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La trama celeste

(Como se dice en esta época, el siguiente párrafo contiene spoilers.)
      Publicado en el libro del mismo título en 1948, este cuento del gran narrador argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es famoso por su argumento, planteado como un misterio policiaco, resuelto en clave de imaginación fantástica y después utilizado muchas veces en diferentes medios. Primero, el cuento relata una serie de acontecimientos aparentemente inexplicables (incluyendo cambios en la personalidad y la memoria de ciertos personajes, o en la geografía de una ciudad); luego, el protagonista resulta haber viajado a otro mundo, a un universo paralelo, y esto explica todas las disparidades entre lo que sabe y lo que ve.
      Desde luego, el tema de las «realidades alternativas» está muy de moda en nuestra época. Pero aquí, aparte de la maestría de su autor para crear una trama sorprendente y a la vez de una lógica perfecta, quiero destacar un detalle de la caracterización de sus personajes. Sus hombres son todos de su tiempo, es decir, vaga o francamente machistas y absolutamente inconscientes de sus privilegios; pero una historia que se desarrolla paralelamente a la de los sucesos fantásticos en «La trama celeste» es la de cómo todos ellos son puestos en ridículo ante lo que no comprenden tanto del cosmos como del mundo que los rodea, y quedan en peligro a causa de su propia vanidad. En esto, el cuento de Bioy –que es contemporáneo de obras de asunto afín como “La otra muerte” o “El jardín de senderos que se bifurcan” de Jorge Luis Borges– está adelantado a su época.

LA TRAMA CELESTE
Adolfo Bioy Casares

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

* * * *

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS

Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:

Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.

También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados “pases”, que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
      Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
      Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. “Una vez armenio, siempre arrnenio.” Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.
      Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
      Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
      Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:
      —¿Hablo?
      Le dije que hablara. Continuó:
      —El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
      Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
      —A sus órdenes.
      —¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.
      —Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas…
      —Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.
      Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
      —¿Sabes quién es la única persona que te interesa?
      Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.
      Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.
      Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
      Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
      Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los Mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.
      El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.
      Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:
      —Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
      Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
      —Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así —miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
      Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que “si no tenía apuro” me quedara un rato.
      —No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.
      Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores; no el de mandar libros a Ireneo.
      Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de provocarlos.
      En sus labios, “el Valle de los Reyes” me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.
      —Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .
      Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
      —No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.
      Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
      Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.
      Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.
      Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.
      Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.
      Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.
      Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.
      Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.
      Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.
      Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía “el esquema clásico de sus pruebas”.
      Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —”como lo había hecho hoy”—, dibujó el esquema —”el mismo que yo tenía en el bolsillo”—. Después se entretuvo en complicarlo; después —”en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente”— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.
      El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, “nada del otro mundo, te aseguro”. Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba “lleno” y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su “nuevo esquema de prueba”.
      Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el “compadrito” peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir “qué vergüenza, voy a perder el conocimiento”, embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso… Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.
      Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez… De esto hablaré mas adelante.
      La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
      Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre “como es debido”, entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: “Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda.”
      Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:
      —¿Su nombre?
      No le sorprendió esta pregunta. Pensó: “mero formulismo”. Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:
      —Podía inventar algo menos increíble —ordenó al soldado de la máquina: —Escriba, no más.
      —¿Nacionalidad?
      —Argentino —afirmó sin vacilaciones.
      —¿Pertenece al ejército?
      Tuvo una ironía:
      —Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.
      Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
      Continuó:
      —Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.
      —¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
      —En Palomar —respondió Morris.
      Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.
      ¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a “entrar en ese juego absurdo”. A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, “y no es fea, me entendés”; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.
      Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
      A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que “después de una conmoción, el hombre no es el mismo” y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:
      —Vení, hermano.
      Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
      —Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?
      La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—… Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:
      —Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.
      Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía “A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro.”
      Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.
      Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.
      Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, “y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son”. La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. “¿Me creen espía?”, preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: “Creen que ha venido de algún país hermano.” Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: “El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes.” Agregó: “Un detalle imperdonable”, y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.
      A los pocos días la enfermera le comunicó: “Se ha comprobado que diste un domicilio falso.” Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.
      La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.
      —Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman tu muerte.
      Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria “el desamparo que sienten los que visitan otros países”. Pero seguía no temiendo nada.
      La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. “Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta.” La mujer le pidió que “reconociera” que no era argentino. “Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa.” Opuso dificultades:
      —Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.
      —No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.
      Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:
      —Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
      Morris me explicó:
      —No me quedaba nada que perder…
       “Para ver lo que sucedía”, le dijo al oficial:
      —Confieso que soy uruguayo.
      A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer, la azoto.
      Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.
      —Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.
      —El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.
      —Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.
      La enfermera siguió:
      —La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.
      Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.
      —Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
      La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.
      —¿Tenés el papel? —le pregunté.
      —Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.
      Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina y firme (“del Sacré-Coeur”, declaró Morris, con inesperada erudición).
      —¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.
      Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:
      —La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.
      Continuó su relato:
      Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.
      Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.
      Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.
      Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
      —¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.
      El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.
      Apareció “un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación” y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía “el anillo del convivio”.
      —¿El anillo del qué?… —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?
      El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:
      —Muéstreme ese anillo.
      Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.
      El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: “Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión.”
      Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.
      Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.
      Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.
      Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: “Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi.” Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.
      Grimaldi irrumpió:
      —¿Qué quiere?
      Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía “lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad”, y le mandaba regalos para que se fuera.
      —¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, “ganando tiempo”.
      Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: “No me ha reconocido.”
      En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: “Voy a levantar una denuncia en la seccional.” Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
      Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.
      Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaría.
      —Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.
      —Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:
      Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
      Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.
      Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.
      Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.
      En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.
      La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:
      —La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió.
      Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
      La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
      Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.
      Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —”no hacia el desagradable espía”— la promesa de que “las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto”. El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.
      Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.
      Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
      La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:
      —Te espero en la Colonia. En cuanto “despegues”, enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?
      Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: “Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia.” Ignoraba que se despedían.
      Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
      —Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.
      —Si vos no jugás al truco —le dije.
      Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
      —Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.
      Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:
      —Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado…
      Lo interpreté:
      —¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?
      —¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
      Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. “Parecía un duelo —dijo Morris—, un duelo o una ejecución.” Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, “un serio competidor del doble-faetón, créeme”.
      Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: “Señores, esto se acabó.” Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.
      Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.
      Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.
      Completé su pensamiento:
      —Una alucinación que tenías en el instante de despertar.
      Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.
      Reflexionó: “Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días.”
      Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
      Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. “Me creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.
      Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.
      Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.
      Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal “trabajaba ni había trabajado en el establecimiento”.
      La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección “Al margen de los deportes y el turf” le interesaba. “Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste.” Le respondieron que nadie le había mandado libros.
       (Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)
      Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo…
      —Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.
      —No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.
      —¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
      —Sí —respondió—. En lugar seguro.
      Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.
      Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: “Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar.”
      Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; “sin embargo —me dijo— se notaba algún progreso”; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 (“El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309”; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine… Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.
      Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
      Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.
      —Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos.
      Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: “No creo una palabra de las acusaciones, hermano.” Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.
      Me atreví a preguntar:
      —Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
      —El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.
      Yo no le había escrito ninguna nota.
      Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
      La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran “inglesas”. Leí:

Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje “Owen” sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
      Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

      Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.
      Sobre “mi carta” debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el “cambio” de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase “Acuso recibo de su atenta”; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.
      Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.
      Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.
      El “misterio” de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.
      Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
      En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es “L’Éternité par les Astres” un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.
      En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.
      Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.
      Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.
      Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. “Siga por Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías.” Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.
      Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.
      No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.
      Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:
      —¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?
      Le di la razón.
      —Sin embargo, sería importante… —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.
      —Tal vez —murmuró—, tal vez un…
      —¿Un trapecio? —insinué.
      —Sí, un trapecio —dijo sin convicción.
      —¿Simple o cruzado por una línea?
      —Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada… De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.
      Hablaba animadamente.
      —¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?
      —Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el inventario.
      Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.
      Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.
      Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.
      Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el “calor tremendo” que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.
      Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen… Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra “Owen”, porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.
      Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.
      La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
      Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?
      El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?
      Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch…
      Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.
      Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó “L’Éternite par les Astres”. Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.
      Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: “Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones.” Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.
      Mi teoría es que el “nuevo esquema de prueba” coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).
      Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.
      Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: “Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí.” La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: “Kramer se interesa en mí; soy feliz.”
      Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por “solicitas manos femeninas”. Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.
      Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.
      No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.
      Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.
      Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
      Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

C. A. S.
* * * *

El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.
      Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
      Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
      El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una “fazenda” interesantísima.
      Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.
      Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.
      No acompañé a mis amigos a visitar la “fazenda”. Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres… Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.
      De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
      Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.
      Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.
      La explicación es evidente:
      En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos “pases” con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los “pases”, y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.
      Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: «según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales» (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII).

Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].

      Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.

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Bip

Esta es una bella rareza: un cuento filosófico de ciencia ficción del escritor estadounidense James Blish (1921-1975).
      Publicado, con el título original de «Beep», en el número de febrero de 1954 de la revista Galaxy Science Fiction, se trata de una historia de su tiempo en muchos aspectos, es decir, un tanto envejecida. Por ejemplo, los aparatos reales en los que basa su tecnología «futurista» (grabadoras de cinta de carrete abierto) quedaron obsoletos hace mucho tiempo, y sucede lo mismo con sus visiones de la política y las cuestiones de género. Pero lo más perdurable y trascendental de su argumento es, además, muy brillante. La larga descripción de un aparato, típica de la ficción especulativa de entonces, desemboca en cuestiones filosóficas discutidas por siglos, como la predestinación y el libre albedrío; otros pasajes resaltan –para quienes vivimos en siglo XXI– la manera en que los seres humanos empleamos el lenguaje, y las historias que éste nos permite contar acerca de nosotros mismos, para tratar de justificar nuestras acciones y nuestras propias vidas.
      Blish no ha sido muy reconocido aún dentro del «canon» literario, al contrario de algunos autores a los que prefigura, como Ursula K. LeGuin o Philip K. Dick, pero sus mejores obras sí merecen reconsiderarse, incluyendo este cuento o la novela Un caso de conciencia (1958).
      «Bip» fue traducido al castellano para una antología: Imperios galácticos 3 (Bruguera, 1978, a partir de una compilación de Brian W. Aldiss), de la que también provienen otro par de narraciones ya aparecidas en este sitio, de Mack Reynolds y Fredric Brown. Por desgracia, la traducción del cuento de Blish en aquel libro es (francamente) pésima; aquí la he revisado a fondo para corregir numerosos errores y omisiones.


Ilustración de Ed Emshwiller

BIP
James Blish

I

Josef Faber bajó un poco su periódico. Al ver que la chica sentada en la banca del parque miraba hacia él, sonrió con la agónica, avergonzada sonrisa de un don nadie concienzudamente casado cogido en falta, y se zambulló nuevamente en el periódico.
      Estaba razonablemente seguro de tener el aspecto debido: el de un inofensivo ciudadano de mediana edad, con empleo fijo, disfrutando una escapada dominguera de la rutina de la familia y la contabilidad. También estaba bastante seguro, a despecho de sus instrucciones oficiales, de que en caso de no tener el aspecto no habría ninguna diferencia. Las asignaciones de “chico conoce a chica” siempre salían bien. Jo nunca había llevado a cabo ninguna que hubiera requerido su intervención.
      De hecho, el periódico, que supuestamente estaba usando sólo como pantalla, le interesaba mucho más que el trabajo que estaba haciendo. Había comenzado a sospechar lo obvio apenas diez años antes, cuando el Servicio lo reclutó; ahora, tras una década como agente, aún se fascinaba al ver cómo los problemas realmente importantes siempre se resolvían bien. Las situaciones peligrosas: no las “chico conoce a chica”.
      Por ejemplo, el asunto de la Nebulosa del Caballo Negro. Hacía algunos días, los diarios y los comentaristas habían comenzado a mencionar informes de disturbios en el área, y el ojo entrenado de Jo había captado la mención. Algo grande se estaba cocinando.
      Y hoy había hervido: la Nebulosa del Caballo Negro, repentinamente, había lanzado cientos de naves, una armada compacta que debía haber exigido más de un siglo de esfuerzos por parte de un cúmulo estelar entero, una iniciativa de producción llevada a cabo en el secreto más estricto y fanático…
      Y, por supuesto, el Servicio había llegado al sitio con tiempo de sobra. Con tres veces la cantidad de naves, dispuestas con precisión matemática para enfilar a la armada entera en el momento en que salió de la Nebulosa. La batalla había sido una masacre, el ataque aplastado antes de que el ciudadano medio pudiera siquiera comenzar a hacerse la idea de contra qué había apuntado, y el bien había triunfado, una vez más, sobre el mal.
      Por supuesto.
      Un arrastrar de pies sobre la grava llamó su atención brevemente. Miró su reloj, que marcaba las 14:58:03. Era el momento en el que, de acuerdo con sus instrucciones, chica debía conocer a chico.
      Se le habían dado las órdenes más estrictas de no dejar que nada interfiriera con el encuentro: las órdenes habituales en las asignaciones de “chico conoce a chica”. Pero, como de costumbre, no tuvo nada que hacer sino observar. El encuentro estaba saliendo perfectamente sin ningún estímulo por parte de Jo. Siempre pasaba así.
      Por supuesto.
 
      Con un suspiro, Jo dobló el periódico, sonriendo otra vez a la pareja –sí, también era el hombre correcto– y se alejó, como a regañadientes. Se preguntó qué sucedería si se quitara el falso bigote, arrojara el diario al césped y se alejara a saltos y dando chillidos de alegría. Sospechaba que el curso de la historia no se desviaría ni un segundo de arco, pero no tenía ganas de hacer el experimento.
      El parque era agradable. Los soles gemelos calentaban el sendero y los prados sin el ardiente calor que traerían más tarde en el verano, Randolph era, de todo a todo, el planeta más confortable que había visitado en años. Un poco atrasado, quizá, pero también relajante.
      Y estaba, también, ligeramente más allá de los cien años luz de la Tierra. Sería interesante saber cómo los cuarteles generales del Servicio, allá en la Tierra, habían sabido con anterioridad que el chico encontraría a la chica, en un cierto lugar de Randolph, precisamente a las 14:58:03.
      O cómo los cuarteles generales del Servicio podían haber tendido una emboscada con precisión micrométrica a una flota interestelar de gran tamaño, sin más anticipación que unos cuantos días, que era lo que se evidenciaba en los diarios y en el video.
      La prensa era libre en Randolph, como en todas partes. Informaba de todas las noticias que recibía. Cualquier concentración de emergencia de naves del Servicio en el área del Caballo Negro, o en cualquier otro lugar, debería haber sido descubierta y reportada. El Servicio no prohibía esos reportes por razones de «seguridad» ni por ninguna otra. Y sin embargo, no había habido nada que informar, excepto que a) una flota de dimensiones impresionantes había irrumpido sin ninguna advertencia previa, procedente de la Nebulosa del Caballo Negro, y que b) el Servicio había estado listo.
      Para aquel tiempo, era un lugar común que el Servicio siempre estaba listo. No había tenido un desperfecto ni un fallo en más de dos siglos. Ni siquiera había tenido un fiasco, el tecnicismo alarmante que se refería a la posibilidad de que una asignación de “chico conoce a chica” no se llevara a cabo.
      Jo detuvo un aerotaxi. Una vez dentro, se quitó el bigote, la calva, las arrugas de la parte superior de la cabeza: el maquillaje que le había dado toda su apariencia de amistosa inocuidad.
      El conductor observó todo el proceso a través del espejo delantero. Jo levantó la vista y se encontró con su mirada.
      —Disculpe, señor, pero pensé que no le molestaría que lo viera. Usted es de los del Servicio, ¿no?
      —Así es. ¿Me lleva al Cuartel General?
      —Claro que sí —el conductor aceleró el motor y el taxi se elevó suavemente hasta la altura exprés—. Es la primera vez que estoy tan cerca de alguien del Servicio. No lo podía creer al principio, cuando usted se quitó la otra cara. Se veía totalmente distinto.
      —A veces hay que hacerlo —dijo Jo, preocupado.
      —Me imagino. Con razón lo saben todo antes de que pase. Has de tener mil caras cada uno, ¿no? Su propia madre no los reconocería. ¿No le molesta que yo sepa que anda por ahí disfrazado?
 
      Jo sonrió. La sonrisa creó una pequeña sensación de tirantez a lo largo de una curva de su mejilla, al lado de la nariz. Jo retiró el trozo faltante de falsa piel y se quedó mirándolo.
      —Claro que no. El disfraz es una parte muy básica del trabajo del Servicio. Cualquiera podría descubrirlo. De hecho, no los usamos a menudo; sólo en tareas muy simples.
      —Ah —el conductor pareció un poco decepcionado de que el melodrama no fuera tal. Condujo en silencio cerca de un minuto. Entonces, como para sí mismo, dijo: —Algunas veces pienso que el Servicio debe tener una máquina del tiempo; la de cosas que hacen… Bueno, llegamos. Buena suerte, jefe.
      —Gracias.
      Jo fue directamente a la oficina de Krasna. Krasna era un randolfino entrenado en la Tierra, y respondía a la oficina de la Tierra, aunque por lo demás estaba librado a sus propios recursos Su cara, pesada y robusta, tenía la misma expresión de serena confianza que era típica de los oficiales del Servicio en cualquier lugar…, incluyendo a algunos que, técnicamente hablando, no tenían cara con la que expresar nada.
      —»Chico conoce a chica» —dijo Jo, brevemente—. Exacto y a la hora.
      —Buen trabajo, Jo. ¿Un cigarro? —Krasna empujó la caja al otro extremo de su escritorio.
      —Ahora no. Me gustaría hablar con usted, si tiene tiempo.
      Krasna apretó un botón, y una silla en forma de hongo apareció en el piso justo detrás de Jo.
      —¿Qué me cuenta?
      —Bueno —dijo Jo, cuidadosamente—, me pregunto por qué recibo palmaditas por no haber hecho ningún trabajo.
      —Ha hecho un trabajo.
      —No —dijo Jo, secamente—. El chico hubiera conocido a la chica, sin importar que yo estuviera ahí o de regreso en la Tierra. El curso del amor verdadero siempre corre suavemente. Ha sido así en todos mis casos de «chico conoce a chica», y ha sido así en todos los casos de «chico conoce a chica» de todos los otros agentes con los que he comparado notas.
      —Pues…, qué bueno… —dijo Krasna, sonriendo—. Esa es la forma en que nos gusta que ocurra. Y en la que esperamos que ocurra. Pero, ¿sabe, Jo?, nos gusta tener a alguien en el lugar, alguien con reputación de tener buenos recursos, sólo por si hubiera algún problema. Casi nunca lo hay, como usted ha observado. Pero ¿y si lo hubiera?
      Jo resopló.
      —Si lo que están tratando de hacer es establecer precondiciones para el futuro, cualquier interferencia de un agente del Servicio desviaría mucho más los resultados. Hasta ahí sí llega mi conocimiento de la probabilidad.
      —¿Y qué le hace pensar que estamos intentando manipular el futuro?
      —Es obvio hasta para los taxistas de este planeta; el que me trajo piensa que el Servicio puede viajar por el tiempo. Es especialmente obvio para todos los individuos y gobiernos y poblaciones que el Servicio ha salido de líos muy serios, durante siglos, sin un solo fallo —Jo se encogió de hombros—. Sólo nos pueden pedir que vigilemos un pequeño número de casos de «chico conoce a chica» antes de darnos cuenta, como agentes, de que lo que el Servicio está salvaguardando son los niños futuros de esos encuentros. Por lo tanto, el Servicio sabe qué llegarán a ser esos niños, y tiene razones para querer que su existencia futura esté garantizada. ¿Qué otra conclusión puede haber?
 
      Krasna tomó un cigarro y lo encendió despacio; era obvio que se trataba de una maniobra para encubrir su respuesta.
      —Ninguna —admitió al fin—. Tenemos algún conocimiento anticipado, por supuesto. No podríamos haber creado nuestra reputación tan sólo con el espionaje. Pero también tenemos otros recursos: genética, por ejemplo, investigación de operaciones, teoría de juegos, el comunicador Dirac… Es un arsenal bastante grande, y por supuesto hay mucha predicción envuelta en todas esas cosas.
      —Lo entiendo —dijo Jo. Se movió en su silla, mientras formulaba todo lo que quería decir. Cambió de opinión respecto del cigarro y tomó uno—. Pero nada de eso equivale a la infalibilidad y ésa es una diferencia cualitativa, Kras. Por ejemplo, este asunto de la armada del Caballo Negro. Digamos que en el momento en que apareció, la Tierra se enteró mediante el transmisor Dirac, y empezó a reunir una flota contraria. Pero juntar cierto número de naves y tripulantes, aunque el sistema de comunicación sea instantáneo, toma un tiempo finito.
      »La armada contraria del Servicio ya estaba lista. Se había estado construyendo durante tanto tiempo, y con tan poco ruido, que nadie se dio cuenta de que se concentraba hasta un día o dos antes de la batalla. Entonces los planetas del área se pusieron nerviosos, porque empezaron a ver lo que estaba ocurriendo y a preocuparse por lo que iba a suceder. Pero no estaban demasiado preocupados; el Servicio siempre gana. Esto ha sido un dato estadístico durante siglos. Siglos, Kras. ¡Caray, llevar a cabo algunos de los trucos que hemos hecho tarda casi ese mismo tiempo! El Dirac nos da una ventaja de diez a veinticinco años en casos realmente extremos en el borde de la Galaxia, pero no más que eso.
      Se dio cuenta de que había estado echando humo con el cigarro cuando se quemó la boca, y entonces lo apagó con enojo en el cenicero.
      —Esto es muy distinto —continuó— que saber de una forma general cómo se comportará el enemigo, o qué clase de niños dicen las leyes de Mendel que una pareja habrá de tener. Quiere decir que tenemos algún modo de leer el futuro con todo detalle. Eso contradice totalmente todo lo que me han enseñado acerca de la probabilidad, pero tengo que creer en lo que veo.
      Krasna se rió.
      —Esa fue una muy buena exposición —dijo. Parecía genuinamente complacido—. Creo que se acordará de que fue reclutado en el Servicio cuando empezó a preguntarse por qué las noticias eran siempre buenas. Cada vez hay menos gente que se lo pregunta; se ha convertido en parte de su ambiente —se levantó y pasó una mano por sus cabellos—. Ahora usted acaba de pasar a un nuevo nivel. Felicidades, Jo. ¡Tiene un ascenso!
      —¿En serio? —dijo Jo, incrédulo—. Yo llegué con la impresión de que iba a hacer que me despidieran.
      —No. Venga a este lado del escritorio y le contaré una historia —Krasna abrió la parte superior de su escritorio para desplegar una pequeña pantalla. Jo obedeció: se levantó y dio la vuelta al escritorio hasta llegar a un sitio desde el que podía ver la superficie en blanco—. Me mandaron una cinta estándar de adoctrinamiento la semana pasada, con la idea de que usted pronto estaría listo para verla. Mire.
      Krasna tocó el tablero. Un puntito de luz apareció en el centro de la pantalla y se apagó. Al mismo tiempo se escuchó un leve pitido: bip. Luego la cinta comenzó a reproducirse y una imagen apareció .
      —Como usted sospechaba, el Servicio es infalible —dijo Krasna en tono informal—. Cómo llegó a serlo es una historia que comenzó hace varios siglos. Esta cinta trae toda la información. Usted casi se podrá imaginar cómo pasó…
 

II

Dana Lje –su padre era holandés y su madre había nacido en Indonesia, en la isla de Sulawesi– se sentó en la silla que el capitán Robin Weinbaum le había indicado, cruzó las piernas y esperó. Su cabello negro-azulado brillaba bajo las luces.
      Weinbaum la miró intrigado. Desde luego, el hijo de conquistadores que había dado a la chica su nombre enteramente europeo había recibido su merecido, pues la belleza de la joven no tenía nada de rubio ni de holandés. Para el ojo del observador, Dana Lje parecía una especialmente delicada virgen de Bali, a despecho de su nombre occidental, su ropa y su seguridad. La combinación ya había probado ser algo picante para los millones de personas que seguían su columna televisiva, y Weinbaum, de primera impresión, no la encontraba menos encantadora.
      —Como una de sus más recientes víctimas —dijo él—, no estoy seguro de sentirme honrado, señorita Lje. Algunas de mis heridas aún sangran. Pero me desconcierta un poco que me visite ahora. ¿No le da miedo que intente desquitarme?
      —Yo no tenía intención de atacarlo a usted personalmente, y no creo haberlo hecho —dijo con seriedad la columnista de video—. Simplemente era bastante claro que nuestro Servicio de Inteligencia había tenido un tropezón con el asunto de Erskine. Era mi trabajo decirlo. Obviamente, usted iba a salir perjudicado, ya que es el jefe de la oficina, pero no había malicia en ello.
      —Triste consuelo —dijo Weinbaum, secamente—. Pero gracias de todos modos.
      La joven eurasiática se encogió de hombros.
      —En todo caso, ése no es el motivo por el que he venido. Dígame, capitán Weinbaum, ¿ha oído hablar alguna vez de una empresa que se hace llamar Información Interestelar?
 
      Weinbaum sacudió la cabeza.
      —Suena como una agencia de rastreo de personas. No es un negocio fácil hoy en día.
      —Eso fue justo lo que pensé cuando vi su membrete —dijo Dana—. Pero el texto de la carta que seguía no era algo que pudiera haber escrito una empresa de detectives privados. Permítame leerle una parte.
      Sus dedos delgados buscaron en el bolsillo interior de su chaqueta, y volvieron a salir con una hoja. Era papel sencillo de mecanografía, notó Weinbaum automáticamente: ella había traído consigo solamente una copia, y había dejado en casa la carta original. Era probable que la copia estuviera incompleta.
      —Dice lo siguiente: «Estimada señorita Lje: Como columnista de video de gran audiencia y muchas responsabilidades, usted necesita la mejor fuente de información disponible. Nos gustaría que probara nuestro servicio, libre de todo cargo, en el deseo de demostrarle que es superior a cualquier otra fuente de noticias en la Tierra. Por lo tanto, le ofrecemos a continuación diversas predicciones concernientes a eventos por suceder en Hércules y la llamada área de los Tres Fantasmas. Si estas predicciones se cumplen en un cien por ciento, no menos, le pedimos que nos tome como sus corresponsales en dichas regiones, con comisiones a convenir más adelante. Si las predicciones son erróneas en cualquier aspecto, no necesita tomarnos en consideración.»
      —Mmm —dijo Weinbaum, despacio—. Son tipos muy confiados… Y la combinación es extraña. Los Tres Fantasmas es sólo un pequeño sistema solar, mientras que el área de Hércules podría incluir el cúmulo entero de estrellas…, o quizá incluso la constelación entera, lo cual significa un montón de espacio. La empresa parecería estarle diciendo que tiene miles de corresponsales de campo, quizá tantos como el mismo gobierno. Si es así, le garantizo que están fanfarroneando.
      —Podría ser. Pero antes de que usted acabe de formarse una opinión, déjeme que le lea alguna de las predicciones —la carta sonó en las manos de Dana Lje—: «A las 03:16:10, en el Día del Año, 2090, el crucero interestelar de línea Brindisi, de tipo Hess, será atacado en las cercanías del sistema Tres Fantasmas por cuatro…»
      Weinbaum se enderezó instantáneamente en su silla giratoria.
      —¡Déjeme ver esa carta! —dijo él, con un tono áspero de alarma reprimida.
      —En un momento —dijo la joven, arreglándose la falda con toda compostura—. Evidentemente estaba en lo correcto al seguir mi corazonada. Permítame seguir leyendo: «… por cuatro naves fuertemente armadas, identificadas con las luces de la flota de Hammersmith II. La posición del crucero en ese momento será la de las coordenadas codificadas 88-A-theta-88-aleph-D&. Será…»
      —Señorita Lje —dijo Weinbaum—, lamento interrumpirla otra vez, pero lo que ha dicho hasta el momento justifica que la encierre en prisión ahora mismo, sin importar lo mucho que griten sus patrocinadores. No sé nada acerca de esta empresa de Información Interestelar, o si usted ha recibido o no la carta que pretende estar citando. Pero le puedo decir que ha demostrado estar en posesión de información que sólo su servidor y otros cuatro hombres se supone que poseen. Es demasiado tarde para decirle que todo lo que diga puede ser tomado en su contra. Todo lo que puedo agregar ahora es que ya es tiempo de que se calle.
 
      —Tal como suponía —dijo ella, al parecer sin alarma alguna—. Entonces ese crucero está programado para llegar a esas coordenadas, y el código de éstas se corresponde con la Hora Universal predicha. ¿Es cierto también que el Brindisi llevará un aparato ultrasecreto de comunicaciones?
      —¿Está buscando deliberadamente que la detenga? —dijo Weinbaum, rechinando los dientes— ¿O es esto un montaje, hecho para demostrarme que mi oficina está llena de filtraciones?
      —Puede que resulte ser algo así —admitió Dana—. Pero todavía no. Robin, he sido tan honesta con usted como puedo serlo. Usted no ha recibido sino un trato justo de mi parte hasta este momento. Yo no voy a utilizarlo en su contra, y usted lo sabe. Si esta empresa desconocida tiene esta información, podría haberla obtenido del lugar que insinúa: del terreno.
      —Imposible.
      —¿Por qué?
      —Porque la información en cuestión no ha llegado siquiera a mis propios agentes de campo… No hay ninguna posibilidad de que se haya filtrado tan lejos como hasta Hammersmith II o ningún otro lugar. ¡Y no digamos hasta los Tres Fantasmas! Las cartas deben ser llevadas en naves, usted lo sabe. Si tuviese que enviar órdenes por ultraonda a mi agente de los Tres Fantasmas, él tendría que esperar trescientos veinticuatro años para recibirlas. En una nave, las podrá tener en poco más de dos meses. Estas órdenes en específico están en camino desde hace sólo cinco días. Incluso si alguien las ha leído a bordo de la nave que las está llevando, no podrían haber sido enviadas a los Tres Fantasmas más rápido de lo que están viajando en este momento.
      Dana sacudió su cabeza morena.
      —Muy bien. Entonces, ¿qué nos queda, excepto un espía, aquí en su cuartel general?
      —Buena pregunta —dijo Weinbaum en tono lúgubre—. Será mejor que me diga quién firma su carta.
      —La firma J. Shelby Stevens.
      Weinbaum encendió su intercomunicador.
      —Margaret, busque en el registro de negocios una empresa llamada Información Interestelar y encuentre a quién pertenece.
      —¿No le interesa el resto de la predicción? —dijo Dana Lje.
      —Por supuesto que sí. ¿Le dice el nombre del aparato de comunicación?
      —Sí —dijo Dana.
      —¿Cuál es?
      —“Comunicador Dirac”.
      Weinbaum gruñó y se volvió de nuevo al intercomunicador.
      —Margaret, pida al doctor Wald que pase conmigo. Dígale que deje todo y venga al instante. ¿Algún resultado con lo anterior?
      —Sí, señor —dijo el intercomunicador—. La empresa es unipersonal; pertenece a un tal J. Shelby Stevens, de Rico City. Fue registrada este año.
      —Que lo arresten bajo sospecha de espionaje.
 
      La puerta se abrió y el doctor Wald entró con su metro noventa de estatura. Era extremadamente rubio y se veía torpe, amable y no muy inteligente.
      —Thor, la señorita es nuestra némesis de la prensa, Dana Lje. Dana, el doctor Wald es el inventor del comunicador Dirac, acerca del cual usted, por desgracia, tiene ya tanta información.
      —¿Ya lo hicieron público? —dijo el doctor Wald, observando a la joven con grave deliberación.
      —Ya lo es, y mucho más que eso, mucho más. Dana, en el fondo usted es una buena chica, y por alguna razón confío en usted, aunque es estúpido confiar en alguien en este trabajo. Tendría que detenerla hasta el Día del Año, tenga o no programas que hacer. En cambio, le voy a pedir que no revele la información que tiene, y le voy a explicar por qué.
      —Adelante.
      —Ya le dicho cuán lenta es la comunicación de un sistema estelar a otro. Tenemos que llevar nuestras cartas en naves, tal como hacíamos localmente antes de la invención del telégrafo. Los motores de sobrepropulsión nos permiten superar la velocidad de la luz, pero no por mucho margen en distancias realmente grandes. ¿Entiende esto?
      —Ciertamente —dijo Dana. Ella parecía estar un poco irritada, y Weinbaum decidió darle toda la información más rápidamente. Después de todo, se podía suponer que ella estaba mejor informada que el promedio de los legos.
      —Lo que hemos necesitado durante mucho tiempo, por lo tanto —dijo él—, es un método prácticamente instantáneo para llevar un mensaje de un lugar a otro. Cualquier retraso, no importa lo pequeño que sea al principio, se vuelve enorme a medida que las distancias se hacen más y más largas. Tarde o temprano tendremos que tener un método instantáneo, o no seremos capaces de enviar mensajes de un sistema a otro lo bastante aprisa como para mantener nuestra jurisdicción en las regiones más alejadas del espacio.
      —Un momento —dijo Dana—. Siempre había pensado que la ultraonda es más rápida que la luz.
      —En efecto, lo es; físicamente, no. ¿Entiende esto?
      Ella volvió a sacudir la cabeza.
      —En pocas palabras —dijo Weinbaum—, las ultraondas son radiación, y toda la radiación en el espacio está limitada a la velocidad de la luz. La forma en que aumentamos la velocidad de las ultraondas es usando una vieja aplicación de la teoría de ondas, según la cual la transmisión real de energía es a la velocidad de la luz, pero existe una cosa imaginaria llamada velocidad de fase que va más rápido. Pero lo que ganamos en la velocidad de la transmisión no es mucho; por ejemplo, podemos hacer llegar un mensaje de ultraonda a Alfa Centauro en un año, en lugar de que tarde casi cuatro. Pero en distancias realmente largas, ese no es ni por mucho un incremento suficiente.
      —¿No se puede elevar más la velocidad? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

 
      —No. Piense en el rayo de ultraonda entre aquí y Centauro como una oruga. La oruga por sí misma se mueve muy lentamente, justo a la velocidad de la luz. Pero las pulsaciones que pasan a lo largo de su cuerpo van más aprisa de lo que ella se mueve…, y si alguna vez ha observado una oruga, sabrá que es verdad. Sin embargo, hay un límite físico para el número de pulsaciones que pueden viajar a través de la oruga, y nosotros ya hemos llegado a ese límite. Hemos llevado la velocidad de fase a lo máximo que puede dar. Ese es el motivo por que necesitamos algo más rápido. Durante un largo tiempo, nuestras teorías de la relatividad nos quitaron toda esperanza de algo más rápido. Incluso la alta velocidad de fase de una onda guiada no contradice esas teorías; sólo encuentra en ellas la posibilidad de un truco, una salida limitada, matemáticamente imaginaria. Pero cuando Thor, aquí presente, comenzó a estudiar la cuestión de la velocidad de propagación de un pulso Dirac, encontró la respuesta. El comunicador que él ha desarrollado parece actuar sobre largas distancias, cualquier distancia, instantáneamente…, y puede ser que acabe dejando la relatividad muy atrás.
      La cara de la joven era ahora un estudio de conciencia súbita, asombrada.
      —No estoy segura de haber entendido los aspectos técnicos —dijo ella—. Pero de haber tenido alguna idea de la dinamita política que esto representa…
      —… se hubiera mantenido lejos de mi oficina —concluyó Weinbaum, sombríamente—. Mejor que no lo haya hecho. El Brindisi transporta un modelo del comunicador Dirac hacia la periferia para una prueba final; se supone que la nave se pondrá en contacto conmigo desde allá a una hora terrestre dada, la cual hemos calculado muy elaboradamente para tomar en cuenta las transformaciones residuales de Lorentz y Milne implicadas en un vuelo sobrepropulsado, más una buena cantidad de fenómenos del tiempo que no significarían nada para usted. Si esa señal llega aquí a la Tierra en el tiempo convenido, entonces…, dejando de lado los estragos que causará entre los físicos teóricos a los que decidamos avisar del asunto…, tendremos realmente nuestro comunicador instantáneo, y podremos incluir todo el espacio poblado en una misma zona temporal. Y tendremos una ventaja espectacular sobre cualquier persona que esté fuera de la ley, y que tendrá que recurrir localmente a la ultraonda y a cartas llevadas por naves en distancias más grandes.
      —No —dijo el doctor Wald, acremente— si la información ya se ha filtrado.
      —Falta por saber cuánto se ha filtrado —dijo Weinbaum—. El principio es bastante esotérico, Thor, y por sí solo, el nombre de la cosa no significará mucho incluso para un científico entrenado. Supongo que el misterioso informante de Dana no habrá entrado en detalles técnicos… ¿O sí?
      —No —dijo Dana.
      —Diga la verdad, Dana. Sé que está suprimiendo algo de esa carta.
      La chica se sobresaltó un poco.
      —Muy bien, sí. Es cierto. Pero nada técnico. Hay otra parte de la predicción que cita el número y clase de las naves que ustedes enviarán para proteger al Brindisi. La predicción dice que serán suficientes, por cierto. Me guardo este dato para ver si se convierte en realidad o no junto con el resto. De ser así, creo que habré conseguido un corresponsal.
      —De ser así —dijo Weinbaum—, habrá conseguido un pájaro de celda. Veremos qué tanto puede leer la mente J. Comosellame Stevens desde el subsótano del Fuerte Yaphank.
      Abruptamente, puso fin a la conversación y acompañó a Dana hasta la puerta, con una controlada cortesía.
 

III

      Weinbaum entró en la celda de Stevens, cerró la puerta tras él y le pasó las llaves al guardia. Se sentó pesadamente en el más taburete más cercano.
      Stevens le sonrió con la débil y benevolente sonrisa de los muy ancianos y dejó su libro sobre la litera. Weinbaum sabía (dado que su oficina lo había revisado) que el libro era sólo un volumen de poemas agradables e inofensivos de un escritor llamado Nims, de la Nueva Dinastía.
      —¿Fueron correctas nuestras predicciones, capitán? —dijo Stevens. Su voz era aguda y musical, muy parecida a la de un niño soprano.
       Weinbaum asintió.
      —¿Aún no quiere decirnos cómo lo ha logrado?
      —Pero ya lo he hecho —protestó Stevens—. Nuestra red de inteligencia es la mejor del Universo, capitán. Es superior incluso a su excelente organización, como muestran los hechos.
      —Le concedo que sus resultados son superiores —dijo Weinbaum con hosquedad—. Si Dana Lje hubiese echado su carta al tubo de los desperdicios, habríamos perdido el Brindisi y además nuestro comunicador Dirac. Por cierto, ¿su carta original predecía con exactitud el número de naves que enviaríamos?
      Stevens asintió con placer. Cuando sonreía, su barba blanca, limpia y bien arreglada, se balanceaba hacia delante, levemente.
      —Me lo temía —Weinbaum se inclinó hacia adelante—. Stevens, ¿tiene usted un comunicador Dirac?
      —Por supuesto, capitán. ¿De qué otra forma me podrían informar mis corresponsales con la eficiencia que ha observado?
      —Entonces, ¿por qué nuestros receptores no pueden captar las transmisiones de sus agentes? El doctor Wald dice que es inherente al principio del Dirac que sus transmisiones sean captadas por todos los instrumentos ajustados para recibirlas, sin excepción. Y en esta etapa del juego, se hacen tan pocas transmisiones que casi estaríamos seguros de poder detectar cualquiera que no proviniera de nuestros propios operadores.
      —Declino contestar esa pregunta, si me perdona la descortesía —dijo Stevens, la voz temblándole levemente—. Soy un anciano, capitán, y esta agencia de inteligencia es mi única fuente de ingresos. Si le contara cómo operamos, ya no tendríamos ninguna ventaja sobre su propio Servicio, exceptuando la limitada libertad de secreto que tenemos. Abogados competentes me han asegurado que tengo todo el derecho de operar una oficina privada de investigación, con la licencia debida, a cualquier escala que yo elija; y que tengo también el derecho de mantener mis métodos en secreto, en su calidad de «capitales intelectuales» de mi empresa. Si usted desea usar nuestros servicios, está muy bien. Se los proporcionaremos, con garantía absoluta de toda la información que le demos, por una tarifa apropiada. Pero nuestros métodos son de nuestra propiedad.
 
      Robin Weinbaum mostró una sonrisa torcida.
      —No soy un hombre ingenuo, señor Stevens —dijo—. Mi Servicio es duro con la ingenuidad. Usted sabe tan bien como yo que el gobierno no puede permitirle que opere como trabajador independiente, suministrando información de alto secreto a cualquiera que pueda pagar el precio…, o libre de cargo a una columnista de video como una especie de prueba…, incluso si usted llega a cada fragmento de esa información sin recurrir al espionaje. El cual no he descartado todavía, por cierto. Si usted puede repetir ese número del Brindisi a voluntad, tendremos que pedir la exclusiva de sus servicios. En resumen, usted se convertiría en un brazo civil de mi propia oficina.
      —Ciertamente —dijo Stevens, devolviéndole la sonrisa con actitud paternal—. Ya lo habíamos anticipado, por supuesto. De todas formas, tenemos contratos con otros gobiernos que considerar: en particular, con Erskine. Si vamos a trabajar en exclusiva para la Tierra, nuestro precio incluirá necesariamente una compensación por nuestra renuncia a otras cuentas.
      —¿Y por qué? Los patrióticos servidores públicos trabajan para sus gobiernos con pérdidas, si no pueden trabajar para él de otra forma.
      —Lo sé. Estoy dispuesto a renunciar a mis otros intereses. Pero sí requiero que se me pague.
      —¿Cuánto? —preguntó Weinbaum, súbitamente consciente de que sus puños estaban tan fuertemente apretados que le dolían.
      Stevens pareció pensarlo, moviendo su abundante cabellera blanca con senil deliberación.
      —Tendría que consultar a mis socios. Sin embargo, y de forma tentativa…, una suma igual al presupuesto actual de su oficina sería apropiada, pendiente de posteriores negociaciones.
      Weinbaum se puso en pie de un salto, los ojos muy abiertos.
      —¡Viejo pirata! Usted sabe bien que no puedo gastar todo mi maldito presupuesto en un único servicio civil. ¿Alguna vez se le ocurrió que las empresas civiles que trabajan para nosotros lo hacen con contratos de margen sobre el coste, y que nuestros ejecutivos civiles sólo reciben de paga un crédito al año, por su propia elección? Usted está exigiendo cerca de los dos mil créditos por hora a su propio gobierno, y al mismo tiempo pidiendo la protección legal que ese mismo gobierno le da, ¡y todo para dejar que esos fanáticos de Erskine le ofrezcan un precio más alto!
      —El precio no es desproporcionado —dijo Stevens—. El servicio lo vale.
      —¡Ahí es donde se equivoca! Tenemos al descubridor de la máquina trabajando para nosotros. Por menos de la mitad de la suma que usted está pidiendo, podemos encontrar la maldita aplicación del aparato que usted está queriendo vender. ¡De eso puede estar seguro!
      —Un juego peligroso, capitán.
 
      —Quizá. ¡Ya veremos! —Weinbaum miró con rabia el rostro plácido del viejo— Estoy obligado a decirle que es usted un hombre libre, señor Stevens. No hemos podido demostrar que haya obtenido su información por métodos ilegales. Usted estaba en posesión de hechos clasificados, pero no de documentos clasificados, y como ciudadano tiene el privilegio de intentar adivinar datos ultrasecretos, por improbable que sea el que tenga éxito. Pero tarde o temprano lo atraparemos. Si hubiese sido razonable, se hubiera encontrado en muy buena posición con nosotros, con sus ingresos tan asegurados como puede serlo cualquier ingreso político, y su persona respetada al máximo. Ahora, por el contrario, usted está sujeto a censura; no tiene usted idea de cuán humillante puede ser, pero me voy a encargar de que se entere. No habrá más noticias para Dana Lje ni para nadie más. Quiero ver cada palabra de texto que usted envíe a cualquier cliente que no sea esta oficina. Cada palabra que me sea de utilidad será empleada, y a usted se le pagará la tasa establecida de un centavo por palabra: el mismo precio que el FBI paga por chismes de fuentes anónimas. Cualquier cosa que me parezca inútil será puesta en archivo muerto sin previo aviso. A su debido tiempo hallaremos la modificación del Dirac que usted está usando, y cuando eso ocurra, quedará tan quebrado que todas las ruinas del mundo se verán más nuevas que usted.
      Weinbaum se detuvo un momento, asombrado de su propia furia.
      La voz de clarinete de Stevens comenzó a sonar en la cavidad desprovista de ventanas.
      —Capitán, no tengo ninguna duda de que podrá hacerme eso, al menos parcialmente. Pero será infructuoso. Le daré una predicción sin cargo alguno. Está garantizada, como todas nuestras predicciones. Es la siguiente: Usted nunca encontrará esa modificación. En su momento, yo se la daré, en mis propios términos, pero nunca la encontrará por su propia cuenta ni me forzará a dársela. Entretanto, no le enviaré una sola palabra de texto; no niego el hecho de que usted es un brazo del gobierno, pero puedo permitirme esperar a que deje de serlo.
      —No presuma —dijo Weinbaum.
      —Son hechos. Usted es el que presume: puras bravatas, basadas en nada más que una esperanza. Yo, por el contrario, de qué hablo… Pero concluyamos esta discusión; no tiene ningún sentido. Usted tendrá que convencerse de mis argumentos por las malas. Gracias por darme mi libertad. Hablaremos nuevamente, en diferentes circunstancias, el…, déjeme ver… Ah, sí, el 9 de junio del año 2091. Me parece que ese año está muy cerca.
      Stevens volvió a levantar su libro; inclinó la cabeza hacia Weinbaum, con expresión inofensiva y amable, mientras sus manos mostraban el marcado temblor de la paralysis agitans. Weinbaum fue hasta la puerta, desolado, e hizo una señal al carcelero. Cuando las barras se cerraban detrás de él, oyó la voz de Stevens:
      —Ah, sí: Feliz Año Nuevo, capitán.
 
      A su vuelta, Weinbaum entró echando truenos en su despacho, al menos el doble de enfurecido que el proverbial panal de avispones y, al mismo tiempo, ominosamente enterado de su propio y probable futuro. Si la segunda predicción de Stevens resultaba tan fenomenalmente cierta como había sido la primera, el capitán Robin Weinbaum estaría muy pronto obligado a vender un elegante conjunto de uniformes usados.
      Miró, echando chispas por los ojos, a Margaret Soames, su recepcionista. Ella le devolvió la mirada; lo conocía de demasiado tiempo como para intimidarse.
      —¿Alguna cosa? —preguntó él.
      —El doctor Wald lo espera en su oficina. Hay algunos informes de campo, y un par de Diracs en su cinta privada. ¿Algo de suerte con el viejo?
      —Eso es ultrasecreto —dijo él, con desánimo.
      —Ufff… Eso significa que nadie sabe aún la respuesta, excepto J. Shelby Stevens.
      Él se dobló repentinamente.
      —Pues sí. Es justamente lo que significa. Pero le vamos a ganar tarde o temprano. Tenemos que ganarle.
      —Lo harán —dijo Margaret—. ¿Algo más para mí?
      —No. Avise al resto de los empleados que hoy hay medio día libre; luego váyase a ver una estéreo, o a cenar, o a donde quiera. El doctor Wald y yo tenemos que tirar de algunos hilos…, y, salvo que esté tristemente equivocado, vaciar una botella de aquavit.
      —Bueno —dijo la recepcionista—. Tómese un trago a mi salud. Entiendo que la cerveza es el mejor chaser para el aquavit; haré que les traigan algunas.
      —Si regresa después de que yo haya quedado convenientemente ebrio —dijo Weinbaum, sintiéndose ya un poco mejor—, le daré un beso por su atención. Espero que con eso usted decida quedarse en el estéreo al menos tres funciones seguidas.
      —Supongo que lo haré —dijo ella, tímidamente, mientras él entraba por la puerta de su oficina.
      Tan pronto como cerró la puerta, su humor se volvió abruptamente casi tan negro como antes. A pesar de su relativa juventud –tenía sólo cincuenta y cinco años–, llevaba mucho tiempo en el servicio, y no necesitaba que nadie le dijera las posibles consecuencias de que el comunicador Dirac quedara en posesión de un solo individuo. Si alguna vez iba a haber una Federación Humana en la Galaxia, J. Shelby Stevens tenía el poder de arruinarla antes de haber siquiera comenzado. Y parecía que no había nada que hacer al respecto.
      —Hola, Thor —dijo él sombríamente—. Pásame la botella.
      —Hola, Robin. Por lo visto, las cosas han ido mal… Cuéntame.
 
      Weinbaum le contó todo brevemente.
      —Y lo peor —finalizó— es que Stevens mismo predice que nosotros no seremos capaces de encontrar la aplicación del Dirac que él está usando, y que se la tendremos que comprar a su precio. De alguna manera le creo…, pero no veo cómo puede ser posible algo así. Si tuviera que decirle al Congreso que voy a gastar mi presupuesto entero en un solo servicio civil, acabaría de patitas en la calle en las tres sesiones siguientes.
      —Tal vez ése no sea su precio verdadero —sugirió el científico—. Si quiere regatear, comenzará naturalmente con una cifra a kilómetros por encima de lo que realmente desea.
      —Sí, seguro… Pero, francamente, Thor, odio tener que darle a ese maldito viejo un solo crédito si puedo evitarlo —Weinbaum suspiró—. Bueno, veamos qué es lo que nos mandan del campo.
      Thor Wald se alejó lenta y silenciosamente del escritorio de Weinbaum mientras el oficial lo abría y preparaba la pantalla del Dirac. Apiladas limpiamente cerca del ultráfono —un aparato que a Weinbaum, apenas unos días antes, le había parecido completamente pasado de moda— estaban las cintas que Margaret había mencionado. Introdujo la primera en el Dirac e hizo girar el control principal hasta la posición marcada como COMIENZO.
      De inmediato, la pantalla entera se volvió de un blanco puro y las bocinas emitieron un estallido casi instantáneo de sonido: un bip que, como Weinbaum ya sabía, abarcaba un espectro continuo desde cerca de los 30 ciclos por segundo hasta por encima de los 18,000. Luego ambos –la luz y el sonido– se fueron como si nunca hubiesen existido, y fueron reemplazados por el rostro y la voz familiares del jefe local de operaciones de Weinbaum en Rico City.
      —No hay nada inusual —dijo el agente, sin preámbulos— en los transmisores de la oficina de Stevens de aquí. Y no hay ningún empleado local de Información Interestelar salvo una secretaria, y ella es tonta como una mampara, la verdad. Todo lo que hemos podido sacarle es que Stevens es «un anciano muy dulce». No hay ninguna posibilidad de que esté actuando; es literalmente estúpida, de los que creen que Betelgeuse es algo que los indios usaban para oscurecerse la piel. Hemos buscado algún tipo de lista o tabla de códigos que nos pudiera dar una idea acerca del equipo de campo de Stevens, pero ha sido otro callejón sin salida. Ahora estamos manteniendo una vigilancia de veinticuatro horas en el lugar desde un sitio que está cruzando la calle. ¿Órdenes?
      Weinbaum le dictó al trozo de cinta en blanco que venía a continuación:
      —Margaret, la próxima vez que envíe una cinta a mi despacho, córtele primero el maldito bip del comienzo. Diga a los muchachos de Rico City que Stevens ha sido liberado, y que estoy pidiendo una orden de seguridad para intervenir su ultráfono y sus líneas locales; éste es un caso en el que estoy seguro de persuadir a la corte de que la interferencia es necesaria. Además –y asegúrese que esto va en código–, dígales que procedan a intervenir inmediatamente y que lo mantengan aunque la corte niegue su permiso. Yo pondré mi huella digital en una Confesión de Plena Responsabilidad para ellos. No nos podemos permitir el jugar limpio con Stevens; el potencial de daño es demasiado grande. Y, ah, sí, Margaret, envié el mensaje por mensajero, y envíe una orden general a todos los implicados de no usar el Dirac, salvo en los casos en que la distancia y el tiempo impidan usar otros medios. Stevens ya ha admitido que puede recibir transmisiones de Dirac.
      Desconectó el micrófono y, por un momento, miró fija y morosamente el hermoso trabajo de artesanía eridaniana, a base de espirales en madera, de su escritorio. Wald tosió con inquietud y recobró el aquavit.
      —Discúlpame, Robin —dijo—, pero creo que deberíamos trabajar en ambos sentidos.
      —También lo pienso yo. Y sin embargo el hecho es que no hemos podido captar ni un susurro acerca de Stevens o sus agentes. No sé de qué manera lo hace, pero evidentemente debe de haber alguna.
      —Bueno, vamos a repensar el problema, y veamos qué obtenemos —dijo Wald—. No deseaba decir esto en presencia de la señorita, por razones obvias…, me refiero a la señorita Lje, por supuesto, no a Margaret…, pero la verdad es que el Dirac, esencialmente, es un mecanismo basado en un principio sencillo. Yo dudo muy seriamente que haya algún medio de hacer que transmita un mensaje que no pueda ser detectado…, pero un examen de la teoría con esta premisa en mente nos podría dar algo nuevo.
      —¿Qué premisa? —preguntó Weinbaum. Thor Wald lo dejaba atrás demasiado a menudo últimamente.
      —La de que una transmisión Dirac no va necesariamente a todos los comunicadores capaces de recibirla. Si fuera cierto, las razones de por qué es cierto deberían emerger de la propia teoría.
      —Ya veo. De acuerdo, sigue por esa línea. Yo he estado mirando la carpeta de Stevens mientras hablabas y es un desierto. Antes de la apertura de la oficina en Rico City, no hay absolutamente nada acerca de J. Shelby Stevens. La primera vez que hablé con él, el tipo casi me frotó la cara con la insinuación de que usaba un seudónimo. Le pregunté qué significaba la J de su nombre, y me dijo: «Oh, que sea Jerónimo.» Pero quién es el hombre detrás del seudónimo…
      —¿Es posible que esté usando sus propias iniciales?
      —No —dijo Weinbaum—. Sólo los más tontos lo hacen, o trasponen sílabas, o retienen alguna conexión con sus nombres verdaderos. Esas son personas con serios problemas emocionales, que se sumergen a sí mismas en el anonimato pero dejan huellas por todas partes. Esas huellas son en realidad un grito de ayuda, una petición de que les descubran. Por supuesto que estamos trabajando en eso también, no podemos descuidar nada, pero J. Shelby Stevens no es ese tipo de caso, estoy seguro —Weinbaum se levantó bruscamente—. Bueno, Thor, ¿qué es lo primero en tu programa técnico de trabajo?
      —Pues…, supongo que debemos comenzar revisando las frecuencias que usamos. Nos basamos en la suposición de Dirac –que funciona muy bien y siempre lo ha hecho– de que un positrón en movimiento a través de una retícula cristalina es acompañado por ondas de de Broglie, que son la transformación de las ondas de un electrón en movimiento en algún otro lugar del Universo. Por lo tanto, si nosotros controlamos la frecuencia y ruta del positrón, controlamos el emplazamiento del electrón: hacemos que aparezca, por así decir, en los circuitos de un comunicador en algún otro lugar. Después de esto, la recepción es sólo cuestión de amplificar los impulsos y leer la señal.
 
      Wald frunció el ceño y sacudió su cabeza rubia.
      —Si Stevens está captando mensajes que nosotros no podemos captar, mi primera hipótesis sería que él ha creado un circuito sintonizador más delicado que el nuestro, lo que es más o menos como deslizar sus mensajes por debajo de los nuestros. La única forma en que algo así podría hacerse, por lo menos hasta donde puedo ver de momento, es utilizando un control realmente fantástico de la frecuencia de su emisor positrónico. De ser así, el paso lógico para nosotros es volver al comienzo de nuestras pruebas y volver a hacer nuestras difracciones, para ver si podemos refinar nuestras mediciones de las frecuencias positrónicas.
      El científico parecía tan sombrío e inexpresivo mientras ofrecía esta conclusión que, por pura simpatía, una capa de desesperanza cayó sobre Weinbaum.
      —No pareces esperar que eso revele algo nuevo.
      —No lo espero. Mira, Robin, en física las cosas son diferentes de como eran en el siglo veinte. En ese tiempo, siempre se presuponía que la física no tenía límites: la declaración clásica la hizo Weyl, quien dijo que «la naturaleza de algo real es ser inagotable en su contenido». Nosotros sabemos ahora que las cosas no son así, excepto de un modo remoto y asociativo. Hoy en día, la física es una ciencia definida y bien delimitada; su extensión es aún prodigiosa, pero ya no podemos seguir pensando que no tiene límites. Esto está mejor establecido en la física de partículas que en cualquier otra rama de la ciencia. La mitad de los problemas que tenían los físicos del siglo pasado con la geometría euclidiana –y aquí está la razón de por qué ellos desarrollaban tantas teorías complicadas acerca de la relatividad– es que se trata de una geometría de líneas y, por lo tanto, puede ser subdividida infinitamente. Cuando Cantor probó que realmente hay un infinito, al menos matemáticamente hablando, pareció confirmar la posibilidad de un universo físico realmente infinito.
      Los ojos de Wald se nublaron, y se detuvo para echarse un trago del aquavit con sabor a orozuz que hubiera hecho erizar todos los pelos de Weinbaum.
      —Recuerdo —dijo Wald— al hombre que me enseñó teoría de conjuntos en Princeton, hace muchos años. El solía decir: «Cantor nos enseña que hay muchas clases de infinitos.» ¡Qué tipo loco!
      Weinbaum rescató deprisa la botella.
      —Me decías, Thor.
      —Oh —Wald parpadeó—. Sí. Bueno, lo que sabemos ahora es que la geometría que se aplica a las partículas últimas, como el positrón, no es la euclidiana. Es pitagórica: una geometría de puntos y no de líneas. Una vez que has medido uno de esos puntos –y no tiene importancia qué tipo de cantidad estás midiendo– ya has llegado lo más lejos que puedes llegar. En ese punto, el Universo se vuelve discontinuo, y no es posible ningún otro refinamiento posterior. Y yo diría que nuestras mediciones de la frecuencia de los positrones ya han llegado a ese límite. No hay elemento en el Universo más denso que el plutonio, y sin embargo obtenemos los mismos valores de frecuencia de la difracción a través de cristales de plutonio que a través de cristales de osmio; no hay la más mínima diferencia. Si J. Shelby Stevens está operando con fracciones de esos valores, entonces está haciendo lo que un organista llamaría «tocar entre las teclas»…, lo que ciertamente es algo que puedes pensar en hacer, pero de hecho es imposible. Jup.
      —¿Jup? —repitió Weinbaum.
      —Perdón. Fue un hipo nada más.
      —Ah, bueno… ¿Y si Stevens ha reconstruido el órgano?
      —Si él ha reconstruido el marco métrico universal para beneficio de una empresa privada de rastreo de personas —dijo Wald, firmemente—, yo, por lo menos, no veo razón por la que no podamos hacerle al menos una auditoría… jup… por declarar el cosmos entero nulo y abolido.
      —Está bien, está bien —dijo Weinbaum, sonriente—. No quería llevar tu analogía hasta las últimas consecuencias; sólo estaba preguntando. Pero comencemos a trabajar en eso de todas formas. No podemos quedarnos aquí sentados y dejar que Stevens se salga con la suya. Si el enfoque de la frecuencia se vuelve tan desesperanzador como parece, intentaremos otra cosa.
      Wald miró la botella de aquavit con ojos de lechuza.
      —Es un problema muy bonito —dijo—. ¿Alguna vez te he cantado una canción que tenemos en Suecia que se llama “Nat-og-Dag”?
      —Jup —dijo Weinbaum, para su propia sorpresa, en un alto falsete—. Disculpa. No. Oigámosla.
 
      La computadora ocupaba un piso entero del edificio de Seguridad. Sus unidades, aparentemente idénticas, estaban puestas una tras otra sobre el piso, siguiendo una versión algo enfermiza de la “curva que llena el espacio” de Peano. En el extremo de la línea había un tablero maestro de control con una gran pantalla de televisión en su centro. Ante ella se hallaba el doctor Wald, con Weinbaum mirando, silenciosa y ansiosamente, por encima de su hombro.
      La pantalla mostraba un patrón que, exceptuando el hecho de que estaba dibujado con luz verde sobre un fondo gris oscuro, se parecía mucho a un grano en un trozo de caoba muy pulido. A la derecha del doctor Wald, había una pila de fotos de un modelo similar puestas sobre una mesa pequeña; algunas se habían desparramado por el suelo.
      —Pues bien, aquí está —Wald suspiró profundamente—. Y no me esforzaré en evitar decir: «Te lo dije.» Lo que me has hecho hacer aquí, Robin, es reconfirmar cerca de la mitad de los postulados de la física de partículas; por eso ha tardado tanto, a pesar de que fue el primer proyecto que comenzamos —apagó la pantalla—. No hay rendijas entre las teclas para que las toque el señor J. Shelby Stevens. Es definitivo.
      —Eso suena casi a chiste vulgar —dijo Weinbaum, lúgubremente—. Mira, ¿no queda ninguna posibilidad de error? Si no de tu parte, Thor, ¿tal vez en la computadora? Después de todo, está preparada para trabajar solamente con las cargas unitarias de la física moderna; ¿no deberíamos haber desconectado las unidades que contienen esa tendencia antes de que la máquina siguiera las instrucciones con cargas fraccionales que le dimos?
      —Desconectar, dice —gruñó Wald, secándose la frente, pensativo—. Mi amigo, esa “tendencia” están por todas partes de la máquina, porque ésta funciona en todas sus partes a partir de las mismas cargas unitarias. No era cuestión de ir desconectando unidades; hemos tenido que añadir una, con una contratendencia propia, para contracorregir las correcciones que, de otra forma, la computadora hubiese aplicado a las instrucciones. Los técnicos pensaron que yo estaba loco. Ahora, cinco meses después, les he comprobado que sí lo estaba.
      A su pesar, Weinbaum sonrió.
      —¿Qué hay de los otros proyectos?
      —Todos listos, y desde hace ya tiempo, de hecho. El personal y yo hemos comprobado todas y cada una de las cintas de Dirac que hemos recibido desde que liberaron a J. Shelby de Yaphank, en busca de algún rastro de intermodulación, señales marginales, o cualquier otra cosa de ese tipo. No hay nada, Robin, nada en absoluto. Ese es nuestro resultado.
      —Lo cual nos deja justo donde empezamos —dijo Weinbaum—. Todos los proyectos de monitoreo llegaron al mismo callejón sin salida; sospecho firmemente que Stevens no se ha arriesgado a hacer más llamadas desde su oficina central a su equipo de campo, aun si se mostró seguro de nunca interceptaríamos sus llamadas…, como de hecho ha sucedido. Ni siquiera la intervención que hicimos de sus líneas ha dado nada, fuera de llamadas hechas por la secretaria de Stevens para hacer citas con diversos clientes, actuales o potenciales. Cualquier información que esté vendiendo en estos días, la está pasando en persona; y tampoco en su oficina, porque hemos puesto micrófonos por todos lados y tampoco han oído nada.
      —Eso debe de limitar su radio de acción enormemente —comentó Wald.
 
      Weinbaum asintió.
      —Sin duda, pero él no da señal alguna de que le moleste. No puede haber enviado ningún dato a Erskine recientemente, por ejemplo, porque en nuestra última pelea con esa gente nos fue muy bien incluso aunque tuvimos que mandar órdenes a nuestro escuadrón usando el Dirac. Si él nos oyó, no trató siquiera de dar aviso. Justo como dijo, nos está presionando —Weinbaum se detuvo—. Espera un momento, aquí viene Margaret. Y por la longitud de sus pasos, diría que trae en mente algo especialmente desagradable.
      —Y vaya que sí —dijo Margaret Soames, vengativamente—. Y si no me equivoco, va a acabar destapando muchas cosas. El escuadrón de identificación finalmente atrapó a J. Shelby Stevens. Y lo hicieron simplemente con el comparador de voces.
      —¿Cómo funciona? —dijo Wald, con interés.
      —Micrófono de intermitencias —dijo Weinbaum con impaciencia—. Aísla las inflexiones en sílabas aisladas y normalmente acentuadas, y las compara. Es una técnica estándar de búsqueda de identidad en este tipo de casos, pero lleva tanto tiempo que usualmente atrapamos a la presa por otros medios antes de recibir resultados. Bueno, Margaret, no se quede ahí parada como tonta. ¿Quién es él?
      —Él —dijo Margaret— es su amiguita de las ondas de video, la señorita Dana Lje.
      —¡No puede ser! —exclamó Wald, mirándola fijamente.
      Weinbaum volvió en sí, lentamente, de su primera conmoción de incredulidad.
      —No, Thor, no —dijo al fin—. Sí es posible. Si una mujer va a disfrazarse, siempre hay dos papeles que puede asumir fuera de su propio sexo: el de un chico joven, y el de un hombre muy anciano. Y Dana es una actriz, eso no es noticia.
      —Pero, Robin…, ¿por qué lo hizo?
      —Eso es lo que vamos a averiguar ahora mismo. Conque no podríamos encontrar la modificación del Dirac por nuestra cuenta, ¿eh? Bueno, hay otros medios de conseguir respuestas aparte de la física de partículas. Margaret, ¿ya se mandó una orden de captura para la chica?
      —No —dijo la secretaria—. Esa es una castaña que quería verlo sacar a usted por sí mismo. Usted me autoriza y yo mando la orden. No antes.
      —Mujer rencorosa. Mándela, pues, y goce viendo mis dientes apretados. Ven, Thor, pongamos la castaña en el cascanueces.
      Mientras iban saliendo del piso de la computadora, Weinbaum se detuvo repentinamente y empezó a murmurar en voz casi inaudible. Wald dijo:
      —¿Qué pasa, Robin?
      —Nada. Otra vez esas predicciones… ¿Qué día es hoy?
      —Mmm… 9 de junio. ¿Por qué?
      —¡Es la fecha exacta en que “Stevens” predijo que nos volveríamos a ver! ¡Maldita sea! Algo me dice que esto no va a ser tan fácil como parece.
 
      Si Dana Lje tenía alguna idea de aquello en lo que se estaba metiendo –y considerando que ella era “J. Shelby Stevens”, se podía suponer que sí– parecía que ese conocimiento no la asustaba. Estaba sentada, con la compostura de siempre, ante el escritorio de Weinbaum, fumando su eterno cigarro. Una de sus rodillas, que tenía un hoyuelo, apuntaba directamente al puente de la nariz del oficial.
      —Dana —dijo Weinbaum—, esta vez vamos a conseguir todas las respuestas y no lo haremos amablemente. Sólo en caso de que no esté consciente de esto, hay ciertas leyes relativas al acto de dar información falsa a un oficial de seguridad según las cuales podemos encarcelarla por un mínimo de quince años. Aplicando los estatutos relativos al uso de las comunicaciones para defraudar, más varias leyes locales contra el travestismo, el uso de nombres falsos y así sucesivamente, probablemente podríamos acumular las suficientes sentencias cortas adicionales como para mantenerla en Yaphank hasta que realmente le crezca una barba. Por lo tanto, le recomiendo que confiese.
      —Tengo toda la intención de confesar —dijo Dana—. Sé, prácticamente palabra por palabra, cómo procederá esta entrevista, qué información le voy a dar, en qué momento se la daré… y lo que usted me va a pagar por ella. Supe todo eso hace muchos meses. Por lo tanto, no tendría sentido que no lo hiciera.
      —Lo que usted está diciendo, señorita Lje —dijo Thor Wald, con voz resignada—, es que el futuro está fijado de antemano, y que usted puede leerlo en sus detalles esenciales.
      —Correcto, doctor Wald. Las dos cosas son ciertas.
      Hubo un breve silencio.
      —Muy bien —dijo Weinbaum, sombríamente—. Hable.
      —Muy bien, capitán Weinbaum, págueme —dijo Dana, calmadamente.
      Weinbaum reprimió una risa.
      —Pero lo digo en serio —dijo ella—. Usted aún no sabe lo que yo sé acerca del comunicador Dirac. Yo no seré obligada a decírselo, bajo amenaza de prisión o de cualquier otra cosa. Mire, yo sé de cierto que usted no va a mandarme a prisión, a drogarme, ni nada parecido. En cambio, sé de cierto que usted me va a pagar…, por lo que sería tonto decir una sola palabra antes de que usted lo hiciera. Después de todo, lo que usted está comprando es todo un secreto. Una vez que le diga cuál es, usted y el Servicio entero serán capaces de leer el futuro como yo lo hago, y entonces la información no tendrá valor alguno para mí.
      Weinbaum se quedó totalmente sin habla durante un momento. Finalmente, dijo:
      —Dana, usted tiene un corazón de puro bronce, al igual que una rodilla con una mira telescópica invisible. Yo digo que no le voy a dar mi presupuesto entero, sin importar lo que el futuro diga o deje de decir al respecto. No se lo voy a dar porque la forma en que mi gobierno, que es el suyo también, maneja las cosas, hace que ése sea un precio imposible. ¿O no es ése su precio realmente?
      —Ese es mi precio real…, pero es una alternativa. Digamos que es mi segunda opción. Mi primera opción, es decir, que es el precio con el que me conformaría, viene en dos partes: a) ser admitida en su Servicio como oficial responsable, y b) casarme con el capitán Robin Weinbaum.
 
      Weinbaum saltó de su silla. Sintió como si llamas del color del cobre y de treinta centímetros de largo estuvieran saliendo por sus oídos.
      —Con un… —comenzó. Y ahí la voz le falló por completo.
      Desde detrás de él, donde Wald estaba de pie, vino algo parecido a una enorme risotada de modelo escandinavo, reprimida con enorme esfuerzo.
      Dana misma parecía estar sonriendo un poco.
      —Como ve —dijo ella—, yo no apunto mi mejor y más exacta rodilla a cada hombre que conozco.
      Weinbaum se sentó nuevamente, lenta y cuidadosamente.
      —Camine, no corra, hacia la salida más cercana —dijo—. Mujeres e infantiles oficiales de seguridad primero. Señorita Lje, ¿está usted tratando de venderme la idea de que pasó por todo este absurdo, incluyendo la barba, debido a una pasión abrasadora por mi corpulenta y mal pagada persona?
      —No enteramente —dijo Dana Lje—. También quiero estar en su oficina, como ya dije. Pero déjeme enfrentarlo, capitán, con un hecho de la vida que parece que no se le ha ocurrido en absoluto. ¿Acepta como cierto que se pueda leer el futuro en detalle, y que eso, de ser siquiera posible, implica que el futuro está predeterminado?
      —Dado que Thor parece capaz de aceptarlo, supongo que yo puedo también…, provisionalmente.
      —Esto no tiene nada de provisional —dijo Dana con firmeza—. Escuche, cuando me encontré por primera vez con este…, con este aparato, hace ya bastante tiempo, entre las primeras cosas que descubrí estaban que iba a pasar por la mascarada de “J. Shelby Stevens”, que me iba a meter a la fuerza en el equipo de su oficina, y que me iba a casar con usted, Robin. En ese momento quedé atónita y me rebelé por completo. Yo no quería estar en el equipo de su oficina; me gustaba mi vida trabajando por mi cuenta como comentarista de video. Y no me quería casar con usted, aunque no me hubiese opuesto a vivir con usted durante un tiempo…, digamos un mes o algo así. Y, sobre todo, la mascarada parecía ridícula.
      »Pero los hechos siguieron mirándome a la cara. Yo iba a hacer todas esas cosas. No había alternativas, ninguna fantástica “rama temporal”, ningún punto de decisión que pudiera ser alterado para hacer que el futuro cambiara. Mi futuro, como el suyo, el del doctor Wald y el de todos los demás, estaba fijado. No importaba en lo más mínimo si había o no un motivo decente para lo que iba a hacer; lo iba a hacer de todas formas. Como yo misma pude ver, causas y efectos simplemente no existen. Un acontecimiento sigue a otro porque los acontecimientos son tan indestructibles en el espacio-tiempo como la materia y la energía.
      »Fue la píldora más amarga. Me llevará muchos años tragarla por completo, y a usted también. Creo que el doctor Wald lo aceptará un poco antes. En todo caso, una vez que estuve intelectualmente convencida de que todo era así, tenía que proteger mi propia cordura. Sabía que no podía alterar lo que iba a hacer, pero lo menos que podía intentar para protegerme era abastecerme de motivos. O, en otras palabras, de simples racionalizaciones. Parece que, al menos, eso sí somos libres de hacer: la conciencia del observador es únicamente una pasajera en el viaje a través del tiempo, y no puede alterar los hechos…, pero puede comentar, explicar, inventar. Eso es afortunado, porque ninguno de nosotros podría soportar el llevar a cabo acciones que estuvieran realmente desprovistas de lo que nosotros entendemos como significaciones personales.
      »Por lo tanto me conseguí los motivos obvios. Dado que me iba a casar con usted y no podía evitarlo, me propuse convencerme de que lo amaba. Ahora lo amo. Dado que iba a unirme al personal de su oficina, pensé en todas las ventajas que ese trabajo podía tener sobre el ser comentarista, y pude hacer una lista bastante respetable. Esos son mis motivos.
      »Pero yo no tenía esos motivos al principio. De hecho, nunca hay motivos detrás de las acciones. Todas las acciones están prefijadas. Lo que llamamos motivos son, evidentemente, racionalizaciones de una conciencia observadora, impotente, que por otro lado es lo bastante astuta como para oler un acontecimiento que se acerca…, y ya que no puede evitarlo, en cambio se inventa razones para desear que ocurra.
      —Wow —dijo el doctor Wald, sin elegancia pero con fuerza considerable.
 
      —O “wow” o “tonterías” parece ser lo adecuado…, aún no decido cuál —asintió Weinbaum—. Sabemos que Dana es una actriz, Thor, así que no nos caigamos del árbol tan rápido. Dana, he estado dejando la pregunta realmente ardua para el final. Esa pregunta es ¿cómo? ¿Cómo llegó a su modificación del transmisor Dirac? Recuerde que conocemos sus antecedentes, al contrario de los de “J. Shelby Stevens”. Usted no es una científica. Entre sus familiares remotos hubo algunos intelectos de alto poder, pero nada más.
      —Le daré varias respuestas a esa pregunta —dijo Dana Lje—. Elija la que más le guste. Todas son verdaderas, pero tienden a contradecirse unas a otras aquí y allá.
      «Para empezar, tiene razón acerca de mi parentela, por supuesto. Si revisa nuevamente su archivo, descubrirá que esos familiares “remotos” eran los últimos sobrevivientes de mi familia excepto yo misma. Cuando ellos murieron, aunque eran primos segundos, cuartos y novenos, sus posesiones fueron a dar conmigo, y entre sus efectos personales encontré un esquema de un posible comunicador instantáneo basado en la inversión de la onda de de Broglie. El material tenía una forma muy rudimentaria, y en su mayor parte estaba más allá de mi comprensión, porque, como usted ha dicho, yo no soy una científica. Pero estaba interesada; muy vagamente, podía ver el valor que algo así podía tener…, y no sólo en dinero.
      »Mi interés fue estimulado por dos coincidencias: el tipo de coincidencias que la “causa y efecto” simplemente no permiten, pero que parecen ocurrir de cualquier manera en un universo de acontecimientos imposibles de modificar. Durante la mayor parte de mi vida adulta, he estado en medios de comunicación de un tipo u otro, principalmente en ramas del video. Siempre tuve equipos de comunicación a mi alrededor, y todos los días tomaba café y donas con ingenieros de comunicaciones. Primero aprendí la jerga; luego, algunos de los procedimientos, y con el tiempo un poco de conocimiento real. Algunas de las cosas que aprendí no se pueden obtener de ninguna otra forma. Algunas otras, que por lo general sólo están disponibles para gente altamente especializada, como el doctor Wald aquí presente, llegaron a mí por accidente, entre bromas, entre besos, y de cien otras maneras distintas…, todas connaturales al ambiente de una cadena de video.
      Weinbaum se dio cuenta, para su propia consternación, de que la frase «entre besos» no le agradaba nada. Con brusquedad inintencionada, dijo:
      —¿Cuál es la otra coincidencia?
      —Una filtración en su propio personal.
      —Dana, eso no se lo puedo creer.
      —No lo crea si no quiere.
      —No se trata de lo que yo quiera —replicó Weinbaum con petulancia—. Trabajo para el gobierno. ¿Este espía le enviaba información directamente a usted?
      —Al principio, no. Por esa razón le insistía a usted que podía haber una filtración, y por eso empecé a sugerirlo públicamente en mi programa. Tenía la esperanza de que usted pudiera cerrar la filtración y mantenerla dentro de su oficina antes de que se perdiera mi primer y bastante tenue contacto con ella. Cuando fracasé en obligarlo a protegerse, corrí el riesgo e hice contacto directamente…, y el primer fragmento de información secreta que llegó a mí fue el punto final que necesitaba para acabar de armar mi comunicador Dirac. En cuanto estuvo totalmente ensamblado, hacía más que sólo comunicar. Predecía. Y le puedo decir por qué.

 
      Weinbaum dijo pensativamente:
      —Hasta aquí, no encuentro esto tan difícil de aceptar. Quitándole la filosofía, incluso le da algún sentido al asunto de “J. Shelby Stevens”. Supongo que al hacer que el anciano caballero fuera conocido como alguien que sabía más que yo acerca del transmisor Dirac, y que no se oponía a negociar con nadie que tuviera dinero, usted mantuvo al espía trabajando a través de usted…, en vez de transmitir información directamente a gobiernos enemigos.
      —Al final resultó así —dijo Dana—. Pero ésa no fue la génesis o el propósito de la mascarada de Stevens. Ya le he dado la explicación completa de cómo ocurrió aquello.
      —Bueno, será mejor que me diga el nombre del espía antes de que se escape.
      —Cuando se haya pagado el precio, no antes. De cualquier manera, ya es demasiado tarde como para prevenir una huida. Mientras tanto, Robin, quiero continuar y darle la otra respuesta a su pregunta acerca de cómo pude encontrar este secreto particular del Dirac, mientras que ustedes no. Las respuestas que le he dado hasta ahora han sido respuestas de “causa y efecto”, con las que todos nos sentimos más cómodos. Pero quiero recalcar que todas las relaciones aparentes de “causa y efecto” son accidentes. Las causas no existen y los efectos tampoco. Encontré el secreto porque lo encontré; ese acontecimiento estaba predeterminado. El que algunas circunstancias parezcan explicar el porqué lo encontré, en los antiguos términos de “causa y efecto”, es irrelevante. De forma similar, ustedes, con todo su equipo y cerebros superiores, no encontraron el secreto por una razón, y sólo por una: porque no lo encontraron. La historia del futuro dice que lo encontraron.
      —¿“Agua y ajo”, entonces? —dijo Weinbaum tristemente.
      —Me temo que sí…, y a mí tampoco me gusta.
      —Thor, ¿cuál es tu opinión acerca de todo esto?
      —Todo es un tanto pasmoso —dijo Wald con sobriedad—. Pero de algún modo se sostiene. El universo determinista que la señorita Lje describe era una característica común de las viejas teorías de la relatividad, y como mera especulación tiene una historia aún más larga. Yo diría que, en última instancia, cuánto podamos creer en su historia como un todo depende de su método para, como ella dice, leer el futuro. Si es demostrable más allá de cualquier duda, lo demás se vuelve perfectamente creíble, incluyendo la filosofía. Si no lo es, entonces lo que queda es un admirable trabajo de actuación, más algo de metafísica que, aunque es en sí mismo consistente, no es original de la señorita Lje.
      —Eso resume tan bien caso como si yo lo hubiera dirigido a usted, doctor Wald —dijo Dana—. Me gustaría señalar otra cosa más. Si yo puedo leer el futuro, “J. Shelby Stevens” nunca tuvo necesidad de un equipo de operadores de campo, y tampoco de mandar un solo mensaje Dirac que ustedes pudieran haber interceptado. Todo lo que le hacía falta era hacer predicciones de sus propias lecturas, las cuales sabían que eran infalibles; tampoco hizo falta ninguna red privada de espionaje.
      —Eso lo entiendo —dijo Weinbaum secamente—. Muy bien, Dana, digámoslo esta forma: yo no la creo. Mucho de lo que usted dice probablemente sea verdadero, pero creo que el todo es falso. Por otra parte, si está diciendo la verdad, ciertamente merece un puesto en el personal de esta oficina –sería terriblemente peligroso no tenerla con nosotros– y el casamiento es más o menos algo menor, excepto para usted y para mí. Usted puede tener contrato sin letra pequeña; yo no quiero ser comprado, igual que usted no lo querría.
      »Por lo tanto, si me dice quién es el espía, consideraremos cerrada esa parte del asunto. Pongo esa condición no como un precio, sino porque no quiero verme comprometido con alguien que en un mes pudiera ser fusilado por espionaje.
      —Me parece justo —dijo Dana—. Robin, su espía es Margaret Soames. Ella es una agente de Erskine, y nada tonta. Es una técnica altamente entrenada.
      —Bueno, maldita sea —dijo Weinbaum atónito—. Entonces ya se fue… Fue la primera en decirme que ya la habíamos identificado a usted. Debe de haber escogido esa tarea para tener el tiempo suficiente para preparar su huida.
      —Eso es correcto. Pero la atraparán pasado mañana. Y ahora tú estás atrapado, Robin.
      Hubo otra carcajada reprimida de Thor Wald.
      —Acepto felizmente ese destino —dijo Weinbaum, mirando la rodilla telescópica—. Ahora, si usted me cuenta cómo hace su truco de magia, y si lo que me dice respalda todo lo que ha dicho hasta la última letra, como usted afirma, me encargaré de que entre en la oficina y todos los cargos que hay en contra suya desaparezcan. De otra forma, probablemente tendría que besar a la novia a través de las rejas de la celda.
      Dana sonrió.
      —El secreto es muy simple. Está en el bip.

 
      Weinbaum se quedó boquiabierto.
      —¿El bip? ¿El sonido que emite el Dirac?
      —Así es. Ustedes no lo han encontrado porque consideraron al bip sólo una molestia, y tú ordenaste a la señorita Soames que lo cortara de todas las cintas antes de enviártelas. La señorita Soames, que tenía alguna idea de lo que significaba el bip, estaba más que contenta de hacerlo, para dejar la lectura del bip exclusivamente a “J. Shelby Stevens”…, quien, según ella, iba a tomar a Erskine como cliente.
      —Explíquese —dijo Thor Wald, mirándola intensamente.
      —Tal como usted suponía, todo mensaje que es enviado a través del Dirac llega a todo receptor que es capaz de detectarlo. Cada receptor…, incluyendo el primero que fue construido, que es el suyo, doctor Wald, pasando por los cientos de miles que habrá en la galaxia en el siglo XXIV, los incontables millones que existirán en el siglo XXX, etcétera. El bip del Dirac es la recepción simultánea de cada uno de los mensajes Dirac que han sido enviados, o que serán enviados alguna vez. Por cierto, el número cardinal de la totalidad de esos mensajes es relativamente pequeño y por supuesto finito; está muy por debajo de los números finitos realmente grandes, como por ejemplo el número de electrones que tiene el universo, incluso aunque cada mensaje se fragmente en bits y se cuenten los bits.
      —Por supuesto —dijo el doctor Wald suavemente—. ¡Por supuesto! Pero, señorita Lje…, ¿cómo sintoniza un mensaje determinado? Nosotros intentamos usar las frecuencias fracciónales de los positrones, y no llegamos a nada.
      —Yo ni siquiera sabía que existen frecuencias fraccionales de los positrones —confesó Dana—. No, es algo simple…, tan simple que un lego con suerte, como yo, lo puede descubrir. Los mensajes individuales se sacan del bip usando retardación del tiempo, nada más. Todos los mensajes llegan en el mismo instante, en la más pequeña fracción de tiempo que existe, que es algo llamado «cronón».
      —Sí —dijo Wald—. El tiempo que tarda un electrón en moverse de un nivel cuántico a otro. Es el punto pitagórico de la medición del tiempo.
      —Gracias. Obviamente, ningún receptor hecho de materia podría reaccionar a un mensaje tan breve, o al menos es lo que yo pensaba al principio. Pero como en el aparato mismo hay relevadores, retrasos debidos a interruptores, varias formas de retroalimentación y demás, el bip llega a los circuito de salida como un pulso complejo que ha sido «desparramado» a lo largo del eje temporal durante un segundo completo, o incluso más. Ese efecto se puede exagerar grabando el bip «desparramado» en una cinta de alta velocidad, del mismo modo en que se puede grabar cualquier acontecimiento que se desea estudiar en cámara lenta. Luego se ajustan los varios puntos de fallo existentes en el receptor, con el fin de exagerar un fallo y minimizar los otros, y se usan técnicas de supresión de ruidos para eliminar el fondo.

 
      Thor Wald frunció el ceño.
      —Al terminar, aún tendría que hacer un trabajo considerable de selección. Tendría que hacer un muestreo de los mensajes…
      —Es justo lo que he hecho; la pequeña clase que me dio Robin acerca de las ultraondas me dio una pista. Me puse a investigar cómo se pueden mandar varios mensajes a la vez por un canal de ultraonda, y descubrí que se toma una muestra de los pulsos entrantes cada milésima de segundo, y se deja pasar sólo cuando la onda se desvía de la media en una cierta forma. Yo realmente no creía que algo así fuera a servir con el bip del Dirac, pero si funcionó: llegó a tener el 90% dela fidelidad de la transmisión original luego de pasar por el dispositivo filtrador. Desde luego, yo ya tenía suficiente información del bip como para poner en marcha mi plan, pero ahora cada mensaje de voz en él estaba disponible, y claro como el cristal. Si se seleccionan ciertos tres puntos cada milésima de segundo, se capta incluso una transmisión inteligible de música: un poco confusa, pero lo bastante buena como para identificar los instrumentos que están tocando…, y ésa es una prueba muy bueno cualquier dispositivo de comunicación.
      —Aquí hay una cuestión de detalles que no estoy comprendiendo —dijo Weinbaum, para quien el lenguaje técnica se estaba convirtiendo en algo demasiado espeso como para abrirse paso—. Dana, dijo usted que sabía el curso que iba a tomar esta conversación, pero no está grabada en ninguna cinta de Dirac, ni tampoco veo ninguna razón por la que un resumen tuviera que ser enviado luego por Dirac.
      —Eso es cierto, Robin. Sin embargo, cuando me vaya de aquí, yo misma haré una transmisión en mi propio Dirac. Es obvio que lo haré…, porque ya la encontré en el bip.
      —En otras palabras, se va a llamar a sí misma… hace meses.
      —Así es —dijo Dana—. No es una técnica tan útil como se podría creer en un principio, porque es peligroso hacer una transmisión así mientras una situación está aún en desarrollo. Sólo se pueden “enviar al pasado” detalles de forma segura después de que la situación se haya completado, como diría un químico. De todas maneras, una vez que se sabe que al usar el Dirac se está lidiando con el tiempo, se pueden sacar cosas muy extrañas del instrumento.
      Se detuvo y sonrió.
      —He oído —dijo ella en tono coloquial— la voz del Presidente de nuestra Galaxia, en el año 3480, anunciando la federación de la Vía Láctea y de las Nubes Magallánicas. He oído al comandante de un crucero de línea mundial, viajando entre los años 8873 y 8704 sobre la línea mundial de un planeta llamado Hathshepa, que circunda una estrella en el borde exterior de la galaxia NGC 4725, pidiendo ayuda a través de once millones de años luz…, pero qué clase de ayuda estaba pidiendo, o pedirá, está más allá de mi comprensión. Y muchas otras cosas. Cuando ustedes hagan sus pruebas, oirán estas cosas también. Y se preguntarán qué significan muchas de ellas.
      »Y las escucharán incluso con más atención que yo, con la esperanza de averiguar si alguien fue capaz o no de entender a tiempo para ir a ayudar.
      Weinbaum y Wald parecían aturdidos.

 
      La voz de ella se volvió un poco más sombría:
      —La mayor parte de las voces en el bip del Dirac son eso: gritos pidiendo ayuda, que podemos oír décadas o siglos antes de que quienes los enviaran se metieran en problemas. Ustedes se sentirán obligados a responder a cada mensaje, a dar la ayuda que hace falta. Y escucharán los mensajes subsecuentes y dirán: “¿Logramos, o lograremos, llegar ahí a tiempo? ¿Los entendimos a tiempo?
      »Y en la mayor parte de los casos no estarán seguros. Sabrán el futuro, pero no qué significa la mayor parte de él. Mientras más lejos viajen hacia el futuro con la máquina, más incomprensibles serán los mensajes, y por lo tanto quedarán reducidos a decirse que, después de todo, el tiempo tendrá que pasar a su propio ritmo, antes de que los acontecimientos circundantes puedan emerger y aclarar aquellos mensajes remotos.
      »Hasta donde yo puedo verlo, el efecto a la larga no será el de la omnisciencia: nuestra conciencia enteramente extraída del flujo del tiempo y capaz de ver toda su extensión desde un costado. En cambio, el Dirac simplemente desplaza el punto de mira de la conciencia hacia delante, desde el presente, hasta una cierta distancia. Queda por ver es si esa distancia es de quinientos años o de cinco mil. Será en el punto en que empiece a cumplirse la ley de los rendimientos decrecientes, o si lo prefieren, aquel en el que el factor ruido comience a oscurecer la información. En todo caso, el observador queda reducido a viajar en el tiempo a velocidad de siempre. Sólo queda un poco por delante los demás.
      —Usted ha pensado mucho acerca de esto —dijo Wald, lentamente—. Me desagrada pensar lo que podría haber sucedido si una persona con menos consciencia se hubiese topado con el bip.
      —No era nuestro destino —dijo Dana.
      En el silencio que siguió, Weinbaum notó una sensación vaga, irracional, de abatimiento: de que algo había prometido más de lo que en realidad había dado. Era como al sabor del pan fresco comparado con su olor, o el descubrimiento de que la “canción popular sueca” de Thor Wald, “Nat-og-Dag”, era tan sólo “Noche y Día” de Cole Porter en otro idioma. Reconoció el sentimiento: es la emoción habitual del cazador cuando la caza ha terminado, el post coitum triste en su versión para detectives profesionales. Sin embargo, después de mirar por un momento a la sonriente y bella Dana, se sintió casi contento.
      —Hay algo más —dijo—. No quiero parecer insufriblemente escéptico respecto de esto…, pero quiero verlo funcionar. Thor, ¿podemos preparar un dispositivo de filtrado y muestreo como el que Dana describe y hacer una prueba?
      —En quince minutos —dijo el doctor Wald—. Tenemos ya casi toda la unidad ensamblada en nuestro receptor grande de ultraonda, y agregarle una unidad de cinta de alta velocidad no tendría que ser un problema. Lo haré ahora mismo.
       Se fue. Weinbaum y Dana se miraron el uno al otro por un momento, muy al modo de dos gatos que no se conocen. Entonces el oficial de seguridad se levantó, con lo que él sabía que era un aire de determinación más o menos implacable, y tomó las manos de su prometida, anticipando una lucha.
      El primer beso fue, al menos en su intención, básicamente pro forma. Pero para cuando Wald regresó a la oficina, la teoría había sido ampliamente superada por la práctica.

 
      El científico carraspeó y dejó su paquete en el escritorio.
      —Aquí está todo lo que hace falta —dijo—. Pero tuve que buscar por todo el archivo para encontrar una cinta de Dirac que aún tuviera el bip. Sólo un momento más, mientras hago las conexiones…
      Weinbaum usó el tiempo para llevar su mente otra vez al asunto que tenían entre manos, aunque no del todo. Entonces, dos carretes de cinta comenzaron a zumbar como abejas, y luego sonido de la cinta Dirac al llegar a su comienzo llenó el cuarto. Wald detuvo el aparato, lo reinicializó y empezó a reproducir la cinta filtrada, muy despacio, en la dirección opuesta.

 
      Una distante cacofonía de voces salió de la bocina. Mientras Weinbaum se inclinaba, tenso, hacia delante, una voz dijo, alta y claramente, sobre el resto:
      —Hola, oficina de la Tierra. Teniente T. L, Matthews en la Estación Hércules NGC 6341, fecha de transmisión 13-22-2091. Ya hemos calculado el último punto en la curva orbital de los traficantes. La curva misma apunta a un pequeño sistema estelar a unos veinticinco años luz de nuestra base; el lugar ni siquiera tiene nombre en nuestros mapas. Los exploradores dicen que el planeta hogar está al menos dos veces más fortificado de lo que anticipábamos, por que necesitaremos otro crucero. Tenemos una autorización de ustedes en el bip, pero estamos esperando, como se ordenó, a recibirla en el presente. NGC 6341 Matthews fuera.
      Después del primer momento de conmoción y autrdimiento (porque ninguna disposición intelectual a aceptar los hechos lo podía haber preparado para su realidad abrumadora), Weinbaum había tomado un lápiz y empezado a escribir a toda prisa. Cuando la voz terminó su mensaje, Weinbaum arrojó el lápiz a un lado y miró con emoción al doctor Wald.
      —Siete meses de adelanto —dijo, consciente que estaba sonriendo como un idiota—. Thor, ¡tú sabes cuánto problema hemos tenido con esa aguja en el pajar en Hércules! El truco de la curva orbital debe de ser algo que a Matthews aún no se le ha ocurrido. Al menos aún no me ha dicho nada, y no hay nada en la situación, tal como está, que indique un tiempo de seis meses para cerrar el caso. Las computadoras calculaban que tomaría otros tres años.
      —Nuevos datos —asintió el doctor Wald, solemnemente.
      —Bueno, ¡no nos detengamos aquí, por Dios! ¡Oigamos algo más!
       El doctor Wald inició nuevamente el ritual, esta vez mucho más rápido. El altavoz dijo:
      —Nausentampen. Eddettompic. Berobsilom. Aimkaksetchoc. Sanbetogmuw. Datdectamset. Domatrosmin. Fuera.
      —Válgame —dijo Wald—. ¿Qué fue eso?
      —A eso me refería —dijo Dana Lje—. Por lo menos la mitad de lo que sale del bip es así de incomprensible. Supongo que será lo que sea que le vaya a pasar al idioma inglés dentro de miles de años.
      —No, no es eso —dijo Weinbaum. Había vuelto a escribir, y no paraba, a pesar de lo breve de la transmisión—. Al menos no este ejemplo. Eso, señoras y caballeros, era código. Les aseguro que no hay idioma que consista exclusivamente de palabras de cuatro sílabas. Más aún, era una versión de nuestro código. No puedo descifrarlo del todo ahora: haría falta un experto trabajando de tiempo completo, pero tengo la fecha y un poco del sentido. Es el 12 de marzo de 3022, y se está llevando a cabo una especie de evacuación en masa. El mensaje parece ser una orden de ruta.
      —Pero ¿por qué hablan en clave? —quiso saber el doctor Wald—. Hacerlo implica que pensamos que alguien nos podría estar oyendo…, alguien más con un transmisor Dirac. La cosa podría ponerse muy complicada.
       —Podría —convino Weinbaum—. Pero supongo que lo resolveremos. Dale otra vez, Thor.
      —¿Intento con imagen esta vez?
      Weinbaum asintió. Un momento después estaba mirando directamente la cara verde de algo que parecía un semáforo animado con casco. Aunque la criatura no tenía boca, la bocina del Dirac dijo bastante claramente:
      —Hola, jefe. Este es Thammos NGC 2287, fecha de transmisión Gor 60, 302 según mi calendario, según el de ustedes 2 de julio de 2973. Este es un sucio planetita. Todo apesta a oxígeno, igual que en la Tierra. Pero los nativos nos aceptan, y eso es lo importante. Logramos que el genio de ustedes naciera bien. El informe detallado saldrá después por garra. NGC 2287 Thammos fuera.
      —Ojalá me supiera mejor el Nuevo Catálogo General —dijo Weinbaum—. ¿No es esa M 41 en el Can Mayor, la que tiene la estrella roja en el centro? ¡Y vamos a usar personas no humanoides allí! ¿Qué era esa criatura, en todo caso? Bueno, no importa, pásala otra vez.
      El doctor Wald la pasó nuevamente. Weinbaum, sintiéndose ya un poco mareado, había renunciado a tomar notas. Podría hacerse después. Todo podría hacerse después. Ahora, él sólo quería escenas y voces, más y más escenas y voces del futuro. Eran mejor que el aquavit, incluso con un chaser de cerveza.
 

IV

La cinta de adoctrinamiento terminó, y Krasna pulsó un botón. La pantalla Dirac se
oscureció y se retrajo de nuevo al interior del escritorio.
      —Ellos no vieron cómo iban a llegar hasta nosotros, ni de lejos —dijo él—. No vieron, por ejemplo, que cuando una sección del gobierno se vuelve casi omnisciente, sin importar lo pequeña que sea en principio, necesariamente se convierte en todo el gobierno existente. Así fue que el Servicio que hoy conocemos hizo a un lado todo lo demás. Por otra parte, aquellas personas realmente temían que un gobierno con un brazo que lo sabía todo se convirtiera en una rígida dictadura. Eso no podía pasar y no pasó, porque mientras más se sabe, más se ensancha el campo de posibles operaciones, y más dinámica y fluida necesita ser la sociedad. ¿Cómo podría una sociedad rígida expandirse a otros sistemas estelares, y no digamos a otras galaxias? No se puede.
      —Yo diría que sí puede suceder —objetó Jo, despacio—. Después de todo, si se sabe de antemano lo que todo el mundo va a hacer…
      —Pero no lo sabemos, Jo. Eso es sólo una invención popular, o si lo prefiere, un distractor. Después de todo, no todos los negocios del cosmos pasan a través del Dirac. Los únicos acontecimientos que nosotros podemos oír son los que se transmiten como mensajes. ¿Usted encarga el almuerzo mediante un Dirac? Por supuesto que no. Hasta ahora, usted no ha dicho una sola palabra a través del Dirac en toda su vida. Y hay más todavía. Las dictaduras se basan en la proposición de que el gobierno, de alguna manera, puede controlar las mentes humanas. Nosotros sabemos ahora que lo único realmente libre en todo el Universo son las conciencias de quienes lo observan. ¿No haríamos el ridículo tratando de controlarlas, cuando la física entera nos muestra que es imposible? Esa es la razón por la que el Servicio no es, en ningún sentido, una Policía del Pensamiento. Sólo nos interesan los actos. Somos una Policía de los Acontecimientos.
      —Pero ¿por qué? —dijo Jo—. Si toda la historia está predeterminada, ¿por qué nos molestamos con esas tareas de «chico conoce a chica», por ejemplo? Se van a conocer de cualquier manera.
      —Por supuesto que sí —asintió Krasna de inmediato—. Pero mire, Jo. Nuestros intereses como gobierno dependen del futuro. Operamos como si el futuro fuera tan real como el pasado, y hasta ahora no hemos sido decepcionados: el Servicio tiene un porcentaje de éxito de 100. Pero ese éxito conlleva sus propias advertencias. ¿Qué pasaría si dejáramos de supervisar los acontecimientos? No sabemos, y no nos atrevemos a correr el riesgo. A pesar de la evidencia de que el futuro es fijo, tenemos que asumir el papel de cuidadores de lo inevitable. Creemos que nada puede salir mal, pero tenernos que actuar según la filosofía de que la historia sólo ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
      »Ese es el motivo por el que salvaguardamos un gran número de noviazgos hasta la firma del contrato, e incluso más allá. Tenemos que asegurarnos de que cada persona que es mencionada en una transmisión del Dirac nazca. Nuestra obligación como Policía de los Acontecimiento es hacer posibles los sucesos del futuro, porque tales sucesos son cruciales para nuestra sociedad, incluso los más pequeños. Es una tarea enorme, créame, y se vuelve más grande cada día. Aparentemente, nunca dejará de crecer.
      —¿Nunca? —dijo Jo—. ¿Qué hay del público? ¿No se va a dar cuenta tarde o temprano? La evidencia está creciendo a una enorme velocidad.
      —Sí y no —dijo Krasna—. Muchas personas se están dando cuenta en este mismo momento, tal como usted lo hizo. Pero el número de gente nueva que necesitamos en el Servicio crece más rápido. Siempre está por delante del número de legos que siguen las pistas hasta llegar a la verdad.

 
      Jo respiró profundamente.
      —Usted piensa en esto como si fuera tan simple como hervir un huevo, Kras —dijo—. ¿Nunca se ha preguntado acerca de algunas de las cosas que salen del bip? Por ejemplo, la transmisión de Canes Venatici que encontró Dana Lje, la que trataba acerca de una nave que viajaba hacia atrás en el tiempo. ¿Cómo es eso posible? ¿Cuál es su propósito? ¿Es…?
      —Chi va piano va sano —dijo Krasna—. No lo sé, y no me importa. A usted tampoco debería importarle. Ese suceso está demasiado lejos en el futuro como para que nos preocupemos por él. No podemos conocer su contexto de ninguna manera, así que no tiene sentido tratar de entenderlo. Si un inglés de cerca del 1600 hubiese podido enterarse de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, la hubiera considerado una tragedia; un inglés de 1950 tendría una opinión muy diferente. Lo mismo pasa con nosotros. Los mensajes que recibimos del futuro realmente lejano aún no tienen contexto.
      —Creo que lo entiendo —dijo Jo—. Supongo que me acostumbraré con el tiempo, después de que me acostumbre a usar el Dirac. ¿Mi nuevo rango me autoriza a usarlo?
      —Sí, así es. Pero, Jo, primero tengo que decirle una regla de la etiqueta del Dirac que nunca debe romperse. No se le permitirá ni acercarse al micrófono de un Dirac hasta que se la haya grabado en la memoria más allá de cualquier olvido.
      —Lo escucho, Kras, créame.
      —Bueno. La regla es esta: la fecha de muerte de una persona del Servicio jamás debe ser mencionada en una transmisión del Dirac.
      Jo parpadeó. Sintió un poco de frío. La razón detrás de la regla era decididamente dura, pero su bondad, al final, era inmensa. Dijo:
      —No se me va a olvidar. Yo mismo quiero esa protección. Muchas gracias, Kras. ¿Cuál es mi nueva tarea?
      —Para empezar —dijo Krasna, sonriendo—, un trabajo más simple que cualquier otro que yo le haya dado, y aquí mismo, en Randolph. Dese una vuelta por aquí y encuéntreme a ese taxista, el que habló de viajes en el tiempo. Está incómodamente cerca de la verdad; mucho más cerca de lo que estaba usted en el nivel uno. Encuéntrelo, y tráigamelo. ¡El Servicio está a punto de tomar un nuevo recluta!


Portada de la revista Galaxy Science Fiction, febrero de 1954
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Telaraña

Ayer, 13 de junio de 2021, se anunció en redes sociales la muerte de Mauricio Molina, gran narrador mexicano y maestro de la literatura de imaginación. Autor premiado, apreciado por sus colegas y querido por sus lectores, merecía (sin embargo) muchos más de los segundos. Quien llegue a esta nota a partir de la noticia de ayer, que no se pierda su novela Tiempo lunar (1993) o sus libros de cuentos, como La trama secreta (2012), La puerta final (2014) y Planetario (2017).
      «Telaraña» apareció publicado inicialmente en 2004, en la revista Letras Libres, y en 2008 dio título a otro volumen de relatos de Molina, publicado por la UNAM. Es un cuento que representa algunas de las obsesiones de su autor (como el amor y el sexo, o la crisis de una vida aparentemente normal cuando lo inexplicable se abre paso en ella) y su estructura, aparentemente sencilla, vuelve sobre sí misma poco a poco y finalmente, por decirlo de algún modo, se anuda; al llegar a esta complejidad, el cuento se vuelve también una muestra de la pericia y elegancia de un creador atento a la forma de sus historias, y a lo que la forma misma puede decir más allá de tramas y argumentos.



TELARAÑA
Mauricio Molina

Me despertó el sonido de un auto derrapando seguido de un fuerte golpe. Miré el reloj. Eran pasadas las dos de la mañana. La luz arenosa de la luna entraba por la ventana. Sumergida en un sueño profundo mi mujer murmuró unas cuantas palabras incomprensibles, abrió los ojos, se incorporó y se me quedó viendo como si fuera otra persona. Suspiró, miró a su alrededor, volvió a quedarse dormida. Ya estaba acostumbrado a esos brotes de sonambulismo. Yo también regresé al sueño. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que sonó el teléfono, como siempre a esas horas mucho más ruidoso de lo normal. Adriana se incorporó y contestó. Escuché a lo lejos su voz, como salida de un túnel lejano. Luego de decir algo como No es posible, Si aquí está, Deje ya de molestar, colgó con violencia. Percibí con los ojos entrecerrados su silueta desnuda en el umbral.
      —Quién era.
      —No sé, un imbécil que dice que acabas de estrellarte a unas cuadras de aquí.
      —Un borracho.
      —Seguro —respondió—. Vamos a dormir, estoy muerta de sueño.
      Me arrebujé bajo el edredón y le di la espalda.
      Sentí su cuerpo ligeramente más frío de lo normal pegándose al mío, buscando un poco de calor. Uno de sus brazos se aferró a mi hombro. En unos segundos volvimos a sumergirnos en el sueño. Hacía unos meses, desde que regresamos de un largo viaje, que mi mujer y yo habíamos dejado de hacer el amor. Llevábamos una extraña vida de hermanos. Al otro día, mientras tomábamos el primer café, Adriana me citó en un restaurante para cenar.
      —Necesito hablar contigo. Es importante.
      El día transcurrió normalmente. En la oficina me esperaban montones de manuscritos que había que dictaminar. Había una novela titulada Telaraña de la que no tenía la más mínima idea de qué opinar sobre ella. Era una historia muy simple en apariencia: el personaje moría en las primeras páginas aquejado de una rara enfermedad. En el segundo capítulo volvía a aparecer y continuaba con sus actividades normales. No era un flashback, ni una digresión, el personaje seguía vivo después de muerto. Su vida era tediosa y aburrida. La prosa del segundo capítulo era pesada y torpe, a diferencia del primer capítulo, pleno de dramatismo y acción. A la mitad de la novela el personaje volvía a morir, esta vez asesinado por su mujer sin ningún motivo aparente. Luego reaparecía y continuaba viviendo. La trama era absurda pero parecía funcionar de una manera muy extraña pese a sus incongruencias —o quizás deba decir que gracias a ellas. Al atardecer resolví rechazarla, así que redacté un dictamen lleno de veneno. En cuanto dejé la editorial me arrepentí, pero ya era demasiado tarde. La cita con Adriana me tenía un tanto ansioso.
      Cenamos en un restaurante muy discreto. Cuando llegaron los postres Adriana me miró a los ojos y me dijo:
      —Estoy preocupada por nosotros.
      Yo la miré aparentando sorpresa. Ya sabía lo que vendría.
      —Hace ya cinco meses que no hacemos el amor.
      Me sentí un poco incómodo. Escuchar aquello en pleno restaurante, bajo la mirada vigilante del mesero, me ponía demasiado incómodo.
      —No creo que sea momento de hablar de esto.
      —Pero yo quiero hablar de eso ahora, ¿no entiendes que estamos a punto de irnos a la mierda? —exclamó levantando la voz.
      —No es tan grave…
      Me miró con tristeza.
      Los ojos se le llenaron de lágrimas hasta que no pudo contener el llanto.
      —…llévame a la casa y déjame ahí. Quiero estar sola un rato, por favor…
      Mientras manejaba por la avenida, rumbo a la casa, Adriana me señaló algo.
      —Mira nada más a ésos…
      En un cajero automático había una pareja haciendo el amor. Estaban de pie, ella recargada sobre el tablero, la cabeza inclinada hacia la pantalla, con la falda subida y el calzón negro envolviéndole el tobillo. Él la penetraba con movimientos felinos, lentos y cautelosos.
      —Ésos sí que se la están pasando bien —me dijo en un tono de reclamo evidente.
      No hablamos hasta que llegamos a la puerta de la casa. Después de dejarla me dirigí a un bar donde sabía que me encontraría con mis amigos. Ordené un whisky doble, hablamos de futbol, libros y mujeres. En ese momento me di cuenta de que necesitaba distraerme. Estuve en el bar hasta pasada la medianoche.
      Encontré a Adriana dormida. Un ligero aroma a sexo, muy distante, impregnaba la habitación. Adriana dormía con la ropa interior que usábamos para hacer el amor en otro tiempo: unos pantaloncitos de encaje que tenían una abertura en el medio y un brasier negro. La créme de nuit reposaba en el buró, junto al reloj. No era difícil imaginarse lo que había pasado.
      Una hora después abrí los ojos. La sed estaba haciendo de las suyas, me dirigí a la cocina y me bebí un par de vasos de agua helada. El calor era insoportable. En ese momento, pasadas las dos de la mañana, sonó el teléfono. Descolgué de inmediato tratando de no despertar a mi mujer.
      —¿Ahí vive el señor Joaquín Ordóñez?
      —Sí, soy yo.
      A la voz del otro lado de la línea pareció no importarle lo que estaba diciendo.
      —Lamento comunicarle que tuvo un accidente.
      —No diga tonterías. Aquí estoy. Deje ya de molestar.
      Colgué. Me bebí otro vaso de agua, el teléfono volvió a sonar. Descolgué con furia.
      —¿Es suyo un Volvo gris con placas 411 MMC?
      —Sí…
      —Pues su auto está chocado entre la calle X e Y.
      —No me diga.
      Me asomé por la ventana, busqué mi auto. No estaba.
      —Voy para allá.
      Me vestí en silencio y salí sin hacer ruido.
      La calle en cuestión no estaba lejos, a unas cuantas cuadras de casa. A esas horas los mendigos y las prostitutas deambulaban por la zona. No tardé en encontrarme con las luces de las patrullas. Mi auto se había incrustado en un árbol añoso y seco. A juzgar por el estado del auto sería difícil que alguien pudiera haber sobrevivido al accidente. En el asiento del conductor había un hombre que tenía el rostro inclinado sobre el parabrisas y el volante clavado en el tórax.
      —Al parecer las bolsas de aire no le funcionaron… —dijo uno de los policías que escrutaban la escena.
      —¿Está muerto?
      Uno de los oficiales se acercó al conductor, lo movió hacia atrás, con cuidado recargándolo contra el asiento. Tenía el rostro desfigurado y estaba cubierto de sangre. Sentí un mareo muy fuerte, me incliné para vomitar y después de que mi cuerpo cayera sobre el pavimento, me desvanecí.
      Desperté en la madrugada junto al cuerpo de Adriana. Me incorporé y miré a mi alrededor. Estaba en mi cama. Después de incorporarme abrí la ventana y vi mi auto estacionado en la calle, como siempre. Otra pesadilla, pensé, y volví a dormirme.
      Al otro día por la mañana le conté mi sueño a Adriana. Ella también recordaba algo.
      —Oí el ruido de un choque muy cerca de aquí. También te sentí llegar y luego el teléfono también me despertó, pero estaba muy cansada y te dejé contestar. Incluso me pareció que saliste de la casa.
      —Pues desperté aquí hoy por la mañana.
      Nos encogimos de hombros y decidimos no darle importancia al asunto, confiados en que la tensión de la conversación durante la cena nos hubiese jugado una mala pasada mientras dormíamos.
      —Anoche pensé en algo —me dijo—: ¿Por qué no lo intentamos en otro lado? A lo mejor si nos vemos en un hotel podemos jugar un poco y solucionar las cosas.
      —No sé…
      —Mira, aquí muy cerca hay un hotelito al que siempre he querido ir. Voy a hacer reservaciones para esta noche y nos vemos ahí.
      —Bueno, me parece muy bien…
      —Vamos a jugar a que no nos conocemos y que nos encontramos en ese lugar. Dos desconocidos. Yo me encargo de todo.
      Debo de confesar que la idea me pareció más bien ingenua, pero la dejé hacer. No quería más problemas.
      —Nos vemos en la noche.
      —Ahí te espero. Voy a reservar a tu nombre.
      Sin embargo, ese día las cosas se complicaron en mi oficina y salí hasta muy tarde.Telaraña, la novela sobre la que había vertido todo mi veneno, había sido dictaminada elogiosamente por los otros lectores de la editorial y tuve que defenderme pese a que no estaba muy seguro de mi opinión. Finalmente cedí. La novela se publicaría y habría una campaña muy fuerte de difusión. Me sentí ridículo. Sólo deseaba irme a casa, darme un baño y cambiarme de ropa antes de llegar con Adriana. A toda velocidad, rápido como las obsesiones, tomé la avenida que conducía a mi domicilio. Sonó el celular. Era ella.
      —Ya llevo horas esperándolo, señor —me dijo y colgó.
      Como por instinto miré hacia el cajero automático donde habíamos visto a la pareja del día anterior. Ahí estaban de nuevo. Un hombre montando a una mujer bajo la luz blanquecina de un cajero automático. De pronto percibí, por el rabillo del ojo, una enorme masa oscura acercándose a toda velocidad hacia mi auto. Sentí el golpe, escuché el doloroso chillido de los neumáticos derrapando sobre el pavimento, y luego vi, como si estuviera viendo una película, cómo me estrellaba contra un árbol. La última imagen que percibí fue una telaraña de cristal formándose lentamente en el parabrisas después de golpear contra mi cabeza.
      Al cabo de un tiempo que me pareció enorme abrí los ojos. Un vago dolor recorría todo mi cuerpo, pero no tardó en desvanecerse por completo ni bien estuve plenamente despierto. Estaba en la habitación de nuestra casa y Adriana dormía profundamente. Al incorporarme para ir a tomar un vaso de agua, escuché que decía entre sueños:
      —Así… así… más…
      Vino un gemido incontrolable, después todo su cuerpo se contrajo en un espasmo. Vi sus pezones fantasmales sobresaliendo de la tela del camisón, los dedos de sus manos crispados y temblorosos. Estaba teniendo un orgasmo ahí, dormida, frente a mí. La imagen me excitó violentamente, pero no me atreví a despertarla. Nunca la había deseado más que en aquel momento: así, dormida, sumergida en sus propias fantasías y deseos.
      Mientras bebía un vaso de agua helada en la cocina, escuché de nuevo las llantas derrapando y el ruido de un golpe lejano. Ya sabía lo que vendría. Calculé que en unos minutos alguien llamaría, pero no lo hicieron. Afuera no estaba mi auto. Encendí un cigarrillo y esperé un rato, luego me vestí y salí a la calle. Caminé hasta el lugar donde había visto mi auto la noche anterior. Mientras recorría la avenida, escuché la voz de una prostituta que me decía:
      —¿No quieres venir, papacito? Hago lo que quieras… quinientos… tú dices… —vino un silencio y luego levantó la voz— ¡Por lo menos mírame y dime si no los valgo, hijo de la chingada!…
      Seguí caminando sin voltear a verla. Las prostitutas siempre me provocaron una mezcla de atracción y repulsión. En la esquina vi mi propio auto aplastado contra un árbol. El radiador humeaba. Era como si una mano gigantesca lo hubiese tomado entre sus dedos arrugándolo como un papel y lo hubiera arrojado ahí. Tomé el teléfono celular y llamé a emergencias.
      —Quiero reportar un accidente…
      Esta vez no había duda de que era mi vehículo y de que era yo mismo el que yacía muerto en el asiento del conductor. No me pareció extraño ni absurdo verme ahí, de nuevo, con el rostro pegado al parabrisas y el volante hundido en las entrañas. La sangre escurría de mi boca. Nadie podía haber sobrevivido a un accidente así. Escuché el lejano sonido de las sirenas aproximándose.
      Caminé de regreso a casa. No quería meterme en problemas. Esta vez, ocultándome entre las sombras de los árboles e intuyendo que no podía verme, miré a la prostituta. Llevaba un atuendo que no tardé en reconocer. Sólo vestía ropa interior bajo el abrigo que le había regalado a mi mujer en su cumpleaños. Llevaba los mismos pantaloncitos de encaje y el brasier negro. Las medias le llegaban hasta la mitad de los muslos. Cuando finalmente me aproximé a unos pasos, la reconocí. Tenía la mirada enloquecida de los sonámbulos.
      —Ándale papacito. Te lo dejo barato: quinientos el completo.
      Accedí de inmediato. No sabía si era un juego, si me había seguido o si aquello era un sueño. Qué más daba. Me condujo a un cajero automático. Entramos al pequeño recinto iluminado por una luz casi histérica. Se inclinó contra el tablero y me dijo:
      —Cógeme aquí.
      El tono de sus palabras provocó en mí una excitación instantánea. Al cabo de unos segundos, me hizo penetrarla. Una contracción y un golpe de su grupa bastaron para que mi sexo entrara sin dificultad.
      —Dame el dinero, susurró mientras se volteaba para besarme.
      Saqué los quinientos pesos del bolsillo de mi saco y se los puse en la mano. Arrugaba los billetes con placer.
      —Métemela más adentro, más, así, hasta el fondo…
      No sé cuánto tiempo estuvimos en el cajero automático, bajo aquella luz insistente, mientras nos filmaba la cámara de seguridad y pasaban esporádicos automóviles por la avenida muerta. Hicimos el amor de una manera violenta y estilizada, como cuando lo hacíamos antes de volver de nuestro viaje. Al cabo de un rato, exhausto, rasguñados y adoloridos, el sueño nos fue venciendo recostados en el duro piso de mosaico.
      No me pareció extraño despertar en el hospital. Los rasguños seguían ahí. También los golpes. Una voz lejana, como salida del fondo del mar, terminó de despertarme, aunque me negaba a abrir los ojos por completo. El olor del formol y la voz de Adriana parecían formar parte de una sola sensación. Sentí su mano fría en mi rostro febril. Escuché la voz del médico: no hay nada más que hacer. Intenté recordar qué me había pasado, pero no logré encontrar en mi memoria más que imágenes dispersas: el auto a toda velocidad por la avenida muerta, la sensación de que la máquina no respondía, el sonido de las llantas aullando como un animal herido sobre el pavimento, un árbol extendiendo sus ramas hacia mí, el golpe seco, mi rostro contra el parabrisas y una telaraña de cristal formándose alrededor de mi cabeza, Dejé que el sueño nuevamente me venciera…
      Sabía que despertaría de nuevo en otra parte.

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Nosotras

María Elena Llana (Cienfuegos, 1936) es una escritora y periodista cubana. Se ha dedicado principalmente al cuento, y la narración que sigue es una de las más famosas que tiene, pues ha aparecido en varias antologías. Es un cuento fantástico breve pero muy perturbador: a pesar de que su argumento parece muy simple (la aparición de un solo elemento sobrenatural en una vida ordinaria), no hay explicación racional posible para todos los sucesos contados. Siempre habrá alguno que no «encaje», y en ese desajuste está la fascinación de lo que Llana cuenta (sucede igual, por ejemplo, en más de una película de David Lynch).
      «Nosotras» se publicó primero en el libro La reja (1965). Agradezco a Caleb Solórzano por enviarme el enlace de esta copia en línea del cuento.
      (Nota: las personas nacidas en este siglo podrán ver al final de esta página el tipo de teléfono que utiliza la protagonista.)

María Elena Llana y María Elena Llana

NOSOTRAS
María Elena Llana

Soñé que venían de la Compañía a cambiar el número del teléfono. “Me alegro mucho”, dije, “porque se pasan el día llamando a un número parecido y porque otros, cualquiera sabe quién o quienes, llaman justamente los sábados a las tres de la madrugada…”. Bueno, a ellos no les interesó mucho mi alegría. Lo cambiaron y eso fue todo. Y yo, en vez de mirar al redondelito del centro del aparato, ahí donde se escribe el número, les pregunté: “¿Qué número es?”. Y me respondieron: “El 20-58”.
      Brumas. Algo incoherente. Brumas. Despierto y doy los pasos de siempre: desayuno, me lavo los dientes, tiendo la cama… Empieza un día como otro. Sin saber por qué, nunca se sabe exactamente por qué, al mediodía un número surge en mi cerebro, aletargado por la blandura de la hora. “El 20…” Ligero gesto de extrañeza. ¿El 20…? Brumas. Algo incoherente. Brumas. ¡El 20-58! Sonrisa. ¡Es verdad, el 20-58! E inmediatamente, el gesto fatal: coger el teléfono y canalizar una infantil curiosidad… Rac-rac-rac-rac. Y un timbrazo opaco y lejano inicia la conversación. Alguien descuelga y, pese a los vericuetos del hilo, la voz llega extrañamente lisa, extrañamente familiar.
      —Oigo.
      —¿Qué casa?
      —¿A quién desea?
      —¿Es el 20-58?
      —Sí.
      Esa voz, esa voz… Bueno, continuemos la tontería. Si se supone que ése es mi nuevo número, preguntaré por mí misma.
      —Con… Fulana.
      —Es la que habla.
      Claro, algo de estupor. Estas cosas nunca pueden evitarse. Momento de vacilación. Algo incoherente pero ahora sin brumas. Insistencia desde el otro lado.
      —Sí, soy yo, ¿quién es?
      Total desconcierto. Mi misma imagen devuelta… Bueno, hay que salir de esto. No se me ocurre nada más que la verdad y la digo no sin cierto temor.
      —Soy yo, Fulana.
      Pudo colgar, pudo decir cualquier cosa, pudo no decir nada, pudo hablar en copto, pero lo que no debió decir nunca fue lo que dijo:
      —Al fin me llamas.
      Me arriesgo:
      —Pero oye…, soy Fulana… de Tal.
      —Sí, ya lo sé. También yo soy Fulana de Tal.
      Es demasiado. Un estremecimiento me recorre el espinazo… Ahora ya no sé qué decir. Esta vez, sin contenerme, en espera a que la otra cuelgue, cuelgo yo y me quedo con la mano sobre el auricular, mirando el aparato como si fuera un animalejo que de un momento a otro pudiera echar a andar. Suspiro. Me recuesto en el sofá. ¿Una broma? ¿Habré hablado en sueños? ¿Se enteraría alguien de…? ¡Pero si es imposible!
      Y ya todo gira como el rac-rac-rac-rac del 20-58. Puedo ir y venir por la casa, arreglar este adornito, enderezar aquel marco, calentar el café, pero es como si estuviera vigilada. Como si los ojos que me siguen salieran del teléfono; no que estuvieran agazapados en él, sino que simplemente esperaran su momento. Había dicho “Al fin me llamas”, y pudiera creerse que llevaba esperando mil años, por sólo hablar de los últimos tiempos. Voy y vengo; rehuyo cruzar muy cerca del teléfono y después me río de mis aprensiones. ¡Como si tuviera garras que fueran a cogerme por la saya!. Hacia las seis de la tarde ya no puedo más. Descuelgo. Me falta un poco la respiración. Rac-rac-rac-rac. El corazón tamborilea mientras aguardo. Cuando al fin oigo su voz ya no sé qué me pasa.
      —Oigo.
      No puedo evitarlo, tartamudeo:
      —¿El…20…58…?
      —Sí.
      —¿Quién habla?
      La voz me salió valiente, pero la respuesta tuvo el mismo efecto de un cubito de hielo concienzudamente pasado a lo largo de la columna vertebral.
      —Sí, soy yo. Ya sé que eres tú otra vez.
      —¿Yo? ¿Quién?
      —Yo misma.
      Esto parece complicarse. Ahora me acometen deseos de discutir. Digo con acento de poner las cosas en su lugar:
      —Tú misma, no. Yo misma.
      —Es igual.
      —Pero aunque todo esto fuera algo juicioso, yo estoy primero.
      —¿Por qué? ¿No eres Fulana de Tal?
      —Sí, desde luego.
      —Pero es que yo soy Fulana de Tal.
      —Aunque sea verdad, hay que aclarar que tú eres también Fulana de Tal.
      —¿Y por qué? Yo soy Fulana de Tal. Tú eres Fulana de Tal también.
      Ahora ya no me desconcierta, me molesta. Estoy enfureciéndome, pero de pronto… Sí, pudiera ser… Hay que investigar un poco más, eso es todo. Han sido coincidencias, pero las coincidencias acaban por fallar cuando se razona. Mi voz suena conciliadora, casi gentil, cuando digo:
      —Es mejor ir despacio. Veamos: las dos nos llamamos Fulana de Tal y eso es ya una casualidad.
      —¿Tú crees?
      Su tonito irónico, desafiante, me desarma. Continúo todo lo gentil que puedo, dadas las circunstancias.
      —Yo nací en el pueblo de…
      —De X, exactamente. Yo nací allí; hija de Zutana y Esperancejo.
      Trago en seco, pero no me dejo abatir. Le espeto como un fiscal:
      —¡Segundo apellido!
      —Tal, querida. Soy Tal y Tal.
      Ahora ya empiezo a sentirme decididamente mal. ¿Quién puede saber todo eso? ¿De quién es la broma? ¿De quién el ardid? Ella toma la iniciativa:
      —¿Qué te pasa? ¿Por qué ponerse así? ¿Ves que no miento? ¿Por qué habría de hacerlo?
      Quisiera contenerme. Si en definitiva es cierto lo que ocurre, no hay razón para que ella lo tome así, tranquilamente, y yo lo tome así, arrebatadamente. Pero me siento engañada. Siento que alguien se ha confabulado. No puedo evitarlo. Entonces, jugándome el todo por el todo, pregunto:
      —Si somos la misma, debemos serlo en todo, ¿no? ¿Cómo estoy vestida?
      —Con mi bata…, es decir, voy a evitar el posesivo. Con la bata de casa azul. Por cierto que ya el descosido de la manga molesta.
      —Sí, molesta, pero…
      Me detengo. ¿Por qué camino estoy tomando? ¿Es que voy a transigir? No, no. Ahora ella habla otra vez, es decir, no tengo constancia de que sea “ella”. Para ser más exacta, me escucho decir:
      —La aguja está en una esquina de la gaveta superior de la mesita de noche. La dejaste allí la última vez que la usaste, y yo, desde luego, la volví a colocar. Cuando creíste que se había perdido, era que yo estaba zurciendo la sayuela rosada.
      Ahora empiezo a flaquear. Ayer me sorprendió ver la sayuela cosida y deduje que lo había hecho la lavandera, lo que es muy extraño, pero no le vi otra explicación. Sea como sea algo se ha ablandado en mí. Casi estoy a punto de suplicar cuando digo:
      —¿A qué conduce esto?
      —No sé. Fuiste tú quien llamó, ¿recuerdas? ¿Por qué lo hiciste?
      ¿Qué puedo contestarle? ¿Decirle lo del sueño? De pronto me siento infeliz. Todas las fuerzas ceden ante esta repentina autoconmiseración… Ella me hace dar un salto:
      —Por favor, me haces sentir mal. ¿Por qué este estado de ánimo?
      Ya no puedo menos que indignarme.
      —¿Hasta cuándo va a durar esto?
      —Hasta que tú quieras. Basta que cuelgues. Nunca te he molestado, ¿no?
      ¿Por qué balbuceo? No lo sé:
      —¿Y si… si cuelgo…?
      —No volverás a saber de mí, como hasta ahora. Todo esto lo empezaste tú.
      Estoy dispuesta a colgar. Hay algo irritante en… en… ¡bueno, en ella! Pero ha sido tan comprensiva, tan paciente, ¿qué derecho tengo para enojarme? Sin embargo, aun a riesgo de parecer infantil, pregunto:
      —¿Puedo saber cuál es tu dirección?
      —Está en la Guía.
      —¿A nombre de quién?
      —Mío, desde luego.
      Estoy a punto de caer en la trampa, pero reacciono:
      —Si tu nombre es el mío, lo buscaré y encontraré mi propia dirección.
      —Es lógico.
      Ya vuelvo a desesperarme.
      —Pero y entonces, ¿cómo puedes tener un teléfono distinto?
      —La que lo tiene distinto eres tú.
      ¿Se estará poniendo agresiva? Su tono ha sido ya algo molesto. Sonrío. Me empiezo a adueñar de la situación. Quizá con un poco de sangre fría llegue a desconcertarla. Quizá me lo diga todo. Quizá…, ¡pero ahora recuerdo que tengo que hacer una salida urgente! Voy a decírselo cuando ella me interrumpe:
      —Bueno, creo que por hoy es bastante. Tengo que hacer. Cuando quieras, ya sabes dónde me tienes.
      —Sí, sí…, yo también tengo que…
      ¡Qué curioso! Cuando recuerdo que se hace tarde, ella parece recordar lo mismo. Bueno, no sé si despedirme o no. No quisiera ser grosera, pero tampoco tengo por qué ser amable. Ella, sin embargo, apresura las cosas. En el fondo se lo agradezco.
      —Hasta otra ocasión, ¿eh?
      Y cuelga. Me quedo con el auricular en la mano. Lo miro. Me paso la otra mano por la frente. Otra vez lo inexplicable me cerca, como esas pesadillas en las que no podemos despegar los pies del suelo. La urgencia del tiempo me decide. Cuelgo de una vez y voy a mi habitación, a vestirme. No sé exactamente qué traje ponerme, pero voy directamente hacia el claro, de algodón… Es como si alguien ya hubiese decidido por mí. La idea me desconcierta, pero entonces ya tengo presencia de ánimo para desecharla. “No, no”, me digo, “mejor es no pensar en eso. Si está, en el caso de que ‘esté’, es allí, en el teléfono, esperando en el 20-58.” El razonamiento es desesperadamente pobre, pero lo hago por tranquilizarme y me tranquiliza, al menos mientras me visto. Sin embargo…, el germencito no ha muerto; la raicilla de la misma idea se agita buscando sol. Hasta que aflora: “¿Y si la llamo, sin teléfono?” Bastaré decir su nombre, que es el mío, y esperar… ¿Contestará?”. En esto he terminado de vestirme y voy al tocador. Cuando alzo los ojos estoy a punto de retroceder. Esos ojos, esos ojos, los míos, que acaban de reflejarse en el espejo, no parecen haberse alzado en este momento. Es como si ya hubieran estado mirándome. Me apoyo en la mesa del tocador. ¿Es sensación de vahído? Sé que estoy a punto de gritar y no quiero, sencillamente no quiero. Así que cojo la cartera y echo a correr hacia la puerta.
      Ya en la escalera estoy casi en disposición de sonreír, como si me hubiera escapado de una trampa. Pienso que el aire de la calle me refrescará, que todo esto ha de pasar como si la salida de la casa pudiera significar un cambio en las cosas, y al regreso todo esté olvidado.
      Empiezo a bajar la escalera. Aún el ¡pram! de la puerta al cerrarse resuena en el fondo de mis tímpanos, cuando me detengo. Sé que he hecho ese gesto de sorpresa, un gesto cortado que me mantiene con la mirada fija al frente por un instante y que hace que los labios balbuceen algo…
      —Las llaves…, no metí las llaves en la cartera.
      Suspiro. Estoy casi derrotada. Hago memoria y veo las llaves, claramente, encima del aparador. Allí las dejé anoche cuando volví del cine. Allí estaban mientras hablé por teléfono…, ¡esa maldita conversación! Desde el sofá las veía cada vez que mis ojos recorrían la pieza, mientras hablaba. Y la salida precipitada, la estúpida huida de mi casa, me hizo olvidarlas… ¿Y ahora? De momento siento la necesidad imperiosa de volver. No puedo irme sabiendo que al regreso no podré entrar.
      Subo los dos o tres escalones que he bajado. Me paro a mirar tontamente la puerta cerrada. Vacilo. De pronto se me ocurre y no me doy tiempo a rechazar la idea. Toco el timbre y retrocedo expectante… No sé si la sangre ha aumentado su velocidad dentro de cada vena, de cada arteria, de cada humilde vasito capilar. No sé si, por el contrario, se ha detenido. Como tampoco sé si es frío o calor lo que me invade, deseos de reír tranquila o de echar a correr despavorida, cuando la puerta empieza a abrirse, lentamente, frente a mí.

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El mar nocturno

He aquí una curiosidad: un cuento escrito inicialmente por Robert Hayward Barlow (1918-1951). Aficionado a la literatura de terror y, en su adolescencia, narrador incipiente, Barlow fue parte de las primeras generaciones de la cultura del fanzine en los Estados Unidos. Sin embargo, no se convirtió en escritor profesional, y su cuento no se recordaría de no ser porque, luego de que lo terminara, el texto fue revisado y modificado nada menos que por H. P. Lovecraft (1890-1937).
      Lovecraft fue responsable de muchas «revisiones» semejantes. Algunas fueron de textos de colegas y discípulos, y otras se realizaron por encargo: eran una de las formas en las que el escritor se ganó la vida en sus últimos años. La revisión de este cuento pertenece a la primera categoría, pues Barlow fue también parte del círculo de discípulos de Lovecraft, que lo descubrían en revistas y luego establecían contacto con él.
      Barlow se volvió amigo de Lovecraft y ambos mantuvieron una copiosa correspondencia. Con el tiempo, Lovecraft viajó a Florida en más de una ocasión para visitar a Barlow en su casa (algo rarísimo para un autor recluso como él). Finalmente, antes de morir, lo nombró su albacea literario…, aunque la tarea de la difusión póstuma de Lovecraft acabó, luego de conflictos diversos, por recaer en otros discípulos, como August Derleth. Barlow abandonó la literatura para dedicarse a la antropología; emigrado a México, se convirtió en profesor y estudioso importante de las culturas precolombinas. Su muerte fue un suicidio, en apariencia por miedo al chantaje de un alumno que amenazaba con revelar su homosexualidad.
      «The Night Ocean» apareció primero en el periódico The Californian en 1936; posteriormente ha sido incorporado a colecciones de las obras en colaboración de Lovecraft y también a alguna edición de la obra de Barlow. Como no encontré una buena traducción del cuento, hice una nueva, que busca replicar en castellano el estilo y la atmósfera peculiar que logran sus dos autores. Es importante decir que, si bien «El mar nocturno» es un cuento de miedo, no se debe encuadrar en los famosos «Mitos de Cthulhu» de Lovecraft. Su argumento está desligado de aquel universo narrativo, y su mayor interés es que intenta sugerir el horror desde el pensamiento de un solo individuo (este es uno de esos cuentos raros con un único personaje, y casi nada de acción), aislado y solo en un lugar remoto. Cualquier semejanza con cada uno de nosotros en los meses de pandemia es pura coincidencia.
      (De hecho, preferiría que se le viera como un pequeño regalo, ahora que estamos tan cerca de terminar este año –terrible– de 2020.)

Robert H. Barlow [fuente]

EL MAR NOCTURNO
R. H. Barlow y H. P. Lovecraft

Fui a Ellston Beach no sólo por los placeres del sol y del océano, sino para dar descanso a mi mente fatigada. Como no conocía a ninguna persona en el pueblo, que vive de los turistas en verano y sólo tiene ventanas vacías durante la mayor parte del año, no parecía probable que nadie me molestara. Esto me agradaba, pues no quería ver nada más que la extensión de las olas batientes y la arena que se extenderían ante mi hogar temporal.
      Mi largo trabajo veraniego estaba terminado cuando dejé la ciudad, y el diseño del enorme mural que era su producto ya estaba inscrito en el concurso. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando el último pincel quedó limpio, ya no me sentía renuente a entregarme a las exigencias de mi salud y buscar descanso y aislamiento por algún tiempo. De hecho, a una semana de llegar a la playa sólo recordaba de vez en cuando el trabajo cuyo éxito me había parecido tan importante hacía tan poco. Ya no estaba la antigua preocupación por cien complejidades de color y ornamento; tampoco el miedo ni la desconfianza en mi propia habilidad para representar una imagen mental, o para convertir mediante mi sola destreza una idea vagamente concebida en un cuidadoso diseño. Y sin embargo, lo que más tarde me sucedió ante la costa solitaria pudo haber ocurrido únicamente a causa de la constitución mental que estaba detrás de aquella preocupación y miedo y desconfianza. Porque yo siempre he sido un buscador, un soñador, y alguien que reflexiona sobre el buscar y el soñar. ¿Y quién puede decir que tal naturaleza no abre los ojos sensibles a mundos y órdenes insospechados de la existencia?
      Ahora que intento contar lo que vi, soy consciente de mil limitaciones enloquecedoras. Cosas percibidas mediante la visión interior, como las imágenes relampagueantes que llegan mientras derivamos hacia el vacío del sueño, nos son más vívidas y significativas en esas formas que cuando buscamos fundirlas con la realidad. Si se aplica la pluma al sueño, el color se le va. La tinta con la que escribimos parece diluida con algo que retiene demasiado de la realidad, y al final encontramos que no podemos delinear el recuerdo increíble. Es como si nuestro ser interior, separado de los lazos de la objetividad y la vigilia, se gozara con emociones cautivas que se agotan deprisa cuando intentamos traducirlas. En sueños y visiones están las más grandes creaciones del hombre, porque en ellas no existe el yugo de la línea ni del color. Escenas olvidadas, y tierras más oscuras que el mundo dorado de la infancia, brotan en la mente dormida para reinar hasta que el despertar las ahuyenta. De ellas se puede obtener algo de la gloria y el contento que anhelamos; algún vislumbre de nítidas bellezas, sospechadas, pero aún sin revelar, que son para nosotros lo que el Santo Grial era para las almas místicas del medievo. Dar forma a estas cosas en la rueda del arte, buscar algún trofeo descolorido de aquel ámbito intangible de sombra y niebla, requiere por igual destreza y memoria. Pues aunque los sueños están en todos nosotros, pocas manos pueden sujetar sus alas de mariposa sin romperlas.
      Esta narración no posee semejante destreza. Si pudiera, revelaría a ustedes los eventos insinuados que yo percibí oscuramente, como quien atisba en una región sin luz y entrevé formas cuyo movimiento se le oculta. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con una multitud de otros en el edificio para el que habían sido planeados, había intentado igualmente atrapar un fragmento de aquel elusivo mundo de sombras, y tal vez había tenido más éxito del que ahora tendré. Mi estadía en Ellston era para esperar el dictamen de mi diseño; cuando unos días de comodidad inusitada me dieron un poco de perspectiva, descubrí que –a pesar de las debilidades que un creador siempre detecta con más facilidad– había conseguido realmente retener en líneas y colores algunos fragmentos arrebatados al mundo infinito de la imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente desgaste de todas mis facultades, habían minado mi salud; estaría en la playa durante aquel período de espera.
      Como deseaba estar enteramente solo, renté (para deleite de su incrédulo propietario) una pequeña casa a cierta distancia de la aldea de Ellston; ésta, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas, todos de nulo interés para mí. La casa, sin pintar, oscurecida por el viento marino, no estaba siquiera en la periferia de la aldea: se encontraba más abajo, en la costa, como un péndulo bajo un reloj detenido, muy aislada sobre una colina de arena cubierta de hierbajos. Como un animal solitario, se agazapaba mirando el mar, y sus ventanas sucias e inescrutables miraban una extensión desolada de tierra y cielo y mar enorme. No estaría bien usar demasiada imaginación en una narración cuyos hechos, de poder ser realzados y encajados unos con otros como piezas de un mosaico, serían por sí mismos bastante extraños; sin embargo, diré que la pequeña casa me pareció solitaria desde que la vi, y consciente como yo de su naturaleza insignificante ante el gran mar.
      Tomé posesión de la casa a fines de agosto, un día antes de la fecha acordada, y encontré una camioneta y dos trabajadores que descargaban los muebles que proporcionaba el propietario. No sabía entonces cuánto tiempo me quedaría, y cuando se fue el vehículo que había traído los enseres yo dejé en el suelo mi escaso equipaje y cerré la puerta con llave (me sentía todo un dueño, viviendo en una casa después de meses de rentar un cuarto) para bajar por la colina cubierta de hierba hacia la playa. Como era de planta cuadrada y sólo tenía un cuarto, la casa requería poca exploración. Dos ventanas de cada lado proveían una gran cantidad de luz, y una puerta había sido colocada, como de último minuto, en la pared que daba al océano. El lugar había sido construido unos diez años antes, pero a causa de su distancia de Ellston era difícil que se alquilara incluso durante la temporada alta del verano. Como no tenía chimenea, se quedaba vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque apenas estaba a una milla de Ellston, parecía más lejano, pues una curva de la costa ocasionaba que, mirando en su dirección desde la casa, no se viera más que dunas cubiertas de hierba.
      El primer día, cuya primera mitad había pasado mientras me instalaba, lo empleé en disfrutar el sol y el agua inquieta: la callada majestad de ambos hacía que el diseño de murales pareciese algo lejano y fastidioso. Pero esto era la reacción natural a un largo periodo de atención a un solo conjunto de hábitos y actividades. Había acabado mi trabajo y mis vacaciones comenzaban. Este hecho, aunque me eludiera en aquel momento, se veía en todo lo que me rodeó aquella tarde de mi llegada, y en el cambio total respecto de mis circunstancias anteriores. El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor. No había ninguna otra persona cerca de mí, y yo disfrutaba del espectáculo sin la molestia de objetos ajenos a aquel escenario. Cada uno de mis sentidos era tocado de forma diferente, pero a veces parecía que el rugir del mar era afín al gran resplandor, o como si las olas brillaran en vez del sol: todo era tan vigoroso que las impresiones diferentes orígenes se mezclaban. Curiosamente, no vi a nadie bañándose cerca de mi casita cuadrada durante aquella tarde, ni en las posteriores, aunque la costa ondulante tenía una playa amplia, aún más invitante que la de la aldea, donde la espuma quedaba salpicada de figuras. Supuse que esto se debería a la distancia, y a que nunca había habido otras casas abajo del pueblo. No entendí por qué existía semejante extensión sin aprovechar cuando gran cantidad de viviendas se amontonaban en la costa norte, apuntando hacia el mar sin mirarlo.
      Nadé hasta el final de la tarde, y luego, tras un descanso, caminé hasta el pueblito. La oscuridad me ocultaba el mar cuando llegué, y encontré en las luces lóbregas de las calles evidencias de una vida que no estaba siquiera consciente de aquello tan enorme, envuelto en tinieblas, que estaba tan cerca. Había mujeres pintadas con adornos de oropel y hombres aburridos que ya no eran jóvenes: un tropel de absurdas marionetas, amontonadas en el borde del abismo del océano: no veían y no querían ver lo que había sobre ellas y a su alrededor, en la grandeza multitudinaria de las estrellas y las leguas del mar nocturno. Caminé por la orilla de aquel mar oscurecido de regreso a mi humilde casita, proyectando la luz de mi linterna hacia el vacío desnudo e impenetrable. Como no había luna, esa luz creaba un haz sólido que contorneaba las crestas de la inquieta marea. Sentí una emoción inefable, nacida del ruido de las aguas y la percepción de mi pequeñez inconcebible, mientras iluminaba con mi luz diminuta aquel ámbito inmenso, y a la vez sólo el borde negro de las profundidades terrestres. Esa profundidad nocturna, sobre la que los barcos se desplazaban en tinieblas que me impedían verlos, producía el murmullo de una turba distante y enfurecida. Cuando llegué a mi residencia pensé que no me había encontrado con nadie durante la caminata de una milla desde la aldea, y sin embargo, de algún modo, me quedaba la impresión de haber tenido todo el tiempo la compañía del espíritu del mar solitario. Estaría encarnado, pensé, en una forma que no se me revelaba, pero que se paseaba en silencio más allá del alcance de mi comprensión. Era como aquellos actores que esperan en penumbras tras la escenografía, listos para los parlamentos que en poco tiempo los pondrán ante nuestra vista, para hablar y actuar ante la luz reveladora de las candilejas. Finalmente me sacudí esta fantasía y busqué mi llave para entrar en la casa, cuyas paredes desnudas me dieron una súbita sensación de seguridad.
      Mi cabaña estaba totalmente aislada, como si hubiera salido a vagar por el sur del pueblo y luego no hubiera podido regresar; y allí no escuchaba el clamor inquietante cada noche, cuando volvía después de la cena. En general me quedaba sólo un rato en las calles de Ellston, aunque a veces las visitaba para darme el gusto de un paseo. Había las muchas y habituales tiendas de curiosidades y marquesinas falsamente elegantes que llenan los pueblos vacacionales, pero jamás entré en ellas. El lugar parecía útil sólo por sus restaurantes. Era sorprendente el número de las cosas inútiles a las que la gente se entregaba.
      Al principio hubo una serie de días llenos de sol. Me levantaba temprano y contemplaba el cielo gris, encendido con la promesa de la luz, que después se cumplía ante mis ojos. Esos amaneceres eran fríos, y sus colores se deslucían al compararlos con la uniforme luminosidad de la mañana, que da a cada hora la blancura del mediodía. Esa fuerte luz, tan notable el primer día, hizo que los subsecuentes fueran una sola página amarilla en el libro del tiempo. Noté que a muchas personas en la playa no les gustaba ese sol inusitado, mientras que yo lo buscaba. Después de mis meses grises de trabajo, el letargo inducido por una existencia física en una región gobernada por las cosas simples –el viento y la luz y el agua– hizo pronto efecto en mí; y como estaba ansioso por continuar el proceso curativo, pasaba todo mi tiempo al aire libre, bajo el sol. Esto me llevó a un estado a la vez impasible y sumiso, y me dio una sensación de seguridad ante la noche voraz. Así como la oscuridad se asemeja a la muerte, así la luz a la vitalidad. Gracias a la herencia de hace un millón de años, cuando los hombres estaban más cerca de su madre el mar, y cuando las criaturas de las que provenimos yacían lánguidas en el agua poco profunda, atravesada por el sol, todavía buscamos las cosas primarias cuando estamos agotados, sumergiéndonos en su seductora seguridad, como aquellos medio-mamíferos primigenios que aún no se aventuraban a la tierra lodosa.
      La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. Pero cuando ella las olvida, también las olvidamos nosotros. Aunque la conocemos desde siempre, la mar debe mantener un halo de extrañeza, como si algo demasiado vasto para tener forma acechara en el universo del que ella es la puerta. El océano de la mañana, brillante de reflejos de niebla azul y blanca, de espuma diamantina, captura los ojos de quienes reflexionan en las cosas extrañas, y sus intrincadas redes, a través de las cuales se deslizan peces de incontables colores, tienen el aspecto de algo enorme y perezoso que un día se levantará de las profundidades inmemoriales para caminar sobre la tierra.
      Estuve contento por muchos días, y alegre de haber escogido la casa solitaria que se posaba, como un pequeño animal, sobre aquellas suaves lomas de arena. Entre las diversiones agradablemente inconsecuentes de semejante vida, me dio por seguir la línea de la marea (donde las olas trazaban un borde húmedo e irregular, decorado con espuma evanescente) por largas distancias, y a veces encontraba curiosos fragmentos de conchas entre los restos traídos casualmente por el mar. Había una cantidad sorprendente de ellos en la costa cóncava a la que miraba mi pequeña y sencilla casa, y supuse que las corrientes que se alejaban de la playa a la altura de la aldea debían alcanzar aquel sitio. En todo caso, mis bolsillos –cuando tenía– generalmente guardaban grandes cantidades de basura, la mayor parte de la cual tiraba una hora o dos después de levantarla, preguntándome por qué la había conservado. Una vez, sin embargo, encontré un pequeño hueso cuya naturaleza no pude identificar, salvo que ciertamente no provenía de un pez; este lo conservé, junto con una perla o cuenta de metal de buen tamaño, cuyo diseño minuciosamente tallado era bastante inusual. Éste retrataba una cosa con aspecto de pez sobre un fondo de algas –en vez de los diseños comunes, florales o geométricos– y aún se podía ver claramente pese a estar desgastado por muchos años de dar vueltas en las olas. Como nunca había visto nada parecido, supuse que debía representar alguna moda, ya olvidada, de algún año previo en Ellston, donde semejantes tendencias eran comunes.
      Había estado allí tal vez una semana cuando el clima empezó un cambio gradual. Cada etapa de este oscurecimiento progresivo era seguida por otra sutilmente más intensa, de modo que al final la atmósfera entera a mi alrededor se había vuelto más vespertina que diurna. Lo percibí más como una serie de impresiones mentales que por sucesos realmente presenciados. Mi casita estaba sola bajo los cielos grises, y a veces había golpes de viento húmedo que llegaba desde el mar. El sol era desplazado por largos intervalos de nubosidad: capas de niebla gris, más allá de cuya profundidad desconocida estaba la luz, desterrada. Aunque brillara con la misma intensidad tras aquel enorme velo, no podía penetrar. La playa quedaba prisionera en una bóveda descolorida durante largos periodos, como si parte de la noche se fuera filtrando en las otras horas.
      Aunque el viento era vigorizante, y el océano se rizaba en pequeños torbellinos de actividad gracias al errático golpeteo de las olas, descubrí que el agua se enfriaba cada vez más, por lo que ya no pude quedarme en ella tanto como antes. Así pasé al hábito de dar largas caminatas, que –cuando era incapaz de nadar– me daban el ejercicio que buscaba con tanto ahínco. Estas caminatas cubrían una porción más grande de la costa que mis vagabundeos previos, y como la playa se extendía por varios kilómetros más allá de la rústica aldea, con frecuencia me encontraba totalmente aislado en una zona interminable de arena en las últimas horas de la tarde. Cuando esto sucedía, caminaba deprisa a lo largo de la orilla murmurante, siguiéndola para no desviarme hace el interior y perder mi camino. Y a veces, cuando esos paseos ocurrían tarde (y así era cada vez con más frecuencia) llegaba a la casa achaparrada, que parecía una vanguardia de la aldea, sin siquiera darme cuenta. Insegura sobre los riscos mordidos por el viento, una mancha oscura en los tonos mórbidos del anochecer marino, la casa se veía más solitaria que bajo la plena luz del sol o de la luna, y yo la imaginaba como un rostro mudo, inquisitivo, vuelto hacia mí en espera de algún acontecimiento. He dicho ya que el lugar estaba totalmente aislado, y esto en principio me agradó; pero en aquellos breves momentos en que el sol dejaba un rastro sangriento en su declive, y la oscuridad avanzaba pesadamente como una sombra informe y en expansión, había en el lugar una presencia extraña: un espíritu, un ánimo, una impresión que provenía de las ráfagas de viento, el cielo gigantesco, y aquel mar que expelía olas negras sobre una playa que súbitamente se volvía ajena. En esos momentos sentía una inquietud sin causa definida, aunque mi naturaleza solitaria me había habituado desde mucho antes al silencio y la voz antiguos de la naturaleza. Esos recelos, que no podría haber descrito con seguridad, no me afectaban mucho, y sin embargo pienso ahora que, todo aquel tiempo, una conciencia gradual de la inmensa desolación del océano se abría paso en mí: una inquietud que se hacía sutilmente horrible por indicios –nunca más que eso– de una vitalidad o una conciencia que me impedían estar completamente solo.
      Las calles del pueblo, ruidosas y amarillentas, con su actividad curiosamente irreal, estaban muy lejos, y cuando iba allí por mi cena (por no confiar en una dieta basada enteramente en mis exiguas habilidades culinarias), me preocupaba cada vez más, de modo bastante poco razonable, la idea de volver a mi cabaña antes de que fueran las altas horas de la noche, aunque con frecuencia me quedaba fuera hasta más o menos la diez.
      Me dirán que semejante conducta es insensata: que de haber tenido un temor infantil a la oscuridad, debía evitarla por completo. Me preguntarán por qué no me iba de aquel lugar si su aislamiento me estaba deprimiendo. A todo esto no tengo respuesta, salvo que cualquier inquietud que sintiera, cualquier perturbación que me produjeran algunas breves vistas del sol que se oscurecía, o el viento ansioso y salado, o el manto del mar oscuro, como una tela enorme arrojada cerca de mí, tenía la mitad de su origen en mi propio corazón, se mostraba solamente en instantes fugaces, y no tenía efectos duraderos en mí. Durante las mañanas de luz diamantina, mientras olas traviesas se arrojaban festoneadas de azul a la costa cubierta de sol, el recuerdo de ánimos oscuros parecía más bien increíble, aunque sólo una hora o dos más tarde yo podía volver a experimentarlos, y descender a una oscura sima de desesperación.
      Tal vez estas emociones interiores eran sólo un reflejo del ánimo del océano mismo, pues aunque la mitad de lo que vemos esté coloreada por la interpretación que le dan nuestras mentes, muchos de nuestros sentimientos están influidos de manera muy evidente por sucesos externos, físicos. La mar puede atarnos a sus muchos humores susurrándonos por medio de una sombra sutil o un resplandor en las olas, y sugiriendo de estas maneras su abatimiento o su regocijo. Ella siempre está recordando viejas cosas, y esos recuerdos, aunque nosotros no podamos comprenderlos, se nos comunican, para que podamos compartir su alegría o su remordimiento. Como no estaba trabajando, ni viendo a nadie que conociera, acaso era susceptible a aspectos de sus crípticos mensajes que hubieran sido ignorados por alguien más. El océano rigió mi vida durante todo aquel fin de verano; lo exigía, como recompensa por la salud que me había traído.
      Varias personas se ahogaron en la playa ese año, y aunque escuché de los casos únicamente por casualidad (así es nuestra indiferencia a una muerte que no nos concierne, y que no atestiguamos), supe que los pormenores eran desagradables. La gente que moría –y algunos eran nadadores de habilidad por encima del promedio– no era encontrada sino hasta muchos días después, y la horrible venganza de las profundidades se ensañaba con sus cuerpos en descomposición. Era como si el mar los arrastrara a un cubil profundo, los triturara en la oscuridad y, cuando al fin quedaba seguro de que ya no le servían, los llevara a la costa en aquel estado espantoso. Nadie parecía saber qué causaba aquellas muertes. Su frecuencia causaba alarma a la gente timorata, pues la resaca en Ellston no era fuerte y no se sabía de tiburones en las cercanías. No supe si los cuerpos mostraban señales de algún ataque, pero el miedo de una muerte que se mueve entre las olas y ataca a gente sola desde un lugar sin luz, sin movimiento, es uno que los hombres conocen y que no les gusta. Deben encontrar deprisa una razón para semejante muerte, incluso si no hay tiburones. Como éstos eran sólo una causa posible, y una que a mi entender jamás se confirmó, los nadadores que se quedaron el resto de la temporada se mantenían más en alerta ante mareas traicioneras que ante cualquier posible animal marino.
      El otoño, en verdad, ya no estaba lejos, y algunas personas lo tomaron como excusa para alejarse del mar, donde los hombres eran arrebatados por la muerte, y marcharse a la seguridad de tierra adentro, donde el océano no puede ni oírse. Así terminó agosto, y yo había estado muchos días en la playa.
      Había habido amenaza de tormenta desde el cuatro del nuevo mes, y el seis, cuando salí a caminar entre el viento húmedo, una masa de nubes sin forma, incoloras y opresivas, apareció sobre el mar rizado y plomizo. El viento, que no soplaba en una dirección particular y en cambio agitaba e inquietaba el aire, daba una sensación de algo por venir, una señal de vida en los elementos que podía ser la esperada tormenta. Yo había almorzado en Ellston, y aunque el cielo parecía la tapa de un gran ataúd, me aventuré lejos por la playa, apartándome del pueblo y de mi casa hasta perderlos de vista. Cuando el gris universal empezaba a mancharse de un púrpura de carroña –curiosamente brillante pese a su matiz sombrío–, me encontré a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no parecía muy importante, pues a pesar de los cielos oscuros, y de su agregado resplandor de presagios desconocidos, yo estaba de un curioso humor desapegado que se parecía a aquel brillo: un ánimo que destellaba en un cuerpo súbitamente alerta y sensible a perfiles, formas y significados que antes habían estado ocultos. Oscuramente, llegó a mí un recuerdo, sugerido por la semejanza de aquella escena con una que había imaginado cuando, de niño, se me había leído un cuento. El cuento –en el cual no había pensado en muchos años– trataba de una mujer que era amada por el rey, de oscura barba, de un reino subacuático, en cuyos riscos imprecisos habitaban seres con aspecto de pez; ella era arrebatada de su rubio prometido por un ser oscuro, coronado con una mitra sacerdotal, y con las facciones de un viejo simio. Lo que había quedado en un rincón de mi imaginación era la imagen de riscos bajo el agua, contra el no-cielo, sombrío y turbio, de semejante entorno; lo recordé, aunque había olvidado la mayor parte de la historia, de manera bastante inesperada, al ver la misma unión de risco y cielo. Aquello era similar a lo que había imaginado en un año ya perdido salvo por impresiones incompletas y aleatorias. Vestigios del cuento pueden haber quedado detrás de ciertos recuerdos inconclusos e irritantes, y en ciertas virtudes insinuadas a mis sentidos por escenas cuyo valor real era terriblemente pequeño. Con frecuencia, en destellos de percepción momentánea (las condiciones, más que el objeto percibido, son lo importante), sentimos que ciertas escenas y composiciones –un paisaje de hojas, un vestido de mujer a la vera de un camino por la tarde, o la solidez de un árbol centenario contra el cielo de una mañana pálida– tienen un algo precioso, una virtud dorada que necesitamos comprender. Y sin embargo, cuando una escena o composición así es vuelta a ver después, o desde otra perspectiva, hallamos que ha perdido su valor o significado para nosotros. Tal vez la cosa que vemos no tiene aquella cualidad elusiva, sino que sólo sugiere a la mente alguna otra, muy distinta, que permanece en el olvido. La mente, desconcertada, sin darse cuenta del todo de esta apreciación fugaz, se vuelca en el objeto que la excita, y se sorprende al no hallar en él nada de valor. Así ocurrió cuando contemplaba las nubes manchadas de púrpura. Tenían la majestuosidad y el misterio de las torres de un antiguo monasterio en el crepúsculo, pero su aspecto era también el de los riscos en el antiguo cuento de hadas. Al recordar de pronto aquella imagen perdida, esperé a medias ver, en la espuma fina y sucia entre las olas –que ahora parecían hechas de negro vidrio de gota–, la figura horrenda del ser con aspecto de mono, tocado con una mitra salpicada de verdín, caminando desde su reino en algún golfo perdido, donde aquellas olas eran el cielo.
      No vi ninguna criatura semejante del reino de la imaginación. Pero mientras el viento helado cambiaba de dirección, rasgando los cielos con un crujir de cuchillo, apareció en la oscuridad en que las nubes y el agua se tocaban un objeto gris, como un trozo de madera flotante, meciéndose impreciso en la espuma. Estaba a una distancia considerable, y como desapareció pronto, podría no haber sido madera, sino una marsopa salida a la superficie agitada.
      Pronto noté que me había quedado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se aproximaba y enlazando mis fantasías infantiles con su grandiosidad, porque empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia helada, trayendo un aspecto sombrío más uniforme a una escena que ya era demasiado oscura para aquella hora. Corrí sobre la arena gris, sentí el impacto de las gotas frías sobre mi espalda, y poco después mi ropa estaba totalmente empapada. Las gotas incoloras formaban largos hilos entretejidos: un telón desplegado desde un cielo remoto. Luego de ver que no podría llegar seco a ningún refugio, reduje la velocidad de mi carrera, y volví a mi casa caminando, como bajo un cielo claro. No tenía mucho sentido darse prisa, aunque no me demoré como en ocasiones previas. Mi ropa mojada y apretada se enfriaba sobre mi piel, y en la oscuridad creciente, con el viento que soplaba sin cesar desde el océano, no pude reprimir un temblor. Y sin embargo había, pese a la incomodidad causada por la lluvia, una emoción latente en las masas púrpura de las nubes y en las reacciones que causaban en mi cuerpo. Con un humor mitad de exultante placer por resistir la lluvia (que chorreaba sobre mí, y llenaba mis zapatos y mis bolsillos), y mitad de extraño aprecio de aquellos cielos mórbidos e imperiosos que flotaban con alas oscuras sobre el mar movedizo y eterno, caminé por la gris extensión de arena de Ellston Beach. Más rápido de lo que había esperado, mi casita apareció entre la lluvia oblicua y golpeteante, y todas las hierbas de la colina arenosa se retorcían acompañando el frenesí del viento, como si quisieran arrancarse solas y viajar lejos unidas al aire. El mar y el cielo no se habían alterado en absoluto, y la escena era la que me había acompañado en el trayecto, salvo que ahora estaba pintada sobre ella la casa de techo encorvado, como cediendo bajo el peso de la lluvia. Me apresuré a subir los frágiles escalones y pasé a la estancia seca, donde, inconscientemente sorprendido por estar libre del viento incesante, me quedé de pie por un momento, con el agua escurriendo de cada centímetro de mí.
      Hay dos ventanas en el frente de esa casa, una de cada lado, y ambas miran casi directamente hacia el océano, que ahora veía medio oscurecido por los velos superpuestos de la lluvia y de la noche inminente. Miré por esas ventanas mientras me ponía un conjunto improvisado de ropas secas, que tomé de un perchero y de una silla con demasiadas cosas encima como para sentarme en ella. Estaba totalmente aprisionado por una penumbra antinatural, que se había filtrado en algún momento a cubierto de la tormenta. No sabía cuánto tiempo había estado sobre la arena húmeda y gris, o qué hora era realmente, aunque tras un rato de rebuscar encontré mi reloj, que por suerte había dejado en casa, con lo que había evitado que se empapara como mi ropa. Quise descifrar la hora mirando las manecillas apenas alumbradas, un poco menos incomprensibles que los números en la esfera. Después de un momento mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –mayor en la casa que más allá de las ventanas empañadas– y descubrí que eran las 6:45.
      No había visto a nadie en la playa mientras entraba a la casa, y naturalmente no esperaba ver más nadadores aquella noche. Sin embargo, cuando volvía a mirar por la ventana tuve la clara impresión de ver unas figuras que se destacaban sobre el cochambre de la noche lluviosa. Conté tres, moviéndose de un lado para otro de una forma que no comprendí, y otra más cerca de la casa…, aunque podría no haber sido una persona, sino un tronco arrojado por las olas, que ahora golpeaban con fiereza. Me sorprendí no poco, y me pregunté por qué razón aquellas rudas personas se quedaban fuera en semejante tormenta. Luego pensé que tal vez, igual que yo, habían sido atrapadas por la tormenta y se habían rendido a sus húmedas ráfagas. Poco después, llevado por cierta hospitalidad civilizada que se impuso a mi amor de la soledad, fui a la puerta y salí momentáneamente (a costa de volverme a mojar, pues la lluvia cayó de inmediato sobre mí con exultante furia) a mi pequeño porche, haciendo gestos hacia aquellas personas. Pero, sea porque no me vieron, o porque no me entendieron, no devolvieron mis saludos. Apenas visibles, se quedaron inmóviles, sorprendidos, o tal vez esperando alguna otra acción de mi parte. Había algo en su actitud que se parecía a aquel vacío críptico, que significaba cualquier cosa o nada, que también se veía en la casa, a la luz mórbida del atardecer. Súbitamente, tuve la sensación de que había algo siniestro en aquellas figuras inmóviles que elegían quedarse bajo la lluvia, de noche, en una playa totalmente vacía de gente, y cerré la puerta con una actitud de fastidio que buscaba (vanamente) esconder una corriente más profunda de miedo: un temor voraz que se elevaba desde las sombras de mi conciencia. Poco después, cuando volví a la ventana, parecía no haber nada afuera salvo la noche ominosa. Vagamente intrigado, y aún más vagamente asustado –como quien no ve nada alarmante, pero se siente aprensivo por lo que podría hallar en la calle oscura que pronto deberá cruzar–, decidí que probablemente no había visto a nadie, y que la turbidez del aire me había engañado.
      La sensación de aislamiento que pendía sobre aquel lugar se incrementó aquella noche, aunque apenas más allá de mi vista, en la playa más al norte, cien casas se alzaban bajo la lluvia y las sombras, con sus luces amarillas y mortecinas sobre calles de cristal pulido, como ojos de duende reflejados en un estanque oleaginoso en mitad del bosque. Sin embargo, como no podía verlas, ni alcanzarlas en aquel mal tiempo –pues no tenía un auto, ni forma de marcharme de la casita salvo caminando en aquella oscuridad infestada de sombras–, me di cuenta de que me había quedado virtualmente solo con el mar pavoroso que se agitaba entre la niebla, oculto, insondable. Y la voz del mar se había convertido en un áspero gruñido, como el de un animal herido que intentara volver a levantarse.
      Tratando de rechazar a las sombras con una lámpara sucia –pues la oscuridad se metía por mis ventanas y se posaba en los rincones, para quedarse mirándome como una bestia paciente–, preparé mi comida, pues no tenía intenciones de salir a la aldea. Parecía ser increíblemente tarde, aunque no eran las nueve cuando me fui a la cama. La oscuridad había llegado temprano, furtivamente, y durante el resto de mi estadía se mantuvo allí, elusiva, sobre cada escena y cada acción que contemplé. Algo se había desprendido de la noche: algo siempre indefinido, pero que me hacía experimentar algo latente, así que yo era como otra bestia, esperando el movimiento repentino de un enemigo.
      El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.
      La mañana trajo un sol debilitado: un sol como el que verán los hombres cuando el mundo sea viejo, si es que quedan hombres. Un sol más cansado que el cielo enlutado y enfermo. Apenas un eco de su antigua imagen, Febo se esforzaba por penetrar las nubes desgarradas y ambiguas cuando yo desperté, y a veces enviaba un chorro oro pálido a la esquina noroeste de mi casa, a veces se apagaba hasta que sólo era una bola luminosa, como un juguete increíble olvidado en el patio del cielo. Tras un tiempo, la lluvia, que debía haber continuado durante toda la noche, había tenido éxito en borrar los vestigios de las nubes púrpura que habían sido como los riscos marinos en un cuento de hadas. Como se le había quitado tanto el sol naciente como el poniente, ese día se mezcló con el anterior como si la tormenta intermedia no hubiera traído una gran oscuridad al mundo, y en cambio hubiera crecido y se hubiera extinguido en una sola tarde. Sintiéndose más animado, el sol furtivo usó toda su fuerza para dispersar la vieja niebla, ahora rayada como una ventana sucia, y expulsarla de su reino. El día azul e insustancial progresó a medida que se reitraban aquellas oscuras volutas, y el vacío que me había rodeado se retrajo a un lugar más alejado, en el que se mantuvo, agazapada y a la espera.
      El sol había recobrado su antigua claridad, y el antiguo resplandor había vuelto a las olas, cuyas formas azules y juguetonas se habían congregado sobre la costa antes de que el hombre apareciera, y se regocijarían, sin que nadie las viera, cuando el hombre estuviera olvidado en los sepulcros del tiempo. Bajo la influencia de esos leves consuelos, como quien cree en la sonrisa amistosa de un enemigo, abrí mi puerta, y cuando ésta giró hacia fuera, una mancha oscura en el torrente de luz que entraba en la casa, vi que la playa estaba totalmente limpia de toda huella, como si ningún pie antes que los míos hubiera perturbado la lisura de la arena. Con la rápida de elevación de espíritu que sigue a un periodo de inquieta depresión, sentí –como una mera rendición, sin que mediara mi voluntad– que mi propia memoria era limpiada de la desconfianza, la sospecha y los miedos enfermos de toda una vida, tal como la mugre de una ribera sucumbe a una crecida de las aguas, y es llevada, y desaparece. Había un aroma pungente de hierba húmeda, como de las páginas mohosas de un libro, mezclado con un olor dulce nacido de prados del interior calentados por el sol; ambos llegaban a mí como una bebida embriagadora, que corría y cosquilleaba por mis venas como si quisieran comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, y hacerme flotar vertiginosamente en la brisa sin rumbo. Y conspirando con estas cosas, el sol seguía rociándome, como la lluvia del día anterior, pero con inagotables lanzas brillantes, como si también quisiera ocultar esa presencia intuida y remota, que se movía más allá de mi vista y sólo se dejaba notar por algún roce descuidado con el borde de mi conciencia, o por la ilusión de blancas figuras que observaran desde el vacío del océano. Ese sol, una fiera esfera sola en el torbellino del infinito, era como una horda de polillas doradas contra mi rostro levantado. Un cáliz blanco y burbujeante, lleno de incomprensible fuego divino, que por cada espejismo que me concedía se guardaba otros mil. De hecho, el sol parecía indicar el camino a reinos tranquilos y fantasiosos: si yo lo reconociera, podría vagar en ellos con la misma extraña felicidad. Cosas así provienen de nuestro propio interior, pues la vida nunca ha revelado sus secretos; sólo en nuestra interpretación de las imágenes que sugiere podemos encontrar éxtasis o sosiego, de acuerdo con nuestro ánimo. Y sin embargo, una y otra vez sucumbimos a sus engaños, creyendo por un tiempo que esta vez sí podremos encontrar la alegría prometida. Y de este modo, la fresca dulzura del viento, en la mañana tras una noche siniestra (cuyas insinuaciones malévolas me habían dado más inquietud que cualquier amenaza a mi propio cuerpo) me hablaba en susurros de antiguos misterios ligados sólo parcialmente con la Tierra, y de placeres que se volvían más nítidos porque yo sólo me creía capaz de experimentarlos en parte. El sol, el viento y aquel olor que ambos levantaban me hacían pensar en festivales de dioses, cuyos sentidos son un millón de veces más poderosos que los de los hombres, y cuyos goces son un millón de veces más sutiles y prolongados. Me insinuaban que todo aquello podía ser mío si me entregaba por completo a su poder, resplandeciente y engañoso. Y el sol, un dios agazapado de carne celestial y desnuda: un fuego poderoso, enigmático al que el ojo no podía mirar, parecía casi sagrado ante la percepción agudizada de mis nuevas emociones. La luz etérea y tonante que emitía era una que que todas las cosas debían venerar con asombro. El sinuoso leopardo en su selva verde y profunda debía haberse detenido para considerar sus rayos, dispersos por la maleza, y todas las cosas nutridas por ellos debían haber atesorado su brillante mensaje en un día como aquel. Porque cuando ya no esté, allá en las profundidades de lo eterno, la Tierra quedará perdida y negra en el vacío infinito. Esa mañana, en la que participé del fuego de la vida, y cuyo placer fugaz quedará a salvo del paso de los años, se agitaba con el llamado de cosas extrañas, cuyos nombres elusivos no pueden escribirse.
      Mientras caminaba hacia la aldea, preguntándome cómo se vería después del baño –muy necesario– que le habría dado la lluvia tenaz, vi, enredada en un resplandor de humedad iluminada por el sol, que se posaba sobre él como un velo amarillo, un pequeño objeto: parecía una mano, estaba a unos seis metros de mí, y la espuma de las olas lo tocaba una y otra vez. La conmoción y el asco surgidos en mi mente, al ver que era en efecto un trozo de carne podrida, se impusieron a mi contento previo y me hicieron imaginar, con desconcierto, que sí podía ser una mano. Ciertamente no había pez, ni parte de un pez, que pudiera verse así; yo creía ver dedos largos, medio fundidos por la descomposición. Le di la vuelta a la cosa con un pie, pues no deseaba tocar algo tan repugnante, y se adhirió al cuero de mi zapato como con la fuerza de la putrefacción. Aquello, pese a casi no tener formar, tenía demasiada semejanza con lo que yo temía que pudiera ser, y yo lo empujé hasta ponerlo al alcance de una ola rumorosa, que lo apartó de mi vista con una prontitud que las orillas de la mar rara vez muestran.
      Tal vez debí reportar mi hallazgo; sin embargo, su naturaleza era demasiado ambigua para justificar alguna acción. Dado que había sido parcialmente comido por algún ser horrible del océano, no me pareció que pudiera identificarse y volverse evidencia de una posible tragedia aún desconocida. Los numerosos casos de personas ahogadas, desde luego, me vinieron a la cabeza, así como otras ideas, aún más malsanas, que se quedaron sólo como conjeturas. Lo que fuera que hubiera sido aquel fragmento traído por la tormenta, incluso un pez o un animal semejante al hombre, nunca antes que ahora he hablado de él. Después de todo, no había pruebas de que la putrefacción no lo hubiera distorsionado, simplemente, hasta hacerlo adoptar aquella forma.
      Me acerqué al pueblo, asqueado por la presencia de semejante objeto en la belleza aparente de la playa limpia, aunque era algo horriblemente típico de la indiferencia de la muerte en un mundo natural que junta la podredumbre con la belleza, y tal vez tiene más afecto por la primera. En Ellston no escuché de ningún ahogado reciente ni de otros accidentes en el mar, ni encontré referencia a sucesos semejantes en las columnas del diario local, el único que leí durante mi estancia.
      Es difícil describir el estado mental en el que me hallaron los días subsecuentes. Siempre propenso a las emociones mórbidas, cuya angustia podía ser inducida por causas ajenas a mí mismo, o bien surgidas de los abismos de mi propio espíritu, yo estaba abrumado por un sentimiento que no era miedo ni desesperación, ni de nada semejante, sino más bien una conciencia de la fealdad constante y la suciedad oculta de la vida: una sensación que era en parte un reflejo de mi propio interior y en parte resultado de los pensamientos que aquel objeto mordisqueado y podrido, que acaso había sido una mano, me había traído. En aquellos días mi mente era un lugar de riscos sombríos e imprecisas figuras en movimiento, como el reino antiguo e ignoto de mi cuento de hadas. En breves punzadas de amargura, sentía la gigantesca oscuridad de este universo opresivo, en el que mis días y los días de mi raza eran nada para las estrellas destrozadas: un universo en el que toda acción es vana e incluso la emoción de la pena es un desperdicio. Las horas que previamente había pasado con un poco de salud recobrada, de contento y bienestar físico, las dedicaba ahora (como si aquellos días de la semana anterior hubieran terminado definitivamente) a una indolencia como la de aquel a quien ya no le interesa vivir. Estaba envuelto por el temor, patético y somnoliento, de un destino inevitable; del odio de las estrellas que me observaban y de las olas, enormes, negras, deseosas de aplastar mis huesos. De la venganza, de la majestad horrenda, indiferente, del mar nocturno.
      Algo de la oscuridad e inquietud del mar había penetrado mi corazón, así que yo vivía en un tormento ciego, irracional, y no menos agudo por su origen misterioso y por la cualidad extraña, sin motivo, de su existencia vampírica. Ante mis ojos estaban los recuerdos de las nubes púrpureas, la extraña esfera de metal, la espuma estancada, la soledad de mi casita oscura, y la vanidad ridícula de la aldea veraniega. No fui más a la aldea, pues me parecía sólo una falsificación de la vida. Como mi propia alma, se alzaba ante un mar oscuro y ávido, un mar que cada vez me resultaba más odioso. Y entre aquellas imágenes recordadas, corrompida y nauseabunda, estaba la del objeto cuyos contornos humanos me hacían dudar cada vez menos sobre qué había sido alguna vez.
      Estas palabras garabateadas no pueden comunicar la espantosa desolación que había caído sobre mí (y que yo deseaba aliviar: así de profundo se había metido en mi corazón). Ella me hablaba de cosas terribles y desconocidas que me rondaban, cada vez más cerca. No era locura: más bien, era una percepción demasiado clara y precisa de la oscuridad que está más allá de esta frágil existencia, iluminada por un sol momentáneo que no está más a salvo que nosotros mismos. Una conciencia de futilidad que pocos pueden experimentar sin que les impida por siempre regresar a la vida. La certeza de que, dondequiera que fuese, y por mucho que combatiera con el poder que le quedaba a mi espíritu, no podría ganar el menor terreno al universo hostil, ni prolongar por un instante más la vida a mí confiada. Temeroso de la muerte como de la vida, agobiado por un terror sin nombre y, pese a ello, incapaz de olvidar las escenas que lo evocaban, yo estaba esperando cualquier consumación de horror que aún aguardara en la inmensa región más allá de los muros de la conciencia.
      Así me encontró el otoño, y volví a perder lo que había ganado de la mar. El otoño en las playas: un tiempo triste que no está marcado por hojas escarlata ni por ningún signo de los habituales. Un mar atemorizante que no cambia, aunque cambie el hombre. Sólo hubo un enfriamiento de las aguas, a las que ya no quise entrar: un oscurecimiento fúnebre del cielo, como si eternidades de nieve se prepararan a descender sobre las olas espantosas. Empezado aquel descenso, no terminaría jamás: seguiría bajo el sol blanco, amarillo y carmesí, y por fin bajo el pequeño rubí que solamente se rendiría al sinsentido de la noche final. Las aguas, antes amistosas, balbuceaban sin sentido, y me lanzaban extrañas miradas, y sin embargo no hubiera podido decir si la oscuridad del paisaje era reflejo de mis propios pensamientos, o si la tiniebla en mi interior era causada por lo que sucedía fuera de mí. Sobre la playa y sobre mí había caído una sombra, como la de un pájaro que nos sobrevolara en silencio: uno cuya mirada atenta no sospechamos hasta que la imagen en la tierra replica la del cielo, y miramos de pronto hacia arriba para encontrar que algo nos ha estado acechando, volando a nuestro alrededor en círculos.
      El día fue a fines de septiembre. El pueblo había cerrado los hoteles donde la insana frivolidad regía vidas huecas, atenazadas por el miedo, y donde viejos títeres llevaban a cabo sus locuras veraniegas. Los títeres fueron descartados, sucios con las últimas sonrisas y ceños fruncidos que se les habían pintado, y no quedaban cien personas en el pueblo. Una vez más, se permitió que los ordinarios edificios con fachadas de estuco que miraban la costa empezaran a deteriorarse por la acción del viento. A medida que el mes se acercaba al día al que me refiero, en mí se fue encendiendo la luz de un amanecer gris e infernal, en la que –me parecía– alguna oscura taumaturgia sería completada. Yo temía menos a aquella magia que a la continuación de mis horribles sospechas –menos que a las insinuaciones de algo monstruoso que acechaba tras bambalinas–, de modo que era con más curiosidad que verdadero temor que yo esperaba el día de horror que parecía acercarse. El día, repito, fue a fines de septiembre, aunque no estoy seguro si fue el 22 o el 23. Esos detalles han desaparecido bajo el recuerdo incompleto de lo sucedido: episodios que no deberían atormentar a ninguna existencia ordenada, por las detestables insinuaciones (y solamente insinuaciones) que contienen. Supe que había llegado la hora por una intuición alarmante del espíritu, una revelación demasiado profunda para que pueda explicarla. Durante las horas del día, esperé la noche; impaciente, tal vez, de que la luz del sol desapareciera, como un reflejo apenas atisbado en aguas ondulantes. De los eventos del día mismo no recuerdo nada.
      Ya había pasado mucho tiempo desde que la tormenta portentosa hubiera echado su sombra sobre la playa, y yo estaba decidido –luego de dudas sin causa tangible– dejar Ellston, pues hacía cada vez más frío y ya no iba a regresar a mi antigua tranquilidad. Cuando llegó un telegrama para mí (que se quedó dos días en la oficina de Western Union antes de que me localizaran: así de poco se conocía mi nombre) diciendo que mi diseño había sido aceptado, y había vencido a todos los otros en el concurso, fijé la fecha de mi partida. Recibí la noticia, que en otro momento del año me hubiera afectado enormemente, con extraña apatía. Parecía tan remota de la irrealidad que me rodeaba, tan remota de mí, como si se le hubiera enviado a una persona a la que no conocía, y sólo hubiera llegado a mí por accidente. Con todo, su llegada me obligó a completar mis planes y dejar la casita de la costa.
      Sólo quedaban cuatro noches a mi estancia cuando tuviero lugar los últimos de aquellos eventos cuyo significado está más en la impresión oscuramente siniestra que los rodeaba que en ninguna amenaza evidente. La noche había caído sobre Ellston y sobre la costa, y una pila de platos sucios era testigo de mi comida reciente y de mi pereza. La oscuridad llegó mientras me sentaba, con un cigarrillo, ante una de las ventanas que miraban al mar: era un líquido que gradualmente llenó el cielo y bañó a la luna, monstruosamente elevada. La planicie del mar que colindaba con la arena brillante, la ausencia total de un árbol o de cualquier otra figura, y la mirada de aquella alta luna me dejaron ver, de pronto, la vastedad de mi entorno. Apenas unas pocas estrellas se asomaban, como para acentuar con su pequeñez la majestad del orbe lunar y de la marea incesante.
      Me había quedado adentro, temeroso por alguna razón de salir hacia el mar en semejante noche de informes portentos, pero escuchñe a las olas murmurar secretos de un saber inaudito. Un viento proveniente de ningún lugar me traía el soplo de una vida extraña y palpitante –la encarnación de todo lo que había sentido y sospechado–, que ahora se agitaba en los abismos del cielo y debajo de las olas silentes. No podría decir en qué lugar se fundía aquel misterio con un sueño antiguo y espantoso, pero como quien se para junto a quien duerme, sabiendo que pronto despertará, yo me senté ante la ventana, sosteniendo un cigarrillo consumido casi por completo, para mirar la luna ascendente.
      Gradualmente, sobre aquel paisaje siempre en movimiento pasó un resplandor, intensificado por los del cielo, y me pareció estar bajo una compulsión creciente a mirar lo que pudiera ocurrir. La playa se vaciaba de sombras, y sentí que se llevaban cualquier refugio para mis pensamientos cuando llegara aquello que iba a llegar. Aquellas que se quedaban eran de ébano, insondables: trozos inmóviles de oscuridad que se extendían entre los rayos crueles y brillantes. La imagen eterna formada por orbe lunar –ya muerto, sea cual haya sido su pasado, y frío como los sepulcros inhumanos que guarda entre las ruinas de siglos polvorientos, más antiguos que el hombre– y el mar –movido, tal vez, por alguna vida desconocida, alguna conciencia ignota– me enfrentaba con horrible viveza. Me levanté y cerré la ventana: fue en parte por un impulso interior, pero sobre todo, creo, una excusa para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Ahora, de pie ante los cristales cerrados, ningún sonido llegaba hasta mí. Los minutos parecían eternidades. Yo esperaba, como mi propio corazón temeroso y la escena inmóvil ante mí, el signo de alguna vida inefable. Había puesto la lámpara sobre una caja en el rincón oeste del cuarto, pero la luna era más brillante, y sus rayos azules invadían lugares donde la lámpara apenas alumbraba. El resplandor antiguo de la luna, redonda, silenciosa, caía en la playa como lo había hecho por eones, y yo esperé, atormentado por la expectación, que se hacía dos veces más aguda por la falta de satisfacción, y la incertidumbre sobre cuál extraña conclusión podría suceder.
      Afuera de la casita, la blanca iluminación sugirió vagas formas espectrales cuyos movimientos irreales, fantasmales, parecían burlarse de mi ceguera, igual que voces no escuchadas se burlaban de mi atenta escucha. Por larguísimo tiempo, me quedé quieto, como si el Tiempo y el tañido de su gran campana se hubieran enmudecido. Y sin embargo no había nada que temer: las sombras cinceladas por la luna no tenían contornos antinaturales y no me ocultaban nada. La noche estaba silenciosa –lo sabía, pese a mi ventana cerrada– y todas las estrellas fijas, melancólicas, en un cielo de oscura grandeza. No había movimiento entonces, ni hay palabras de mi parte ahora, capaces de revelar mi predicamento: de describir al cerebro aprisionado en carne que, aterrado, no se atrevía a romper el silencio, pese a que era una tortura. Como si esperara la muerte, y seguro de que nada podría expulsar el peligro que mi alma enfrentaba, me volví a sentar, con un cigarrillo ya olvidado en la mano. Un mundo silencioso resplandecía más allá de las ventanas sucias y baratas, y en otro rincón del cuarto un par de sucios remos, puestos allí antes de mi llegada, compartieron la vigilia de mi espíritu. La lámpara ardía sin cesar, dando una luz enferma, del color de la piel de un cadáver. La miré de tanto en tanto, por la distracción que me daba y vi que muchas burbujas se alzaban y se desvanecían, inexplicablemente, en la base llena de keroseno. Más curioso, el pabilo no emitía calor. Y de pronto me di cuenta de que la noche entera no era fría ni caliente, sino extrañamente neutra, como si las fuerzas físicas se hubieran suspendido, violentando las leyes serenas de la existencia.
      Entonces, con un chapoteo sordo que envió ondas del agua plateada hasta la costa, e hizo ecos de miedo en mi corazón, algo emergió nadando más allá de la rompiente. Podría haber sido un perro, un ser humano o algo más extraño. No podía saber que la estaba mirando –o tal vez no le importaba– pero como un pez deforme nadó entre los reflejos de las estrellas y se sumergió bajo la superficie. Tras un momento volvió a salir, y esta vez, como estaba más cerca, vi que llevaba algo sobre su hombro. Supe, entonces, que no podía ser un animal, y que era un hombre o algo parecido a un hombre, que se acercaba a la tierra desde el mar oscuro. Pero nadaba con una facilidad espantosa.
      Mientras yo miraba, pasivo, lleno de horror, con la mirada fija de quien espera la muerte de otro y sabe que no puede evitarla, el nadador llegó a la cosa, aunque demasiado lejos hacia el sur para que yo pudiera discernir del todo su aspecto o su silueta. Con un extraño trote, mientras sus zancadas dispersaban chispas de espuma alumbrada por la luna, emergió y se perdió entre las dunas más allá de la playa.
      Ahora me poseía una súbita recurrencia del miedo que había muerto en los momentos previos. Me llenó un frío estremecimiento, aunque el aire el cuarto, cuya ventana ya no me atrevía a abrir, estaba más bien cargado. Pensé en lo horrible que sería que algo entrara por una ventana que no estuviera cerrada.
      Ahora que ya no podía ver a la figura, sentí que se mantenía en algún sitio cercano, en las sombras, o bien que me miraba desde cualquier ventana que no estuviese vigilando. Así que empecé a mirar, ansiosa, frenéticamente, por todas las ventanas, una tras otra, con miedo de encontrarme realmente con un rostro intruso, pero incapaz de refrenarme y cesar aquella pavorosa inspección. Pero aunque miré durante horas, ya no hubo nada más sobre la playa.
      La noche llegó a su fin, y con éste empezó el reflujo de aquella extrañeza: la que había hervido como un brebaje maligno, había llegado al borde del caldero en un instante, había hecho una pausa, y luego había comenzado a descender, llevándose consigo cualquier mensaje de lo desconocido que hubiera traído. Como las estrellas que prometen la revelación de terribles y gloriosos recuerdos, nos llevan a venerarlas mediante ese engaño, y luego no nos dan nada. Había llegado peligrosamente cerca de aprehender un antiguo secreto, que se había aventurado cerca de los sitios humanos y había acechado, con cautela, en el borde mismo de lo conocido. Y sin embargo, al final, no tenía nada, pues sólo se me había dado un vislumbre de aquella cosa furtiva, oscurecido por los velos de la ignorancia. No puedo ni concebir qué era eso, que podría haberse mostrado de haber estado yo más cerca del nadador que fue hacia la costa, en vez de hacia el océano. No sé que hubiera sucedido si el brebaje hubiera sobrepasado el borde del caldero, para derramarse en una cascada de revelaciones. El mar nocturno retenía cuanto había nutrido. Nunca sabré nada más.
      Sigo sin saber por qué el océano causa tal fascinación en mí. Pero, en fin, tal vez nadie de nosotros puede resolver esas cuestiones: tal vez existen desafiando cualquier explicación. Hay hombres, y hombres sabios, a los que no les gusta el mar y su espuma que lame las costas amarillas. Ellos creen que quienes amamos el misterio de la profundidad, antigua e interminable, somos extraños. Sin emargo, para mí hay un atractivo misterioso, inescrutable, en todos los ánimos del océano. Está en la espuma plateada y melancólica bajo el cadáver que es la luna nueva; flota sobre las olas silenciosas, eternas, que golpean costas desnudas; está allí cuando todo carece de vida salvo las sombras desconocidas que planean a través de sombrías profundidades. Y cuando contemplo las tremendas oleadas que arremeten con fuerza inagotable, llega a mí un éxtasis semejante al miedo, y debo humillarme ante su poder, para no odiar las aguas espesas y su belleza abrumadora.
      Vasto y desolado es el océano, e igual que todas las cosas provienen de él, todas habrán de regresar. En la velada plenitud del tiempo, nadie reinará sobre la Tierra, ni habrá movimiento alguno, salvo en las aguas eternas. Y estas golpearán las costas oscuras con truenos de espuma, aunque no quede nadie en ese mundo agonizante para mirar la fría luz de la luna enferma, mientras juega en los torbellinos de la marea y las arenas ásperas. En la orilla de lo profundo, sólo quedará la espuma estancada, acumulándose entre conchas y huesos de los seres antiguos que vivían en las aguas. Cosas silentes y blandas se retorcerán en las costas desiertas, extinta su vida perezosa. Luego todo estará oscuro, pues al fin incluso la luna blanca sobre las olas se apagará. No quedará nada, ni arriba ni debajo de las aguas sombrías. Y hasta ese último milenio, y por siempre después, el mar tronará y se agitará en la noche pavorosa.

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El centésimo nombre de Dios

Este cuento se publicó en el número 91 de la revista El Cuento, en 1984. El autor es Francisco Guzmán Burgos, de quien una publicación posterior en línea, ya desaparecida, decía lo siguiente:

Francisco Guzmán Burgos, escritor mexicano nacido en 1961. Colaborador de diversos diarios y revistas. Ha escrito varios libros entre los que se encuentran antologías y ensayos. En 1990 escribió «De la risa al llanto. Una senda inexplorada en la obra de Romero», gracias a la beca homenaje a José Rubén Romero, publicado por el Programa Cultural Tierra Adentro (libro 26). Actualmente es director de la revista trimestral “La Creación”. El cuento que publicamos con su graciosa autorización fue el ganador del tercer premio del concurso literario Efraín Huerta, de 1983, que patrocina el Ayuntamiento de Tampico, Tamaulipas.

Apenas he podido encontrar nada más acerca de Guzmán, quien al parecer tiene al menos un libro de cuentos más, pero pocas publicaciones (o ninguna) en lo que va del siglo XXI. De todas maneras, esta narración suya es un texto muy interesante: un relato fantástico que transcurre como en un sueño, sin atender siempre a motivaciones y justificaciones convencionales, y a la vez se parece mucho –por insistir en sus mismos temas obsesivos, y por sus intimaciones de delirio religioso— a las narraciones de los «locos visionarios» que han existido en todas las épocas. Véase, por ejemplo, la forma en que cada palíndromo (y aparecen muchos en el texto) se integra al argumento como una especie de aviso o profecía.
      En una tradición de la cábala se dice que quien busca a Dios corre el riesgo de encontrarlo y ser destruido en el acto, porque su naturaleza humana, imperfecta, no puede soportar la presencia de la divinidad. Algo parecido podría suceder aquí, como entre líneas.

EL CENTÉSIMO NOMBRE DE DIOS
Francisco Guzmán Burgos

Alguien me mandó un sobre tamaño carta que decía “Señor O. Nájera Rejano, calle de la Tortuga número 66”, y me sorprendí de que hubiese llegado a mis manos porque mi casa era la 99. Además invirtieron mis apellidos y me cambiaron la inicial del nombre. Lo abrí y adentro encontré una revista que se llamaba La sal y cuyo lema era “Tortuga significa yo habito el infierno”.
      La portada atrajo mi atención en el acto, pues se trataba de una serpiente que se mordía la cola y que en la piel llevaba, con letras rojas, una frase en inglés: Devil ere here lived. Yo no la pude traducir cabalmente y por eso, días más tarde, fui al Instituto de Investigaciones Filológicas a buscar a algún experto y hallé a una doctora en lenguas modernas que se llamaba Eve Adams.
      —Son unas palabras espeluznantes —me dijo—, como para colocarlas a la entrada de una mansión estilo gótico.
      —¿Por qué?
      —Porque ere es un arcaísmo —me respondió multiplicando las arrugas de su piel.
      Como no me traducía la oración tuve que preguntarle:
      —¿Qué quiere decir la frase completa?
      —El diablo vivió antes aquí –me contestó arqueando las cejas.
      Las primeras páginas de la revista hablaban de los palíndromos, y tan pronto me topé con esa palabra, me puse a buscarla en el diccionario y vi que se llaman así las expresiones que se pueden leer de izquierda a derecha y viceversa. Durante mi niñez, gocé horas eternas haciendo palíndromos sin imaginar siquiera que pudieran tener algún nombre. La publicación sólo contenía ese tipo de juegos. Efímera haré mi fe rezaba uno de tantos. La oración en inglés también era palindrómica.
      En una hoja centelleaban dos palíndromos enigmáticos, uno de ellos escrito en griego:

      De éste se aseguraba que su autor era Dios, y se ofrecía como traducción: “Lávate de tus pecados, no sólo la cara”. El otro palíndromo lo firmaba Satanás, y parecía un reto: Signa te, signa, temere me tangis et angis, es decir: “Persígnate, haz la señal, me tientas y atormentas en vano”.
      Algunos palíndromos llegaban a ocupar hojas enteras, e incluso los nombres de sus autores eran palindrómicos: Natán, Sarrás y otros.
      Lo que más me impresionó fue un texto largo como un cuento, hablaba de que todos tenemos un doble; para encontrarlo, decía, se debe caminar al revés. Al calce iba la firma: O. Nájera Rejano.
      Dominado por el terror, arrojé a la chimenea la revista; pero la extraje casi instantáneamente, quemándome los vellos de la mano. Luego de apagarla a pisotones, quedó a la vista una ilustración que representaba un ave fénix; al pie de ella, radiaba un palíndromo en letras doradas: “Otro ocaso sacó orto”. Más abajo venía el crédito: O. Nájera Rejano. Sólo entonces me di cuenta de que esa sigla y esos apellidos, al igual que A. Rejano Nájera, componen también una frase de doble lectura.
      Como estaba sudando, salí a caminar para tranquilizarme, y pese a mis ganas de olvidar todo, algo me impulsó a ir hacia el número 66 de la calle. Era una vieja casona. Sobre su puerta había un escudo con una breve leyenda: Devil lives, Evil Lived… Toqué el aldabón durante 15 ó 20 minutos y no hubo respuesta. Volví a mi casa, pensando en que Evil quizá estaba con mayúscula porque significaba “el Maligno”, en lugar de “el mal”. Además me acordé que ahí estuvo, en otro tiempo, una fábrica de esferas.
      En los días siguientes, además de hablar con la doctora Eve Adams para que me tradujera la frase de la portada, fui a la Biblioteca Nacional y casualmente di con un poema de O. Nájera Rejano, que publicó la revista Aérea:

SER ESO
Beso, lodo,
                  parto, rito,
                                      mito, timo,
tiro, trapo,
                  dolo, sebo,
                                      seres…

      Iba acompañado de una nota adjudicada a un tal Loya Gayol; revisando la publicación me di cuenta de que se trataba del boletín de la Facultad de Filosofía y Letras, a la cual fui tan pronto pude.
      No tuve problemas para hallar a Loya Gayol. Es un hombre entregado a la filosofía del lenguaje, su gesto y la manera en que se peina lo hacen parecer un Bertrand Russell, posee innumerables textos ejecutados por O. Nájera Rejano, a los que elogia como si fueran diamantes y de los cuales me proporcionó algunos.
      —A mí me gusta llamar a Nájera Rejano simplemente O., porque esa letra es redonda como los palíndromos. O. es una especie de profeta, es el Mahoma de los palindromistas; a través de su boca, Alá nos comunica la perfección. Sé que tiene suficiente dinero como para dedicarse exclusivamente a hacer juegos de palabras. Yo dono oro, oro o no doy. Ahí no muestra la vanidad sino su devoción por lo perfecto. Alguien me comentó que le encanta gozar la redondez del mundo; se la ha de pasar viajando. Debe ser incalculablemente lúcido y soberbiamente viejo. He llegado a creer que sus maravillas lingüísticas las realiza por computadora.
      —¿Entonces, usted no conoce a nadie que pueda ayudarme a encontrarlo? —le pregunté. Nájera Rejano se me estaba volviendo una obsesión.
      —Si alguien pudiera tener una pista de cómo hallarlo, ya la sabría yo. Lo he buscado por años, sin éxito. Sólo hay noticias vagas que pasan de boca en libro o viceversa. A la mejor O. Nájera Rejano es sólo la firma que un grupo de palindromistas usa para sus trabajos.
      —Loya Gayol es palíndromo y usted existe.
      —Pero Loya Gayol es incapaz de realizar algo como Adán, Eva y árbol obra Yavé, ¡nada!
      —Sí… —suspiré derrotado—. Y tal vez sea sólo el deseo de verlo trabajando en sus grandiosidades lo que me impulsa a encontrarlo.
      Hicimos una larga pausa cavilante. Yo prendí un cigarro; él, un puro.
      —Roma ni se conoce sin oro, ni se conoce sin amor —dijo por fin—. Es una buena máxima palindrómica. Para saber el nombre sustancial de Roma hay que dar algo. ¡Arriésguese!
      —¿Cómo?
      —¿Por qué no mediante el azar? Déjelo a los dados, mande un telegrama a la primera dirección que se le ocurra, marque en un teléfono el número indicado en un billete de lotería, o…
      —¡Gracias! –le dije interrumpiéndolo y salí de su oficina.
      Al correr los meses abandoné la clase de Literatura en el Colegio de Ciencias y Humanidades Sur; algunos jóvenes me llamaron pidiendo que por favor asistiera, ya que, de otra forma, iban a tener dificultades con la aparición de sus calificaciones. Hubiera sido muy fácil solicitar a la Escuela un maestro suplente y sin embargo prometí obsequiarles un nueve o un diez, creyendo quitármelos de encima. Yo ansiaba continuar explorando los alcances de la palindromía; los alumnos empezaron a acusarme, con un lenguaje entre líneas, de corrupto. Pretexté necesitar un regaderazo y quien hablaba insinuó que yo era un burócrata y que debía aprovechar el agua para lavar mis culpas; le dije centenares de maldiciones y le colgué.
      Una noche de insomnio quise poner en práctica la sugerencia de Loya Gayol. Iba a utilizar mi teléfono, pero preferí llamar de la calle, así el experimento sería más azaroso; llegando a las esquinas de las avenidas Capricornio y Dragón, extraje mi cartera y de ella una tarjeta en la que escribí el primer número que se me vino a la cabeza: doce millones 345 mil 669. Lo multipliqué por 54 y obtuve 666 millones 666, y me puse a marcar dicho número; sonaba ocupado, colgué y me dirigí al teléfono de la siguiente esquina, pero como no lograba entablar comunicación fui a los del resto de la manzana; al llegar a aquél en donde había empezado, decidí recorrer los cuatro aparatos telefónicos en sentido inverso. En una de tantas vueltas, un policía que se hallaba apostado en el banco Aboumrad, me dijo:
      —Ya van tres veces que pasa frente al banco, a la próxima lo detengo por sospechoso.
      Volví a mi casa, reprimiendo el ansia de partir en dos a aquel hombre. Revisé los palíndromos que me dio Loya Gayol. El que encabezaba la lista era Sé ver ese revés, y el último El alba, háblale. La coma no podía ser una errata, aquel mensaje estaba destinado para mí, porque justo entonces comenzó a clarear. Salí apresuradamente hacia el teléfono, una llovizna imperceptible iba llenando como de vaho mi cabello, el timbre sonó espaciadamente, aguardé cosa de un minuto, y ya colgaba, cuando una voz femenina dijo:
      –Bueno.
      Mi reloj tenía nueve minutos para las seis de la mañana, el alba despuntaba, intenté imaginar las justas reclamaciones que aquella mujer me lanzaría por llamar a esa hora, pidiendo hablar con alguien desconocido hasta para mí.
      —¿Se encuentra el señor O. Nájera Rejano?
      —¿Es usted A. Rejano Nájera? —su voz estaba impregnada de sensuales matices.
      —Sí.
      —Sabíamos que llamarías.
      Me agradó el tuteo, quise saber su nombre, pero terció una voz masculina, superponiéndose a la de ella, como si hablara por una extensión.
      —No ha llegado el momento de encontrarnos —el tono del tipo fue macabro—. Cuando usted dé con un palíndromo tridimensional, una luz se encenderá en el 66 de la calle Tortuga.
      Una mano morena cortó la llamada, puse la bocina en su lugar y me dejé conducir hacia una patrulla. En la delegación de policía, argüí tener que hablar con un pariente enfermo; mis bigotones interrogadores exigieron el número y les di el de un sobrino lejano. Discaron y como éste llevaba 15 días en Europa porque lo habían becado, según les informó creo que la esposa, me despojaron del reloj y 600 pesos.
      Mi celda era muy lúgubre, por lo que casi de inmediato me acosté en el camastro que ahí había. Me dio gusto estar solo y envuelto en la penumbra; a través de la pequeña y alta ventana no se alcanzaba a ver sino el cielo completamente nublado; repasé lo ocurrido mirando a la pared. Nada me hubiera costado exigir mi derecho a telefonear a un abogado o a un amigo; pero me perturbaron tanto los palíndromos y la serie de azares ocurrido, que me estuve quieto como un muerto, tratando de organizar mis pensamientos.
      Oí que unos pasos se acercaban, se detuvieron frente a mi celda.
      —Éste es —dijo una silueta a la otra.
      —Gracias —respondió la mujer.
      Quién había hablado inicialmente se fue.
      —A., ¿quieres acercarte? —me preguntó y entonces reconocí el timbre de la voz.
      Me aproximé a las rejas y nos besamos y estuvimos acariciándonos. Yo me sentía bogando en un sueño; sólo ahí ama y odia uno a gente que nunca ha conocido.
      —¿Por qué puedo abrazarte? —le dije.
      —Porque tú eres la mitad de O. Ustedes son los elegidos, el principio y el fin de Dios, el alfa y el omega, tú y él lo van a matar.
      Iba a pedirle más explicaciones, pero sus labios encarcelaron los míos a besos.
      —Toma —dijo repentinamente entregándome un libro—. Si logras pronto el palíndromo de tres dimensiones, O. arreglará tu salida.
      —¿Saldré hoy?
      —Quizás, en tus manos está realizar el cuerpo palindrómico, o no —musitó zafándose de mí—. Yo ya cumplí con mi parte.
      —¿Cómo te llamas? —alcancé a preguntarle.
      —Ana —susurró sin detenerse.
      Me puse a ver el libro, forzando la vista. Como un paleógrafo, observaba los signos que me salían a cada página. En una de ellas, las letras, además de poderse leer de izquierda a derecha y al contrario, eran legibles de arriba hacia abajo y en sentido opuesto. Como un relámpago fulguró en mi mente el recuerdo de la palabra “abracadabra”. Aquello era un palíndromo abracadábrico, bidimensional.

A
A L A
A L E L A
A L A
A

      “A Alá alela…” repite infinitamente desde cualquier esquina, terminando siempre en el centro. Había también espirales, uno de los más sencillos era el siguiente:

      Tuve la sensación de que el libro me veía. Debieron haberse enrojecido mis ojos porque sólo gracias a los escasos rayos de luz azul que entraban por la ventana, podía yo penetrar en los textos.
      Me taladraron las venas de la cabeza, yo creo que por el cansancio, y probablemente también debido al aire encerrado. Quise llorar. ¿Quién me había destinado a luchar contra Dios?
      —¡Yo no he hecho nada malo! —pensé en voz alta, dejando caer el libro y tendiéndome en el camastro.
      —Eso lo vamos a ver, maldito —dijo alguien desde afuera—. Estamos averiguando si te han fichado; donde tengas antecedentes penales te carga el demonio.
      Yo ni siquiera volteé a mirarlo; me fui quedando dormido. Cuando abrí los ojos tenía hambre y me puse a vaciar los trastos que me llevaron. Después, una voluntad extraña se fue infiltrando en los músculos y en la sangre. Mi cerebro maquinaba cómo transformar aquellas figuras en cuerpos geométricos. Al anochecer, el cuadrado que se refería a Alá estaba convertido en algo similar a un brillante. A pesar del resultado, no me satisfizo que el punto de partida hubiera sido elaborado por manos ajenas.
      Durante el resto de la noche, centenares de palabras, como nubes de insectos iban y venían dentro de mi cabeza; a veces me animaba a trazar sobre mi agenda algunas aproximaciones palindrómicas. Horas después tuve una estructura totalmente elaborada por mí, y la dibujé en las hojas de guarda que el libro cargaba.

      De haber unido todas las vocales exceptuando la i, mediante líneas, hubiese tenido algo semejante a una piedra preciosa. A Eva aviva, ave; a Eva aviva, ave; a… dice partiendo desde cualquier extremo. Me pregunté si Eva o su pecado iban a surgir de algún modo y me vino a la mente, no supe entonces por qué, el ave fénix casi hecha cenizas que traía La sal.
      Había concluido mi tarea y los ojos me punzaban. Pronto arribaron las tinieblas y caí en un nuevo sopor, del que me despertó un carcelero. Eran aproximadamente las seis de la mañana. Salí de ahí, no sin antes recibir mis pertenencias y algunas excusas.
      Regresé por avenida Cruz del Sur y cuando estuve en las calles de la Tortuga, fui derecho hasta el número 66. Una luz brillaba en la enorme casona, dando cierta transparencia al polvo de las ventanas. Apenas hube rozado la puerta, ésta rechinó quedando abierta; entré y subí una crujiente escalera en forma de caracol. Al llegar al final tuve frente a mí una gigantesca esfera transparente, llena de andamios; por ella caminaba gente pálida dedicada a colocar letras de madera aquí y allá, como si se preparara un anuncio luminoso. Si alguien insertaba una eme en determinado punto, insertaba una nueva eme en otro, de tal manera que las palabras que integraban todo ese aparato, parecían captadas por invisibles espejos.
      De una puerta salió un hombre cuyo cabello era lacio. Su rostro anguloso, la rapidez con que se desplazaba y el brillo siniestro de sus pupilas me hicieron estremecer. Era idéntico a mí.
      —Tardaste —dijo—, pero llegas a tiempo para ayudarnos a conformar el palíndromo esférico y el humano.
      Ana surgió de entre la sombra y me condujo al interior de la esfera; la mayoría trabajaba en los andamios lejanos al centro; ella me explicó que teníamos que palindromizar el último nombre de Dios; sólo pude ayudarles después de ver el esquema que exponía fragmentariamente la composición de la esfera.
      Durante siglos habían buscado el centésimo nombre de Dios, los inicios de la esfera se remontaban a la Edad Media, al año nueve, del siglo IX después de Cristo; Natán aportó la palindromización tridimensional del primer nombre; la esfera fue desarmada y reconstruida en diversos sitios del mundo, según sus necesidades; al obtener los 99 nombres palindrómicos de Dios, lo dominaríamos. Todo eso me lo dijo Ana mientras acomodábamos algunas letras; por momentos se acercaba tanto a mí que a pesar de la escasa luz, yo podía ver mi reflejo en su ojo. Cuando Luzbel peleó contra Elohim, el primero fue vencido y castigado por “soberbio”, por querer ser un dios; Adán y Eva se convirtieron en nada debido a que comieron del árbol de la ciencia, del bien y del mal, pretendían hacerse todopoderosos; con la torre de Babel se quiso subir al cielo, ocupar el pedestal divino.
      Al contarme que la historia no era sino la lucha de dios contra los hombres, Ana elevaba la voz y el lugar se cubría de resonancias. Dios iba a ser derrotado esta vez, se contaba para ello con la esfera: el ojo del hombre. Las letras, negras, constituían la pupila; las de alrededor, cafés, el iris; y las restantes, blancas, el limbo. Cada nuevo nombre que se llegaba a saber de Jehová, era palindromizado: así YHVH vino a ser HVH. El centésimo nombre de Dios estaba compuesto por los otros 99, cada uno de los cuales correspondía a un atributo del creador. Cuando concluimos el palíndromo, salimos de la esfera.
      Mi doble me llevó hasta una pared en la que había una estrella con un nombre inscrito que se hallaba en la cabeza.
      —Anota un número de dos cifras en la pared —dijo O. extendiéndome un gis; puse 85—. Réstale su inverso —al quitarle su inverso quedaron 27—. Al resultado súmale su inverso —27 y 72 me dieron 99—. No importa el número que pienses, sólo hay dos resultados: 99 y cero.
      Pensé en que ese número de cabeza era el 66 y en seguida me vino a la memoria el pasaje del Apocalipsis en que Jesús revela la cifra de la bestia.
      —Nos hemos encontrado antes, casi estoy seguro —le dijo.
      —He andado cerca de ti siempre. Pronto seremos uno solo. Ha habido 99 dobles que se han reunido en torno al ojo del hombre. Tú y yo articularemos, simplemente con nuestra presencia, el último nombre del Señor, sígueme.
      Permanecí quieto, pero Ana me tomó del brazo. Caminamos. Ella sonreía jugosamente y la blancura de su piel resaltaba al contrastar con sus ropas oscuras. El eco de nuestros pasos me hacía sentir en una basílica.
      O. Nájera Rejano, Ana, los demás y yo, nos congregamos a los pies de la esfera. Se pusieron a cantar un himno en latín; yo trataba de seguir la letra. Cuando todas nuestras voces se fundieron, hubo una gran explosión afuera, la habitación se iluminaba y oscurecía en un abrir y cerrar de ojos. De repente, escuché una vibración que me hizo doblar y una música estentórea, como de trompetas, invadió mis oídos. Luego, pude ver, a través del ojo de palabras, mi cuerpo caído y muerto y también el de O. Nájera Rejano; su espíritu se integró al mío. Yo entré primero al ojo porque soy el alfa; él es el omega; la esfera nos une. Dios se desintegró; ahora, somos dios, controlamos todos los puntos del universo. La omnipotencia, la omnipresencia, la sabiduría y 96 atributos más, están contenidos en la esfera que somos. Poseemos el destino de todos y cada uno de los seres. Yo soy el alfa, Yo soy el omega. Yo soy.

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Pandemia

Tenía ganas de agregar este cuento a la antología de Las Historias incluso desde antes de que se declarara la emergencia sanitaria debida al coronavirus SARS-CoV-2. En cualquier caso, «Pandemia» se ha vuelto aún más pertinente ahora, incluso sin contar su título. Hoy, personas en el mundo entero podrían reconocer en la narración escenas de su vida diaria, transformada por la crisis que vivimos, desde el aspecto inquietante de las calles vacías o la incertidumbre del futuro hasta (muy tristemente) el ascenso del miedo y la intolerancia.
      Gabriela Rábago Palafox (1950-1995) fue una talentosa narradora mexicana que merece más reconocimiento, y entre cuyos libros se encuentran Estancias nocturnas, La voz de la sangre, La muerte alquila un cuarto y Todo ángel es terrible. «Pandemia» ganó el Premio Nacional «Puebla» de Cuento de Ciencia Ficción en 1988.

PANDEMIA
Gabriela Rábago Palafox

Había llovido. Las últimas gotas caían bugambilias abajo, se perdían en los charcos que obscurecían el asfalto. El aguacero había arrancado a las jacarandas la mayoría de las flores que permanecían al pie de los árboles, a manera de alfombra pasajera. Entre las ramas cantaba estridentemente el pájaro aquél –grande, negro y naranja– que Elisa había logrado ver sólo un momento. El canto era alto y claro, como una recurrencia del alba y el atardecer. Le fastidió, igual que otras veces, no poder imitarlo. Mauricio sí podría, pensó. Lo escribiría, incluso, en notas musicales y lo silbaría hasta que ella pudiera retenerlo en la memoria; pero ya lo veía tan poco… Lo extrañaba, pese a haber aprobado su decisión de refugiarse tras la Cortina, en alguna pequeña ciudad al otro lado del mundo, donde la música ocupara todavía un lugar preponderante y, sin que importara el número de víctimas semanales que cobrara el mal, se llevaran a cabo los conciertos planeados en la sala suavemente iluminada para crear un clima de recogimiento. La acústica engrandecida en la que se afinaban los instrumentos de la orquesta y, frente a un atril, a derecha o izquierda del director, Mauricio se perdía en los caminos paralelos del pentagrama. Así fue durante la guerra. Apenas los bombardeos pudieron detener la vida cultural, le había dicho con su habitual tono sereno la noche que cenaron para despedirlo. Él mismo había hecho el vino rojo que bebieron, en sus ratos de ocio y los espacios ganados al comedor y al baño de su casa. Indudablemente, adonde iba el vino sería mejor y, sin embargo, nunca como ése, pensó Elisa y escuchó atentamente sus razones para emigrar. En todo caso, su ausencia podría no ser definitiva, o ella podría reunírsele… era cuestión de considerarlo y aprender el idioma. Pero no, ella creía que cada quien tiene su propio destino. Y los hermanos –le dijo– son como uvas de un racimo, que se van desgranando paulatinamente hasta que sólo queda el sarmiento. Se escribirían. Llegarían las tarjetas postales con reproducciones de pinturas famosas –porque allá, los museos continuaban abiertos– llevándole la nostalgia de ese amor peculiar de los hermanos que oscila entre tantos otros y conserva la magia de la infancia, las cosas perdidas, las transgresiones. También llegarían fotos de Mauricio en ropa de invierno; de etiqueta para los conciertos; en bañador al lado de una alberca porque allá todavía era posible darse un chapuzón o meterse al vapor sin miedo al contagio. El mal era, salvo excepciones inexplicables, un azote de Occidente.
      —De cualquier manera, cuídate. Toma todas las precauciones. No te expongas.
      Ninguno de los dos lo mencionó, pero el nombre de Oscar –el hermano menor– flotó por momentos en el aire. Se miraron a los ojos: No hallaron en ellos ningún eco de los de Oscar, risueños y castaños. Él tampoco se había expuesto y, sin embargo, había sido víctima de la pandemia meses atrás. Lo mismo que Eduardo, Germán, Luis y una lista interminable.
      —Por ti no me preocupo —comentó Mauricio—. Pero esto se va quedando cada día más despoblado… Es curioso, ¿verdad? Una ciudad a la que le sobran millones de habitantes, ahora vuelve a ser como cuentan que era en la época de nuestros padres. Lo que anhelaba el consenso popular. Una ciudad semivacía, con grupos de mujeres más o menos aislados.
      Sí, pero no de esa manera. La pandemia avanzaba en proporción geométrica y si, al principio, las víctimas eran –en su mayoría– hombres entre veinte y cuarenta y cinco años, al paso de los meses también lo fueron mujeres y niños. Los efectos se fueron haciendo visibles en la calle. En poco tiempo miles de automóviles dejaron de circular. Disminuyeron los índices de contaminación. A ciertas horas fue posible sentir el silencio y gozar la transparencia de la atmósfera. Pero la gente moría diezmada por un mal que desafiaba a la ciencia, las religiones, la esperanza. Vehículos especiales –de sirena y rojas lámparas giratorias– se hacían cargo de los cuerpos como, en tiempos muy lejanos, los carretones de la muerte que puso en marcha la peste bubónica.
      «… La sífilis, la tuberculosis, la influenza española. Hoy es el virus VIH, HTLV/III o LAV. Aproximadamente cada dos siglos surge una pandemia que hace estragos en el planeta –Elisa recordó la conferencia dictada por la doctora Benseñor, directora del Proyecto para la Investigación y Control del Mal–. Si viéramos esta pandemia dentro de su perspectiva histórica, quizá nos pareciera menos terrible. Me gustaría enviar a todos –a los seropositivos especialmente– un mensaje de esperanza. Estar infectado con el virus HTLV/III no significa una sentencia de muerte. No todos morirán, no todas moriremos. Existen personas infectadas que, sin embargo, no presentan síntomas. Eventualmente, saldrán del contagio ilesas. Un porcentaje de los individuos transmisores no desarrolla el síndrome del mal: se presume que existe en ello alguna razón genética. Quienes trabajamos en el Proyecto estamos consagrando a él nuestro mejor esfuerzo. Hemos hecho a un lado asuntos e intereses personales para procurar la elaboración de una vacuna contra el virus VIH. Esperamos hallarla antes de cuatro años».
      Las vacunas experimentadas hasta entonces habían sido inefectivas y la gente moría por centenares bajo la mirada atónita de los Premios Nobel, ante la incredulidad de los científicos que habían puesto al hombre en la Luna.
      Quizás lo peor de todo era que el virus LAV –ese organismo microscópico que se instalaba en los linfocitos y acababa con el sistema inmunológico de los pacientes– había erosionado los cimientos de la sociedad. Pese a la propaganda oficial contra cualquier clase de discriminación de las personas infectadas, el estigma era un hecho cotidiano que sufrían por igual burgueses y desposeídos, porque los líquidos que extendían el contagio del mal eran el semen y la sangre –es decir, el virus se transmitía preferentemente en la cama–, lo cual determinaba que la voluntad pública convirtiera el asunto médico en cuestión moral. La primera información sobre el HTLV/III revivió uno de los tabúes más espinosos de la historia judeo-cristiana: La homosexualidad, más ampliamente conocida como plaga de Sodoma y Gomorra. Y, hoy, de California, Nueva York, Haití, Puerto Rico, Francia, Brasil, México… Los primeros casos registrados se dieron entre hombres homosexuales. Al momento en que la doctora Benseñor dictó su conferencia, los grupos afectados eran homosexuales y bisexuales masculinos, drogadictos que utilizaban la vía intravenosa, hemofílicos, haitianos, personas en las que no se había identificado ningún factor de riesgo y heterosexuales que hubieran tenido contacto sexual con enfermos del mal. Los hombres constituían el 93% de los casos. El 7% de las mujeres correspondían a prostitutas, drogadictas y compañeras sexuales de pacientes infectados.
      La gente de bien –las personas decentes que ponderaban nuestras abuelas– buscaron protegerse de la infección con oraciones y medallas o palmas benditas (¿no hablarían al respecto las cartas de Fátima?). Evitaron transfusiones de sangre desconocida: Nunca como entonces se hizo evidente la diferencia de licores sanguíneos. Rehusaron el roce social con individuos sospechosos. En lo profundo de su espíritu dieron gracias a Dios por no ser unos degenerados. Y, sin embargo, las estadísticas revelaban un avance del mal en proporciones geométricas.
      La doctora Benseñor ante los reporteros de la fuente: «El período de incubación del virus oscila entre cinco y seis años. De ahí la peligrosidad de la pandemia. Alguien puede suponerse sano y empezar a mostrar síntomas dentro de unos meses. En el ínterin, es posible que haya transmitido el contagio a las personas con quienes haya tenido intercambio sexual».
      Vacunas, preces y talismanes sucumbieron ante el virus VAL. Frente a las evidencias aplastantes, las familias bien, igual que la gente común, tuvieron que disfrazar de estupor su vergüenza. La población masculina sexualmente activa, comenzó a decrecer de manera alarmante. Además de los solteros, morían los pater familiae, los maridos fotografiados el día de su boda, los curas y los ministros del gobierno. A la comunidad homosexual, que mantenía sólo medio encubierto su estilo de vida, le quedaba el consuelo de una realidad considerablemente más digna —¿qué importaba que los obituarios de los bisexuales hablaran de accidentes ficticios, antiguos padecimientos, fallas cardiacas y varios eufemismos por el estilo?
      El estigma dio lugar a la polémica. Nunca como entonces los medios de comunicación recogieron palabras que la religión judeo-cristiana creía obscenas: homosexualidad, bisexualidad, gente gay… Toda esa porquería, desde luego, era made in USA, escribían los diarios de posición moderada. Los de la izquierda, en cambio, resultaban más humanitarios. Objetivos, por lo menos. En la televisión, el jesuita John J. McNeill se enfrentaba a la sociedad homófoba: «Durante largo tiempo hemos cargado los hombros de esos hermanos nuestros que se llaman a sí mismos gay, con un pecado inexistente, surgido de un error de traducción. ¿Hasta cuándo reconoceremos que el pecado de Sodoma y Gomorra fue la falta de hospitalidad debida a los extranjeros –es decir, la falta de amor– y no el de la lujuria homosexual, como tanto se ha difundido? Nos hemos olvidado del amor y osamos castigar a quienes tal vez sí lo practican, simplemente porque no estamos de acuerdo con sus preferencias sexuales. Dejemos la pandemia en manos de los médicos y unamos nuestras oraciones para pedir que el amor brote de nuevo en nuestros corazones».
      Muchos televidentes se escandalizaron por la intervención de McNeill. Varios se negaron a creer que ese hombre de barba entrecana y chaleco obscuro, cuya poderosa mano apretaba un crucifijo contra su pecho, pudiera ser un sacerdote jesuita. ¿De parte de quién estaba? «No soy homosexual ni padezco el mal», respondió a la más burda de las suposiciones, «pero quisiera honrarme de ser cristiano».
      El mismo canal televisivo dio tribuna a un muchacho alto, de hermosas y serenas facciones, que habló en nombre del Front Dalliberament Gai de Catalunya: «Se habla de que nuestro amor mata, y esto es cierto sólo en parte. A todos vosotros, gays y lesbianas principalmente, que sabemos claramente lo que queremos, y a todas las personas que lucha para conseguir el pleno derecho de nuestro cuerpo; a todos les decimos que el amor o la práctica homosexual no matan y, suponiendo que lo hicieran, preferimos morir de este amor y no a consecuencia de los otros amores que sí matan de verdad. Consideremos el amor de los señores que tienen el poder de las bombas, armas, misiles y centrales nucleares. El amor de estos mismos señores a los medios de comunicación con el fin de anular el cerebro de cada persona y así podernos manipular tranquilamente. El amor del gobierno de los EUA a las dictaduras que asesinan con toda impunidad. El amor del Vaticano a la decadencia y el estancamiento. ¡Amores todos que sí son verdaderamente terroríficos y destructores!».
      Elisa siguió avanzando por la calle sin gente. Ahora, la mayoría de las veces iba de un lado a otro caminando. El transporte público también había disminuido y era difícil conseguir gasolina, de modo que para las distancias cortas o regulares, el auto se había convertido en artículo del pasado. Los diferentes barrios de la ciudad tenían el codiciado aspecto que sólo hacían posible, en otros tiempos, los períodos de vacaciones. En algunas zonas no funcionaban ya los semáforos. En otros, las cortinas metálicas de los negocios no se levantarían más. Sería fácil trazar sobre un mapa el avance del mal. Los reductos eran pocos y aislados, y era una suerte encontrar, de repente, una tienda o una cafetería funcionando.
      Elisa se cruzó con un grupo de niños que jugaban a la ambulancia. Dos hacían una imitación bastante convincente de la sirena. El enfermo se revolvía en el suelo mojado, apretándose el abdomen con ambos brazos. Los socorristas le ponían inyecciones invisibles y lo tranquilizaban con frases que sonaban muy profesionales. Le quitaremos su propia sangre –dijo uno–, por si la necesita luego. Si le ponemos una transfusión podría contagiarse del virus. Muchos de estos niños habían perdido a sus padres, de modo que el Estado o personas ajenas los tomaban a su cargo. la familia del momento era completamente distinta de la familia nuclear que se había impuesto hasta unas décadas antes de la aparición de la pandemia. Elisa y su compañera habían adoptado a Daina, la niña de los gitanos que ocuparan la casa al fondo de la calle. Los trámites de adopción emergente eran sencillos y rápidos. Bastaban dos firmas y un sello para que los menores adquirieran un nuevo hogar, sin averiguaciones ni impedimentos. Era un asunto primario de sobrevivencia y cuestión de suerte si, además, los niños recibían amor. Daina tenía con ellas casi seis meses y se adaptaba admirablemente a los cambios que se le presentaban. Preguntó si debía llamar madre a alguna de las dos, si podía cambiar su propio nombre por el de Nefertiti, si seguiría yendo a la iglesia para cantar en el coro… Le gustó Elvis Presley e hizo una coreografía sui generis para su versión de «Are you lonesome tonight?» Observaba todo pero sus cuestionamientos eran escasos. En la época de la pandemia a los niños no les sorprendía nada. (O eso parecía).
      Las nubes apretujadas soltaron una llovizna súbita y Elisa aceleró el paso hasta llegar a la nevería. El letrero de neón rojo, el interior iluminado, le provocaron un suspiro de alivio. Unos segundos después se miraba en el enorme espejo rectangular de la casa Chiandoni, fundada en 1939. Mecánicamente se alisó el cabello. Tenía algunas canas en las sienes, pero la consoló pensar que Mauricio, ocho años menor, tenía muchas más. Recuperar lo negro del pelo era cuestión de ingerir vitamina E o extracto de ginseng, no recordaba cuál. Su abuela había tenido el cabello totalmente blanco antes de los cincuenta. Nunca quiso pintárselo y Elisa, de niña, le agradecía su apariencia de abuela clásica, con lentes y vestido obscuro. Ella la llevó a Chiandoni por primera vez. Entonces, la niña que era Elisa apenas sobresalía de la barra y gozaba indeciblemente frente a la copa de hot fudge con helado de avellana cubierto de crema chantilly y nueces, que el amor de la abuela le obsequiaba. Lo iba erosionando con la punta de la cuchara, mientras la abuela platicaba con don Pietro, el dueño, los parroquianos de las mesas dejaban el sitio a quienes llegaban, y en el ambiente predominaba el olor de café fuerte que las meseras servían humeante.
      Hoy, esas mismas meseras de uniforme color de rosa y delantal blanco, cuchicheaban y sonreían al otro lado de la barra. Estaban un poco más delgadas o más gruesas, quizá se les notaba un exceso de maquillaje, pero eran las mismas, prodigiosamente conservadas a régimen de cremas de mamey o elote, pensó Elisa. También las cartas del menú eran las mismas, y el mobiliario, las lámparas, la pintura mural con una vista de Venecia, el mosaico que representaba la Torre de Pisa, el jardín del fondo que se veía a través de una vidriera. En una mesa próxima al jardín, una mujer de mediana edad bebía a sorbos el café, la mirada perdida en un punto impreciso. Una niña devoraba su cassatta al lado de la abuela. Nadie más. Elisa se acomodó en una mesa de la orilla. La empleada no tardó en entregarle la carta; sin verla pidió un hot fudge con helado de avellana y un vaso de agua. El tocacintas reproducía las voces de The Platters. Pensó que al otro lado del mundo su hermano estudiaba el violín probablemente con las manos ateridas, enfundado en un abrigo de invierno, y que tal vez se parecería a Rodolfo en Bohéme.

Remember when, I first met you. My lips were so afraid to say I love you

      Sacó del bolsillo su última carta y la releyó.

… muy bien, en continua actividad. La semana pasada intervine en un concierto que se dio por la inauguración del monumento en honor de los homosexuales asesinados durante el imperio del nazismo. Son tres grandes trozos de mármol color de rosa, imponentes, brillantes. A uno se le frunce algo dentro cuando lo ve. Creo que, más que nada, por la paradoja que significa en estos momentos. Siento mucho la muerte de tu amigo (Eduardo, ¿verdad?) y que te haya removido la pérdida de Oscar, quién creería. Yo siempre aposté que este hermano nuestro moriría de viejo, sobre un escenario, cantando su personaje favorito -como Leonard Warren-. Pero se le atravesó ese virus de mierda…

      Primero Óscar, Oh yes, I’m the great pretender, pretending that I’m living well, lejos y avergonzado. Luego Eduardo –que era casi un hermano, o más que eso–, convertido en un niño aterrado que lloraba inconteniblemente mientras la abrazaba y repetía en tono doloroso «es que no quiero dejar solo a Rafa, tú no sabes cuánto lo amo. Tampoco sé cómo decírtelo… ni siquiera sé si voy a decírselo».
      Después, nada más el llanto y una expresión que no era ya de este mundo. Eduardo u Oscar, con los ojos enrojecidos de llorar, oliendo al perfume más sofisticado del momento, jalándose desesperadamente el cabello teñido de rubio…
      La mesera le sirvió el hot fudge, un sundae y un arlequín. Atajó con un gesto la protesta de Elisa:
      —Cortesía de la casa. Hoy es nuestro último día. Vamos a cerrar hasta nuevo aviso y no vale la pena que el helado se desperdicie. Sí, puedo empacárselo en nuestro envase frigorizado para que su hija lo pruebe. Es una lástima que nunca la haya traído por acá. Sí, gracias. Saludaré en su nombre al señor Chiandoni, con mucho gusto. Ya casi nunca se halla en la casa pero supervisa igual el control de calidad. ¿Le gustaría tomar un café?
      Bueno, así se quedaría hasta la hora de cerrar. En todos esos años, don Pietro no había permitido, jamás, que fuera antes de las ocho.

… es casi un hecho que dentro de un mes reducirán el número de vuelos. Eso se dice. Yo temo que los suspendan en definitiva. Dime si quieres venir y te enviaré dinero. Prométeme que, por lo menos, lo considerarás. Oye, te quiero.

Im sorry for the things Ive done… Im so ashamed. Im sorry.

      Elisa dobló la carta y la guardó. Leyó la fecha en el reloj de pared. Hacía más de un mes desde que el correo le llevara la carta de Mauricio, acaso por desgracia la última. Bebió un poco de agua para aclararse el paladar. Ah, el agua de Chiandoni, tan en el punto exacto, deliciosamente fresca pero sin molestar. La mujer que sorbía el café se levantó y, al pasar frente a su mesa, se miraron largamente. A Elisa le recordó la modelo de Botticelli. Le devolvió la sonrisa. Es algo impreciso en los ojos o en la manera de sonreír, decía Eduardo. Una especie de lenguaje secreto o una contraseña. Cuestión de sensibilidad, de vibra. Tampoco hace falta decir nada: Crees que lo sabes, y no te equivocas.

Only you can make all these changes in me.

      Una de las meseras apagó el letrero luminoso. La mujer del café dijo: —Vine aquí durante veinte años, nunca te encontré. ¿Podríamos caminar juntas? Hacia el sur, claro. Yo no tengo prisa.
      La mesera apagó el tocacintas antes de que terminara el disco de oro de The Platters, le entregó a Elisa el helado para la niña de los gitanos que ahora era suya: No se preocupe, garantizamos la estabilidad de la crema por tres horas. Después, ella y la modelo de Botticelli salieron y empezaron a andar lentamente. No se volvieron al oír el gruñido de la cortina metálica que cerraba –¡hasta Dios sabía cuándo!– la nevería italiana de Pietro Chiandoni.

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Los libros de Próspero

MIRANDA: ¿Cómo llegamos a tierra?

PRÓSPERO: Por obra de la providencia divina. Teníamos algunos víveres y agua dulce, gracias a la caridad de Gonzalo, un noble de Nápoles a quien se encomendó la ejecución de esta medida, que nos surtió además de valiosos vestidos, lino, telas y otros objetos necesarios que tan útiles nos fueron después. Sabiendo él mi afición a los libros, me entregó de mi propia biblioteca algunos volúmenes que aprecio en más que mi ducado.

La tempestad (1611), William Shakespeare

En 1991, el cineasta Peter Greenaway estrenó su película Los libros de Próspero: una versión muy bella y extravagante de la obra teatral La tempestad. Uno de los detalles más fascinantes de la película es la serie de textos, escritos por el propio Greenaway, que imaginan el contenido de los libros que Próspero lleva consigo a su exilio, y de los cuales –según la obra de teatro– aprende la magia que le permite vengarse de sus enemigos y regresar a su tierra. Lo que sigue es esa serie de textos: una lista de variaciones fantásticas que hablan al mismo tiempo de las obsesiones del cineasta –de la multiplicidad que es uno de los principios esenciales de su trabajo– y del mundo de Shakespeare. Uno y otro alternan momentos brutales y otros de enorme ternura.
      Quería reproducir una traducción más o menos reciente que encontré en una revista, pero en cuanto empecé a revisarla me di cuenta de que era pésima; por lo tanto, hice la mía.

John Gielgud como Próspero en la película de Peter Greenaway
John Gielgud como Próspero en la película de Peter Greenaway (fuente)

LOS LIBROS DE PRÓSPERO
Peter Greenaway

1. Un libro de agua
Este es un libro con una cubierta a prueba de agua, decolorada debido a su frecuente contacto con el agua. Está lleno de dibujos para la indagación y textos exploratorios escritos sobre papel de muchos grosores distintos. Hay dibujos acerca de toda asociación acuática concebible: mares, tempestades, lluvia, nieve, nubes, lagos, cataratas, corrientes, canales, molinos, naufragios, diluvios y lágrimas. A medida que se pasan las páginas, los elementos acuáticos frecuentemente se animan. Hay olas que se expanden y tormentas inclinadas. Ríos y cataratas fluyen y burbujean. Planos de maquinaria hidráulica y mapas de pronóstico del clima bullen con flechas, símbolos y agitados diagramas. Los dibujos están hechos todos por la misma mano. Tal vez sea una colección perdida de dibujos de da Vinci, hecha encuadernar por el rey de Francia y comprada por los duques de Milán, como regalo de bodas para Próspero.

2. Un libro de espejos
Encuadernado en oro y muy pesado, este libro tiene unas ochenta páginas de espejo bruñido; algunas opacas, algunas translúcidas, algunas fabricadas en papel de plata, algunas recubiertas de pintura, algunas de una película de mercurio que se resbala de la página a menos que se le trate con cuidado. Ciertos espejos simplemente reflejan al lector, otros reflejan al lector como era tres minutos antes, otros reflejan al lector como será al término de un año, como sería si fuese un niño, una mujer, un monstruo, una idea, un texto o un ángel. Un espejo miente constantemente, otro ve el mundo de atrás para adelante, otro de cabeza. Un espejo retiene sus reflejos como instantes inmóviles, infinitamente recordados. Un espejo refleja simplemente otro espejo a través de la página. Hay diez espejos para los que Próspero no ha definido aún el propósito.

3. Un libro de mitologías
Este es un libro grande. En ocasiones, Próspero lo ha descrito como hasta de cuatro metros de ancho por tres de altura. Está encuadernado en tela de amarillo resplandeciente que, al ser pulida, brilla como el bronce. Es un compendio, con texto e ilustraciones, de mitologías, con todas sus variantes y versiones alternativas; ciclo tras ciclo de cuentos interconectados de dioses y hombres de todo el mundo conocido, del helado Norte a los desiertos del África, con lecturas explicativas e interpretaciones simbólicas. Su autoridad e información son mayores respecto del Mediterráneo oriental, de Grecia y Roma, Belén y Jerusalén, para los que suplementa su información con genealogías naturales y no naturales. Desde una perspectiva moderna, es una combinación de las Metamorfosis de Ovidio, La rama dorada de Frazer y el Libro de los mártires de Foxe. Cada historia y anécdota tiene una ilustración. Usando este libro como concordancia, Próspero puede reunir, si así lo desea, a todos aquellos dioses y hombres que han logrado la fama o la infamia por el agua, o a través del fuego, por engaños, en asociación con caballos o árboles o cerdos o cisnes o espejos, por orgullo, envidia o insectos-palo.

4. Un manual de las estrellas pequeñas
Es un auxiliar para la navegación, pequeño, negro y con tapas de cuero. Está lleno de mapas doblados de los cielos nocturnos que salen y se desparraman, desmintiendo el modesto tamaño del libro. Es una representación del cielo reflejado en los mares del mundo cuando están quietos, pues lo completan espacios en blanco donde las tierras emergidas del globo han interrumpido el espejo oceánico. Esto, para Próspero, fue su mayor utilidad, pues al dirigir su barquito agujereado hacia uno de tales espacios en blanco, muy pequeño, en un mar de estrellas, encontró su isla. Al abrirse, las páginas del manual parpadean con planetas viajeros, meteoros destellantes y cometas giratorios. Los cielos negros pulsan con números rojos. Las nuevas constelaciones se mantienen unidas por líneas punteadas, que se mueven deprisa.

5. Un atlas perteneciente a Orfeo
Encuadernado con tapas de latón esmaltadas en verde, maltratadas y quemadas, este atlas está dividido en dos secciones. La Sección Uno está llena de grandes mapas sobre el viaje y la utilización de la música en el mundo clásico. La Sección Dos está llena de mapas del Infierno. Fue usada cuando Orfeo viajó al Inframundo en busca de Eurídice, y los mapas, por tanto, están chamuscados y quemados por fuego diabólico y mordidos por los colmillos de Cerbero. Al abrirse el atlas, los mapas bullen con burbujas de brea. Chorros de grava caliente y suelta, y arena fundida, caen del libro y queman el piso de la biblioteca.

6. Un libro severo de geometría
Este es un libro grueso, con cubiertas de cuero color café, inscrito con números dorados. Al abrirse, complejos diagramas geométricos tridimensionales se alzan de las páginas como modelos en un libro desplegable. En las páginas pulsan números y cifras logarítmicas. Los ángulos son medidos por péndulos de metal, delgados como agujas, que se balancean libremente, activados por imanes escondidos en el grueso papel.

7. El Libro de los Colores
Este es un libro grande encuadernado en moaré de seda carmesí. Es más ancho que alto, y al abrirse, cada doble página forma un cuadrado. Las trescientas páginas cubren el espectro de los colores en tonalidades finamente diferenciadas que parten del negro y vuelven a él. Cuando se abre una doble página, el color evoca tan fuertemente un lugar, un objeto, una ubicación o una situación que las sensaciones asociadas a ella se experimentan de manera directa. Así, un amarillo naranja brillante es la entrada a un volcán y un azul verdoso oscuro es un recordatorio del mar profundo, donde anguilas y peces nadan y te salpican la cara.

8. La Anatomía del Nacimiento de Vesalio
Vesalio produjo el primer libro autorizado de anatomía; es asombroso en su detalle, macabro en su determinación. Esta Anatomía del Nacimiento, un segundo volumen hoy perdido, es todavía más perturbador y herético. Se concentra en los misterios del nacimiento. Está lleno de dibujos descriptivos de las funciones del cuerpo humano que, cuando las páginas se abren, se mueven, laten y sangran. Es un libro prohibido que indaga en los procesos innecesarios del envejecimiento, lamenta los desgastes asociados con la generación, condena los dolores y ansiedades del parto y en general cuestiona la eficiencia de Dios.

9. Un inventario de los muertos
Este es un volumen fúnebre, largo y delgado, con cubiertas de corteza plateada. Contiene todos los nombres de los muertos que han vivido en la Tierra. El primer nombre es el de Adán y el último el de Susana, la esposa de Próspero. Los nombres están escritos en muchas tintas y caligrafías y ordenados en largas columnas que a veces reflejan el alfabeto, a veces una cronología histórica, pero con frecuencia usan taxonomías de desciframiento complicado, por lo cual es posible tener que buscar durante muchos años para encontrar un nombre. Pero es seguro que se encuentra allí. Las páginas del libro son muy viejas y tienen marcas de agua con una colección de diseños para tumbas y nichos cinerarios, elaboradas lápidas, túmulos, sarcófagos y otras bagatelas arquitectónicas para los muertos, lo que sugiere que el libro tenía otros propósitos, incluso antes de la muerte de Adán.

10. Un libro de historias de viajeros
Este es un libro muy dañado, como si hubiera sido muy manoseado por niños que le tuvieran gran aprecio. Las cubiertas de cuero carmesí, rasguñadas y sobadas, alguna vez decoradas con un diseño figurativo dorado, están ahora tan desgastadas que el patrón se ha vuelto ambiguo y es tema de muchas especulaciones. El libro contiene aquellas maravillas de las que los viajeros hablan sin que se les crea. “Hombres cuyas cabezas están en sus pechos”, “mujeres barbadas, una lluvia de ranas, ciudades de hielo púrpura, camellos cantores, gemelos siameses”, “montañistas con papadas como de toro”. Está repleto de ilustraciones y tiene poco texto.

11. El Libro de la Tierra
Un grueso libro encuadernado en tela de color caqui, sus páginas están impregnadas con los minerales, ácidos, álcalis, elementos, gomas, venenos, bálsamos y afrodisiacos de la tierra. Se puede rascar una gruesa página escarlata con la uña del pulgar para hacer fuego. Se puede lamer una pasta gris de otra página para tener una muerte venenosa. Otra página más se puede empapar en agua para curar el ántrax. Sumergir otra más en leche produce jabón. Dos páginas ilustradas se frotan una contra otra para hacer ácido. Al apoyar la cabeza en otra se cambia el color del cabello. Con este libro, Próspero saboreó la geología de la isla. Con su ayuda, extrajo sal y carbón, agua y mercurio; y también oro, aunque no para su bolsa, sino para su artritis.

12. Un libro de arquitectura y otras músicas
Al abrir las páginas de este libro, planos y diagramas se despliegan totalmente formados. Hay modelos definitivos de edificios, constantemente ensombrecidos por nubes en movimiento. Piazzas al mediodía se llenan y se vacían de multitudes ruidosas, las luces parpadean en paisajes urbanos nocturnos, se oye música en salones y torres. Con este libro, Próspero convirtió a la isla en un palacio de bibliotecas que recapitula todas las ideas arquitectónicas del Renacimiento.

13. Las Noventa y Dos Vanaglorias del Minotauro
Este libro reflexiona sobre la experiencia del Minotauro, el vástago más celebrado del bestialismo. Contiene una mitología clásica impecable para explicar orígenes y estirpes que incluyen a Leda, Europa, Dédalo, Teseo y Ariadna. Dado que Calibán –como centauros, sirenas, arpías, la esfinge, los vampiros y los hombres lobo– es el producto de la bestialidad, este libro podría interesarle mucho. Burlándose de las Metamorfosis de Ovidio, cuenta la historia de noventa y dos híbridos. Debía haber contado cien, pero el puritano Teseo había escuchado suficiente y mató al Minotauro antes de que pudiese terminar. Cuando se le abre, el libro exuda un vapor amarillo y cubre los dedos de un aceite negro.

14. El Libro de las Lenguas
Este es libro grande, grueso, con una cubierta verdiazul que se vuelve un arcoiris bajo la luz. Más una caja que un libro, se abre de manera no ortodoxa, con una puerta en su portada. Adentro hay una colección de ocho libros más pequeños, dispuestos como botellas en un estuche medicinal. Tras estos ocho libros hay otros ocho libros, y así sucesivamente. Abrir los libros más pequeños es dejar sueltos muchos lenguajes. Palabras y frases, párrafos y capítulos se agrupan como renacuajos en una charca en abril, o como estorninos en un cielo nocturno de noviembre.

15. Plantas del Fin
Con la apariencia de un tronco de madera antigua y madura, este es un herbario para acabar con todos los herbarios, que se ocupa de las más venerables plantas que gobiernan la vida y la muerte. Es un libro como un bloque inmenso con tapas de madera barnizada que en un momento estuvieron habitadas por diminutos insectos excavadores, y tal vez lo estén todavía. Las páginas están repletas de plantas y flores prensadas, corales y hierbas marinas, y alrededor del libro flotan exóticas mariposas, libélulas, temblorosas polillas, brillantes escarabajos y una nube de polen dorado. Es simultáneamente un panal, una colmena, un jardín y un arca para insectos. Es una enciclopedia de polen, aroma y feromona.

16. Un Libro del Amor
Este es un volumen pequeño, delgado y perfumado, encuadernado en rojo y oro, con listones anudados de color carmesí como separadores. Ciertamente hay una imagen en el libro de un hombre desnudo y una mujer desnuda, y también una imagen de un par de manos enlazadas. Estas cosas se vieron una vez, brevemente, en un espejo, y ese espejo estaba en otro libro. Todo lo demás es conjetura.

17. Un bestiario de animales pasados, presentes y futuros
Este es un libro grande, un tesauro de animales reales, imaginarios y apócrifos. Con este libro, Próspero puede reconocer a los pumas y los titís, a los murciélagos de la fruta, a las mantícoras y dromerselos, al cameleopardo, la quimera y la catamorrana.

18.El Libro de las Utopías
Este es un libro de sociedades ideales. Con la cubierta frontal de cuero dorado, y la posterior de pizarra negra, tiene, tiene quinientas páginas, seiscientas sesenta y seis entradas indexadas y un prefacio de Sir Tomás Moro. La primera entrada es una descripción consensuada del Cielo y la última es una del Infierno. Siempre habrá alguien en la Tierra cuyo ideal utópico sea el Infierno. En las páginas restantes del libro, cada comunidad social y política conocida o imaginada es descrita y evaluada, y veinticinco páginas se dedican a tablas donde las características de todas las sociedades pueden verse por separado, para que el lector pueda armar y aproximar su propio ideal utópico.

19. El Libro de la Cosmografía Universal
Lleno de diagramas impresos de gran complejidad, este libro intenta ubicar todos los fenómenos universales en un solo sistema. Los diagramas grabados en las páginas representan disciplinadas figuras geométricas, anillos concéntricos que giran y contragiran, tablas y listas organizadas en espirales, catálogos dispuestos sobre un cuerpo humano simplificado que, al moverse, pone a las listas en nuevos órdenes; diagramas movedizos del sistema solar. El libro ofrece una mezcla de lo metafórico y lo científico y está dominado por un gran diagrama que muestra la Unión del Hombre y la Mujer –Adán y Eva– en un universo estructurado donde todas las cosas tienen designado su lugar y una obligación de ser fructíferas.

20. Tradición de las Ruinas
Manual para anticuarios, esta es una lista pormenorizada del mundo antiguo hecha para el humanista del Renacimiento interesado en la antigüedad. Con abundancia de mapas y planos de los sitios arqueológicos del mundo, templos, pueblos y puertos, cementerios y caminos antiguos, medidas de cien mil estatuas de Hermes, Venus y Hércules, descripciones de cada obelisco descubierto y pedestal del Mediterráneo, planos de las calles de Tebas, Ostia y Atlantis, un directorio de las posesiones de Lucio Aelio Sejano, las tabletas de Heráclito, las firmas de Pitágoras, es un volumen esencial para el historiador melancólico que sabe que nada permanece. Las proporciones del libro son las de un bloque de piedra: cuarenta por treinta por veinte centímetros, su color el del mármol de venas azuladas, y tiene el tacto del gis, con páginas crujientes y rígidas impresas en fuentes clásicas que no tienen las letras W ni J.

21. Las Autobiografías de Pasifae y Semíramis
Un tomo de pornografía. Volumen ennegrecido y muy hojeado, sus ilustraciones dejan muy poca ambigüedad respecto de su contenido. El libro está encuadernado en piel de becerro negro con tapas de plomo dañadas. Las páginas son verdigrises y están salpicadas de un polvo verde y gomoso, cabellos negros y rizados y manchas de sangre y otras sustancias. El más sutil humo o vapor se eleva de sus páginas cuando el libro se abre, y siempre está tibio, como con el pequeño calor que se percibe en el yeso que se seca o en piedras planas tras de que el sol se ha puesto. Las páginas dejan manchas acídicas en los dedos y es aconsejable llevar guantes cuando se lee el volumen.

22. Un libro del movimiento
Este es un libro que en el nivel más simple describe cómo vuelan los pájaros y rompen las olas, cómo se forman las nubes y cómo caen las manzanas de los árboles. Describe cómo el ojo cambia de forma cuando mira grandes distancias, cómo crece el pelo de una barba, por qué el corazón late y los pulmones se hinchan involuntariamente y cómo la risa cambia la cara. En su nivel más complejo, explica cómo las ideas se persiguen unas a otras en la memoria y a dónde se va el pensamiento cuando ya no se le necesita. Está cubierto de duro cuero azul y, como siempre se está abriendo por su propia volición, está asegurado con dos tiras de cuero atadas fuertemente al lomo. De noche, golpea contra la estantería del librero y tiene que ser contenido con un peso de bronce. Una de sus secciones se llama “La danza de la naturaleza” y en ella, codificadas y explicadas con dibujos animados, están todas las posibilidades del cuerpo humano para bailar.

23. El Libro de los Juegos
Este es un libro de juegos de mesa en cantidades inagotables. El ajedrez es sólo uno entre mil juegos en este volumen, y ocupa meramente dos páginas, la 112 y la 113. El libro contiene juegos de mesa para jugar con fichas y dados, con cartas y banderas y pirámides en miniatura, pequeñas figuras de los dioses olímpicos, los vientos representados con cristal coloreado, profetas del Antiguo Testamento hechos de hueso, bustos romanos, los océanos del mundo, animales exóticos, piezas de coral, querubines de oro, monedas de plata y trozos de hígado. Los juegos de mesa contenidos en el libro abarcan tantas situaciones como experiencias posibles. Hay juegos de muerte, resurrección, amor, paz, hambruna, crueldad sexual, astronomía, la cábala, el arte de gobernar, las estrellas, la destrucción, el futuro, la fenomenología, magia, retribución, semántica, evolución. Hay tableros con triángulos rojos y negros, diamantes grises y azules, páginas de texto, diagramas del cerebro, alfombras árabes; tableros con la forma de las constelaciones, animales, mapas, viajes al Infierno y viajes al Cielo.

24. Treinta y seis obras de teatro
Este es un grueso volumen impreso, con la fecha 1623. Todas las obras, treinta y seis, están allí salvo una: la primera. Diecinueve páginas se han dejado en blanco para su inclusión. La obra faltante se llama La tempestad. La colección, hecha en tamaño de folio, está modestamente encuadernada en lino color verde apagado, con cubiertas de cartulina, y las iniciales del autor están grabadas en relieve con letras doradas: W. S.

Un fotograma de Los libros de Próspero (fuente)
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Silencio, por favor, silencio

A principios de enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante de autoras y autores de cinco países, y en él varias personas interesadas en el cuento, cuyo trabajo quedará representado aquí en los meses por venir. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      Luego de Yeni Rueda López y Ruy Feben viene Enrique Urbina (Ciudad de México, 1993). Licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Iberoamericana, ha publicado el poemario Aquí el silencio no descansa y la plaquette de cuento Raíces. Textos suyos han aparecido en medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, el sitio del Centro de Cultura Digital, Penumbria, Axxón, etcétera. Actualmente es editor de la sección #Intervenciones de la revista Vozed.
      «Silencio, por favor, silencio», que se publica aquí por primera vez, es una narración weird que, incluso después de romper la apariencia de normalidad de su mundo narrado, podría parecer rutinaria: otra historia de fuerzas extrañas que invaden en un mundo aparentemente racional. Pero la ruptura que propone va más allá: en vez de «suplementar» las reglas de la vida diaria con las de un mundo especial o mágico, el cuento se niega, de plano, a explicar lo que sucede a sus personajes, a reducirlo a una lógica evidente. Y esto nos deja, al leer, en un terreno movedizo, inquietante, especial.

SILENCIO, POR FAVOR, SILENCIO
Enrique Urbina

Otra vez no hizo la tarea. Diego no es así. Diego no es el niño que no habla. Que está cabizbajo. Que se aparta de los demás. Está aislado consigo mismo. Ya no ríe. No hace nada. Sólo piensa. Pero en otras cosas que no tienen que ver con la escuela. Es desesperante. Ni siquiera abre los libros que leen en clase. Y si le preguntas algo para atraer su atención, no sabe. Ni siquiera se molesta en inventar algo, como lo haría otro niño. Sólo levanta los hombros y rehuye a las miradas de sus compañeros que lo juzgan, lo señalan, murmuran sobre él cuando antes lo respetaban. Por eso no lo regañas. No es su culpa. Algo tiene. Piensas en sus padres, gente de alta sociedad, respetables, siempre formales, a quienes viste una vez al inicio de curso: la madre es una investigadora famosa. Su hijo se parece a ella: tiene el cabello muy negro y una piel que se debate entre el amarillo y el blanco. Su padre no trabaja. Dicen, te han dicho, que heredó mucho dinero. A él lo ves más seguido. Es duro. Es serio. Le exige, le exigía mucho a su hijo. Por eso es más extraño el comportamiento de Diego. Nunca se lo permitirían. Los Kether son una familia muy conocida y muy renombrada y algo temida en el pueblo. Nunca se lo permitirían.
       A la hora del recreo, le pides a Diego que se quede unos minutos contigo para platicar. Los demás corren, se alejan de él con gritos y risas. Diego está serio. No te quiere mirar. No se mueve de su lugar. Cruza los brazos y recuesta su cabeza en ellos como si no le importara lo que tienes que decir. Pero sabes que sí lo hace. Diego siempre pone atención en lo que tienes que decir.
       —Diego, otra vez no hiciste la tarea Ya te lo he perdonado varias veces porque no eras… eres así. Ponte al corriente. Esto ya está bajando tu calificación y, si no le echas ganas, vas a reprobar el examen. No falta tanto —dices.
       —Si, miss Katia.
       —Diego, ponme atención, por favor —dices levantando la voz—. Me preocupas. ¿Todo bien en casa? Si necesitas hablar, aquí estoy. Dímelo, en serio.
       —Sí, miss —dice y luego intenta decir otra cosa; abre la boca y gesticula, pero no se decide por ninguna palabra y calla.
       —Diego —le digo mientras le quitas los brazos del escritorio y lo obligas a verte.
       —¿Sí? —dice y abre la boca de nuevo y boquea como si fuera un pez ahogándose, pero no dice más.
       —¿Qué pasa?
       —Nada, miss, ya voy a…
       —… ¿no quieres salir a jugar?
       —Hoy no, miss.
       Hay niños a los que no les gusta salir a jugar con los demás, niños que prefieren quedarse en la fría comodidad de los salones, donde el silencio vive por unos minutos. Pero Diego no es uno de ellos.
       —No puedes quedarte, Diego. Necesito que salgas a jugar.
       El niño se levanta sin decir nada, sin mirarte y sale del salón. Llora. Es la última vez que hablarás con él.
      
      Buscas otras alternativas antes de llamar a sus padres. Porque llamar a sus padres es manchar su historial. En la escuela, esa no es una buena señal del desarrollo del alumno. Y Diego va, Diego iba perfecto. Así que primero insistes. Diario, varias veces al día, le preguntas si está bien. Él asiente, pero calla. Y calla. Sigue callado. Sus compañeros parecen ya no darse cuenta de su presencia, como si nunca hubiera ido a ese escuela, como si nunca hubiera sido un niño que a muchos niños les hubiera gustado haber sido.
       Un día que Diego no va a la escuela, hablas con Ricardo, un niño pequeño, no tan inteligente como el otro, pero sí muy audaz y, sobre todo, gracioso. El payasito del grupo. También el mejor amigo de Diego.
      —Estoy muy preocupada por Diego, Ricardo. ¿Sabes por qué ha estado así las últimas semanas?
      —No, miss, yo ahorita ni le hablo —dice Ricardo tratando de ocultar su tristeza, de mostrarse maduro ante ti —. Yo creo que ya ni es mi amigo.
       —¿Por qué?
       —Antes de que dejara de jugar en el recreo conmigo y con los demás; todavía antes de que usted lo empezara a regañar, varias veces vi cómo, cuando llegábamos a la escuela, se bajaba del coche de su papá con los ojos rojos, rojos. Y su papá, mientras, le gritaba quién sabe qué cosas que él no quería hacer caso. Tenía cara de enojado, pero triste, también.
       —¿No le preguntaste qué le pasó?
       —La primera vez, no. Me daba pena. Su papá siempre lo trataba bien y a mí también. Se reía mucho conmigo. Y por eso me dio miedo cuando lo vi así. A su papá. Nunca lo había visto así. Ni siquiera a Diego, que a a veces se enojaba porque perdía en el fut o algo, pero no tanto para llorar. Ya cuando pasó como tres veces más, ya le pregunté. Y desde ese momento ya no nos hablamos porque ya no somos amigos. Aunque extraño platicar y jugar con él, la verdad.
       —¿Qué te dijo?
       —Al principio que nada, que estaba bien, que su mamá estaba haciendo un experimento y no lo dejaba dormir. Pero yo insistí porque le dije que uno no llora por no haber dormido, que se me hacía más que era porque su papá le gritaba. Él me dijo que yo estaba mintiendo, que él no llora por nada. Luego se enojó y me dijo que su vida me valía y que no me metiera en lo que no me importaba, aunque claramente me importaba. Ahí me empujó y, como yo no me dejo, lo empujé y le dije que me dijera por qué estaba de esa forma o no lo iba a dejar en paz. Entonces pasó algo raro….
       Ricardo se detiene. Mira a su alrededor como si estuviera a punto de decir una mentira, como si la estuviera inventando.
       —Le prometo que no estoy mintiendo, miss —dice Ricardo como ya lo estuvieras juzgando, como si desde el principio lo hubieras reprochado por su relato.
       —Yo sé que no, Ricky, ¿por qué lo harías?
       —Es que Diego. Es que Diego empezó a llorar y a gritarme. Seguramente me dijo cosas que yo jamás le diría a un amigo. Menos a él.
       —¿Cómo que seguramente?
       —Pues. Es que yo no le estoy mintiendo.
       —Ricardo, ¿qué pasó?
       —No sé, miss. Diego abría mucho la boca y las venas del cuello se le salieron, pero ningún ruido salió de él. Una como tos, creo, pero ya no me acuerdo. Y yo pensé que escuchaba mal o que estaba bromeando. Pero su cara estaba llena de lágrimas. Le dije que hablara y se enojó más y me empujó y obviamente yo lo empujé y casi nos agarramos a golpes de no ser porque él se fue corriendo. Luego me dejó una nota en mi mochila que encontré hasta que llegué a mi casa. La nota decía que ya no éramos amigos y que no le volviera a hablar nunca. Como yo también estaba enojado, ya no le dije nada. Pero también ya no le dije nada porque me daba miedo de que le hablara y él volviera a abrir la boca y no escuchara nada o saliera nada de ella.

Desde el primer día que conociste a Diego, desde los primeros minutos, nunca pensaste que harías lo que haces en ese momento: escribir un citatorio para los padres. Lo escribes frente a la directora de la primaria. Golpea la mesa con sus uñas. Está furiosa. Aún te repite entre dientes lo que te dijo y te repitió mientras tú le explicabas la situación: que la familia de Diego era muy respetada, muy de bien, y tú no tenías ningún derecho en molestarlos, que si el niño estaba teniendo problemas en la escuela, era por la edad, porque a esa edad los niños cambian, se forma, descubren el mundo. Tú le insististe que exactamente por eso te preocupaba, porque Diego no quería descubrir al mundo; parecía, más bien, que se estaba alejando de él. Parecía encerrado la última vez que hablaste con él porque de plano ya ni lo has visto. Ya no va a la escuela desde hace unos días y lo peor es que no te diste cuenta hasta después. Esto claro que no se lo dices, pero es de lo que más te preocupa. Porque tú has estado atenta a él y que se te olvidara por completo, como si su misma presencia se desvaneciera de la memoria del mundo, te preocupa, te preocupas. Tienes miedo sobre todo de ti misma. La directora aceptó no sin antes amenazarte con que si los padres se molestaban o metían alguna queja porque el colegio estaba tratando inadecuadamente a su hijo, tú serías la total responsable. Y tú aceptaste porque sabes que eres tú o el niño que se pierde en lo que sea que le está pasando, que parece estar desapareciendo.
       Citas a los padres tres días después, después de clases. Minutos antes, estás nerviosa. Te arreglas demasiado, como si fuera tu primer día en el trabajo. Estás en tu salón, el mismo donde hablaste con Diego y con Ricardo, el mismo donde ha sucedido todo.
      Piensas en lo que le dirás al padre de Diego, quien seguramente será el que vaya al citatorio, quien llegará sólo con la intención de amedrentar, de gritar. O peor; de decir que no sucede nada, que todo está bien, para después gritarle a Diego a solas. Le dirás que sabes de sus gritos, del llanto de su hijo y que estás muy preocupada. Muy preocupada.
       Tocan la puerta del salón. Dices en voz alta, en voz más grave que tu tono normal, en voz segura, que pasen. Entra una niña. No tiene uniforme; usa un pants sucio y trae el cabello suelto. Es bonita. Se parece a Diego.
       —Buenas tardes. ¿Usted es la maestra de Diego? —dice con una voz ronca, como si hubiera gritado mucho, como si estuviera enferma.
       —Sí. ¿Tú quién eres? —dices.
       —Soy su hermana —dice la niña con su voz como si llevara mucho tiempo sin hablar, como si le costara trabajo hacerlo —. Me llamo Jimena.
       Jimena camina hacia ti por fin, pero con miedo, como si fueras un animal del zoológico que se ha escapado.
       —Cité a tu mamá y a tu papá, Jimena, ¿dónde están?
       —Le piden disculpas. Tuvieron otros compromisos —dice mientras se sienta frente a ti. Tiene unas ojeras que casi son otros ojos —. ¿Qué pasa con Diego, miss?
       Ni siquiera escuchas su pregunta porque estás perdida en ella, la niña, en su cansancio, en su voz ronca y fea, en algo que parece que ves, pero no. Es como un aura, una impresión que queda en los ojos después de mirar algo fijamente durante mucho tiempo y voltear hacia otro lado repentinamente.
       —¿Qué edad tienes, Jimena?
       —15. ¿Por qué?
       Porque parece que ha vivido más. Mucho más.
       Ha vivido mucho más que tú.
       Y no lo dice. No puede decirlo a pesar de que lo sigue viviendo. A pesar de que está cerca de ella. En casa. Y tiene que callarlo. Está amenazada. Está cansada de tanta amenaza, de tanta tensión. No quiere estar ahí. No quiere verte a los ojos. Se siente avergonzada de verse así. Porque no es tonta: descubre tu reacción aunque es mínima. Y se da pena. Piensa en sus padres. Piensa en Diego.
       Le das las gracias por presentarse, le mandas saludos a Diego y le pides que le diga a su madre y a su padre que, por favor, los cuiden mucho porque son muy buenos hijos. Jimena asiente.
       Te quedas sola en el salón. Sabes qué hacer. Cuál es el siguiente paso: ir a su casa. Ver que sucede. Mirar. Y encarar a sus padres. Te costará caro. Pero este niño. Ese niño. Está sufriendo. Y si lo dejas, nunca, nunca te lo perdonarías. Nunca en tu vida. Por eso buscarás los archivos personales de Diego, donde está la dirección de su casa e irás y verás qué sucede. Los vas a buscar en ese momento y no te irás hasta encontrarlos. Los encontrarás.
       Vas con la directora para pedirle la dirección de Diego. Sólo ella la tiene. Sabes, por comentarios de niños y de padres y otros maestros, que esa familia ha sido muy hermética en cuanto a su vida personal. La fama y dinero los tiene encerrados. Seguramente entenderá después de que le cuentes lo de su hermana. Está teniendo una llamada telefónica, pero pide permiso a su interlocutor para colgar y hablar contigo. Te pregunta qué sucedió y tú le explicas de la forma más dramática para que no dude en darte la información que necesitas. Cuando terminas, ella ni siquiera te mira. Tamborilea los dedos y se muerde una uña de la otra mano. Te niega la información. Te dice que cada quien tiene sus problemas y no te incumben. Tú le insistes, le aseguras que es un asunto delicado, peligroso. Y te dices a ti misma que tienes que plantarte y no moverte. Pero ella se niega y se niega hasta que se desespera y se levanta de sus silla y mueve las plumas y las esculturas que tiene sobre su mesa y te señala y te amenaza con que menciones una vez más el asunto para que fueras remitida con el departamento de Recursos Humanos. Y tú no puedes hacer nada más que salir callada, con la mandíbula tensa y la certeza de que te quedarás sin trabajo más pronto de lo que pensabas.
      Cuando regresas a tu salón, Ricardo llega antes de que suene la campana del fin del recreo.
      —A nadie le cae bien la directora, miss —dice Ricardo con una complicidad que, por tu derrota, te molesta —. Le gritó muy feo y no se lo merecía.
      —Son cosas de maestros, Ricardo. —dices.
      —Yo sé que hablaban sobre Diego porque vi cuando llegó Jimena. Pobre Jimena. No me caía muy bien porque siempre nos hacía cosas y nos molestaba, pero sí estaba muy diferente. Muy mal. Y luego usted fue con la directora y se escucharon sus gritos. No se preocupe por lo de Diego. Yo sé dónde vive. Sólo yo lo sé de entre todos los compañeros porque era mi mejor amigo. Y lo extraño. Ojalá pueda ayudarlo.
      
      Para tu sorpresa, la casa de Diego y su familia no está tan lejos como pensabas. Aunque sí está alejada. Está en la frontera de la ciudad, donde casi no hay edificios y sí mucho campo abierto, muchos árboles, muchas calles sin nombre para que los empresarios o delincuentes o quienes tuvieran suficiente dinero como para comprar unas hectáreas, pudieran vivir sin ser molestados.
       El taxi te deja en los límites de sus terrenos. No hay rejas ni muros, sólo un camino enmarcado por piedras que llevan hasta la puerta principal. El taxi se va y te deja sola. No te mueves. No caminas. Vuelves a preguntarte por qué llegas tan lejos por un niño, por qué estás dispuesta a arriesgar tanto. Hay muchos más niños como él. Es más: hay niños con menos, niños en una peor situación, pero con mejores maneras de ocultarla. Es eso: que ni Diego ni Jimena pueden esconder el horror que llevan en el cuerpo como una marca de peste, una marca de que han sido tocados por algo peor que lo peor que podían pensar, o incluso lo que tú puedes pensar. Y eso quieres ver: lo que no te imaginas. Porque te puedes imaginar muchas cosas. Pero hay una pregunta que te palpita: ¿y si es algo más?
       Tocas a la puerta.
       —¡Voy! —se escucha decir una voz de hombre desde el otro lado.
       Unos pasos se acercan y se abre la puerta. Es el padre de los niños. Esperas un insulto y un portazo, pero al contrario, te sonríe. Te habla cona amabilidad.
       —Buenas tardes, señorita.
       —Buenas tardes, señor Kether, soy Katia Palomo, maestra de Diego en la primaria.
       —¡Maestra! ¿Cómo pude olvidarla? ¿Qué se le ofrece?
       —Vine porque me preocupan sus hijos, señor Kether, específicamente Dieguito. Su rendimiento en clases ha bajado mucho y, como seguramente sabe, ya tiene varios días que no se presenta. La situación me parece rara porque…
       —Ay, qué pena, maestra. Sí. Diego ha faltado porque se enfermó, pero ya pronto se va a poner bien. Le hablaría en este momento, pero en serio está muy malo, el pobre. No puede ni hablar.
       Tú tampoco. Y no contestas. El hombre ríe.
       —¡Qué vergüenza, maestra! La tengo aquí en la entrada de la casa como si fuera una policía. Pase, mejor. Así platicamos mejor sobre Diego porque me interesa mucho su futuro. Sí, me interesa.
       Te da el paso y entras. La casa huele bien. Está limpia. Está llena de esculturas de dos tipos: abstractas, como asteroides, y estatuas de niños orientales con el dedo de la mano izquierda sobre sus labios indicando guardar silencio. Llegan a la sala. Te sientas en un sillón muy cómodo. Te sirve un café y te dice que es de una cosecha especial que le envían a su familia por ser amigos del cafetalero. No te importa, pero le sigues la plática un poco. Te le muestras amable y él aún más. Casi se te olvida que, cuando lo conociste hace meses, su personalidad era exactamente opuesta a la de ahora. Pero se porta tan bien. Casi se te olvida tu preocupación, excepto porque, aparte de sus tazas y sus voces, en la casa no se escucha nada más. Nada más. Así que en un breve, muy breve momento en que ninguno de los dos dice nada, aprovechas para encaminar la conversación a donde debió haber estado desde un principio.
       —Señor Kether, regresando a lo de Diego, uno de sus compañeros me dijo que lo vio a usted discutiendo muy fuerte con su hijo. En verdad esta situación me interesa. Por favor me gustaría ser de su ayuda en lo posible.
       —Oh, no, no. No era nada. Ya sabe. Uno como padre siempre peleará con sus hijos, pero fue algo que se resolvió pronto. Lo resolvimos juntos y ya no hubo problemas.
       —Y otra cosa, ¿su esposa no se encuentra? ¿Ella sabe de lo que pasa con Diego?
       —Sí, claro. Justamente está con Diego. Le está haciendo un tratamiento para su enfermedad.
       —Pero su esposa no es médico, ¿o sí? —dices y notas una molestia en el rostro del hombre.
       —En efecto, no lo es, pero este es un tratamiento especial y nuevo que ella diseñó —dice y como si lo invocara, la casa se estremece. Apenas, pero suficiente como para que tu taza de café que estaba al borde de la mesa caiga y choque contra el suelo de madera y se rompa.
      Solo que nada se escucha del golpe. El hombre te mira como si nada hubiera pasado.
      —¿Puedo ver a Diego?
      —Claro que sí. Sólo que le digo que está muy enfermo.
      —No tengo problemas.
      El cuarto de Diego está al fondo de la casa. El cuarto es grande, lleno de juguetes y diplomas y trofeos. Diego está en su cama. Duerme y está pálido. No parece tener más que un resfriado. A ti todo eso te parece una farsa. Su madre está junto a él. Usa un cubrebocas que le cubre la mitad de la cara y el cuello. Te mira. Pero no dice nada. Te asiente como para saludar y después se lleva su dedo índice a donde debería estar su boca en señal de que guardes silencio. Luego escribe en un bloc de notas. Te lo muestra orgullosa como si fuera una niña mostrando buenas calificaciones a sus padres. Lo que lees no te hace sentido, pero sí. En realidad sí. Eso explica el silencio total pero paulatino del niño. Vas a decir algo, pero el padre te toma del hombro y te guía fuera del cuarto. Antes de que el hombre cierre la puerta detrás de ti, alcanzas a ver a la madre ya sin cubrebocas inclinándose sobre Diego. Él abre la boca y habla y ríe y grita y susurra y se queja y hace todos los ruidos de su cuerpo al mismo tiempo.
      La madre no tiene boca ni cuello. Ni piel en ellos. Ni nada.
       Te despides del padre y te vas. Te vas caminando. Detrás de ti, sientes algo. Es Jimena, quien te mira desde una ventana. Te arroja algo. Cae junto a ti. Es su celular. Lo recoges y lo guardas Abre la boca. A pesar de la distancia, ves que en lugar de dientes, tiene dedos índices.
      De regreso, estás mareada. Caminas. No dejas de pensar en la familia. En toda. También en las notas de la madre: “Diego al mínimo de sonidos. Garganta totalmente rancia. Confirmar si órganos aún funcionan. Tal vez dos sesiones más para dejarlo vacío y convertirlo en buen huésped como Jimena”.
      Pero lo peor eres tú. Eres tú ante esa familia. El padre fue cínico, se divertía. Quizás ya sabía que los visitarías. Y la madre no tuvo problemas en mostrarse ante ti porque es claro que quería que tuvieras un vistazo de ella. Lo peor eres tú porque el niño, lo sabes, está perdido. No tiene salvación. Eso es lo peor: que tú no eres nadie para combatir ese silencio total que tenía unos fines sobrenaturales o no, no importa. Y eso es lo que te mostraron los Kether. Por eso la directora intentó que no fueras con ellos. No era enemiga después de todo. Era como tú: condenada a la derrota.

Han pasado varios días y todo está igual. Todo está igual. La gente camina por las calles y se ríe y se molesta y vive. ¿Cómo puede todo seguir funcionando como si nada? Te llega un pensamiento que te cuesta aceptar: el horror no detiene al mundo; al contrario, lo mantiene vivo. Pero no a las personas. No a ti, que ya no regresaste a la escuela, que apenas sales, que apenas duermes, apenas comes. Que tienes aún muchas preguntas, que tienes la puerta para responderlas, pero tienes miedo de tocarla: el celular de Jimena. Al principio pensaste en romperlo para evitar que te llamaran, pero no lo hiciste y ellos tampoco. Luego te prometiste perderlo, dejarlo en algún lado, pero eso hubiera implicado volverte responsable de la revelación a alguien más. Y entonces lo guardaste como un secreto puerco, como si fuera la evidencia de una doble vida tuya. Hasta que, como un corazón delator, su presencia oculta te fue insoportable y ahora lo tienes frente a ti, con la pantalla encendida y cuarteada, en donde se ve a Jimena sonriendo y abrazándose con unas amigas, como si fuera una niña normal, como si nunca le hubiera sucedido nada. Es como ver la foto de una muerta. Tal vez sí lo es.
      Arrepintiéndote, pero sin dejar de hacerlo, tomas el celular y lo desbloqueas. La niña quería eso porque no tenía ningún código de seguridad. Entrecierras los ojos para que lo que se oculta en ese aparato no te tome por sorpresa. Primero buscas en sus fotos. Son cientos. Casi todas son iguales: selfies, comida, paisajes, más fotos con amigas y uno que otro muchacho de su edad. Te sientes hasta culpable, como si hubieras robado el celular y ahora te estuvieras entrometiendo en la vida de alguien sin su permiso. En la vida de una niña. Pero sabes que hay algo. Por algo lo tienes. Por algo te lo dio. Y lo buscas porque qué tal que es lo que necesitas para realmente ser de ayuda…
      Son los videos. Son los videos. Pero no son de ayuda. Sólo muestran. Son tres. En el primero, Jimena aún se ve normal, saludable. Es de noche. Mira a la cámara y se lleva el dedo índice a los labios. Sale de su cuarto y camina por la casa hasta llegar a un estudio que no viste cuando estuviste ahí. En él se encuentra su madre. Está de espaldas a ella, en medio de varias esculturas sin forma como las que plagaban la casa. Dice un mantra hasta que se queda sin aire y abre los brazos a los lados y exhala tan fuerte y tanto tiempo que parece que se desinflará.
      Algo toma a Jimena por detrás. Es su padre. La golpea y la regaña. La madre, en una voz ronca, le dice que deben comenzar ya que Jimena ya está ahí porque es muy probable que sea un designio de Hoor-par-kraat, o algo así crees escuchar. El video se corta, pero no porque su padre apague el celular o algo. Parece más bien una edición deliberada.
      En el segundo video, Jimena se ve más desgastada. Voltea varias veces hacia la puerta de su cuarto. Acomoda su celular en un estante y regresa a su cama. Sus padres entran. Ambos están vestidos con túnicas de colores que parecen estar cambiando constantemente. Su madre trae un bloc parecido al que te mostró. Su padre se abalanza sobre Jimena y la ata de pies y manos. Luego pone una soga junto a su cuello y la jala mientras ella está en su cama acostada. Comienza a ahogarse. Pero no es suficiente para matarla. Mientras esto sucede, su madre se quita la túnica. Está desnuda. Las venas y arterias del cuello están negras, podridas. Dice muchas cosas, pero de nuevo sólo alcanzas a entender una frase, o una palabra. Hoor-par-kraat.
      En el tercer video sólo es Jimena mirando a la cámara, aguantándose la risa. Detrás se escucha a Diego gimiendo, llorando, diciendo que no quiere. Al final, sale un símbolo que no entiendes. Es una pintura de un niño en cuclillas, sobre una flor de loto. El niño tiene el dedo índice de la mano derecha sobre su boca.
      Una llamada llega al celular. Es la directora. Le cuelgas antes de que diga algo, pero el celular no funciona y continúas escuchando su voz
      —El problema, Katia, es que tú nunca estuviste dispuesta a aprender. Pudiste haber callado, como debías. Pero fuiste más allá —dice la directora. Arrojas el celular contra la pared y escuchas cómo se rompe, pero la voz sigue sonando. Y más fuerte, más cerca, como si se estuviera materializando junto a ti —. Querías ir más allá. Eso es lo que siempre quisiste con Diego. No salvarlo ni ayudarlo. Querías ver, ser testigo de lo que le sucedía —tú te repites que no es cierto mientras buscas de dónde sale su voz maldita —. Pero eres suertuda, Katia. Sigues teniendo suerte. Tienes una oportunidad más. De salvarte y de cuidar de Diego. Ven, sal.
      Sales porque no hay otra opción. Porque estás entre la fascinación absoluta y el terror total. Esto no puede estar pasando, pero pasa. ¿Cuántas personas han pensado lo mismo antes de morir o que les sucedan cosas peores?
       Afuera, te esperan la directora y los Kether. El padre te sonríe, la madre tiene una bufanda que ondea en el área de su garganta. Jimena te mira feliz y emocionada. Tú, ingenua, creías que quería que la salvaras, pero era como los demás: quería que supieras.
      Diego también está ahí. Viene de la mano de su madre. Se ve como era antes: con energía, feliz, despierto.
      —Donde tú estás, yo estuve —te dice la directora —. Pero tú puedes tener más privilegios.
      —Somos uno, somos muchos, miss Katia —dice Diego con una voz normal, con un tono normal..
      —Tiene razón, maestra —dice el padre —. Esto con Jime y Diego fue sólo una prueba… científica. Pero para lograr nuestro sueño, que también puede ser el suyo, nos faltan muchos más. Noventa y uno y el avatar estará completo. Lo que queremos es…
      —Que me cuide y nos procure con más—dice Diego.
      —Que nos cuide y nos procure con más —dice Jimena y alcanzas a ver que algo quiere salir de su boca.
      —Que nos enseñe este mundo —dice Diego.
      —Sería prácticamente lo mismo que haces ahora, Katia —dice la directora —. Sólo que con ellos. Sólo con ellos.
      —Ellos, él la eligió, maestra Katia, por eso sigue aquí —dice el padre —. Viva.
      Titubeas. ¿Qué decir? ¿Cómo hablar ante esa situación? No hay nada que hacer en una historia donde sólo eras una herramienta y no la protagonista. Porque no te venían a invitar. Venían por ti. Sólo esperaban a que vieras el video, a que supieras con quién tratarías. Callas, por eso. Te entienden.
      Todos celebran.
      
      Un mes después, regresas a la escuela. Estás mejor. Ahora vives en casa de los Kether. Tienes que enseñarle a los niños, a los nuevos niños, al Niño, todo sobre la realidad, sobre esa época que viven. Tú también has aprendido, sabes más, sobre ellos. Has visto cosas terribles, cosas que al principio no tenían forma ni orden ni razón de ser, pero ahora estás mejor. Estás mejor. Y estarás aún mejor cuando toda la misión, el ritual, sea completado. A través de las medicinas y los cantos que la señora Kether descubrió y que el señor Kether te enseñó, has sabido sobrellevar el estrés mental. El horror ya no es horror, sino rutina.
       Los alumnos se sorprenden. Se portan demasiado bien. Temen la normalidad con la que los tratas después de tu repentina ausencia. El mismo Ricardo, quien a veces era imposible de callar, no dice nada. Te mira con sospecha, eso sí. Al final de la clase, se acerca contigo.
       —Estábamos muy preocupados por usted, miss. Y yo más. Pensé que le había pasado algo —dice Ricardo.
       —No, Ricky, todo estuvo bien. De hecho, fuiste de mucha ayuda.. Te lo agradezco —dices mintiendo y no.
       —¿Pero por qué se fue tanto tiempo? ¿Qué le pasó a Diego? —dice Ricardo.
       —De eso quería hablar contigo, pero te me adelantaste. Diego estuvo un poco enfermo, pero ahora ya está bien. He faltado porque sus papás y la directora me pidieron que le repusiera todo lo que se perdió. Y más. Digamos que ahora tendrá escuela en casa.
      —¿O sea que ya no tendrá que venir? ¡Qué envidia! Pero al mismo tiempo, no me gusta, porque ya no lo veré. Y la verdad, quería pedirle perdón.
      Lo que sigue te cuesta trabajo porque aún hay en ti resistencia al vórtice donde te encuentras. Pero tiene que suceder y sucederá muchas veces. Muchas. Y en cada una te costará menos trabajo hacerlo.
      —Diario tengo que ir con él saliendo de la escuela. ¿Qué te parece si me acompañas para que le puedas pedir perdón? Es más, toma la clase con él y, si te gusta, hablo con tu mamá para que tampoco ya tengas que venir.
      —¿En serio, miss? ¿Sí podría? —dice emocionado.
      —Claro que sí, Ricky. Sólo te pido una cosa —dices mientras te llevas el dedo índice a la boca —, que mantengas silencio sobre esto. No digas nada. No hables.
      —¡Lo prometo!

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Prófugos

A principios de enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante de autoras y autores de cinco países, y en él varias personas interesadas en el cuento, cuyo trabajo quedará representado aquí en los meses por venir. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      Luego de Yeni Rueda López, viene el mexicano Ruy Feben (Ciudad de México, 1982), quien es autor de los libros de cuentos Malebolge (2018) y Vórtices viles (2012), el cual obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2012. Ha publicado relatos y ensayos en antologías como Historias de malta (2018), Te guardé una bala (2015), Emergencias: cuentos mexicanos de jóvenes talentos (2014) e Hic Svnt Dracones (2013), y en revistas y suplementos culturales como La Peste, Guardagujas y Los Bárbaros.
      «Prófugos» es una narración que juega no con uno, ni dos, sino con tres subgéneros populares de la narrativa nacional al mismo tiempo: la autoficción, la historia apocalíptica y las anécdotas de mexicanos en el extranjero. Lo hace con humor, por supuesto, y también crea una atmósfera cercana, entrañable, para su fin del mundo.

Ruy Feben (foto provista por el autor)

PRÓFUGOS
Ruy Feben

Lo vemos sobre Gorriti, primero lejos, una farola descompuesta, y luego cada vez más nocturno: las rayas de su remera, los shorts pelados de mezclilla, la gorra postergando una planicie imposible. Finalmente: los ojos, demasiado certeros sobre el rostro de Carlota. A mí parece no percibirme: otro ser de sangre caliente en medio de la canícula del verano bonaerense. Como si fuera yo apenas un aliento, la sensación de una extremidad ausente.
      Es el último ser humano que vemos. Fuera de nosotros, por supuesto: a partir de ahora, nosotros seremos el mundo, y como tal seremos inevitables y terribles.
      No sabíamos que eso sucedería con el año nuevo, claro: no teníamos manera de saberlo. Acaso le hubiéramos hablado a este personaje fortuito, le hubiésemos dicho lo poco que hemos descubierto en los lustros de la vida normal y anodina que para nosotros lo ha sido todo; le hubiésemos pedido favores o apurado una explicación. Nos hemos reprochado mil veces ese instante, imaginando escenarios diversos: que lo seguimos hasta donde iba, seguramente con otros seres humanos y acaso con algunos perros, acaso al sitio donde hoy todos se esconden o donde todos entonces murieron; que lo llevamos como anzuelo para lo que sea que viene con este año; que lo encaramos, que lo golpeamos, que lo comemos. Hemos imaginado con él toda clase de violencias y de cariños: todas las formas que tiene la añoranza.
      Pero nada de eso importa: son puras imaginerías, e imaginar no hace más que recordarnos que estamos solos. En una ciudad extraña y salvaje de todas las maneras posibles, solos, sin el reproche fundamental que son los demás seres humanos.

***

Las primeras horas son como todas las que siguen de cerca a un desastre: caminamos solos por la calle de Gallo, bajo la primera madrugada del año joven. La ausencia de autos nos parece predecible y hasta deseable; igual los nulos peatones, que nos permiten andar en año nuevo como si el mundo fuera también nuevo. Por costumbre nos detenemos en los semáforos, que no remedian ningún accidente.
      Pasamos las pocas cuadras entre Gorriti y el alojamiento sin pensar en aquel muchacho que nos vio con los últimos ojos de la especie.
      —¿Cuáles son tus propósitos de año nuevo?
      —Equilibrar mejor mis tiempos. Comprender mejor lo que quiero de mi futuro. Escribir.
      Un fuego artificial revienta la pupila nocturna.
      —A ver, escribe desde ahora: ¿qué fue ese fuego artificial?
      —Una bomba: Buenos Aires desaparece dentro de pocos segundos con nosotros calcinados en medio. No tenemos oportunidad de realizar nada de lo que esperábamos para 2019. Fin del relato y fin del mundo.
      Carlota se petrifica. Es el primer juego del año: me observa con una cara que, en el peor de los casos, podría servirnos a ambos de salida de emergencia, si todo de verdad se derrumba. Pero la conozco: sé que algo hay de temor genuino detrás de esa cara.
      Sé que por un instante teme la horda de soldados listos para la hecatombe.
      No llegan los soldados. Una alarma suena lejanísima. De un balcón salta una fiesta interminable, una gruesa capa de música que arropa la madrugada.
      Y nosotros caminamos así a la cama, calurosa como caldo mitocondrial.

***

El hambre nos despierta después de las 11. El balconcito de la recámara da a la misma pared blanca de siempre, que anuncia el sol pero no lo delata.
      Nos calzamos veloces, nos decimos que ojalá exista algo abierto en el vasto mundo, de preferencia algo con milanesas y cerveza fría.
      Echamos a andar por Paraguay, un calor jurásico a cuestas, sobre la calle que se mece.
      —¿Tú crees que algo esté abierto? Por lo que veo, éstos no se mueven mucho en año nuevo.
      —Algo tiene que haber. ¿Qué pasa si necesitas pan o medicinas? La gente también se enferma en año nuevo…
      —La gente también muere en año nuevo, sin duda.
      Carlota ni siquiera me golpea el hombro como lo hubiese hecho cualquier otro día. No es miedo: es que la noche anterior apenas picamos unas papas feas.
      Subimos todo Paraguay hasta Callao.
      Ni un alma.
      Ni siquiera en las puertas grandes, entre cobijas y cartones: ni siquiera una de las muchas almas que se comportan como de segunda mano en Buenos Aires, la legión de pordioseros.
      Ni un al ma rondando la carroña del año recién terminado.
      Pero en ese momento es peor el hambre que las implicaciones metafísicas. Como no hay pizzería o parrilla con trazas de vida, entramos a un kiosko abierto, pero desatendido.
      Tomamos seis paquetes de frituras, llamamos al dependiente, primero con mexicanísima cortesía, luego a los gritos, como primates de la selva. Nada pasa: dejamos el dinero junto a la caja registradora, y caminamos un poco avergonzados rumbo al cementerio de la Recoleta, la única atracción de la ciudad que nos parece disponible en aquel día inmóvil.
      No nos animamos a entrar: nos da miedo empezar el año nuevo en un sitio lleno de muertos.

***

Ya con las chips y los Gatorades, el 1 de enero a solas no es tan malo. El calor nos asfixia, pero sentados en los jardincitos frente al cementerio, no es tan malo. Algún aire se cuela cada tanto, como voz rascando una garganta: algo parece moverse.
      —Sí es raro pasar año nuevo con este calor. No se siente año nuevo. Se siente como el último verano, repetido y con acentito.
      —O como si nos hubiéramos adelantado al próximo verano: un futuro distópico en el que todos conjugamos mal la segunda persona.
      —Por eso no hay nadie en la calle: estamos en el futuro, que todavía está deshabitado. La gente viene apenas, recogiendo al mundo, enrollándolo en cobijas de vocales alargadas.
      —Es en serio lo de ponerte a escribir más, ¿verdad?
      —¿Tan malo fue?
      —Digamos que te falta encerrarte unos días en silencio.

***

Cuando anochece nos parece extraña la ciudad solísima y nos hartan las chips y los sanguches envueltos en celofán. Hacemos lo que todo turista: culpamos a las malditas costumbres locales, incomprensibles y precarias, de algo que otrora podría resolverse facilísimo. ¿Por qué no le pagan doble a sus empleados para trabajar en feriado? ¿Será que nadie quiere trabajar en feriado? Claro, si son unos incompetentes, babosos, salvajes, mediocres. ¿Qué clase de mundo se atreve a vaciarse de gente así como así? ¿Qué clase de especie somos si no somos capaces de estar sobrios el uno de enero?
      Lo único que nos queda es esperar que la ciudad se componga el 2 de enero, como lo hacen todas las capitales del mundo desde inicios de los noventa. Sobre todo las capitales calurosas, donde no existe un pretexto.
      Es que, vaya: ¿no trabajar, con este clima más bien benevolente, aunque sea 1 de enero? ¿Es que no tienen ambición? ¿Qué clase de monstruos son éstos?
      Dormimos fatal: la dosis extra de sodio nos deja dando vueltas en la cama toda la noche.
      Yo tengo una pesadilla: que el calor y el hambre me hacen alucinar y, en una de tantas vueltas nocturnas, pienso a Carlota un pedazo de bife, y la muerdo, primero en la espalda y luego en las nalgas y en el cachete, la muerdo sin que ella grite: es, en efecto, un pedazo de carne con la forma de mi esposa. Cuando lo descubro, caigo en depresión dos meses que vivo veloz, aunque cada íntegro segundo, en el sueño; me recupero tomando pastillas y yendo a terapia, y finalmente abro un local de cárnicos a base de Carlota en una esquina disponible de Agüero. Le pongo a mi fiambrería así: Carnota. Me quedo a vivir en Buenos Aires, que ha vuelto a dejarse pulular la gente mal vestida, los buses ruidosos, los border collies.
      Despierto empapado, riendo, con náuseas: el aire acondicionado dejó de funcionar.

***

Es inútil llamar al que nos rentó el departamento. Inútil, inclusive, buscar a la conserje: no contesta cuando tocamos en el cuartito, ni siquiera cuando en uno de muchos golpes zafamos una bisagra de la puerta.
      —¿Tú viste alguna vez a la conserje?
      —El primer día, cuando fuiste a comprar no sé qué, me ayudó a matar una cucaracha que me encontré en el baño.
      Toco la puerta con mayor coraje: eso quiere decir que existe, y que seguro decidió alargar el año nuevo hasta el primer lunes, para el que aún falta todo el fin de semana.
      Carlota le tiene un pánico irracional a las cucarachas desde siempre. Una vez casi me manda al diablo por dejarle una de juguete en su buró. No me alarma que el primer día de estancia haya llamado a la conserje, sin conocerla, para matar a una intrusa.
      Y me arrepiento de no haberme alarmado de inmediato al pensar en cucarachas. Como bien nos lo han enseñado los documentales conspiranoicos de todas las cadenas de televisión, en una ciudad sin seres humanos, otras especies empiezan a competir por el dominio. Las minorías escapan rápido o mueren de maneras tristísimas: los pajaritos del asfalto se refugian en los bosques cercanos y en las cuevas, los perritos pug sucumben a su espantosa tragedia genética. La urbe ingrata les revela las fauces hediondas, y no les deja más opción que la retirada o la muerte. (¿Por cuál habrán optado todos los argentinos de Buenos Aires?)
      En cualquier ciudad de tamaño decente, son tres las especies que realmente se debatirán el dominio: las ratas, las palomas y las cucarachas.
      No lo sabemos, pero mientras llamamos a gritos a Lisa o Luisa o como sea que se llame la señora que limpia el edificio, las cucarachas han tenido tiempo para duplicarse bajo el suelo, a apenas centímetros de los enchanclados pies de Carlota.
      —¿Y qué te dijo cuando mató la cucaracha? ¿Ella está acá todo el tiempo, o…?
      —No dijo mucho: también les tiene miedo. La mató rápido y se fue asquea…
      Una arcada interrumpe a Carlota, que casi vomita el estómago vacío.

***

Pasamos esa mañana tocando en todas las puertas del edificio, y luego en los timbres de los edificios contiguos: comprobamos, antes de las 2 de la tarde del 2 de enero, que, al menos en la cuadra de Paraguay que va del 3000 al 3100, todos han desaparecido sin hacer ni puf.
      El aire acondicionado ya es lo que menos nos preocupa.
      —¿Qué vamos a hacer ahora? Tenemos efectivo para dos o tres bolsitas de papas más…
      —¿Papas? ¿Qué vamos a hacer con eso? No podemos comer papas toda la vida… ¿Y quién prepara las empanadas y las milanesas si no hay argentinos?
      —No exageres: tienen que volver en algún momento. Si fuera algo realmente grave, ya nos hubiéramos enterado. Además, en una semana sale nuestro vuelo y listo: volvemos a zona de homínidos normales.
      —¿Y si nadie aparece para entonces?
      Por primera vez se nos ocurre que eso es una posibilidad: que, no sólo de golpe, sino para siempre, la gente desaparezca del mundo. O los argentinos, que en este caso es lo mismo. Ponderamos que se trate de una de las cosas nacionalistas que a veces hacen y que les salen casi siempre bien: un Corralito existencial, de un Cacerolazo contra la insoportable carga de vivir siendo los más europeos de los latinoamericanos. Eso explicaría la falta de uruguayos en las calles (en los desastres pagan siempre justos por pecadores), pero no la de peruanos.
      “Andate a cagar, universo de mierda”: acaso el conjuro que a todos los mandó lejos de todo, al feliz multiverso que anida en la papada de Maradona.
      Pero no puede tratarse de otra cosa: ¿desde cuándo las hecatombes eligen dejar a dos turistas como únicos habitantes de una ciudad de cuadras interminables?
      Hollywood queda lejísimos (no el de Palermo, claro), incluso un poco más lejos que casa.
       —¿Cómo vamos a llegar al aeropuerto?
      Fue buscando cuánto se hace a pie de la Recoleta a Ezeiza que descubrimos nuestro peor miedo: internet tampoco está funcionando.

***

Hay miles de películas que describen lo que pasaría en un mundo sin personas; inclusive documentales que ponderan cuántas horas tardarían las raíces de los árboles urbanos en comerse las calles, en hacer de las neveras nidos de especies nuevas. Romancean con parvadas de palomas que mutan en una sociedad casi perfecta, a falta de predadores tecnócratas. Ponderan una salvación, un paraíso terrenal que se recupera a sí mismo.
      —¿De verdad la humanidad tiene que acabarse de tajo?
      —¿Quién dice que se acabó la humanidad? Hasta donde sabemos, sólo Buenos Aires está vacía. Es el sueño de muchos turistas, en realidad…
      —Típico: los turistas somos tan mensos, que incluso descubriremos tarde ese hot spot local que es la extinción.
      Estamos en el silloncito verde del alojamiento, con las ventanas abiertas. Es 3 de enero, y ya casi nada funciona. El aire acondicionado se tira pedos de vez en cuando, y es imposible repararlo: imposible buscar electricistas, plomeros, trazas de vida inteligente, sin internet. La sección amarilla desapareció hace siglos, inclusive en países salvajes como éste, y buscar por la calle algún servicio, a la antigua, es predeciblemente inútil.
      La caja de herramientas en el placard del alojamiento, en nuestras manos, es equivalente a una colonia de platelmintos con acceso a todas las claves de seguridad que existen en el FMI.
      No podemos comunicarnos con México: no hay línea telefónica, ni siquiera correo postal. Vaya: los barcos del puerto están detenidos, e incluso el vaivén del agua es de pronto pazguato, el río una anodina e interminable gelatina.
      Una gelatina de la que brota un pelaje que se llama mundo, que empieza a rugir.
      —¿Eso fue una cucaracha?
      Carlota señala bajo el escritorio polvoso y alza los pies. Yo no veo nada, ni siquiera pongo atención: trato de planear, en un mapa de papel que encontré en el librero, el mejor modo de llegar al aeropuerto.
      —Ruy, ¿qué vamos a hacer si esto se llena de cucarachas? Con la basura y el calor…
      —No sé. Supongo que ir al aeropuerto, tratar de llegar a tiempo al vuelo de regreso.
      —Pero tiene que haber una manera más fácil. No puede ser que toda la ciudad esté vacía. Tiene que haber alguien, algo…
      Pero no. Buenos Aires, sus helados y carnes, sus personajes que gritan por nada en la calle, sus escritores y sus museos, sus edificios y los picos (no pocos) que tocó en vida, la Ciudad de la Plata, es, repentinamente, un cráter en el lado idiota de la luna.
      Un boom interrumpe el pánico de Carlota, mi distraída ingesta de una empanadita de las que quedaban en la desértica cantina de la cuadra.
      Como lo dicta el Discovery Channel, a falta de mantenimiento, las centrales de energía empiezan a explotar. Ese boom, que desperdigó parvadas y le provocó a Carlota la imagen de una marabunta exoesquelética rompiendo los muros, es el primero de muchos.
      Un boom, aleteos rayoneando el cielo, y luego silencio. Absoluto.
      Una cosa que, como latinoamericanos, desconocíamos por completo.
      Ese boom es lo más cerca que hemos estado de otras personas, o de la memoria de otras personas, en tres días. Es también lo más cerca que nosotros, tristes niños del verano, hemos estado jamás de la guerra, del fin del mundo, de nuestro lado salvaje.
      Empanatanados en pánicos y mapeos, no lo sabemos, pero ese primer boom es un escupitajo de memoria dirigido al cielo.

***

Para escapar del calor aceitoso, el 4 de enero dejamos el alojamiento: nos metemos a un restaurante cuyo clima todavía funciona. Lo hacemos con cautela: nos escondemos tras la barra, preparamos un discurso por si aparece el dueño y un arma por si aparece alguien más.
      Para mí no es tan malo: hay carne buena en el refrigerador, quesos útiles, fiambres, aún un par de decenas de mediaslunas descansando, turgentes y dulces y precámbricas, en una panera.
      —¿No te has cansado de la carne? Me urge una ensalada…
      Miro a Carlota y río. Le cuento mi sueño. “Carnota” le parece un pésimo nombre: el humor le ha cambiado. No es para menos, con tanto sodio y tanta grasa y tan poca fibra…
      —Bueno, al menos no hay argentinos.
      —Espero que no vayas a escribir nada de eso, Ruy. Es ofensivo.
      Me prometo recordarlo, pero sé que eso no sucederá. A mí también me ha cambiado el humor: ahora me siento incapaz de disimular. El único decoro que guardo es para continuar la plática con Carlota, lo cual es el único recurso que, a tres días de la soledad absoluta, importa todavía.
      —Me refiero a que la falta de argentinos debería dejarnos mucho espacio para pensar en lo importante, que no sé si es la fibra. Es decir: ¿tú de verdad crees que se esfumaron de pronto puf no hay más?
      —No sé. O sea, si se hubieran ido todos al mismo tiempo por sus propios pies, nos habríamos dado cuenta.
      Carlota encuentra en la alacena del restaurancito unos jitomates; muerde uno como si fuera una manzana, como si fuera prohibido y delicioso.
      —No creo que se los hayan llevado los aliens. Y un asteroide no llega de puntitas.
      —¿Y por qué tendrían que haberse ido todos al mismo tiempo? Chance y cada uno decidió irse por su lado: siguiendo cada cual a su ego, hasta donde su ego alcanza.
      Yo termino de asar un bife de chorizo. No, la carne no me ha cansado: por el contrario, cada vez me disgusta menos. Me hace sentir cansado, inmóvil, pero feliz. Como dormido.
      Doy una mordida supernova.
      —¿Les habrá gustado llegar a Alaska a encontrar que son los mismos de siempre?

***

Pasamos todo el día de Reyes saltando, cada pocas horas, de un estanquillo a otro: todos los aires acondicionados sufren el mismo destino que el nuestro eventualmente, así que tenemos que huir, como roedores.
      Inclusive los refrigeradores (que acá son de otra especie: se llaman neveras) se descomponen; los desperfectos nos urgen a dedicar las primeras horas a los embutidos y los quesos frescos.
      —Creo que ya me acostumbré a robar. O al menos robar cada vez me parece menos malo.
      Carlota dice esto con los brazos llenos de mágicos escombros comestibles de nevera todavía viva. Encontró pasta fresca en los estantes de un restaurante modernillo.
      —Eso está bien: así podemos comer mejor.
      Yo apaño un pedazote de matambre con huevo; las pizzetas congeladas de este lugarcito que vive ya más allá de la moda (cuya puerta tuvimos que forzar: la alarma apenas balbuceó un gemido antes de morir sin electricidad) las dejo para otro día de hambre, para otra cacería.
      Cuando corto un pedazo para hacer otro sanguche, otra central eléctrica desfallece: boom en algún lugar de San Telmo, y otro boom, casi simultáneo, en Liniers.
      Carlota ríe; se anima un vaso de vino; nos damos cuenta de que no hemos bebido vino a pesar de la soledad. Aprovecho aquello para otro bife, para las supervivientes papas fritas; ella sigue con el vino a solas. A ambos nos golpea igual el alcohol: como el único pie humano del mundo, dispuesto a aplastar a los insectos que quedan a su paso.
      Ese mismo restaurante nos negó la entrada para cenar en año nuevo, así que ahora nos sentimos valientes.
      ¿Quién se quedó ahora sin cenar? Gritamos, medio borrachos con una botella del Malbec más caro de la barra, y bailamos con la cabeza flotante: ¿qué se siente quedarse fuera, tarados?
      Boom en Puerto Madero.
      Nunca nos detenemos a pensar qué significa exactamente estar fuera, fuera de dónde, respecto a qué: la soledad es la orilla, siempre. Y somos nosotros los que bailamos en mesas elevadas, sin música, en una ciudad que ya no suena.

***

Como no hay alumbrado público, esa noche dormimos donde nos coge el cansancio.
      Somos los únicos pordioseros que le quedan a Buenos Aires: como los miles que había antes, dormimos en colchones que robamos, tirados en el primer rincón a prueba de cucarachas que somos capaces de encontrar.
      Eso es importante: el único requerimiento que debe cumplir nuestro alojamiento es que sea completamente a prueba de cucarachas. Así lo ha sido siempre, desde que Carlota y yo estamos juntos: todo es soportable, excepto la posibilidad de esas patitas, de esos cascos alargados color carne quemada, de esas antenas ojos que tocan el mundo antes de verlo.
      En la Buenos Aires vacía, esto se vuelve cada vez más difícil.
      Boom en Retiro.
      La oscuridad apenas se ilumina cada tantos minutos con la pirotecnia de las centrales eléctricas, boom en lo que parece ser Montevideo. Anidamos en una litera, dentro de una tienda de muebles; blindamos las patas con todo el insecticida de la tienda de jardinería que está junto.
      Nos abrazamos como hace muchos meses no lo hacíamos. Siento el rostro caliente de Carlota contra mi cuello, como una planta o como un pelaje. Pienso que el mundo se ha vuelto de nuevo elemental: que somos una suerte de Adán y Eva en el deshabitado Cono Sur, aprendiendo a sobrevivir en este jardín del Edén de arquitectura afrancesada.
      Eructo y el aliento me sabe a algo que nunca había probado. Pienso en el porcentaje de vacuno que comí hoy; pienso en las cosas que eso debe estarle haciendo a mi cuerpo. La pierna izquierda ya aprieta como un vendaje receloso, y la cabeza me duele. Cada tanto, sobre todo bajo la luz dura o el cansancio, la vista se me oscurece como la noche.
      Y en esos momentos el mundo no existe, o yo no existo para el mundo, lo cual es acaso lo mismo. En todo caso: en esos momentos temo comprender por fin lo que pasó con todos los porteños del mundo.
      Abrazo fuerte a Carlota: no quiero que ella también desaparezca.

***

Sueño que Carlota me ofrece de un bife podrido, en uno de esos omnipresentes platitos metálicos de la ciudad. Sus brazos son largos, una entera de las interminables cuadras de la ciudad. Ella come de la carne, su tenedor y cuchillo se mueven como insectos, agarran con sus antenas la carne, la hacen bolitas y luego la lanzan lejos, hasta las fauces de Carlota, que es ahora una paloma, ahora una rata, ahora un conglomerado movedizo de pugs y pajaritos y gatos negros; sus ojos, border collies. Come de la carne por muchas bocas: ya no tiene la forma de Carlota, sus cabellos ondulados y sus ojos grandes, sino que es una cueva convexa, una esfera cuya superficie está hecha de abismos.
      De una de esas cuevas convexas sale una serpiente; sus ojos son ventanales como los del Palacio Barolo. La serpiente se me acerca hasta sentir su vaho directo en el cuello; le brotan de los colmillos patitas mínimas que se desprenden y corren por mi cuerpo, bajo la ropa, haciendo explosioncitas mínimas.
      Las patitas van por todos lados, las siento husmear en mis rincones, las siento bajar por mis subsuelos, entrar a mis orejas y murmurar: “Carnota”.
      Boom en Caballito.
      Abro los ojos, que se contectan directo a los de Carlota; me mira como mira el planeta a los aviones que vuelan muy arriba.
      —¿Qué pasa? ¿Estás bien?
      No responde; en cambio, su mano empieza a golpear el colchón como tambor. Luego tiembla su brazo, sus hombros, su cara; todo le tiembla menos los ojos, que me miran vertiginosos.
      Tiene fiebre y está, al tiempo, helada: como motor de nevera.
      Le quito la manta y descubro al menos veinte cucarachas que le caminan por encima, por entre la ropa y en el pelo y en las pantorrillas. Desaparecen debajo de su ropa y vuelven a escapar tras un minúsculo temblor.
      Creo que es así como descubrimos que, sin importar nuestros mejores deseos, somos parte del mundo.

***

—¿Estás segura? Dudo mucho que haya aviones…
      —No tenemos manera de saberlo: en realidad no sabemos qué pasa más allá de Palermo… Chance y los vuelos sí están saliendo, aunque no los veamos. En todo caso, no tenemos nada mejor que hacer. Y las cucarachas. Las cucarachas, Ruy…
      Vuelve a temblar como hace rato, así que me detengo: le acaricio la cabeza. Tardamos más de tres horas en sacarla del shock nervioso. Me mira con los ojos albercados, como detrás de un aparador inmenso. Cuando por fin llora, se desfonda. Es repentino: ojos de aparador, boom en La Boca, llanto imparable. Llanto como plaga de dolores: como marabunta comiéndose las mejillas de un primate.
      No logra conciliar el sueño más, por supuesto. Pero se tranquiliza cuando por fin le prometo que nos largamos de Buenos Aires, a costa de lo que sea.
      Largarnos de Buenos Aires: hace una semana era apenas un trámite; una fila larga, como todas las que aparentemente hay en Argentina; unas tres o cuatro horas previas en un aeropuerto caótico, nada más. Ahora, sentado frente a ella, sosteniendo el mínimo bate que improvisé con un salame grasoso, dirigiendo con un espejo la luz de la vela que me permita ver en la oscuridad al exoesquelético enemigo, largarnos de Buenos Aires parece una tarea primigenia, esteparia; una tarea a la que bien podríamos dedicarle el resto de nuestras vidas.
      Pasamos toda la noche así: yo inventando el primer juego de pelota de la nueva historia, a costa de un embutido y una especie reclamando el futuro, ella temblando y soltando llantos cada tanto en un rincón dentro de la nevera que todavía sirve.
      Echamos a andar en cuanto el alba oculta a los insectos. Para hacerme energía, muerdo un sustancioso pedazo de jamón; la pierna me vuelve a apretar como fauces de bestia amenazada; Carlota no tiene todavía espacio en el estómago para otra cosa que el miedo. Calculamos diez horas hasta Ezeiza; tenemos casi 48 para que nuestro vuelo salga.
      Carlota va forrada hasta el cuello con telas que le permitan, en dado caso, no sentir las patitas trepándole las extremidades. El calor del hemisferio sur se hincha, y nos queda toda una ciudad y un área metropolitana que cruzar. Me preocupa su sudor, su intolerancia a cualquier clase de ingesta, mis piernas apretadas, la falta de fibra.
      La falta de fibra, que después de todo sí puede volverse un problema primordial.
      ¿Qué habrían hecho en nuestro lugar nuestros ancestros, que tenían un color más auténtico y una dieta menos temblorosa? ¿Qué dirían los asiáticos que pisaron estas tierras antes que nadie, los europeos que se adjudicaron luego ese trono?
      Boom en Nueva Pompeya.

***

Apenas cruzamos los límites de Buenos Aires Ciudad: nos anuncian la salida a Provincia de Buenos Aires un letrero y un tren cuya vía ya empieza a ocultarse bajo una hiedra potente. Nos cruza una jauría interminable de border collies que escaparon de la ciudad; uno de ellos todavía nos mira a los ojos, los otros apenas nos olfatean recelosos. No se acercan cuando por fin logramos un fuego, tras descubrirlo de nuevo un arte sofisticado, un espectáculo divino.
      Han pasado tres días. A este paso, calculo que estaremos llegando al aeropuerto dos semanas después de aquel extraño en la calle que me vio sin verme.
      Si nuestro vuelo existe, ya desapareció también: desapareció dos veces.
      Mi pierna es una carga, otro más de los embutidos que llevo en la mochila. Carlota sigue sin comer. Apenas el olfato le anuncia comida, viene una arcada: lo único que ha podido decir al respecto es que los dientes chocando entre sí le parecen los torax amontonándose en lugares secretos bajo la calle visible.
      Ambos estamos débiles. Buenos Aires terminará con nosotros, inclusive vacía, silenciosa, bella, sin delincuentes ni subte. Ese silencio terminará erosionándonos hasta la médula.
      A veces, nos lo decimos, extrañamos a los argentinos. Incluso al que nos gritó aquella otra noche, desde lo más hondo de sus tragos, que nos iba a cortar la cabeza.
      Anochece tras una esquina que cedió la pizzería a una maraña de rugidos y zarpazos que anidan en el horno apagado.
      Improvisamos una casa de campaña con una lona que colgaba fuera de un Calzate Catalina, en Av. Santa Fe. Acampamos directo sobre la calle mojada, de la que hierve un clima infame. Un riachuelo arrastra un torrente de cubiertos, bombillas multicolor, aluminios roídos.
      La ciudad poco a poco fluye hacia el río, cunde su ruina desplazada a donde pertenece: bajo las aguas plateadas.
      Estamos a punto de dormir cuando Carlota levanta la cabeza como marsupial.
      —Hay alguien afuera. ¿Los oyes? A lo mejor es un equipo de rescate…
      —¿Una semana después de una tragedia?
      —Estamos en Latinoamérica…
      Asiento, mudo, y trato de escuchar: no oigo nada.
      Pero nada en serio: como si lo que sea que está afuera de la tienda de campaña estuviera en otro lado, lejos, inútil.
      Temo que la sensación eterna de cucarachas en los dientes haya hecho metástasis en Carlota, y que ahora todos sus sentidos se inventen patitas de todo tipo.
      —Ahí están otra vez… son voces.
      —Debe ser un radio que empezó a funcionar.
      —Vamos a asomarnos.
      La detengo. No tenemos un solo indicio de cómo fue que desapareció una capital otrora llena de gente que gimotea todo el día; a estas alturas, estoy convencido de que eso seguramente significa que fue una causa con cierta inteligencia, con alguna malicia.
      —No salgas. No sabemos si son ladrones o caníbales. O hinchas de algún equipo local. O cucarachas.
      Carlota reprime un escalofrío.
      —Si hay algo más que esto, tenemos que averiguarlo.
      Mi mano no alcanza a tocarla: cuando intento adelantar el cuerpo, la pierna me hunde de vuelta. Carlota sale y la lona vuelve a cerrarse, rotunda.
      La escucho alejarse, pero muy pronto sus pasos desaparecen.
      Dentro de la carpa la oscuridad se envalentona, la noche es una calle sin fondo. Alzo la mano a la altura de mis ojos, pero en su lugar lo que hay es el mismo negro noche.
      Afino los oídos, tratando de escuchar los pasos de Carlota, que se decantan en un futuro del que quiero una cosa, una sola.
      Espero así, sin contar las horas, en lo que parece ser todo el tiempo que nada en el universo.

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