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La última guerra

Ahora que estoy de nuevo dando un curso de literatura fantástica mexicana, tenía sentido volver a leer a Amado Nervo (1870-1919).
      En el siglo pasado se hacía que los niños de las escuelas se aprendieran poemas de Nervo para luego declamarlos en grupo, lo que debe ser el mejor modo para lograr que alguien odie para siempre a la poesía y los poetas. Por esta práctica muchas personas han quedado con la idea de que Nervo es un autor cursi y adocenado. No es cierto: no solamente tiene una obra poética estimable sino que es, sobre todo, un narrador extraordinario. «La última guerra» (1906) es uno de sus cuentos más sorprendentes, y no sólo por su tema y por la imaginación con que lo desarrolla. Además, es un cuento que expresa a la perfección una ansiedad que parecía de su época pero está también en ésta, y que se hermana con obras apocalípticas como El eterno Adán de Julio Verne o con las pesadillas de La isla del doctor Moreau de H. G. Wells. Además, el cuento de hecho precede a un par de obras famosas que tienen que ver con los animales y con el poder: El terror de Arthur Machen y Rebelión en la granja de George Orwell.

Amado Nervo en 1918

LA ÚLTIMA GUERRA
Amado Nervo

I

Tres habían sido las grandes revoluciones de que se tenía noticia: la que pudiéramos llamar Revolución cristiana, que en modo tal modificó la sociedad y la vida en todo el haz del planeta; la Revolución francesa, que, eminentemente justiciera, vino, a cercén de guillotina, a igualar derechos y cabezas, y la Revolución socialista, la más reciente de todas, aunque remontaba al año dos mil treinta de la Era cristiana. Inútil sería insistir sobre el horror y la unanimidad de esta última revolución, que conmovió la tierra hasta en sus cimientos y que de una manera tan radical reformó ideas, condiciones, costumbres, partiendo en dos el tiempo, de suerte que en adelante ya no pudo decirse sino: Antes de la Revolución social; Después de la Revolución social. Sólo haremos notar que hasta la propia fisonomía de la especie, merced a esta gran conmoción, se modificó en cierto modo. Cuéntase, en efecto, que antes de la Revolución había, sobre todo en los últimos años que la precedieron, ciertos signos muy visibles que distinguían físicamente a las clases llamadas entonces privilegiadas, de los proletarios, a saber: las manos de los individuos de las primeras, sobre todo de las mujeres, tenían dedos afilados, largos, de una delicadeza superior al pétalo de un jazmín, en tanto que las manos de los proletarios, fuera de su notable aspereza o del espesor exagerado de sus dedos, solían tener seis de estos en la diestra, encontrándose el sexto (un poco rudimentario, a decir verdad, y más bien formado por una callosidad semiarticulada) entre el pulgar y el índice, generalmente. Otras muchas marcas delataban, a lo que se cuenta, la diferencia de las clases, y mucho temeríamos fatigar la paciencia del oyente enumerándolas. Solo diremos que los gremios de conductores de vehículos y locomóviles de cualquier género, tales como aeroplanos, aeronaves, aerociclos, automóviles, expresos magnéticos, directísimos transetéreolunares, etc., cuya característica en el trabajo era la perpetua inmovilidad de piernas, habían llegado a la atrofia absoluta de estas, al grado de que, terminadas sus tareas, se dirigían a sus domicilios en pequeños carros eléctricos especiales, usando de ellos para cualquier traslación personal. La Revolución social vino, empero, a cambiar de tal suerte la condición humana, que todas estas características fueron desapareciendo en el transcurso de los siglos, y en el año tres mil quinientos dos de la Nueva Era (o sea cinco mil quinientos treinta y dos de la Era Cristiana) no quedaba ni un vestigio de tal desigualdad dolorosa entre los miembros de la humanidad.
      La Revolución social se maduró, no hay niño de escuela que no lo sepa, con la anticipación de muchos siglos. En realidad, la Revolución francesa la preparó, fue el segundo eslabón de la cadena de progresos y de libertades que empezó con la Revolución cristiana; pero hasta el siglo XIX de la vieja Era no empezó a definirse el movimiento unánime de los hombres hacia la igualdad. El año de la Era cristiana 1950 murió el último rey, un rey del Extremo Oriente, visto como una positiva curiosidad por las gentes de aquel tiempo. Europa, que, según la predicción de un gran capitán (a decir verdad, considerado hoy por muchos historiadores como un personaje mítico), en los comienzos del siglo XX (post J.C.) tendría que ser republicana o cosaca se convirtió, en efecto, en el año de 1916, en los Estados Unidos de Europa, federación creada a imagen y semejanza de los Estados Unidos de América (cuyo recuerdo en los anales de la humanidad ha sido tan brillante, y que en aquel entonces ejercían en los destinos del viejo Continente una influencia omnímoda).

II

Pero no divaguemos: ya hemos usado más de tres cilindros de fonotelerradiógrafo en pensar estas reminiscencias, y no llegamos aún al punto capital de nuestra narración.
      Como decíamos al principio, tres habían sido las grandes revoluciones de que se tenía noticia; pero después de ellas, la humanidad, acostumbrada a una paz y a una estabilidad inconmovibles, así en el terreno científico, merced a lo definitivo de los principios conquistados, como en el terreno social, gracias a la maravillosa sabiduría de las leyes y a la alta moralidad de las costumbres, había perdido hasta la noción de lo que era la vigilancia y cautela, y a pesar de su aprendizaje de sangre, tan largo, no sospechaba los terribles acontecimientos que estaban a punto de producirse.
      La ignorancia del inmenso complot que se fraguaba en todas partes se explica, por lo demás, perfectamente, por varias razones: en primer lugar, el lenguaje hablado por los animales, lenguaje primitivo, pero pintoresco y bello, era conocido de muy pocos hombres, y esto se comprende; los seres vivientes estaban divididos entonces en dos únicas porciones: los hombres, la clase superior, la élite, como si dijéramos del planeta, iguales todos en derechos y casi, casi en intelectualidad, y los animales, humanidad inferior que iba progresando muy lentamente a través de los milenarios, pero que se encontraba en aquel entonces, por lo que ve a los mamíferos, sobre todo, en ciertas condiciones de perfectibilidad relativa muy apreciables. Ahora bien: la élite, el hombre, hubiera juzgado indecoroso para su dignidad aprender cualquiera de los dialectos animales llamados inferiores.
      En segundo lugar, la separación entre ambas porciones de la humanidad era completa, pues aun cuando cada familia de hombres alojaba en su habitación propia a dos o tres animales que ejecutaban todos los servicios, hasta los más pesados, como los de la cocina (preparación química de pastillas y de jugos para inyecciones), el aseo de la casa, el cultivo de la tierra, etc., no era común tratar con ellos, sino para darles órdenes en el idioma patricio, o sea el del hombre, que todos ellos aprendían.
      En tercer lugar, la dulzura del yugo a que se les tenía sujetos, la holgura relativa de sus recreos, les daba tiempo de conspirar tranquilamente, sobre todo en sus centros de reunión, los días de descanso, centros a los que era raro que concurriese hombre alguno.

III

¿Cuáles fueron las causas determinantes de esta cuarta revolución, la última (así lo espero) de las que han esangrentado el planeta? En tesis general, las mismas que ocasionaron la Revolución social, las mismas que han ocasionado, puede decirse, todas las revoluciones: viejas hambres, viejos odios hereditarios,la tendencia a igualdad de prerrogativas y de derechos y la aspiración a lo mejor, latente en el alma de todos los seres…
      Los animales no podían quejarse, por cierto: el hombre era para ellos paternal, muy más paternal de lo que lo fueron para el proletario los grandes señores después de la Revolución francesa. Obligábalos a desempeñar tareas relativamente rudas, es cierto; porque él, por lo excelente de su naturaleza, se dedicaba de preferencia a la contemplación; mas un intercambio noble, y aun magnánimo, recompensaba estos trabajos con relativas comodidades y placeres. Empero, por una parte el odio atávico de que hablamos, acumulado en tantos siglos de malos tratamientos, y por otra el anhelo, quizá justo ya, de reposo y de mando, determinaban aquella lucha que iba a hacer época en los anales del mundo.
      Para que los que oyen esta historia puedan darse una cuenta más exacta y más gráfica, si vale la palabra, de los hechos que precedieron a la revolución, a la rebelión debiéramos decir, de los animales contra el hombre, vamos a hacerles asistir a una de tantas asambleas secretas que se convocaban para definir el programa de la tremenda pugna, asamblea efectuada en México, uno de los grandes focos directores, y que, cumpliendo la profecía de un viejo sabio del siglo XIX, llamado Eliseo Reclus, se había convertido, por su posición geográfica en la medianía de América y entre los dos grandes océanos, en el centro del mundo.
      Había en la falda del Ajusco, adonde llegaban los últimos barrios de la ciudad, un gimnasio para mamíferos, en el que estos se reunían los días de fiesta y casi pegado al gimnasio un gran salón de conciertos, muy frecuentado por los mismos. En este salón, de condiciones acústicas perfectas y de amplitud considerable, se efectuó el domingo 3 de agosto de 5532 (de la Nueva Era) la asamblea en cuestión.
      Presidía Equs Robertis, un caballo muy hermoso, por cierto; y el primer orador designado era un propagandista célebre en aquel entonces, Can Canis, perro de una inteligencia notable, aunque muy exaltado. Debo advertir que en todas partes del mundo repercutiría, como si dijéramos, el discurso en cuestión, merced a emisores especiales que registraban toda vibración y la transmitían solo a aquellos que tenían los receptores correspondientes, utilizando ciertas corrientes magnéticas; aparatos estos ya hoy en desuso por poco prácticos.
      Cuando Can Canis se puso en pie para dirigir la palabra al auditorio, oyéronse por todas partes rumores de aprobación.

IV

Mis queridos hermanos -empezó Can Canis-:
      La hora de nuestra definitiva liberación está próxima. A un signo nuestro, centenares de millares de hermanos se levantarán como una sola masa y caerán sobre los hombres, sobre los tiranos, con la rapidez de una centella. El hombre desaparecerá del haz del planeta y hasta su huella se desvanecerá con él. Entonces seremos nosotros dueños de la tierra, volveremos a serlo, mejor dicho, pues que primero que nadie lo fuimos, en el albor de los milenarios, antes de que el antropoide apareciese en las florestas vírgenes y de que su aullido de terror repercutiese en las cavernas ancestrales. ¡Ah!, todos llevamos en los glóbulos de nuestra sangre el recuerdo orgánico, si la frase se me permite, de aquellos tiempos benditos en que fuimos los reyes del mundo. Entonces, el sol enmarañado aún de llamas a la simple vista, enorme y tórrido, calentaba la tierra con amor en toda su superficie, y de los bosques, de los mares, de los barrancos, de los collados, se exhalaba un vaho espeso y tibio que convidaba a la pereza y a la beatitud. El Mar divino fraguaba y desbarataba aún sus archipiélagos inconsistentes, tejidos de algas y de madréporas; la cordillera lejana humeaba por las mil bocas de sus volcanes, y en las noches una zona ardiente, de un rojo vivo, le prestaba una gloria extraña y temerosa. La luna, todavía joven y lozana, estremecida por el continuo bombardeo de sus cráteres, aparecía enorme y roja en el espacio, y a su luz misteriosa surgía formidable de su caverna el león saepelius; el uro erguía su testa poderosa entre las breñas, y el mastodonte contemplaba el perfil de las montañas, que, según la expresión de un poeta árabe, le fingían la silueta de un abuelo gigantesco. Los saurios volantes de las primeras épocas, los iguanodontes de breves cabezas y cuerpos colosales, los megateriums torpes y lentos, no sentían turbado su reposo más que por el rumor sonoro del mar genésico, que fraguaba en sus entrañas el porvenir del mundo.
      ¡Cuán felices fueron nuestros padres en el nido caliente y piadoso de la tierra de entonces, envuelta en la suave cabellera de esmeralda de sus vegetaciones inmensas, como una virgen que sale del baño…! ¡Cuán felices…! A sus rugidos, a sus gritos inarticulados, respondían solo los ecos de las montañas… Pero un día vieron aparecer con curiosidad, entre las mil variedades de cuadrúmanos que poblaban los bosques y los llenaban con sus chillidos desapacibles, una especie de monos rubios que, más frecuentemente que los otros, se enderezaban y mantenían en posición vertical, cuyo vello era menos áspero, cuyas mandíbulas eran menos toscas, cuyos movimientos eran más suaves, más cadenciosos, más ondulantes, y en cuyos ojos grandes y rizados ardía una chispa extraña y enigmática que nuestros padres no habían visto en otros ojos en la tierra. Aquellos monos eran débiles y miserables… ¡Cuán fácil hubiera sido para nuestros abuelos gigantescos exterminarlos para siempre…! Y de hecho, ¡cuántas veces cuando la horda dormía en medio de la noche, protegida por el claror parpadeante de sus hogueras, una manada de mastodontes, espantada por algún cataclismo, rompía la débil valla de lumbre y pasaba de largo triturando huesos y aplastando vidas; o bien una turba de felinos que acechaba la extinción de las hogueras, una vez que su fuego custodio desaparecía, entraba al campamento y se ofrecía un festín de suculencia memorable…! A pesar de tales catástrofes, aquellos cuadrúmanos, aquellas bestezuelas frágiles, de ojos misteriosos, que sabían encender el fuego, se multiplicaban; y un día, día nefasto para nosotros, a un macho de la horda se le ocurrió, para defenderse, echar mano de una rama de árbol, como hacían los gorilas, y aguzarla con una piedra, como los gorilas nunca soñaron hacerlo. Desde aquel día nuestro destino quedó fijado en la existencia: el hombre había inventado la máquina, y aquella estaca puntiaguda fue su cetro, el cetro de rey que le daba la naturaleza… ¿A qué recordar nuestros largos milenarios de esclavitud, de dolor y de muerte…? El hombre, no contento con destinarnos a las más rudas faenas, recompensadas con malos tratamientos, hacía de muchos de nosotros su manjar habitual, nos condenaba a la vivisección y a martirios análogos, y las hecatombes seguían a las hecatombes sin una protesta, sin un movimiento de piedad… La Naturaleza, empero, nos reservaba para más altos destinos que el de ser comidos a perpetuidad por nuestros tiranos. El progreso, que es la condición de todo lo que alienta, no nos exceptuaba de su ley; y a través de los siglos, algo divino que había en nuestros espíritus rudimentarios, un germen luminoso de intelectualidad, de humanidad futura, que a veces fulguraba dulcemente en los ojos de mi abuelo el perro, a quien un sabio llamaba en el siglo XVIII (post J.C.) un candidato a la humanidad; en las pupilas del caballo, del elefante o del mono, se iba desarrollando en los senos más íntimos de nuestro ser, hasta que, pasados siglos y siglos floreció en indecibles manifestaciones de vida cerebral… El idioma surgió monosilábico, rudo, tímido, imperfecto, de nuestros labios; el pensamiento se abrió como una celeste flor en nuestras cabezas, y un día pudo decirse que había ya nuevos dioses sobre la tierra; por segunda vez en el curso de los tiempos el Creador pronunció un fiat, et homo factus fuit.
      No vieron Ellos con buenos ojos este paulatino surgimiento de humanidad; mas hubieron de aceptar los hechos consumados, y no pudiendo extinguirla, optaron por utilizarla… Nuestra esclavitud continuó, pues, y ha continuado bajo otra forma: ya no se nos come, se nos trata con aparente dulzura y consideración, se nos abriga, se nos aloja, se nos llama a participar, en una palabra, de todas las ventajas de la vida social; pero el hombre continúa siendo nuestro tutor, nos mide escrupulosamente nuestros derechos… y deja para nosotros la parte más ruda y penosa de todas las labores de la vida. No somos libres, no somos amos, y queremos ser amos y libres… Por eso nos reunimos aquí hace mucho tiempo, por eso pensamos y maquinamos hace muchos siglos nuestra emancipación, y por eso muy pronto la última revolución del planeta, el grito de rebelión de los animales contra el hombre, estallará, llenando de pavor el universo y definiendo la igualdad de todos los mamíferos que pueblan la tierra…
      Así habló Can Canis, y este fue, según todas las probabilidades, el último discurso pronunciado antes de la espantosa conflagración que relatamos.

V

El mundo, he dicho, había olvidado ya su historia de dolor y de muerte; sus armamentos se orinecían en los museos, se encontraba en la época luminosa de la serenidad y de la paz; pero aquella guerra que duró diez años, como el sitio de Troya, aquella guerra que no había tenido ni semejante ni paralelo por lo espantosa, aquella guerra en la que se emplearon máquinas terribles, comparadas con las cuales los proyectiles eléctricos, las granadas henchidas de gases, los espantosos efectos del radium utilizado de mil maneras para dar muerte, las corrientes formidables de aire, los dardos inyectores de microbios, los choques telepáticos…, todos los factores de combate, en fin, de que la humanidad se servía en los antiguos tiempos, eran risibles juegos de niños; aquella guerra, decimos, constituyó un inopinado, nuevo, inenarrable aprendizaje de sangre…
      Los hombres, a pesar de su astucia, fuimos sorprendidos en todos los ámbitos del orbe, y el movimiento de los agresores tuvo un carácter tan unánime, tan certero, tan hábil, tan formidable, que no hubo en ningún espíritu siquiera la posibilidad de prevenirlo…
      Los animales manejaban las máquinas de todos géneros que proveían a las necesidades de los elegidos; la química era para ellos eminentemente familiar, pues que a diario utilizaban sus secretos: ellos poseían además y vigilaban todos los almacenes de provisiones, ellos dirigían y utilizaban todos los vehículos… Imagínese, por tanto, lo que debió ser aquella pugna, que se libró en la tierra, en el mar y en el aire… La humanidad estuvo a punto de perecer por completo; su fin absoluto llegó a creerse seguro (seguro lo creemos aún)… y a la hora en que yo, uno de los pocos hombres que quedan en el mundo, pienso ante el fonotelerradiógrafo estas líneas, que no sé si concluiré, este relato incoherente que quizá mañana constituirá un utilísimo pedazo de historia… para los humanizados del porvenir, apenas si moramos sobre el haz del planeta unos centenares de sobrevivientes, esclavos de nuestro destino, desposeídos ya de todo lo que fue nuestro prestigio, nuestra fuerza y nuestra gloria, incapaces por nuestro escaso número y a pesar del incalculable poder de nuestro espíritu, de reconquistar el cetro perdido, y llenos del secreto instinto que confirma asaz la conducta cautelosa y enigmática de nuestros vencedores, de que estamos llamados a morir todos, hasta el último, de un modo misterioso, pues que ellos temen que un arbitrio propio de nuestros soberanos recursos mentales nos lleve otra vez, a pesar de nuestro escaso número, al trono de donde hemos sido despeñados… Estaba escrito así… Los autóctonos de Europa desaparecieron ante el vigor latino; desapareció el vigor latino ante el vigor sajón, que se enseñoreó del mundo… y el vigor sajón desapareció ante la invasión eslava; esta, ante la invasión amarilla, que a su vez fue arrollada por la invasión negra, y así, de raza en raza, de hegemonía en hegemonía, de preeminencia en preeminencia, de dominación en dominación, el hombre llegó perfecto y augusto a los límites de la historia… Su misión se cifraba en desaparecer, puesto que ya no era susceptible, por lo absoluto de su perfección, de perfeccionarse más… ¿Quién podía sustituirlos en el imperio del mundo? ¿Qué raza nueva y vigorosa podía reemplazarle en él? Los primeros animales humanizados, a los cuales tocaba su turno en el escenario de los tiempos… Vengan, pues, enhorabuena; a nosotros, llegados a la divina serenidad de los espíritus completos y definitivos, no nos queda más que morir dulcemente. Humanos son ellos y piadosos serán para matarnos. Después, a su vez, perfeccionados y serenos, morirán para dejar su puesto a nuevas razas que hoy fermentan en el seno oscuro aún de la animalidad inferior, en el misterio de un génesis activo e impenetrable… ¡Todo ello hasta que la vieja llama del sol se extinga suavemente, hasta que su enorme globo, ya oscuro, girando alrededor de una estrella de la constelación de Hércules, sea fecundado por vez primera en el espacio, y de su seno inmenso surjan nuevas humanidades… para que todo recomience!

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Cómo ir a otro mundo por medio de un elevador

Este mes, el cuento es un texto especial. Su introducción, más larga que de costumbre, se publicó en la revista Armas y Letras.
 

Hay ciertos textos, de los más interesantes que he hallado en la literatura reciente, que jamás se reunirán en libros, no son obra de escritores profesionales y, de hecho, están totalmente fuera del gremio y los “canales” que consideramos convencionalmente como “literarios”. Los llaman creepypastas: el nombre es una mutación del término copypasta, que en algún momento de las últimas décadas fue acuñado por los usuarios de la red para referirse a cualquier texto que se copiara y pegara (copy-paste) para su redifusión en línea. Los copypastas son el precursor más moderno de los memes y otras formas de información viral de las que saturan nuestras redes actuales…, y las creepypastas serían las historias virales de miedo: perturbadoras, inquietantes. Se les escribe en grandes cantidades en toda clase de foros de internet, y con el tiempo se les ha hecho pasar a toda clase de formatos híbridos y multimedia: hay videos, colecciones de fotos, series de narraciones ilustradas…

Luego de que dos adolescentes en Wisconsin intentaran asesinar a una tercera en mayo de 2014, presuntamente por creer deveras en la influencia demoniaca de un personaje de creepypasta, el foro especializado Creepypasta.wikia.com se sintió obligado a publicar una carta en la que se deslindaba del crimen y que declaraba: “Somos un foro de literatura y no un culto satánico”. Tienen razón: aunque jamás existirán para la crítica “seria”, y aunque van en la dirección opuesta a la tendencia contra la ficción en la literatura libresca, puede leérseles como mucho más que consumidores, fanáticos o repetidores de historias de un subgénero determinado. En un video de YouTube, DrossRotzank, un popular recopilador y traductor al español de creepypastas (tiene más de tres y medio millones de seguidores sólo en su canal), declara: “En una era en la que ya se hace muy poco terror de calidad en el cine, la literatura moderna llegó para salvar este género”. Esto no es poca cosa. ¿Qué otra especialidad o vertiente de la narrativa contemporánea querría presumir hoy una victoria del texto escrito sobre la imagen?

Entre otros sitios que muestran historias de horror transmitidas por internet, uno muy interesante es el blog Saya In Underworld (http://sayainunderworld.blogspot.com/). Su creadora, Saya Yomino, no revela nada de sí misma y se limita a publicar sus traducciones al inglés de leyendas urbanas, historias orales de horror y extrañas consejas japonesas. Leerlas en busca de pericia y perfección “literarias” no tiene sentido: su aliento es el de las historias ancestrales de la tradición oral, y están hechas, evidentemente, no para tener una forma definitiva –analizable, replicable, comercializable– sino para mutar, constantemente, de una lengua o contexto a otros.

El siguiente texto, una muestra traducida de la enorme cantidad de creepypastas en el sitio de Saya Yomino, se publica con su autorización. En él, aunque se trata de una historia meramente escrita, sin respaldos de ningún otro tipo, hay todos los elementos de algo que es un género multidisciplinario, una práctica creativa imposible en cualquier otra época antes que ésta. Sus temas, como se verá, son los de la literatura de horror, pero transfigurados por las herramientas modernas y la tensión que vivimos todos los días entre la verdad y el simulacro, entre el ritual y la anomia.

Eraserhead

[La imagen, por supuesto, proviene de un clásico: la película Eraserhead de David Lynch]

 

CÓMO IR A OTRO MUNDO POR MEDIO DE UN ELEVADOR

[Traducción del japonés por Saya Yomino, y del inglés por A.C.]

Necesitarás: un edificio con al menos diez pisos y un elevador

  1. Entra en el elevador (debes entrar solo)
  2. Dentro del elevador, ve a estos pisos en este orden: 4º piso -> 2º piso -> 6º piso -> 2º piso -> 10º piso. (Si alguien más entra mientras lo estás haciendo, no podrás completar el ritual.)
  3. Cuando llegues al 10º piso, aprieta el botón del 5º sin salir de la caja.
  4. Cuando llegues al 5º piso una mujer joven entrará y se te unirá en el elevador. (NO LE HABLES.)
  5. Después de que entre la mujer, aprieta el botón del 1º piso.
  6. Después de apretar el botón del 1º piso, el elevador te llevará al 10º piso en vez de llevarte al 1º. (Si aprietas cualquier otro botón en este momento tampoco completarás el ritual, pero también es tu última oportunidad de echarte para atrás.)
  7. Cuando el elevador haya pasado del 9º piso, puedes tomarlo como una señal de que el ritual está casi completo.

Sólo hay una forma de verificar si el ritual ha tenido éxito o no.

En el mundo al que llegues sólo debe haber una persona: tú.

No sé qué pasa cuando llegas allí.

Pero puedo decirte esto: la mujer que entra en el elevador en el 5º piso no es un ser humano.

***

He aquí lo que un hombre experimentó al hacer el ritual:

 

¡Lo intenté!

La compañía en la que trabajo tiene un edificio de 10 pisos así que me convino.

Eran vacaciones y no había nadie.

 

Así que fui: 4->2->6.

En el 6º piso trabajo y pude ver mi oficina vacía desde el elevador.

Entonces fui: ->2->10. Nadie entraba. Después de todo eran vacaciones.

 

Entonces llegué al 5º piso, se abrió la puerta ¡y había alguien allí, de pie!

¡Y era una mujer!

Me asombré y hasta hice ruido al aspirar aire.

Pero era sólo mi colega, la señora Takemoto (seudónimo). Es una mujer de unos treinta.

Se rió de mi reacción.

“¿También está trabajando horas extra, señora Takemoto?”, dije y la dejé entrar.

Iba a apretar el botón del piso 1 pero pensé que se vería raro que una persona llegara al edificio a primera hora del día y se fuera inmediatamente, y de todos modos el ritual ya había terminado, así que me rendí y apreté el botón del piso 6.

(Ahora que lo pienso, debe haberse visto raro también que una persona bajara en el elevador y volviera a subir sin salirse. LOL)

 

Pero entonces la señora Takemoto apretó el botón del piso 10, lo que me hizo dar un salto.

Bueno, creo que ella trabaja en el piso 10.

Pensé que algo podría pasar aún si me aventuraba a subir al piso 10, pero si hubiera ido hasta allá con la señora Takemoto sin razón alguna ella me hubiera tomado sin duda por un tipo raro, asi que con mucha pena me salí en el sexto piso.

 

Mientras salía creí escuchar a alguien que hacía clic con la lengua tras de mí.

Di la vuelta pero la puerta del elevador ya se había cerrado y no estuve seguro de si la señora Takemoto habría hecho ese ruido.

Tal vez sólo lo imaginé.

 

Así que no me pasó nada, al final.

Pero me pregunto qué podía estar haciendo en el quinto piso, a esa hora del día, la señora Takemoto.

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La Iglesia del Diablo

Este mes de Mundial de Futbol, un cuento de Machado de Assis (1839-1908), extraordinario autor brasileño. «A Igreja do Diabo» se publicó inicialmente en 1884, y es un raro ejemplo de las historias de imaginación fantástica del escritor. También es una historia atemporal: sus ideas sobre la virtud moral, la rebeldía y el carácter contradictorio del ser humano siguen vigentes. Agradezco a Sarai Robledo la transcripción del texto.

LA IGLESIA DEL DIABLO
Joaquim Maria Machado de Assis

I
De una idea magnífica

Cuenta un viejo manuscrito benedictino que el diablo, en cierto día, tuvo la idea de fundar una iglesia. Aunque sus ganancias fueran continuas y grandes, se sentía humillado con el papel aislado que ejercía desde hacía siglos, sin organización, sin normas, sin cánones ni ritual ni nada. Vivía, por así decirlo, de los sobrantes divinos, de los descuidos y obsequios humanos. Nada de fijo, nada regular. ¿Por qué no iba a tener él una iglesia? Una iglesia del Diablo era el medio más eficaz para combatir a las demás religiones y destruirlas de una vez.
      —Bueno, crearé una iglesia –concluyó—. Escritura contra Escritura, breviario contra breviario. Tendré mi misa, con vino y pan hasta el hartazgo, mis sermones, mis bulas, novenas y todo el aparato eclesiástico. Mi credo será el núcleo universal de los espíritus y mi iglesia una tienda de Abraham. Y luego, mientras que las otras religiones luchan entre sí y se dividen, mi iglesia se mantendrá unida; no tendré ante mí ni Mahoma ni Lutero. Hay muchas maneras de afirmar pero sólo una de negarlo todo.
      Y diciendo esto, el Diablo sacudió la cabeza y extendió los brazos, en un gesto magnífico y varonil. En seguida se acordó de ir con Dios para comunicarle su idea y desafiarlo; levantó los ojos, encendidos de odio, ásperos por la venganza y se dijo a sí mismo: “Vamos, es tiempo”. Y rápido, batiendo las alas, con tal estruendo que prendió a todas las provincias del abismo, salió de la sombra hacia el azul infinito.

II
Entre Dios y el Diablo

Dios estaba recibiendo a un anciano cuando el Diablo llegó al Cielo. Los serafines que enguirnaldaban al recién llegado se detuvieron inmediatamente y el Diablo se quedó en la entrada, con los ojos puestos en el Señor.
      —¿Qué es lo que quieres? —preguntó éste.
      —No vengo por tu siervo Fausto —respondió el Diablo, riéndose—, sino por todos los faustos del siglo y de los siglos.
      —Explícate.
      —Señor, la explicación es sencilla; pero permite que te diga: recoge primero a ese buen viejo; dale el mejor lugar, ordena que las más afinadas cítaras laúdes lo reciban con los más divinos coros…
      —¿Sabes lo que hizo él? —preguntó el señor, con los ojos llenos de dulzura,
      —No, pero probablemente es de los últimos que vendrán a estar con vosotros. No tardará mucho que el cielo quede parecido a una casa vacía, a causa del precio, que es elevado. Voy a construir un alojamiento barato; en dos palabras, voy a fundar una iglesia. Estoy cansado de mi desorganización, de mi reino azaroso y adventicio. Es tiempo de alcanzar la victoria final y completa. Y entonces he venido a contártelo, con lealtad, para que no me acuses de disimulo… Buena idea, ¿no te parece?
      —Viniste a contármela, no a legitimarla — advirtió el Señor.
      —Tienes razón —aceptó el Diablo—; pero al amor propio le gusta oír el aplauso de los maestros. Verdad es que en este caso sería el aplauso de un maestro vencido, y una tal exigencia… Señor, vuelvo a la tierra; voy a poner mi primera piedra.
      —Ve.
      —¿Quieres que venga a anunciarte la conclusión de la obra?
      —No es necesario; basta que me digas desde ahora por qué motivo, cansado de tu desorganización, sólo hasta ahora pensaste en fundar una iglesia.
      El Diablo sonrió con cierto aire de escarnio y triunfo. Tenía alguna idea cruel en mente, algún reparo picante en la alforja de la memoria, algo que en ese breve instante de la eternidad lo hacía creerse superior al propio Dios. Pero concluyó su sonrisa y dijo:
      —–Sólo ahora concluí una observación que comencé a hacer desde hace algunos siglos, y es que las virtudes, hijas del cielo, son en gran número comparables a reinas cuyo manto de terciopelo rematara en franjas de algodón. Ahora me propongo jalarles de esa franja y traerlas a todas ellas a mi Iglesia; tras ellas vendrán las de seda pura…
      —¡Viejo retórico! —murmuro el Señor.
      —Mira bien. Muchos cuerpos que se arrodillan ante vuestros pies, en los templos del mundo, llevan encima el ropaje de la sala y la calle, los rostros se tiñen con el mismo polvo, los pañuelos huelen a los mismos olores, las pupilas centellean de curiosidad y devoción entre el libro santo y la atracción del pecado. Mire el ardor –la indiferencia al menos– con que ese caballero anuncia al público los beneficios que liberalmente distribuyen, ya sean ropas o zapatos, monedas o cualesquiera de esas materias necesarias para la existencia…, pero no quiero parecer como que me detengo en cosas menudas; no hablo, por ejemplo, de la placidez con la que este jefe de hermandad, en las procesiones, carga piadosamente en el pecho vuestro amor y una manda… Voy a negocios más elevados…
      En esto los serafines agitaron las pesadas alas con hastío y sueño. Miguel y Gabriel contemplaron al señor con una mirada de súplica. Dios interrumpió al Diablo:
      —Tú eres vulgar, que es lo peor que le puede suceder a un espíritu de tu especie —replicó el Señor–. Todo lo que dices o que puedas decir ya ha sido dicho y redicho por los moralistas del mundo. Es un asunto superado; y si no tienes fuerza ni originalidad para renovar un asunto superado, mejor es que te calles y retires. Mira, todas mis legiones muestran en la cara las señales vivas del tedio que les provocas. Ese mismo anciano parece mareado; ¿sabes tú lo que hizo?
      —Ya te dije que no.
      —Después de una vida honesta, tuvo una muerte sublime. Atrapado en un naufragio, se iba a salvar en una tabla. Pero vio a unos recién casados, en la flor de la vida, que se debatían ya en la muerte: les cedió la tabla de salvación y se hundió en la eternidad. Sin ningún público, sólo el agua y cielo arriba de él. ¿Dónde encuentras la franja de algodón?
      —Señor, yo soy como tú sabes, el espíritu de la negación.
      —¿Niegas estas muerte?
      —Lo niego todo. La misantropía puede tomar la apariencia de caridad; dejarles la vida a los demás, para un misántropo, es realmente odiarlos…
      —¡Sutil retórico! —exclamó el Señor— Ve, ve y funda tu iglesia, llama a todas las virtudes, recoge todas las franjas, convoca a todos los hombres…, pero, ¡vete, vete ya!
      En vano el Diablo intentó proferir algo más. Dios le impuso silencio; los serafines, ante una seña divina, llenaron el cielo con armonía de sus cánticos. El Diablo sintió, de repente, que se hallaba en el aire; dobló las alas y, como rayo, cayó en la tierra.

III
La buena nueva a los hombres

Una vez en la tierra, el Diablo no perdió un minuto. Se apresuró a vestir la túnica benedictina, como hábito de buena fama, y se metió a divulgar una doctrina nueva y extraordinaria, con una voz que hacía retumbar las entrañas del mundo. Él prometía a sus discípulos y fieles las delicias de la tierra, todas las glorias los deleites más íntimos. Confesaba que era el Diablo; pero lo confesaba para corregir la noción que los hombres tenían de él y desmentir las historias que las viejas beatas contaban de él.
      —Sí, soy el Diablo —repetía él—; no el Diablo de las noches sulfúreas, de los cuentos para dormir, terror de los niños, sino el Diablo verdadero y único, el propio genio de la naturaleza, al que se le dio aquel nombre para arrancarlo del corazón de los hombres. Ved cómo soy gentil y cortés. Soy vuestro verdadero padre. Pero vamos, tomad ese nombre, inventado para mi descrédito, haced con ello un trofeo, un lábaro y yo os daré todo, todo, todo, todo, todo, todo…
      Era así como hablaba, al principio, para excitar el entusiasmo, avisar a los indiferentes, congregar, en suma, a las multitudes a sus pies. Y ellas vinieron; y después de que vinieron, el Diablo pasó a definir su doctrina. La doctrina era la única que podía estar en la boca de un espíritu de la negación. Eso en lo que toca a la sustancia, porque en lo referente a la forma, unas veces era sutil y otras cínica y pálida.
      Él clamaba que las virtudes aceptadas debían ser sustituidas por otras, que eran las naturales y legítimas. La soberbia, la lujuria, la pereza fueron rehabilitadas, y así también la avaricia, que declaró no ser sino la madre de la economía, con la diferencia que la madre era robusta y la hija una flaca. La ira encontraba su mejor defensa en la obra de Homero; sin el furor de Aquiles no hubiera habido la Ilíada: “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”… Lo mismo dijo de la gula, que produjo las mejores páginas de Rabelais y muchos buenos versos del Hyssope; virtud tan superior que nadie recuerda las batallas de Lúculo sino sus cenas; fue la gula que realmente lo hizo inmortal. Pero aun haciendo a su lado las razones de orden literario o histórico, sólo para mostrar el valor intrínseco de aquella virtud, ¿quién podría negar que era mucho mejor sentir en la boca y el vientre los buenos manjares, en gran acopio, que los malos bocados, o la saliva del ayuno? Por su parte, el Diablo prometía sustituir la viña del Señor, expresión metafórica, por las viñas del Diablo, locución directa y verdadera, pues no iba a faltarles nunca a los suyos el fruto de las más bellas cepas del mundo. En lo referente a la envidia, pregonó fríamente que era la principal virtud, origen de prosperidades infinitas; preciosa virtud, que llegaría a suplir a todas las demás y hasta el mismo talento.
      Las turbas corrían detrás de él, entusiasmadas. El diablo les inculcaba, con los grandes golpes de elocuencia, todo el nuevo orden de las cosas, cambiando la noción de ellas, haciendo amar a las perversas y odiar a las sanas.
      Nada más curioso, por ejemplo, que la definición que él daba de fraude. Lo llamaba el brazo izquierdo el hombre; el brazo derecho era la fuerza, y concluía: muchos hombres son zurdos, eso es todo. Ahora bien, él no exigía que fueran todos zurdos, no era exclusivista. Que unos fueran zurdos y otros diestros; aceptaba a todos, menos a los que no fueran nada. Pero la demostración más rigurosa y profunda, fue la venalidad. Una casuista del tiempo llegó a confesar que era un monumento de lógica. La venalidad, dijo el Diablo, era el ejercicio de un derecho superior a todos los derechos. Si tú puedes vender tu casa, tu buey, tus zapatos, tu sombrero, cosas que son tuyas por una razón jurídica legal, pero que, en todo caso, están fuera de ti, ¿cómo es que no puede vender tu opinión, tu voto, tu palabra, tu fe, cosas que son más que tuyas porque son tu propia conciencia, esto es, tú mismo? Negarlo es caer en o absurdo y contradictorio. ¿Pues no hay mujeres que venden sus cabellos? ¿No puede un hombre vender parte de su sangre para transfundirla a otro hombre anémico? ¿Y la sangre y los cabellos, partes físicas, tendrán un privilegio que se le niega al carácter, a la parte moral del hombre?
      Demostrando así el principio, el Diablo no tardó en exponer las ventajas del orden temporal o pecuniario; después, enseño todavía que, en vista del perjuicio social, convenía disimular el ejercicio de un derecho tan legítimo, es decir, ejercer al mismo tiempo la venalidad y la hipocresía, esto es merecer doblemente. Y así por arriba y por abajo, examinaba todo, corregía todo. Claro está, combatió el perdón de las injurias y otras máximas de suavidad y cordialidad. No prohibió formalmente a la calumnia gratuita, sino que introdujo a ejercitarla mediante retribución, pecuniaria o de otra especie; pero en los casos en que fuera una imperiosa expansión de la fuerza de imaginación y nada más, prohibía aceptar compensación alguna, ya que ello equivalía a hacer pagar la inspiración. Todas las formas del respeto fueron condenadas por él, como posibles elementos de un cierto decoro social y personal, con la única excepción del interés. Pero esa misma excepción fue después eliminada, por considerar que el interés, que convierte al respeto en simple adulación, era el sentimiento aplicado y no aquél.
      Para rematar la obra, el Diablo pensó que le correspondía acabar con toda la solidaridad humana. En efecto, el amor al prójimo era un grave obstáculo para la nueva institución. Él demostró que esa norma era una simple invención de los parásitos y negociantes insolventes; no se debía dar al prójimo sino indiferencia; en algunos de los casos, odio o desprecio. Incluso llegó a demostrar que la noción de prójimo estaba equivocada, y citaba esta fase de un padre de Nápoles, aquel fino y letrado Galiani, que le escribía una de las marquesas del Antiguo Régimen: “¡Que se enoje el prójimo! ¡No hay prójimo!” La única hipótesis en la que él permitía amar al prójimo era cuando se trataba de amar a las mujeres ajenas, porque esa clase de amor tenía la particularidad de no ser otra cosa que el amor del individuo a sí mismo. Y como algunos discípulos encontraran que tal explicación, por metafísica, escapaba a la comprensión de la turba, el Diablo recurrió a un apólogo: “Cien personas adquieren acciones de un banco, para las operaciones comunes; pera coda accionista no cuida realmente sino de sus dividendos: es lo que sucede con los adúlteros. “Este apólogo fue incluido en su Libro de Sabiduría.

IV
Franjas y franjas

La perversión de Diablo se consumó. Todas las virtudes cuya capa de terciopelo remataba en franja de algodón, una vez jaladas de la franja, arrojaban la capa a las ortigas y venían a alistarse en una iglesia nueva. Detrás fueron llegando las demás, y el tiempo bendijo la institución. La iglesia se fundó; la doctrina se propagaba; no había una sola región en el globo que no la conociera, una lengua a la que no se tradujera, una raza que no la amara. El Diablo levantó gritos de triunfo.
      Pero un día, muchos años después, notó el Diablo que sus fieles, a escondidas, practicaban las antiguas virtudes. No las practicaban todas, ni íntegramente, sino más bien algunas y por partes y, como digo, a escondidas. Ciertos glotones se ocultaban a comer frugalmente tres o cuatro ocasiones por año, justamente en los días del precepto católico; muchos avaros daban limosas, en la noche, o en las calles semidesiertas; varios dilapidadores del erario restituían pequeñas cantidades; los fraudulentos, hacían cosas legales una que otra vez, con el corazón en las manos, pero con el mismo rostro de disimulo, para hacer creer que estaban embaucando a los demás.
      Este descubrimiento asombró al Diablo. Se metió a investigar más hondamente el mal, y vio cuan extendido se hallaba. Algunos casos eran hasta incomprensibles, como el de un farmacéutico del Levante que había envenenado a una generación completa, y con el producto de sus drogas socorría a los hijos de las víctimas. En el Cairo encontró a un perfecto ladón de camellos, que se cubría la cara para acudir a las mezquitas. El Diablo se encontró con él a la entrada, y lo increpó por su procedimiento; él lo negó, diciendo que iba allí a robarle el camello a un trujamán: lo robó en efecto, a la vista del Diablo y fue a ofrecérselo de presente a un muezín que oró por él a Alá. El manuscrito benedictino cita muchos otros descubrimientos extraordinarios, y entre ellos éste, que desorientó por completo al Diablo. Uno de sus mejores apóstoles era un calabrés, varón de cincuenta años, insigne falsificador de documentos, que poseía una hermosa casa en la compañía romana, telas, estatuas, biblioteca, etc. Era el fraude en persona; incluso había llegado a meterse en la cama para no confesar que estaba sano. Pues ese hombre no sólo robaba en el juego, sino que todavía daba gratificaciones a los criados. Habiéndose hecho amigo de un canónigo, iba todas las semanas a confesarse con él, en una capilla solitaria; y, aunque no le descubría ninguna de sus acciones secretas, se santiguaba dos veces, al arrodillarse y al levantar. El diablo apenas pudo creer tan grande alevosía. Pero no había forma de dudar; el caso era verdadero.
      No se detuvo un instante. El asombro no le dio tiempo para reflexionar, comparar y concluir que el espectáculo presente tenía algo de análogo con el pasado. Voló de nuevo al cielo, trémulo de rabia, ansioso por conocer la causa secreta de tan singular fenómeno. Dios lo escuchó con infinita complacencia; no lo interrumpió, no lo reprendió, no se vanaglorió, siquiera, de aquella agonía satánica. Puso sus ojos en él y le dijo:
      —¡Qué quieres tú, mi pobre Diablo! Las capas de algodón tienen ahora franjas de seda, como las de terciopelo tuvieron franjas de algodón. ¡Qué le vamos a hacer: es la eterna contradicción humana!

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El cocodrilo

Este cuento de Felisberto Hernández (1902-1964) se puede encontrar en muchos lugares de la red, pero no importa: alguna vez debía aparecer aquí, como muestra de la obra de un autor extraordinario. La situación misteriosa, vagamente grotesca en la que se ve envuelto el narrador de la historia –pianista como lo fue el mismo Hernández– hace preguntarse por el motivo «real» de sus acciones: como esa pregunta no puede responderse dentro de los límites del cuento, permanece, se vuelve memorable, y le da a todo el texto su potencia.
«El cocodrilo» apareció por primera vez en la revista Marcha en 1949 y ha sido reimpreso en numerosas ocasiones desde entonces (incluyendo sus muchas ediciones digitales).
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Nota: Éste es el penúltimo texto del año y de aquí al primero de enero puede que el diseño del sitio se modifique un poco.]

Felisberto Hernández

EL COCODRILO
Felisberto Hernández

En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era «Ilusión». Y mi frase había sido: «¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?». Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
—¿Qué quieres?
—¿Está el dueño?
—No hay dueño. La que manda es mi mamá.
—¿Ella no está?
—Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
—Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias «Ilusión» semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
—¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar…
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
—Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
—Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
—En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
—Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
—Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
—Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medias. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yuyo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: «¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?». Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: «Un hombre está llorando». Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: «Nena, no te acerques»… «Puede haber recibido alguna mala noticia»… «Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo»… «Puede haber recibido la noticia por telegrama»… Por entre los dedos vi una gorda que decía: «Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!». Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
—Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo…
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
—¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo…
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
—¡Ay! Llora por un recuerdo…
Después el dueño anunció:
—Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
—Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
—Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías…
Intervino el dueño:
—No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
—Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
—No, con media docena…
—La casa no vende por menos de una…
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía «aquello» que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central –yo ya había llorado por todo el norte de aquel país–, esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
–      —Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
—Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles…
El corredor interrumpió:
—¡Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
—¿Cómo, y quién le ha dicho?
—¡Sí! Hay uno que llora a chorros…
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir.
—Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
—¿Y por qué?
—¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: «Que piense en la mamita, así llora más pronto». Entonces yo le dije al gerente.
—Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol –estábamos en un primer piso–, me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: «Muy bien, muy bien». Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
—No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi… iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
—Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: «La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar…» Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
—¿Así que usted llora por gusto?
—Es verdad.
—Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
—Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba –el gerente me llamaba– alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
—¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos…
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja –que no sé de dónde había salido– se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar…
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso, me gritó:
—¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de «cocodrilo». Yo les decía:
—A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
—Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
—Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
—Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
—No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: «No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz…»
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: «Esta noche no lloraré… quedaría muy feo… el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo».
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: «¿Qué querrá con la media?… ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor…? ¡Y tan luego en esta fiesta!»
Por fin vino y me dijo:
—Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
—Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso…, debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
—Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras «avatares» y «menester». Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de «atacar» y apenas hicieron silencio dije:
—Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar —y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
—Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
—¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
—Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
—El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan «Cocodrilo».
—Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Nuevo proyecto: La imaginación en México

Desde este momento se abre un nuevo proyecto: un blog llamado La imaginación en México. Lo realizamos Raquel Castro y yo y la convocatoria para participar en él está abierta.
      Partimos de la idea de que, en estos últimos meses, la narrativa mexicana que utiliza lo fantástico (o la imaginación fantástica, o como quiera llamársele: lo que a varios hemos dado en llamar literatura de imaginación) ha llamado la atención como nunca antes en al menos una década. Publicaciones, comentarios, discusiones muestran que, por lo menos, el tema está en el aire. Por esta razón se nos ocurrió que podría valer la pena intentar documentarlo un poco más, y en especial documentar el trabajo de la gente que está escribiendo esta narrativa ahora. Así lo hacemos en este sitio desde el día de hoy, en que nuestro «padrino» es el escritor Miguel Lupián, director de la revista Penumbria. En las próximas semanas esperamos tener a muchos más.
      La intención es dejar constancia de tantos autores y obras mexicanos (que hayan usado la imaginación fantástica dentro de sus obras) como sea posible. No se trata de catalogar sólo a autores interesados en un «género», en una especialidad muy reglamentada, aunque éstos serán bienvenidos: se trata de mostrar las muchas formas en las que lo no-realista (nombre peligroso, ya sabemos: no importa) se puede manifestar entre nosotros. Cada autor o autora aparecerá con una breve ficha, una bibliografía y varias recomendaciones de más autores, para ir haciendo una red tan grande como nos sea posible.

Reproduzco aquí la descripción del proyecto (y una vez más invito a participar a cualquier persona interesada):

Este sitio se propone albergar información acerca de narradores mexicanos que hayan escrito y publicado obras de imaginación fantástica.

No entendemos lo fantástico como un “género” (como la fantasía heroica a la J. R. R. Tolkien, por ejemplo) sino como un recurso narrativo, una serie de temas y argumentos y una actitud ante la representación de la realidad en la literatura. Así definida, la imaginación fantástica está presente en muchas obras de la literatura mexicana, tanto de las que se consideran parte del “canon” literario como de otras que se juzgan fuera de él. Desde Carlos Fuentes hasta Francisco Tario; desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Verónica Murguía, numerosos libros y numerosos escritores se han propuesto sondear los límites de nuestra idea de lo real y, en ocasiones, traspasarlos.

El sitio se irá actualizando con fichas de autores vivos, que propondrán una muestra de su trabajo y que recomendarán cada uno a dos o tres autores más, a la manera de los blogs de poetas del proyecto Las elecciones afectivas. Además contendrá noticias de libros, números monográficos en revistas impresas o digitales y cualquier otra información pertinente que se pueda reunir.

Toda persona interesada puede, también, proponer a los autores y obras de su interés. Se reciben preguntas en esta página.

R.C. y A.C., México, diciembre de 2013

imaginacionmx

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Literatura mexicana de imaginación

Esto es una felicidad: gracias al entusiasmo y las gestiones de Ruy Feben, ha aparecido la segunda antología en inglés (y la primera bilingüe) de literatura mexicana de imaginación. Empieza a publicarse hoy, de manera escalonada, en Palabras Errantes, portal de difusión de literatura hispanoamericana que se publica desde Cambridge, Inglaterra.
      La antología contendrá muestras del trabajo de más de una decena de autores mexicanos en español y en inglés, incluyendo uno del propio Ruy y un ensayo introductorio que yo escribí y que busca precisar qué es ese término, qué literatura nombra y por qué enfatizar la imaginación cuando (se supone) toda narrativa la utiliza.
      Iré colocando los enlaces a todos los otros textos en esta misma nota a medida que aparezcan.
      Los autores incluidos: Édgar Omar Avilés, Alejandro Badillo, Raquel Castro, Karen Chacek, Gabriela Damián, Yussel Dardón, Bernardo Esquinca, Cecilia Eudave, Bernardo Fernández Bef, Agustín Fest, Gabriela Fonseca, Erika Mergruen, Édgar Adrián Mora, Ignacio Padilla, Gerardo Piña, Carmen Rioja, Gerardo Sifuentes, Arturo Vallejo, Rafael Villegas y José Luis Zárate.
      Mi ensayo fue traducido por Cherilyn Elston, creadora de Palabras Errantes, a quien agradezco también su interés y todo su trabajo.


¿Qué es eso de «literatura de imaginación»? No es un «nuevo género», sino el intento de proponer otro modo de leer literatura que ya existe: lo que suele llamarse «fantástica». No habría necesidad de proponer otro nombre si el más conocido no estuviese «secuestrado» en cierto modo por el mercado editorial, que lo usa para nombrar un tipo muy preciso de obras (derivadas de autores como Tolkien o Rowling), y que en el proceso se ha vuelto víctima de numerosos prejuicios. Mi intención y la de varios colegas que han comenzado a usar el término «literatura de imaginación» en años recientes es dar a notar que en México, por lo menos, se escriben obras que van por caminos distintos del realismo pero no son imitaciones de lo que se escribe en otros países: que son una literatura mucho más viva y más amplia. En los autores de este proyecto y en muchos otros la imaginación fantástica no es una serie de reglas que todos aplican del mismo modo, sino un recurso que cada quien utiliza a su manera para escribir literatura que se asoma a los bordes de nuestra idea de lo real. (Desde luego, en la cultura autoritaria que vivimos, cuestionar una idea fija de lo real puede llegar a ser, incluso, un acto subversivo…)

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Sobre la imaginación en México

En días pasados se publicó en el periódico Reforma el primer artículo en un diario nacional acerca de Three Messages and a Warning, la antología de literatura de imaginación de escritores mexicanos que recién fue nominada al World Fantasy Award. Varios de los autores incluidos fuimos entrevistados sobre el tema y parte de lo que dijimos se incluye en el artículo. Dejo aquí las respuestas completas que yo escribí a las preguntas de la periodista Rebeca Pérez Vega, a quien agradezco.

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1. ¿Cómo llegó esta invitación para participar en Three Messages and a Warning?
La invitación vino por parte de Chris Brown, uno de los dos antologadores, y que ya conocía un amigo común, Bernardo Fernández “Bef”. Se nos propuso enviar un cuento y a partir de allí Chris hizo su selección. Según entiendo, el otro antologador, Eduardo Jiménez Mayo, presentó una selección paralela, distinta, y en la editorial, Small Beer Press, se les propuso a ambos fundir sus antologías y hacer una sola.

2. ¿Qué cuento decidiste enviar y por qué?
Envié ”Variación sobre un tema de Coleridge”, que es un cuento muy breve, de poco más de una página. Lo envié porque pensé (equivocadamente) que no deseaban textos muy extensos, y al ver el índice definitivo de la antología pensé que debía haber enviado algo de por lo menos 20 páginas, más cercano a la idea estadounidense de relato breve. Pero en todo caso el texto ha tenido muy buena acogida.

3.¿De qué habla el relato?
Su protagonista se encuentra consigo mismo: con su doble, que lo llama por teléfono celular, discute con él y lo regaña, aunque al final los dos se reconcilian (o él mismo se perdona, según se quiera ver).

4. ¿Qué te parece esta nominación World Fantasy Award y qué representa para la literatura de este género en México?
Estoy muy contento por la nominación y creo que debería significar algo importante para la literatura mexicana en general, y no sólo la de imaginación fantástica. Este es un premio que suelen obtener autores anglosajones y sólo de vez en vez se ha dado a escritores de otras lenguas, como Haruki Murakami. Es más, hasta este año sólo había una autora latinoamericana (Angélica Gorodischer, una gran narradora argentina) en toda la historia del premio. En realidad es un suceso sin precedentes e implica la posibilidad de que a la narrativa mexicana se le abran puertas que habían estado cerradas siempre.
El premio, si se gana, será para Chris Brown y Eduardo Jiménez Mayo, los antologistas, pero desde luego nuestros textos serán en su caso parte de esa decisión, y también el hecho de que se trate de una mirada a la literatura mexicana, que evidentemente ha sido vista con interés y probablemente también con sorpresa, porque lo que está en la antología no es lo que a la propia cultura mexicana le ha interesado proponer en el exterior como “típicamente nacional”.

5. ¿Te parece que es un signo de que la literatura mexicana, en cuanto a la ciencia ficción y la fantasía, está en buen estado de salud?
Por supuesto que lo está. De hecho, creo que es de los movimientos más vivos que existen en la actualidad aunque no sea tan mayoritario como la narrativa del crimen y la violencia, y también creo que es mucho más diverso de lo que podría parecer. Ya desde antes de la nominación, varios colegas (muchos de ellos está en la antología) y yo estábamos interesados en hacer a un lado etiquetas como “ciencia ficción” y “fantasía” porque resultan muy restrictivas a la hora de escribir y sobre todo de leer: muy cargadas de prejuicios. En México, como en cualquier parte del mundo occidental, se escriben imitaciones de Harry Potter, Juego de tronos o la obra de H. P. Lovecraft, pero también se escribe mucho más, muchas obras que utilizan la imaginación pero no del mismo modo que esos libros de grandes tirajes que las librerías nos enseñan a llamar “fantásticos”: que responden a la realidad mexicana y no a la de otros países, aunque no sean realistas. Hemos estado proponiendo “Literatura de imaginación” como un nombre un poco más abarcador que “ciencia ficción”, “fantasía” u otros que a estas alturas se refieren en la percepción del público a obras muy acotadas que se importan de España o de los países de habla inglesa. A muchos lectores mexicanos, creo, les sorprendería leer el libro y encontrar que no hay magos con varita mágica ni marcianos en platillo volador como los de las películas viejas. Éstas, y otras, son imágenes que se han quedado como parte de un prejuicio contra la imaginación fantástica y en las que creen personas que ni siquiera se molestan en leer lo que realmente se está escribiendo.

6. ¿Crees que hay muchos autores interesados en este género?
Los 34 autores reunidos en la antología son una parte pequeña del total de los que están escribiendo sobre esto en nuestro país. Y hay además una tradición larga de imaginación fantástica en la historia de la literatura en México, que probablemente se remonta a Sor Juana (su Primero sueño es un poema visionario, después de todo) y llega hasta la actualidad tras haber pasado por la obra de muchos autores de culto como Emiliano González, Amparo Dávila o Francisco Tario, pero también de autores como Carlos Fuentes (Aura), Juan José Arreola (Confabulario) y de hecho hasta los mismísimos Octavio Paz (los cuentos de Arenas movedizas) y Juan Rulfo (en Pedro Páramo los muertos hablan: tenemos la broma de que más de un profesor universitario se enfurece al oír la idea de que la obra cumbre del canon mexicano en el siglo XX podría tener algo en común con otras que muchos desprecian, pero es la verdad: en la novela, además de todas sus otras virtudes, las leyendas populares que hablan del más allá –y que sabemos que no son ciertas– se convierten en verdad literal, lo cual es algo que la imaginación fantástica está haciendo desde sus orígenes como movimiento literario en el Romanticismo del siglo XVIII).
Un detalle interesante es que las selecciones combinadas de Brown y Jiménez Mayo dieron una antología que debe ser de las más diversas e incluyentes que se han hecho jamás con autores mexicanos. En ninguna otra, por lo menos, se van a encontrar lado a lado escritores como Mauricio Montiel Figueiras o Ana Clavel, que son reconocidos como parte del canon de la actualidad y publican en medios considerados de la más alta cultura, con otros como José Luis Zárate o Pepe Rojo, que han sido ignorados sistemáticamente por esos medios y por los estamentos culturales “serios” y por tanto han debido moverse fuera de ellos, respectivamente en la literatura digital y en la contracultura. La antología muestra que los prejuicios que los separan en las publicaciones mexicanas son arbitrarios y que la calidad de las obras de unos y otros no depende de esos prejuicios.

7. Desde tu perspectiva ¿Qué temas le interesan a los autores mexicanos en torno al género fantástico?
Entre otros, están los siguientes: la ruptura de la realidad cotidiana ante hechos catastróficos; la resistencia contra un entorno hostil; la conciencia perpleja ante lo que no puede comprender; la mirada satírica o crítica hacia al presente, que se hipertrofia o se vuelve grotesco; la invención de situaciones y personajes que revelan aspectos inusuales de la realidad como vistos a través de una lupa, o un espejo deformado; el homenaje o el conflicto con la tradición. Si se mira desde este punto de vista, la literatura de imaginación tiene mucho en común con el resto de lo que se escribe en un país en crisis (o en desintegración) como el nuestro.

8. ¿Crees que hay algún tipo de desdén de las editoriales en México por la literatura fantástica?
Sí, y más aún de la crítica, que en muchos casos sigue sin poder aceptar que la literatura mexicana (esto incluye a la imaginación fantástica, y también a otras vertientes) es mucho más diversa de lo que se creía en el siglo XX. También era más diversa entonces, de hecho, pero en aquel tiempo aún se podía mantener una forma fija, rígida del canon literario nacional. Ahora ya no.

9. ¿Crees que hay muchos lectores para el género? Si es así, ¿por qué lo crees?
Creo que sí los hay. Buena parte de los éxitos de librería actuales son franquicias de distribución global que utilizan de algún modo, aunque sea trivial, la imaginación fantástica. Muchos de los lectores que disfrutan de ese tipo de narraciones se sorprenden agradablemente al descubrir lo que se escribe en México, incluso aunque no sea exactamente igual a lo que ya conocían.
Por cierto, en México la literatura de imaginación fantástica jamás ha sido un «género» en el sentido en que suele usarse la palabra (que es el del galicismo genre en el mundo de lengua inglesa). Nunca ha habido un mercado que propiciara la especialización de cierto número de autores y los llevara a escribir textos más o menos homogéneos para seguir una tendencia popular. La novela de la Revolución sería más un genre, o la novela del narcotráfico. La imaginación fantástica es una tradición que cruza muchos tipos y vertientes distintos de la narrativa mexicana.

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Futura Nereida

La semana pasada se anunció que Three Messages and a Warning (Small Beer Press, 2012), primera reunión de cuentos mexicanos de imaginación traducida al inglés, está nominada al World Fantasy Award 2013 en la categoría de mejor antología. Estos premios suelen ser otorgados a autores anglosajones como Neil Gaiman, Ursula K. LeGuin o George R. R. Martin; sólo de vez en vez aparecen escritores de otros países y otras lenguas, y sólo una vez en toda la historia del premio lo ha ganado una escritora latinoamericana (la gran Angélica Gorodischer). Así que ésta es una gran noticia: al menos, resulta que la literatura mexicana se empieza a abrir paso en otro de muchos lugares que tradicionalmente le habían estado vedados. Por lo demás, Three Messages and a Warning tiene tres virtudes innegables:

  1. contiene una apreciable cantidad de textos de gran calidad,
  2. incluye a autores muy diversos sin discriminarlos según su prestigio en México (es decir, no hace caso alguno a los prejuicios locales), y
  3. trae una cantidad superior a la habitual de trabajos de escritoras mexicanas.

Una de esas autoras es Gabriela Damián Miravete (1979), de quien aparece aquí, en su versión original en español, el cuento incluido en Three Messages and a Warning: «Futura Nereida», que también apareció en Los viajeros (2011), colección publicada por ediciones SM y compilada por Bernardo Fernández Bef. Gabriela Damián ganó el Premio FILIJ de cuento para niños 2007, conduce programas de radio y prepara un nuevo libro de cuentos.

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Gabriela Damián (tomada de su página de Facebook)

FUTURA NEREIDA

Gabriela Damián Miravete

Ahora mismo no puedes precisar la hora en que comenzaste a buscarlo; cuándo repetiste su nombre en voz queda o dónde estabas la primera vez que el roce preocupado de tu mano bajo el pelo, en la nuca, te advirtió que le amabas.
Puedes, sin embargo, recordar cuándo supiste que habitaba el mundo -como tú- y la imagen acude a ti luminosa y larga, una cuerda de oro que alguien te extiende en el abismo. Recuerdas que llamarás a la puerta y Ricardo te dejará entrar, todos beberán cerveza pero a ti no te apeteció. Bebiste un vaso de agua fresca con menta machacada mientras escuchabas el redoble risueño de la fiesta. Alguien lanzará una pregunta (quizá la genealogía perdida de un héroe griego) y otro solicitó que la respondieras, trámite que resolviste veraz y humilde.  ¿Cómo es que sabes tanto, Nerissa? Es que esta chica lee hasta la caja de cereal, Pregúntenle cualquier cosa, y cada frase dicha por esa horda de majaderos involuntarios te hará añorar más la compañía sosegada de los libros. Ricardo lo advirtió, so pretexto de que le ayudaras te sacará del corro, llevándote hasta una alacena llena de papeles, libros y antiguallas. En ese minúsculo cuarto te sentiste cómoda por fin. Observarás las extranjeras manos de tu amigo acomodar, desempolvar, catalogar piezas y páginas en una de sus pantallitas portables. Pensaste en todas esas personas que viven mudanza tras mudanza hasta que en algún remoto lugar, sin trazos de su vida pasada, encuentran la paz. Pero tú no naciste en el lugar equivocado, sino en la época equivocada, ¿cómo podrías hallar tu sitio sin posibilidad alguna de mudarte? Tú escoge qué te llevas para la semana, te concederá la voz amable de Ricardo, a fin de compensar la vergüenza pasada. Pediste aquel libro de canto verde y letras plateadas. Lo cuidarás en el trajín de bolsos y vagones del metro, escrutaste el índice con las pestañas trenzadas por el astigmatismo, elegirás la página 23: Umbrario es el nombre del cuento. Quedaste muy conmovida. Advertiste las siglas que escondían el nombre del autor: P.M. Bajaste del vagón, irás a tu casa sintiendo al universo del cuento habitarte, el aire transformado por las páginas en un peso doloroso, gentil, sobre tu pecho.

(Umbrario, página 26.)

No es que yo, en el sencillo tránsito de mi vida, no haya encontrado nunca una mujer virtuosa. Por el contrario, he admirado la fortaleza de amigas y la hermosura de las paseantes; he contemplado largamente gestos, reído al lado de voces llenas de ingenio; incluso el pudor no me impedirá recordar que he amado el tacto de formas y tibiezas. Sin embargo, nadie antes me sumergió en la profundidad del ágape como lo hizo ella, La Nereida…

Te encantará lo de Nereida, no sólo por la cercanía con tu nombre, sino por el agua que transportan palabra y criatura. Leerás más de una vez ciertos pasajes sumergida en la tina, caminando por la parte más baja de la piscina donde ejercitabas, en la mesa junto esa fuente a la que escapas durante la comida. Devolverás el libro con recelo, pensaste si no debía ser uno de ésos que por la fuerza se hurtan, consideraste decirle a Ricardo Dámelo, Ya no es tuyo, Por favor; pero la sensatez te regresará a la cabeza, y como la buena chica que serás lo devolviste, y como la buena chica que eres preguntarás con voz tímida en cada librería de aquella calle -que aquí mismo se llama Montealegre- si tendrán en algún lado el cuento del umbrario, describirás con ojos enormes el canto verde, las letras plateadas… nada.
Cuántas madrugadas pensaste sus palabras enhiladas como cristales, o campanas, o flores de seda.

(Umbrario, página 28).

Desgastado igual que la piedra del risco a la que acuden siempre las olas más crueles, puse fin al duro tránsito entre un amor y otro. Estaba ahíto de sentirme fuera de sitio; menospreciado por manifestar hacia las mujeres (criadas, viudas o niñas) un respeto nada corriente en los hombres de mi tiempo. Mientras se pensaba que, cual yeguas o muebles formaban parte del índice patrimonial, yo anhelaba una compañera con la que pudiera hablar de todo esto en el tono de mayor indignación, con la que dialogar entre pares, dolernos juntos del presente, esperanzarnos en algún escenario venidero…

Luego te levantarás en la mitad del insomnio sintiéndote estúpida por no haber tecleado antes sus iniciales en ese buscador de datos. En un primer vistazo pensarás que sólo obtuviste portadas de libros anodinos, descontinuados. Al sumergirte un poco más, encontraste un rastro de informantes entendidos, tu aliento acercándose más y más a la pantalla. Recibirás el nombre y una breve biografía: Pascal Marsias, personaje peculiar de la vida cultural del país durante el siglo XIX, nacido en la misma ciudad que tú. Autor de producción escasa, tardía, cuyos ejes principales son el amor y la fantasía: los viajes en el tiempo y el espacio. Su obra consiste en un par de cuentos publicados por periódicos, revistas de la época, algunas antologías (la que tú leíste destacaba como la más reciente) y un libro de poemas: Cantos para futura Nereida. Desaparecido, no se sabe ni cómo ni cuándo.
Por si el sobresalto no fuera suficiente, tu dedo advierte el botón que despliega imágenes, lo tocará con apuro. De pronto, una fotografía. Sentiste un golpeteo en las venas de tu muñeca cuando el cristal se llenó de él: una miniatura en carboncillo mostraba a un hombre como cualquier otro, pero en la frente que viste reverberaban sus palabras, en los labios que por mero impulso tocaste hallarás delirio, pues te resultaron tremendamente familiares. Te preguntarás si eso que percibes es un eco de algo que aún no se dice; si el futuro no podrá, a veces, ser impaciente, mostrarse con imprudencia en el ahora. Rechazaste la idea de inmediato y te juzgarás estúpida. Dentro de tu vientre algo se encogerá al pensar en la desafortunada distancia que a veces nos separa de almas tan afines a la nuestra.

(Umbrario, página 31)

La sensación se hizo más urgente cuando revisé los diarios de viaje. Paradójicamente, no era ya capaz de controlar mi voluntad, pues ésta sólo deseaba acudir a ella. Entonces me dediqué a completarla, a dibujarla sobre el papel como personaje de uno de mis cuentos: qué le agradaría, cómo serían sus movimientos, qué clase de amigos la cercarían. Bajo qué horizonte. Resultaba lejano, remotísimo, como mis viajes al ulterior, y sin embargo, esa noche, en el umbrario, por un momento atisbé su rostro…

Adoraste la escritura de Pascal Marsias por varias razones. Pero sobre todo, dirás, amaste esa mirada compasiva, el discurso sobre lo humano que descansaba en el cuento. Aquello que parecía el relato de un hombre soberbio, tan desesperado por no encontrar esposa digna que -cual Pigmalión- decide construirse la suya, en realidad era una grata apología del amor, reforzada por sus últimas líneas:

Pensé que de nada servía crear a La Nereida. Si algo había que forjar era el mundo que la hiciera posible. Desde entonces cumplo con mi parte, tratando de ser un  buen hombre que entregue a los otros la virtud que en él se aloja. 

El buen amor, un bien que se merecen los mundos justos, pensaste. Te habría gustado subrayar ese libro, en sustitución de un conjunto de caricias.
Al día siguiente llamarás, dijiste No iré, No pasa nada, Es que me va a dar gripa y no quiero contagiarlos. El metro será la cuna de tu deseo, el vaivén de un anhelo que transformó en adorables tus gestos más ordinarios. El aire de la ventana abierta te llevará los hilos negros del pelo hasta la boca, los mojará con tu saliva,  seña cercana a un beso; también el viento, o esa ráfaga extraña, tirará los papeles de la señora aferrada al tubo. Tú los recogiste, porque eres amable.
El centro hervía bajo tus pasos porque tendrás la manía de cubrirte los pies aunque la primavera ya se anunciaba con violetas y amarillos. Te percataste del cielo limpio, inspirarás la frior del aire de marzo, sintiendo sobre ti el sereno abrazo del presente. Recorrerás todos los estantes, entrando, saliendo despeinada y enrojecida de la calle -cuyo nombre ha cambiado-, una doncella de qué Donceles, un volumen, otro, otro, humedad, polvo, aserrín, tinta, cuero, papel mantequilla, tus dedos tenues tirarán del labio inferior y dirás ¿No podría buscar algo más de este autor? y tu boca de coral bocetó duraznos en el aire cuando pronunciaste su nombre. Pero nadie lo halló. Te abatiste. Hasta que, doblando por una esquina caliente y blanca, viste esa librería pequeña quitar los candados, abrir su cortina oxidada. Caminarás hacia ella sin vacilaciones, darás una bocanada de asombro al descubrir que la minúscula puerta conduce a paredes altísimas clausuradas por libreros descomunales, los libros como una plaga afortunada. Buscarás en los rótulos pegados con cinta transparente, sentirás el pulso de las palabras treparte por el brazo. No quisiste pedir ayuda, hallarlo tú era el regalo. Y lo hiciste: dos estantes arriba vivía tu libro su vida de solitaria espera, Cantos para futura nereida. Temblaste. Pagarás con un billete traslúcido, tardarán en darte el vuelto, pero no abriste la tapa de tela. Querrás esperar ¿a qué? No podrías decirlo, pero así lo preferiste. Sentirás una oleada de gratitud porque supiste que ese momento tenía una marca, como si alguien hubiera puesto un separador de plata entre dos páginas. Sabrás que esa hora te trajo hasta aquí.
¡Nerissa! Escuchaste el aleteo de tu nombre en la calle, la voz querida y conocida, te girarás… Ricardo, que te gritó varias veces, y tú que nada, no hiciste caso. ¿Conoces a Pascal Marsias?, le dices con desespero, Pues no. Lo miraste con tristeza. Y omitiste lo que habías de omitir, pero le hablarás de él.

La rueca del cordel dorado (página 10)

El hilo de las fate no gasta metal alguno
lo descubrí anoche, en el umbrario
hecho de aroma, camisas vueltas al revés
Generoso hilo del cron, viajero
es la Vida su destino, futura o pretérita
Vi en aquel sueño de láudano falso
aquello que jamás deliró Dante
pues no era el vasto infierno
sino mis secretos anhelos
con las entrañas expuestas
La soledad de aquella casa familiar
-a mitad de la noche la vela y yo-
mi sexo niño en la laguna, los árboles
Vi a mi padre…

Descubrirás el propósito del poemario. Leíste alguna vez que se trataba de ficción especulativa en verso; pero frente a él, a las costuras deshiladas, al olor -siempre ese olor a cal y perfume polvoriento- supiste de inmediato que era un estuche, una oferta de métodos. Por alguna razón recordaste esos viejos libros de brujería (“patas de araña, cola de dragón”), notarás que se apuntaban instrucciones precisas, aunque de resultados inciertos.
Así, sabrás que hubo sastres que al abrochar botones al revés merendaron en la casa de su infancia y muchachas que doblando calcetines atestiguaron el resurgimiento de un imperio. Igual que siempre, temiste confundir la vida con un libro, y la sola posibilidad de que todas aquellas cosas fuesen ciertas te estrujó el pecho. ¿Es eso cierto?, te preguntarás con la ingenuidad del que nunca leyó mentiras, la mano apoyada en la frente. Mezclarás en el aire su nombre y un suspiro hueco. Te miraste al espejo, anhelando que fuera él quien te viera de regreso. Reíste ante tales ocurrencias sólo para no sentirte por completo loca.
Llegaste al último conjunto de versos. La pelusa delicada de tu nuca se erizará en gesto felino, pues un escalofrío puntual llegó unas líneas adelante. Eso que buscabas lo hallarás en el último poema:

Canto para futura nereida (página 42)

Dolorosa ocurrencia,
quise ver el porvenir, fe ciega mía por el porvenir
Vi el futuro ceniciento de mi casa
porcelana manchada por banquetes de fango,
Vi la calle Montealegre llena de trenes chicos
luces incomprensibles todas.
Y te vi a ti.
nereida reviniente, cercana y apolínea
Te vi moverte
habitar el aire con bondad y gracia
Algo que perdí llevabas en tu cuerpo
lucía tan claro como joya prendida de tu pelo
Alguien te llamó Nerissa

(Nerissa, como tú, esa tarde, y la calle, y Ricardo)

y a la simple consonancia de tu nombre
comprendí que eras tú misma lo extraviado y recobrado.
Vuelve, futura nereida
encuentra nuestra trama invisible
rastro de aroma o relojes de sombra

Anda sin miedo
pues una cosa es cierta:
el umbrario ya aguarda la hora
de volver a cobijarnos.

Pensaste quemar el libro igual que antaño se quemaron los de brujería, y revuelta entre pánico y maravilla te esquinarás en la cama. No hay confusión posible: eres tú.
O el libro te habló a ti, o estabas desquiciada.
¿Qué ceguera bendita te decantará por lo primero?
A medio vestir acudirás a Ricardo, que dirá Me da gusto que vengas, aunque la hora es un poco rara. Tomaste el libro inventando tonterías, Una reseña por escribir, Debes entregarla mañana, Necesitas ese libro para terminarla.
¿A dónde ir? ¿Cuál es la estación de la que parten todos esos trenes imposibles? Tan acostumbrada estabas a los cuentos donde hay una gran máquina con calendarios y palancas y botones que no atinarás el juicio. Pero serás astuta: te percataste de que en ello había menos ciencia y más hechicería. Resolverás que el lugar donde las brujas están a salvo es su propia casa, acudiste al refugio solicitándole compañía a un gato callejero, por si las dudas.
Repasarás una y otra vez las páginas de los volúmenes escritos por Pascal Marsias, la pantalla táctil se manchará con la marca sedosa de tus huellas dactilares, pues buscarás una y otra vez toda clase de fórmulas (botánicas, matemáticas, mecánicas)  para retroceder en el tiempo: ninguna manera útil se acercará a ti. Tocarás el dibujo sensible de tus labios, te supiste amada a través de alguna clase de intervalo. Lloraste la cruel condición de tu amor, tu humana insignificancia. Y a la vez cierta gratitud, cierta simpatía con todas las versiones de la vida que tomaron forma en tu huesos, tu carne, tu olor. Fue entonces cuando te sucederá la victoria de todos los amantes: te levantaste, sorbiste las lágrimas caminando hacia el escritorio donde reposan libreta y plumilla, comenzarás a anotar:

Los bailarines tienen la clave en el movimiento de su cuerpo; los pájaros, magnetizando el aire con su pico. ¿Yo? No es sólo una cuestión de saber el método. Para descubrirlo una tiene que saber quién es. ¿Quién eres tú, Nerissa? 

A tu mente acuden en tropel las respuestas dadas por siglos de páginas y páginas, pero te costará dar una por ti misma.

¿Quién soy yo?

En el papel empezó a deslizarse la tinta como espesa sangre negra, brillante y definitiva escribirás:

Soy Nerissa. Nado y leo. Creo en los mundos imposibles imaginados por la gente, en la verdad tácita de los libros, la vida de las historias. Con más fuerza lo creo ahora que yo misma me siento parte de una. Soy Nerissa, soy la futura nereida. Y Pascal Marsias hizo posible el mundo necesario para que yo viviera. Escribo estas líneas para que las palabras y mi cuerpo conformen la máquina precisa…

Aquí te detendrás, pues con el rabillo del ojo percibiste un desplazarse de algo. No notaste que todas las sombras del mundo viraron hacia el lado opuesto, pero el cosquilleo en las entrañas te hará continuar.

deseo acudir hasta él, hacia el momento único en que me espera. Sé que es posible porque ya ha sucedido, en alguna trama del tiempo el viaje se ha hecho,

Tu espejo reflejará otras paredes, otra luz, atisbas folias inmensas y la techumbre tejida con enredaderas que desprende olores dulces, terrosos; evitaste moverte por temor a deshacer lo que fuese…

porque él, Pascal Marsias, me ha visto aparecer en el umbrario.

Y mientras el vértigo del Tiempo te arroja en su corriente abismal, yo, Pascal Marsias, dejo a un lado la plumilla y el manuscrito de tu cuento, pues te veo aparecer delante mío, querida Nerissa, aquí, en el umbrario.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Nacido de hombre y mujer

Hace pocas horas se dio la noticia: ha muerto Richard Matheson (Estados Unidos, 1926-2013), uno de los narradores y guionistas más influyentes de la cultura popular del siglo XX. Su nombre no es tan conocido como el de otros escritores que se dieron a conocer en la ciencia ficción o el horror y pasaron luego a ser grandes figuras del canon literario, como Ray Bradbury o Philip K. Dick, porque Matheson no intentó jamás apartarse de los subgéneros en los que había comenzado su carrera, y también porque parte importante de su influencia no es directa: pasa o bien por otros escritores en su misma situación (incluyendo al mismísimo Stephen King) o bien por el cine y la televisión. Obras suyas han sido la base de numerosas películas y programas, incluyendo varios episodios considerados clásicos de la serie Dimensión desconocida.
Matheson, por otra parte, merecerá ser recordado como el precursor –o el primer gran exponente– de la narrativa apocalíptica contemporánea: su novela Soy leyenda (1954), en la que un solo ser humano sobrevive en un mundo conquistado por monstruos, no sólo es un libro extraordinario por derecho propio sino que es la base –no acreditada– de la película La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero, a su vez origen del cine actual de zombis y de todas las ficciones que ha engendrado en la cultura actual de occidente.
«Born of Man and Woman», una historia breve pero eficaz e inquietante, contada desde el punto de vista de un personaje que puede ser un niño o un monstruo, fue el primer cuento publicado por Matheson, que lo escribió a la edad de 24 años. Se publicó por primera vez en The Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1950.

Richard Matheson

NACIDO DE HOMBRE Y MUJER
Richard B. Matheson

X – Este día cuando había luz madre me llamó náusea. Me das náuseas, dijo. Vi la ira en sus ojos. Me pregunto qué es una náusea.
Este día caía agua desde arriba. La oí por todas partes. La vi. Miré al suelo de la parte trasera desde la ventanita: chupaba el agua igual que labios sedientos. Bebió demasiado y se puso enfermo y todo marrón y blando. No me gustó.
Madre es bonita, lo sé. En mi sitio cama con paredes frías alrededor tengo un papel que estaba detrás del horno. Encima dice ESTRELLAS DE LA PANTALLA. En las imágenes veo caras como padre y madre. Padre dice que son bonitas. Lo dijo una vez
Y madre también. Madre tan bonita y yo bastante decente. Mírate dijo él y no tenía el rostro agradable. Le toqué el brazo y respondí está bien padre. Se estremeció y se apartó hasta donde yo no llegaba.
Hoy madre me ha soltado un poco de la cadena para que pudiera mirar por la ventanita. Así es como he visto caer el agua de arriba.

XX – Este día arriba estaba dorado. Cuando lo miraba los ojos me dolían, ya lo sé. Luego miro al sótano está rojo.
Creo que esto era iglesia. Dejan el arriba. La gran máquina se los traga y se va rodando y desaparece. En la parte de atrás va la madre pequeña. Es mucho más menuda que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero he arrancado la cadena de la pared. Puedo mirar por la ventanita todo lo que quiera.
En este día cuando se puso oscuro había comido mi comida y unos bichos. Oigo risas arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Cojo la cadena de la pared y me envuelvo con ella. Voy hacia la escalera haciendo ruidos. Cuando camino sobre ella cruje. Las piernas me resbalan porque no camino por la escalera. Mis pies se pegan a la madera.
Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como las joyas blancas que llegan de arriba algunas veces. Entré y me quedé quieto. Oigo un poco más de risa. Camino hacia el sonido y miro a la gente. Más gente de la que yo pensaba existía. Pensé que debería reírme con ellos.
Madre salió y empujó la puerta. Me dio y me hizo daño. Caí de espaldas sobre el suelo pulido y la cadena hizo ruido. Grité. Madre silbó por dentro y se puso la mano en la boca. Sus ojos se hicieron grandes.
Me miró. Oí a padre. Qué se había caído decía. Ella respondió que una plancha. Ven ayúdame a recogerla dijo. Él vino y dijo vamos tanto pesa eso que necesitas ayuda. Me vio y se enfadó mucho. La ira llenó sus ojos. Me pegó. Unas pocas de las gotas procedentes de mi brazo cayeron en el suelo. No resultaba nada agradable. Hacía muy feo. Verde a mis pies.
Padre me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. Ahora la luz me daba un poco los ojos. En el sótano no pasa igual.
Padre me ató los brazos y las piernas. Me puso en mi cama. Arriba oigo risas mientras que yo estoy callado mirando una araña negra que baja hacia mí. Me pareció oír que padre decía algo. Ohdios dijo. Y sólo tiene ocho años.

XXX – Este día padre volvió a clavar la cadena antes de que hubiera luz arriba. Tengo que probar a sacarla de nuevo. Dijo que yo era malo por subir. Dijo que nunca debía hacerlo otra vez o me pegaría mucho. Eso duele.
Me duele. Duermo el día y apoyo mi cabeza en la pared fría. Pensé en el lugar blanco de arriba.

XXXX – Saqué la cadena de la pared. Madre estaba arriba. Oí pequeñas risas muy agudas. Miré por la ventana. Vi pequeña gente como la pequeña madre y pequeños padres también. Son bonitos.
Hacían un ruido muy agradable y saltaban. Sus piernas se movían aprisa. Son como padre y madre. Madre dice que toda la gente que está bien se parece a ellos.
Uno de los pequeños padres me vio. Señaló hacia la ventana. Me solté y resbalé pared abajo hacia lo oscuro. Me enrosqué para que no vieran. Oí hablar junto a la ventana y pies corriendo. Una puerta sonó arriba. Oí a la pequeña madre decir algo arriba. Oí pasos fuertes y corrí a mi sitio de la cama. Puse la cadena en la pared y me tendí de cara.
Oí bajar madre. Has estado en la ventana dijo. Oí la ira. Apártate de la ventana. Has vuelto a sacar la cadena.
Cogió el palo y me pegó con él. No lloré. No puedo hacer eso. Pero el llanto corrió por toda la cama. Ella lo vio y se apartó haciendo un ruido. Oh diosmío diosmío dijo ¿por qué me has hecho esto? Oí que el palo rebotaba en el suelo de piedra. Ella corrió arriba. Dormí durante el día.

XXXXX – Este día tuvo agua otra vez. Cuando madre estaba arriba oí a la pequeña bajar despacio los peldaños. Me escondí en la carbonera porque madre tendría ira si la pequeña madre me veía.
Tenía una cosa pequeña viva con ella. Caminaba sobre los brazos y tenía orejas puntiagudas. Ella le decía cosas.
Todo estaba bien excepto que la cosa viva me olió. Corrió por el carbón arriba y me miró desde allí. Los pelos se le erizaron. Hizo un ruido de enfado con la garganta. Yo bufé pero saltó sobre mí.
Yo no quería hacerle daño. Tuve miedo porque me mordía más fuerte que la rata. Me dolió y la pequeña madre gritó. Yo cogí a la cosa viva apretando mucho. Hizo sonidos que yo nunca había oído. Apreté hasta aplastarla toda. Se quedó llena de bultos y roja sobre el negro carbón.
Cuando madre llamó me escondí aquí. Tenía miedo del palo. Se fue. Me arrastré por encima del carbón con la cosa. La escondí bajo mi almohada y me eché encima. Pongo otra vez la cadena en la pared.

X –Esta es otra vez. Padre me ha encadenado bien fuerte. Me duele porque me pegó. Esta vez le quité el palo de las manos e hice un ruido. Se fue y llevaba el rostro blanco. Salió corriendo de donde duermo y cerró la puerta.
No estoy tan contento. Todo el día aquí es frío. La cadena sale despacio de la pared. Y estoy muy enfermo con padre y madre. Les enseñaré. Haré lo que hice esa vez.
Gritaré y me reiré muy fuerte. Correré por las paredes. Al final me colgaré abajo con todas mis piernas y reiré y les dejaré caer gotas verdes encima hasta que sientan no haber sido buenos conmigo.
Si intentan pegarme de nuevo les haré daño. Lo haré.

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La perla, el ojo, las esferas

Este mes, un cuento del español Juan Jacinto Muñoz Rengel (1974). Su novela El asesino hipocondríaco (2012) y su libro de cuentos De mecánica y alquimia (2009), por los cuales conocí su trabajo, son ambos obras excelentes, que revelan una voz muy original y una imaginación sorprendente.
«La perla, el ojo, las esferas» está tomado, con autorización de su autor, de su primer libro de cuentos: 88 Mill Lane (2005).

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Juan Jacinto Muñoz Rengel
Juan Jacinto Muñoz Rengel. Fuente: blogculturalia.net

LA PERLA, EL OJO, LAS ESFERAS
Juan Jacinto Muñoz Rengel

Una frase se me viene al recuerdo una y otra vez, creo que moriré con ella resonando en mi huero cráneo, o la repetiré en la demencia de mis últimos años, sin que ninguno de mis allegados acierte a descifrar su verdadero significado ni su trascendencia:
–No puedo soportar por más tiempo –me dijo Steve O’Donoghue por completo desalentado– el intolerable peso de un universo.
Luego añadió:
–Ningún hombre, con su afección moral, con su limitada comprensión, puede llevar tal peso a sus espaldas.
–Tú no lo llevas precisamente a tus espaldas –intenté bromear antes de que colgara el teléfono, para aliviar de alguna forma su comprensible abatimiento. Dos semanas más tarde, mi amigo Steve O’Donoghue se suicidaba; tampoco ninguno de sus allegados, allá en las tierras irlandesas, supo comprender por qué.
Yo podía habérselo revelado, pero con qué fin aplacar un dolor con otro más grande, insoportable, con el dolor que mató al pobre Steve. No lo hubieran entendido; no me hubieran creído. Ni yo mismo acierto todavía a comprender el sentido de toda esta cósmica broma, ni sé por qué estoy relatando ahora la historia.

* * *

La marchante de arte O Chow-Yiy es especialista en escultura británica contemporánea, pero no desprecia cualquier otra cosa que le pueda reportar dinero. En sus tejes y manejes por la ciudad, va y viene de los anticuarios de Portobello a las galerías de Kensington y Fulham, de los antros del barrio chino a los coleccionistas de Hampstead. Conoce a todo aquél que esté relacionado con el mercadeo artístico en Londres, propietarios de galerías, promotores de eventos municipales, artistas de la Royal Academy, compradores ricos o modestos. Yo la conocí de manera fortuita y nada sofisticada, no me la presentaron en ninguna exposición, no coincidimos en ninguna tertulia, simplemente bajé una mañana aquí a Mill Lane Gallery, a dos portales de mi casa, para curiosear y si acaso comprar algo para mi salón, algo simple, de colores planos, luminoso, y ella estaba allí. En cuanto me escuchó comentarle al galerista –mientras observaba una litografía del holandés Hans Lippershey, inventor del telescopio, puliendo unas lentes– que me apasionaba todo lo relacionado con la óptica, O Chow-Yiy me asaltó y me comenzó a hablar de un magnífico microscopio del siglo XIX fabricado en el taller de Carl Zeiss, en Weimar, que ella tenía en casa. Yo era consciente de que me quería vender aquel microscopio a toda costa, de que probablemente no era tan extraordinario como ella decía, y que incluso era posible que ni siquiera lo tuviera, sino que sólo sabía dónde encontrarlo. También era consciente de que por fervor de aficionado, por la pereza y el terrible embarazo de tener que decir que no a alguien, yo iba inevitablemente a comprarlo.
O Chow-Yiy encontró en mí una víctima fácil, y procuró no perder el contacto. Con el tiempo descubrimos, porque eso pasa hasta en las grandes ciudades –sólo hace falta conversar lo suficiente–, que teníamos más de un amigo en común, entre ellos Steve O’Donoghue, editor de Irish Publishers & Co., conocido por su excentricidad.
Hace ahora dos años –a veces me parecen dos días, a veces dos décadas–, O Chow-Yiy trajo a mi casa el collar.
Era un collar bastante común, cuyo valor, creí yo como inexperto, residía en las perlas que lo engranaban.
–Todas estas perlas son artificiales. La joya es valiosa porque perteneció a una rica cortesana de mediados del siglo XVI –me corrigió O con suficiencia.
–No tan rica, si no podía permitirse perlas naturales –intenté enjuiciar.
–¿Por qué siempre quieres opinar sin tener conocimiento? –me cortó–. En esa época la demanda de perlas era tal en toda Europa que incluso la reina Isabel de Inglaterra se veía obligada a comprar perlas artificiales para adornar con dignidad sus vestidos. Pero nada de esto tiene que ver con la razón que me ha hecho traerte el collar, si me dejaras hablar… Desde que adquirí la joya, hace dos semanas, la he colgado cada noche en el tocador de mi dormitorio. Al principio creía que era un reflejo, o una luz que entraba por algún sitio. Pero noche tras noche he observado un diminuto juego de lucecitas que provenía del collar. Aquí, ¿ves? Esta perla no es igual que las demás. Es la única que parece natural y está como velada. ¿Ves estos remolinos plateados, esta turbulencia gris?
–Sí, lo veo…
–Pues emite lucecitas por la noche, imperceptibles casi.
–¿Y quieres que lo mire con alguno de mis microscopios?
–No, quiero que te pongas el collar y te pasees por Trafalgar Square –me dijo O seria, con ese humor incisivo que nunca he llegado a entender.
Examiné la perla en el microscopio, no en el del maestro Zeiss que le compré a ella, sino en un microscopio óptico compuesto. Coloqué la perla sobre la platina, conecté la fuente de luz, ajusté el objetivo, y me acerqué al ocular. En efecto: a través de la bruma turbia de la perla creí percibir un titilar, mejor dicho, muchos y minúsculos titilares.
–¿Y bien?
–Sí, lo cierto es que hay algo, desprende una pequeña luz. Puede ser cualquier componente mineral encerrado en el interior del nácar segregado por la ostra… Sin embargo, lo que sea está distribuido en pedazos tan pequeños que no los puedo ver con este microscopio. Es extraño.
–¿Y no tienes ningún otro aparato más potente? –me preguntó O contrariada.
–Necesitaría un microscopio electrónico, pero…
–Pero no lo tienes –me interrumpió, como si no comprendiera por qué en el mundo podían existir posibilidades que entorpecieran sus deseos.
–Aunque lo tuviera –dije, adivinando ya mi venganza por haber sido antes aleccionado en cuestiones anticuarias–, en el microscopio electrónico sólo pueden examinarse objetos muy delgados, incluso una bacteria es demasiado gruesa para ser observada directamente, así pues, para preparar muestras visibles para este microscopio se necesitarían técnicas especiales de cortes ultrafinos, que tendrían que realizarse en un laboratorio.
Respiré satisfecho.
–¿Pero se vería mejor lo que hay en la perla? –se interesó O, directa a su objetivo.
–Hasta doscientas veces mejor.
–Pues llévalo a un laboratorio. Yo correré con los gastos. Tengo la intuición de que esto puede retribuirme importantes ganancias.
No recuerdo ocasión otra alguna en la que O Chow-Yiy se haya equivocado en cuestiones de dinero, su olfato suele ser infalible. Sin embargo aquella vez no obtuvo un penique de su inversión, quizá porque no supo cómo hacerlo. Cuando la llamé por teléfono y le dije lo que vi en la muestra microscópica de nácar, lo que había en el interior de la perla, sólo me soltó una maldición en cantonés, me llamó chiflado, y me colgó. Yo me quedé tartamudeando aún al otro lado de la línea, primero en inglés, luego en español:
–En la perla hay un universo, dentro hay un universo…

* * *

Al principio viví mi descubrimiento con cierto júbilo: llevaba un universo en el bolsillo con toda la naturalidad, y eso me provocaba una ingenua alegría, una infantil sensación de poder. Daba vueltas a la bolita de nácar entre mis dedos, mientras tomaba café en cualquier Starbucks, imaginando cómo las galaxias y nebulosas girarían a toda velocidad, quizá sin realmente notarlo, sujetas a su propio sistema de gravitación y a sus órbitas definidas. Por aquel entonces, pensaba que el que hubiera allí un universo reducido era sólo fruto de un accidente, un quiebro en la naturaleza, no mucho más extraordinario que el nacimiento de dos niños que comparten el mismo tronco y extremidades, o que un fenómeno de aurora boreal. No me tomaba en serio que aquello pudiera ser un universo completo, real, como el nuestro; más bien especulaba a veces que quizás aquello fuera un espejo infinitesimal de nuestro universo, y que lo que yo había descubierto era un precioso instrumento para la ciencia astronómica del futuro, que avanzaría a pasos agigantados gracias a la ayuda de mi minúsculo y esférico mapa celeste en tres dimensiones. No concedí ni un solo pensamiento grave al inaudito hallazgo, hasta que Steve O’Donoghue se convirtió en parte de esta historia y se ocupó de hacerlo él por mí.
Estaba ya casi decidido a llevar la perla al observatorio de Greenwich –para que la llevaran a la Cambridge Astronomical Survey Unit, supongo–, cuando Steve apareció en mi casa, una mañana de martes, sin previo aviso. Llovía, era horario de trabajo, Steve era un hombre siempre ocupado, y como editor sabía que a un escritor no le agrada que le interrumpan a media mañana.
–¿Qué es lo que ocurre? –pregunté alarmado.
–Anoche estaba en una conferencia en la Tate Modern, estaba la china ésa, O loquesea, en el mismo grupo que yo. Como estábamos medio a oscuras, mi ojo empezó como siempre, con sus chispitas. Éste, tú sabes, el que tiene la pupila como velada. Y todo el mundo a empezar con la misma historia de siempre: el ojo te echa chispitas… Pero luego la china me dijo: exactamente igual que un collar de perlas que dejé en casa de Juan, ve a que te vea el ojo, a lo mejor te dice que tienes dentro un ovni o algo…
Steve O’Donoghue era un irlandés enorme, de piel muy blanca pero con la cara toda llena de venitas rojas. A sus sesenta años, su espalda ya se encorvaba hacia adelante, y el pelo antes rubio caía ahora cano sobre sus ojos saltones; uno de ellos, el izquierdo, tenía una pupila acuosa, de celeste desvaído, que le daba un aspecto temible. Lo vi tan excitado que le pedí que se sentara, y le serví un whiskey en un vaso bajo con hielo. Él continuaba:
–Luego me dijo: dile si lo ves que cualquier día me paso por el collar, vaya a ser que le dé por perdérmelo o algo… La china ésa tiene un buen culo, pero más genio que los dragones de su barrio… El caso es que, dejando aparte las chorradas de las chispitas, el ojo me viene doliendo horrores desde hace unos meses, y pensé: Juan tiene un montón de cacharros ópticos y le fascinan esas cosas, así que puede que sí que sea buena idea ir a que me vea este ojo que me está matando, porque él no es un oftalmólogo al fin y al cabo, y yo en mi vida pienso visitar a un matasanos…
Hasta entonces yo no había comentado a nadie mi descubrimiento, salvo, a la fuerza, a O. Cuando Steve irrumpió en mi salón contándome todo aquello, un ridículo miedo a que me quitaran lo que era mío me invadió. Luego comprendí que no era aquello por lo que había venido, me relajé, e intenté retomar la conversación con normalidad:
–No puedo creer que un hombre de tu edad nunca haya ido al oculista, y más teniendo tu… –vacilé– tu pupila velada…
–¡Ni al oculista, ni a ningún otro matasanos, qué demonios! Sí, llámame hipocondríaco, alarmista, cavernícola, gallina. Posiblemente soy todo eso. ¿Me miras el ojo o no?
Accedí, algo divertido por la situación. Acompañé a Steve arriba, a mi despacho. Le miré el ojo con varios aparatos que yo sabía que no servirían para nada, pues eran piezas más de coleccionista que de científico. Luego apagué la luz. Cuando, tras una capa de turbulencias, descubrí las lucecitas titilando, comprendí con pavor que allí dentro había otro universo encerrado.

* * *

Vaciamos la mitad de la botella hasta llegar a las reflexiones de más alcance. El veterano editor Steve O’Donoghue parecía hundirse en el abismo según le iba relatando mi descubrimiento. La carcasa de hombre sarcástico y frívolo, de viejo gruñón excéntrico, se perdió por algún lugar de su cuerpo, y lo que quedó postrado en mi sofá era un individuo desconsolado, todo gravedad.
–¿Me estás diciendo en serio que dentro de mi pupila hay un universo entero, con sus galaxias, con sus sistemas de planetas…?
–Así es, si es igual que en la perla. He visto cúmulos de galaxias, nebulosas, enanas rojas, nubes de polvo interestelar… Con sus órbitas, sus juegos…
–¿Pero cómo ha ido a parar ahí? ¡Será un universo muy joven entonces! ¿Cómo puede formarse un universo en sesenta años? Creía que se necesitaban billones…
–Puede que si el espacio ha sido reducido millones de veces, y con él todas las leyes de la física, el tiempo en esos universos también sea mínimo…
–Y para ellos una eternidad… ¿Te das cuenta? ¡Ellos!… ¡En un universo entero tiene que haber vida! ¡No te digo en cada planeta, no te digo en cada galaxia, pero aún así millones de millones de vidas dentro de mi pupila…!
–No veo la razón para tomárselo tan a la tremenda –intenté apaciguarlo.
–Te la diré: no he ido al médico en mi vida, ahora este ojo me duele cada día más, y tiene un aspecto lamentable. ¡Si mi ojo sufre, si queda dañado, si yo muero, un universo entero se extingue conmigo!
–Steve, no eres tan joven, en cualquier caso morirás dentro de veinte, de treinta años, y tú no puedes hacer nada para evitarlo.
–Pero tú lo has dicho: veinte años serían para ellos billones. Y yo soy el único responsable de todas las vidas malogradas… Uno se preocupa por las noticias de banca, por una niña secuestrada, porque suben los impuestos o porque un país entra en guerra, ¿y tú quieres que yo no me preocupe por el destino de todo un universo?

* * *

El oftalmólogo le diagnóstico la pérdida irremisible del ojo.
Luego la llamada, y la voz de Steve O’Donoghue apagada al otro lado del teléfono, como si se hubiera reducido él también, y hubiera quedado atrapado dentro de mi aparato. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. Hasta el fin de mis días, el eco.

* * *

Desde que Steve se quitara la vida, su percepción pesimista del terrible peso de los diminutos universos me fue traspasada. Después de todo, en la finísima lasca de perla que yo hice cortar en el laboratorio, pude ver cientos de galaxias: un mundo entero cercenado. Las galaxias, de hecho, ya no aparecen en el microscopio, sólo gris nácar, vacío, así me lo aseguran en el laboratorio.
Hay otro lugar en el que convergen una y otra vez mis pensamientos. Que me haya sido dado a mí el encontrar la perla de O, y al mismo tiempo toparme con la pupila de Steve, es sin duda fruto de un excepcional azar (de otra manera, si estas esferas fueran algo común en nuestro planeta, otros más hábiles y expertos que yo habrían descubierto hace décadas este fenómeno); pero, también sin duda alguna, ha de haber en otros rincones del mundo otras esferas u objetos semejantes, pues de lo contrario la casualidad de haber encontrado yo los dos únicos microuniversos sería injustificable. Así es que el universo ha de tener necesariamente una forma monstruosa: una estructura contra toda nuestra lógica humana, en la que el espacio y el tiempo son relativos o no importan, en la que lo grande es pequeño, y lo microscópico infinito, una estructura de espacios autocontenidos, donde cualquier forma puede contener otra millones de veces mayor. Y entonces…
Entonces (y por suerte no le comenté esto a Steve) es probable que alguno de los planetas, de los innumerables que orbitaban en su pupila, contuviera uno, o diez, o cien de estos objetos contra natura, y puede, sólo puede, que alguno de esos otros universos poseyeran a su vez otros de estos objetos imposibles.
Entonces, dado que la forma del universo es monstruosa, puede, sólo puede, que uno de esos mundos, perdidos en el laberinto infinitesimal de submundos, sea de nuevo nuestro mundo.
Yo, por si acaso, he guardado la perla en un lugar seguro, donde espero que descanse a salvo durante años, que pueden ser, según se mire, la eternidad.
No le diré a nadie dónde la he escondido, aunque ahora esté contando, no sé ni por qué, esta historia. Esta historia que ningún beneficio reportará porque no será creída, ni comprendida, ni en ningún caso puede traer más que complicaciones. Tal vez la estoy contando simplemente por aferrarme a algo, porque me abruma la sensación de que en cualquier momento, quizás ahora mismo, quizás al escribir el último renglón de mi relato, alguien en algún lugar pisará un guijarro, cerrará los ojos, pasará una página, y desaparecerá por completo nuestro entero universo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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