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Las metamorfosis

Hoy se ha anunciado la muerte de José de la Colina, escritor mexicano. Nacido en España en 1934 y emigrado en 1940 –parte de los exiliados que huyeron de la dictadura de Francisco Franco–, de la Colina tuvo una larga carrera en la literatura y el periodismo, donde fue conocido como articulista y crítico de cine. Colaborador de numerosas publicaciones, ganador de varios de los premios nacionales más importantes, fue uno de los maestros del cuento y de la minificción. Los textos que aquí se reúnen aparecieron en Portarrelatos (2007), uno de sus libros tardíos, y son al mismo tiempo narraciones cómicas y ejercicios de estilo: cada uno es una versión distinta de La metamorfosis de Franz Kafka, contada en un estilo diferente, incluyendo los de varios autores famosos. El conjunto está también en Sólo Cuento VII, la antología que reuní para aquella serie de anuarios del cuento en español, publicada por la UNAM.
      Ojalá sirvan como invitación a conocer el resto de su obra.

José de la Colina (fuente)

LAS METAMORFOSIS
José de la Colina

La metamorfosis, según la otra Biblia

En uno de los momentos del principio, Dios inventó al hombre. Y vio Dios que eso no era bueno. Y dijo Dios: “Hágase la metamorfosis”. Y despertó el hombre convertido en escarabajo. Y se dijo Dios: “Tal vez esto tampoco sea bueno, pero es más divertido.”

La metamorfosis, según Chuang Zu

Gregorio Samsa soñó que era un escarabajo y no sabía al despertar si era Gregorio Samsa que había soñado ser un escarabajo o un escarabajo que había soñado ser Gregorio Samsa.

La metamorfosis, según Hamlet, según Shakespeare

Ser o no ser. Ser escarabajo feliz o ser Gregorio Samsa infeliz: he ahí el dilema.

La metamorfosis, según Miguel de Cervantes

En un barrio de Praga de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un joven viajante de comercio de los de camisa semanaria, corbata manchada de sopa y zapatos polvorientos. Es pues de saberse que este sobredicho viajante, en los ratos en que no andaba vendiendo, que eran los más del año, se daba a leer libros de entomología, ciencia que trata de los insectos, con tanta afición y gusto que olvidó de todo punto su trabajo y leyendo se le pasaban las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio. Y, rematado ya su juicio con tales lecturas, vino a dar en el más extraño pensamiento en que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, para escapar al fisco y a los acreedores, convertirse en un escarabajo…

La metamorfosis, según Samuel Butler

Nunca Gregorio Samsa se sintió con mejor salud y más entonado como la mañana en que despertó convertido en un monstruoso escarabajo. Se dice que la señora Samsa, la madre, comentó la circunstancia con una señora vecina: Gregorio se había acostado tranquilo, con muy buen ánimo, etcétera. Cuando le conté esto a Borges, lamentó que ese rasgo no figurase en Kafka. Lo miré y le dije: “Yo también soy Kafka”.

La metamorfosis, según Pascal

El hombre es sólo un escarabajo, pero (aunque para su desgracia) un escarabajo pensante.

La metamorfosis, según Lewis Carroll

Entonces Alicia llegó a una habitación donde el señor K, que había despertado convertido en escarabajo, movía incesante y alegremente las patas.
      —Oh, es terrible —dijo Alicia—. ¿No te sientes mal, acaso?
      El insecto se atusó el bigote, que era lo único que le quedaba del señor K, y dijo:
      —Me alegra que hayas venido, niña. Así podremos celebrar juntos mis 29 o 30 o 31 o quién sabe cuántos nocumpleaños de este mes.
      —No es de personas bien educadas cambiar de conversación —replicó Alicia—. Eres un grosero.
      —Niña tonta —contrarreplicó el escarabajo—, lo importante no es cambiar de conversación sino cambiar de interlocutor.

La metamorfosis, según Lautréamont

No es un hombre, ni una piedra, ni una planta, sino un insecto coleóptero, quien inicia este canto. Lector de ojos puros y frente aún no surcada por las uñas de la crueldad, esto te digo: no será sin peligro de tu alma, que supones inmortal (yo reiría si no tuviera los labios partidos), que te adentrarás en estas líneas impregnadas de execración, escritas sobre la piel tierna de un incauto infante por el joven de mirada azufrosa y frente estrecha, proscrito de todas las familias por él envenenadas con la literatura, pero puesto que osas avanzar en estas páginas pantanosas, no abandones a la almohada tu cabeza inflada por los vapores del tedio, no sea que despiertes, como yo, transformado en rampante escarabajo cuyas patas, difíciles de contar como los granos de sal del insomne océano, se agitan inconsistentemente, como las yerbas malignas en las noches de viento ululante. ¿No has oído la atroz carcajada del viajante de infame comercio al recorrerte la columna verterbal hueso a hueso?
      Y así finalizó Gregorio Samsa su enésimo canto.

La metamorfosis, contada en el diván del psicoanalista

Gracias, doctor, por ofrecerme el diván, que es bien acogedor y además con su exquisita blandura incita a que uno afloje al subconsciente, tiene usted razón, para un psicótico como yo no hay nada como regalarse con una buena sesión de psicoanálisis, ah, perdone usted la excesiva agitación de mis muchas patas, es que estoy nervioso, y bueno, creo que lo mejor es que ya de una vez le diga cuál es el problema, resulta doctor que yo que soy un escarabajo muy racional y decente a cada rato tengo la pesadilla de que, horror, me he convertido en un monstruoso señor que es viajante de comercio y dice llamarse Gregorio Samsa y ¡ay doctor!, ¿no será que sufro de complejo de inferioridad?

La metamorfosis, según una declarante ante la ley

La de la voz desea hacer constar ante el señor juez y el señor secretario y el señor mecanógrafo y el señor abogado defensor de oficio y los señores licenciados y los señores periodistas aquí presentes, a quienes agradece de todo corazón el interés que manifiestan por su humilde persona, que efectivamente reconoce que ella pisotéo hasta matarlo a su esposo Gregorio Samsa, por mal apodo Goyo el Salsa, pero no lo hizo por tener instintos asesinos ni sucios intereses, sino porque la de la voz ya francamente estaba cansada de los malos tratos que él le daba, puros jaloneos y moquetes y hasta patadas a todas horas del día, y encima se burlaba de una, es decir la de la voz, y todos los fines de semana el tal Goyo llegaba muy tarde en la noche y bien tomado y nomás como por continuar la diversión, así como por puro gusto del relajo, le volvía a dar una paliza a la de la voz que aquí habla, que es mujer que, la mera verdad aunque otra cosa digan estos moretones, no nació para ser mujer sufrida, y que ya el colmo fue cuando una noche el tal Goyo, o séase el hoy occiso, llegó ebrio hasta las manitas y se tumbó en la cama y se notaba que estaba sufriendo de eso que llaman el delirium tremens, o algo así, y empezó a gritar todo espantado diciendo que se estaba volviendo escarabajo, y que entonces una, perdón, la de la voz, aprovechó la ocasión que la pintan calva y agarró un periódico y lo enrolló y entonces ¡zas!, que Dios perdone a la de la voz, pero sí, eso hizo: de una vez aplastó al escarabajo del tal goyo para que el canijo hijo de su escarabaja madre no sea desconsiderado ni abusivo y de una vez aprenda a respetar a una, ¡ay, este!, quiero decir a la de la voz.

La metamorfosis, según la sección de avisos de un periódico

Hombre de 28 años, mediocre, con mediano sueldo de viajante de comercio, con aspecto y hábitos de escarabajo, busca escarabaja joven, bonita y hacendosa pero sin grandes ambiciones. Escribir a Gregorio Samsa, calle Kafka número 19, apartamento 301, Praga.

La metamorfosis, según Samuel Beckett

puf puf puf no llegando puf arrastrándome puf quién soy agh puf tantas patas puf lo terrible es haber despertado oh yo no Gregorio agh yo escarabajo puf maldito Godot que me hizo puf mierda agh

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El libro de tu vida

Este es otro de los autores favoritos de quien escribe en este sitio: el inglés Alan Moore (1953), conocido principalmente como uno de los más grandes creadores de cómics del siglo XX. Ya retirado de ese medio, Moore se dedica a otros intereses, como el performance, el cine y la novela. De hecho, este cuento es en realidad un extracto de su novela Jerusalem (2016), un libro ambicioso y complejo que no abandona jamás la ciudad de Northampton, donde Moore nació y vive todavía, pero abarca la totalidad del tiempo histórico, el Más Allá y el futuro posible de la humanidad y del universo. Uno de sus muchos pasajes sorprendentes es el que sigue, en el cual el texto parece hablar directamente a quien lo lee y la vida entera de un ser humano se compara con un libro. Además, en el texto se entrevé una de las bases conceptuales de la novela, que se deriva de la filosofía eternalista: la noción de que el universo entero, incluyendo al tiempo como una dimensión más, es inmutable y eterno, por lo cual ningún ser humano tiene realmente libre albedrío a medida que avanza a través de los hechos de su vida, y éstos se «repiten» para siempre, una y otra vez, sin cambios. La idea es más bien aterradora, y Moore la explora de una enorme variedad de maneras a medida que habla de muchas vidas e historias vinculadas con la de su ciudad.
      La traducción del texto es mía.


EL LIBRO DE TU VIDA
Alan Moore

Sé que soy un texto. Sé que me estás leyendo. Esta es la diferencia más grande que hay entre los dos: tú no sabes que tú eres un texto. No sabes que te estás leyendo. Lo que crees que es la vida autodeterminada por la que estás pasando es de hecho un libro ya escrito y que te ha atrapado, y no por primera vez. Cuando una lectura dada ha concluido, cuando la contratapa se cierra como la cubierta de un ataúd, inmediatamente olvidas que ya has luchado a través de sus páginas y lo vuelves a levantar, acaso porque te atrae la foto atractiva y heroica de ti que está en la sobrecubierta.
      Vadeas una vez más a través de la glosolalia del comienzo de la novela y esa sorprendente escena del nacimiento, toda en primera persona, nebulosamente descrita en una confusión de nuevos sabores y olores y luces aterradoras. Te demoras con deleite en los pasajes de la infancia y saboreas a todos los nuevos personajes, poderosamente logrados, a medida que se presentan, la madre y el papá, los amigos y parientes y enemigos, cada uno con sus excentricidades memorables, su atractivo singular. Aunque encuentras interesantes esas hazañas juveniles, descubres que estás meramente leyendo por encima algunos de los episodios posteriores por puro aburrimiento, pasando deprisa las páginas de tus días, saltándote hacia delante, impaciente por el contenido adulto y la pornografía que supones que te espera en el capítulo siguiente.
      Cuando esto resulta ser menos una alegría en estado puro, menos abundante de lo que habías anticipado, te sientes vagamente como si te hubieran estafado y truenas por un tiempo contra el autor. Para entonces, sin embargo, todos los temas centrales de la historia se acumulan a tu alrededor en el relato, locura y amor y pérdida, destino y redención. Empiezas a entender la auténtica escala de la obra, su profundidad y su ambición, cualidades que se te habían escapado hasta ahora. Hay una creciente aprehensión, una sensación de que el cuento podría no estar en la categoría que habías supuesto previamente, es decir, la de la aventura picaresca o la comedia sexual. De modo alarmante, la narración progresa más allá de las fronteras confortables de los géneros al territorio perturbador de la vanguardia. Por primera vez te preguntas si estás abarcando más de lo que puedes apretar, si te has embarcado por error en una pesada obra maestra, cuando tenías la intención de elegir solamente un thriller barato, lectura de vacaciones para el aeropuerto o la playa. Empiezas a dudar de tus capacidades de lectura, a dudar de tu habilidad para aguantar esta fábula mortal hasta su conclusión sin que tu atención se distraiga. E incluso si la terminas, dudas tener la suficiente astucia para entender el mensaje de la saga, si es que existe un mensaje. En privado, sospechas que te pasará muy por encima, y sin embargo, qué más puedes hacer salvo seguir viviendo, seguir pasando las páginas como hojas de calendario, con el impulso de aquella recomendación de la portada que decía “Si sólo lees un libro en tu vida, que sea éste”.
      No es sino hasta que estás más allá de la mitad del tomo, cerca de la marca de los dos tercios, que algunos puntos argumentales previos y aparentemente aleatorios empiezan a tener alguna especie de sentido para ti. Los significados y las metáforas empiezan a resonar; las ironías y los temas recurrentes se revelan. Aún no tienes la certeza de haber leído esto antes o no. Algunos elementos parecen terriblemente familiares y tienes premoniciones ocasionales de cómo se resolverán algunas de las tramas secundarias. Una imagen o un parlamento dará un acorde como de déjà vu, pero en general todo parece una nueva experiencia. No importa si es la segunda lectura o la centésima: te parece algo fresco, y, sea a regañadientes o no, pareces disfrutarlo. No quieres que termine.
      Pero cuando ha concluido, cuando la contratapa como la cubierta de un ataúd finalmente se ha cerrado con fuerza, inmediatamente olvidas que ya te has abierto paso a través del libro y lo vuelves a levantar, porque tal vez te atrae la llamativa y heroica foto tuya que está en la sobrecubierta.
      La marca de un buen libro, dicen, es que puedes leerlo más de una vez e igual encontrar algo nuevo en cada ocasión.

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10 libros de ciencia ficción latinoamericana

En Twitter me preguntaron por los mejores libros de la ciencia ficción latinoamericana.

«Ciencia ficción» es categoría problemática, la verdad, y más en América Latina, donde se vuelve aún más difusa. (De eso escribí en este sitio hace algunos años.) De cualquier manera, hice una lista con diez títulos, que ahora reproduzco aquí. Son libros escritos en solitario, de contenido homogéneo: no incluyo, por ejemplo, libros de cuentos en los que sólo hay una o dos narraciones que contengan elementos de ficción especulativa.

  1. Los cuerpos del verano de Martín Felipe Castagnet
  2. Kentukis de Samanta Schweblin
  3. Bajo las jubeas en flor de Angélica Gorodischer
  4. Ojos de lagarto de Bernardo Fernández Bef
  5. El gusano de Luis Carlos Barragán
  6. Las visiones de Edmundo Paz Soldán
  7. La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares
  8. Frecuencia Júpiter de Martha Riva Palacio
  9. Los pecios y los náufragos de Yoss
  10. Las constelaciones oscuras de Pola Oloixarac

Faltan muchos otros libros (y muchos cuentos sueltos y textos híbridos/experimentales). Pero la CF latinoamericana es un campo fértil y actualmente en crecimiento. Escribí de eso en este artículo publicado en el suplemento Confabulario:

Nuevo mapa de la Ciencia ficción en Latinoamérica

¿Cuáles serían los títulos favoritos de ustedes, escritos por autores y autoras de América Latina?

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Los monstruos de nuestra casa

El mes pasado, tuve oportunidad de ver En casa con mis monstruos, la exposición de Guillermo del Toro en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Poco después publiqué algunas notas sobre ella en Twitter, que recojo aquí ahora. En especial, me interesa algo que se revela en la exposición: la presencia de la la imaginación fantástica mexicana.

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En casa con mis monstruos, por supuesto, es una maravilla. Todas las influencias del cineasta quedan al descubierto, y también la forma en que del Toro ha transformado esas influencias en su propia obra, por no hablar de su gran ojo de coleccionista. Ilustraciones, libros, diseños de producción y objetos de utilería, tanto de su obra como de muchas otras, se unen con objetos de otros archivos y colecciones locales.

Gracias a ellas, incluso las personas con menos conocimiento de la historia de las artes puede constatar que buena parte de las influencias de del Toro son de origen extranjero: desde Poe hasta Moebius, desde Lovecraft hasta el cine de la Universal. La tradición proverbial de los sueños y los monstruos de occidente, en fin, a la que del Toro ha hecho homenaje explícito en todas sus películas. El origen de la criatura de La forma del agua o del aparato mágico de Cronos, el entramado mitológico de los demonios de Hellboy, todo queda claro al ver la muestra.

Pero otra parte de En casa con mis monstruos es aún más importante, porque está dedicada a poner esas influencias en contexto con las mexicanas. A comparar las obras, historias y criaturas de otros lugares con las que han existido aquí, por lo menos, desde la Colonia. Arte sacro y caricatura política; ilustraciones de leyendas y consejas, parodias, caricaturas, pesadillas, historias de horror y desconcierto desde lo más “alto” hasta lo más “bajo” de la cultura nacional, todo está representado y queda claro que la formación del cineasta, como la de la mayor parte de los habitantes del país, estuvo expuesta a todas esas otras formas de la imaginación fantástica.

No es poca cosa, pues significa que la obra de Guillermo del Toro nunca ha existido en el vacío, ni siquiera en su propio país.

Lo anterior importa porque aquí en México ya ha pasado al menos un siglo de discusiones (sin llegar a nada) alrededor de un tema que desde fuera podría parecer absurdo: si la cultura mexicana es capaz o no de imaginar, si no es «por naturaleza» literal, imitativa, incapacitada para cualquier otra cosa. Algunos críticos y colegas parecen creerlo, y muchas personas sin vínculo con el cine o la literatura también.

Pero la verdad es que no es así. Es sólo que a veces nos hemos empeñado en creernos menos capaces de lo que somos. En no admitir que nuestra vida interior está en nuestras artes también: a la vista. No es una cuestión de corrientes, subgéneros, tendencias ni mercados culturales. La imaginación fantástica mexicana aparece lo mismo en Juan Rulfo que en Sor Juana Inés de la Cruz, en Amparo Dávila que en Julio Ruelas, en Remedios Varo que en Guillermo del Toro.

Nuestra relación problemática, represiva con esa imaginación la vuelve más afilada, estridente, caprichosa. Pero también la vuelve más necesaria, porque es una aptitud útil –indispensable, incluso– para la supervivencia de una comunidad.

Si no conocen esta imaginación, pueden verla en En casa con mis monstruos, en la obra de Guillermo del Toro, o en muchas otras películas, textos, obras plásticas y audiovisuales. Son los monstruos de nuestra propia casa, son obra nuestra, y existen para nosotros.

Ante un cuadro

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El poder de las palabras

He aquí un cuento relativamente poco conocido del gran Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro de la narrativa breve, precursor influyentísimo de la literatura contemporánea y objeto de varios homenajes en este sitio (incluyendo, hace diez años, este acopio de textos para su bicentenario).

La narración no se parece a las que acostumbramos asociar al escritor: tiene forma de diálogo y sus únicos personajes son dos espíritus, o ángeles, que hablan sobre ciencia (filosofía, dice Poe, al modo de su propio tiempo) mientras flotan por el cosmos. Pero la pasión, el arrebato, el dolor aparecen de manera inesperada en las lecciones que el ángel más «joven», Oinos, recibe del otro, Agathos, y el resultado es sorprendente. En la literatura occidental, el Más Allá es en muchas ocasiones una fantasía optimista: la vida tras la muerte, la redención tras el sufrimiento en el mundo. Pero ningún pensamiento muere tampoco, dice Poe, y en el universo que él inventa todos ellos, incluyendo los desdichados, se vuelven visibles y eternos.

«The Power of Words» se publicó por primera vez en la revista Democratic Review en junio de 1845. La traducción es mía, recién hecha y parte de un proyecto que, si todo sale bien, será publicado este mismo año.

Edgar Allan Poe

EL PODER DE LAS PALABRAS

Edgar Allan Poe

Oinos. — Perdona, Agathos, la debilidad de un espíritu que estrena las alas de la inmortalidad.

Agathos. — No has dicho nada, mi Oinos, por lo que deba exigirse perdón. Ni siquiera aquí es el conocimiento una cosa de intuición. Si buscas sabiduría, pídela con libertad a los ángeles, y se te dará.

Oinos. — Imaginaba que, en esta existencia, conocería de inmediato todas las cosas, y sería feliz al conocerlo todo.

Agathos. — ¡Ah, pero la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición de conocimiento! Saber siempre más es nuestra bendición eterna; saberlo todo sería la maldición de un demonio.

Oinos. — Pero ¿acaso el Altísimo no lo sabe todo?

Agathos. — Esa, dado que Él es el Más Bendecido, debe ser todavía la única cosa desconocida hasta para Él.

Oinos. — Pero, si con cada hora crecemos en conocimiento, ¿al final no se sabrán todas las cosas?

Agathos. — ¡Contempla las distancias abismales! Intenta llevar tu mirada a través de las vistas incontables de las estrellas, mientras nos desplazamos despacio a través de ellas, así…, así…, así. ¿No ocurre que incluso la visión espiritual es detenida por las continuas paredes de oro del universo, las que están formadas por las miríadas de cuerpos resplandecientes cuyo solo número parece convertirlos en una unidad?

Oinos. — Claramente percibo que no es un sueño la infinitud de la materia.

Agathos. — No hay sueños en el Edén…, pero aquí se murmura que el único propósito de esta infinitud de la materia es permitir infinitas fuentes en las que el alma pueda calmar la sed de saber que es para siempre inextinguible en su interior, dado que saciarla por completo sería extinguir la propia alma. Pregúntame, pues, mi Oinos, libremente y sin miedo. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la clamorosa armonía de las Pléyades, y volaremos hacia fuera desde el trono, hacia las praderas estrelladas más allá de Orión, donde en vez de violetas, pensamientos y trinitarias encontraremos arriates de soles triples y tricolores.

Oinos. — Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, ¡instrúyeme! Háblame con los tonos familiares de la Tierra. No entendí lo que acababas de insinuarme sobre los modos o métodos de lo que, durante la vida mortal, acostumbrábamos llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?

Agathos. — Quiero decir que la Deidad no crea.

Oinos. — ¡Explícate!

Agathos. — Sólo en el comienzo creó. Las innumerables criaturas que existen hoy en todo del universo, perpetuamente surgiendo a la existencia, sólo pueden considerarse un resultado mediato o indirecto, no inmediato ni directo, del poder creativo divino.

Oinos. — Entre los hombres, mi Agathos, esa idea sería considerada enormemente herética.

Agathos. — Entre los ángeles, mi Oinos, se le ve como simplemente cierta.

Oinos. — Puedo comprenderte hasta aquí: que ciertas operaciones de lo que llamamos la Naturaleza, o las leyes naturales, darán bajo ciertas condiciones origen a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la caída final de la Tierra, hubo, me acuerdo bien, muchos experimentos muy exitosos de lo que algunos filósofos llamaron tontamente “creación de animálculos”.

Agathos. — Los casos de los que hablas fueron, en realidad, ejemplos de creación secundaria…, y de la única especie de creación que ha habido jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.

Oinos. — Los cuerpos estelares que, desde el abismo de la no-existencia, brotan cada hora hacia los cielos, ¿no son esas estrellas, Agathos, obra inmediata de la mano del Rey?

Agathos. — Déjame tratar, mi Oinos, de llevarte paso a paso a este concepto. Sabes bien que, igual que ningún pensamiento puede morir, ningún acto tiene menos que infinitas consecuencias. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la Tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración se extendía infinitamente hasta que daba impulso a cada partícula de aire terrestre, que a partir de entonces, y para siempre, era animado por aquel movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro mundo sabían bien este hecho. De hecho, llegaron a calcular con exactitud los efectos ejercidos en un fluido por impulsos especiales, de modo que fuera fácil determinar en qué tiempo preciso llegaría a rodear el mundo un impulso de determinada fuerza, afectando (para siempre) a cada átomo de la atmósfera circundante. Mediante retrogradación, no tenían dificultad en determinar, para un efecto y unas condiciones dadas, el valor de su impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente interminables, y que una parte de esos resultados se podía rastrear con exactitud por medio del análisis algebraico –y que vieron también la facilidad de la retrogradación–, esos hombres, digo, vieron al mismo tiempo que esta especie de análisis tenía en sí misma la posibilidad de progreso indefinido: que no había límites concebibles a su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo hacía progresar o lo aplicaba. Pero en este punto, nuestros matemáticos se detuvieron.

Oinos. — ¿Y por qué, Agathos, deberían haber continuado?

Agathos. — Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. De lo que ellos sabían, se podía deducir que para un ser de infinito entendimiento –uno para el cual la perfección del análisis algebraico se mostrara plena–, no habría dificultad en rastrear cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus más remotas consecuencias en la más infinitamente remota época del tiempo. De hecho, se puede demostrar que cada impulso dado al aire influye, finalmente, en cada cosa individual que existe en el universo…, y el ser de infinito entendimiento que hemos imaginado podría rastrear las ondulaciones remotas de ese impulso: rastrearlas hacia arriba y hacia delante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, para siempre, en sus modificaciones de viejas formas –o, dicho de otro modo, en la creación de nuevas formas–, hasta llegar a ellas reflejadas, ya sin más efecto, en el trono de Dios. Y este ser no sólo podría hacer esto, sino que en todo tiempo, si se le diera un cierto resultado –si se le propusiera inspeccionar uno de estos cometas innumerables, por ejemplo–, no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debió. Este poder de retrogradación, con absoluta plenitud y perfección; esta facultad de relacionar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad. Pero en cualquier otro grado, por debajo de la perfección absoluta, ese poder lo tienen las huestes completas de las Inteligencias Angélicas.

Oinos. — Pero sólo hablas de impulsos en el aire.

Agathos. — Al hablar del aire, me refería solamente a la Tierra. Pero la proposición general es aplicable a impulsos sobre el éter, que como penetra, y es lo único que penetra, todo el espacio, es por lo tanto el gran medio de la creación.

Oinos. — ¿Entonces todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?

Agathos. — Así debe ser. Pero una filosofía verdadera ha enseñado por largo tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y la fuente de todo pensamiento es…

Oinos. — Dios.

Agathos. — Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la bella Tierra que pereció hace poco, acerca de impulsos sobre la atmósfera terrestre.

Oinos. — Así fue.

Agathos. — Y mientras hablaba, ¿no te pasó por la mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? ¿No es cada palabra un impulso dado al aire?

Oinos. — Pero, Agathos, ¿por qué lloras? ¿Y por qué…, oh, por qué tus alas se cierran mientras flotamos sobre esta hermosa estrella, la más verde y a la vez la más terrible de las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas…, pero sus fieros volcanes parecen las pasiones de un corazón violento.

Agathos. — ¡Lo son! ¡Lo son! Esta estrella salvaje… Ya son tres siglos desde que, con las manos unidas y los ojos llorosos, a los pies de mi amor…, yo la dije: la hice nacer con unas cuantas frases apasionadas. Sus brillantes flores son mis más queridos sueños sin realizar, y sus rugientes volcanes son las pasiones del corazón más turbulento y más impío.

(traducción de Alberto Chimal)

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Piel de gato

Para este mes, un cuento extenso de la escritora estadounidense Kelly Link (1969). También editora (fundó la Small Beer Press, de las editoriales más destacadas de su ramo), Link es una de las cuentistas más interesantes entre las que se dedican hoy a la imaginación fantástica y ha sido premiada en varias ocasiones. Su libro más reciente, Get in Trouble (2016), fue finalista del Premio Pultizer.
      «Catskin», narración que da vuelta de modo inquietante a una larga tradición de cuentos, apareció en la antología McSweeney’s Mammoth Treasury of Thrilling Tales (2003) y posteriormente en una colección de Link en solitario: Magic for Beginners (2005). La traducción proviene de la antología Espectacular de cuentos (2015-16), publicada por Castillo, y es de Raquel Castro.

Kelly Link
Kelly Link (fuente)

PIEL DE GATO
Kelly Link

Los gatos entraban y salían de la casa de la bruja durante todo el día. Las ventanas estaban siempre abiertas, y las puertas, y además había otras puertas, privadas, del tamaño de un gato, en las paredes y en el ático. Los gatos eran grandes y elegantes y silenciosos. Nadie sabía sus nombres, si es que tenían nombres, a excepción de la bruja.
      Algunos de los gatos eran de color crema y otros eran atigrados. Los había negros como la noche. Eran cómplices de la bruja. Algunos llegaban a la habitación de la bruja con cosas vivas en el hocico. Cuando salían de nuevo, sus hocicos estaban vacíos.
      Los gatos trotaban, se escabullían, saltaban y se agazapaban. Estaban ocupados. Sus movimientos eran felinos, o tal vez como el mecanismo de un reloj. Sus colas se crispaban como péndulos peludos. Los gatos no prestaban atención a los hijos de la bruja.

En ese entonces, la bruja tenía tres hijos vivos, aunque en alguna ocasión había tenido docenas, tal vez más. Nadie –no la bruja, desde luego– se había molestado nunca en llevar la cuenta. Pero aquella vez la casa se había retacado de gatos y bebés.
      Ahora bien, las brujas no pueden tener hijos en el estilo habitual porque sus entrañas están llenas de paja o de ladrillos o de piedras, y cuando dan a luz, paren conejos, gatitos, renacuajos, casas, vestidos de seda; pero a pesar de ello incluso las brujas deben tener herederos y desean ser madres. Así, la bruja había obtenido sus hijos por otros medios: los había robado o comprado o los había fabricado ella misma.
      Le gustaban especialmente los niños con el pelo de un cierto tono rojo. Nunca había sido capaz de tolerar a los gemelos (le parecían un tipo impropio de magia), aunque en ocasiones había intentado armar conjuntos de niños a juego, como si estuviera armando un juego de ajedrez y no una familia. Si dijéramos las piezas de ajedrez de una bruja, en lugar de la familia de una bruja, algo habría de cierto. Quizá tenga algo de cierto también en el caso de otras familias.
      La bruja cultivó una niña en su muslo, como si fuera un quiste. A otros niños los había creado a partir de cosas de su jardín o de pedazos de basura que los gatos le llevaron: papel de aluminio con hilos de grasa de pollo aún encostrados, televisores rotos, cajas de cartón que los vecinos habían desechado. Siempre había sido una bruja ahorrativa.
      Algunos de esos niños habían huido y otros habían muerto. A algunos simplemente los había extraviado, o los había olvidado por accidente en un autobús. Ojalá que estos niños después hayan sido adoptados por buenas familias, o que hayan vuelto a reunirse con sus verdaderos padres. Si estás buscando un final feliz en esta historia, tal vez deberías dejar de leer aquí e imaginarte a esos niños, a esos padres, sus reencuentros.

¿Todavía estás leyendo? La bruja, en su habitación, estaba muriendo. Había sido envenenada por un enemigo, un brujo llamado Ausencia. Finn, el niño que había sido su catador de alimentos, había muerto primero, lo mismo que tres gatos que habían lamido su plato hasta dejarlo limpio. La bruja sabía quién la había matado y había arrebatado trocitos al tiempo, aquí y allá, desde su agonía, para vengarse. Una vez que la cuestión de esta venganza quedó resuelta a su satisfacción, urdida como una madeja de negro hilo dentro de su cabeza, comenzó a dividir su herencia entre sus tres hijos restantes.
      Tenía manchas de vómito pegadas a las comisuras de su boca, y había una palangana al pie de la cama, llena de un líquido negro. La habitación olía a orina de gato y cerillos mojados. La bruja jadeaba como si estuviera dando a luz a su propia muerte.
      —Flora se quedará con mi automóvil —dijo— y también con mi bolso, que nunca estará vacío, siempre y cuando dejes siempre una moneda en el fondo, mi adorada, mi derrochadora, mi manirrota, mi gota de veneno, mi linda, linda, Flora. Y cuando yo haya muerto, toma la carretera que pasa junto a la casa y ve al oeste. Ese es mi último consejo para ti.

Flora, que era la mayor de los hijos vivos de la bruja, era pelirroja y elegante. Había estado esperando la muerte de la bruja por un largo tiempo, pero había sido paciente. Besó la mejilla de la bruja y le dijo:
      —Gracias, Madre.
      La bruja la miró, jadeando. Podía ver la vida de Flora, extendida ante ella, plana como un mapa. Tal vez todas las madres pueden ver tan lejos.
      —Jack, mi amor, mi nido de pájaro, mi mordida, mi residuo de atole —dijo la bruja—, te quedarás con mis libros. No los voy a necesitar en el lugar a donde voy. Y cuando salgas de esta casa, camina derecho hacia el este y nunca sufrirás más de lo que sufres ahora.
      Jack, que alguna vez había sido un pequeño paquete de plumas y ramitas y cáscara de huevo, todo atado con un jirón de cuerda, era un muchacho robusto, casi adulto. Sólo los gatos sabían si Jack sabía leer. Pero él asintió con la cabeza y besó a su madre, un beso en cada ojo expectante y uno en sus labios grises.
      —Y ¿qué voy a dejar a mi niño, Chico? —dijo la bruja, convulsa. Devolvió el estómago de nuevo en la palangana. Algunos gatos llegaron corriendo y se asomaron por el borde del recipiente para inspeccionar su vómito. La mano de la bruja se clavó en la pierna de Chico.
      —Ay, es duro, duro, muy duro para una madre dejar a sus hijos (aunque he hecho cosas más difíciles). Los niños necesitan una madre, aunque sea una como yo lo he sido —dijo y se enjugó los ojos, a pesar de que es un hecho que las brujas no pueden llorar.
      Chico, quien aún dormía en la cama de la bruja, era el más chico de sus hijos (tal vez no tan chico como te imaginas). Él estaba sentado en la cama, y si no lloraba era sólo porque los hijos de las brujas no tienen a nadie que les enseñe cómo hacerlo. Su corazón se rompía.
      Chico sabía hacer malabares y cantaba muy bien. Todas las mañanas cepillaba y trenzaba el largo y sedoso cabello de la bruja. Seguramente toda madre desea un hijo como Chico, un tierno muchachito de pelo rizado, de aliento dulce y corazón tierno como Chico, capaz de cocinar un buen omelet y con una hermosa, fuerte voz para cantar, así como una mano suave para usar el cepillo.
      —Madre —dijo—, si tienes que morir, entonces debes morir. Y si no puedo ir contigo, entonces voy a hacer mi mejor esfuerzo para vivir y que te sientas orgullosa de mí. Déjame tu cepillo para que te recuerde, e iré a hacer mi propio camino en el mundo.
      —Tendrás mi cepillo, entonces —dijo la bruja a Chico, mirándolo y jadeando, jadeando—. Y te quiero más que a todos. Tendrás también mi caja de yesca y mis cerillos, y también mi venganza, y harás que me sienta orgullosa, o no conozco a mis propios hijos.
      —¿Qué hacemos con la casa, madre? —preguntó Jack. Lo dijo como si no le importara.
      —Cuando haya muerto —respondió la bruja— esta casa no será de utilidad para nadie. La di a luz hace mucho tiempo y la crié desde que era sólo una casa de muñecas. Ay, era la más querida, la más adorable casa de muñecas del mundo. Tenía ocho habitaciones y un techo de hojalata, y una escalera que no iba a ninguna parte. Pero la amamanté y la arrullé para que conciliara el sueño en su cunita, y creció hasta ser una casa de verdad, y mira cómo me ha cuidado a mí, su progenitora, cómo sabe el deber de una hija con su madre. Y quizá puedes ver cómo está ahora, cómo suspira, cómo se enferma cada vez más por verme morir así. Déjensela a los gatos. Ellos sabrán qué hacer con ella.

Durante todo este tiempo, los gatos han estado corriendo dentro y fuera de la habitación, llevando y trayendo cosas. Parecería que nunca van a bajar la velocidad, a descansar, a tomar una siesta, que nunca van a tener tiempo para dormir o morir o incluso para llevar luto. Su actitud es de propietarios, como si la casa ya fuera de ellos.

La bruja vomita barro, pelaje, botones de cristal, soldados de plomo, paletas, alfileres de sombrero, clavos, cartas de amor (con la dirección mal escrita o enviadas sin la cantidad adecuada de timbres y, por lo tanto, nunca leídas) y una docena de regimientos de hormigas rojas, cada una del tamaño de un frijol. Las hormigas nadan a través de la peligrosa, apestosa palangana, trepan por sus orillas y marchan por el piso en una línea apretada como un cordón engrasado. En sus mandíbulas remolcan trozos de tiempo. El tiempo es pesado, incluso en pedazos tan pequeños, pero las hormigas tienen mandíbulas y patas fuertes. Atraviesan la habitación y llegan hasta la pared, y salen por la ventana. Los gatos miran, pero no interfieren. La bruja jadea, tose y luego se queda quieta. Sus manos golpean contra la cama una vez y luego se detienen. Aun así sus hijos esperan un rato, para asegurarse de que está muerta y de que ya no tiene nada más que decir.
      En la casa de la bruja, los muertos a veces son muy parlanchines.
      Pero la bruja no tiene nada más que decir en este momento.
      La casa gime y todos los gatos comienzan a maullar lastimeramente, trotando dentro y fuera de la habitación como si hubieran perdido algo y tuvieran que ir a cazarlo; pero nunca van a encontrarlo. Y los niños, por fin, descubren que sí saben llorar, pero la bruja está completamente quieta y en silencio. Hay una pequeña sonrisa en su rostro, como si todo hubiera sucedido exactamente a su gusto. O tal vez ella está ansiosa de que ocurra la siguiente parte de la historia.

Los hijos de la bruja metieron a su madre en una de sus casas de muñecas a medio crecer. La apretujaron en la sala de la planta baja y tiraron las paredes internas de modo que su cabeza descansara sobre la mesa de la cocina, en el rincón del desayunador, y enroscaron sus tobillos a través de la puerta de un dormitorio. Chico le cepilló el cabello y, como no estaba seguro de qué ropa debería llevar ahora que estaba muerta, le puso toda su ropa, una prenda sobre otra, hasta que apenas era posible ver sus piernas blancas debajo de la pila de las crinolinas, los abrigos y vestidos. No importaba: una vez que clavaron de nuevo la casa de muñecas para cerrarla, todo lo que se podía ver era la coronilla roja por la ventana de la cocina y los tacones gastados de sus zapatos de baile apretados contra los postigos de la ventana de la habitación.
      Jack, que era muy hábil, aparejó un conjunto de ruedas para la casa de muñecas y un arnés para que pudieran jalarla. Le pusieron el arnés a Chico y él jalaba y Flora empujaba, mientras Jack le hablaba a la casa, convenciéndola de avanzar sobre la colina hasta el cementerio, y los gatos corrían junto a ellos.

Los gatos están empezando a verse un poco descuidados, como si estuvieran mudando pelaje. Sus hocicos se ven muy vacíos. Las hormigas han marchado lejos, a través de los bosques, y a la ciudad, y han construido, con los trozos de tiempo que se llevaron, un nido en tu patio. Y si sostienes una lupa sobre el nido, para ver cómo las hormigas bailan y se queman, el tiempo arderá en llamas y lo vas a lamentar.

Afuera de la entrada del cementerio, los gatos habían estado cavando una tumba para la bruja. Los niños metieron en ella la casa de muñecas, la ventana de la cocina por delante. Pero entonces descubrieron que la tumba no era lo suficientemente profunda, y la casa se quedó ahí, ladeada, con apariencia de estar muy incómoda. Chico comenzó a llorar (ahora que había aprendido, parecía que iba a pasar todo su tiempo practicando), pensando en lo horrible que sería pasar la propia muerte, toda la eternidad, cabeza abajo y ni siquiera correctamente enterrado, sin poder siquiera sentir la lluvia cuando cayera a plomo sobre las tejas expuestas de la casa, y se filtrara hacia abajo y llenara su boca y le ahogara, por lo que habría que morir de nuevo cada vez que lloviera.
      La chimenea de la casa de muñecas se había desprendido y cayó al suelo. Uno de los gatos la recogió y se la llevó, como un recuerdito. El gato se llevó la chimenea al bosque y ahí se la comió, un bocado a la vez, y así salió de esta historia para entrar en otra. No es asunto nuestro.
      Los otros gatos comenzaron a transportar bocados de tierra, soltándola y amontonándola con sus patas alrededor de la casa. Los niños ayudaron y cuando terminaron se las arreglaron para enterrar a la bruja correctamente, de tal modo que sólo la ventana de la habitación era visible, un pequeño panel de vidrio como un ojo en la cima de una pequeña colina de tierra.
      De camino a casa, Flora comenzó a coquetear con Jack. Tal vez le gustó cómo se veía él vestido de luto. Hablaron de lo que planeaban ser, ahora que eran adultos. Flora quería encontrar a sus padres. Era una chica bonita: alguien querría cuidar de ella. Jack dijo que le gustaría casarse con una mujer rica. Comenzaron a hacer planes.
      Chico caminaba un poco más atrás, con los gatos atravesándose entre sus pies, haciéndolo tropezar. Traía el cepillo de la bruja en el bolsillo y, para buscar alivio, sus dedos se deslizaron alrededor del mango con forma de cuerno.
      La casa, cuando llegaron, tenía una apariencia peligrosa y desconsolada, como si estuviera empezando a dejarse caer. Flora y Jack prefirieron no entrar. Abrazaron a Chico con cariño y lo invitaron a irse con ellos. Él hubiera querido, pero ¿quién se quedaría a cuidar de los gatos de la bruja, de su venganza? Así que él sólo miró cómo se alejaban juntos. Se fueron al norte. ¿Qué hijo ha seguido el consejo de una madre alguna vez?

Jack ni siquiera se ha molestado en llevar consigo la biblioteca de la bruja: dice que no hay espacio en la cajuela para todo. Él va a depender de Flora y su bolso mágico.

Chico se sentó en el jardín y cuando le dio hambre comió tallos de hierba, y fingió que la hierba era pan, leche y pastel de chocolate. Bebió de la manguera del jardín. Cuando empezó a oscurecer, estaba más solo de lo que jamás había estado en su vida. Los gatos de la bruja no eran buena compañía. Él no les decía nada y ellos no tenían nada que decirle acerca de la casa, del futuro, de la venganza de la bruja o de dónde se suponía que debía dormir. Él nunca había dormido en otro sitio que no fuera la cama de la bruja, así que, al final, volvió sobre la colina y regresó al cementerio.
      Algunos de los gatos todavía andaban subiendo y bajando de la tumba, cubriendo la base del montículo con hojas y hierba y plumas, y hasta con sus propios pelos sueltos. Era una especie de nido suave, ideal para recostarse. Los gatos todavía estaban ocupados cuando Chico se quedó dormido (los gatos siempre están ocupados), la mejilla apretada contra el frío cristal de la ventana de la habitación, la mano en el bolsillo cerrada sobre el cepillo. Pero cuando se despertó a mitad de la noche estaba cubierto de la cabeza a los pies por tibios cuerpos de gato con olor a hierba.

Una cola está enroscada alrededor de su barbilla como si fuera una cuerda, y todos los cuerpos respiran suavemente, bigotes y patas sacudiéndose, vientres sedosos subiendo y bajando. Todos los gatos duermen un sueño exhausto, profundo, a excepción de una gata blanca que se sienta cerca de su cabeza, mirándolo fijamente. Chico nunca ha visto antes a esta gata, y sin embargo la conoce del modo en que conoces a la gente que te visita en sueños: toda ella es blanca, a excepción de mechones y toques rojizos en las orejas, la cola y las patas, como si alguien le hubiera bordado con fuego los bordes.
      —¿Cómo te llamas? —pregunta Chico. Él nunca antes ha hablado con los gatos de la bruja.
      La gata levanta una pata trasera y se lame sus partes privadas. Entonces lo mira de nuevo.
      —Puedes llamarme Madre —le dice.
      Pero Chico niega con la cabeza. No puede llamarla así. Debajo de la manta de gatos, bajo el cristal de la ventana, el tacón de la bruja se baña de luz de luna.
      —Muy bien. Entonces llámame Venganza de la Bruja —dice la gata. Su hocico no se mueve, pero Chico la escucha dentro de su cabeza. Su voz es peluda y aguda, como una manta hecha de agujas—. Y cepilla mi pelaje.
      Chico se sienta, desplazando a los gatos dormidos, y saca el cepillo de la bolsa del pantalón. Las cerdas le han dejado marcadas hileras de pequeños puntos en la palma de la mano, como una especie de código. Si pudiera leer el código, diría: Cepilla mi pelaje.
      Chico cepilla a Venganza de la Bruja. En su pelaje hay tierra de tumba y una o dos hormigas rojas, que caen y se escabullen. Venganza de la Bruja inclina la cabeza hacia el suelo y aprisiona a las hormigas en su hocico. El montón de gatos alrededor de ellos comienza a bostezar y estirarse. Hay cosas que hacer.
      —Tienes que quemar la casa —dice Venganza de la Bruja—. Eso es lo primero.
El cepillo de Chico da con un nudo, y Venganza de la Bruja se da vuelta y lo muerde levemente en la muñeca. Entonces le lame en la zona blanda que hay entre el pulgar y el índice.
      —Suficiente —dice ella—. Tenemos trabajo que hacer.
      Así que todos van de nuevo a la casa, Chico tropezando en la oscuridad, alejándose más y más de la tumba de la bruja, los gatos trotando a su paso, los ojos encendidos como antorchas, palitos y ramas en el hocico, como si planearan construir una nido, una canoa, una valla para mantener el mundo afuera. La casa, cuando llegan, está llena de luces, y más gatos y pilas de yesca. La casa está haciendo un ruido, como un instrumento musical sobre el que alguien estuviera respirando. Chico se da cuenta de que todos los gatos están maullando sin parar, entrando y saliendo, en busca de más leña. Venganza de la Bruja dice:
      —Primero que nada, debemos trabar todas las puertas.
      Chico cierra todas las puertas y ventanas en el primer piso, dejando abierta sólo la puerta de la cocina, y Venganza de la Bruja corre los pasadores de las puertas secretas, las puertas de gato, las puertas en el ático, las de arriba en el techo y las del sótano. Ni una sola puerta secreta se queda abierta. Ahora todo el ruido está dentro de la casa y sólo Chico y Venganza de la Bruja se encuentran afuera.
      Todos los gatos han colado en la casa por la puerta de la cocina. No hay ni un solo gato en el jardín. Chico puede ver a los gatos de la bruja a través de las ventanas, apilando sus montones de ramitas. Venganza de la Bruja se sienta a su lado, observando.
      —Ahora se enciende un fósforo y échalo dentro —dice Venganza de la Bruja.
Chico prende un cerillo. Lo avienta dentro de la casa. ¿A qué niño no le encanta iniciar un incendio?
      —Ahora cierra la puerta de la cocina —dice Venganza de la Bruja, pero Chico no puede hacer eso: todos los gatos están dentro.
      Venganza de la Bruja se levanta sobre sus patas traseras y cierra de un empujón la puerta de la cocina. En el interior, el fósforo encendido inicia un fuego que corre a lo largo del piso y las paredes de la cocina. Los gatos arden y corren a las otras habitaciones de la casa. Chico puede verlo todo a través de las ventanas. Se para con la cara contra el cristal, que está frío, y luego tibio, y luego caliente. Los gatos en llamas, con ramas ardientes en sus hocicos, se empujan contra la puerta de la cocina y las otras puertas de la casa, pero todas las puertas están cerradas. Chico y Venganza de la Bruja se paran en medio del jardín y miran cómo la casa de la bruja y los libros de la bruja y los muebles de la bruja y las ollas de cocina de la bruja y los gatos de la bruja, sus gatos, también, todos sus gatos se queman.

Tú nunca debes quemar una casa. Nunca debes prender un gato en llamas. Nunca debes quedarte parado, mirando, sin hacer nada mientras una casa se ??está quemando. Nunca debes debe escuchar a un gato que te diga que hagas cualquiera de estas cosas. Debes, en cambio, escuchar a tu madre cuando te diga que dejes de estar mirando, que vayas a la cama, que es hora de dormir. Debes escuchar a la venganza de tu madre.

Tú nunca debes envenenar a una bruja.

Por la mañana, Chico despertó en el jardín. El hollín lo cubría con una manta grasienta. Sobre su pecho, Venganza de la Bruja estaba acurrucada, durmiendo. La casa de la bruja seguía en pie, pero las ventanas se había derretido y habían arruinado las paredes.
      Venganza de la Bruja se despertó, se estiró y bañó a Chico a lengüetazos con su pequeña lengua de piel de tiburón. Luego le exigió que la cepillara. Después de eso entró a la casa y salió con un bultito que colgaba de su hocico, sin huesos, como un gatito.

Chico se percata de que es una piel de gato, sólo que ya no hay un gato dentro de ella. Venganza de la Bruja le deja caer la piel de gato sobre el regazo.

Chico recogió la piel y algo brillante cayó de ella al piso. Era una pieza de oro, sucia, llena de grasa resbaladiza. Venganza de la Bruja sacó docenas y docenas de pieles de gato, y en cada una había una moneda de oro. Mientras Chico contaba su fortuna, Venganza de la Bruja se arrancó de un mordisco una uña y sacó de entre las cerdas del cepillo un largo cabello de bruja. Se sentó en la hierba, como un sastre, con las patas cruzadas, y comenzó a coser las pieles de gatos para hacer una bolsa.
      Chico se estremeció. Lo único que había para desayunar era pasto, pero estaba negro y quemado.
      —¿Tienes frío? —preguntó Venganza de la Bruja. Puso la bolsa a un lado y cogió otra piel de gato, una negra, muy bonita. Sacó una de sus filosas uñas y con ella cortó la piel por la mitad—. Te haremos un traje calientito.
      La gata usó la zalea de un gato negro, y la zalea de un gato atigrado, y puso un ribete de pelaje a rayas grises y blancas alrededor de las garras.
      Mientras lo hacía dijo a Chico:
      —¿Sabías que una vez hubo una batalla, librada en este mismo terreno?
      Chico negó con la cabeza.
      —Dondequiera que haya un jardín —dijo Venganza de la Bruja, rascando la tierra con una pata— hay gente enterrada, te lo prometo. Mira aquí.
      La gata sacó con el hocico un pequeño objeto de color marrón y lo limpió con la lengua.
      Cuando lo escupió de nuevo, Chico vio que era un botón militar de marfil. Venganza de la Bruja sacó más botones de la tierra (como si los botones de marfil crecieran en la tierra) y los cosió en la piel de gato. Entonces formó una capucha con dos agujeros para los ojos y un conjunto de bigotes finos y cosió cuatro hermosas colas de gato a la espalda del traje, como si la única cola que había ya allí no fuera lo suficientemente buena para Chico. La gata enhebró un cascabel en cada cola.
      —Póntelo— le dijo a Chico.

Chico se metió en el traje y los cascabeles tintinearon. Venganza de la Bruja se rio.
      —Te ves muy bien de gato —le dijo—. Serías el orgullo de cualquier madre.
      El interior del traje es suave y se siente un poco pegajoso al contacto con la piel de Chico. Cuando se pone la capucha, todo desaparece: él sólo puede ver las vívidas esquinas del mundo a través de los agujeros para los ojos (la hierba, el oro, la gata sentada con las patas cruzadas, cosiendo su bolso hecho de pieles) y el aire se filtra al interior a través de las costuras holgadas en las partes en las que la piel se cae y se hunde sobre el pecho y alrededor de los enormes botones. Con su torpe garra sin dedos, Chico sostiene sus colas, como si fuera un puñado de anguilas, y las mece de un lado al otro para escucharlas repicar. El sonido de los cascabeles y el olor a hollín del aire, la tibia viscosidad del traje, la sensación de su nueva piel contra el suelo: Chico se queda dormido y sueña que cientos de hormigas vienen y lo levantan y suavemente lo llevan a la cama.

Cuando Chico se quitó de nuevo la capucha, vio que Venganza de la Bruja había terminado con la aguja y el hilo. Chico ayudó a llenar la bolsa con oro. Venganza de la Bruja se paró sobre sus patas traseras, tomó la bolsa, y la echó sobre su hombro. Las monedas de oro se deslizaban unas contra otras, maullando y siseando. Al paso de la gata, la bolsa se arrastraba sobre la hierba, recogiendo las cenizas y dejando un rastro verde detrás de ella. Venganza de la Bruja caminaba pavoneándose, como si la bolsa no pesara nada.
      Chico se encapuchó de nuevo, se puso a cuatro patas y trotó detrás de Venganza de la Bruja. Dejaron la puerta del jardín abierta y se internaron en el bosque, hacia la casa donde vivía el brujo Ausencia.

El bosque es más chico de lo que solía ser. Chico está creciendo, pero además el bosque se está reduciendo. Han talado árboles. Han levantado casas. Han puesto céspedes en rollos, han construido carreteras. Venganza de la Bruja y Chico caminaban junto a una de ellas. Un autobús escolar pasó a su lado: los niños en el interior miraban por las ventanas y se echaron a reír al ver a Venganza de la Bruja caminando sobre sus patas traseras y, pisándole los talones, a Chico en su disfraz de gato. Chico levantó la cabeza y miró por los agujeros para los ojos después de que pasó el autobús.
      —¿Quién vive en estas casas ?— preguntó a Venganza de la Bruja.
      —Esa es la pregunta equivocada, Chico —contestó Venganza de la Bruja, mirándolo desde arriba sin detenerse.
      —Miau —decía la bolsa de piel de gato—. Tin tin tin.
      —Entonces, ¿cuál es la pregunta correcta? —insistió Chico.
      —Pregúntame quién vive debajo de las casas —dijo Venganza de la Bruja.
      —¿Quién vive debajo de las casas? —preguntó, obediente, Chico.
      —¡Qué buena pregunta! —dijo Venganza de la Bruja—. Verás, no todo el mundo puede parir su propia casa. En vez de eso, la mayor parte de la gente pare niños. Y cuando tienes niños, necesitas casas dónde ponerlos. Así que, niños y casas: la mayor parte de la gente pare a los primeros y tienen que construir las segundas. O sea, construir las casas. Hace mucho tiempo, cuando los hombres y las mujeres iban a construir una casa, primero cavaban un agujero. En ese agujero hacían un pequeño cuarto de madera (una cabañita de un solo cuarto) y robaban o compraban un niño para ponerlo en la casita del agujero, para que viviera allí. Y luego construían su casa sobre la casita.
      —¿Hacían una puerta en la tapa de la casita? —preguntó Chico.
      —No hacían una puerta —dijo Venganza de la Bruja.
      —Pero entonces, ¿cómo salía de ahí la chica o el chico? —preguntó Chico.
      —El chico o la chica se quedaba en esa pequeña casa —dijo Venganza de la Bruja—. Vivían allí toda su vida, y todavía viven ahí, bajo las otras casas donde viven la gente, y la gente que vive en las casas de arriba puede entrar y salir cuando se le antoja, y nunca piensa en que hay pequeñas casas con niños pequeños, sentados en pequeñas habitaciones, bajo sus pies.
      —Pero, ¿qué pasa con las madres y los padres? —preguntó Chico—. ¿Nunca intentaron buscar a esos chicos y chicas?
      —Ah —dijo Venganza de la Bruja—. Algunas veces lo hicieron y otras veces no lo hicieron. Y después de todo, ¿quién vivía debajo de sus propias casas? Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora, cuando construye su casa, la mayor parte de la gente entierra un gato en vez de un niño. Es por eso que llamamos gatos caseros a los gatos. Es por ello que debemos caminar por aquí con cuidado. Como puedes ver, hay casas en construcción en estos rumbos.
      Y vaya que las hay. Venganza de la Bruja y Chico caminan por los claros donde los hombres están cavando pequeños agujeros. Al principio, Chico se quita la capucha y camina en dos pies, y luego se pone la capucha de nuevo, y va a gatas: se encoge y se mueve con tanto sigilo como puede, como un gato. Pero los cascabeles en sus colas rebotan, y las monedas en la bolsa que lleva Venganza de la Bruja hacen tin tin tin, miau, y los hombres dejan de trabajar para verlos pasar.

¿Cuántas brujas hay en el mundo? ¿Alguna vez has visto una? ¿Reconocerías a una bruja o un brujo si lo vieras? Y ¿qué harías en ese caso? Por lo demás, ¿reconoces a un gato en cuanto lo ves? ¿Estás seguro?

Chico siguió a Venganza de la Bruja. Se le hicieron callos en las rodillas y en las yemas de los dedos. Le hubiera gustado cargar a ratos la bolsa, pero era demasiado pesada. ¿Qué tan pesada? Digamos que tú tampoco habrías podido cargarla.
      Se detenían a beber en los arroyos. Por la noche abrían la bolsa de piel de gato y se metían en ella a dormir, y cuando tenían hambre lamían las monedas, que parecían sudar grasa de oro, y siempre parecían tener más grasa. Mientras caminaban, Venganza de la Bruja cantó una canción:

      Yo no tenía madre
      y mi madre no tenía madre
      y su madre no tenía madre
      y su madre no tenía madre
      y su madre no tenía madre
      y tú no tienes una madre
      que te cante
      esta canción.

      Las monedas en la bolsa cantaban también: miau, miau, y los cascabeles en las colas de Chico seguían el ritmo.

Cada noche Chico cepilla la zalea de Venganza de la Bruja. Y cada mañana Venganza de la Bruja lo baña a lengüetazos, sin descuidar los lugares detrás de las orejas y en la parte posterior de las rodillas. Luego el muchacho se pone de nuevo el traje de gato, y ella lo acicala otra vez.

A veces iban por el bosque, y a veces el bosque se convertía en una ciudad, y entonces Venganza de la Bruja le contaba a Chico historias sobre la gente que vivía en las casas, y sobre los niños que vivían en las casas debajo de las casas. Una vez, en el bosque, Venganza de la Bruja le mostró a Chico el lugar donde alguna vez había estado una casa. Ahora sólo estaban las piedras de los cimientos, tapizadas de musgo, y la chimenea, sostenida tan sólo por enroscados tallos de hiedra.
      Venganza de la Bruja dio unos golpecitos en el suelo cubierto de hierba, moviéndose alrededor de los cimientos en el sentido de las agujas del reloj, hasta que ella y Chico escucharon un sonido hueco. Venganza de la Bruja se puso a cuatro patas y comenzó a escarbar el suelo con sus garras y su hocico, hasta que pudieron ver un pequeño techo de madera. Venganza de la Bruja tocó al techito como si fuera una puerta y Chico agitó sus colas.
      —Bueno, Chico —dijo Venganza de la Bruja—, ¿arrancamos el techo y dejamos que el pobre niño se vaya?
      Chico se acercó a rastras hasta el agujero que la gata había hecho. Puso su oído encima y escuchó, pero no oyó nada en absoluto.
      —No hay nadie allí —dijo.
      —Tal vez es tímido —dijo Venganza de la Bruja—. ¿Lo dejamos salir o lo dejamos en paz?
      —¡Dejémoslo salir! —dijo Chico, pero lo que quiso decir fue: «Dejémoslo en paz!». O tal vez él dijo “No lo molestemos” a pesar de que significaba lo contrario a lo que quería decir. Venganza de la Bruja lo miró, y entonces Chico creyó oír algo muy débil, por debajo de él, donde se había quedado en cuclillas, congelado: un arañazo en el sucio techo enterrado.
      Chico se alejó de un brinco. Venganza de la Bruja cogió una piedra y golpeó con ella el techo, abriéndolo. Cuando se asomaron dentro, no había nada excepto oscuridad y un olor débil. Esperaron, sentados en el suelo, para ver lo que podría salir, pero nada salió. Después de un tiempo, Venganza de la Bruja cogió su bolsa de piel de gato y se pusieron en marcha de nuevo.
      Durante varias noches después de eso, Chico soñó que alguien, o algo, los seguía. Era algo pequeño y delgado y pálido y frío y sucio y lleno de miedo. Una noche ese algo se alejó de ellos, arrastrándose, y Chico nunca supo dónde fue. Pero si fueras a esa parte del bosque, donde Venganza de la Bruja y Chico se sentaron y esperaron junto a los cimientos de piedra, tal vez te encontrarías con la cosa que ellos dejaron libre.

Nadie sabía el motivo de la disputa entre la bruja madre de Chico y el brujo Ausencia, aunque la bruja madre de Chico había muerto por ello. El brujo Ausencia era un hombre guapo y amaba tiernamente a sus hijos. Él los había robado de las cunas y camas de los palacios y casas solariegas y harenes. Vestía a sus hijos con ropajes de seda, como correspondía a su condición, y los hacía llevar coronas de oro y comer en platos de oro. También bebían de tazas de oro. A los hijos de Ausencia, se decía, no les faltó nunca nada.
      Tal vez el brujo Ausencia había hecho algún comentario sobre la forma en que la bruja madre de Chico estaba criando a sus hijos, o tal vez la bruja madre de Chico se había jactado del pelo rojo de sus hijos. Pero podría haber sido otra cosa. Los brujos son orgullosos y les gusta pelear.
      Cuando Chico y Venganza de la Bruja llegaron por fin a la casa del Brujo Ausencia, Venganza de la Bruja dijo a Chico:
      —¡Mira esta monstruosidad! He hecho caquitas más bonitas y las enterré bajo las hojas. Y el olor, ¡como una alcantarilla abierta! ¿Cómo pueden soportar el hedor sus vecinos?
      Los hombres brujos no tienen útero, y deben conseguir sus casas de otras maneras, o bien comprárselas a las mujeres brujas. Pero Chico pensó que era una muy buena casa. Había un príncipe o una princesa en cada ventana, la mirada fija en él, que estaba sentado en cuclillas en el camino de entrada, al lado de Venganza de la Bruja. No dijo nada, pero en ese momento extrañó a sus hermanos y hermanas.
      —Vamos —dijo Venganza de la Bruja—. Nos alejaremos un poco y esperamos a que el brujo Ausencia regrese a casa.
      Chico siguió a Venganza de la Bruja de nuevo al bosque y, en un momento, dos de las hijas del brujo Ausencia salieron de la casa, llevando cestas hechas de oro. Entraron en el bosque y comenzaron a recoger moras.
      Venganza de la Bruja y Chico se escondieron en el zarzal a mirarlas.
      Chico pensaba en sus hermanos y hermanas. Pensaba en el sabor de las moras, la sensación de tenerlas en la boca, que no era para nada como el sabor de la grasa. Al fondo del zarzal, con la capucha de su traje de gato echada hacia atrás, presionó su cara contra una zarza y una mora quedó descansando sobre sus labios. El viento se colaba entre el brezal y erizaba su zalea y le ponía la piel chinita debajo de la zalea.
      Venganza de la Bruja se acurrucó contra la espalda de Chico y se puso a lamer un bultito de pelo anudado del traje de piel de gato. Las princesas cantaban.
      Chico decidió que iba a vivir en el brezo con Venganza de la Bruja. Vivirían entre las bayas y espiarían a los niños que vinieron a recogerlas, y Venganza de la Bruja se cambiaría de nombre. La palabra madre estaba en su boca junto con el dulce sabor de las moras.
      —Ahora sal —dijo Venganza de la Bruja—, y pórtate como un gatito. Sé juguetón. Persigue tu cola. Sé tímido, pero no demasiado. No hables demasiado. Deja que te acaricien. No las muerdas.
      Venganza de la Bruja empujó a Chico por el trasero y él salió tambaleándose del brezo y cayó a los pies de las hijas del Brujo Ausencia.
      La princesa Georgia dijo:
      —¡Mira! ¡Es un gatito! ¡Qué tierno!
      Su hermana Margaret dudó:
      —Pero tiene cinco colas. Nunca he visto un gato que necesitara tantas. Y su piel tiene botones y ¡es casi de tu tamaño!
      Chico, sin embargo, comenzó a brincar y hacer cabriolas. Agitaba las colas de un lado a otro para hacer sonar los cascabeles y luego fingía que el tintineo lo espantaba. Primero escapaba de sus colas y luego las perseguía. Las dos princesas dejaron sus cestas, medio llenos de moras, y comenzaron a hablarle, diciéndole que era un gatito tonto.
      Al principio Chico no se les acercaba. Pero, poco a poco, fingió que se lo iban ganando. Se dejó acariciar y comió moras que le ofrecieron. Persiguió un listón para el cabello y se estiró para dejar que ellas admiraran los botones de su panza. Los dedos de la princesa Margaret tiraron de su piel y entonces ella deslizó una mano entre la zalea de gato suelta y la piel de niño. Chico le lanzó un zarpazo, y Georgia dijo que todo mundo sabe que a los gatos no les gusta que les acaricien la panza.
      Ya eran buenos amigos en el momento en que Venganza de la Bruja salió del brezo, caminando sobre sus patas traseras y cantó:

      No tengo hijos
      y mis hijos no tienen hijos
      y sus hijos
      no tienen hijos
      y sus hijos
      no tienen bigotes
      ni tienen colas.

      Al verla, las princesas Margaret y Georgia comenzaron a reír y a señalarla. Nunca habían oído cantar a un gato ni habían visto a uno caminar sobre sus patas traseras. Chico azotó sus cinco colas con fuerza y toda la zalea se erizó en su espalda arqueada, y él se echó a reír también.
      Cuando regresaron del bosque, con sus cestas llenas de moras, Chico las seguía, jugando a acechar sus talones, y Venganza de la Bruja caminaba justo detrás de ellos. Pero dejó la bolsa de oro escondida en el zarzal.

Esa noche, cuando el Brujo Ausencia llegó a casa, traía montones de regalos para sus hijos. Uno de sus hijos corrió a su encuentro en la puerta y le dijo:
      —¡Ven y mira lo que encontraron Margaret y Georgia en el bosque! ¿Nos los podemos quedar?
      Y sus hijos e hijas no habían puesto la mesa para la cena ni se habían sentado a hacer sus tareas, y en la sala del trono del Brujo Ausencia había un gato con cinco colas, girando en círculos, mientras que una segunda gata estaba impúdicamente sentada en su trono, y cantaba:

      ¡Sí!
      La casa de tu padre
      es la más brillante
      la más parda y más grande
      la más cara
      la casa
      de mejor y más dulce olor
      que haya salido
      alguna vez
      ¡del trasero de alguien!

      Los hijos del Brujo Ausencia empezaron a reírse de esto, hasta que vieron al brujo, su padre, de pie junto a ellos. Entonces se quedaron en silencio. Chico dejó de girar.
      —¡Tú! —bramó el Brujo Ausencia.
      —¡Yo! —respondió Venganza de la Bruja, y saltó del trono.
      Antes de que nadie supiera qué estaba pasando, las mandíbulas de la gata estaban prensadas sobre el cuello del Brujo Ausencia, y luego le abrieron la garganta. Ausencia abrió la boca para hablar pero sólo salió sangre, haciendo que la piel de Venganza de la Bruja quedara roja en vez de blanca. El Brujo Ausencia cayó muerto, y del agujero de su cuello y de su boca salieron hormigas rojas, marchando, con trozos de Tiempo atrapados en sus mandíbulas con tanta fuerza como las de Venganza de la Bruja se habían cerrado sobre la garganta de Ausencia. Pero la gata soltó a Ausencia y lo dejó tendido en su sangre en el suelo, y cogió las hormigas y se las comió, rápidamente, como si hubiera pasado hambre durante mucho tiempo.
      Mientras esto ocurría, los hijos del Brujo Ausencia se pararon y miraron y no hicieron nada. Chico se sentó en el suelo, con las colas enroscadas sobre sus patas. Los niños, todos ellos, siguieron ahí, sin hacer nada. Estaban demasiado sorprendidos. Venganza de la Bruja, con la panza llena de hormigas, con la boca manchada de sangre, se levantó y los examinó.
      —Ve y tráeme la bolsa de piel de gato —dijo a Chico.
      Chico descubrió que podía moverse. Alrededor de él, los príncipes y princesas seguían absolutamente inmóviles. Venganza de la Bruja los mantenía quietos con su mirada.
      —Voy a necesitar ayuda —dijo Chico—. La bolsa es demasiado pesada para mí solo.
      Venganza de la Bruja bostezó. Se lamió una pata y empezó a limpiarse con ella el hocico. Chico se quedó ahí, de pie.
      —Está bien —dijo Venganza de la Bruja—. Lleva contigo a esas dos muchachas grandes y fuertes, las princesas Margaret y Georgia. Ellas conocen el camino.
      Las princesas Margaret y Georgia pudieron moverse de nuevo y comenzaron a temblar. Se armaron de valor y salieron del cuarto del trono con Chico, tomadas de la mano, sin mirar el cuerpo de su padre, El Brujo Ausencia, y se internaron de nuevo en el bosque.
      Georgia comenzó a llorar, pero la princesa Margaret le dijo a Chico:
      —¡Déjanos ir!
      —¿Y a dónde van a ir? —preguntó Chico—. El mundo es un lugar peligroso. Hay gente mala que las puede lastimar.
      Él se quitó la capucha y la princesa Georgia comenzó a llorar más fuerte.
      —Déjanos ir —dijo la princesa Margaret—. Mis padres son el rey y la reina de un país a tres días de camino desde aquí. Ellos estarán encantados de volver a verme.
      Chico no dijo nada. Llegaron al zarzal y envió a la princesa Georgia a buscar la bolsa de piel de gato. La princesa salió del zarzal rasguñada y sangrando, con la bolsa rota en la mano. Se le había enganchado en las zarzas y se había desgarrado. Las monedas de oro habían ido rodando fuera de la bolsa, como gotas brillantes de grasa, cayendo en el suelo.
      —Su padre mató a mi madre —dijo Chico.
      —Y ese gato, el diablo de tu madre, nos matará a nosotras, o nos hará algo peor —dijo la princesa Margaret—. ¡Déjanos ir!
      Chico levantó la bolsa de piel de gato. Ya no había monedas en ella. La princesa Georgia estaba a cuatro patas, recogiendo monedas y guardándolas en sus bolsillos.
      —¿Era un buen padre? —preguntó Chico.
      —Él creía que sí —dijo la princesa Margaret—. Pero yo no lamento que esté muerto. Cuando sea mayor, voy a ser una reina. Y voy a promulgar una ley para ejecutar a todos los brujos y las brujas de mi reino, y a todos sus gatos también.
      Chico sintió miedo. Tomó la bolsa de piel de gato y corrió de vuelta a la casa del Brujo Ausencia, dejando a las dos princesas en el bosque. Y si encontraron el camino al palacio de los padres de la princesa Margaret, o si cayeron en manos de ladrones, o si se quedaron a vivir en el zarzal; y si la princesa Margaret creció y mantuvieron su promesa y limpió su reino de brujos y gatos, Chico nunca lo supo, ni lo supe yo, ni tampoco lo sabrás tú.

Cuando Chico regresó a la casa del Brujo Ausencia, Venganza de la Bruja se dio cuenta de inmediato de lo que había sucedido.
      —No importa —le dijo.
      No había niños, ni príncipes ni princesas, en la sala del trono. El cuerpo del Brujo Ausencia todavía yacía en el suelo, pero Venganza de la Bruja lo había desollado como a un conejo y había cosido su piel para hacer un costal. El costal se retorcía, moviéndose a un lado y otro, como si en alguna parte de su interior el Brujo Ausencia todavía estuviera vivo. Venganza de la Bruja sostenía el costal de piel de brujo en una pata, y, con la otra, embutía un gato por la boca del saco. El gato gimió ya que estuvo dentro del costal, que estaba lleno de lamentos. Pero los restos del Brujo Ausencia yacían, lánguidos.
      En el suelo, junto al cadáver desollado, había un montoncito de coronas de oro y, suspendidas en una corriente de aire, unas cosas transparentes, delgadas como el papel, volaban por la habitación con rostros sorprendidos. Los gatos se escondían en los rincones y bajo el trono.
      —¡Atrápalos! —dijo Venganza de la Bruja—. Excepto a los tres más bonitos.
      —¿Dónde están los hijos del Brujo Ausencia? —preguntó Chico.
      Venganza de la Bruja asintió mirando a su alrededor.
      —Como puedes ver —dijo—, les quité las pieles a todos. Y todos eran gatos debajo. Son gatos ahora, pero si esperáramos un año o dos, ellos mudarían de piel y se convertirían en algo nuevo. Los niños siempre están creciendo.
      Chico persiguió a los gatos por la habitación. Eran rápidos, pero él lo era más. Eran ágiles, pero él lo era más. Él llevaba más tiempo en su traje de gato. Condujo a los gatos por la habitación, y Venganza de la Bruja los metió en el costal. Al final, sólo quedaban tres gatos en la sala del trono y eran el trío de gatos más bonito que uno pudiera imaginar. El resto de los gatos estaba dentro de la bolsa.
      —Buen trabajo, y muy veloz —dijo Venganza de la Bruja y, con su aguja, cosió el cuello del costal. La piel del Brujo Ausencia le sonrió a Chico, y un gato aprovechó para sacar su cabecita a través de la boca manchada y maulló. Entonces Venganza de la Bruja cosió también la boca de Ausencia y el agujero del otro extremo, aquel por donde había salido la casa. Sólo dejó abiertos los agujeros de las orejas y los ojos, así como las fosas nasales (que estaban llenas de pelo), para que los gatos dentro del costal pudieran respirar.

Venganza de la Bruja se echó el costal por encima del hombro y se levantó.
      —¿A dónde vas? —preguntó Chico.
      —Estos gatos tienen madres y padres —dijo Venganza de la Bruja—. Tienen madres y padres que los extrañan mucho.
      La gata miró fijamente a Chico y él decidió no insistir. Así que esperó en la casa con las dos princesas y el príncipe en sus nuevos trajes de gatos, mientras que Venganza de la Bruja fue al río. O tal vez fue al mercado y ahí los vendió. O quizá llevó a cada gato de nuevo al reino donde había nacido, a su verdadera casa, con sus verdaderos padres. Tal vez no fue tan cuidadosa como para asegurarse de que cada niño fuera devuelto a los padres que le correspondían. Después de todo, ella tenía prisa, de noche todos los gatos son pardos.
      Nadie supo a dónde fue, pero el mercado está más cerca que los palacios de los reyes y reinas cuyos hijos habían sido robados por el Brujo Ausencia, y el río está más cerca todavía.
      Cuando Venganza de la Bruja regresó a la casa de Ausencia, miró a su alrededor. La casa comenzaba a apestar realmente mal e incluso Chico se daba cuenta ahora.
      —Supongo que la princesa Margaret te dejó coger con ella —dijo Venganza de la Bruja como si hubiera estado pensando en eso mientras hacía sus mandados—.Y por eso las dejaste ir. No me importa, era una gatita mona. Capaz que incluso yo la hubiera dejado escapar.
      La gata le sostuvo la mirada a Chico y se dio cuenta de que él estaba confundido.
      —No importa —dijo ella.
      Entre las zarpas, Venganza de la Bruja tenía un cordel y un corcho que había untado con un trozo de grasa que le había cortado al Brujo Ausencia. Atravesó el corcho con el cordel y dijo que era un ratoncito bonito y veloz, y entonces engrasó también el cordel. Luego le dio a comer el resbaloso corcho al gatito atigrado que estaba acurrucado en el regazo de Chico. Cuando recuperó el corcho, volvió a engrasarlo y se lo dio al gatito negro, y luego al de las patitas delanteras blancas, de modo que tuvo a los tres gatos ensartados en el cordel.
      Venganza de la Bruja cosió el desgarrón en la bolsa de piel de gato y Chico metió en ella las coronas de oro. La bolsa pesaba casi tanto como antes. Venganza de la Bruja tomó la bolsa y Chico tomó el cordel engrasado entre los dientes, por lo que cuando salieron de casa de Ausencia los tres gatitos tuvieron que correr detrás de él.

Chico enciende un fósforo, y con él prende en fuego la casa del brujo muerto, Ausencia. Pero el excremento se quema muy despacio, si es que se quema, y la casa podría estar ardiendo todavía, a menos que alguien haya ido a apagarla. Y tal vez, algún día, alguien vaya a buscar peces en el río cerca de la casa y enganche su anzuelo en un costal lleno de príncipes y princesas empapados, apenados y retorciéndose en sus trajes de gato. Esa es una manera de pescar un marido o una esposa.

Chico y Venganza de la Bruja caminaron sin parar con los gatitos detrás de ellos. Caminaron hasta que llegaron a un pequeño pueblo muy cerca de donde había vivido la bruja madre de Chico y allí se instalaron, en una habitación que Venganza de la Bruja le alquiló a un carnicero. Cortaron el cordel engrasado, compraron una jaula y la colgaron de un gancho en la cocina. Pusieron a los tres gatitos en ella, pero Chico compró collares y correas, y de vez en cuando se las ponía a uno de los gatos y lo llevaba a dar un paseo por la ciudad.
      A veces se ponía su propio traje de gato y rondaba por los alrededores, pero Venganza de la Bruja lo regañaba si lo descubría vestido así. Hay modales campiranos y modales citadinos, y Chico era ya un chico de la ciudad.
      Venganza de la Bruja se encargaba de la casa. Hacía el aseo, cocinaba y tendía la cama de Chico por las mañanas. Como buen gato de bruja, siempre estaba atareada. Fundió las coronas de oro en una olla y acuñó monedas con ellas.
      Cuando tenía que salir a algún mandado, usaba un vestido y guantes de seda y se ponía un velo denso, e iba en un hermoso carruaje con Chico a su lado. Abrió una cuenta en un banco, e inscribió a Chico en una academia privada. Compró un terreno para construir una casa, y enviaba al muchacho a la escuela cada mañana, sin importarle cuánto llorara. Pero por la noche ella se quitaba la ropa y dormía en la almohada de Chico y él le peinaba el pelaje de color rojo y blanco.
      Algunas noches ella se retorcía y gemía, y cuando Chico le preguntaba qué pesadilla había tenido, ella le decía:
      —¡Tengo hormigas! ¿Puedes cepillarme para quitármelas? Si me amas, sé rápido y atrápalas.
      Pero nunca hubo hormigas.
      Un día, cuando Chico llegó a casa, ya no estaba el gatito de las patas delanteras blancas. Cuando le preguntó por él a Venganza de la Bruja, ella le dijo que el gatito se había caído de la jaula y por la ventana abierta al jardín y que antes de que ella pudiera reaccionar un cuervo se había abalanzado sobre él y se lo había llevado.
      Unos meses más tarde se mudaron a su nueva casa y Chico siempre tuvo mucho cuidado al entrar y salir, imaginando al gatito, allá abajo, en la oscuridad, bajo el umbral, debajo de su pie.

Chico creció. No tenía amigos en el pueblo ni en la escuela, pero cuando eres lo suficientemente grande, no necesitas amigos.
      Un día, mientras él y Venganza de la Bruja estaban cenando, alguien llamó a la puerta. Cuando Chico abrió, se encontró con Flora y Jack. Flora llevaba un abrigo de segunda mano de color parduzco y Jack lucía más que nunca como un manojo de varitas.
      —Chico —dijo Flora—, ¡qué grande estás!
      Ella se echó a llorar, y retorcía sus hermosas manos.
      Jack dijo, mirando a Venganza de la Bruja:
      —¿Y tú quién eres?
      Venganza de la Bruja le respondió:
       —¿Que quién soy yo? Yo soy uno de los gatos de tu madre, y tú eres un manojo de ramitas secas metido en un traje que te queda enorme. Pero no se lo diré a nadie si tú tampoco lo haces.
      Jack rio por la nariz y Flora dejó de llorar. Ella empezó a examinar la casa, que era soleada y grande y estaba bien amueblada.
      —Hay espacio suficiente para los dos —dijo Venganza de la Bruja—, si Chico no tiene inconveniente.
      Chico pensó que su corazón iba a estallar de felicidad de tener a su familia reunida de nuevo. Llevó a Flora a una habitación de la planta alta y a Jack a otra. Entonces volvieron a bajar y cenaron otra vez. Chico y Venganza de la Bruja escucharon, y los gatos en su jaula colgante también escucharon, mientras que Flora y Jack relataron sus aventuras.
      Un ladrón se había llevado el bolso mágico de Flora, y, tras vender el automóvil de la bruja, perdieron todo el dinero en una partida de cartas. Flora encontró a sus padres, pero eran un par de viejos sinvergüenzas que no le encontraron a su hija ninguna utilidad (ella estaba muy grande como para que la vendieran de nuevo: se habría dado cuenta de inmediato de lo que tramaban). Flora entró a trabajar en una tienda de departamentos y Jack encontró trabajo como taquillero en un cine. Se habían separado y se habían reconciliado, y luego se habían enamorado de otras personas y sufrido muchas decepciones. Finalmente habían decidido ir a la casa de la bruja para ver si podían quedarse a vivir en ella o sacar de ahí alguna cosa de valor que quedara para venderla.
      Pero la casa, por supuesto, se había quemado. Mientras discutían sobre qué hacer a continuación, Jack había olido a Chico, su hermano, en el pueblo. Así que allí estaban.
      —Vivirán aquí, con nosotros —dijo Chico.

      Jack y Flora dijeron que no podían hacer eso. Ellos tenían ambiciones, dijeron. Tenían planes. Se quedarían por una semana o dos, y entonces se irían de nuevo. Venganza de la Bruja asintió y dijo que eso era sensato.
      Todos los días, Chico llegaba de la escuela y volvía a salir, con Flora, en una bicicleta para dos. O se quedaba en casa y Jack le enseñaba a sostener una moneda entre dos dedos y a seguir la bolita, para saber dónde quedaba al pasar de una copa a otra. Venganza de la Bruja les enseñó a jugar bridge, aunque Flora y Jack no podían hacer equipo: peleaban entre ellos como si fueran un matrimonio amargado.
      —¿Qué quieres? —le preguntó Chico a Flora un día. Estaba recargado en ella, deseando ser todavía un gato para poder sentarse en su regazo. Ella olía a secretos—. ¿Por qué te tienes que ir de nuevo?
      Flora acarició la cabeza de Chico y le dijo:
      —¿Qué quiero? Quiero no tener que preocuparme por el dinero. Quiero casarme con un hombre y saber que nunca me va a engañar o a abandonarme.
      Ella miraba a Jack mientras lo decía.
      Jack dijo:
      —Yo quiero una esposa rica que no me esté reclamando cosas todo el tiempo, que no se pase el día metida en la cama, envuelta en las cobijas, llorando y diciéndome que soy un manojo de ramitas.
      Y él miraba a Flora mientras lo decía.
      Venganza de la Bruja dejó el suéter que estaba tejiendo para Chico. Miró a Flora y miró a Jack y luego miró a Chico.
      Chico fue a la cocina y abrió la puerta de la jaula colgante. Sacó a los dos gatos y se los llevó a Flora y Jack.
      —Tengan —dijo—. Un marido para ti, Flora, y una esposa para Jack. Un príncipe y una princesa, ambos hermosos, y bien educados, y acaudalados, eso sin duda.
      Flora tomó en sus manos al gatito y dijo:
      —¡No te burles de mí, Chico! ¿Cómo crees que voy a casarme con un gato?
      Venganza de la Bruja dijo:
      —El truco está en mantener sus trajes de gato en un escondite. Y si se ponen de mal humor o te tratan mal, los metes de nuevo en su piel de gato, la coses, los pones en una bolsa y los echas al río.
      Entonces ella sacó una garra y abrió con ella la piel del traje del gato de color atigrado, y Flora se encontró sosteniendo a un hombre desnudo. Flora gritó y lo dejó en el suelo. Él era un hombre apuesto, guapo, y tenía porte de príncipe. No era un hombre al que alguien pudiera confundir con un gato. Se puso de pie e hizo una reverencia, muy elegante, a pesar de que estaba desnudo. Flora se sonrojó, pero parecía satisfecha.

      —Ve y busca algo de ropa para el príncipe y la princesa —dijo Venganza de la Bruja a Chico. Cuando regresó, había una princesa desnuda escondida detrás del sofá, y Jack la miraba de reojo.
      Unas semanas después de eso, hubo dos bodas. Flora se fue con su nuevo marido y Jack se fue con su nueva esposa. Tal vez vivieron felices para siempre.
      Venganza de la Bruja le dijo a Chico
      —No tenemos ninguna esposa para ti.
      Él se encogió de hombros:
      —Todavía soy muy joven —dijo.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, Chico sigue creciendo. Su espalda apenas cabe en la piel de gato. Los botones se estiran cuando se la abrocha. Su pelaje de adulto –su piel de gente– está saliendo. Por la noche él sueña.
      El tacón del zapato de su madre la bruja pega contra la ventana de vidrio. La princesa está ahorcada en el zarzal. Ella está levantando su vestido, para que pueda verse el pelaje de gato ahí abajo. Ahora ella está debajo de la casa. Ella quiere casarse con él, pero la casa se ??va a derrumbar si él la besa. Él y Flora son niños de nuevo, en la casa de la bruja. Flora se levanta la falda y le dice, ¿ves mis pelos? Hay pelos ahí, de gato, un gato entero, vivo, asomándose, pero no se ve como ningún gato que él haya visto nunca. Él dice a Flora, yo también tengo pelos. Pero no es lo mismo.
      Por fin sabe qué fue lo que pasó con la cosa pequeña, hambrienta, desnuda, que lo estuvo siguiendo en el bosque, por fin sabe a dónde fue. Se metió en su piel de gato, mientras él dormía, y luego se metió más profundo, bajo la piel de Chico, y luego, todavía fría y triste y hambrienta, se acurrucó dentro de su pecho. Se lo está comiendo por dentro, y cada vez crece más, y un día no quedará nada de Chico, sólo quedará eso, un niño hambriento y sin nombre dentro de la piel de Chico.
      Chico gime entre sueños.
      Hay hormigas en la piel de Venganza de la Bruja, y se salen de entre las costuras y marchan entre las sábanas y le muerden por debajo de los brazos y entre las piernas donde le está creciendo pelo, y lastima, duele mucho. Chico sueña que Venganza de la Bruja despierta ahora, y viene y le lame todo el cuerpo, hasta que el dolor se derrite. El cristal de la ventana se derrite. Las hormigas marchan en retirada en su largo cordel engrasado.
      —¿Qué quieres? —le pregunta Venganza de la Bruja.
      Chico ya no está soñando. Él dice:
      —¡Quiero a mi madre!
      La luz de la luna entra por la ventana e ilumina su cama. Venganza de la Bruja se ve muy hermosa en el claro de luna: se ve como una reina, como una daga, como una casa en llamas, como un gato. Su pelaje brilla. Sus bigotes parecen hilo encerado cosido a su cara. Venganza de la Bruja dice:
      —Tu madre está muerta.
      —Quítate la piel —dice Chico. Está llorando y Venganza de la Bruja lame sus lágrimas. La piel de Chico pica por todas partes y debajo de la casa algo pequeño se lamenta—. Devuélveme a mi madre.
      —¿Y si no soy tan hermosa como me recuerdas? —dice su madre, la bruja, Venganza de la Bruja—. Estoy llena de hormigas. Si me quito la piel, todas las hormigas se derramarán, y no quedará nada de mí.
      Chico dice:
      —¿Por qué me dejaste solo?
      Su madre la bruja dice:
      —Nunca te dejé solo, ni siquiera por un minuto. Cosí mi muerte en una piel de gato para poder estar contigo.
      —¡Quítatela! ¡Deja que te vea! —dice Chico.
      Venganza de la Bruja niega con la cabeza y dice:
      —Mañana en la noche. Pídemelo de nuevo, mañana en la noche. ¿Cómo puedes pedirme una cosa así, y cómo puedo yo negártela? ¿Sabes lo que me estás pidiendo que haga?
      Toda la noche, Chico cepilla el pelaje de su madre. Sus dedos buscan las costuras de la piel de gato. Cuando Venganza de la Bruja bosteza, y abre su hocico, él se asoma dentro, con la esperanza de ver el rostro de su madre aunque sea un instante. Mientras tanto, él puede sentir cómo va haciéndose más y más chico. En la mañana será tan pequeño que cuando trate de ponerse su piel de gato, apenas será capaz de abotonarlo. Será tan chiquito que lo podrías confundir con una hormiga; y cuando Venganza de la Bruja bostece, y abra bien grande el hocico, él se escurrirá dentro, bajará hasta su panza, encontrará a su madre. Si es posible, ayudará a su madre a abrir la piel de gato desde dentro para que ella pueda salir de nuevo, y si ella no sale, entonces él tampoco saldrá. Vivirá ahí, del modo en que los marineros a veces viven dentro de un pez que se los ha tragado, y se encargará de los quehaceres dentro de la casa que es la piel de su madre.

Este es el final de la historia. La princesa Margaret crece para mater brujas y gatos. Si no lo hace ella, entonces alguien más tendrá que hacerlo. Las brujas no existen y tampoco existen los gatos. Sólo existen personas vestidas con trajes de piel de gato. Tienen sus razones y ¿quién se atrevería a decirles que no deben vivir de ese modo, felices para siempre, hasta que las hormigas se hayan llevado todo el tiempo que existe, para construir con él algo nuevo y mejor?

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Cuatro cuentos de Juan José Arreola

Este año se cumple el centenario de Juan José Arreola (1918-2001), gran narrador mexicano del siglo XX, muy influyente y querido por muchos lectores hasta el día de hoy. Sus cuentos son relativamente fáciles de encontrar en versiones impresas y digitales; sin embargo, los cuatro que siguen a continuación son menos conocidos que sus relatos clásicos (como «El guardagujas» o «En verdad os digo») y me pareció que valía la pena ofrecerlos juntos. Todos son muy breves y enigmáticos; todos le dieron al menos a un lector (a mí) un vistazo de lo inquietante y lo estremecedor que puede ser el cuento brevísimo.
      Los leí, hace muchos años, en Mi confabulario (1979), que es una de las muchas versiones del Confabulario: el libro de relatos central en la obra de Arreola.

Arreola (fuente)

Achtung! Lebende Tiere!

Había una vez una niña chiquita, chiquita, que daba mucha lata en el zoológico. Se metía en la jaula de las bestias dormidas y les tiraba la cola. El brusco despertar de los feroces era precisamente la salvación de la criatura que se escapaba corriendo.
      Pero un día la niña fue a dar con un león flaco, desprestigiado y solitario que no se dio por aludido. La niña abandonó los tirones de cola y pasó a mayores. Se puso a hacerle cosquillas al dormido y le revolvió una por una todas las ideas de la melena. Ante aquella total ausencia de reflejos, se proclamó en voz alta domadora de leones. La fiera volvió entonces dulcemente la cabeza y se tragó a la niña de un solo bocado.
      Las autoridades del zoológico pasaron un mal rato porque la noticia salió en todos los periódicos. Los comentaristas pusieron el grito en el cielo y criticaron las leyes del universo, que consienten la existencia de leones hambrientos junto a incompatibles niñas maleducadas.

*

Interview

—Finalmente, a los lectores les gustaría saber en qué trabaja usted por ahora. ¿Podría decirlo?
      —Anoche se me ocurrió algo, pero no sé, no sé…
      —Dígalo usted de todas maneras.
      —Se trata de algo así como una ballena. Es la esposa de un joven poeta, digamos, de un hombre común y corriente.
      —¡Ah, ya! La ballena que se comió a Jonás.
      —Sí, sí, pero no sólo a Jonás. Es una especie de ballena total que lleva dentro de sí a todos los peces que se han ido comiendo uno a otro, claro, siempre el más grande al más chico, y comenzando por el microscópico infusorio.
      —¡Muy bien, muy bien! Yo también pensaba de niño en un animal así, pero creo que era más bien un canguro cuya bolsa…
      —Bueno, en realidad no tendría yo inconveniente en cambiar la imagen de la ballena por la del canguro. Me simpatizan los canguros, con esa gran bolsa en que bien puede caber el mundo. Sólo que, sabe usted, tratándose de la esposa de un joven poeta, es mucho más sugerente la imagen de la ballena. Una ballena azul, si usted prefiere, para no dejar a un lado la galantería.
      —¿Y cómo nació en usted tal idea?
      —Es dádiva del mismo poeta, esposo de la ballena.
      —¿Cómo es eso?
      —En uno de sus poemas más bellos se concibe a sí mismo como una rémora pequeñita adherida al cuerpo de la gran ballena nocturna, la esposa dormida que lo conduce en su sueño. Esa enorme ballena femenina es más o menos el mundo, del cual el poeta sólo puede cantar un fragmento, un trozo de la dulce piel que lo sustenta.
      —Me temo que sus palabras desconcierten a nuestros lectores. Y el señor director, usted sabe…
      —En tal caso, dé usted un giro tranquilizador a mis ideas. Diga sencillamente que a todos, a usted y a mí, a los lectores del periódico y al señor director, nos ha tragado la ballena. Que vivimos en sus entrañas, que nos digiere lentamente y que poco a poco nos va arrojando hacia la nada…
      —¡Bravo! No diga usted más; es perfecto, y muy dentro del estilo de nuestro periódico. Por último ¿podría cedernos una fotografía suya?
      —No. Prefiero dar a usted una vista panorámica de la ballena. Allí estamos todos. Con un poco de cuidado se me puede distinguir muy bien -no recuerdo exactamente dónde- envuelto en un pequeño resplandor.

*

Autrui

Lunes. Sigue la persecución sistemática de ese desconocido. Creo que se llama Autrui. No sé cuándo empezó a encarcelarme. Desde el principio de mi vida tal vez, sin que yo me diera cuenta. Tanto peor.

Martes. Caminaba hoy tranquilamente por calles y plazas. Noté de pronto que mis pasos se dirigían a lugares desacostumbrados. Las calles parecían organizarse en laberinto, bajo los designios de Autrui. Al final, me hallé en un callejón sin salida.

Miércoles. Mi vida está limitada en estrecha zona, dentro de un barrio mezquino. Inútil aventurarse más lejos. Autrui me aguarda en todas las esquinas, dispuesto a bloquearme las grandes avenidas.

Jueves. De un momento a otro temo hallarme frente a frente y a solas con el enemigo. Encerrado en mi cuarto, ya para echarme en la cama, siento que me desnudo bajo la mirada de Autrui.

Viernes. Pasé todo el día en casa, incapaz de la menor actividad. Por la noche surgió a mi alrededor una tenue circunvalación. Cierta especie de anillo, apenas más peligroso que un aro de barril.

Sábado. Ahora desperté dentro de un cartucho exagonal, no mayor que mi cuerpo. Sin atreverme a tocar los muros, presentí que detrás de ellos nuevos hexágonos me aguardan.
      Indudablemente, mi confinación es obra de Autrui.

Domingo. Empotrado en mi celda, entro lentamente en descomposición. Segrego un líquido espeso, amarillento, de engañosos reflejos. A nadie aconsejo que me tome por miel…
      A nadie naturalmente, salvo al propio Autrui.

*

Informe de Liberia

Como ocurre siempre entre mujeres, el rumor se ha propalado de boca en boca, y una legión de embarazadas nerviosas consulta en vano a los médicos circunspectos. El número de bodas decrece sensiblemente en tanto que prospera de modo alarmante el comercio de los anticonceptivos.
      Ante el mutismo de las organizaciones científicas, los periodistas recurrieron en mala hora a la Asociación de Parteras Autodidactas. Gracias a la presidenta, una matrona gruesa, estéril y charlatana, el chismorreo ha tomado un giro definitivamente siniestro: en todas partes los niños se niegan a nacer por las buenas y los cirujanos no se dan abasto practicando operaciones cesáreas y maniobras de Guillaumin. Por si fuera poco, la APA acaba de incluir en su catálogo de publicaciones clandestinas el relato pormenorizado de dos comadronas que que lucharon a brazo partido con un infante rebelde, un verdadero demonio que por más de veinticuatro horas se debatió entre la vida y la muerte sin tomar para nada en cuenta los sufrimientos de su madre. Anclándose como un pocero sobre los huesos iliacos y agarrándose de las costillas, dio tales muestras de resistencia que las señoras se cruzaron finalmente de brazos dejándolo hacer su voluntad…
      Como era de esperarse, los psicoanalistas son los únicos hombres de ciencia que han abierto la boca: atribuyen el fenómeno a una especie de histeria colectiva y piensan que son las mujeres y no los niños quienes se conducen en el parto de una manera anormal. Con ello expresan una clara censura al hombre de nuestros días. Tomando en cuenta el carácter explosivo del alumbramiento, un psiquiatra afirma encantado de la vida que la rebelión de los nonatos, aparentemente sin causa, es una verdadera Cruzada de los Niños contra las pruebas atómicas. Ante la sonrisa burlona de los ginecólogos, concluye su alegato con ingenuidad flagrante, insinuando la idea de que tal vez no sea este en que vivimos el mejor de los mundos posibles.

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El hombre de hielo

Este sitio estuvo en reparación por varios meses; este cuento es el segundo de una tanda de varios para compensar el tiempo de inactividad. Es una narración del japonés Haruki Murakami (1949), eterno candidato del premio Nobel, con tantos detractores como admiradores pero (pienso) maestro indiscutible de una imaginación muy especial.
      Esta traducción de «El hombre de hielo» –relato sobre la sumisión, y la complejidad de la vida en pareja– proviene de esta página, que a su vez la toma del libro Sauce ciego, mujer dormida (2006).

Murakami. (fuente)

EL HOMBRE DE HIELO
Haruki Murakami

Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.
      —Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.
      En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:
      —Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así —dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.
      El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.
      No era lo que se dice guapo, aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en un cuerpo artificial.
      Me quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.
      A la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.
      La tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.
      Tiendo a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así.
      —¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.
      Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.
      —No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve.
      Encima de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo escarchado. No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
      —¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de hielo.
      —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo por hablar conmigo.
      Nos sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.
      —¿Estás solo? —le pregunté.
      —Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar.
      —No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho, casi no esquío.
      Había tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.
      En lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.
      —No entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—. ¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente?
      —No, no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti.
      —¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté.
      —No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo.
      —Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.
      Nos volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de él.
      —¿Por qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?
      Me observó un rato y luego sacudió la cabeza.
      —No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado. No sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.
      El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
      Me enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.
      Yo acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.
      Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él.
      —Estás muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.
      Sus preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de la gente.
      De modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.
      Rentamos un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos molestaran.
      Cuando él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto a mí como al mundo.
      Al principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de millones de años —todos los pasados del mundo— se almacenaban.
      En nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del barrio.
      Mi madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.
      Así que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.
      Por eso un día le dije a mi marido:
      —¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado?
      —¿Un viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo?
      —No es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo. ¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco?
      El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las rodillas y dijo:
      —Bueno, si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir?
      —¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.
      Al oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante: —De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas? Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza. Luego asentí.
      Con el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.
      Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije:
      —Olvidémonos de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.
      Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo:
      —No, España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.
      La verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
      Y entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto. Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme.
      —Tuve una pesadilla —le decía.
      —Es sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes?
      —Sí —decía yo pese a no estar convencida.
      No hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
      Al bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo:
      —¿Es éste el sitio que querías conocer?
      —Sí —respondí—. Así es.
      El desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.
      Mi esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me cuidara yo sola. Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.
      Al final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.
      Aun al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para esquiadores. Sin embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.
      —Ha llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la primavera.
      Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.
      Ahora ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua.
      —¿Ves cuánto te amo? —murmura. Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.

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El sombrero de Mateo

Esta historia de una tragedia cotidiana (pero con un protagonista sumamente inusual) fue escrita por la ilustradora y narradora mexicana Valeria Gascón (1989). Su trabajo literario ha aparecido en varias antologías (incluyendo Emergencias, que yo compilé para la editorial Lectorum en 2014) y actualmente estudia un posgrado en Glasgow, Escocia.

Valeria Gascón

EL SOMBRERO DE MATEO
Valeria Gascón

Mateo llega arrastrando los pies. Es poco más de la medianoche. La cabeza le pesa. El dolor en sus orejas es insoportable. Se quita la pajarita y la deja sobre el buró. No prende la luz. Se acuesta intentado no moverse. Sabe que ella está despierta pero prefiere actuar como si no lo estuviera. Apenas pone la cabeza en la almohada la escucha:
      —¿Por qué tan tarde, Mateo?
      Ella ni siquiera voltea a verlo. Le habla dándole la espalda.
      —Ya te había dicho Rosa, hoy nos quedamos a ensayar el número. Debe salir impecable, Los niños cada vez preguntan más y están muy atentos. Ya no se les engaña tan fácil y se aburren rápido.
      —¿Te van a pagar horas extras? ¿Preguntaste ya por las vacaciones?
      —No, aún no. La próxima vez preguntaré. Cuando se dé la oportunidad lo haré, te lo prometo.
      Rosa guarda silencio. Se remueve entre las sábanas. Ni siquiera le dice buenas noches. Mateo se da cuenta que ella se ha dormido cuando la escucha roncar. Él intenta conciliar el sueño pero no le es posible. El dolor de orejas lo está matando. Se pone las pantuflas y va hacia la cocina. En el refrigerador no hay más que zanahorias y una cerveza.
      —Lo hace a propósito—piensa—, sabe que no me gustan. Que sólo las como en el trabajo. Cómo debe de ser.
      Saca la cerveza y la destapa. Mira por la ventana. La ciudad está despierta. El sonido de los carros y la gente es algo que siempre lo ha cautivado. Suspira, es verdad. Detesta reconocerlo pero es verdad. El trabajo cada vez es más escaso. Y por si fuera poco mucho más difícil. Se le hacen ya lejanos, muy lejanos, los recuerdos de los niños sonriendo. Felices. Con la sorpresa colgada en sus ojos cada vez que él salía del sombrero. Sí, las orejas le dolían siempre. Sentía que iba a desgarrarse. A caer al piso sin ellas. Pero nada valía tanto como la sonrisa de los niños. O sus deseos de tomarlo en sus manos. De acariciarlo un momento. Él y nadie más era la estrella en ese número. Y vivía para eso. ¿Qué importaba que no tuviera vacaciones? ¿Qué le pagaran el mínimo? Rosa no lo entendía. Tal vez no podía entenderlo. ¿Por qué quería irse de aquí? Se habían conocido en la ciudad. Ella estaba de vacaciones, toda su familia era del campo. Cuando comenzaron a salir él nunca le mintió. Nunca le ocultó su pasión por la magia. La escucha removerse en la cama. La quiere. En verdad la ama. Pero detesta la idea de irse de esta ciudad, de trabajar en otra cosa. No podría soportarlo.
      Deja el envase de cerveza vacío en el basurero. Se va al baño y humedece su cara. Mira su rostro en el espejo. Se está haciendo viejo. Y no sabe que más hacer además de ser un conejo de sombrero. Un conejo que se esconde en el compartimento secreto de un farsante y es jalado bruscamente para ser mostrado a los niños con su mejor cara de susto. (Ha practicado mucho en ella. Horas invertidas para lograr el mejor gesto.)
      Rosa está en la puerta. Él la ve por el espejo. No es quien solía ser. Pero sigue siendo bella. Un rictus de amargura le ha poseído en los últimos meses el rostro, aunque Mateo confía en que pronto se le borrará.
      —¿Qué estás haciendo?
      —No podía dormir. Vine a refrescarme un momento. Ahora regreso a dormir.
      Rosa suspira. Se le acerca. Él voltea para verla de frente. Ella le da un beso en la mejilla y le acaricia las orejas.
      —Estoy cansada de verte venir casi todas las noches con los pies arrastrando. Con las orejas amoratadas y cada vez más triste. Ya estamos haciéndonos viejos, Mateo. Y tu trabajo es muy pesado. ¿Por qué no dejamos todo esto? Este hoyo que tenemos por casa. ¿Por qué no ahorramos un poco y nos vamos de aquí? A otro lugar mejor. Dónde tú y yo podamos descansar a gusto.
      Él la mira. A Rosa se le han llenado los ojos de lágrimas. Detesta hacerle esto.
      —Déjame pensarlo. Déjame considerarlo esta semana ¿si? Y ya veremos.
      Rosa deja caer las manos. Hace una mueca de fastidio y se va. Cuando ya está de espaldas le dice con la voz quebrada pero envuelta en coraje:
      —No me mientas Mateo, sabes que no lo soporto. Voy a dormir un poco más. Trabajo hoy de madrugada.
      La ve irse. Regresa a acostarse de nuevo, pero no puede conciliar el sueño. Pasa la noche en vela. Le emociona pensar que en unas horas tendrá una función de cumpleaños. Es al aire libre. Esas fiestas son sus preferidas. Usualmente los niños piden cargarlo un momento y lo dejan en el jardín andar un rato, y él puede actuar como un conejo inocente, sorprendido por el pasto y las personas.
      Rosa ya se ha ido. Apenas y le dirigió la palabra cuando se fue a trabajar. La siente hastiada. Ya la ha visto así antes, aunque tal vez nunca tan fastidiada. Se le ocurre que pedirá un par de días libres para estar con ella y está seguro que con eso la idea de irse se le pasará. Se mete a bañar. Se arregla. Siempre ha sido un buen detalle el ponerse la corbata de moñito. Al verla los niños siempre se deshacen de ternura.
      El calor es asfixiante. La fiesta ha sido programada para el medio día y el está encerrado en el sombrero sin poder salir. Su número se acerca. El sombrero ha sido ya movido y ha escuchado los tres golpecitos, la señal.
      Todo pasa rápido: la luz que lo ciega, el dolor en las orejas, su cara de espanto. Ha salido perfecto. Hay algunos aplausos. Alguien pide cargarlo un momento. Es para él como el equivalente a dar autógrafos. Estar en contacto con su público. Se lo han dado a un niño que parece mayor que todos los demás. El niño lo acaricia. Pero es brusco. Le da palmadas en la cabeza una y otra vez. A Mateo no le agrada. De la nada, el niño lo avienta por los aires. Alguien más se aproxima a él. Antes de que pueda caer al pasto recibe una patada en la cabeza. El dolor es tremendo. Luego, ya no recuerda nada.
      De regreso a su casa después de ser atendido (una costilla rota, las orejas severamente lesionadas, derrame en el ojo izquierdo) lo entiende. Ahoga el llanto y respira profundo. Rosa tenía razón, ya está viejo para este trabajo. Sólo de recordar por lo que acaba de pasar un escalofrío lo cruza entero. Empacarán sus cosas, se irán mañana. Tal vez el padre de Rosa le pueda conseguir trabajo allá. Tal vez por fin puedan darse el lujo de tener familia.
      Mientras sube las escaleras a su departamento nota que está decidido. Y que la idea de hacerla feliz, reafirma que está haciendo lo correcto. Cuando llega a su puerta e intenta meter la llave, nota que está abierta. No necesita terminar de entrar para saberlo: sabe que en la mesa de la cocina hay una nota con su nombre escrita por ella. Sabe que no estarán sus vestidos en el armario. Sabe que ella se ha ido.

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El mortal inmortal

Este año se cumplen 200 de la aparición de la novela Frankenstein (1818), una de las novelas más influyentes de la cultura occidental, obra de la escritora inglesa Mary Shelley (1797-1851). Ésta fue editora, articulista y pensadora política además de narradora. «The Mortal Immortal» –publicado en 1833 en el anuario literario The Keepsake– es una muestra de un tema importante de su obra: los cambios de perspectiva que implican las situaciones extraordinarias, y que pueden llevar a quienes los experimentan a comprender de otra manera a sí mismos y a quienes los rodean. Winzy, el protagonista, gana por accidente la inmortalidad, y descubre que lo que le parecía una bendición se convierte en una tortura, al obligarlo a la soledad y el alejamiento del resto de los seres humanos. Esta versión anda circulando por la red sin crédito de traductor y la revisaré un poco en las semanas por venir.

EL MORTAL INMORTAL
Mary Shelley

Día 16 de julio de 1833. Éste es un aniversario memorable para mí; ¡hoy cumplo trescientos veintitrés años!
      ¿El Judío Errante?… Seguro que no. Más de dieciocho siglos han pasado por encima de su cabeza. En comparación con él, soy un Inmortal muy joven.
      ¿Soy, entonces, inmortal? Ésa es una pregunta que me he formulado a mí mismo, día y noche, desde hace trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta. He detectado una cana entre mi pelo castaño, hoy precisamente. Eso significa, con toda seguridad, deterioro. Pero puede haber permanecido escondida ahí durante trescientos años; a algunas personas se les vuelve completamente blanco el cabello antes de los veinte años de edad.
      Contaré mi historia, y que el lector juzgue por mí. Al menos, así conseguiré pasar algunas horas de una larga eternidad que se me hace tan tediosa. ¡Eternamente! ¿Es eso posible? ¡Vivir eternamente! He oído de encantamientos en los cuales las víctimas son sumidas en un profundo sueño, para despertar, tras un centenar de años, tan frescas como siempre; he oído hablar de los Siete Durmientes… De modo que ser inmortal no debería ser tan opresivo para mí; pero, ¡ay!, el peso del interminable tiempo…, ¡el tedioso pasar de la procesión de las horas! ¡Qué feliz fue el legendario Nourjahad! Mas en cuanto a mí…
      Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como su arte me ha hecho a mí. Todo el mundo ha oído hablar también de su discípulo, que, descuidadamente, dejó en libertad al espíritu maligno durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia de este accidente, verdadera o falsa, le ocasionó muchos problemas al renombrado filósofo.
      Todos sus discípulos le abandonaron, sus sirvientes desaparecieron… Se encontró sin nadie que fuera añadiendo carbón a sus permanentes fuegos mientras él dormía, o vigilara los cambios de color de sus medicinas mientras él estudiaba. Experimento tras experimento fracasaron, porque un par de manos eran insuficientes para completarlos; los espíritus tenebrosos se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.
      Yo era muy joven por aquel entonces —y muy pobre—, y estaba muy enamorado. Había sido durante casi un año pupilo de Cornelius, aunque estaba ausente cuando aquel accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no regresara a la morada del alquimista. Temblé al escuchar el terrible relato que me hicieron; no necesité una segunda advertencia. Y cuando Cornelius vino y me ofreció una bolsa de oro si me quedaba bajo su techo, sentí como si el propio Satán me estuviera tentando. Mis dientes castañetearon, todo mi pelo se erizó, y eché a correr tan rápido como mis temblorosas rodillas me lo permitieron.
      Mis vacilantes pies se dirigieron hacia el lugar al que durante dos años se habían sentido atraídos cada atardecer…, un agradable arroyo espumeante de cristalina agua, junto al cual paseaba una muchacha de pelo oscuro, cuyos radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a recorrer cada noche. No puedo recordar un momento en que no haya estado enamorado de Bertha; habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia.
      Sus padres, al igual que los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra mutua atracción había sido una fuente de placer para ellos.
      En una aciaga hora, sin embargo, una fiebre maligna se llevó a la vez a su padre y a su madre, y Bertha quedó huérfana. Hubiera hallado un hogar bajo el techo de mis padres pero, desgraciadamente, la vieja dama del castillo cercano, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de entonces Bertha se vio ataviada con sedas y viviendo en un palacio de mármol, y parecía como si hubiera sido altamente favorecida por la fortuna. No obstante, pese a su nueva situación y sus nuevas relaciones, Bertha permaneció fiel al amigo de sus días humildes. A menudo visitaba la casa de mi padre, y aun cuando tenía prohibido ir más allá, con frecuencia se dirigía paseando hacia el bosquecillo cercano y se encontraba conmigo junto a aquella umbría fuente.
      Solía decir que no sentía ninguna obligación hacia su nueva protectora que pudiera igualar a la devoción que la unía a nosotros.
      Sin embargo, yo seguía siendo demasiado pobre para poder casarme, y ella empezó a sentirse incomodada por el tormento que sentía en relación a mí. Tenía un espíritu noble pero impaciente, y cada vez se mostraba más irritada por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos reuníamos tras una ausencia por mi parte, y ella se había sentido sumamente acosada mientras yo estaba lejos.
      Se quejó amargamente, y casi me reprochó el ser pobre. Yo repliqué rápidamente:
      —¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, muy pronto podría ser rico.
      Esta exclamación acarreó un millar de preguntas. Temí impresionarla demasiado revelándole la verdad, pero ella supo sacármela; y luego, lanzándome una mirada de desdén, dijo:
      —¡Pretendes amarme, y temes enfrentarte al demonio por mí!
      Protesté que solamente había temido ofenderla a ella, mientras que ella no hacía más que hablar de la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así animado —y avergonzado por ella—, y empujado por mi amor y por la esperanza y riéndome de mis anteriores miedos, regresé a paso rápido y con el corazón ligero a aceptar la oferta del alquimista, e instantáneamente me vi instalado en mi puesto.
      Transcurrió un año. Ya era poseedor de una suma de dinero para nada insignificante. El hábito había hecho desvanecerse mis temores. Pese a toda mi atenta vigilancia, jamás había detectado la huella de un pie hendido; ni el estudioso silencio ni nuestra morada fueron perturbados jamás por aullidos demoníacos.
      Yo seguí manteniendo mis entrevistas clandestinas con Bertha, y la esperanza nació en mí… La esperanza, pero no la alegría perfecta, porque Bertha creía que amor y seguridad eran enemigos, y se complacía en dividirlos en mi pecho. Aunque de buen corazón, era en cierto modo de costumbres coquetas; y yo me sentía tan celoso como un turco. Me despreciaba de mil maneras, sin querer aceptar nunca que estaba equivocada. Me volvía loco de irritación, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces me reprochaba que yo no era suficientemente sumiso, y luego me contaba alguna historia de un rival, que gozaba de los favores de su protectora. Estaba rodeada constantemente por jóvenes vestidos de seda, ricos y alegres.
      ¿Qué posibilidades tenía el ayudante de Cornelius, pobremente vestido, comparado con ellos?
      En una ocasión, el filósofo exigió tanto de mi tiempo que no pude ir al encuentro de Bertha como era mi costumbre. Estaba dedicado a algún trabajo importante, y me vi obligado a quedarme, día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparaciones químicas. Mi amada me aguardó en vano junto a la fuente. Su espíritu altivo llameó ante este abandono; y cuando finalmente pude salir, robándole unos pocos minutos al tiempo que se me había concedido para dormir, y confié en ser consolado por ella, me recibió con desdén, me despidió despectivamente y afirmó que ningún hombre que no pudiera estar por ella en dos lugares a la vez poseería jamás su mano. ¡Se desquitaría de aquello! Y realmente lo hizo.
      En mi sucio retiro oí que había estado cazando, escoltada por Albert Hoffer. Albert Hoffer era uno de los favorecidos por su protectora, y los tres pasaron cabalgando junto a mi ahumada ventana.
      Me parece que mencionaron mi nombre; fue seguido por una carcajada de burla, mientras los oscuros ojos de ella miraban desdeñosos hacia mi morada.
      Los celos, con todo su veneno y toda su miseria, penetraron en mi pecho. Derramé un torrente de lágrimas, pensando que nunca podría proclamarla mía; y luego maldecí un millar de veces su inconstancia. Pero mientras tanto, seguí avivando los fuegos del alquimista, seguí vigilando los cambios de sus incomprensibles medicinas.
      Cornelius había estado vigilando también durante tres días y tres noches, sin cerrar los ojos. Los progresos de sus alambiques eran más lentos de lo que esperaba; pese a su ansiedad, el sueño pesaba sobre sus ojos. Una y otra vez arrojaba la somnolencia lejos de sí, con una energía más que humana; una y otra vez obligaba a sus sentidos a permanecer alertas. Contemplaba anhelante sus crisoles.
      —Aún no están a punto —murmuraba—. ¿Deberá pasar otra noche antes de que el trabajo esté realizado? Winzy, tú sabes estar atento, eres constante… Además, la noche pasada dormiste. Observa esa redoma de cristal. El líquido que contiene es de un color rosa suave; en el momento en que empiece a cambiar de aspecto, despiértame… Hasta entonces podré cerrar un momento los ojos.
      »Primero debe volverse blanco, y luego emitir destellos dorados; pero no aguardes hasta entonces; cuando el color rosa empiece a palidecer, despiértame».
      Apenas oí las últimas palabras, murmuradas casi en medio del sueño. Sin embargo, dijo aún:
      —Y Winzy, muchacho, no toques la redoma… No te la lleves a los labios; es un filtro…, un filtro para curar el amor. No querrás dejar de amar a tu Bertha… ¡Cuidado, no bebas!
      Y se durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y yo apenas oí su regular respiración. Durante unos minutos observé las redomas…; la apariencia rosada del líquido permanecía inamovible.
      Luego mis pensamientos empezaron a divagar… Visitaron la fuente, y se recrearon en un millar de agradables escenas que ya nunca volverían… ¡Nunca! Serpientes y víboras anidaron en mi cabeza mientras la palabra «¡Nunca!» se semiformaba en mis labios. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca me sonreiría a mí como aquella tarde le había sonreído a Albert. ¡Mujer despreciable y ruin! No me quedaría sin vengarme… Haría que viera a Albert expirar a sus pies; ella no era digna de morir a mis manos. Había sonreído desdeñosa y triunfante… Conocía mi miseria y su poder. Pero ¿qué poder tenía?… El poder de excitar mi odio, todo mi desprecio, mi… ¡Todo menos mi indiferencia! Si pudiera lograr eso…, si pudiera mirarla con ojos indiferentes, transferir mi rechazado amor a otro más real y merecido… ¡Eso sería una auténtica victoria!
      Un resplandor llameó ante mis ojos. Había olvidado la medicina del adepto. La contemplé maravillado: destellos de admirable belleza, más brillantes que los que emite el diamante cuando los rayos del sol penetran en él, resplandecían en la superficie del líquido; un olor de entre los más fragantes y agradables inundó mis sentidos. La redoma parecía un globo de viviente radiación, precioso a los ojos, invitando a ser probado. El primer pensamiento, inspirado instintivamente por mis más bajos sentidos, fue: «lo haré…, debo beber».
      Alcé la redoma hacia mis labios. «Eso me curará del amor…, ¡de la tortura!» Llevaba bebida ya la mitad del más delicioso licor que jamás hubiera probado, paladar de hombre alguno cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé caer la redoma… El fluido se extendió llameando por el suelo, mientras sentía que Cornelius aferraba mi garganta y chillaba:
      —¡Infeliz! ¡Has destruido la labor de mi vida!
      Cornelius no se había dado cuenta de que yo había bebido una parte de su droga. Tenía la impresión, y yo me apresuré a confirmarla, de que yo había alzado la redoma por curiosidad y que, asustado por su brillo y el llamear de su intensa luz, la había dejado caer. Nunca le dejé entrever lo contrario. El fuego de la medicina se apagó, la fragancia murió… y él se calmó, como debe hacer un filósofo ante las más duras pruebas, y me envió a descansar.
      No intentaré describir los sueños de gloria y felicidad que bañaron mi alma en el paraíso durante las restantes horas de aquella memorable noche. Las palabras serían pálidas y triviales para describir mi alegría, o la exaltación que me poseía cuando me desperté.
      Flotaba en el aire, mis pensamientos estaban en los cielos. La tierra parecía ser el mismo cielo, y mi herencia era una completa felicidad. «Eso representa el sentirme curado del amor —pensé—. Veré a Bertha hoy, y ella descubrirá a su amante frío y despreocupado; demasiado feliz para mostrarse desdeñoso, ¡pero cuan absolutamente indiferente hacia ella!»
      Pasaron las horas. El filósofo, seguro de haber triunfado una vez, y creyendo que lo conseguiría de nuevo, empezó a preparar una vez más la misma medicina. Se encerró con sus libros y potingues, y yo tuve el día libre. Me vestí con todo cuidado; me miré en un escudo viejo pero pulido, que me sirvió de espejo; me pareció que mi buen aspecto había mejorado extraordinariamente. Me precipité más allá de los límites de la ciudad, la alegría en el alma, las bellezas del cielo y de la tierra rodeándome. Dirigí mis pasos hacia el castillo. Podía mirar sus altivas torres con el corazón ligero, porque estaba curado del amor. Mi Bertha me vio desde lejos, mientras subía por la avenida. No sé qué súbito impulso animó su pecho, pero al verme saltó como un corzo bajando las escalinatas de mármol y echó a correr hacia mí. Pero yo había sido visto también por otra persona. La bruja de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora y que en realidad era su tirana, también me había divisado. Renqueó, jadeante, hacia la terraza. Un paje, tan feo como ella, echó a correr tras su ama, abanicándola mientras la arpía se apresuraba y detenía a mi hermosa muchacha con un:
      —¿Dónde va mi imprudente señorita? ¿Dónde tan aprisa? ¡Vuelve a tu jaula…, ahí delante hay halcones!
      Bertha se apretó las manos, los ojos clavados aún en mi figura que se aproximaba. Vi su lucha consigo misma. Cómo odié a la vieja bruja que refrenaba los gentiles impulsos del blando corazón de mi Bertha. Hasta entonces, el respeto a su rango social había hecho que evitara a la dama del castillo; ahora desdeñé una tan trivial consideración. Estaba curado del amor, y elevado más allá de todos los temores humanos; me apresuré hacia delante, y pronto alcancé la terraza. ¡Qué encantadora estaba Bertha! Sus ojos llameaban; sus mejillas resplandecían con impaciencia y rabia; estaba un millar de veces más graciosa y atractiva que nunca. Ya no la amaba…, ¡oh, no! La adoraba, la reverenciaba, ¡la idolatraba!
      Aquella mañana había sido perseguida, con más vehemencia de lo habitual, para que consintiera en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprocharon los ánimos y las esperanzas que había dado, se la amenazó con ser arrojada de casa vergonzosamente y en desgracia. Su orgulloso espíritu se alzó en armas ante la amenaza; pero cuando recordó el desprecio que había exhibido ante mí, y cómo, quizás, había perdido con ello al que consideraba como a su único amigo, lloró de remordimiento y rabia. Y en aquel momento aparecí yo.
      —¡Oh, Winzy! —exclamó—. Llévame a casa de tu madre; hazme abandonar rápidamente los detestables lujos y la ruindad de esta noble morada…; devuélveme a la pobreza y a la felicidad.
      La abracé fuertemente, sintiéndome transportado. La vieja dama estaba sin habla por la furia, y sólo prorrumpió en invectivas cuando ya nos hallábamos lejos en nuestra calle, camino de mi casa natal. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, escapada de una jaula dorada a la naturaleza y a la libertad, con ternura y alegría; mi padre, que la amaba, la recibió de todo corazón. Fue un día de regocijo, que no necesitó de la adición de la poción celestial del alquimista para llenarme de dicha.
      Poco después de aquel día memorable me convertí en el esposo de Bertha. Dejé de ser el ayudante de Cornelius, pero continué siendo su amigo. Siempre me sentí agradecido hacia él por haberme procurado, inconscientemente, aquel delicioso trago de un elixir divino que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, solitario remedio carente de alegría para maldiciones que parecen bendiciones al recuerdo), me había inspirado valor y resolución, trayéndome el premio de un tesoro inestimable en la persona de mi Bertha.
      A menudo he recordado con maravilla ese período de trance parecido a la embriaguez. La pócima de Cornelius no había cumplido con la tarea para la cual afirmaba él que había sido preparada, pero sus efectos habían sido más poderosos y felices de lo que las palabras pueden expresar. Se fueron desvaneciendo gradualmente, pero permanecieron largo tiempo… y colorearon mi vida con matices de esplendor. A menudo Bertha se maravillaba de mi radiante corazón y de mi constante alegría porque, antes, yo había sido de carácter más bien serio, incluso triste. Me amaba aún más por mi temperamento jovial, y nuestros días estaban teñidos de alegría.
      Cinco años más tarde fui llamado inesperadamente a la cabecera del agonizante Cornelius. Había enviado a por mí apresuradamente, conjurándome a que acudiera al instante a su presencia. Lo encontré tendido en su jergón, mortalmente débil. Toda la vida que le quedaba animaba sus penetrantes ojos, que estaban fijos en una redoma de cristal, llena de un líquido rosado.
      —¡He aquí la vanidad de los anhelos humanos! —dijo, con una voz rota que parecía surgir de sus entrañas—. Mis esperanzas estaban a punto de verse coronadas por segunda vez, y por segunda vez se ven destruidas. Mira esa pócima… Recuerda que hace cinco años la preparé también, con idéntico éxito. Entonces, como ahora, mis sedientos labios esperaban saborear el elixir inmortal… ¡Tú me lo arrebataste! Y ahora ya es demasiado tarde.
      Hablaba con dificultad, y se dejó caer sobre la almohada. No pude evitar el decir:
      —¿Cómo, reverenciado maestro, puede una cura para el amor restaurar vuestra vida?
      Una débil sonrisa revoloteó en su rostro, mientras yo escuchaba intensamente su apenas inteligible respuesta.
      —Una cura para el amor y para todas las cosas… El elixir de la inmortalidad. ¡Ah! ¡Si ahora pudiera beberlo, viviría eternamente!
      Mientras hablaba, un relampagueo dorado brotó del fluido y una fragancia que yo recordaba muy bien se extendió por los aires.
      Cornelius se alzó, débil como estaba; las fuerzas parecieron volver a él milagrosamente. Tendió su mano hacia delante… Entonces, una fuerte explosión me sobresaltó, un rayo de fuego brotó del elixir… ¡y la redoma de cristal que lo contenía quedó reducida a átomos! Volví mis ojos hacia el filósofo. Se había derrumbado hacia atrás. Sus ojos eran vidriosos, sus rasgos estaban rígidos…
      ¡Había muerto!
      ¡Pero yo vivía, e iba a vivir eternamente! Así había dicho el infortunado alquimista, y durante unos días creí en sus palabras.
      Recordé la gloriosa intoxicación que había seguido a mi subrepticio beber. Reflexioné sobre el cambio que había sentido en mi cuerpo, en mi alma. La ligera elasticidad del primero, el luminoso vigor de la segunda. Me observé en un espejo, y no pude percibir ningún cambio en mis rasgos tras los cinco años transcurridos. Recordé el radiante color y el agradable aroma de aquel delicioso brebaje, el valioso don que era capaz de conferir… Entonces, ¡era inmortal!
      Pocos días más tarde me reía de mi credulidad. El viejo proverbio de que «nadie es profeta en su tierra» era cierto con respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo apreciaba como hombre, lo respetaba como sabio, pero me burlaba de la idea de que pudiera mandar sobre los poderes de las tinieblas, y me reía de los supersticiosos temores con los que era mirado por el vulgo. Era un filósofo juicioso, pero no tenía tratos con ningún espíritu excepto aquellos revestidos de carne y huesos. Su ciencia era simplemente humana; y la ciencia humana, me persuadí muy pronto, nunca podrá conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto que logre aprisionar eternamente el alma dentro de un habitáculo carnal. Cornelius había obtenido una bebida que refrescaba y aligeraba el alma; algo más embriagador que el vino, mucho más dulce y fragante que cualquier fruta. Probablemente poseía fuertes poderes medicinales, impartiendo ligereza al corazón y vigor a los miembros; pero sus efectos terminaban desapareciendo; ya no debían de existir siquiera en mi organismo. Era un hombre afortunado que había bebido un sorbo de salud y de alegría de espíritu, y quizá también de larga vida, de manos de mi maestro; pero mi buena suerte terminaba ahí: la longevidad era algo muy distinto de la inmortalidad.
      Continué con esta creencia durante varios años. A veces un pensamiento cruzaba furtivamente por mi cabeza… ¿Estaba realmente equivocado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que seguiría la suerte de todos los hijos de Adán a su debido tiempo. Un poco más tarde quizá, pero siempre a una edad natural.
      No obstante, era innegable que mantenía un sorprendente aspecto juvenil. Me reía de mi propia vanidad consultando muy a menudo el espejo. Pero lo consultaba en vano; mi frente estaba libre de arrugas, mis mejillas, mis ojos…, toda mi persona continuaba tan lozana como en mi vigésimo cumpleaños.
      Me sentía turbado. Miraba la marchita belleza de Bertha… Yo parecía más bien su hijo. Poco a poco, nuestros vecinos comenzaron a hacer similares observaciones, y al final descubrí que empezaban a llamarme «el discípulo embrujado». La propia Berta empezó a mostrarse inquieta. Se volvió celosa e irritable, y al poco tiempo empezó a hacerme preguntas. No teníamos hijos; éramos totalmente el uno para el otro. Y pese a que, al ir haciéndose más vieja, su espíritu vivaz se volvió un poco propenso al mal genio y su belleza disminuyó un tanto, yo la seguía amando con todo mi corazón como a la muchachita a la que había idolatrado, la esposa que siempre había anhelado y que había conseguido con un tan perfecto amor.
      Finalmente, nuestra situación se hizo intolerable: Bertha tenía cincuenta años…, yo veinte. Yo había adoptado en cierta medida, y no sin algo de vergüenza, las costumbres de una edad más avanzada. Ya no me mezclaba en el baile entre los jóvenes, pero mi corazón saltaba con ellos mientras contenía mis pies. Y empecé a tener una cierta mala fama entre los viejos de nuestro pueblo. Las cosas fueron deteriorándose. Éramos evitados por todos. Se dijo de nosotros —de mí al menos— que habíamos hecho un trato inicuo con alguno de los supuestos amigos de mi anterior maestro. La pobre Bertha era objeto de piedad, pero evitada. Yo era mirado con horror y aborrecimiento.
      ¿Qué podíamos hacer? Permanecer sentados junto a nuestro fuego… La pobreza se había instalado con nosotros, ya que nadie quería los productos de mi granja; y a menudo me veía obligado a viajar veinte millas, hasta algún lugar donde no fuera conocido, para vender mis cosechas. Sí, es cierto, habíamos ahorrado algo para los malos días…, y esos días habían llegado.
      Permanecíamos sentados solos junto al fuego, el joven de viejo corazón y su envejecida esposa. De nuevo Bertha insistió en conocer la verdad; recapituló todo lo que había oído decir de mí, y añadió sus propias observaciones. Me conjuró a que le revelara el hechizo; describió cómo me quedarían mejor unas sienes plateadas que el color castaño de mi pelo; disertó acerca de la reverencia y el respeto que proporcionaba la edad… y lo preferible que eran a las distraídas miradas que se les dirigía a los niños. ¿Acaso imaginaba que los despreciables dones de la juventud y buena apariencia superaban la desgracia, el odio y el desprecio? No, al final sería quemado como traficante en artes negras, mientras que ella, a quien ni siquiera me había dignado comunicarle la menor porción de mi buena fortuna, sería lapidada como mi cómplice. Finalmente, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle los beneficios de los que yo gozaba, o se vería obligada a denunciarme…, y entonces estalló en llanto.
      Así acorralado, me pareció que lo mejor era decirle la verdad.
      Se la revelé tan tiernamente como me fue posible, y hablé tan sólo de una muy larga vida, no de inmortalidad…, concepto que, de hecho, coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando terminé, me levanté y dije:
      —Y ahora, mi querida Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre esposa, que tengas que sufrir a causa de mi aciaga suerte y de las detestables artes de Cornelius. Me marcharé. Tienes buena salud, y amigos con los que ir en mi ausencia. Sí, me iré: joven como parezco, y fuerte como soy, puedo trabajar y ganarme el pan entre desconocidos, sin que nadie sepa ni sospeche nada de mí. Te amé en tu juventud. Dios es testigo de que no te abandonaré en tu vejez, pero tu seguridad y tu felicidad requieren que ahora haga esto.
      Tomé mi gorra y me dirigí hacia la puerta; en un momento los brazos de Bertha rodeaban mi cuello, y sus labios se apretaban contra los míos.
      —No, esposo mío, mi Winzy —dijo—. No te irás solo… Llévame contigo; nos marcharemos de este lugar y, como tú dices, entre desconocidos estaremos seguros sin que nadie sospeche de nosotros. No soy tan vieja todavía como para avergonzarte, mi Winzy; y me atrevería a decir que el encantamiento desaparecerá pronto y, con la bendición de Dios, empezarás a parecer más viejo, como corresponde. No debes abandonarme.
      Le devolví de todo corazón su generoso abrazo.
      —No lo haré, Bertha mía; pero por tu bien no debería pensar así. Seré tu fiel y dedicado esposo mientras estés conmigo, y cumpliré con mi deber contigo hasta el final.
      Al día siguiente nos preparamos en secreto para nuestra emigración. Nos vimos obligados a hacer grandes sacrificios pecuniarios, era inevitable. De todos modos, conseguimos al fin reunir una suma suficiente como para al menos mantenernos mientras Bertha viviera. Y sin decirle adiós a nadie, abandonamos nuestra región natal para buscar refugio en un remoto lugar del oeste de Francia.
      Resultó cruel arrancar a la pobre Bertha de su pueblo natal, de todos los amigos de su juventud, para llevarla a un nuevo país, un nuevo lenguaje, unas nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hizo que yo ni siquiera me diera cuenta de ese cambio; pero la compadecí profundamente, y me alegró el darme cuenta de que ella hallaba alguna compensación a su infortunio en una serie de pequeñas y ridículas circunstancias. Lejos de toda murmuración, buscó disminuir la aparente disparidad de nuestras edades a través de un millar de artes femeninas: rojo de labios, trajes juveniles y la adopción de una serie de actitudes desacordes con su edad. No podía irritarme por eso. ¿No llevaba yo mismo una máscara? ¿Para qué pelearme con ella, sólo porque tenía menos éxito que yo? Me apené profundamente cuando recordé que esa remilgada y celosa vieja de sonrisa tonta era mi Bertha, aquella muchachita de pelo y ojos oscuros, con una sonrisa de encantadora picardía y un andar de corzo, a la que tan tiernamente había amado y a la que había conseguido con un tal arrebato. Hubiera debido reverenciar sus grises cabellos y sus arrugadas mejillas. Hubiera debido hacerlo; pero no lo hice, y ahora deploro esa debilidad humana.
      Sus celos estaban siempre presentes. Su principal ocupación era intentar descubrir que, pese a las apariencias externas, yo también estaba envejeciendo. Creo verdaderamente que aquella pobre alma me amaba de corazón, pero nunca hubo mujer tan atormentada sobre cómo desplegar en mí toda su atención. Hubiera querido discernir arrugas en mi rostro y decrepitud en mi andar, mientras que yo desplegaba un vigor cada vez mayor, con una juventud por debajo de los veinte años. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, creyendo que la belleza del pueblo me miraba con buenos ojos, me compró una peluca gris. Su constante conversación entre sus amistades era que yo, aunque parecía tan joven, estaba hecho una ruina; y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y yo debía estar preparado en cualquier momento, si no para una repentina y horrible muerte, sí al menos para despertarme cualquier mañana con la cabeza completamente blanca y encorvado, con todas las señales de la senectud. Yo la dejaba hablar… y a menudo incluso me unía a ella en sus conjeturas. Sus advertencias hacían coro con mis interminables especulaciones relativas a mi estado, y me tomaba un enorme y doloroso interés en escuchar todo aquello que su rápido ingenio y excitada imaginación podían decir al respecto.
      ¿Para qué extenderse en todos estos pequeños detalles? Vivimos así durante largos años. Bertha se quedó postrada en cama y paralítica; la cuidé como una madre cuidaría a un hijo. Se volvió cada vez más irritable, y aún seguía insistiendo en lo mismo, en cuánto tiempo la sobreviviría. Seguí cumpliendo escrupulosamente, pese a todo, con mis deberes hacia ella, lo cual fue una fuente de consuelo para mí. Había sido mía en su juventud, era mía en su vejez; y al final, cuando arrojé la primera paletada de tierra sobre su cadáver, me eché a llorar, sintiendo que había perdido todo lo que realmente me ataba a la humanidad.
      Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y pesares, cuan pocas y vacías mis alegrías! Detengo aquí mi historia, no la proseguiré más. Un marinero sin timón ni compás, lanzado a un mar tormentoso, un viajero perdido en un páramo interminable, sin indicador ni mojón que lo guíe a ninguna parte…, eso he sido yo; más perdido, más desesperanzado que nadie. Una nave acercándose, un destello de un faro lejano, podrían salvarme; pero no tengo más guía que la esperanza de la muerte.
      ¡La muerte! ¡Misteriosa, hosca amiga de la frágil humanidad!
      ¿Por qué, único entre todos los mortales, me has arrojado a mí fuera de tu acogedor manto? ¡Oh, la paz de la tumba! ¡El profundo silencio del sepulcro revestido de hierro! ¡Los pensamientos dejarían por fin de martillear en mi cerebro, y mi corazón ya no latiría más con emociones que sólo saben adoptar nuevas formas de tristeza!
      ¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que el brebaje del alquimista estuviera cargado con longevidad más que con vida eterna? Tal es mi esperanza. Y además, debo recordar que sólo bebí la mitad de la poción preparada para él. ¿Acaso no era necesaria la totalidad para completar el encantamiento? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad es convertirse en semiinmortal…; mi eternidad está pues truncada.
      Pero, de nuevo, ¿cuál es el número de años de media eternidad? A menudo intento imaginar si lo que rige el infinito puede ser dividido. A veces creo descubrir la vejez avanzar sobre mí. He descubierto una cana. ¡Estúpido! ¿Debo lamentarme? Sí, el miedo a la vejez y a la muerte repta a menudo fríamente hasta mi corazón, y cuanto más vivo más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Ése es el enigma del hombre, nacido para perecer, cuando lucha, como hago yo, contra las leyes establecidas de su naturaleza.
      Pero seguramente moriré a causa de esta anomalía de los sentimientos; la medicina del alquimista no debe de proteger contra el fuego, la espada y las asfixiantes aguas. He contemplado las azules profundidades de muchos lagos apacibles, y el tumultuoso discurrir de numerosos ríos caudalosos, y me he dicho: la paz habita en estas aguas. Sin embargo, he guiado mis pasos lejos de ellos, para vivir otro día más. Me he preguntado a mí mismo si el suicidio es un crimen en alguien para quien constituye la única posibilidad de abrir la puerta al otro mundo. Lo he hecho todo, excepto presentarme voluntario como soldado o duelista, pues no deseo destruir a mis semejantes. Pero no, ellos no son mis semejantes. El inextinguible poder de la vida en mi cuerpo y su efímera existencia nos alejan tanto como lo están los dos polos de la Tierra. No podría alzar una mano contra el más débil ni el más poderoso de entre ellos.
      Así he seguido viviendo año tras año… Solo, y cansado de mí mismo. Deseoso de morir, pero no muriendo nunca. Un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia pueden entrar en mi mente, y el ardiente amor que roe mi corazón jamás me será devuelto; nunca encontraré a un igual con quien compartirlo. La vida sólo está aquí para atormentarme.
      Hoy he concebido una forma por la que quizá todo pueda terminar sin matarme a mí mismo, sin convertir a otro hombre en un Caín… Una expedición en la que ningún ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun revestido con la juventud y la fortaleza que anidan en mí. Así podré poner mi inmortalidad a prueba y descansar para siempre… o regresar, como la maravilla y el benefactor de la especie humana.
      Antes de marchar, una miserable vanidad ha hecho que escriba estas páginas. No quiero morir sin dejar ningún nombre detrás. Han pasado tres siglos desde que bebí el brebaje fatal; no transcurrirá otro año antes de que, enfrentándome a gigantescos peligros, luchando con los poderes del hielo en su propio campo, acosado por el hambre, la fatiga y las tormentas, rinda este cuerpo, una prisión demasiado tenaz para un alma que suspira por la libertad, a los elementos destructivos del aire y el agua. O, si sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Y una vez terminada mi tarea, deberé adoptar medios más drásticos. Esparciendo y aniquilando los átomos que componen mi ser, dejaré en libertad la vida que hay aprisionada en él, tan cruelmente impedida de remontarse por encima de esta sombría tierra, a una esfera más compatible con su esencia inmortal.

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