitación apartada. Incluso mi conversación con el padre y la madre no aclaró mucho el carácter de esa misteriosa criatura. Lady Hypatia, que tiene un rostro pálido y conmovido, y viste esos impalpables y patéticos grises y verdes con los que ella ha dado brillo a tantos hogares en Hoxton, no parecía hablar de su vástago ni con un poco de la crasa vanidad de una madre humana ordinaria. Me atreví a preguntar si el Superhombre era bello.
«Usted sabe, él se mide con su propia vara», respondió ella con un ligero suspiro. «En ese plano es más bello que Apolo. Visto desde nuestro plano inferior, por supuesto…» Y ella suspiró otra vez.
Tuve entonces un impulso reprobable, y pregunté de pronto: «¿Tiene cabello?»
Hubo un largo y dolorido silencio, y entonces el doctor Hagg dijo suavemente: «Todo en su plano es diferente; lo que él tiene no es… bueno, no, por supuesto, lo que llamaríamos cabello… pero…»
«¿No crees», dijo su esposa muy delicadamente, «no crees que realmente, a los fines de dirigirse al mero público, uno podría llamarlo cabello?»
«Tal vez tienes razón», dijo el doctor tras unos momentos de reflexión. «En relación a un cabello así uno debería hablar en parábolas».
«Bueno, qué diablos es esto», pregunté algo irritado. «Si no es cabello ¿qué es? ¿Son plumas?»
«No son plumas, tal como entendemos las plumas», respondió Hagg, con voz tremenda.
La irritación creció en mí. «¿Puedo verlo, en cualquier caso?», pregunté. «Soy un periodista, y no tengo ninguna motivación terrenal, salvo la curiosidad y la vanidad personal. Me gustaría decir que estreché la mano del Superhombre».
El ánimo de ambos estaba por los suelos; permanecían de pie, incómodos. «Bueno, por supuesto, usted sabe…», dijo Lady Hypatia, con esa tan encantadora sonrisa de las anfitrionas aristocráticas. «Usted sabe que él no podría estrecharle la mano… Manos no, usted sabe… La estructura, por supuesto…»
Rompiendo todas las convenciones sociales, me lancé hacia la puerta de la habitación en la que pensaba que estaba la criatura increíble. Irrumpí en ella; la habitación estaba oscura. De enfrente de mí llegó un pequeño y triste aullido, y de detrás de mí un doble chillido.
«¡Ya lo hizo!», sollozó el doctor Hagg, hundiendo la frente calva en sus manos. «¡Usted hizo que lo alcanzara una corriente de aire, y ahora está muerto!»
Al irme de Croydon esa noche vi hombres de negro llevando un ataúd que no era de forma humana. El viento ululaba sobre mí, agitando los álamos, que se inclinaban y cabeceaban como penachos de algún funeral cósmico.
«Verdaderamente», dijo el doctor Hagg, «es el universo entero llorando el que se malograra su más magnífico nacimiento».
Pero yo creí percibir un tono burlón en el agudo gemido del viento.
Un cuento popular ruso, que traduje de la edición inglesa (1945) de la antología Cuentos rusos de hadas de Aleksandr Afanas’ev. Traducir una traducción (en este caso, la versión en inglés era de Norbert Guterman) siempre es arriesgado; espero no haber dado al traste con la belleza de la historia.
(Ah, y kasha es un plato ruso: un pudín hecho a base de leche, trigo, avena y sémola, que se come –o se comía– en el desayuno.)
LA CAMISA MÁGICA cuento popular ruso
Mientras estaba de servicio con su regimiento, un bravo soldado recibió cien rublos que le enviaba su familia. El sargento se enteró y le pidió el dinero prestado. Pero cuando llegó la hora de pagar, en vez de rublos, el sargento dio al soldado cien golpes en la espalda con un palo y le dijo: “Yo nunca vi tu dinero. ¡Estás inventando!” El soldado se enfureció y salió corriendo a un espeso bosque; iba tenderse bajo un árbol a descansar cuando vio a un dragón de seis cabezas que volaba hacia él. El dragón se detuvo junto al soldado, le preguntó sobre su vida y le dijo: “No te quedes a vagar en estos bosques. Mejor ven conmigo y sé mi empleado por tres años.” “Con mucho gusto”, dijo el soldado. “Sube entonces, que yo te llevaré”, dijo el dragón, y el soldado comenzó a ponerle encima todas sus pertenencias. “Oye, veterano, ¿te vas a traer toda esta basura?” “¿Cómo te atreves, dragón? A los soldados nos dan de latigazos si perdemos aunque sea un botón, ¡y tú quieres que yo tire todas mis cosas!”
El dragón llevó al soldado a su palacio y le ordenó: “¡Siéntate junto a la olla por tres años, mantén el fuego encendido y prepara mi kasha!” El propio dragón se fue de viaje por el mundo durante ese tiempo, pero el trabajo del soldado no era difícil: ponía madera bajo la olla, y se sentaba a un lado tomando vodka y comiendo bocadillos (y el vodka del dragón no era como el de nosotros, todo aguado, sino muy fuerte). Luego de tres años el dragón regresó volando. “Muy bien, veterano, ¿ya está listo el kasha?” “Debe estar, porque en estos tres años mi fuego no se apagó nunca.” El dragón se comió la olla entera de kasha en una sola sentada, alabó al soldado por su fiel servicio y le ofreció empleo por otros tres años.
Pasaron los tres años, el dragón se comió otra vez su kasha y dejó al soldado en su casa por tres años más. Durante los dos primeros el soldado cocinó el kasha, y hacia el fin del tercero pensó: “Aquí estoy, a punto de cumplir nueve años de vivir con el dragón, todo el tiempo cocinándole su kasha, y ni siquiera sé qué tal sabe. Lo voy a probar.” Levantó la tapa y se encontró a su sargento, sentado dentro de la olla. “Huy, amigo”, pensó el soldado, “ahora te voy dar una buena; te haré pagar los golpes que me diste.” Y llevó toda la madera que pudo conseguir, y la puso bajo la olla, e hizo un fuego tal que no sólo cocinó la carne del sargento sino hasta los huesos, que quedaron hechos pulpa. Regresó el dragón, comió el kasha y alabó al soldado: “Bueno, veterano, el kasha estaba bueno antes, pero esta vez estuvo aún mejor. Escoge lo que quieras como tu recompensa.” El soldado miró a su alrededor y eligió un fuerte corcel y una camisa de tela gruesa. La camisa no era ordinaria, sino mágica: quien la usaba se convertía en un poderoso campeón.
El soldado fue con un rey, lo ayudó en una guerra cruenta y se casó con su bella hija. Pero a la princesa le disgustaba estar casada con un simple soldado, de modo que intrigó con el príncipe de un reino vecino, y para saber de dónde venía el enorme poder del soldado, lo aduló y lo presionó. Tras descubrir lo que deseaba, esperó a que su esposo estuviese dormido para quitarle la camisa y dársela al príncipe. Éste se puso la camisa, tomó una espada, cortó al soldado en pedacitos, los puso todos en un costal de cáñamo y ordenó a los mozos de la cuadra: “tomen este costal, lo amarran a cualquier jamelgo y luego los echan al campo abierto”. Los mozos fueron a cumplir la orden, pero entretanto el fuerte corcel del soldado se transformó en jamelgo y se puso en el camino de los sirvientes. Éstos lo tomaron, le ataron el saco y lo echaron al campo abierto. El brioso caballo echó a correr más rápido que un ave, llegó al castillo del dragón, se detuvo allí, y por tres noches y tres días relinchó sin descanso.
El dragón dormía profundamente, pero al fin lo despertó el relinchar y el pisotear del corcel, y salió de su palacio. Miró el interior del saco ¡y vaya que resopló! Tomó los pedazos del soldado, los juntó y los lavó con agua de la muerte, y el cuerpo del soldado estuvo otra vez completo. Entonces lo roció con agua de la vida, y el soldado despertó. “¡Caray!”, dijo. “¡He dormido mucho tiempo!” “Hubieras dormido mucho más sin tu buen caballo!”, respondió el dragón, y enseñó al soldado la compleja ciencia de tomar diferentes formas. El soldado se transformó en una paloma, voló a donde el príncipe con quien vivía ahora su esposa infiel, y se posó en el pretil de la ventana de la cocina. La joven cocinera lo vio. “¡Ah!”, dijo, “qué bonita palomita.” Abrió la ventana y lo dejó entrar en la cocina. La paloma tocó el suelo y se convirtió en un joven hermoso. “Hazme un favor, hermosa doncella”, le dijo, “y me casaré contigo.” “¿Qué deseas que haga?” “Consigue la camisa de tela gruesa del príncipe.” “Pero él nunca se la quita, salvo cuando se baña en el mar.”
El soldado averiguó a qué horas se bañaba el príncipe, salió al camino y tomó la forma de una flor. Pronto aparecieron, con rumbo a la playa, el príncipe y la princesa, acompañados por la cocinera, que llevaba ropa limpia. El príncipe vio la flor y la admiró, pero la princesa adivinó al instante quién era: “¡Ah, debe ser ese maldito soldado!” Cortó la flor y empezó a aplastarla y arrancarle los pétalos, pero la flor se convirtió en una mosca pequeñita y sin que la vieran se escondió en el pecho de la cocinera. En cuanto el príncipe se desvistió y se metió en el agua, la mosca salió y se convirtió en un raudo halcón. El halcón tomó la camisa y se la llevó lejos, luego se convirtió en un joven hermoso y se la puso. Entonces el soldado tomó una espada, mató al amante y a la esposa traidora, y se casó con la joven y adorable cocinera.