Etiqueta: literatura de imaginación

Varias invitaciones

…a cursos en León y en la ciudad de México, presentaciones de La torre y el jardín en San Luis Potosí, Querétaro, Toluca y Xalapa, y a un par de sitios web:

1. Los cursos. De hecho, son cursos-taller, uno en León el 4 y 5 de mayo y otro en la ciudad de México del 22 al 25 de abril.
a) En la Feria Nacional del Libro de León (FeNal) daré un curso de escritura en red: «Taller de escritura mínima». Será el sábado 4 de mayo, de 16:00 a 18:00 horas, y el domingo 5 de mayo, de 11:00 a 13:00 horas. Se pueden obtener todos los informes desde el sitio de la Feria.

b) Como el año pasado, este 2013 daré un curso-taller gratuito de Literatura de Imaginación en la Librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica, en la ciudad de México. Las inscripciones están abiertas desde ahora y las sesiones serán del lunes 22 al jueves 25 de abril, de 18:00 a 20:00 horas. Más detalles:

Sede: Librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica (Miguel Ángel de Quevedo 115, Col. Chimalistac; muy cerca del metro Miguel Ángel de Quevedo)

Mecánica de trabajo: durante las sesiones se alternará entre porciones teóricas, en las que se expondrán los fundamentos de la literatura fantástica a partir de textos escogidos de grandes autores, y porciones prácticas, donde se llevarán a cabo ejercicios creativos orientados a la creación fantástica.

Contenido temático:

1. ¿Qué es la literatura fantástica? Su origen y sus (muchas) definiciones.

2. ¿Qué sentido tiene escribir semejantes historias? La imaginación y el discurso fantástico.

3. De lo clásico a lo contemporáneo: cómo se transforma la literatura de imaginación.ç

4. Corrientes populares:horror sobrenatural, fantasía épica, ciencia ficción y otras.

5. La literatura de imaginación en México.

Para inscribirse es necesario solicitar un formulario de inscripción a la dirección de correo depto.relacionespublicas@fondodeculturaeconomica.com. Hay más datos todavía en el cartel que se ve a continuación:

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(clic para ampliar)
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2. Las presentaciones. La torre y el jardín sigue todavía promoviéndose por el país, y lo que resta de abril habrá cuatro presentaciones en otras tantas ciudades:

a) El domingo 21 de abril, en San Luis Potosí, en la Feria Nacional del Libro de esa ciudad. La cita es a las 12:00 horas en el Patio de la Autonomía del Edificio Central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (Álvaro Obregón 64, Centro).

b) El martes 23 de abril, en Toluca, en la Feria Estatal del Libro. La cita es a las 12:00 del día en el Centro Cultural Mexiquense, situado en Bulevar Jesús Reyes Heroles No. 302, San Buenaventura, al lado del Tecnológico de Monterrey.

c) El sábado 27 de abril, en Querétaro, dentro del encuentro «Twitteratura en tonos barrocos«.

d) Y, por último, el lunes 29 de abril, en Xalapa, en la Feria Internacional del Libro Universitario. (Hacía años que tenía intenciones de ir y por fin sucederá.) La cita es a las 19:30 en la Galería de Artes Plásticas, Unidad de Artes. Aquí se ve cómo llegar.

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3. Los sitios web.

a) La revista El Asombrario me incluyó en un perfil de cuatro escritores hispanoamericanos marcados por sus lecturas de adolescencia; Germán Sierra, Jenn Díaz, Liliana Colanzi y yo respondimos a Sardiflor sobre nuestros libros favoritos, y ella completó los perfiles con una investigación acuciosa. Creo que es un artículo excelente, muy ameno e informado.

Portada del reportaje de El Asombrario

b) El blog del Proyecto Escritorio, de Jesús Ortega, está reuniendo notas de diversos escritores sobre sus espacios y hábitos de trabajo, y ahora presenta una nota mía sobre mi propio espacio: las figuras a cada lado de la pantalla son efectivamente Jorge Luis Borges y un Dalek. Recientemente, Cristina Rivera Garza y Jorge Téllez han escrito sobre este proyecto, de los más interesantes de la red literaria en español.

Escritorio[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Verónica Murguía

Escribo esto al calor de una gran alegría: se acaba de anunciar que Verónica Murguía es la primera mexicana en ganar la edición española del Premio Gran Angular con su novela Loba, que comienza ahora mismo a circular en España y pronto, espero, llegará a México. (Un adelanto se puede leer en esta página.)

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Verónica Murguía
Verónica Murguía y su Premio Gran Angular (clic para ampliar)

Tuve la oportunidad de leer el manuscrito de Loba, que fue escrita a lo largo de diez años (Verónica, lo digo de una vez, es una amiga muy querida y de mucho tiempo). Es una novela que refleja mucho de la crueldad y la violencia actuales en este país, pero también de la voluntad de resistencia de algunas personas: la intención de oponerse a la violencia en lugar de someterse a ella. Y es, además, «una novela de caballería en la que hay combates, cetrería, muchísimos caballos, armaduras, un dragón, un unicornio… Ese mundo medieval que me llama mucho la atención y que es parte de la tradición literaria de la lengua española», como dijo la escritora en entrevista con Carmen Aristegui.

Ambos aspectos del libro se complementan: su reflexión sobre la condición humana (y su propuesta: su alejamiento deliberado del cinismo y el desinterés que defienden muchas personas y, de hecho, muchos colegas) necesitaba el vehículo de la imaginación fantástica, del mundo inventado que crea a partir de la historia y la tradición. Y esa imaginación se finca en un conocimiento exhaustivo de muchos temas, desde la cetrería hasta la medicina, pero sobre todo de la naturaleza humana y sus dificultades. Es un libro que puede encantar a quien le guste lo que habitualmente se etiqueta como «literatura fantástica» y a quienes ignoren todo sobre las obras así etiquetadas: puede hablar, como sería lo deseable de toda obra literaria, más allá de su contexto y de sus condiciones de venta: decir algo a cualquier persona.

El otro día, en Facebook, encontré al paso una nota de alguien que decía, más o menos, esta afirmación categórica: que quien no deseara escribir de lo profundo humano, de lo más entrañable y trascendente, podía «quedarse con la literatura fantástica». No escribí ninguna respuesta: era otra variación sobre un mismo prejuicio que he visto muchas veces, y que proviene, como siempre, de la mera ignorancia (y de la negativa, arrogante, a reconocer esa ignorancia). Ahora me gustaría encontrar esa nota otra vez para recomendar a quien la escribió que lea Loba; que la lea sin ideas preconcebidas, sin esperar otra cosa que lo que el libro va a ofrecerle. Sin duda se sorprenderá; incluso, tal vez llegue a deleitarse, como lo harán muchos lectores que están a punto de conocer la obra mayor de una gran escritora mexicana.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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La fuerza del doble

Ayer, en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, Ana García Bergua y yo presentamos la antología El doble, el otro, el mismo, una colección de cuentos clásicos elaborada por Bruno Estañol y publicada por Cal y Arena. En la presentación leí lo que sigue:

El doble, el otro, el mismo

 

No es difícil encontrar, ahora mismo, evidencias de la fuerza del doble –es decir, del tema del doble, o la figura del doble– en la cultura contemporánea. Los ejemplos abundan. La película El club de la pelea de David Fincher, igual que la novela de Chuck Palahniuk en la que se basa, lo utiliza para hacer un mismo personaje del ejecutivo timorato y del rebelde metido a terrorista y convertir a los dos en una imagen de las frustraciones contemporáneas. La historia de Hulk, el superhéroe verde de la Marvel, es explícitamente una versión «de la Era Atómica» de El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, y se ha mantenido en todas las versiones del personaje en el cómic, el cine, la televisión y los videojuegos. Y así sucesivamente a lo largo de la «alta cultura» y la «cultura popular»: nunca ha dejado de importarnos ese personaje que es el otro y a la vez el mismo, nuestro reverso, nuestro complemento.

Los orígenes de esa obsesión de la especie humana ya no pueden documentarse, porque son anteriores a toda escritura. Cuando mucho, la psicología nos permite imaginarlos. Pero las versiones del doble que más han influido en nuestra propia cultura, en el presente, deben ser las que precedieron a la explosión de la cultura de masas en el siglo XX: al momento en que el  remake y la referencia intertextual se volvieron parte del repertorio habitual de los creadores para grandes medios. En la actualidad, de hecho, lo raro es una versión del doble que no provenga, aunque sea tercera o cuarta mano, de Stevenson, Edgar Allan Poe u otro autor que ya haya pasado al dominio público, y la abundancia de estas versiones es tal que bien puede dar la impresión de que decir algo nuevo sobre el tema es imposible, o de que así lo creemos.

Yo sospecho que no es verdad: que el doble sigue siendo un material riquísimo. En cualquier caso las grandes versiones clásicas del tema son un territorio extraño, misterioso, y al mismo tiempo hospitalario: incluso ahora podemos volver a esas historias una y otra vez y siempre  encontrar la inquietud, la fascinación o el miedo que el doble guarda y expresa para nosotros.

Y, por supuesto, una muestra excelente de esas versiones clásicas del doble se encuentra en esta antología: El doble, el otro, el mismo, compilada por Bruno Estañol.

Aquí están, en un solo volumen, cuentos ineludibles como «William Wilson» de Poe o «El caso del difunto mister Elvesham» de H. G. Wells, donde la identidad de los personajes literalmente se duplica y se confunde ante nuestros ojos de lectores, y también otros en los que el doble aparece de otras formas, más sutiles y desconcertantes. No hay literalmente un doble pero sí un carácter doble: un lado equívoco y siniestro de un personaje misterioso, en «La hija de Rappaccini» de Nathaniel Hawthorne; «Markheim» de Stevenson hace del doble el portador de la culpa de un criminal inepto, infinitamente fracasado, infinitamente desesperado; por su parte, «Incidente en el puente de Owl Creek», de Ambrose Bierce, crea algo todavía más extraño: un universo entero, una realidad paralela, en la que nuestra realidad habitual se desdobla para que el protagonista del cuento pueda vivir otra vida cuando se ve enfrentado a una muerte segura. (Este mismo argumento, por cierto, es el de un cortometraje de Antonio Reynoso, El despojo, cuyo guión fue escrito por Juan Rulfo, y para Rulfo ese corto era la representación visual más fiel del mundo de sus historias.)

El antologista, en un prólogo breve y muy iluminador, explica su tema, los diferentes modos en que suele abordarse, las opiniones de la psicología sobre el origen del interés del ser humano en el doble: no repetiré aquí lo que él dice muy bien. Pero me llamó la atención un detalle: la idea de que el doble puede ser un género en sí mismo, cercano a los cuentos de terror, más que un tema de éstos o de lo fantástico en general. La idea me pareció desconcertante en un primer momento, pero luego pensé que es muy reveladora.

El género es siempre una etiqueta: un nombre que se da a cierto conjunto de obras que ya existen, y que sólo después de ser creado puede influir en la lectura o la hechura de otras obras. Como un género puede establecerse lo mismo razonadamente que de forma arbitraria, puede dar lugar a muchas confusiones. Los especialistas en literatura, por ejemplo, insisten con frecuencia en que «ficción» no es necesariamente «ciencia ficción» o en lo vago que resultan términos sobreutilizados (y en general mal entendidos) como «épica» o «saga». Tienen razón, pero lo cierto es que las clasificaciones se siguen creando y difundiendo, y si bien muchas de ellas son producto de la pereza intelectual, o del mercantilismo, otras más reflejan la atracción que nos produce una idea, un estilo o un tema. Así ocurre con el doble: cuando menos, perturba nuestra seguridad o nuestra indiferencia respecto de la propia identidad en un tiempo en que las viejas acepciones de esa palabra tienen cada vez menos sentido. Y tal vez puede hacer aún más. Escribe Estañol:

Los escritores con frecuencia tienen varios dobles. De hecho, la escritura es un ejercicio de doblez; el que se sienta frente a la computadora o la máquina de escribir es otro. Vamos por la vida con un doble adentro y a veces también con uno afuera. La narración con sus diferentes puntos de vista es un magnífico ejercicio de enmascaramiento. El otro es una máscara y al mismo tiempo uno también es una máscara.

Es evidente que el narrador asume consciente o inconscientemente diversas identidades. Puede narrar desde la perspectiva de un niño o una niña, de una mujer, de un adolescente o de un criminal. Para narrar con sinceridad se debe convertir en ese personaje. Ésta es la gran libertad del narrador. Se ha hablado mucho que el narrador es un mentiroso que dice verdades que otros no dicen o que no ven. La libertad del narrador es su imaginación y la posibilidad de ponerse en el lugar del otro. Los seres humanos siempre han querido escuchar a los narradores y a sus historias. Esto indica que la mayoría de los seres humanos les interesa y entretiene escuchar historias ajenas y ponerse también en el lugar del otro.

¿No es extraño, imprevisto, alentador que el doble traiga semejante recordatorio? ¿Que un género tan específico, un tema de la literatura de imaginación, tantas veces desdeñada, afirme que aun a nuestro pesar –aun en esta época de individualismo y de sopor– la conciencia humana retiene ese impulso de acercarse a los otros?

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Divina locura

Roger Zelazny (1937-1995) fue un escritor estadounidense. Era un prosista muy talentoso e imaginativo, y el que no se le conozca más se debe a que hizo toda su carrera en una cultura –la de su país– con un mercado de libros enorme pero también sumamente compartimentado, dividido en especialidades –genres, o subgéneros– impenetrables. Zelazny comenzó a abrirse paso como escritor de ciencia ficción y fantasía, nunca tuvo el deseo o la necesidad de ir más allá de este confín y por lo tanto se ganó, sin desearlo, el desdén de muchas personas fuera de él. Pero sus historias están muy por encima de la mediocridad que se achaca a veces al campo que eligió. Un ejemplo es la que sigue, cuya hechura hace un eco rarísimo –y quizá involuntario– de uno de los textos más famosos del cubano Alejo Carpentier, y a la vez presenta un argumento sumamente influyente en la cultura popular desde entonces y hasta el presente.
      «Divine Madness» se publicó por primera vez en la revista Magazine of Horror en el verano de 1966. En español, todavía puede encontrarse en la antología The Doors of His Face, the Lamps of His Mouth (1971), publicada en español como El amor es un número imaginario (2000).

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(fuente: anoved.net)
(fuente: anoved.net)

DIVINA LOCURA

Roger Zelazny

—…yo que lo es Esto, ¿embelesados oyentes como plantarse hace las y errantes estrellas las a conjura pena de frase Cuya?…
      Sopló humo por dentro de su cigarrillo y éste se hizo más grande.
      Miró al reloj y se dio cuenta que las manecillas andaban hacia atrás.
      El reloj le dijo que eran las 10:33 yendo hacia las 10:32 de la noche.
      Luego le sobrevino aquella especie de desesperación, porque sabía que no podía hacer nada para evitarlo. Estaba atrapado, moviéndose a la inversa por toda la secuencia de acciones pasadas. De algún modo se había pasado por alto el aviso. Normalmente existía un efecto de prisma, un fogonazo de estática rosada, una especie de sopor, luego un momento de percepción elevada… Pasó las páginas de izquierda a derecha, los ojos siguiendo las líneas escritas de final a principio.
      ¿Énfasis tal comporta pesar cuyo él es Qué?
      Impotente, allí detrás de sus ojos, contempló cómo se comportaba su cuerpo. El cigarrillo había alcanzado toda su longitud. Hizo un chasquido con el encendedor, que absorbió la punta encendida, y luego sacudió el cigarrillo apagado y lo devolvió al paquete. Bostezó a la inversa: primero una exhalación, luego una inhalación. No era real… le había dicho el doctor. Era pena y epilepsia conjugándose para formar un síndrome nada común. Ya había sufrido otros ataques semejantes. El Dilantin no le causaba el menor efecto. Se trataba de una alucinación locomotriz postraumática provocada por la ansiedad, precipitada por el ataque. Pero él no creía en eso, no podía creerlo… no después que hubo retirado el libro del atril de lectura, se puso en pie, caminó hacia atrás por la habitación hacia el armario, colgó su bata, volvió a vestirse con la camisa y pantalón que usara durante todo el día, retrocedió hasta el bar y regurgitó un martini, trago fresco tras trago fresco, hasta que la copa se llenó por completo y no se derramó ni una gota. Notó un fuerte sabor a aceituna y luego todo volvió a sufrir un cambio. La manecilla grande marchaba por la esfera de su reloj de pulsera siguiendo la dirección adecuada. Se sintió libre para moverse a su voluntad.
      Eran las 10:07.
      Volvió a beber su martini.
      Ahora, si era consecuente con el sistema, se pondría la bata y trataría de leer. Pero en vez de eso se sirvió otra copa. La secuencia no se repetiría. Ahora las cosas no sucederían como creyó que habían ocurrido y desocurrido. Ahora todo era diferente. Y así se venía a demostrar que había sido una alucinación. Incluso la noción que había invertido veintiséis minutos en cada sentido constituía un intento de racionalización. Nada había pasado. No debiera beber, decidió. Puede provocarme un ataque. Soltó una carcajada. Todo el asunto, sin embargo, era una locura. Al recordarlo, bebió.
      Por la mañana, como siempre, omitió el desayuno, advirtió que pronto dejaría de ser «por la mañana», tomó un par de aspirinas, una ducha templada, una taza de café y dio un paseo.
      El parque, la fuente, las niñas con sus pequeños barcos, la hierba, el estanque… cosas que odiaba; y la mañana, el sol, y los fosos azules alrededor de las impresionantes nubes.
      Odiando, permaneció allí sentado. Odiando y recordando.
      Sí, estaba al borde del desmoronamiento; entonces lo que más deseaba era lanzarse de cabeza, no seguir correteando medio adentro, medio afuera.
      Recordó el porqué.
      Pero la mañana era tan clara, tan clara, y todo tan vivaz y marcado, ardiendo con los verdes fuegos de la primavera, allí en el signo de Aries, abril…
      Contempló cómo los vientos amontonaban los restos del invierno contra la lejana cerca gris y les vio impulsar los pequeños barcos del estanque para acabar dejándolos descansar en el lodo poco profundo donde aguardaban los niños.
      La fuente tendía su sombrilla de frescura por encima de los delfines de cobre verdoso. El sol inflamaba todo cuanto quedaba al alcance de su vista. El viento agitaba una infinidad de cosas.
      En enjambre, sobre el cemento, unos pequeños pájaros picoteaban los restos de una barra de caramelo envuelta en papel rojo.
      Los volantines sacudían sus colas, caían, remontaban el vuelo otra vez, mientras los niños tiraban de las invisibles cuerdas.
      Odiaba los volantines, a los niños, a los pájaros.
      Sin embargo, se odiaba aún más a sí mismo.
      ¿Cómo rectifica un hombre lo que ha sucedido? No puede. No hay un sistema posible bajo el sol. Puede sufrir, recordar, arrepentirse, maldecir u olvidar. Nada más. Lo pasado, en este sentido, es inevitable.
      Pasó una mujer. No alzó la vista a tiempo para verle la cara, pero el rubio oscuro y otoñal del cabello, cayéndole hasta el cuello, la línea suave y firme de las medias de malla, surgiendo por debajo del dobladillo de su abrigo negro y por encima del adecuado repiqueteo de sus tacones, le dejó sin aliento y le hizo clavar los ojos en su cimbreante caminar, en su postura y… en algo más, como si pusiera una especie de rima visual a sus pensamientos.
      Medio se levantó del banco cuando la estática rosada le golpeó las pupilas y la fuente se convirtió en un volcán que escupía arcos iris.
      El mundo se quedó congelado y pareció como si se lo sirvieran en una copa de helado.
      …La mujer volvió a pasar ante él y bajó la vista demasiado pronto para verle la cara.
      Comprendió que el infierno comenzaba otra vez cuando los pájaros cruzaron el cielo volando hacia atrás.
      Se entregó a la merced del fenómeno. Dejó que aquello le dominara hasta que se rompiera, hasta que lo empleara todo y no quedara ningún resto.
      Aguardó allí, en el banco, contemplando como «desnacían» las salpicaduras a medida que la fuente sorbía dentro de sí sus chorros de agua, haciéndoles describir un gran arco por encima de los inmóviles delfines, y cómo los pequeños barcos navegaban hacia atrás cruzando nuevamente el estanque y cómo la cerca se desvestía en trocitos de papel, y los pájaros devolvían la barra de caramelo a su envoltura roja, pedacito a pedacito.
      Sólo sus pensamientos permanecían inviolados; su cuerpo, en cambio, pertenecía a la ola que se retiraba.
      Al rato se levantó y caminó hacia atrás hasta salir del parque.
      En la calle un muchacho se le cruzó caminando de espaldas, «desilbando» retazos de una melodía popular.
      Subió la escalera, también de espaldas, hasta llegar a su apartamento, empeorando su dolor de cabeza a cada instante, «desbebió» su café, se «desduchó», devolvió las aspirinas y se metió en la cama sintiéndose terriblemente mal.
      Dejemos que así sea, decidió.
      Una pesadilla apenas recordada pasó en secuencia inversa por su mente, proporcionándole un inmerecido final feliz.
      Era de noche cuando despertó.
      Estaba muy borracho.
      Retrocedió hasta el bar y comenzó a escupir sus bebidas, una a una en la misma copa que había utilizado la noche anterior y volvió a meter el líquido en sus respectivas botellas. No tuvo dificultad alguna en separar la ginebra del vermouth. Los mismos licores saltaron por el aire mientras mantenía las botellas descorchadas por encima del mostrador.
      Y a medida que ocurría todo esto se iba sintiendo menos borracho.
      Luego se plantó ante su primer martini y eran las 10:07 de la noche. Allí, inmerso en la alucinación, meditaba en otra alucinación. ¿Rizaría el rizo del tiempo, adelante y atrás otra vez, a lo largo de todo su ataque anterior?
      No.
      Era como si eso no hubiese ocurrido, como si nunca hubiera sido.
      Continuó el retroceso de toda la velada, deshaciendo cosas.
      Descolgó el teléfono, dijo «adiós», desdijo que no iría a trabajar mañana, escuchó un momento, recolgó el teléfono y lo miró mientras sonaba.
      El sol salió por el poniente y la gente conducía sus coches en marcha atrás hacia su trabajo.
      Leyó el boletín meteorológico y los titulares, dobló el periódico de la tarde y lo colocó en el suelo del pasillo.
      Era el ataque más largo que jamás había tenido, pero no le importaba en realidad. Se sentó cómodamente y presenció como el día se devanaba a sí mismo hasta desembocar en la mañana.
      Le volvió la jaqueca a medida que el día se hacía más pequeño y el dolor era terrible cuando volvió a acostarse.
      Al despertar en la noche anterior, la borrachera que tenía era impresionante. Rellenó dos de las botellas, las tapó, les puso precinto. Sabía que las llevaría pronto al establecimiento donde las había comprado y se reembolsaría el dinero pagado.
      Mientras permanecía sentado aquel día, su boca «desmaldecía» y «desbebía» y sus ojos «desleían», sabiendo que los coches nuevos estaban siendo reembarcados con destino a Detroit y desmontados, que los cadáveres despertaban de sus camas mortales y que todos en el mundo obraban hacia atrás sin saberlo.
      Quiso soltar una risa, pero no pudo dar la orden a su boca.
      «Desfumó» dos paquetes y medio de cigarrillos.
      Luego le sobrevino otra jaqueca y se fue a la cama. Más tarde, el sol se puso por el oriente.
      El alado carro del tiempo desfiló raudo ante él mientras abría la puerta y decía «adiós» a los que le habían dado el pésame y estos le recomendaban que se resignara, que no pensara demasiado en la pérdida.
      Y lloró sin lágrimas al darse cuenta de lo que iba a suceder.
      Pese a su locura, sufría.
      …Sufría, mientras las horas circulaban hacia atrás.
      …Inexorablemente hacia atrás.
      …Inexorablemente, hasta que supo que tenía el tiempo al alcance de la mano.
      Rechinó los dientes mentalmente.
      Grande era su pena, su odio, su amor.
      Llevaba su traje negro y «desbebía» copa tras copa, mientras en alguna parte los hombres recobraban las partículas de arcilla, formando montones en sus palas para «desexcavar» la tumba.
      Hizo retroceder su coche hasta la funeraria. lo estacionó, subió en la limosina.
      Todos regresaron caminando de espaldas hasta el cementerio.
      Se plantó entre sus amigos y escuchó al sacerdote.
      —polvo al polvo; cenizas a las Cenizas —dijo el hombre, cosa que suena igual tanto si se dice al derecho como al revés.
      El ataúd fue devuelto al coche fúnebre y éste regresó a la funeraria, donde el féretro quedó reinstalado en la capilla ardiente.
      Permaneció sentado durante todo el servicio de difuntos y volvió a casa y se «desafeitó» y se «descepilló» los dientes y se fue a la cama.
      Despertó y volvió a vestirse de negro y regresó a la funeraria.
      Las flores habían vuelto todas a su lugar.
      Los amigos, con rostro solemne, «desfirmaron» los pliegos de firmas de condolencia y le «desestrecharon» la mano. Luego entraron para sentarse un momento y mirar el ataúd cerrado. Después se fueron, hasta que se quedó solo con el maestro de ceremonias de la funeraria.
      Luego estaba más solo todavía.
      Las lágrimas le subían por las mejillas.
      Su traje y su camisa volvían a estar planchados y crujientes.
      Retrocedió hasta su casa, se desnudó, se despeinó. Luego el día se desplomó alrededor de él hasta dar con la mañana y regresó a la cama a «desdormir» otra noche.
      La tarde anterior, cuando despertó, se dio cuenta de hacia dónde se encaminaba. Ejercitó toda su fuerza de voluntad en un intento de interrumpir la secuencia de acontecimientos.
      Fracasó.
      Deseaba morir. Si se hubiera suicidado aquel día no estaría ahora retrocediendo hacia aquello.
      Había lágrimas en su mente al percibir el pasado que yacía a menos de veinticuatro horas ante él.
      El pasado lo estuvo acechando durante todo el día mientras «descompraba» el féretro, el nicho y los accesorios.
      Luego se encaminó a casa y a la mayor resaca de todas las conocidas y durmió hasta que se despertó y «desbebió» vaso tras vaso y luego regresó al depósito de cadáveres y retrocedió en el tiempo hasta colgar el teléfono en aquella llamada, aquella llamada que había venido a romper…
      …El silencio de su cólera con su sonido.
      Ella estaba muerta.
      Ella yacía en alguna parte, entre los fragmentos de su coche, accidentado en plena autopista 90.
      Mientras paseaba, «desfumando», sabía que ella estaba desangrándose.
      …Luego muriendo, después de estrellarse cuando viajaba a 130 kilómetros por hora.
      …¿Vivía entonces?
      ¿Se rehizo luego, junto con el coche, y recuperó la vida, se levantó? ¿Estaba ahora volviendo a casa a una tremenda velocidad y en marcha atrás para dar un portazo y abrir la puerta antes de su discusión final? ¿Para «desgritarle» a él y verse «desgritada»?
      Lanzó un alarido mental. Se retorció las manos imaginativamente.
      No podía detenerse en este punto. No. Ahora no.
      Toda su pena y todo su amor y el odio por sí mismo le habían hecho retroceder hasta tan lejos, hasta casi el momento…
      No podía terminar ahora.
      Al cabo de un rato ingresó en la sala de estar, las piernas marcando los pasos, los labios maldiciendo, él mismo esperando.
      La puerta se abrió de «un portazo».
      Ella le miraba con fijeza, el maquillaje estropeado, las lágrimas en las mejillas.
      —!infierno al vete Entonces¡ —dijo él.
      —!marcho Me¡ —anunció ella.
      Ella, retrocediendo, cerró la puerta.
      Colgó su abrigo con prisa en el ropero del recibidor.
      —…mí de eso opinas Si —dijo él, encogiéndose de hombros.
      —!ti por preocupas te sólo Tú¡ —gritó ella.
      —!criatura una como comportas Te¡ —saltó él.
      —!sientes lo que decir podrías menos Al¡
      Los ojos de ella llamearon como esmeraldas en medio de la estática rosada y volvió a estar adorablemente viva. Mentalmente, él estaba bailando.
      Se produjo un cambio.
      —¡Al menos podrías decir lo que sientes!
      —Lo siento —dijo él, tomándole la mano con fuerza para que no pudiese soltarse—. Nunca podrás imaginarte cuánto lo siento.
      —Ven aquí —dijo después.
      Y ella obedeció.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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El hombre hígado

Estos últimos meses, la publicación del «cuento del mes» ha sido errática. Para comenzar a estabilizarla, un cuento nuevo ahora mismo. Éste, de Mojca Kumerdej (1964), narradora eslovena que recién visitó la FIL de Guadalajara, y que es muy especial no sólo por provenir de un país cuya literatura se conoce poco en Hispanoamérica, sino por ser una escritora poderosa y original, con una imaginación a la vez fantástica y siniestra. «El hombre hígado» es el primero de los cuentos del libro Materia oscura, a su vez el primero de Kumerdej publicado en español. Aparece aquí con permiso de la autora y de Arlequín, sus editores en México. La traducción es de Florencia Ferre.

EL HOMBRE HÍGADO

Mojca Kumerdej

De haberlo sabido antes, jamás habría firmado aquel formulario. Pero como especialista de la vida —pues qué otra cosa es la biología, sino la ciencia de la vida— me había ocupado de las posibilidades de la vida de ultratumba, aunque de ninguna manera me había aventurado a predecir nada sobre este tema —excepto en alguna alegre reunión de amigos, por broma, se entiende—. Lo que me interesaba era el organismo vivo, lo que ocurre con él al cesar las funciones vitales, cuando a causa de ácaros comienza el proceso de licuefacción del cuerpo o, más simplemente expresado, la putrefacción, lo cual está claro para cualquier tonto. Para esto no hace falta ser ni un científico ni un especialista. Y como no quería licuarme, firmé —habida cuenta del inapreciable valor potencial del tejido vivo— para donar después de mi muerte todo lo que de mis restos fuera de valor y utilidad; con lo que quedara, en unas dos horas, harían lo suyo las llamas del crematorio. Después de la muerte, se entiende; pero esto de ahora no es la vida, y tampoco es la muerte. Podría escribirse una obra científica brillante acerca de mi exacto estado actual y de lo que significa. Se llevaría todos los premios. Pero así como antes habría sido prematuro escribir sobre algo semejante, así también ahora es demasiado tarde, pues mi estado es tan delicado y ha cambiado en forma tan radical, que ya no sé bien qué me ha ocurrido y por ahora he elaborado tan sólo hipótesis acerca de todo.

Fue así: iba de camino a un simposio internacional de ciencia con mi contribución científica, visionaria pero no capciosa, directamente genial, para la cura del cáncer con la reprogramación de células madres. Estaba muy nervioso porque se acercaba el momento de revelar ante un público científico los resultados de las investigaciones a las cuales había dedicado mi carrera y mi vida. Además de yo mismo, autor y creador, sólo conocían mi descubrimiento científico los dos técnicos del laboratorio, que habían jurado silencio hasta mi revelación pública: el primero, hipocondriaco, dijo que si llegaba a abrir la boca sus células sanas se volverían locas y empezarían a dividirse como locas; el segundo, miembro de la Iglesia Bautista, apoyó su mano derecha en el forro de cuero vacuno negro del Nuevo Testamento.

En la comunidad científica la celeridad es de capital importancia; puesto que tenemos acceso a la misma información y que las redes neuronales funcionan de manera similar, puede ocurrir que lleves a término la investigación, que los datos obtenidos en ratas de laboratorio y conejillos de indias, y tal vez en tejido celular humano, estén corroborados, que todo lo que falte sea revelar la investigación tan celosamente guardada y que, cuando no, aparezca de la nada alguien con resultados similares, si no exactamente con los mismos. Y ¡puf! En un instante revienta el globo inflado con tanto cuidado, y con él caen en el olvido años, si no décadas de experimentos y análisis extenuantes, noches en vela, cuya consecuencia es un sistema inmune deteriorado, un estado de salud endeble, por no mencionar las discusiones familiares y de pareja que aparecen como daños colaterales a la entrega absoluta a la ciencia. Y he aquí que cuando tu cansada cabeza científica se inclina humilde para recibir los laureles del descubrimiento de la civilización de tu tiempo, recibes un codazo de la nada, cuya mano se extiende codiciosa y te arrebata ante los ojos la corona que tu rival se calza en la crisma. Y así serás para siempre el segundo, o dicho de otro modo, el perdedor, nada, nadie, cuyo nombre en el mejor de los casos aparecerá escrito a siete puntos. Reconozco que yo era poderosamente ambicioso y que ponía siempre la carrera por delante de la familia, la pareja y todo lo demás. Pero personalmente hacer carrera no me parece nada cuestionable; al fin y al cabo es justamente la dialéctica entre mi dedicación absoluta al trabajo y la así llamada negligencia de la familia lo que finalmente hizo posible una vida por demás acomodada desde el punto de vista económico. Además de eso, es indiscutible que sin visionarios ambiciosos como yo, aún hoy en lugar de con autos y aviones estaríamos desplazándonos a empellones de rama en rama, por no mencionar el placer que te proporcionan los descubrimientos científicos que, con la mano en el corazón, es como mínimo tan fuerte como el placer sexual y dura mucho más tiempo.

Cuando durante el viaje ensayaba mi ponencia frente a la larva virtual del público científico internacional, no reparé en que el fino rocío se hacía aguacero y me falló el reflejo de bajar la velocidad en la calle de todos modos bastante vacía. En un momento iba de derecha a izquierda, derrapé aquí y allá, después sólo me acuerdo de la curva cerrada y el volantazo estridente, y ahí se interrumpió la imagen de la pantalla de mi vida y la proyección cambió de manera autónoma a otro programa. En este nuevo canal aparecía una cadena de adn que me rodeaba con fuerza y me desviaba por un túnel por el cual viajaba aferrado a una serpiente genética entre moléculas gigantes de proteínas y nucleótidos que se escabullían de virus gordos con forma de octaedro amarillo rojizo; me aproximé primero a las células que metabolizaban avariciosas y ruidosamente, se dividían y algunas de ellas espichaban, hasta que al final de este tubo metafísico vi una horda de una sobrada docena de gigantescas células que se apretaban unas con otras. ¡Por supuesto, la mórula! Me cayó el veinte. De acuerdo con este razonamiento, asido a mi propia boa genética fui desarrollando el pensamiento, me abrí paso por el blastocisto y de ahí a la mórula, y por consiguiente había que esperar sólo el enorme corpúsculo luminoso con centro rojizo. Me resultaba claro como el agua: estaba volviendo ahí de donde había venido —no a dios ni a alguna luz cósmica o algo parecido, sino por la mórula al cigoto—, al óvulo fecundado que esperaba absorberme, y luego el cigoto se dividiría en los gametos femenino y masculino y así mi vida terminaría y yo simplemente ya no estaría más. Así que de tal forma es esta metafísica de ultratumba entre los biólogos; me percaté de que en lugar de ángeles, dioses y la caricia de una luz abstracta, nosotros los biólogos científicos partíamos a la nada por el tejido celular primario. Honestamente, pensé, no tengo nada que decir. Que los que creen en dios atraquen en la geografía póstuma de los infiernos y los cielos o esperen en la estación intermedia de la nada temporaria hasta una posible próxima resurrección; que otros reencarnen en personas, plantas, animales o minerales. Nosotros los biólogos y todos los que ni en los peores horrores hemos sucumbido a la tentación de mendigar de rodillas ante algún dios por la salud y la vida ni de regatear como mercachifles con algún ser trascendente traído de los pelos por causa de una desesperación interminable; nosotros nos desatomizamos en cuerpo y alma y así desaparecemos de una vez y para siempre.

Pero lamentablemente no era tan simple. El canto del cisne de mi proceso de pensamiento empezó a volverse lento al atravesar el blastocisto, y la fuente originaria se alejaba cada vez más. Alguna fuerza —una fuerza primitiva, o algo así— me hizo girar en espiral en el blastocisto justo antes de entrar a la mórula y, ahora lo sé, me borró y pegó en una línea diferenciada de células germinales del endodermo, a partir de las cuales se desarrollan los órganos internos. ¿Pues cómo es que sólo algunos —infiero lógicamente— se encontrarían en una forma de vida de este tipo? En aquella indeterminada unidad de tiempo se terminó mi viaje de una vez por todas y todo se oscureció —si es que puedo hablar de oscuridad, ya que oscuridad es sólo una expresión colorida de la nada, de la más completa y absoluta nada en la cual no hay nada, si es que puedo intentar caracterizar esta fase de mi, no diré existencia, pero tampoco inexistencia—; tal vez la expresión más adecuada sería fuera-de-la-existencia, para expresarme de un modo un poco filosófico, porque ahora tengo tiempo para este tipo de enmarañamientos mentales que antes me volvían loco y que despreciaba desde el fondo de mi corazón.

No había visto ninguna operación, ningún cirujano que se inclinara sobre mi cuerpo muerto y hurgara dentro de él con el escalpelo y ubicara la parte útil de mi materia corporal en algún otro. El momento siguiente del que tuve conciencia, más exactamente autoconciencia —todo parece demostrar que no me queda casi nada más que autoconciencia—, se encendió bastante después. En medio deben de haber transcurrido unos diez días, que para mí no lo fueron. Así nomás, de repente, recuerdo, volví en mí en el sanatorio, más o menos en la cama. «¿Dónde estoy?», fue el pensamiento que surgió primero ante la renovada activación de mi conciencia. Todo parece indicar que tuve un accidente, pero también que he tenido suerte, porque evidentemente sobreviví. Pero esto no era ninguna suerte; me horroricé al instante siguiente y espontáneamente corroboré el estado de mis extremidades. Aquí hubo por primera vez un serio quiebre. Sólo en este instante me di cuenta de que mi percepción del espacio estaba un poco cambiada, de que aunque percibía mi entorno, era como si bajo cierto aspecto algo no estuviera bien. Infería lógicamente que si estaba tendido en la cama, al abrir los ojos debía ver primero el techo y las paredes. Pero no era así, mi visión —quizá sería más adecuado el concepto de paisaje— se había deformado, como me imagino que se deforma el espacio en el universo. Y antes de que intentara mover la cabeza, las piernas y los brazos, empezó a sonar junto a mí un ronquido. Ni siquiera junto a mí; el ronquido provenían de una proximidad sospechosamente cercana, por lo cual deduje que no estaba en absoluto solo en el cuarto ni concretamente en la cama. Y como pronto advertí, a partir de entonces así sería. De algún modo sentía mis brazos y piernas, pero ¿por qué no podía moverlos?, me asaltó de pronto: pues porque no tenía ni brazos ni piernas, para no hablar de cabeza en absoluto. Atemorizante, pero también probablemente pasajero, pensé. Al fin y al cabo, de todo lo que puede sentir una persona, nada es verdad, a excepción por supuesto del propio proceso neurológico, que sabrá dios por qué razón tergiversa y desfigura la percepción. Pero que también a mí me sorprendiera este estado, que desde que tengo memoria he confiado en la razón y siempre me ha asombrado la holgazanería y la labilidad de aquellos a quienes la vida bambolea como el mar a un pequeño bote, este estado tan parecido a la psicosis… no, con esto no contaba, esto de veras no me lo esperaba. Esta sensación se hizo más aguda cuando entró la enfermera al cuarto y se dirigió hacia mí. Hacia, pero no literalmente a mí y después de eso hurgó un poco con el termómetro y lo introdujo fuera de mi campo de visión. «¿Quién soy? ¿Qué soy?» Daba vueltas en lo profundo de mí. Sin embargo, «¿daba vueltas como qué?, ¿dónde en mí?, ¿desde dónde?, ¿como quién escucho, pienso y observo todo esto?». Empecé a mascullar sin saber que también en el futuro estas preguntas quedarían sin respuesta. ¿A qué está agarrada mi masa de pensamiento y con ella yo, mi identidad? ¿A qué clase de materia? Me asaltaron la ira y el miedo, porque alguna clase de materia tiene que haber, carajo; no soy un fantasma, ¿o sí? Para mí, para un científico, cuyos restos habían sido reducidos en un fenómeno científico, esto era definitivamente demasiado.

La enfermera tomó la temperatura, lo que inferí por el termómetro electrónico, que llevó hacia su nariz respingada, cuando un instante después llegó a la habitación la ronda de sala. ¡Por fin! ¡La salvación! He aquí a mis colegas científicos que han llegado a aclararme mi estado y a decirme cómo y qué será de mí —bueno, en realidad en la medida en que «científico» sea una expresión adecuada para los clínicos, que con los años no pocas veces holgazanean en prácticas rutinarias y pretenciosas y la ciencia en realidad les importa un bledo.

Pero los médicos de la ronda se dirigieron a mí con un apellido y un nombre para mí enteramente desconocidos, y cuando el cirujano comenzó a explicarle al misterioso portador del nombre que la operación había sido un éxito y que su cuerpo aceptaba bien el nuevo hígado, me di cuenta de que estaba hecho trizas. O más precisamente, que después del accidente habían quedado de mí, si puedo expresarme metafóricamente, algunas trizas de las cuales los expertos en trasplantes se alegraban sinceramente, y que habían diagnosticado rápido y sin ambages muerte cerebral, mantenido el cuerpo con aparatos tanto como para extraer los órganos conservados y entregado al crematorio de acuerdo con mis indicaciones la materia desechada, que ya estaba probablemente bien enterrada también. El hígado, al menos el hígado, se lo habían trasplantado a un hombre, en cuyo cuerpo estoy ubicado ahora como un nuevo hígado.

Vivo aún de algún modo, qué sé yo… pero ¿es esto una verdadera vida? Comencé a preguntarme cuando días después llegamos a casa con mi anfitrión. No digo que aun antes de eso, en tiempos de mi verdadera vida, cuando era yo con mi cuerpo entero, no hubiera escuchado historias de cirujanos, cómo después del trasplante del órgano una que otra vez llegaban los pacientes y daban vueltas y vueltas hasta soltar la pregunta: qué pensaba, ¿era posible que con el órgano trasplantado viniera algún recuerdo del donante?, porque tenían la sensación de que con ellos vivía alguien, de que, por ejemplo, les había cambiado el gusto, de que el futbol, a ellos, otrora hinchas fervorosos, los dejaba indiferentes después de la operación inexplicablemente, o de que les ardían los dedos por sentarse al piano y tocar alguna melodía, a pesar de que no tenían idea de música… «No, no es posible», les aclaraba el experto de acuerdo con la doctrina, y en la misma oración agregaba que se alegraran del nuevo órgano y de la nueva vida asociada a él, que para él de veras significaba nacer de nuevo y que si seguían todos los consejos médicos iban a vivir bien, y si tenían suerte, no vivirían poco tiempo. ¿Qué otra cosa podían decirles? Jamás habían tenido la oportunidad de discutir con una inteligencia atascada en un órgano; además, según experimento, nadie me oye, a pesar de que tengo la sensación de que mis monólogos no son menos audibles de lo que eran mis ensayos de presentaciones durante mis viajes en automóvil, cada vez que estaba solo.

Ahora sé que al firmar el documento de donación de órganos debí incluir condiciones acerca de su receptor; ¡pues ahora me puedo meter la credencial con el formulario por el culo! ¡Bueno, podría si tuviera culo, pero no tengo! Éste, al que trasplantaron mi hígado y a mí con él, es para mí, para mi estilo de vida, el estilo de vida que yo llevaba en vida, y para mi visión del mundo —¡eso ya no lo tengo!— ofensivo y completamente inaceptable. Estoy trasplantado en un completo cretino que se arrastra de la mañana a la noche en chancletas por el departamento, se queda mirando el televisor y balbucea semejantes tonterías que mi inteligencia científica difícilmente tolera. Cuando por teléfono explica su estado de salud y el método usado para el trasplante, ¡lo golpearía!, pues no tiene puta idea de lo más elemental de la biología y la medicina, los conceptos científicos le salen por la boca como pedos por el culo de un burro asustado. En momentos así las personas nos damos cuenta, también las personas como yo —¿vestigios humanos tal vez?— de lo distintos que somos los seres humanos y qué holgazanes mentales son algunos. El apartamento en el que vive con la mujer, bueno, en el que vivimos juntos ahora, no es para nada modesto, no escatiman la comida que yo filtro como su hígado junto con los medicamentos inmunosupresores. Al menos ahora que la situación lo toca de cerca y que después de la operación tiene las 24 horas del día en casa, podría leer algo. Pero no, el imbécil da vueltas en el sofá y juntos nos sentamos a mirar programas que yo ni sabía que existían. El tipo, parece ser, es un lunático de la fe, o al menos un calculador de la fe. Cree que hay que agradecer por todo a dios, así que todos los días miramos un programa religioso en el que hay maniáticos que agitan cruces y micrófonos a los gritos. Está convencido de que dios escuchó sus rezos y de que le consiguió un nuevo hígado justo a tiempo. A veces pienso: pero te das cuenta, egoísta redomado, de que tu deseo: «querido dios, vamos, consígueme un nuevo hígado», tiene un lado asesino no expresado: «pero ya que lamentablemente no podemos cultivar hígados como pepinos, al mismo tiempo te ruego humildemente, dios, que alguien se muera, para que yo viva». Porque si de veras existe algo así como dios, que escuche diariamente a su feligresía de quejosos y les cumpla sus deseos, ¡entonces este tipo y su dios de hecho me mataron! ¡Malditos especuladores!

La mujer lo escucha y atiende con una compasión incomprensiblemente comprensiva; él recibe sus cuidados como algo que va de suyo, pero colijo a partir de su sacrificio que de alguna manera idiota goza su martirio. Por lo que pude entender de los balbuceos de él, la causa de enfermedad de su hígado fue la hepatitis c, que se le contagió, así lo explica a la grey universal al menos, hace diez años con una transfusión de sangre, lo cual la mujer, que es una zonza más grande que él, cree a pie juntillas en lugar de sentarse ante el ordenador, teclear en Google «donación de sangre y hepatitis c», y advertir rápidamente que en los lugares civilizados de nuestro planeta ya desde el año 1993 se analiza toda la sangre proveniente de donantes. No tenemos relaciones sexuales con ella, así que cada vez que estamos solos en el sofá frente al televisor, nos tocamos suavemente mientras la clava un negro con buen culo; cuando hay primeros planos de la vagina cambiamos de canal y volvemos a buscar al pajarito gordo, viborita, que se aviva entre los dedos de su portador.

El hombre no elige a sus padres y, ahora sé, tampoco a sus anfitriones corporales. La supervivencia después de los trasplantes exitosos observando las indicaciones médicas puede ser de unos cuantos años largos, y si pienso que desde entonces estoy condenado a vivir en el cuerpo de este imbécil, en esta cárcel, encerrado en el tipo sin ninguna posibilidad de salida ni amnistía, y que voy a escuchar sus monólogos idiotas y quejumbrosos —todo parece indicar que hasta su muerte o ¡hasta su próximo trasplante de hígado?—, se me da vuelta el estómago —metafóricamente, claro—. Salimos poco, porque él, el holgazán, casi no se mueve del apartamento; si acaso, a veces salimos al balcón, fumamos apoyados en la baranda y observamos a las adolescentes que juegan a la pelota en el jardín en camisetas transpiradas. «Me cago en ti», se me ocurrió una vez fumando; yo que hasta ahora no había fumado nunca: hace años doné mis células reproductivas, que evidentemente estarán congeladas y por tanto inactivas mentalmente y desde todo punto de vista. Pero aún hay esperanzas de que aparezca una postulante para la inseminación artificial, de que descongelen mi esperma, y si mis hipótesis son correctas, entonces puede ser que el lugar de mi conciencia se abra también en él, y del hígado me mude al esperma. A menos que —vuelvo a tener escalofríos— tenga una nueva sorpresa bizarra y mi conciencia autónoma y soberana se active también en mi esperma y así tenga un diálogo interior post mórtem con las dos fuentes de mi conciencia. ¿Será así? No tengo idea… no sé qué pensar… se me va a mezclar todo… pero no en la cabeza, ¡cómo saberlo, en qué y cómo…?

Si mi hipótesis no se corrobora y mi conciencia entera, mi identidad y lo que sean estos restos de personalidad se han atascado en mi hígado, entonces cuento aún con una opción más: ponerme en contacto de alguna manera con mi nula materia corporal, adentrarme en ella científicamente a nivel celular y usar al revés mi propia producción científica —¡quisiera saber qué típica hiena se la robó y se pavonea con ella por los simposios!—, así como lo hace la naturaleza día a día llanamente. Alentar a una célula madre sana y ambiciosa a permanecer joven por los tiempos de los tiempos, que esté preparada para dividirse indefinidamente y así reprogramarla para que la vaca tonta mute en célula madre cancerosa que seguramente terminará con este tipo. Bueno, hay otra posibilidad: usar la técnica del rechazo a los medicamentos inmunosupresores por la cual el tipo padecería una infección aguda que lo mandaría finalmente a la tumba. Pero después pienso: ¿y si esto no fuera todo y mi forma de vida de ultratumba fuera tan sólo una de las formas de vida humana y de verdad existiera algo tan imbécil como el karma? Esto significaría que con tales actos —primero el suicidio y su consecuente asesinato— estaría influyendo en mi karma y arruinándolo por completo y que en la próxima vida, es decir, forma de vida, encarnaría en algún tejido humano a partir del cual se desarrollaría luego alguna vagina, por ejemplo, cuya portadora se entregaría ya en sus años jóvenes a la prostitución más baja y calculadora y que entonces todos los días pasarían por mí decenas de pitos de dudosa higiene y salud; o por ejemplo, encarnaría en la mucosa bucal de algún político corrupto o de un abogado baboso que yo hubiera despreciado totalmente en tiempos de mi otra vida. Así que en este estado de desesperación extrema me alientan sólo dos pensamientos: el primero, que corporalmente sobreviví al accidente, y que el daño cerebral es tan agudo que ahora estoy en algún ala de encierro psiquiátrico quieto todo el día como una planta en la sala, mientras en alguna parte profunda de mis sesos no dañados transcurren todos mis procesos mentales; existe también el escenario b —tal vez e, quizá g… la creatividad y la vitalidad jamás me han faltado—, en el cual estoy transitoriamente en coma profundo, del cual me despertaré algún día y todo volverá a estar más o menos en orden.

Antes me enfurecía la expresión de que la esperanza es lo último que se pierde. No, ante tales frases les contestaba a los sabiondos que la esperanza es lo penúltimo que se pierde, al final de todo, justo al final después de la esperanza: se pierde el que espera. Pero ahora veo que esta oración es válida. Para mí, que estoy formalmente muerto e informalmente soy una mezcla de hígado y autoconciencia, existe sólo y únicamente la esperanza, pues todo lo demás, al parecer, tronó o es absolutamente no funcional.

¡Cómo saber qué es esto de la vida y la muerte? Adonde quiera que me vuelva y mire —lógicamente, ya no soy capaz de cerrar los ojos y evidentemente tampoco de dormir— por ahora advierto una sola cosa: no hay final… no hay final…

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El beso

Después de todo, éste sí será el mes de los cuatro cuentos. He aquí el segundo.

Aunque no es muy conocido en México, Tommaso Landolfi (1908-1979) es uno de los grandes escritores italianos del siglo XX. Narrador y traductor, era un gran artesano del lenguaje y también un imaginador prodigioso, interesado siempre en el contacto entre lo racional y lo irracional, en lo misterioso de la existencia humana, en el azar y el destino. «El beso» apareció hace años en una gran antología de su obra breve compilada por Italo Calvino (Invenciones, Siruela, 1991) y forma parte también de la novela Ottavio di Saint Vincent (1958). La traducción es de María Teresa Meneses.

EL BESO
Tommaso Landolfi

El notario D., soltero y todavía joven pero endemoniadamente tímido con las mujeres, apagó la luz y se dispuso a dormir; en eso estaba cuando sintió algo sobre los labios: como un soplo o, más bien, como el roce de un ala. No le prestó mucha atención, pudo haber sido el viento provocado por las frazadas al moverlas o bien una pequeña mariposa nocturna, así que de inmediato se quedó dormido. Pero la noche siguiente advirtió la misma sensación, pero algo distinta: en lugar de que se escurriera, aquella cosa se detuvo un instante sobre sus labios. Un poco asombrado, si es que no alarmado, el notario volvió a encender la luz y miró inútilmente a su alrededor; luego sacudió la cabeza y también en esta ocasión decidió volver a dormirse, aunque le costó un poco más de trabajo. La tercera noche, finalmente, aquella cosa fue todavía más sensible y se declaró por lo que realmente era, no había duda: ¡era un beso! Un beso, se podría decir, que la oscuridad misma le daba, casi como si ella se concentrase por un momento en la boca del notario. Quien, por lo demás, no lo entendía de esta manera: un beso siempre es un beso y aun cuando, éste, fuese un poquito árido y no húmedo y dulce como él lo soñaba, de todas maneras siempre seguiría siendo un regalo del cielo. Probablemente se trataba de una proyección de sus deseos secretos, en resumen, de una alucinación. ¡Pues bienvenida sea! Turbado, deleitado y asustado, nuestro héroe permaneció tendido como un tonto en la oscuridad (a la que él juzgaba, no sin razón, prónuba); y más tarde experimentó el placer de recibir un nuevo beso.
De noche en noche los besos se hicieron más frecuentes y más sustanciosos, aunque el notario, no obstante esto, no lograra encontrarles ningún sabor de boca femenina. Y a partir de este momento, el notario, aunque lo aconsejase su antigua razón, quedó cautivo del insano anhelo de intentar de evocar, de alguna manera, a la criatura que se los prodigaba: estaba cansado de aferrar siempre el aire, y un beso bien presupone una criatura que lo dé, ¿o no? La cual podrá ser todo lo etérea y sutil que se quiera, pero tiene que existir una manera para que se pueda condensar, para que uno pueda estrecharla entre sus brazos. ¡Dios mío!, no era que él ya hubiese perdido el sentido de todas las relaciones cuando dieron inicio los primeros besos, quizá se imaginaba o se ilusionaba que su anhelo sería suficiente para darle cuerpo a su alucinación; pero muy pronto ya no le quedaron dudas de la real existencia de una besadora.
Sin embargo, mirando las cosas más de cerca, ¿cuál era, además, la forma para inducirla a manifestarse menos parcialmente, para guiarla hacia la corporeidad? El notario se dio cuenta perfectamente de que no disponía, para dicha necesidad, más que de medios psíquicos; por lo que se concentró, cada vez que era besado, a dilatar su voluntad y sus energías, esforzándose en captar en el instante una partícula de la inasible criatura, de su fluido o de su sustancia; partículas que, al sumarse, deberían terminar con dar lugar a un ser, cualquiera que fuese. A esta práctica le agregó enseguida una acción de provocación o solicitación de la oscuridad. Y si de verdad ése era el método correcto o era por motivos muy diversos, no pasó mucho tiempo para que empezara a recoger los frutos de tantos intentos vanos.
Para esto era un impedimento que su habitación se asomara a un angosto patio, sin embargo, durante las horas nocturnas no se beneficiaba de ninguna luz externa; y para excluirla de la claridad, por otra parte, hubiera sido suficiente con la persiana en la ventana, cuyas varillas, excepcionalmente, empalmaban como era debido. No obstante, en esa oscuridad de horno, al notario le pareció que divisó una noche como otra oscuridad, una oscuridad más negra; una sombra, digámoslo de manera absurda, sólo que no se sabía bien a bien dónde estaba ni qué contorno tenía. Más singular todavía lo fue la segunda noche en la habitación cuando se levantó una especie de sanguínea aurora: una débil y siniestra luminosidad que surgió de la tierra y se fijó en lo alto, casi como una aurora boreal, en forma de listón ribeteado, espeluznante, ondeando al viento, apagándose, luego, gradualmente. Finalmente (pasando a otro orden de acontecimientos), una noche, él pudo oír muy claramente una risita que provenía de una esquina, pero era una risa gélida, no alegre, artificial.
De dichos resultados, el notario no sabía si alegrarse o asustarse; porque la criatura se le estaba revelando muy diferente a la que había imaginado, sin contar que no parecía dispuesta a posteriores concesiones. Él suspendió por un tiempo sus prácticas de evocaciones; pero no por ello aquella cosa cesó de manifestarse de diferentes maneras. En cuanto a sus besos, ya se habían vuelto devoradores. Y él, enflaquecido, exhausto y como vaciado, perdió el sueño y el apetito, angustiosamente se preguntaba si no sería obligado a ir muy lejos; su trabajo se estaba yendo a pique, su salud estaba gravemente amenazada, ya no podía seguir así. Como último recurso decidió, tardíamente, hacer eso que acaso le pudo haber sido de ayuda desde el principio: es decir, convino consigo mismo dormir con la luz prendida. La decisión, que era como dar por perdida la partida y renunciar a todo, le costó no poco a sus románticas disposiciones; pero también es verdad que desde el tiempo en el que empezaron sus primeros éxtasis, desde cuando se vio objeto de esas misteriosas atenciones, éstos le habían cedido su lugar al sentimiento de un peligro inminente. Como quiera que sea, comenzó a dormir en plena luz; ¡y además, a poder dormir!
Durante algún tiempo todo anduvo bien, y él retomaba un poco de aliento, aunque se sentía como que le hacía falta algo; pero he aquí que una noche, allí, en plena luz, nuevamente tuvo o sintió un beso. Pero la verdad, cuando sucedió se encontraba (que era lo menos que le podía pasar) durmiendo, y se despertó sobresaltado, pudiendo pensar que había soñado; sin embargo, cuando volvió a dormitar, o mejor dicho mientras todavía estaba entre la vigilia y el sueño, un nuevo y gallardo beso se imprimió en sus labios. ?Se imprimió?, así suele decirse; pero en realidad ese beso fue como una tromba de aire. En resumen, el notario entendió que la criatura, al dejar de contar con la oscuridad, ahora se aprovechaba de su sueño, y que ya nada la detendría. Y a la vez la atroz sospecha que durante largo tiempo él había rechazado se volvió certeza; la criatura se alimentaba de él, se hacía grande y fuerte con su sangre, con su vida, con su alma.
Esta verificación tuvo por efecto el de quitarle al notario las pocas fuerzas que le quedaban y de derribarlo en una obtusa resignación; a partir de este momento, su existencia no fue más que una larga, y no demasiado larga, espera de la inevitable muerte.
Era idiota, grotesco, un asunto semejante y sin embargo no parecía que hubiese defensa contra ella; grotesco y trágico, como a menudo acontece. ¿Escapar? ¿Pero a dónde o de qué valdría si a lo mejor fue él quien había inventado a la criatura? ¿Y en caso de que se pudiera escapar, dónde se habían quedado la fuerza y la voluntad de hacerlo? Lo mejor sería, en cambio, ayudarla a terminar su obra, para que todo se cumpliera en el más breve tiempo posible; y buscar, por lo menos, verla o entreverla, ahora que ya se había robustecido. Sí, el único sentimiento que sobrevivía en él era una especie de curiosidad infame, de la cual, de hecho, él se avergonzaba, pero contra la cual se sentía impotente. Comenzó con apagar la luz: la mejor manera de darle seguridad y valentía.
Vio o probó infinidad de cosas en sus noches de agonía, y todas horrendamente absurdas. Primero fue como una inmensa masa que parecía ocupar la habitación entera y era, no obstante, extrañamente vacua, distinta a la tupida oscuridad circundante, si es que puede distinguirse un vacío en un vacío, similar a ciertas cortaduras en el negro éter cósmico; ella hormigueaba de apéndices o zarpas o tentáculos, que se plegaban y resurgían casi bajo la acción de un viento oculto. Luego, de repente, esta masa negativa, esta burbuja de vacío, se transformó en algo extremadamente exiguo y agudo, insinuante, que se fraccionaba en arroyuelos mil, invadía todo y a él mismo a manera de circulación capilar. O bien en la habitación se difundía un sutil olor dulzón y pútrido, evocador de imágenes incomprensibles y de paisajes jamás vistos. O era sólo un sentimiento, semejante más bien a una fugaz memoria, que con efecto indescifrablemente espantoso parecía anticiparse a sí mismo o dejar detrás de cada cosa toda plausible experiencia, o afrontar lo indefinido, lo inexistente. Y otra vez risitas, gélidas muecas, rozaduras no lejanas a los escalofríos; y un acre sabor en la boca, aunque como si se percibiera a través de toda la superficie del cuerpo.
Pero las horas del notario ya estaban contadas. La última noche, ante sus ojos (del cuerpo y del espíritu) se abrió un enorme abismo derramado, una vorágine grisácea semejante a una matriz o a un nicho, que ya estaba encima, y lo llamaba desde la cúspide de su espiral. Al mismo tiempo su piel, reducida a árida escama, se iba transformando en una amortiguada fosforescencia, que no era signo de vida sino de corrupción, de la que se levantaban los fuegos fatuos. Se vio a sí mismo como un pez de las profundidades, débilmente luminoso en el negro abismo: y al llegar a este punto, ya no tenía sangre, en su lugar estaba esa tenue luz que de allí a un instante también se apagaría; era el fin. Se abandonó; y quizá en ese último instante, como premio a su abandono, le fue concedido mirar cara a cara eso que le había succionado la vida, y que ahora le arrancaba el supremo beso.
Fue el fin. Y la criatura desconocida se levantó nuevamente del despojo vacío y corrió por el mundo.

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Mucho por hacer en Monterrey

No he podido dejar constancia de todas las actividades en las que he participado este año, principalmente porque han sido demasiadas y en medio se ha atravesado mucho, mucho más. Pero en los próximos días estaré en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, haciendo un montón de cosas, y quiero invitarlos.
      La mayor parte tendrá que ver son las Sextas Jornadas de Detectives y Astronautas, una serie de actividades alrededor de literaturas alternativas (todo lo que no es el realismo convencional de este temprano siglo XXI) organizada por Joserra Ortiz y de la que seré invitado de honor, lo cual es un gusto enorme.

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Jornadas de Detectives y Astronautas. Clic para ampliar

He aquí el calendario:

19 de octubre
20:00 horas. Ágora E-Book. Diálogo «Presente y futuro del libro electrónico» con Paola Tinoco

20 de octubre
15:00 horas. Sala A. Presentación del libro El Viajero del Tiempo con José Luis Solís
18:00 horas. Arcada Cintermex. Jam de escritura con Óscar David López
19:30 horas. Sala 105. Charla «La imaginación fantástica» y firma de libros

21 de octubre
13:30 horas. Sala 110. Presentación de la edición conmemorativa de Aura de Carlos Fuentes con Hugo Valdés y Ana García Bergua
16:30 horas. Sala 102. Presentación de la novela Ojos llenos de sombra de Raquel Castro, con Alisma de León

Si van, allá (y allá y allá y allá) nos vemos.

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Jam de Escritura en Monterrey. Diseño de Marco Colín. (clic para ampliar)
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Norma en un cine, junto a su tía Grace

Si todo sale bien, este mes tendrá más de un cuento. El primero de los proyectados es éste, del mexicano Óscar Luviano, que trata acerca del cine y uno de sus iconos, la memoria y el deseo. El cuento se publicó por vez primera en el suplemento Guardagujas.

NORMA EN EL CINE, JUNTO A SU TÍA GRACE
Óscar Luviano

El viajero del tiempo entra en el cine californiano donde sabe que va a encontrarla: el momento está diseñado de esa manera y no de otra.
       Lleva bajo el brazo la carpeta con los recortes y las fotocopias. No ha dejado nada fuera: el ir y volver a hogares de acogida, el abuso del padrastro, el abuso del hijo de la tía Olive, la crueldad que va a encontrar en todos los espejos, el dramaturgo que la tomará como a un trofeo, su creencia en el amor del presidente mesiánico y su patético happy birthday cantado bajo una spotlight dura como un haz extraterrestre, como si esa luz supiese que no era ni será de este mundo; la que creyó su gran película y cuya única escena recordada será la sesión de raqueta-bola, sus tetas vibrando en close up como una gelatina obscena bajo el suéter blanco; el insomnio, los frascos de pastillas, el teléfono que apretará entre las manos cuando la policía al fin logreé irrumpir en el dormitorio… Todo en orden cronológico, con numerosas fotos para que la niña de nueve años no pueda reconocerse a pesar del tinte platinado y el minucioso alaciado.
      El viajero del tiempo la encuentra como está escrito, en la primera fila, sentada junto a su tía Grace. Norma Jeane se hunde en la butaca como si la luz del proyector, gris y revuelta de polvo, tuviera un peso terrible, y estuviera por decirle (en efecto) que no es de este mundo… Sin embargo, sonríe. Elige una butaca de la segunda fila, justo detrás de ella. El viajero del tiempo sabe que Norma Jeane sonríe cegada por el polvo, por Hollywood, por Clark Gable.
      Y no, se dice, y le dice en silencio (como ha dicho miles de veces a sus fotos): Tu padre no es Clark Gable; no importa cuantas veces lo repitas a los niños de la escuela, a las niñas que se ensañan con tu ropa barata; y esta mujer amorosa que te ha traído para que te deleites con tu padre imaginario y con el Sueño de la Pantalla, Norma Jeane, va a abandonarte en unas semanas; te mandará a un orfanato cuando se case con el hombre que abusará por primera vez de ti.
      En la pantalla, el periodista interpretado por Clark Gable, su bigote tan lustroso como el que Norma Jeane jura por todos los ángeles que ostenta su padre, se ofrece a llevar a la heredera, Claudette Colbert, en busca del esposo que su intolerante padre ha enviado a paradero desconocido. En su butaca, Norma Jeane se inclina y apoyar el rostro en las manos: sabe, como sabemos todos, que Gable y Colbert, a pesar del juramento que hacen, emprenden un camino va a conducirles puntualmente al uno en los brazos del otro. Lo sabe, pero la película no tendría sentido si no sufriera un poco por ellos, por la posibilidad de que no pase así.
      Hollywood ya había reducido al futuro, desde ese entonces, a un páramo sin sobresaltos. Y el viajero del tiempo está aquí para dar ese tiempo sin dolor a la única mujer que ha amado con piedad y con un deseo arrasado por la inocencia.
      Su plan es sencillo: va a colocar el dossier en la butaca vacía al lado de Norma Jeane, sin que la tía Grace se percate. El cataclismo sobrevendrá después, tal y como el viajero del tiempo ha descrito para sí en pizarrones llenos de largas fórmulas y tortuosas ecuaciones, en el piso con pentagramas trazados con sangre de palomas; en infinitos mapas de flujo que revelaron grietas en el continúo del espacio-tiempo. Y esto es lo que revelaron sus cálculos: Norma Jeane levantará la carpeta de sobre la butaca, cuando las luces enciendan y la tía Grace se tome un minuto en el tocador. Y reconocerá su rostro en los diarios y en los carteles, en las notas amarillistas y en la cruel fotos de la morgue; como quien se mira en un espejo dentado va a conocer en detalle, con maravilla y horror, el relato que no estará dispuesta a ejecutar por segunda vez.
      ¿Vamos? Gable abre la portezuela del taxi y Colbert duda un momento, en el instante elegido por el viajero del tiempo para colocar la carpeta en la butaca vacía junto a Norma Jeane. No la ha posado aún cuando la niña de 9 años le descubre. El viajero se congela, aterrado, con la carpeta hinchada de futuro entre los dedos sudorosos. Pero no la niña no se percata de los documentos, y le hace una pregunta entre las sombras. El viajero sigue con la mirada el dedo infantil (la mano amada, la mano perfilada en fotos amarillentas y películas rayadas, la manita como de luz esculpida). En la pantalla, Gable y Colbert se miran profundamente en el asiento trasero del taxi. Una mirada que lo dice todo, pero no tan claro, así que Norma Jeane pregunta de nuevo, llena de esperanza: Van a besarse, ¿verdad?
      Y el viajero del tiempo cree ver lo que no había visto, o entiende lo que había visto siempre en el rostro de Norma Jeane (incluso en aquellas fotos en que desnuda se tiende sobre la espantosa alfombra rosa chillón de Playboy), y la pregunta de la niña se convierte en esa súplica no formulada, pero que siempre estuvo ahí, en el fondo del cuerpo nunca tocado. Una súplica que a pesar de todo el amor del viajero del tiempo, Norma Jeane siempre se negó a realizar, presa en fotogramas, carteles y fotos mal pixeladas. La secreta súplica que yacía dentro de ella misma: Do i look happy?
      Y descubrirla en la mirada indefensa de esa niña, en esos ojos con un destello aceitunado que ni el dolor ni el odio a sí misma van a destruir, hace que el viajero del tiempo se recuerde renunciando a masturbarse una vez más con la película porno apócrifa; se recuerde murmurando «sólo una gota de Chanel» cuando perdió la puja por el vestido aterciopelado de la coreografía de los diamantes; se recuerda rebobinando el vídeo para volver a la caminata hacia las cataratas del Niágara, y contemplarla una vez más, majestuoso e invencible diamante de carne.
      El viajero del tiempo sonríe a Norma Jeane, y es incapaz de precisar el número de veces que tras cerrar la puerta, vencido, posó su mano en esa mejilla de pureza lunar, reproducida en blanco y negro en un poster que nunca se doblegó a la humedad que hinchaba la pared. Claro que van a besarse, le dice, y la niña sonríe luminosa. ¿Y sabes por qué lo sé?
      Norma Jeane niega con la melenita rizada. Sé que se van a besar porque vengo del futuro. Norma Jeane tuerce la boca, se golpea las rodillas, y ríe hasta que su tía le pide silencio. El viajero del tiempo se disculpa con una inclinación de sombrero, y se hunde en su butaca.
      Mientras Norma Jeane devuelve mirada y asombro al bigote de su padre en la pantalla, sin mayor ceremonia, el viajero del tiempo se guarda la carpeta bajo el brazo. La observa en silencio. ¿Qué iba a ser de los dos sin la espantosa, la terrible soledad que los aguarda?
      Su butaca cruje cada vez que salta, emocionada. Cuando Gable y Colbert finalmente se besan con una multitud neoyorquina por testigos, la tía Grace no tiene corazón para acallar sus grititos de dicha.
      El viajero del tiempo sale antes de que las luces enciendan. Sus zapatos chasquean en los pasillos pegajosos de cerveza de raíz. Es de noche sobre Los Angeles, pero las farolas y la luna llena carecen de polvo y de peso.

© Óscar Luviano

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Libros eléctricos

Mañana, martes 3, el miércoles 4 y el viernes 6, tres libros eléctricos se presentan en la ciudad de México. Todos son historias que tienen que ver de algún modo con internet, pero no del más obvio; y a las tres los invito. La entrada será libre en todos los casos.

1. El martes 3, a las 19:00, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes (Juárez y Eje Central, Centro Histórico), Verónica Murguía, Bernardo Fernández Bef, Marina Taibo y yo presentaremos la novela El tamaño del crimen, de José Luis Zárate. El libro es especial porque se distribuye desde ya de manera electrónica, como un ebook que se puede comprar en el sitio de la editorial española SigueLeyendo.es y descargar inmediatamente, y también porque es una novela híbrida: una historia policiaca con personajes de cuentos de hadas, lo que la hace la respuesta en español a series televisivas como Grimm y Once Upon a Time, o bien a comics como Fables.

2. El miércoles 4, a las 20:00 horas, la Feria del Libro Independiente que se lleva a cabo en la Librería Rosario Castellanos (Tamaulipas y Benjamín Hill, colonia Condesa) recibirá, para su segunda presentación en la ciudad, a mi libro El Viajero del Tiempo. Publicado en 2011 por Ediciones Posdata, el libro es (como recordarán algunos lectores de esta bitácora) una colección de historias creadas originalmente en la red social Twitter y convertidas en estampas rapidísimas –o en una novela de capítulos realmente cortos– alrededor del personaje que H. G. Wells presentó en su novela La máquina del Tiempo. Me acompañarán en la presentación Karen Chacek y Arturo Vallejo.

3. Finalmente, el viernes 6, a las 17:00, de nuevo en la Feria del Libro Independiente, presentaremos un libro muy especial: Historias de Las Historias. Esta es la colección de los ganadores y menciones honoríficas de los primeros cinco años del concurso de minificción que se convoca aquí, en este mismo sitio, desde 2005, e incluye por lo tanto más de un centenar de textos de autores de media docena de países, con nuevas ilustraciones de jovencísimos artistas mexicanos. El libro está publicado por Ediciones del Ermitaño y lo comentaremos tres de sus autores: Áurea Rojano, Marcela Vargas Reynoso y Pepe Sánchez Cetina, y yo, que lo observo con perplejidad y con alegría.

 

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Un cuento de Historias de Las Historias
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Acerca de ciudades que crecen descontroladamente

He aquí un cuento sobre el poder, la historia y la vida en comunidad de la escritora argentina Angélica Gorodischer (1928-2022), proveniente de un libro extraordinario: Kalpa imperial (1983). El libro entero, publicado en plena dictadura en su país natal, puede leerse como una crítica y un desafío; a la conciencia política, este cuento en concreto agrega una forma engañosamente simple y una serie de personajes sorprendentes, que revelan sorpresas en cada relectura.

ACERCA DE CIUDADES QUE CRECEN DESCONTROLADAMENTE

Angélica Gorodischer

   aquel cuarto (encierro empecinado
cadáveres del sol tirados entre
amapolas
hombres sumisos ya heridos en los
botes pidiendo socorro vanamente)
yo diría un cubo atravesado con voces obligatorias con horarios trastornados
pero les pidió por favor que no hablaran hasta que pudiera decirles
las razones que afectaban a las
ciudades contaminadas por el aire espeso de
bobinas
motores
fábricas
automóviles
subterráneos
abejas africanas
tigres en celo
amantes abandonadas en el muelle de las brumas.
bicicletas montadas por parejas difíciles de
definir.

Alfredo Veiravé, El imperio milenario

 

Dijo el narrador: —Con muchos nombres la llamaron y muchos orígenes le pretendieron y todo era mentira. Los nombres, porque no fueron más que invenciones de hombrecitos oscuros, ambiciosos y rastreros, que lo único que querían era ascender un escalón más en una miserable repartición oficial o conseguir un lugar entre los adulones de palacio o un poco de dinero extra para satisfacer alguna pequeña vanidad. Los orígenes, porque también fueron trabajosos artificios maquinados para incluir algún personaje influyente en la genealogía de un héroe que la habría fundado en un rapto de locura divina. Faro del Desierto la llamaron, y también Joya del Norte. Estrella, Madre, Guía, Cuna, todas esas palabras que, como verán ustedes, están estrechamente relacionadas, se le aplicaron en designaciones vanidosas y huecas. Que el hermano menor de Ylleädil el Grande, hambriento y aterido, perseguido por los que habían destronado al Emperador Guerrero, había llegado hasta el pie de los montes y había desenvainado la espada imperial para quitarse la vida, pero que en vez de hundir la hoja en su corazón la había clavado en la tierra y había dicho: «Aquí se levantará la nueva capital del nuevo Imperio», eso se dijo. Y también que una virgen desvalida había llegado hasta allí, allí mismo, donde todavía se alza la Fuente de los Cinco Ríos, y había cavado con las manos un pozo en la tierra mojada por las lluvias y se había enterrado viva en el barro mezclado con su sangre antes que permitir que el lascivo Emperador la mancillara. No se dijo cuál era el emperador aunque hubo quienes arriesgaron algunos nombres, todos perfectamente factibles porque no faltaron, y no sólo no faltaron sino que si se los contabiliza bien sobraron, señores lascivos en el trono del Imperio. Pero se sostuvo que este emperador se arrepintió, cosa que ya es bastante menos factible, y levantó un monumento a la niña que se le había escapado de entre los gordos dedos; y que levantó también algunas viviendas para los cuidadores del monumento. Otros fruncen el ceño, tosen, alzan los ojos al cielo y explican cómo Ylleranves el Filósofo también llamado el Narices no por el apéndice que le crece a la gente común y a los emperadores también en el medio de la cara, sino por su olfato para hacer lo que no debía, había reconocido el lugar corno el asiento del Jardín de la Belleza Perfecta del que hablan los libros místicos, y había querido poblarlo con una ciudad perfecta en la que viviera una nueva generación perfecta que repitiera la edad de oro del hombre. Claro que el Narices no tuvo tiempo para tanto porque era aún joven cuando por suerte lo cortaron en rebanadas los hombres de su guardia personal y elevaron al trono a Legyi el Corto que no fue peor que Ylleranves porque era difícil ser peor emperador que el Narices, pero que fue casi tan nefasto como él, aunque tuvieron la dicha, él y el Imperio, de que lo casaran con una mujer enérgica, inteligente y justa. Sí, señores, sí, la Emperatriz Ahia’Della que dio al Imperio hijos y nietos y bisnietos tan justos y sensatos como ella, cosa que fue un merecido descanso para todos.
Y esas invenciones, desgraciadamente, se asentaron en crónicas que se escribieron en libros a los que todo el mundo respetó y por lo tanto creyó, solamente porque eran gruesos, difíciles de manejar, aburridos y viejos. También figuraron en leyendas que son esos recitados en los que todo el mundo dice que no cree porque son poco serios y en los que todo el mundo cree precisamente porque son poco serios. Y se cantaron en canciones insidiosas que por fáciles se repitieron en las plazas y en los puertos y en los salones de baile. Y nada era verdad, nada: ni los orígenes novelescos ni los nombres sonoros y fantasiosos.
Yo soy el que les va a contar cómo sucedieron las cosas, porque es a los contadores de cuentos a quienes toca decir la verdad aunque la verdad no tenga el brillo de lo inventado sino la otra belleza, a la que los tontos califican de miserable o mezquina.
¿Ven la ciudad? ¿La ven ahora, tal como es? Empieza en el llano, de pronto, con las espaldas de las casas vueltas a lo que fue un desierto. No tiene puertas de honor ni almenas ni torres ni muros de ronda. Se mete uno por un hueco que es una calle, y asciende. Desde lejos es un cuadriculado irregular y lleno de colores, agujereado por puntos oscuros que son de luz en la noche. Se entretejen las calles y los edificios y los balcones y las fachadas, y los talleres se codean con las mansiones y los comercios con los ministerios y muy pocos de sus habitantes la conocen a fondo. No me arriesgaría a afirmar que es un laberinto. Diría si tuviera que describirla en pocas palabras que una colonia de insectos escapó enloquecida de una telaraña feroz y construyó algo para protegerse. Sube por la ladera, sube con una temeridad desesperada en la que no falta el orgullo. Apoya los cimientos en la piedra o en la arena, no importa dónde: la cuestión es subir hasta lo imposible. Lo consigue, como era de esperar: los montes desaparecen bajo las paredes, los balcones, las terrazas, los parques; crece una plaza oblicua cerrada por arcadas de piedra contra una cuesta abrupta; el tercer piso de una casa es el sótano de otra que se abre a la calle siguiente; la pared oeste de un ministerio linda con las rejas del patio de una escuela para niñas sordas; los basamentos de la casona de un funcionario se convierten en la buharda de un edificio abandonado, mientras una gatera coronada por una archivolta agregada doscientos años después sirve de túnel hacia un depósito de carbón, y un entrepaño hace las veces de crucero de una ventana con escudos de oro en los vidrios, y los tragaluces no miran al cielo sino a una galería con adarajas de cerámica. Una calle que serpentea hacia arriba y otra vez hacía abajo se convierte sin aviso previo en el jardín de una señora viuda; un mercado desemboca en un templo y el pregón del vendedor de objetos de cobre se mezcla con las admoniciones del preste; la sala de moribundos de un hospital abre sus ventanas al despacho de bebidas de un ex presidiario; el farmacéutico tiene que atravesar la biblioteca de la Agrupación de Patrones Cargadores para ir a tomar su baño; una palmera frizzata crece en el despacho de un juez de paz y sale hacia la fachada por un boquete abierto en la mampostería. Y no hay vehículos porque nada que sea más ancho que los hombros de una persona puede circular por las calles, lo que quiere decir que los gordos y los levantadores de pesas tienen enormes problemas para salir a pasear y hasta para ir a lo del carnicero a comprar un cordero tierno para la comida del día siguiente.
Y no la fundaron ni la espada de un héroe ni el sacrificio de una virgen, ni se llamó nunca Reina del Alba. Allí en las catacumbas pintadas hoy con colores fosforescentes donde bailan los jóvenes disolutos y se emborrachan los que van a morir, allí vivieron bandoleros y contrabandistas y asesinos cuando el Imperio era joven y luchaba por su unidad, y desde allí trazaron un sendero de mulas que bordeaba los montes y atravesaba los marjales para llegar a ciudades y pueblos donde ejercían sus nobles profesiones: he ahí la miserable belleza de la verdad.
Un poco más arriba de la boca de las catacumbas levantó su palacio de piedra alguien de quien todos ustedes han oído hablar pero a quien no conocen en absoluto: Drauwdo el Fortachón. El palacio no era un palacio sino una construcción torcida y malformada, amplia, de techos bajos, sin ventanas, con un hueco abierto hacia el sur por el que había que entrar a gatas, una enorme chimenea adentro y afuera un foso erizado de estacas puntiagudas en el fondo.
Drauwdo era estúpido, cruel, ignorante y vanidoso, cualidades que fueron su perdición. Pero era fuerte y valiente a su modo, cualidades que le valieron su breve y violento caudillaje. Capitaneó a los bandoleros y a los asesinos y se organizó a su alrededor pero no gracias a él una especie de tropa desharrapada que asaltaba y mataba para conseguir lo que fuera, vestidos, comida, muebles, oro, sobre todo oro. El jefe concedía premios, una mujer aquí, un puñado más de piedras preciosas allá, una parcela de tierra acá. Y los segundones emulaban al jefe y construían sus casas de piedra si a eso podía llamarse casas, mientras el grueso de la recua seguía abrigándose en las cavernas y en los túneles.
Uno de esos no tan raros emperadores ilustrados y progresistas se inclinó un día sobre un mapa del Imperio y ese gesto banal terminó con el liderazgo de Drauwdo el Fortachón, el tonto vanidoso cruel y valiente a su modo.
—Aquí —dijo el Emperador,
y puso su dedo manicurado y enjoyado en un punto sobre la costa de un mar frío y brumoso, muy al norte. Y miró a los ingenieros y a los geólogos y a los capitanes de su marina mercante y siguió:
—Si construimos un puerto aquí, el transporte de mercaderías hacia el este se hará más rápidamente y costará mucho menos.
Así que los ingenieros y los geólogos se pusieron a trabajar, los capitanes a esperar, y Drauwdo, sin saberlo, a agonizar.
Se tendió un camino desde la lejana capital hasta los montes, y los bandoleros del Fortachón salieron alegremente de las casas de piedra y de las cuevas y mataron a los capataces y a los obreros y les robaron lo poco que tenían y Drauwdo felicitó a sus hombres y repartió equitativamente el botín. Ya ven cómo era de estúpido.
El Emperador preguntó:
—¿Bandoleros?
Y un capitancito que no era muy valiente pero que no era ningún estúpido, recibió una orden de un coronel que la había recibido de un general que la había recibido de un ministro que había oído la pregunta del Emperador, preparó una emboscada y en tres horas, sin arrugarse el uniforme y sin perder ningún hombre, terminó con Drauwdo y sus asesinos, sus segundones, sus cavernícolas y sus contrabandistas. Con todos, según creyó y según informó a sus superiores, cosa que aceleró su ascenso en el arma de choque y por lo tanto adelantó considerablemente la fecha de su muerte.
Sólo que uno de los hombres de Drauwdo se había salvado, huyendo a tiempo y escondiéndose en las cuevas más profundas. Bah, ni siquiera era un hombre, era un muchachito al que llamaban el Raposo, un aprendiz de bandido, una sanguijuela insignificante nacida y criada en las alcantarillas de alguna ciudad, que no había servido en los dominios de Drauwdo más que para cumplir encargos viles y recibir golpes y burlas. Pero cuando las cabezas de Drauwdo y los bandoleros se exhibieron al borde del camino en construcción, clavadas en picas pudriéndose al sol, cubiertas de moscas doradas y verdes, la cabeza del Raposo seguía pegada a su cuello pensando lo poco que semejante cabeza había aprendido a pensar.
El camino contorneó los montes, atravesó el llano y hendió los marjales que se desecaron y se fertilizaron. Se construyó el puerto, llegaron los barcos, los vehículos rodaron cargados hasta el tope, y el Raposo se sentó a la boca de una cueva y esperó.
Para cuando el ilustre Emperador murió y para cuando lo sucedió su hijo mayor que fue incluso más ilustre que él, las cuevas estaban vacías y nadie se sentaba a esperar a la entrada oscura. Pero directamente debajo, a la orilla del camino, se alzaban paradores y casas de comida, albergues y tiendas donde se vendían ejes, ruedas, riendas, forrajes, mantas, y todo lo que necesita el conductor de un vehículo de carga. El dueño de todo eso era un hombre flaco y moreno, de cara zorruna y pocas palabras, que había empezado vendiéndoles frutas silvestres a los obreros del camino y había hecho fortuna rápidamente. Se llamaba Nilkamm que es un nombre del sur pero nombre al fin, y estaba sentado tras el mostrador del albergue principal mirando entrar y salir a sus clientes, vigilando a sus empleados, calculando si valdría la pena levantar otra construcción un poco más allá, quizá sobre la ladera, una casa con muchas habitaciones y una terraza sobre el llano, y traer a algunas mujeres de la capital.
Y para cuando la joven Emperatriz tuvo su segundo hijo, que fue una hija, la princesa Hilfa, la del nombre desdichado y la vida desdichada, el señor Nilkamm’Dau era presidente de la Cámara de Comercio de la ciudad, se había casado con la viuda de un magistrado de la capital, vivía en una gran casa construida sobre los cimientos de piedra de las casas deformes de los segundones de Drauwdo el Fortachón, y los burdeles, las casas de juego y los albergues dudosos tenían nominalmente otro dueño.
Era entonces una ciudad de paso, una ciudad de calles anchas pero retorcidas que no llevaban a ningún puerto, a ninguna playa, a ningún belvedere, sino a otras calles retorcidas que morían en un paredón desprolijo o en un baldío sembrado de basuras. Había más gatos famélicos que jacas de pelo brillante enjaezadas de cuero y plata; había más suicidas que maestros, más borrachos que matemáticos, más fulleros que músicos, más viajantes que contadores de cuentos, más encantadores de serpientes que arquitectos, más curanderos que poetas. Y sin embargo, ah, sin embargo era una ciudad inquieta, era una ciudad que estaba reclamando algo y no sabía muy bien qué, como les pasa a todos los jóvenes.
Lo encontró, claro que sí, con creces, como que lo tuvo todo y lo perdió todo y lo volvió a tener y fue la Joya del Norte y fue la Madre de las Artes y el Faro del Caminante y la Cuna de la dicha: como que surgieron las leyendas de héroes desdichados y vírgenes perseguidas y sabios visionarios y tantas cosas más, lo sublime, lo increíble, lo ridículo y la mentira.
El hombre se llamaba Ferager-Manad y era escultor y llegó vestido lujosamente en un coche tirado por las primeras jacas de pelo brillante y arreos de cuero y plata que veía la ciudad, y atendido por tres sirvientes. Es cierto que en el coche y los animales y los servidores se había gastado hasta su última moneda porque no era un escultor muy bueno y hacía mucho que nadie le encargaba grupos alegóricos ni monumentos y ni siquiera un pequeño bajorrelieve para una tumba modesta. Pero también es cierto que esperaba encontrar en la ciudad su fortuna porque hacía apenas veinte días que había muerto el señor Nilkamm’Dau, primer alcalde de la ciudad, presidente de la Cámara de Comercio, del Club de Residentes Fundadores, forjador del primer Censo Municipal, la primera escuela, el primer hospital, la primera biblioteca, el primer asilo y la primera repartición oficial acopiadora de carnes, cueros y granos. Y su viuda que ya lo era dos veces pero que ya no era joven y se veía obligada a encontrar cuanto antes otros motivos de admiración y respeto, ella que secretamente lo había despreciado por su origen humilde y porque venía del sur, se encontró con una fortuna más copiosa de lo que en sus insomnios había calculado y decidió no sólo exhibir una pequeña parte del dinero sino también hacerse perdonar su desprecio agradeciendo a su silencioso marido la riqueza y la muerte. Pensó en un mausoleo, qué buena idea. Un mausoleo era lo que les hacía falta, a ella, a su segundo marido y al humilde cementerio en las afueras. A ver, se dijo, un escultor, un escultor venido de la capital, un artista salido de la regia Academia Imperial que levante un monumento en mármol rosa y negro, coronado por figuras dolientes, cubierto de guirnaldas y de ánforas, rodeado por rejas de bronce rematadas en juncieras donde ardan hierbas aromáticas. Y eligió un nombre al azar, porque creía recordarlo y porque figuraba entre los de los egresados de la Academia.
Ustedes han visto lo que queda: las bellas mujeres de mármol con túnicas de mármol y cabelleras flotantes de mármol lloran alrededor de una silueta yacente y una de ellas levanta las manos al cielo clamando por el que se ha ido. Pero el cementerio ya no está, invadido por la ciudad que lo fue borrando hasta olvidarlo, y lo que fue una cripta es hoy un depósito de golosinas y las figuras dolientes se apoyan en el tanque de agua que surte a las oficinas del Registro de la Propiedad Inmueble. Y sin embargo no es eso lo que pesa en el orden de los acontecimientos: la piedra se trabaja, se modela y se pule y los ojos vacíos de las estatuas miran a los hombres pero no los ven. Lo que sí importa son los hombres, que tienen ojos y a veces ven; lo que sí importa es que el escultor era viudo y pobre y su mandataria era viuda y rica. Se casaron, no antes de que se terminara el monumento fúnebre porque eso hubiera sido una inconveniencia, pero se casaron apenas encendidos los puñados de hierbas aromáticas, y el escultor pagó sus deudas y adquirió sirvientes y más coches y más jacas y ya no trabajó el mármol ni el bronce y se convirtió en mecenas, que es mucho más descansado, menos peligroso y más honorable.
Entonces llegaron los artistas. Los primeros no eran más que bochincheros y holgazanes que habían oído decir que en esa ciudad vivía un rico protector de las artes que les daría de comer y les pagaría el alojamiento mientras ellos se sentaban en los cafés hasta la madrugada, hablando de los poemas que escribirían, de los cuadros que pintarían de las sinfonías que compondrían, riéndose del mundo que hasta entonces no los había comprendido y despreciando al hombre rico que decía que sí los comprendía y que antes de pagarles la cama y el vino y la sopa les hacía escuchar la descripción de sus propias obras, y peor, les daba consejos. Pero después llegaron otros, que no se sentaban en los cafés sino ocasionalmente y que pasaban la mayor parte del tiempo encerrados en cuartos silenciosos y tejiendo palabras o mezclando colores y sonidos. Entre todos ésos que habían ido llegando a la ciudad, antes o después, había algunos a los que les faltaba talento; a otros les faltaba disciplina, a otros dedicación. Pero a todos les sobraba imaginación. La ciudad subió y se retorció aún más: no ganó en elegancia pero sí en cierta belleza excéntrica e inesperada. Se construyeron galerías vidriadas a las que se llegaba por escaleras que arrancaban de cualquier parte, del medio de una calle, del balcón del primer piso de una casa, y hasta de otras escaleras; se construyeron casas redondas, casas laberínticas, casas subterráneas, estudios minúsculos, grandes salas de música, teatros de cámara, estadios para conciertos. Cambió la moda, y los severos trajes de los comerciantes y los tristes vestidos de cuello alto de sus mujeres, dieron paso a blusones violeta y verde, a delantales manchados de pintura, a hopalandas, capas, túnicas, chalecos, torsos desnudos, chalinas, sandalias, botas, chinelas bordadas, pies descalzos, babuchas floreadas, coturnos, cadenas doradas, aros en una sola oreja, collares, pulseras, vinchas, tatuajes, petos, cuentas de colores incrustadas en la frente, ajorcas y camafeos. Los horarios también cambiaron: esa ciudad que se levantaba temprano, desayunaba apresuradamente, trabajaba, almorzaba en paz en su casa, seguía trabajando, comía en familia y se acostaba con las primeras estrellas, desapareció poco a poco. Los comercios y las instituciones abrían ahora casi a mediodía, las horas de la tarde eran las de mayor actividad, los cafés y las casas de comida estaban siempre repletos y a la noche la ciudad brillaba y desde el lejano puerto muy al norte podía verse sobre los montes un halo de luz que no se apagaba, que sólo empalidecía con la salida del sol.
Pero no nos olvidemos de Ferager-Manad y su mujer: ella no pudo darse el gusto de enviudar por tercera vez y fue una lástima si se piensa en qué monumento fúnebre extraordinario pudo haber erigido a su marido ahora que tenía a su alcance tantos escultores entre los cuales elegir. Se murió de apoplejía una tarde de verano y lamento decir que el viudo no pensó en mausoleos sino en salir todas las noches con sus protegidos a probar nuevas bebidas y nuevas muchachas mientras hablaban de la forma pura o del contenido trascendente de la línea. Se murió a su vez, no sin haber empleado varios años en productivas discusiones y cateos, de una pulmonía, y lo enterraron apresuradamente porque ya le quedaba muy poco de la inmensa fortuna que le había dejado su mujer, y en cualquier parte, porque la puerta del mausoleo rematado con figuras dolientes estaba trancada y no se la pudo abrir.
Y no nos olvidemos de la capital. Se sentaba en el trono del Imperio Mezsiadar III el Asceta, un hombre bien intencionado que dedicaba tantas horas y tanta energía a hacer el bien que sólo logró hacer tanto mal como veinte emperadores cargados de iniquidad juntos. Mezsiadar quería que todos sus súbditos fueran buenos, y ésa es una pretensión peligrosa. Se habían terminado los días pacíficos de la dinastía de los Danoubbes fundada hacía siglos por Cellasdanm el Gordo, un emperador ni bueno ni malo que comprendía, quizá por pereza, que los hombres y las mujeres no son ni buenos ni malos y que más valía dejarlos que siguieran siendo así, y reinaban los Embaroddar de los que se decía aquello de «Bisabuelo negro, abuelo blanco, padre negro, hijo blanco, nieto negro, bisnieto blanco» porque si un emperador reinaba bien, seguro que el siguiente sería una desgracia; y si un emperador reinaba mal las gentes se consolaban pensando que el sucesor haría dichoso a su pueblo. Los Embaroddar también conocían el dicho, y como Mezsiadar II había sido un buen emperador, Mezsiadar III sería sin duda una desdicha para todos, sólo que él estaba decidido a lo contrario y fue justamente por eso que se cumplió lo que se esperaba de los miembros de esa larga dinastía que por suerte estaba por terminarse aunque en ese momento nadie lo sabía.
Madre de las Artes la llamaban en ese momento a la ciudad, y sus habitantes, pobres tontos, se sentían muy orgullosos de semejante nombre. Mezsiadar el Asceta oyó hablar de la Madre de las Artes y desconfió, no porque recelara de las artes sino porque por inclinación y por convicción desconfiaba de todo. Pidió informes y los funcionarios de la ciudad, pobres tontos ellos también, elevaron un memorial entusiasta y detallado. Así que como primera medida Mezsiadar el Asceta les hizo cortar la cabeza.
—¡Cómo! —dijo el Emperador al llegar a la página 174 del memorial que tenía 215—. ¿Y la piedad? ¿Y la decencia? ¿Y el recato? ¿Y el pudor y la modestia y la frugalidad y el sacrificio?
Mezsiadar III el Asceta tenía miedo de sí mismo y sus noches eran agitadas. Eso, creo, lo explica todo. Después de haber mandado que cortaran la cabeza a los funcionarios de la ciudad, se sentó solo en la penumbra, en una habitación desnuda y fría y pensó detenidamente en la ciudad multicolor que vivía de noche, en los soñadores descalzos, en las modelos desnudas, en la promiscuidad, el ajenjo, el ocio; pensó en las cosas que pasan en la oscuridad, pensó en roces y murmullos, pensó en habitaciones alfombradas, en voces roncas, en instrumentos de cuerda que tañen perezosamente, en escaleras estrechas que llevan a ambientes sofocantes donde se adivinan las formas de los cuerpos y el olor picante se mete por las narices; pensó en lenguas, en pechos, en muslos, en sexos y en nalgas, pintados, cantados, de carne, bamboleantes, groseros, burlones, pesados, inmundamente atractivos. Esa noche rechazó la comida, se acostó en la cama sin mantas y tuvo fiebre. Al día siguiente dos cuerpos, de ejército partieron hacia la ciudad.
Cuando murió o escapó el último de los artistas, vaya a saber si fue un actor o un poeta o un músico, los soldados pintaron de gris verdoso todas las fachadas, cortaron las enredaderas y echaron desinfectante en los sótanos y en los estudios de techos de vidrio y en las salas de música. Con las pinturas y los laúdes y los libros se hizo una gran hoguera que tiñó de luz por última vez la noche de la cima de los montes. La ciudad fue un cuartel durante toda la vida de Mezsiadar el Asceta que no por eso pasó noches más tranquilas ni tuvo menos dolores de cabeza o calambres en las tripas. Al contrario, se le cubrieron los brazos, los hombros y la cabeza de un eczema pustuloso al que consideró un castigo por no haber tratado de saber antes lo que pasaba en la ciudad de los montes, de modo que pidió informes sobre todas las otras ciudades del Imperio que ya eran muchísimas; pero lo que pasó en otras ciudades del Imperio no es cosa que me toque a mí contar. Un noble de su séquito daba vuelta las páginas de los innumerables informes porque el Emperador tenía las manos atadas a los brazos del sillón para evitar que se rascara. De paso, no murió de eso ni murió leyendo informes. Murió pocos años después, cuando ya del eczema no iban quedando más que las cicatrices, y los médicos del palacio dijeron que se le había reventado el hígado, vaya a saber por qué.
Su sucesor fue Riggameth II, un Emperador blanco que había odiado profundamente a su padre desde muy chico y que lo siguió odiando aun después de muerto Mezsiadar. Por lo tanto trató de deshacer todo lo que el Asceta había hecho. Aunque Riggameth llegó a viejo no tuvo tiempo para deshacerlo estrictamente todo, pero alcanzó a hacer bastante: sacar al ejército de la ciudad gris, por ejemplo.
Se fueron los soldados y los capitanes y los tenientes, y algunas gentes pintaron sus casas de blanco o de rosa o de verde; algún muchacho compuso una canción, alguna mujer dibujó un paisaje, sin que por eso se los ahorcara. Se abrió un teatro, una o dos enredaderas volvieron a dar brotes. Y aunque nunca fue otra vez la Madre de las Artes, tuvo su cuota razonable de músicos, de actores y de poetas.
Y en el orden secreto de las cosas aparecen entonces dos mujeres: a una de ellas el Asceta la hubiera aprobado sin reservas puesto que era viuda, limpia y tonta; no había conocido más que un hombre en su vida y había considerado la experiencia como un largo calvario. A la otra la hubiera hecho quemar en la plaza pública por indecente, que lo era, por impúdica, que lo era, y por promiscua, que también lo era.
Ninguna de las dos era ya joven, y las dos se acordaban de la ciudad tal como había sido antes de la piadosa intervención del difunto Emperador. A la viuda le gustaban la jardinería y el bordado, y a la otra le gustaban los hombres. La viuda reverenciaba el recuerdo de Mezsiadar y la otra escupía cuando se lo nombraba en su presencia. La viuda cavaba en su jardín para plantar un retoño de trissingalia adurata cuando se mojó las manos en agua caliente que parecía venir de la profundidad del suelo. La otra había sido modelo y amante de pintores y escultores y había abierto después un albergue para oficiales; se le estaba terminando el dinero de los artistas y de los militares y trataba de adivinar qué negocio podría instalar, algo entretenido, un local por el que pasara mucha gente, un lugar en el que pudiera conversar con muchos clientes y quizá también, por qué no, quizá, en fin, aunque ya no era la muchacha que había sido, quizá.
Fue así como se descubrieron las fuentes de aguas termales. A una mujer se le inundó el jardín con aguas salobres que le marchitaban las plantas, y decepcionada puso en venta su casa. Otra mujer la compró pensando que la gran habitación del frente podría servir para poner un salón de té, pero como el agua no dejaba de manar, llamó al maestro’ de la escuela del barrio y le preguntó qué podría ser eso.
La primera fuente termal de la ciudad se levantó en un jardín interior, en la casa recién comprada en la que no funcionaría ya un salón de té. La viuda aficionada a la jardinería intentó un pleito sosteniendo que la otra sabía qué era lo que surgía del subsuelo y había comprado con fraude por mucho menos de lo que la casa valía. Pero la otra se rio y hasta le ofreció dinero a modo de compensación, y cuando la viuda no aceptó dejó el asunto en manos de sus abogados y se dedicó a su negocio así que no se enteró, o si se enteró no le dio mucha importancia, de que la viuda había perdido el pleito. Se hizo rica por otra parte, muy rica; no me refiero a la viuda sino a la otra, por supuesto, y llegó a dirigir más de una docena de establecimientos termales hasta que se casó y vendió una parte y puso administradores en la otra parte y se fue a viajar. Se casó con un noble arruinado, un hombre muy buen mozo, muy tranquilo, muy elegante, que hasta la quiso un poco. Y fue ella la que mandó construir la Fuente de los Cinco Ríos.
Una ciudad termal no puede ser gris: fue blanca. Se levantaron hoteles, consultorios y casas de reposo; sonó una música lenta que adormecía a los pacientes encerrados en sus habitaciones o sometidos a masajes o a gimnasia o a baños de barro; tintineó el cristal en las lámparas, los vasos y las jarras, y nadie tuvo de qué quejarse, del Emperador para abajo, nadie salvo los enfermos que rezongaban porque estaban enfermos, porque los masajes eran muy violentos o muy suaves o porque el agua estaba muy fría o muy caliente o porque no los daban de alta o porque los daban de alta o porque les cobraban demasiado. Pero los enfermos venían de todas partes, a veces de muy lejos, a dejar su dinero en la ciudad, así que todos los escuchaban con una sonrisa y si tenían tiempo trataban de darles el gusto.
Les voy a hablar ahora de Blaggarde II el Escuchador, aquel Emperador que tenía sueños y visiones y oía voces que salían de las piedras y que sin embargo no fue un mal gobernante. ¿O quizá fue precisamente porque tenía visiones y oía voces que no fue un mal gobernante? Menudo problema, que un contador de cuentos no tiene por qué tener la pretensión de resolver; de modo que sigamos. Hacía por lo menos trescientos años que las aguas tibias y saladas salían de la tierra, y los hombres habían construido ingeniosos y bellos artificios para el líquido que los había hecho ricos y les había traído la paz: la Fuente de los Cinco Ríos no se secaba nunca; estatuas de mujeres danzantes lanzaban chorros transparentes por la boca; figuras de regordetes niños de piedra ahuecaban las manos entre las que se ocultaba el surtidor de bronce; grandes copas de alabastro, monstruos alados de picos abiertos, improbables florones de mármol dejaban caer hilos de agua en estanques desde los que se escurrían hacia las piletas y las piscinas y los lagos artificiales, cuando Blaggarde II marchó hacia el sur a sofocar la rebelión. Ya sabemos en qué terminó esa expedición y cómo influyó sobre Blaggarde el Escuchador, sobre su estirpe y sobre la historia del Imperio. Pero lo que a veces no se dice en las crónicas es que la herida que finalmente llevó al Emperador a la muerte quedó abierta desde el día de la última batalla, y que ningún cirujano pudo conseguir que cerrara, ni siquiera temporariamente. Un año después de la incursión al sur alguien le habló al Emperador de las aguas que lo curaban todo, en la ciudad de los montes, a la que ahora llamaban Estrella de la Esperanza, y el Escuchador viajó una vez más, pero no hacia el sur sino hacia el norte; no a caballo en uniforme de gala, sino reclinado en una litera y abrigado con ropas y mantas de lana; no entre cantos sino entre lamentos; no rodeado de soldados sino de médicos y enfermeros, y vio una ciudad amable y blanca, un poco desprolija pero sólida, donde ni las voces ni la música se alzaban hasta la indiscreción, donde todo se hacía pausadamente y donde casi todos los que caminaban por las calles o se asomaban a las ventanas tenían los ojos tan apagados como los del Señor del Imperio.
Se construyó un palacio. Esta vez un verdadero palacio, no un deforme refugio de piedra: un palacio erizado de torres, flanqueado por jardines y terrazas a los que asomaban los ventanales de vidrios azules de los comedores y las salas de reposo, y los ventanales de vidrios amarillos o carmesíes de las salas de diversiones y fiestas; un palacio de estancias desmesuradas y corredores interminables, con sus propias bocas de agua para el Emperador enfermo.
Blaggarde el Escuchador no descuidó sus funciones: ya no vestía cota de malla ni salía a guerrear y la vida se le iba por la herida que rezumaba día y noche, pero nunca dejó de ocuparse de los asuntos del Imperio. Primero llegaron los ministros y después los secretarios. Hubo que llamar al personal administrativo y de comunicaciones con la lejana capital. Entonces aparecieron algunos nobles con sus familias y sus servidores. Y cuando el Emperador dispuso que la Emperatriz y sus hijos fueran a vivir junto a él, la siguieren las damas y los preceptores, los proveedores de palacio y más familias nobles, y las guardias personales y los genuflexos y las pequeñas gentes que rodean a los poderosos.
La ciudad cambió otra vez. Se demolieron muchas construcciones para dar cabida a las grandes casas de los señores; se arrasaron grupos de edificios para tender parques y jardines, se ensancharon las calles para que pudieran pasear los coches, y se regó el desierto para abastecer de frutas y legumbres y flores a una población que cubría los montes y se desbordaba en los llanos. Sin embargo no fue todo destrucción y hubo cosas que permanecieron: las bocas del agua que lo curaba todo o casi todo, la Fuente de los Cinco Ríos, los subterráneos de Drauwdo el Fortachón, algún inexplicable cimiento de piedra rústica, el mausoleo del primer alcalde de la ciudad, alguna escalera estrafalaria en mitad de una calle.
La herida del Emperador se secó pero sus bordes inflamados no se juntaban a pesar de las dolorosas suturas y de los no menos dolorosos cocimientos con que se la cubría. El Emperador comprendió, o quizá se lo dijeron las voces que salían de las piedras, que iba a pasar allí el resto de su vida, y firmó entonces un decreto por el cual la ciudad de los montes se convertía en la capital del Imperio. Y todo el Imperio puso los ojos en la nueva capital y todos los caminos convergieron a los montes más allá de lo que había sido un desierto, y todos los ambiciosos soñaron con irse a vivir allí y algunos lo hicieron, y no hubo en muchos cientos de años en el pasado y en el futuro una capital tan esplendorosa, tan rica, tan activa, tan bella, tan próspera. Y las dinastías de los Selbiddóés, de los Avvoggardios y de los Rubbaerderum gobernaron desde allí el vasto Imperio, en algunos casos bien, en otros regular, en otros mal, como sucede siempre, y el agua siguió manando y algunos palacios cayeron y se levantaron otros y algunas calles se abrieron y otras se cerraron entre las casas y los parques, y las mujeres dieron a luz, los poetas cantaron, los ladrones robaron, los contadores de cuentos se sentaron en los pabellones y le hablaron a la gente, los archivistas enceguecieron clasificando viejos escritos, los jueces dictaminaron, las parejas se amaron y lloraron, los hombres pelearon por cosas estúpidas que de todos modos no les iban a durar mucho, los jardineros produjeron nuevas variedades de amelantos, los asesinos se agazaparon en las sombras, los chicos inventaron juegos, los herreros golpearon, los locos aullaron, las muchachas se enamoraron y los desesperados se ahorcaron y un día nació una niña con los ojos abiertos. No es tan grande prodigio como creen las gentes simples: a cada rato nacen chicos con los ojos abiertos aunque hay que reconocer que en general vienen al mundo con los ojos sensatamente cerrados, pero todos creen que los ojos abiertos de un recién nacido anuncian grandes hechos, fastos o nefastos pero grandes, en la vida del chico. Y los padres de la niña cometieron la torpeza de repetirlo para vanagloriarse y de repetírselo a ella a fin de prepararla para su destino, y la hija les creyó. Si se hubiera tratado de otra cosa probablemente hubiera sonreído como sonríen las hijas ante las tonterías de los padres y lo hubiera olvidado; pero eso de que a uno le anuncien que su vida va a estar sembrada de hechos grandiosos es algo que cualquiera está dispuesto a creer. Cuando Sesdimillia tenía diez años miró a su alrededor y se preguntó de dónde vendrían la grandeza, la fama, la tragedia, el martirio, la felicidad, la gloria. La ciudad trabajaba y se divertía y vivía y se moría, y allá arriba brillaba el palacio imperial.
—Yo voy a ser Emperatriz —dijo.
No tenía muchas posibilidades de llegar al trono porque no era hija de reyes ni de nobles sino de un comerciante moderadamente próspero, pero llegó.
Cuando ella tenía veinte años murió el viejo Emperador Llandoïvar, el que alcanzó los ciento un años, y lo sucedió su bisnieto mayor Ledonoïnor, porque ya todos los hijos y las hijas y los nietos habían muerto. Y el nuevo Emperador estuvo a punto de casarse con la hija de un Duque con la que había jugado en los jardines del palacio cuando eran muy chicos, pero Ledonoïnor I el Vacío no llevaba su apodo por nada. No amaba a la hija del Duque porque no parecía amar a nadie ni a nada ni interesarse por nadie ni por nada. Tampoco amó a esa muchacha de pelo negro, ágil, eficiente, bella y dura, que extrañamente ocupaba en el palacio el cargo de Jefe de las Fuerzas de Vigilancia Interna que había ganado dos años atrás disfrazada de hombre, demostrando mayor capacidad y destreza en la lucha con armas y a mano desnuda que todos sus oponentes varones, que eran muchos. Pero dos meses antes de la boda del Emperador con la hija del Duque entró inexplicablemente un asesino en el palacio y alzó una espada contra Ledonoïnor I y la muchacha lo redujo y le cortó el cuello con su propia arma y el Emperador se casó con ella porque ella le dijo:
—Que te cases conmigo, Señor,
cuando él le prometió la recompensa que ella reclamara por haberle salvado la vida. Se dijo, aunque no hubo testigos ni pruebas, que ella había provocado el atentado, le había pagado al casi regicida, y le había prometido la libertad. Es muy posible, pero y qué. Infamias más grandes se cometieron en los palacios de los emperadores, cuyas consecuencias sufrieron todos, los nobles y los plebeyos, los ricos y los pobres. En este caso no sufrió nadie, ni siquiera la hija del Duque que al principio se sintió muy ofendida pero que se casó con un hombre al que se podía amar u odiar y que podía amar u odiar. El Emperador no sufrió porque no sabía sufrir; la Emperatriz consiguió lo que quería; y el pueblo fue dichoso porque ella gobernó bien, qué digo, muy bien.
Por suerte Ledonoïnor el Vacío se dedicó a pasear por los jardines y las galerías con los ojos vacíos puestos en el vacío y su alma vacía y quieta dentro de su cuerpo vacío, y dejó que ella reinara, eficazmente, duramente a veces, pero bellamente siempre. De vez en cuando ella lo llamaba a sus aposentos y nueve meses después el Imperio tenía otro príncipe, y así fue durante cinco años hasta que el Emperador murió de un tumor que creció en su estómago, probablemente porque había tanto lugar allí adentro que pudo extenderse a su antojo hasta ahogarlo.
Y poco tiempo después hubo otra rebelión en el sur y la Emperatriz viuda se puso sus viejas ropas de hombre, calzó encima la armadura y marchó como tantos otros gobernantes a defender la unidad del Imperio. Y la defendió y la ganó en un solo enfrentamiento, en la batalla de los Campos de Nnarient, donde el sur inclinó su despeinada y rebelde cabeza. Triunfó porque era valiente, porque creía en lo que estaba haciendo, porque sabía manejar a los ejércitos, y porque el jefe de la rebelión era un idiota. Un idiota bello y fervoroso, pero un idiota.
Se firmó el Tratado de Nnarient-Issinn, único en la historia del Imperio, y el sur se sometió sin restricciones y juró fidelidad a la Emperatriz. Ella trasladó la capital a los límites entre la comarca rebelde y los estados del norte, y se casó con el idiota fervoroso. La capital en el límite fue un golpe de audacia y estrategia que aseguró la paz por muchos más años de lo que se podía esperar tratándose del sur, no así el casamiento de la Emperatriz con el jefe de los rebeldes. Pero ella se casó con él porque estaba en su destino como dicen las gentes que creen en eso de nacer con los ojos abiertos. Yo digo que se casó con él porque fue una de esas Emperatrices que tuvo poder suficiente como para hacer lo que se le diera la gana. Y fueron felices y hubo más príncipes para el Imperio y sangre nueva para el trono pero eso se puede leer en cualquier tratado de historia y en cualquier librito de poemas de amor, y en todo caso a nosotros no nos importa.
Lo que sí nos importa es lo que pasó en la ciudad de los montes. Se despoblaron los palacios, las grandes casas, las tiendas elegantes, los parques y los jardines y las avenidas. Se fueron los nobles, los señores, los ricos, los mariscales, las damas, los anticuarios, los joyeros y los ebanistas. Quedaron gentes sin importancia, algunos nostálgicos, los pequeños comerciantes, los que vivían del agua que curaba, los que habían estado allí como sus padres y sus abuelos desde hacía mucho tiempo. Se dividieron y se subdividieron las residencias de los nobles una y otra vez y se abrieron puertas en lugares insospechados y se tendieron rampas y escaleras para subir a los pisos altos que ahora ya no eran parte de una casa sino una casa entera o varias. En cada una de las habitaciones, en cada uno de los salones desmesurados cabían dos y hasta tres departamentos para familias modestas si se construían entrepisos y mamparas y se cerraban balcones para instalar cocinas. Se abrieron pasillos que cortaban habitaciones y que después de recorridos difíciles llegaban de algún modo a la calle. Las fachadas se deterioraron y perdieron la pintura y los adornos. Se tapiaron ventanas y se abrieron otras; los grandes portales ya no servían y dejaron de funcionar los goznes y los aldabones. Con todo eso las calles se hicieron más estrechas porque se agregaron cubículos, cuartos y patios apoyándolos contra los muros exteriores, y la ciudad adquirió un silencio y un misterio que no había tenido hasta entonces. No era amenazadora sin embargo, sino resignada: vivió tranquilamente muchos años, cada día más abigarrada, cada día más intrincada, cada día más inesperada. Había barrios enteros abandonados y mudos, y de pronto, una calle flanqueada por casas elegantes e intocadas o por las mansiones en cuyo interior bullían laberintos de hogares con construcciones precarias más atrás en lo que habían sido los parques, daba paso a una fila de casas de comercio bajas y oscuras. Después había palacios cortados en dos, o avenidas solitarias en las que crecía el pasto y en las que se instalaban bajo las carpas multicolores, ya sucias y raídas, que alguna vez habían servido de lugar de recreo para los nobles, ópticos y adivinadoras del porvenir, dentistas y masajistas, academias de cultura física, costureras y tintoreros.
Al principio el palacio de la Emperatriz Sesdimillia se mantuvo cerrado pero bien cuidado a cargo de sirvientes que habían quedado atrás especialmente para eso, pero si los hijos de la Emperatriz y Ledonoïnor el Vacío y los hijos de la Emperatriz y el hombre del sur respetaron las disposiciones, los nietos no se ocuparon mucho de un palacio que nunca habían visto y no enviaron otros encargados cuando los que había envejecieron y murieron. Alguien robó una noche la gran campana de bronce y oro de la puerta principal y eso fue la señal para el saqueo. No un saqueo escandaloso y violento como en una guerra, sino una destrucción tranquila, pausada, natural, disimulada; tampoco totalmente secreta pero sí recatada, hasta que del palacio no quedaron más que los muros, los techos, algunas puertas y los pisos de piedra y mármol.
La ciudad misteriosa, pacífica y laberíntica seguía dando sus aguas a los que venían a curarse de algo, que eran muchos menos que en los tiempos del Escuchador, es cierto, y el esqueleto del palacio abandonado amenazaba con desmoronarse cuando un alcalde pidió permiso a la capital para hacerse cargo de lo que quedaba y convertirlo en un centro cultural. Le contestaron que hiciera lo que quisiera y eso fue justamente lo que hizo el alcalde que en su juventud había escrito poemas y obras de teatro: reparó a bajo costo las casi ruinas y equipó salones para conferencias, conciertos, cursos, teatro, salas de danza y de exposiciones de obras arte. Hubo también un museo de historia natural, dos bibliotecas y un archivo de obras históricas. La gente de la ciudad nunca llegó a interesarse mucho por tanta cultura y tanto arte, pero los enfermos y los convalescientes pagaban unas monedas para entrar a ver teatro o a oír música, o nada más que para curiosear, y por eso fue que las grandes puertas no se cerraron nunca a lo largo de muchos años.
No se puede decir que el Imperio haya olvidado en ese período a la ciudad de los montes, porque allí estaba el agua de las curaciones para impedir que se la olvidara y porque los vehículos de carga seguían tomando el camino del norte para llegar al puerto, pero sí puede afirmarse que perdió fama, importancia y atractivo. Era una ciudad más: alguien conocía a alguien que vivía o que había vivido allí, alguien tenía un pariente que tomaba las aguas allí, alguien consultaba su historia en los anales porque necesitaba precisiones sobre las capitales del Imperio, alguien recordaba algún viaje, o alguna conversación, o algún nombre. Y eso era todo. La ciudad no se moría, pero descansaba, aletargada. Yo diría que se preparaba para algo.
¿Oyeron hablar ustedes de Heldinav’Var? Claro, claro que sí. Apuesto mis zapatos y mis gorros a que han olvidado los nombres de los emperadores virtuosos. Pero quién no mira a su vecino con un guiño y una sonrisa torcida cuando se nombra a Heldinav’Var, ¿eh?, ¿quién? Y bien, sé que los voy a desilusionar pero no les voy a hablar del Emperador procaz y vicioso. Que también tuvo sus cosas buenas, aunque muchos no lo crean o no quieran creerlo. No, no les voy a hablar de él sino de uno de sus parientes, Meabramiddir’Ven, Barón de las Torres, Senescal de la Muralla, y otros títulos que tampoco querían decir nada. Y primo hermano del Emperador, que quería decir mucho. Quería decir, por ejemplo, que alimentó ciertas pretensiones en cuanto a sentarse un día en el trono del Imperio, aunque era el noveno en la línea de sucesión. Heldinav’Var era un cochino pero no era tonto, y ésa fue una de sus buenas cualidades. No ser tonto es siempre conveniente, pero cuando es un Emperador el que no es tonto, los hombres pueden tener esperanzas, no muy firmes, es cierto, pero ya es bastante. Heldinav’Var era aún Príncipe Heredero y su padre el Emperador Embemdarv’Var II se moría rápidamente. El príncipe comenzó a disponer su vida y sus planes para cuando sucediera al padre moribundo. Supo entre otras cosas que su primo el de las Torres era capaz de empezar a matar gente con tal de llegar él a ser Emperador, y como el primero en caer sería el Príncipe Heredero, y como el Príncipe Heredero no tenía el más mínimo interés en morirse porque lo estaba pasando estupendamente y había que ver lo estupendamente que lo pensaba pasar cuando fuera Emperador, y como, otra de sus buenas cualidades, no era un asesino ni un déspota y por lo tanto no pensaba envenenar o ahorcar a su primo por más que su primo se lo merecía, llamó al Senescal de la Muralla y le dijo en público lo que pensaba de él y agregó que, o su augusto primo desaparecía de la capital antes que cayera la noche y se iba lo más lejos posible, o el que estaba décimo en la línea de sucesión, Goldarab’Bar el Obeso, autor, ya saben ustedes, del Primer Código de Comercio Fluvial, pasaba inmediatamente a noveno por ausencia irremediable del titular. Meabramiddir’Ven, que no se lo esperaba, intentó una defensa, una explicación, algo, pero no se le ocurría nada, cosa que sugiere que era bastante más tonto que el futuro Emperador. Y para colmo su ilustre primo no lo interpelaba indignado ni exigía una justificación ni una protesta de inocencia, sino que esperaba, casi sonriendo, de brazos cruzados, a ver qué diría el aspirante a regicida. Hay que confesar que encontró una salida, no muy plausible pero sí decorosa: él no aspiraba al trono, al poder, al gobierno del Imperio, oh no, no, no; si bien él había andado tanteando a algunas gentes estratégicamente ubicadas sobre la conveniencia o la inconveniencia de que Heldinav’Var subiera al trono, eso era porque lo que él quería era impedir que el vicio, el descaro, la indecencia de su primo, se exhibieran en la persona de un Emperador. ¿Qué sería del Imperio? ¿Qué sería de los súbditos, con semejante ejemplo? Y de paso explicó cómo era él de bueno, honesto, decente, discreto, modesto y virtuoso. El futuro Emperador lo echó de todas maneras, no sólo porque era peligroso y porque mentía muy mal, sino porque los virtuosos lo aburrían. Y el Señor de las Torres no tuvo más remedio que irse, no jurando venganza porque eso no hubiera correspondido a su papel de redentor, sino impartiendo perdón.
Y como se le había especificado que tenía que irse muy lejos, se dirigió a la ciudad de los montes. A la que previendo que quizá lo vigilarían, también llegó como redentor, a pie, como un peregrino, pobremente vestido. Tanto que algunos le dieron limosna y algunos otros inclinaron la cabeza a su paso. Cuando una mujer muy vieja y muy desdichada lo llamó desde una puerta para que compartiera con ella la comida del mediodía, se negó a sentarse a la mesa y comió humildemente acuclillado en el umbral. Ahí fue cuando descubrió que le gustaba el oficio, no tanto como el de emperador, pero qué otro remedio le quedaba. Esa misma tarde empezó a predicar.
Él mismo no sabía muy bien qué era lo que predicaba, y en los primeros días tenía que cuidarse mucho para no equivocarse o contradecirse, pero bueno y qué, ya que no podía ser emperador sería santo. Cierto que no había sido una elección de su parte sino un azar, pero cierto también que el escenario de su santificación era perfecto. La ciudad estaba llena de gentecitas sin grandeza, que todo lo que tenían eran sus pequeños oficios y sus pequeñas supersticiones listas para ser ordenadas y clasificadas. Estaban también los enfermos que querían curarse o que querían morirse, y estaban los parientes que querían que los enfermos se curaran o que no se curaran o que se murieran, según el grado de los parentescos y la cantidad de dinero de cada uno. Y a todos ellos les convenía la piedad y la oración.
El primo del Emperador hizo fortuna. No en oro, porque en cuanto empezó a ganar adeptos se convenció de que la Verdad y el Bien hablaban por su boca y ya no necesitó fingir y aceptó de corazón la pobreza, pero sí en prestigio y fama y respeto, es decir, en una suerte de poder. Y poder era lo que él había estado buscando. Predicaba en las calles, vivía frugalmente, andaba descalzo, caminaba con los ojos bajos y las manos juntas, no alzaba la voz ni tenía estallidos de mal humor ni de rabia ni de impaciencia. No era un santo, pero parecía.
Ahora yo les digo a ustedes que la santidad es contagiosa, mucho más que el vicio. Y si no vean que Heldinav’Var nunca convenció a nadie y ni siquiera trató, puesto que eran los ya convencidos los que acudían a rodearlo, pero que su primo convenció a multitudes de incrédulos e inclinó a muchos a orar, a vivir frugal y castamente, a hacer ayunos y sacrificios, y otras tonterías por el estilo. E inclinó a muchos otros a predicar.
Un año después de la precipitada salida del Barón de las Torres, que ahora era el Servidor de la Fe, de la capital, la ciudad de los montes se había convertido en la población más pía, más santa, más abrumadoramente rezadora que tuvo nunca el Imperio. Cien religiones y mil sectas brotaban y medraban como en otras épocas habían brotado las pinturas, los poemas, el agua que curaba, el toque de queda, el lujo o las tiendas de las adivinadoras del futuro. Uno salía a la calle y no lo asaltaban los vendedores de cestas, de joyas, de alfombras, de cacharros o de hierbas: lo asaltaban los vendedores de salvación eterna, que es una mercadería traicionera, créanme, como que hay que ser muy hábil y muy prudente para manejarla porque aun cuando pueda vendérsela a buen precio, todavía, una vez cerrado el trato, puede volverse contra el vendedor. Pero como con las cestas, los cacharros y las alfombras, con las religiones había para elegir. Los hombres descubrieron que según los prestes, los caminos para llegar a la bienaventuranza eran casi infinitos y pasaban por las estaciones más inesperadas. Desde la frugalidad y la abstinencia hasta la práctica desenfrenada de todos los libertinajes y todas las perversiones, pasando por ejercicios espirituales y corporales, estudio de textos crípticos, contemplación, renunciamiento, introspección, oración, lo que fuera, todo figuraba entre los medios programados para alcanzar un paraíso que según decían los mercachifles de lo divino, se podía ganar con un pequeño esfuerzo y, claro está, una pequeña donación, en el mejor de los casos directamente proporcional a la fortuna del cliente, digo del creyente.
Y sin embargo fueron los años en los que menos cambios hubo en la cara y en el cuerpo de la ciudad. Eso no es tan inexplicable ya que la religión no necesita mucho espacio y ustedes saben que hay quienes dicen que no necesita nada de espacio, no ahí afuera por lo menos. Bastaba con un recinto del tamaño de un comedor para una familia numerosa, con una plataforma o un púlpito, o una columna, o una hornacina, o un pozo, o unos almohadones, o nada, según fuera el camino que conducía a las alturas. Y hay que ver también que había muchos que organizaban sus servicios al aire libre pensando tal vez que sin el obstáculo de un techo las propiciaciones iban a llegar más pronto allá arriba. El cambio, si cambio hubo, sobrevino en las techumbres, en las terrazas, en las azoteas, donde se alzaron los símbolos de las mil religiones, imágenes, estrellas, cruces, esferas, fustes, signos, algunos muy ricos, algunos muy pobres, todos compitiendo a ver quién conseguía más en menos tiempo. Porque hubo escarceos, batallas y hasta guerras entre las sectas, por un quíteme allá esos pecados o un tráiganme acá esas dispensas, por una docena de renegados o media docena de apóstatas, por un matiz ritual o una tonalidad del dogma. Pero eso no trajo cambios. Que la gente discutiera de religión en vez de discutir de política o de dinero, no hacía que las calles cambiaran de rumbo ni que cayeran edificios viejos ni se levantaran otros nuevos. Sólo aumentaba la población: no venían ya de lejanas tierras los que buscaban curación para sus males en el agua que brotaba de la profundidad, pero en cambio venían los que buscaban en los símbolos erigidos en los techos curación para otros males, no muy distintos de los otros, permítanme que les diga.
Murió el Emperador Heldinav’Var, murió su primo el que había sido Señor de las Torres y de las Murallas, y ya sabemos quién sucedió al Emperador vicioso, pero al predicador no lo sucedió nadie: su secta se dividió una y otra vez hasta perderse en el mar de credos, y pronto se lo olvidó. En realidad la ciudad llegó a su apogeo como centro religioso unos cien años después, bajo el reinado de Sderemir el Borénide, el que de soldado de fortuna en el oeste llegó al trono por medios no muy confesables y que fue a pesar de ese antecedente un buen gobernante, mucho mejor que muchos que tenían sangre de reyes y derecho a sentarse en el trono.
Claro que para llegar desde las provincias del oeste hasta la capital no había ninguna necesidad de pasar por la ciudad de las religiones, pero hay que recordar cuáles eran los designios del Borénide para entender el complicado itinerario que siguió. Y nunca olvidó la generosa bienvenida ni los favores, desinteresados casi todos, que se le hicieron cuando acampó a las puertas de la ciudad. Así que tres años después, cuando ocupó el trono del Imperio, la proclamó Madre de la Religión Verdadera y la colmó de presentes y le otorgó subsidios especiales.
Era un título muy bello. Y muy hábil. Recuerden ustedes que el Borénide, ese hombre aparentemente brutal, ese engañoso guerrero que sin embargo conocía mejor las almas de los hombres que las armas y los escudos y los carros de guerra, desconfió siempre del poder más allá del poder que pueden adquirir las fuerzas inexplicables. Gracias a esa sutileza que él disfrazó de benevolencia, cada credo, cada iglesia de la ciudad de los montes se convenció de que lo de Religión Verdadera le correspondía, y se hinchó de soberbia y la soberbia es mala consejera; y cada credo y cada iglesia miró con amabilidad y condescendencia a sus rivales. Tantos dones y tanto reconocimiento oficial no fueron sino la perdición de las mil sectas. La marginalidad, la existencia de hecho pero sin respaldo, son mucho más estimulantes que el reconocimiento público, y las Religiones Verdaderas se robustecen en la lucha y en la polémica, inventan nuevos medios para ganar adeptos, fabrican santos y profetas y apóstoles y popes, aguzan el ingenio y renuevan la mercadería y la exponen con todo artificio. ¿Pero en qué se convierten si sólo tienen que repetir hoy y mañana y el año que viene lo mismo que dijeron ayer, las mismas palabras, los mismos gestos, las mismas expresiones de piedad y convicción, sin riesgos, sin competencia, sin altibajos, sin martirio, en una palabra? Se convierten en algo muy aburrido. Se cansaron los sacerdotes, se cansaron los dioses, y se cansaron los fieles. Menos y menos devotos viajaban a la ciudad del norte, y como ella conservaba de esos años en los que había sido capital del Imperio, los medios para abastecerse a sí misma sin acudir a otras regiones, los caminos de acceso quedaron desiertos, se resquebrajaron, se cubrieron de hierbas, de montículos de hormigas y de cuevas de tejones, y el Imperio, ahora sí, la olvidó. Sólo recordaban su existencia los que iban en las caravanas de vehículos de carga que pasaban rumbo al puerto, pero qué son esas pocas gentes comparadas con la vasta población del más vasto Imperio que conoció la historia de los hombres. Fue apenas un leve motivo de extrañeza para los que bebían y fumaban en los bares del puerto, y fue nada para las otras ciudades, los otros puertos, los otros estados y la capital. El Borénide gobernó muchos años, y como fue un hombre excepcional, muchos dicen que fue el peor Emperador que ocupó el trono y otros tantos dicen que fue el mejor y que ninguno puede compararse con él. Sea como fuere, él no se olvidó de la ciudad de las religiones verdaderas porque según se decía no se olvidaba nunca de nada, y puede que fuera cierto. No se olvidó pero se tranquilizó y sin descuidarse del todo ya que por lo menos una vez al año mandaba a un nombre de su confianza a mirar y oler y oír lo que pasaba, la clasificó como inofensiva.
Lo fue durante toda la vida del Borénide, sus hijos, sus nietos y los nietos de sus nietos. Vivió calladamente, oscuramente, estrechamente, con sus comerciantes, sus ricos, sus pobres, sus tribunales, sus mujeres de la vida, sus funcionarios, chicos, locos, fiestas, escuelas, teatros, sociedades profesionales, con todo lo que debe tener una ciudad, aislada, sorda y muda, de espaldas al Imperio, sola. Como había sido sólida y rica y grande, conservó los monumentos y las mansiones que no habían sido construidos para venirse abajo en un par de años, pero todo se fue cubriendo de musgo y de líquenes y de plantas y crecieron flores acuáticas en las piscinas abandonadas y variedades salvajes de drahilea en las cabelleras de mármol de las estatuas. Parecía blanda y carnosa, hecha de hojas y tallos verdes engordados por la savia perezosa. Muchos dicen que nunca fue tan bella, y es posible que tengan razón. Se confundía con los montes y con lo que crecía en los montes; fue parte de la tierra en la que había nacido desde adentro, desde lo hondo de las cavernas. Quizá hubiera sido justo que siguiera así, y hoy sería una ciudad vegetal habitada por hombres sauces y mujeres palmeras, una ciudad que se inclina bajo el viento y canta y crece bajo el sol. Pero los hombres son incapaces de quedarse quietos y tranquilos y permitir que las cosas sucedan y no interferir. Puede opinarse que es una suerte que así sea puesto que la inquietud y la insatisfacción son la base del progreso. Es una opinión que hay que tener en cuenta, aun cuando no sea del todo respetable.
Para explicar los acontecimientos que siguieron, tenemos que volver al Borénide. Ese hombre extraordinario, fuerte como un toro, astuto como un zorro, frugal como un santo aunque de santo no tenía absolutamente nada, ese conquistador salido de la bruma, ese rey de la sangre engendrado en un vientre plebeyo por un vagabundo sin nombre, no sólo supo mantener al Imperio unido y satisfecho, en paz, próspero, activo y orgulloso durante toda su vida, sino que se las arregló para que su obra no resultara fácil de destruir. Sus sucesores no lo intentaron, por otra parte. Generaciones y generaciones de emperadores y emperatrices se beneficiaron de la herencia del Borénide, y si bien ninguno, salvo quizá Evviarav III el Drakúvide, tuvo su fuerza ni su visión, todos fueron sensatos y de paso justos y prudentes. Qué más se puede pedir. Sentada en el trono la dinastía de los Eilaffes, que era también lejana descendiente del Borénide pero a la que ya no quedaban sino trazas ínfimas y equívocas de su sangre, hizo su aparición la catástrofe.
Esta vez el sur no tuvo nada que ver. El sur se mantuvo tranquilo y se dispuso a mirar con sorna, entre divertido y esperanzado, cómo se despedazaban sus hermanos del norte. Y sus hermanos del norte le dieron el gusto y le proporcionaron un buen espectáculo, violento y estruendoso; y llenaron la tierra y el cielo de alaridos de guerra y de dolor. Sí, les estoy hablando de la Guerra de los Seis Mil Días. Que no duró seis mil días sino mucho menos y que nadie parece saber por qué se la llama así salvo algún maniático buscador de rarezas históricas que podría decirles que más o menos seis mil días le llevó al Imperio recuperarse de la lucha entre las tres dinastías y establecer de nuevo el orden, las fronteras y la paz. Eso dicen las historias académicas, por lo menos. Quizá la verdadera verdad sea otra, sólo digo que quizá. Quizá la verdadera verdad sea que seis mil días más o menos empleó Oddembar’Seïl el Sanguinario en buscar, perseguir, exterminar a los miembros y a los partidarios de las otras dos dinastías. Lo cierto es que todo el norte fue un solo campo de batalla, y que como nada que no fuera pelear ocupó a los hombres en esos tiempos, el puerto del norte quedó paralizado y ya ni los vehículos de carga se acercaban a la ciudad de los montes. La guerra, para ella, estaba muy lejos; la ciudad seguía cubierta de musgo y de hiedra, floreciendo en los estanques y en las cornisas, abrigando bichos de colores en los ojos de piedra de los monumentos y las fuentes, y así permaneció casi hasta el final y todo hubiera seguido igual, siempre, tal vez hasta hoy, de no haber sido porque al Sanguinario, que ya merecía su apodo, lo traicionó un general ambicioso.
Oddembar’Seïl tuvo que huir, sólo que no había adonde huir. El sur se mantenía neutral pero no era seguro; nunca fue seguro el sur para los hombres deseosos de poder. Y Oddembar’Seïl estaba decidido a reinar. Escapó hacia el norte. No solo, claro está. Dividió a sus hombres en numerosos grupos que se confundieron con las fuerzas que luchaban en cada territorio de los que debían atravesar, y los dirigió hacia el norte, muy hacia el norte, en un intento desesperado y no muy razonable de llegar al mar, de encontrar barcos con los cuales navegar bordeando la costa en la vieja ruta de los cargueros, y volver a atacar desembarcando por el este. Parecía que iba a tener éxito. El grueso de sus tropas lo alcanzó al pie de los montes y en un amanecer de verano se pusieron nuevamente en marcha y se encontraron ante la ciudad. No sé, nadie lo sabe, si el Sanguinario blasfemó o sonrió; no sé si miró con gula la ciudad desconocida o si se rascó la cabeza intrigado. Sé que entró en ella pacíficamente, todos sus hombres con las armas al alcance de la mano pero no enarboladas, y que los habitantes de la ciudad de los montes lo miraron con curiosidad. Sé que hasta se le acercaron y le ofrecieron alimentos y cobijo. Los necesitaba, pero no sé si llegó a aceptarlos. Sé que el ejército enemigo lo alcanzó allí mismo, por la retaguardia, a medias en las calles de la ciudad, a medias en el llano. Adiós los barcos, adiós la ruta de los cargueros y la esperanza de triunfar atacando sorpresivamente por el este. Todo estaba perdido, pero cuando hay que luchar, se lucha.
Ha habido batallas atroces en la larga historia del Imperio. Hasta es posible que haya habido algunas, pocas, más crueles que la que después se llamó la Batalla del Norte, como si hubiera habido un solo norte y una sola batalla. Pero es difícil que alguien pueda imaginar lo que pasó, y no sé si yo voy a poder contarlo tal cual pasó. Voy a intentar, eso es todo lo que puedo hacer. Oddembar’Seïl el Sanguinario gritó, gritó al oír que la carga enemiga se les venía encima cuando ellos estaban en una situación de inferioridad, desprevenidos, atascados algunos en las calles estrechas de la ciudad, desperdigados otros en los campos que la rodeaban. Cualquier cosa puede decirse de los hombres del que iba a ser Emperador: todo eso que se dice generalmente de soldados y guerreros, pero no que eran cobardes o indisciplinados. Lo oyeron gritar y se reagruparon, sacaron las armas, formaron como pudieron, y trataron de rechazar el ataque. El Sanguinario saltó sobre los caídos y corrió a pelear en primera fila codo a codo con sus soldados. Él tampoco era cobarde.
La Batalla del Norte duró exactamente cincuenta horas. Los hombres se acometían, se desgarraban, se despedazaban; retrocedían, tomaban aliento y volvían a acometerse. Cuando se cuentan estas cosas uno se asquea de la criatura que es el hombre. Ésos no eran hombres; no eran ni siquiera lobos, ni hienas, ni carroñeros ni rapaces. Eran organismos ciegos, sin cerebros, desprovistos de nervios, de sentimientos y de pensamientos; dotados solamente de garras para herir y de sangre para ser derramada. No pensaban, no creían, no sentían, no miraban, no esperaban: solamente mataban, una y otra vez; solamente retrocedían, una y otra vez, y volvían a avanzar y a matar. Habían nacido, trabajado, amado, jugado, crecido, solamente para esto, para matar en los llanos del norte al pie de una ciudad cubierta de musgo y flores. Cincuenta horas después del primer ataque no quedaban en pie mas de cien hombres desnudos, sucios, sangrantes, mutilados, enloquecidos. No se sabía y no importaba quién era el enemigo: los cien seguían matando y retrocediendo, gritando por las bocas partidas, llorando por los ojos heridos, respirando por las narices quebradas, asiendo las armas con los dedos que les quedaban, y volviendo a atacar y a matar. Y fue entonces cuando Oddembar’Seïl cortó una cabeza que rodó sobre la tierra viscosa de sangre, y en el torso que caía brilló un momento entre la mugre y los restos de un peto labrado, un collar de oro y amatistas. El futuro Emperador volvió a gritar y así terminó la Batalla del Norte: había muerto Reggnevon hijo de Reggnevavaün, pretendiente al trono del Imperio.
Ustedes ya saben cómo fue coronado Emperador Oddembar’Seïl el Sanguinario por los habitantes de la ciudad del norte y sus pocos soldados sobrevivientes en el mismo sitio de su victoria, de pie sobre el cadáver de su enemigo, sucio, herido, afiebrado y desnudo, con una corona de mármol desprendida a golpes de escoplo y martillo de la cabeza de una estatua que adornaba un jardín noble invadido después por canchas de juego, y cómo allí mismo firmó su primer decreto declarando capital del Imperio a la ciudad que lo había visto triunfar.
No habían pasado seis mil días, todavía no. Pero la guerra había terminado, y cuando realmente se cumplieron, la ciudad del norte seguía siendo la capital del Imperio y los personajes de la corte, los funcionarios, las damas, los almirantes y los jueces, pasaban frente a la Fuente de los Cinco Ríos, bajo el arco que sostiene a las figuras dolientes del mausoleo del primer alcalde, por las calles sinuosas y estrechas, y se detenían a veces a beber o a mojarse los dedos y la frente en los florones de alabastro de los que sigue manando el agua salobre. Porque el Emperador había mandado que se la respetara: recordó siempre que los habitantes le habían ofrecido alimentos y refugio y creyó que ella lo había favorecido. También mandó erigir su palacio utilizando los muros del de la Emperatriz Sesdimillia, respetando el estilo y la distribución aunque ya fueran anticuados, y prohibió reformas en las calles y en los edificios, en los parques y en las fuentes. Las fachadas podían retocarse y pintarse, pero no debían cambiar; las escaleras increíbles no podían moverse; los muros inoportunos no podían derribarse. Podía construirse fuera de los límites, cosa que muchos hicieron, y podían reformarse por dentro los edificios, cosa que otros muchos hicieron para que las mansiones volvieran a ser lo que habían sido bajo el reinado del Escuchador y sus sucesores. Y nada más.
Se cumplieron en su momento lo seis mil días del Emperador Oddembar’Seïl el Sanguinario, y pasaron otros seis mil días y un poco más. Gobernó dura y violentamente y fue implacable con sus enemigos y demasiado blando con sus amigos. Pero una cosa hay que decir en su favor y es que reorganizó el Imperio y le devolvió la paz, el territorio y la unidad. Lo hizo trágicamente, con más sangre y más muertes, con luto y llanto, pero Reggnevaün no hubiera sido más piadoso, y tampoco puede saberse qué hubiera pasado de no haberse desencadenado la Guerra de los Seis Mil Días. Lo fulminó un ataque en medio de un banquete, y las lágrimas que se derramaron por él fueron escasas y falsas.
Han pasado muchos años y han vivido y reinado muchos emperadores, pero la ciudad de los montes sigue siendo la capital del Imperio. Los adulones y los trepadores le inventaron sobrenombres poéticos y orígenes ilustres, y Drauwdo el Fortachón no es más que un personaje de leyenda con el que se amenaza a los chicos que no quieren irse a dormir, pero el Sanguinario fue quizá el primero que la comprendió y que le hizo saber que la comprendía cuando ordenó que no se la tocara ni se la cambiara. Y los que vinieron después de él deben haber adivinado que había una profunda sabiduría en esa disposición que parece muy poco de acuerdo con los tiempos, porque ellos tampoco la forzaron. Ahí está, como en los años de las aguas salobres, de los dioses, de los músicos y de las batallas. Parece una apretada malla de oro, entretejida muy estrechamente, con orificios diminutos e irregulares, extendida sobre los montes. Ha crecido hacia la otra ladera, es cierto, y llegan a ella siete caminos en vez de uno solo, y los ocho son anchos y lisos como deben ser las rutas reales, hormigueantes de viajeros y de cargas. Ha dado la espalda al llano que fue un desierto y una huerta y un campo de batalla, pero hacia el norte, sobre el camino que lleva al puerto lejano, se alzan las nuevas mansiones, las casas ricas, los palacios de los nobles. Brilla de noche y la luz sobre las cimas no se apaga nunca, sólo empalidece al amanecer como cuando los pintores y los poetas hablaban y bebían en los cafés. Prospera y se enriquece como cuando brotó el agua de la tierra. Es una capital prestigiosa, bella, misteriosa, atractiva, vieja como corresponde a un viejo Imperio, sólida y rica, hecha para durar muchos miles de años. Pero yo me pregunto—

© Angélica Gorodischer

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