María Elena Llana (Cienfuegos, 1936) es una escritora y periodista cubana. Se ha dedicado principalmente al cuento, y la narración que sigue es una de las más famosas que tiene, pues ha aparecido en varias antologías. Es un cuento fantástico breve pero muy perturbador: a pesar de que su argumento parece muy simple (la aparición de un solo elemento sobrenatural en una vida ordinaria), no hay explicación racional posible para todos los sucesos contados. Siempre habrá alguno que no «encaje», y en ese desajuste está la fascinación de lo que Llana cuenta (sucede igual, por ejemplo, en más de una película de David Lynch).
«Nosotras» se publicó primero en el libro La reja (1965). Agradezco a Caleb Solórzano por enviarme el enlace de esta copia en línea del cuento.
(Nota: las personas nacidas en este siglo podrán ver al final de esta página el tipo de teléfono que utiliza la protagonista.)
NOSOTRAS
María Elena Llana
Soñé que venían de la Compañía a cambiar el número del teléfono. “Me alegro mucho”, dije, “porque se pasan el día llamando a un número parecido y porque otros, cualquiera sabe quién o quienes, llaman justamente los sábados a las tres de la madrugada…”. Bueno, a ellos no les interesó mucho mi alegría. Lo cambiaron y eso fue todo. Y yo, en vez de mirar al redondelito del centro del aparato, ahí donde se escribe el número, les pregunté: “¿Qué número es?”. Y me respondieron: “El 20-58”.
Brumas. Algo incoherente. Brumas. Despierto y doy los pasos de siempre: desayuno, me lavo los dientes, tiendo la cama… Empieza un día como otro. Sin saber por qué, nunca se sabe exactamente por qué, al mediodía un número surge en mi cerebro, aletargado por la blandura de la hora. “El 20…” Ligero gesto de extrañeza. ¿El 20…? Brumas. Algo incoherente. Brumas. ¡El 20-58! Sonrisa. ¡Es verdad, el 20-58! E inmediatamente, el gesto fatal: coger el teléfono y canalizar una infantil curiosidad… Rac-rac-rac-rac. Y un timbrazo opaco y lejano inicia la conversación. Alguien descuelga y, pese a los vericuetos del hilo, la voz llega extrañamente lisa, extrañamente familiar.
—Oigo.
—¿Qué casa?
—¿A quién desea?
—¿Es el 20-58?
—Sí.
Esa voz, esa voz… Bueno, continuemos la tontería. Si se supone que ése es mi nuevo número, preguntaré por mí misma.
—Con… Fulana.
—Es la que habla.
Claro, algo de estupor. Estas cosas nunca pueden evitarse. Momento de vacilación. Algo incoherente pero ahora sin brumas. Insistencia desde el otro lado.
—Sí, soy yo, ¿quién es?
Total desconcierto. Mi misma imagen devuelta… Bueno, hay que salir de esto. No se me ocurre nada más que la verdad y la digo no sin cierto temor.
—Soy yo, Fulana.
Pudo colgar, pudo decir cualquier cosa, pudo no decir nada, pudo hablar en copto, pero lo que no debió decir nunca fue lo que dijo:
—Al fin me llamas.
Me arriesgo:
—Pero oye…, soy Fulana… de Tal.
—Sí, ya lo sé. También yo soy Fulana de Tal.
Es demasiado. Un estremecimiento me recorre el espinazo… Ahora ya no sé qué decir. Esta vez, sin contenerme, en espera a que la otra cuelgue, cuelgo yo y me quedo con la mano sobre el auricular, mirando el aparato como si fuera un animalejo que de un momento a otro pudiera echar a andar. Suspiro. Me recuesto en el sofá. ¿Una broma? ¿Habré hablado en sueños? ¿Se enteraría alguien de…? ¡Pero si es imposible!
Y ya todo gira como el rac-rac-rac-rac del 20-58. Puedo ir y venir por la casa, arreglar este adornito, enderezar aquel marco, calentar el café, pero es como si estuviera vigilada. Como si los ojos que me siguen salieran del teléfono; no que estuvieran agazapados en él, sino que simplemente esperaran su momento. Había dicho “Al fin me llamas”, y pudiera creerse que llevaba esperando mil años, por sólo hablar de los últimos tiempos. Voy y vengo; rehuyo cruzar muy cerca del teléfono y después me río de mis aprensiones. ¡Como si tuviera garras que fueran a cogerme por la saya!. Hacia las seis de la tarde ya no puedo más. Descuelgo. Me falta un poco la respiración. Rac-rac-rac-rac. El corazón tamborilea mientras aguardo. Cuando al fin oigo su voz ya no sé qué me pasa.
—Oigo.
No puedo evitarlo, tartamudeo:
—¿El…20…58…?
—Sí.
—¿Quién habla?
La voz me salió valiente, pero la respuesta tuvo el mismo efecto de un cubito de hielo concienzudamente pasado a lo largo de la columna vertebral.
—Sí, soy yo. Ya sé que eres tú otra vez.
—¿Yo? ¿Quién?
—Yo misma.
Esto parece complicarse. Ahora me acometen deseos de discutir. Digo con acento de poner las cosas en su lugar:
—Tú misma, no. Yo misma.
—Es igual.
—Pero aunque todo esto fuera algo juicioso, yo estoy primero.
—¿Por qué? ¿No eres Fulana de Tal?
—Sí, desde luego.
—Pero es que yo soy Fulana de Tal.
—Aunque sea verdad, hay que aclarar que tú eres también Fulana de Tal.
—¿Y por qué? Yo soy Fulana de Tal. Tú eres Fulana de Tal también.
Ahora ya no me desconcierta, me molesta. Estoy enfureciéndome, pero de pronto… Sí, pudiera ser… Hay que investigar un poco más, eso es todo. Han sido coincidencias, pero las coincidencias acaban por fallar cuando se razona. Mi voz suena conciliadora, casi gentil, cuando digo:
—Es mejor ir despacio. Veamos: las dos nos llamamos Fulana de Tal y eso es ya una casualidad.
—¿Tú crees?
Su tonito irónico, desafiante, me desarma. Continúo todo lo gentil que puedo, dadas las circunstancias.
—Yo nací en el pueblo de…
—De X, exactamente. Yo nací allí; hija de Zutana y Esperancejo.
Trago en seco, pero no me dejo abatir. Le espeto como un fiscal:
—¡Segundo apellido!
—Tal, querida. Soy Tal y Tal.
Ahora ya empiezo a sentirme decididamente mal. ¿Quién puede saber todo eso? ¿De quién es la broma? ¿De quién el ardid? Ella toma la iniciativa:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué ponerse así? ¿Ves que no miento? ¿Por qué habría de hacerlo?
Quisiera contenerme. Si en definitiva es cierto lo que ocurre, no hay razón para que ella lo tome así, tranquilamente, y yo lo tome así, arrebatadamente. Pero me siento engañada. Siento que alguien se ha confabulado. No puedo evitarlo. Entonces, jugándome el todo por el todo, pregunto:
—Si somos la misma, debemos serlo en todo, ¿no? ¿Cómo estoy vestida?
—Con mi bata…, es decir, voy a evitar el posesivo. Con la bata de casa azul. Por cierto que ya el descosido de la manga molesta.
—Sí, molesta, pero…
Me detengo. ¿Por qué camino estoy tomando? ¿Es que voy a transigir? No, no. Ahora ella habla otra vez, es decir, no tengo constancia de que sea “ella”. Para ser más exacta, me escucho decir:
—La aguja está en una esquina de la gaveta superior de la mesita de noche. La dejaste allí la última vez que la usaste, y yo, desde luego, la volví a colocar. Cuando creíste que se había perdido, era que yo estaba zurciendo la sayuela rosada.
Ahora empiezo a flaquear. Ayer me sorprendió ver la sayuela cosida y deduje que lo había hecho la lavandera, lo que es muy extraño, pero no le vi otra explicación. Sea como sea algo se ha ablandado en mí. Casi estoy a punto de suplicar cuando digo:
—¿A qué conduce esto?
—No sé. Fuiste tú quien llamó, ¿recuerdas? ¿Por qué lo hiciste?
¿Qué puedo contestarle? ¿Decirle lo del sueño? De pronto me siento infeliz. Todas las fuerzas ceden ante esta repentina autoconmiseración… Ella me hace dar un salto:
—Por favor, me haces sentir mal. ¿Por qué este estado de ánimo?
Ya no puedo menos que indignarme.
—¿Hasta cuándo va a durar esto?
—Hasta que tú quieras. Basta que cuelgues. Nunca te he molestado, ¿no?
¿Por qué balbuceo? No lo sé:
—¿Y si… si cuelgo…?
—No volverás a saber de mí, como hasta ahora. Todo esto lo empezaste tú.
Estoy dispuesta a colgar. Hay algo irritante en… en… ¡bueno, en ella! Pero ha sido tan comprensiva, tan paciente, ¿qué derecho tengo para enojarme? Sin embargo, aun a riesgo de parecer infantil, pregunto:
—¿Puedo saber cuál es tu dirección?
—Está en la Guía.
—¿A nombre de quién?
—Mío, desde luego.
Estoy a punto de caer en la trampa, pero reacciono:
—Si tu nombre es el mío, lo buscaré y encontraré mi propia dirección.
—Es lógico.
Ya vuelvo a desesperarme.
—Pero y entonces, ¿cómo puedes tener un teléfono distinto?
—La que lo tiene distinto eres tú.
¿Se estará poniendo agresiva? Su tono ha sido ya algo molesto. Sonrío. Me empiezo a adueñar de la situación. Quizá con un poco de sangre fría llegue a desconcertarla. Quizá me lo diga todo. Quizá…, ¡pero ahora recuerdo que tengo que hacer una salida urgente! Voy a decírselo cuando ella me interrumpe:
—Bueno, creo que por hoy es bastante. Tengo que hacer. Cuando quieras, ya sabes dónde me tienes.
—Sí, sí…, yo también tengo que…
¡Qué curioso! Cuando recuerdo que se hace tarde, ella parece recordar lo mismo. Bueno, no sé si despedirme o no. No quisiera ser grosera, pero tampoco tengo por qué ser amable. Ella, sin embargo, apresura las cosas. En el fondo se lo agradezco.
—Hasta otra ocasión, ¿eh?
Y cuelga. Me quedo con el auricular en la mano. Lo miro. Me paso la otra mano por la frente. Otra vez lo inexplicable me cerca, como esas pesadillas en las que no podemos despegar los pies del suelo. La urgencia del tiempo me decide. Cuelgo de una vez y voy a mi habitación, a vestirme. No sé exactamente qué traje ponerme, pero voy directamente hacia el claro, de algodón… Es como si alguien ya hubiese decidido por mí. La idea me desconcierta, pero entonces ya tengo presencia de ánimo para desecharla. “No, no”, me digo, “mejor es no pensar en eso. Si está, en el caso de que ‘esté’, es allí, en el teléfono, esperando en el 20-58.” El razonamiento es desesperadamente pobre, pero lo hago por tranquilizarme y me tranquiliza, al menos mientras me visto. Sin embargo…, el germencito no ha muerto; la raicilla de la misma idea se agita buscando sol. Hasta que aflora: “¿Y si la llamo, sin teléfono?” Bastaré decir su nombre, que es el mío, y esperar… ¿Contestará?”. En esto he terminado de vestirme y voy al tocador. Cuando alzo los ojos estoy a punto de retroceder. Esos ojos, esos ojos, los míos, que acaban de reflejarse en el espejo, no parecen haberse alzado en este momento. Es como si ya hubieran estado mirándome. Me apoyo en la mesa del tocador. ¿Es sensación de vahído? Sé que estoy a punto de gritar y no quiero, sencillamente no quiero. Así que cojo la cartera y echo a correr hacia la puerta.
Ya en la escalera estoy casi en disposición de sonreír, como si me hubiera escapado de una trampa. Pienso que el aire de la calle me refrescará, que todo esto ha de pasar como si la salida de la casa pudiera significar un cambio en las cosas, y al regreso todo esté olvidado.
Empiezo a bajar la escalera. Aún el ¡pram! de la puerta al cerrarse resuena en el fondo de mis tímpanos, cuando me detengo. Sé que he hecho ese gesto de sorpresa, un gesto cortado que me mantiene con la mirada fija al frente por un instante y que hace que los labios balbuceen algo…
—Las llaves…, no metí las llaves en la cartera.
Suspiro. Estoy casi derrotada. Hago memoria y veo las llaves, claramente, encima del aparador. Allí las dejé anoche cuando volví del cine. Allí estaban mientras hablé por teléfono…, ¡esa maldita conversación! Desde el sofá las veía cada vez que mis ojos recorrían la pieza, mientras hablaba. Y la salida precipitada, la estúpida huida de mi casa, me hizo olvidarlas… ¿Y ahora? De momento siento la necesidad imperiosa de volver. No puedo irme sabiendo que al regreso no podré entrar.
Subo los dos o tres escalones que he bajado. Me paro a mirar tontamente la puerta cerrada. Vacilo. De pronto se me ocurre y no me doy tiempo a rechazar la idea. Toco el timbre y retrocedo expectante… No sé si la sangre ha aumentado su velocidad dentro de cada vena, de cada arteria, de cada humilde vasito capilar. No sé si, por el contrario, se ha detenido. Como tampoco sé si es frío o calor lo que me invade, deseos de reír tranquila o de echar a correr despavorida, cuando la puerta empieza a abrirse, lentamente, frente a mí.
He aquí una curiosidad: un cuento escrito inicialmente por Robert Hayward Barlow (1918-1951). Aficionado a la literatura de terror y, en su adolescencia, narrador incipiente, Barlow fue parte de las primeras generaciones de la cultura del fanzine en los Estados Unidos. Sin embargo, no se convirtió en escritor profesional, y su cuento no se recordaría de no ser porque, luego de que lo terminara, el texto fue revisado y modificado nada menos que por H. P. Lovecraft (1890-1937).
Lovecraft fue responsable de muchas «revisiones» semejantes. Algunas fueron de textos de colegas y discípulos, y otras se realizaron por encargo: eran una de las formas en las que el escritor se ganó la vida en sus últimos años. La revisión de este cuento pertenece a la primera categoría, pues Barlow fue también parte del círculo de discípulos de Lovecraft, que lo descubrían en revistas y luego establecían contacto con él.
Barlow se volvió amigo de Lovecraft y ambos mantuvieron una copiosa correspondencia. Con el tiempo, Lovecraft viajó a Florida en más de una ocasión para visitar a Barlow en su casa (algo rarísimo para un autor recluso como él). Finalmente, antes de morir, lo nombró su albacea literario…, aunque la tarea de la difusión póstuma de Lovecraft acabó, luego de conflictos diversos, por recaer en otros discípulos, como August Derleth. Barlow abandonó la literatura para dedicarse a la antropología; emigrado a México, se convirtió en profesor y estudioso importante de las culturas precolombinas. Su muerte fue un suicidio, en apariencia por miedo al chantaje de un alumno que amenazaba con revelar su homosexualidad. «The Night Ocean» apareció primero en el periódico The Californian en 1936; posteriormente ha sido incorporado a colecciones de las obras en colaboración de Lovecraft y también a alguna edición de la obra de Barlow. Como no encontré una buena traducción del cuento, hice una nueva, que busca replicar en castellano el estilo y la atmósfera peculiar que logran sus dos autores. Es importante decir que, si bien «El mar nocturno» es un cuento de miedo, no se debe encuadrar en los famosos «Mitos de Cthulhu» de Lovecraft. Su argumento está desligado de aquel universo narrativo, y su mayor interés es que intenta sugerir el horror desde el pensamiento de un solo individuo (este es uno de esos cuentos raros con un único personaje, y casi nada de acción), aislado y solo en un lugar remoto. Cualquier semejanza con cada uno de nosotros en los meses de pandemia es pura coincidencia.
(De hecho, preferiría que se le viera como un pequeño regalo, ahora que estamos tan cerca de terminar este año –terrible– de 2020.)
EL MAR NOCTURNO
R. H. Barlow y H. P. Lovecraft
Fui a Ellston Beach no sólo por los placeres del sol y del océano, sino para dar descanso a mi mente fatigada. Como no conocía a ninguna persona en el pueblo, que vive de los turistas en verano y sólo tiene ventanas vacías durante la mayor parte del año, no parecía probable que nadie me molestara. Esto me agradaba, pues no quería ver nada más que la extensión de las olas batientes y la arena que se extenderían ante mi hogar temporal.
Mi largo trabajo veraniego estaba terminado cuando dejé la ciudad, y el diseño del enorme mural que era su producto ya estaba inscrito en el concurso. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando el último pincel quedó limpio, ya no me sentía renuente a entregarme a las exigencias de mi salud y buscar descanso y aislamiento por algún tiempo. De hecho, a una semana de llegar a la playa sólo recordaba de vez en cuando el trabajo cuyo éxito me había parecido tan importante hacía tan poco. Ya no estaba la antigua preocupación por cien complejidades de color y ornamento; tampoco el miedo ni la desconfianza en mi propia habilidad para representar una imagen mental, o para convertir mediante mi sola destreza una idea vagamente concebida en un cuidadoso diseño. Y sin embargo, lo que más tarde me sucedió ante la costa solitaria pudo haber ocurrido únicamente a causa de la constitución mental que estaba detrás de aquella preocupación y miedo y desconfianza. Porque yo siempre he sido un buscador, un soñador, y alguien que reflexiona sobre el buscar y el soñar. ¿Y quién puede decir que tal naturaleza no abre los ojos sensibles a mundos y órdenes insospechados de la existencia?
Ahora que intento contar lo que vi, soy consciente de mil limitaciones enloquecedoras. Cosas percibidas mediante la visión interior, como las imágenes relampagueantes que llegan mientras derivamos hacia el vacío del sueño, nos son más vívidas y significativas en esas formas que cuando buscamos fundirlas con la realidad. Si se aplica la pluma al sueño, el color se le va. La tinta con la que escribimos parece diluida con algo que retiene demasiado de la realidad, y al final encontramos que no podemos delinear el recuerdo increíble. Es como si nuestro ser interior, separado de los lazos de la objetividad y la vigilia, se gozara con emociones cautivas que se agotan deprisa cuando intentamos traducirlas. En sueños y visiones están las más grandes creaciones del hombre, porque en ellas no existe el yugo de la línea ni del color. Escenas olvidadas, y tierras más oscuras que el mundo dorado de la infancia, brotan en la mente dormida para reinar hasta que el despertar las ahuyenta. De ellas se puede obtener algo de la gloria y el contento que anhelamos; algún vislumbre de nítidas bellezas, sospechadas, pero aún sin revelar, que son para nosotros lo que el Santo Grial era para las almas místicas del medievo. Dar forma a estas cosas en la rueda del arte, buscar algún trofeo descolorido de aquel ámbito intangible de sombra y niebla, requiere por igual destreza y memoria. Pues aunque los sueños están en todos nosotros, pocas manos pueden sujetar sus alas de mariposa sin romperlas.
Esta narración no posee semejante destreza. Si pudiera, revelaría a ustedes los eventos insinuados que yo percibí oscuramente, como quien atisba en una región sin luz y entrevé formas cuyo movimiento se le oculta. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con una multitud de otros en el edificio para el que habían sido planeados, había intentado igualmente atrapar un fragmento de aquel elusivo mundo de sombras, y tal vez había tenido más éxito del que ahora tendré. Mi estadía en Ellston era para esperar el dictamen de mi diseño; cuando unos días de comodidad inusitada me dieron un poco de perspectiva, descubrí que –a pesar de las debilidades que un creador siempre detecta con más facilidad– había conseguido realmente retener en líneas y colores algunos fragmentos arrebatados al mundo infinito de la imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente desgaste de todas mis facultades, habían minado mi salud; estaría en la playa durante aquel período de espera.
Como deseaba estar enteramente solo, renté (para deleite de su incrédulo propietario) una pequeña casa a cierta distancia de la aldea de Ellston; ésta, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas, todos de nulo interés para mí. La casa, sin pintar, oscurecida por el viento marino, no estaba siquiera en la periferia de la aldea: se encontraba más abajo, en la costa, como un péndulo bajo un reloj detenido, muy aislada sobre una colina de arena cubierta de hierbajos. Como un animal solitario, se agazapaba mirando el mar, y sus ventanas sucias e inescrutables miraban una extensión desolada de tierra y cielo y mar enorme. No estaría bien usar demasiada imaginación en una narración cuyos hechos, de poder ser realzados y encajados unos con otros como piezas de un mosaico, serían por sí mismos bastante extraños; sin embargo, diré que la pequeña casa me pareció solitaria desde que la vi, y consciente como yo de su naturaleza insignificante ante el gran mar.
Tomé posesión de la casa a fines de agosto, un día antes de la fecha acordada, y encontré una camioneta y dos trabajadores que descargaban los muebles que proporcionaba el propietario. No sabía entonces cuánto tiempo me quedaría, y cuando se fue el vehículo que había traído los enseres yo dejé en el suelo mi escaso equipaje y cerré la puerta con llave (me sentía todo un dueño, viviendo en una casa después de meses de rentar un cuarto) para bajar por la colina cubierta de hierba hacia la playa. Como era de planta cuadrada y sólo tenía un cuarto, la casa requería poca exploración. Dos ventanas de cada lado proveían una gran cantidad de luz, y una puerta había sido colocada, como de último minuto, en la pared que daba al océano. El lugar había sido construido unos diez años antes, pero a causa de su distancia de Ellston era difícil que se alquilara incluso durante la temporada alta del verano. Como no tenía chimenea, se quedaba vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque apenas estaba a una milla de Ellston, parecía más lejano, pues una curva de la costa ocasionaba que, mirando en su dirección desde la casa, no se viera más que dunas cubiertas de hierba.
El primer día, cuya primera mitad había pasado mientras me instalaba, lo empleé en disfrutar el sol y el agua inquieta: la callada majestad de ambos hacía que el diseño de murales pareciese algo lejano y fastidioso. Pero esto era la reacción natural a un largo periodo de atención a un solo conjunto de hábitos y actividades. Había acabado mi trabajo y mis vacaciones comenzaban. Este hecho, aunque me eludiera en aquel momento, se veía en todo lo que me rodeó aquella tarde de mi llegada, y en el cambio total respecto de mis circunstancias anteriores. El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor. No había ninguna otra persona cerca de mí, y yo disfrutaba del espectáculo sin la molestia de objetos ajenos a aquel escenario. Cada uno de mis sentidos era tocado de forma diferente, pero a veces parecía que el rugir del mar era afín al gran resplandor, o como si las olas brillaran en vez del sol: todo era tan vigoroso que las impresiones diferentes orígenes se mezclaban. Curiosamente, no vi a nadie bañándose cerca de mi casita cuadrada durante aquella tarde, ni en las posteriores, aunque la costa ondulante tenía una playa amplia, aún más invitante que la de la aldea, donde la espuma quedaba salpicada de figuras. Supuse que esto se debería a la distancia, y a que nunca había habido otras casas abajo del pueblo. No entendí por qué existía semejante extensión sin aprovechar cuando gran cantidad de viviendas se amontonaban en la costa norte, apuntando hacia el mar sin mirarlo.
Nadé hasta el final de la tarde, y luego, tras un descanso, caminé hasta el pueblito. La oscuridad me ocultaba el mar cuando llegué, y encontré en las luces lóbregas de las calles evidencias de una vida que no estaba siquiera consciente de aquello tan enorme, envuelto en tinieblas, que estaba tan cerca. Había mujeres pintadas con adornos de oropel y hombres aburridos que ya no eran jóvenes: un tropel de absurdas marionetas, amontonadas en el borde del abismo del océano: no veían y no querían ver lo que había sobre ellas y a su alrededor, en la grandeza multitudinaria de las estrellas y las leguas del mar nocturno. Caminé por la orilla de aquel mar oscurecido de regreso a mi humilde casita, proyectando la luz de mi linterna hacia el vacío desnudo e impenetrable. Como no había luna, esa luz creaba un haz sólido que contorneaba las crestas de la inquieta marea. Sentí una emoción inefable, nacida del ruido de las aguas y la percepción de mi pequeñez inconcebible, mientras iluminaba con mi luz diminuta aquel ámbito inmenso, y a la vez sólo el borde negro de las profundidades terrestres. Esa profundidad nocturna, sobre la que los barcos se desplazaban en tinieblas que me impedían verlos, producía el murmullo de una turba distante y enfurecida. Cuando llegué a mi residencia pensé que no me había encontrado con nadie durante la caminata de una milla desde la aldea, y sin embargo, de algún modo, me quedaba la impresión de haber tenido todo el tiempo la compañía del espíritu del mar solitario. Estaría encarnado, pensé, en una forma que no se me revelaba, pero que se paseaba en silencio más allá del alcance de mi comprensión. Era como aquellos actores que esperan en penumbras tras la escenografía, listos para los parlamentos que en poco tiempo los pondrán ante nuestra vista, para hablar y actuar ante la luz reveladora de las candilejas. Finalmente me sacudí esta fantasía y busqué mi llave para entrar en la casa, cuyas paredes desnudas me dieron una súbita sensación de seguridad.
Mi cabaña estaba totalmente aislada, como si hubiera salido a vagar por el sur del pueblo y luego no hubiera podido regresar; y allí no escuchaba el clamor inquietante cada noche, cuando volvía después de la cena. En general me quedaba sólo un rato en las calles de Ellston, aunque a veces las visitaba para darme el gusto de un paseo. Había las muchas y habituales tiendas de curiosidades y marquesinas falsamente elegantes que llenan los pueblos vacacionales, pero jamás entré en ellas. El lugar parecía útil sólo por sus restaurantes. Era sorprendente el número de las cosas inútiles a las que la gente se entregaba.
Al principio hubo una serie de días llenos de sol. Me levantaba temprano y contemplaba el cielo gris, encendido con la promesa de la luz, que después se cumplía ante mis ojos. Esos amaneceres eran fríos, y sus colores se deslucían al compararlos con la uniforme luminosidad de la mañana, que da a cada hora la blancura del mediodía. Esa fuerte luz, tan notable el primer día, hizo que los subsecuentes fueran una sola página amarilla en el libro del tiempo. Noté que a muchas personas en la playa no les gustaba ese sol inusitado, mientras que yo lo buscaba. Después de mis meses grises de trabajo, el letargo inducido por una existencia física en una región gobernada por las cosas simples –el viento y la luz y el agua– hizo pronto efecto en mí; y como estaba ansioso por continuar el proceso curativo, pasaba todo mi tiempo al aire libre, bajo el sol. Esto me llevó a un estado a la vez impasible y sumiso, y me dio una sensación de seguridad ante la noche voraz. Así como la oscuridad se asemeja a la muerte, así la luz a la vitalidad. Gracias a la herencia de hace un millón de años, cuando los hombres estaban más cerca de su madre el mar, y cuando las criaturas de las que provenimos yacían lánguidas en el agua poco profunda, atravesada por el sol, todavía buscamos las cosas primarias cuando estamos agotados, sumergiéndonos en su seductora seguridad, como aquellos medio-mamíferos primigenios que aún no se aventuraban a la tierra lodosa.
La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. Pero cuando ella las olvida, también las olvidamos nosotros. Aunque la conocemos desde siempre, la mar debe mantener un halo de extrañeza, como si algo demasiado vasto para tener forma acechara en el universo del que ella es la puerta. El océano de la mañana, brillante de reflejos de niebla azul y blanca, de espuma diamantina, captura los ojos de quienes reflexionan en las cosas extrañas, y sus intrincadas redes, a través de las cuales se deslizan peces de incontables colores, tienen el aspecto de algo enorme y perezoso que un día se levantará de las profundidades inmemoriales para caminar sobre la tierra.
Estuve contento por muchos días, y alegre de haber escogido la casa solitaria que se posaba, como un pequeño animal, sobre aquellas suaves lomas de arena. Entre las diversiones agradablemente inconsecuentes de semejante vida, me dio por seguir la línea de la marea (donde las olas trazaban un borde húmedo e irregular, decorado con espuma evanescente) por largas distancias, y a veces encontraba curiosos fragmentos de conchas entre los restos traídos casualmente por el mar. Había una cantidad sorprendente de ellos en la costa cóncava a la que miraba mi pequeña y sencilla casa, y supuse que las corrientes que se alejaban de la playa a la altura de la aldea debían alcanzar aquel sitio. En todo caso, mis bolsillos –cuando tenía– generalmente guardaban grandes cantidades de basura, la mayor parte de la cual tiraba una hora o dos después de levantarla, preguntándome por qué la había conservado. Una vez, sin embargo, encontré un pequeño hueso cuya naturaleza no pude identificar, salvo que ciertamente no provenía de un pez; este lo conservé, junto con una perla o cuenta de metal de buen tamaño, cuyo diseño minuciosamente tallado era bastante inusual. Éste retrataba una cosa con aspecto de pez sobre un fondo de algas –en vez de los diseños comunes, florales o geométricos– y aún se podía ver claramente pese a estar desgastado por muchos años de dar vueltas en las olas. Como nunca había visto nada parecido, supuse que debía representar alguna moda, ya olvidada, de algún año previo en Ellston, donde semejantes tendencias eran comunes.
Había estado allí tal vez una semana cuando el clima empezó un cambio gradual. Cada etapa de este oscurecimiento progresivo era seguida por otra sutilmente más intensa, de modo que al final la atmósfera entera a mi alrededor se había vuelto más vespertina que diurna. Lo percibí más como una serie de impresiones mentales que por sucesos realmente presenciados. Mi casita estaba sola bajo los cielos grises, y a veces había golpes de viento húmedo que llegaba desde el mar. El sol era desplazado por largos intervalos de nubosidad: capas de niebla gris, más allá de cuya profundidad desconocida estaba la luz, desterrada. Aunque brillara con la misma intensidad tras aquel enorme velo, no podía penetrar. La playa quedaba prisionera en una bóveda descolorida durante largos periodos, como si parte de la noche se fuera filtrando en las otras horas.
Aunque el viento era vigorizante, y el océano se rizaba en pequeños torbellinos de actividad gracias al errático golpeteo de las olas, descubrí que el agua se enfriaba cada vez más, por lo que ya no pude quedarme en ella tanto como antes. Así pasé al hábito de dar largas caminatas, que –cuando era incapaz de nadar– me daban el ejercicio que buscaba con tanto ahínco. Estas caminatas cubrían una porción más grande de la costa que mis vagabundeos previos, y como la playa se extendía por varios kilómetros más allá de la rústica aldea, con frecuencia me encontraba totalmente aislado en una zona interminable de arena en las últimas horas de la tarde. Cuando esto sucedía, caminaba deprisa a lo largo de la orilla murmurante, siguiéndola para no desviarme hace el interior y perder mi camino. Y a veces, cuando esos paseos ocurrían tarde (y así era cada vez con más frecuencia) llegaba a la casa achaparrada, que parecía una vanguardia de la aldea, sin siquiera darme cuenta. Insegura sobre los riscos mordidos por el viento, una mancha oscura en los tonos mórbidos del anochecer marino, la casa se veía más solitaria que bajo la plena luz del sol o de la luna, y yo la imaginaba como un rostro mudo, inquisitivo, vuelto hacia mí en espera de algún acontecimiento. He dicho ya que el lugar estaba totalmente aislado, y esto en principio me agradó; pero en aquellos breves momentos en que el sol dejaba un rastro sangriento en su declive, y la oscuridad avanzaba pesadamente como una sombra informe y en expansión, había en el lugar una presencia extraña: un espíritu, un ánimo, una impresión que provenía de las ráfagas de viento, el cielo gigantesco, y aquel mar que expelía olas negras sobre una playa que súbitamente se volvía ajena. En esos momentos sentía una inquietud sin causa definida, aunque mi naturaleza solitaria me había habituado desde mucho antes al silencio y la voz antiguos de la naturaleza. Esos recelos, que no podría haber descrito con seguridad, no me afectaban mucho, y sin embargo pienso ahora que, todo aquel tiempo, una conciencia gradual de la inmensa desolación del océano se abría paso en mí: una inquietud que se hacía sutilmente horrible por indicios –nunca más que eso– de una vitalidad o una conciencia que me impedían estar completamente solo.
Las calles del pueblo, ruidosas y amarillentas, con su actividad curiosamente irreal, estaban muy lejos, y cuando iba allí por mi cena (por no confiar en una dieta basada enteramente en mis exiguas habilidades culinarias), me preocupaba cada vez más, de modo bastante poco razonable, la idea de volver a mi cabaña antes de que fueran las altas horas de la noche, aunque con frecuencia me quedaba fuera hasta más o menos la diez.
Me dirán que semejante conducta es insensata: que de haber tenido un temor infantil a la oscuridad, debía evitarla por completo. Me preguntarán por qué no me iba de aquel lugar si su aislamiento me estaba deprimiendo. A todo esto no tengo respuesta, salvo que cualquier inquietud que sintiera, cualquier perturbación que me produjeran algunas breves vistas del sol que se oscurecía, o el viento ansioso y salado, o el manto del mar oscuro, como una tela enorme arrojada cerca de mí, tenía la mitad de su origen en mi propio corazón, se mostraba solamente en instantes fugaces, y no tenía efectos duraderos en mí. Durante las mañanas de luz diamantina, mientras olas traviesas se arrojaban festoneadas de azul a la costa cubierta de sol, el recuerdo de ánimos oscuros parecía más bien increíble, aunque sólo una hora o dos más tarde yo podía volver a experimentarlos, y descender a una oscura sima de desesperación.
Tal vez estas emociones interiores eran sólo un reflejo del ánimo del océano mismo, pues aunque la mitad de lo que vemos esté coloreada por la interpretación que le dan nuestras mentes, muchos de nuestros sentimientos están influidos de manera muy evidente por sucesos externos, físicos. La mar puede atarnos a sus muchos humores susurrándonos por medio de una sombra sutil o un resplandor en las olas, y sugiriendo de estas maneras su abatimiento o su regocijo. Ella siempre está recordando viejas cosas, y esos recuerdos, aunque nosotros no podamos comprenderlos, se nos comunican, para que podamos compartir su alegría o su remordimiento. Como no estaba trabajando, ni viendo a nadie que conociera, acaso era susceptible a aspectos de sus crípticos mensajes que hubieran sido ignorados por alguien más. El océano rigió mi vida durante todo aquel fin de verano; lo exigía, como recompensa por la salud que me había traído.
Varias personas se ahogaron en la playa ese año, y aunque escuché de los casos únicamente por casualidad (así es nuestra indiferencia a una muerte que no nos concierne, y que no atestiguamos), supe que los pormenores eran desagradables. La gente que moría –y algunos eran nadadores de habilidad por encima del promedio– no era encontrada sino hasta muchos días después, y la horrible venganza de las profundidades se ensañaba con sus cuerpos en descomposición. Era como si el mar los arrastrara a un cubil profundo, los triturara en la oscuridad y, cuando al fin quedaba seguro de que ya no le servían, los llevara a la costa en aquel estado espantoso. Nadie parecía saber qué causaba aquellas muertes. Su frecuencia causaba alarma a la gente timorata, pues la resaca en Ellston no era fuerte y no se sabía de tiburones en las cercanías. No supe si los cuerpos mostraban señales de algún ataque, pero el miedo de una muerte que se mueve entre las olas y ataca a gente sola desde un lugar sin luz, sin movimiento, es uno que los hombres conocen y que no les gusta. Deben encontrar deprisa una razón para semejante muerte, incluso si no hay tiburones. Como éstos eran sólo una causa posible, y una que a mi entender jamás se confirmó, los nadadores que se quedaron el resto de la temporada se mantenían más en alerta ante mareas traicioneras que ante cualquier posible animal marino.
El otoño, en verdad, ya no estaba lejos, y algunas personas lo tomaron como excusa para alejarse del mar, donde los hombres eran arrebatados por la muerte, y marcharse a la seguridad de tierra adentro, donde el océano no puede ni oírse. Así terminó agosto, y yo había estado muchos días en la playa.
Había habido amenaza de tormenta desde el cuatro del nuevo mes, y el seis, cuando salí a caminar entre el viento húmedo, una masa de nubes sin forma, incoloras y opresivas, apareció sobre el mar rizado y plomizo. El viento, que no soplaba en una dirección particular y en cambio agitaba e inquietaba el aire, daba una sensación de algo por venir, una señal de vida en los elementos que podía ser la esperada tormenta. Yo había almorzado en Ellston, y aunque el cielo parecía la tapa de un gran ataúd, me aventuré lejos por la playa, apartándome del pueblo y de mi casa hasta perderlos de vista. Cuando el gris universal empezaba a mancharse de un púrpura de carroña –curiosamente brillante pese a su matiz sombrío–, me encontré a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no parecía muy importante, pues a pesar de los cielos oscuros, y de su agregado resplandor de presagios desconocidos, yo estaba de un curioso humor desapegado que se parecía a aquel brillo: un ánimo que destellaba en un cuerpo súbitamente alerta y sensible a perfiles, formas y significados que antes habían estado ocultos. Oscuramente, llegó a mí un recuerdo, sugerido por la semejanza de aquella escena con una que había imaginado cuando, de niño, se me había leído un cuento. El cuento –en el cual no había pensado en muchos años– trataba de una mujer que era amada por el rey, de oscura barba, de un reino subacuático, en cuyos riscos imprecisos habitaban seres con aspecto de pez; ella era arrebatada de su rubio prometido por un ser oscuro, coronado con una mitra sacerdotal, y con las facciones de un viejo simio. Lo que había quedado en un rincón de mi imaginación era la imagen de riscos bajo el agua, contra el no-cielo, sombrío y turbio, de semejante entorno; lo recordé, aunque había olvidado la mayor parte de la historia, de manera bastante inesperada, al ver la misma unión de risco y cielo. Aquello era similar a lo que había imaginado en un año ya perdido salvo por impresiones incompletas y aleatorias. Vestigios del cuento pueden haber quedado detrás de ciertos recuerdos inconclusos e irritantes, y en ciertas virtudes insinuadas a mis sentidos por escenas cuyo valor real era terriblemente pequeño. Con frecuencia, en destellos de percepción momentánea (las condiciones, más que el objeto percibido, son lo importante), sentimos que ciertas escenas y composiciones –un paisaje de hojas, un vestido de mujer a la vera de un camino por la tarde, o la solidez de un árbol centenario contra el cielo de una mañana pálida– tienen un algo precioso, una virtud dorada que necesitamos comprender. Y sin embargo, cuando una escena o composición así es vuelta a ver después, o desde otra perspectiva, hallamos que ha perdido su valor o significado para nosotros. Tal vez la cosa que vemos no tiene aquella cualidad elusiva, sino que sólo sugiere a la mente alguna otra, muy distinta, que permanece en el olvido. La mente, desconcertada, sin darse cuenta del todo de esta apreciación fugaz, se vuelca en el objeto que la excita, y se sorprende al no hallar en él nada de valor. Así ocurrió cuando contemplaba las nubes manchadas de púrpura. Tenían la majestuosidad y el misterio de las torres de un antiguo monasterio en el crepúsculo, pero su aspecto era también el de los riscos en el antiguo cuento de hadas. Al recordar de pronto aquella imagen perdida, esperé a medias ver, en la espuma fina y sucia entre las olas –que ahora parecían hechas de negro vidrio de gota–, la figura horrenda del ser con aspecto de mono, tocado con una mitra salpicada de verdín, caminando desde su reino en algún golfo perdido, donde aquellas olas eran el cielo.
No vi ninguna criatura semejante del reino de la imaginación. Pero mientras el viento helado cambiaba de dirección, rasgando los cielos con un crujir de cuchillo, apareció en la oscuridad en que las nubes y el agua se tocaban un objeto gris, como un trozo de madera flotante, meciéndose impreciso en la espuma. Estaba a una distancia considerable, y como desapareció pronto, podría no haber sido madera, sino una marsopa salida a la superficie agitada.
Pronto noté que me había quedado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se aproximaba y enlazando mis fantasías infantiles con su grandiosidad, porque empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia helada, trayendo un aspecto sombrío más uniforme a una escena que ya era demasiado oscura para aquella hora. Corrí sobre la arena gris, sentí el impacto de las gotas frías sobre mi espalda, y poco después mi ropa estaba totalmente empapada. Las gotas incoloras formaban largos hilos entretejidos: un telón desplegado desde un cielo remoto. Luego de ver que no podría llegar seco a ningún refugio, reduje la velocidad de mi carrera, y volví a mi casa caminando, como bajo un cielo claro. No tenía mucho sentido darse prisa, aunque no me demoré como en ocasiones previas. Mi ropa mojada y apretada se enfriaba sobre mi piel, y en la oscuridad creciente, con el viento que soplaba sin cesar desde el océano, no pude reprimir un temblor. Y sin embargo había, pese a la incomodidad causada por la lluvia, una emoción latente en las masas púrpura de las nubes y en las reacciones que causaban en mi cuerpo. Con un humor mitad de exultante placer por resistir la lluvia (que chorreaba sobre mí, y llenaba mis zapatos y mis bolsillos), y mitad de extraño aprecio de aquellos cielos mórbidos e imperiosos que flotaban con alas oscuras sobre el mar movedizo y eterno, caminé por la gris extensión de arena de Ellston Beach. Más rápido de lo que había esperado, mi casita apareció entre la lluvia oblicua y golpeteante, y todas las hierbas de la colina arenosa se retorcían acompañando el frenesí del viento, como si quisieran arrancarse solas y viajar lejos unidas al aire. El mar y el cielo no se habían alterado en absoluto, y la escena era la que me había acompañado en el trayecto, salvo que ahora estaba pintada sobre ella la casa de techo encorvado, como cediendo bajo el peso de la lluvia. Me apresuré a subir los frágiles escalones y pasé a la estancia seca, donde, inconscientemente sorprendido por estar libre del viento incesante, me quedé de pie por un momento, con el agua escurriendo de cada centímetro de mí.
Hay dos ventanas en el frente de esa casa, una de cada lado, y ambas miran casi directamente hacia el océano, que ahora veía medio oscurecido por los velos superpuestos de la lluvia y de la noche inminente. Miré por esas ventanas mientras me ponía un conjunto improvisado de ropas secas, que tomé de un perchero y de una silla con demasiadas cosas encima como para sentarme en ella. Estaba totalmente aprisionado por una penumbra antinatural, que se había filtrado en algún momento a cubierto de la tormenta. No sabía cuánto tiempo había estado sobre la arena húmeda y gris, o qué hora era realmente, aunque tras un rato de rebuscar encontré mi reloj, que por suerte había dejado en casa, con lo que había evitado que se empapara como mi ropa. Quise descifrar la hora mirando las manecillas apenas alumbradas, un poco menos incomprensibles que los números en la esfera. Después de un momento mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –mayor en la casa que más allá de las ventanas empañadas– y descubrí que eran las 6:45.
No había visto a nadie en la playa mientras entraba a la casa, y naturalmente no esperaba ver más nadadores aquella noche. Sin embargo, cuando volvía a mirar por la ventana tuve la clara impresión de ver unas figuras que se destacaban sobre el cochambre de la noche lluviosa. Conté tres, moviéndose de un lado para otro de una forma que no comprendí, y otra más cerca de la casa…, aunque podría no haber sido una persona, sino un tronco arrojado por las olas, que ahora golpeaban con fiereza. Me sorprendí no poco, y me pregunté por qué razón aquellas rudas personas se quedaban fuera en semejante tormenta. Luego pensé que tal vez, igual que yo, habían sido atrapadas por la tormenta y se habían rendido a sus húmedas ráfagas. Poco después, llevado por cierta hospitalidad civilizada que se impuso a mi amor de la soledad, fui a la puerta y salí momentáneamente (a costa de volverme a mojar, pues la lluvia cayó de inmediato sobre mí con exultante furia) a mi pequeño porche, haciendo gestos hacia aquellas personas. Pero, sea porque no me vieron, o porque no me entendieron, no devolvieron mis saludos. Apenas visibles, se quedaron inmóviles, sorprendidos, o tal vez esperando alguna otra acción de mi parte. Había algo en su actitud que se parecía a aquel vacío críptico, que significaba cualquier cosa o nada, que también se veía en la casa, a la luz mórbida del atardecer. Súbitamente, tuve la sensación de que había algo siniestro en aquellas figuras inmóviles que elegían quedarse bajo la lluvia, de noche, en una playa totalmente vacía de gente, y cerré la puerta con una actitud de fastidio que buscaba (vanamente) esconder una corriente más profunda de miedo: un temor voraz que se elevaba desde las sombras de mi conciencia. Poco después, cuando volví a la ventana, parecía no haber nada afuera salvo la noche ominosa. Vagamente intrigado, y aún más vagamente asustado –como quien no ve nada alarmante, pero se siente aprensivo por lo que podría hallar en la calle oscura que pronto deberá cruzar–, decidí que probablemente no había visto a nadie, y que la turbidez del aire me había engañado.
La sensación de aislamiento que pendía sobre aquel lugar se incrementó aquella noche, aunque apenas más allá de mi vista, en la playa más al norte, cien casas se alzaban bajo la lluvia y las sombras, con sus luces amarillas y mortecinas sobre calles de cristal pulido, como ojos de duende reflejados en un estanque oleaginoso en mitad del bosque. Sin embargo, como no podía verlas, ni alcanzarlas en aquel mal tiempo –pues no tenía un auto, ni forma de marcharme de la casita salvo caminando en aquella oscuridad infestada de sombras–, me di cuenta de que me había quedado virtualmente solo con el mar pavoroso que se agitaba entre la niebla, oculto, insondable. Y la voz del mar se había convertido en un áspero gruñido, como el de un animal herido que intentara volver a levantarse.
Tratando de rechazar a las sombras con una lámpara sucia –pues la oscuridad se metía por mis ventanas y se posaba en los rincones, para quedarse mirándome como una bestia paciente–, preparé mi comida, pues no tenía intenciones de salir a la aldea. Parecía ser increíblemente tarde, aunque no eran las nueve cuando me fui a la cama. La oscuridad había llegado temprano, furtivamente, y durante el resto de mi estadía se mantuvo allí, elusiva, sobre cada escena y cada acción que contemplé. Algo se había desprendido de la noche: algo siempre indefinido, pero que me hacía experimentar algo latente, así que yo era como otra bestia, esperando el movimiento repentino de un enemigo.
El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.
La mañana trajo un sol debilitado: un sol como el que verán los hombres cuando el mundo sea viejo, si es que quedan hombres. Un sol más cansado que el cielo enlutado y enfermo. Apenas un eco de su antigua imagen, Febo se esforzaba por penetrar las nubes desgarradas y ambiguas cuando yo desperté, y a veces enviaba un chorro oro pálido a la esquina noroeste de mi casa, a veces se apagaba hasta que sólo era una bola luminosa, como un juguete increíble olvidado en el patio del cielo. Tras un tiempo, la lluvia, que debía haber continuado durante toda la noche, había tenido éxito en borrar los vestigios de las nubes púrpura que habían sido como los riscos marinos en un cuento de hadas. Como se le había quitado tanto el sol naciente como el poniente, ese día se mezcló con el anterior como si la tormenta intermedia no hubiera traído una gran oscuridad al mundo, y en cambio hubiera crecido y se hubiera extinguido en una sola tarde. Sintiéndose más animado, el sol furtivo usó toda su fuerza para dispersar la vieja niebla, ahora rayada como una ventana sucia, y expulsarla de su reino. El día azul e insustancial progresó a medida que se reitraban aquellas oscuras volutas, y el vacío que me había rodeado se retrajo a un lugar más alejado, en el que se mantuvo, agazapada y a la espera.
El sol había recobrado su antigua claridad, y el antiguo resplandor había vuelto a las olas, cuyas formas azules y juguetonas se habían congregado sobre la costa antes de que el hombre apareciera, y se regocijarían, sin que nadie las viera, cuando el hombre estuviera olvidado en los sepulcros del tiempo. Bajo la influencia de esos leves consuelos, como quien cree en la sonrisa amistosa de un enemigo, abrí mi puerta, y cuando ésta giró hacia fuera, una mancha oscura en el torrente de luz que entraba en la casa, vi que la playa estaba totalmente limpia de toda huella, como si ningún pie antes que los míos hubiera perturbado la lisura de la arena. Con la rápida de elevación de espíritu que sigue a un periodo de inquieta depresión, sentí –como una mera rendición, sin que mediara mi voluntad– que mi propia memoria era limpiada de la desconfianza, la sospecha y los miedos enfermos de toda una vida, tal como la mugre de una ribera sucumbe a una crecida de las aguas, y es llevada, y desaparece. Había un aroma pungente de hierba húmeda, como de las páginas mohosas de un libro, mezclado con un olor dulce nacido de prados del interior calentados por el sol; ambos llegaban a mí como una bebida embriagadora, que corría y cosquilleaba por mis venas como si quisieran comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, y hacerme flotar vertiginosamente en la brisa sin rumbo. Y conspirando con estas cosas, el sol seguía rociándome, como la lluvia del día anterior, pero con inagotables lanzas brillantes, como si también quisiera ocultar esa presencia intuida y remota, que se movía más allá de mi vista y sólo se dejaba notar por algún roce descuidado con el borde de mi conciencia, o por la ilusión de blancas figuras que observaran desde el vacío del océano. Ese sol, una fiera esfera sola en el torbellino del infinito, era como una horda de polillas doradas contra mi rostro levantado. Un cáliz blanco y burbujeante, lleno de incomprensible fuego divino, que por cada espejismo que me concedía se guardaba otros mil. De hecho, el sol parecía indicar el camino a reinos tranquilos y fantasiosos: si yo lo reconociera, podría vagar en ellos con la misma extraña felicidad. Cosas así provienen de nuestro propio interior, pues la vida nunca ha revelado sus secretos; sólo en nuestra interpretación de las imágenes que sugiere podemos encontrar éxtasis o sosiego, de acuerdo con nuestro ánimo. Y sin embargo, una y otra vez sucumbimos a sus engaños, creyendo por un tiempo que esta vez sí podremos encontrar la alegría prometida. Y de este modo, la fresca dulzura del viento, en la mañana tras una noche siniestra (cuyas insinuaciones malévolas me habían dado más inquietud que cualquier amenaza a mi propio cuerpo) me hablaba en susurros de antiguos misterios ligados sólo parcialmente con la Tierra, y de placeres que se volvían más nítidos porque yo sólo me creía capaz de experimentarlos en parte. El sol, el viento y aquel olor que ambos levantaban me hacían pensar en festivales de dioses, cuyos sentidos son un millón de veces más poderosos que los de los hombres, y cuyos goces son un millón de veces más sutiles y prolongados. Me insinuaban que todo aquello podía ser mío si me entregaba por completo a su poder, resplandeciente y engañoso. Y el sol, un dios agazapado de carne celestial y desnuda: un fuego poderoso, enigmático al que el ojo no podía mirar, parecía casi sagrado ante la percepción agudizada de mis nuevas emociones. La luz etérea y tonante que emitía era una que que todas las cosas debían venerar con asombro. El sinuoso leopardo en su selva verde y profunda debía haberse detenido para considerar sus rayos, dispersos por la maleza, y todas las cosas nutridas por ellos debían haber atesorado su brillante mensaje en un día como aquel. Porque cuando ya no esté, allá en las profundidades de lo eterno, la Tierra quedará perdida y negra en el vacío infinito. Esa mañana, en la que participé del fuego de la vida, y cuyo placer fugaz quedará a salvo del paso de los años, se agitaba con el llamado de cosas extrañas, cuyos nombres elusivos no pueden escribirse.
Mientras caminaba hacia la aldea, preguntándome cómo se vería después del baño –muy necesario– que le habría dado la lluvia tenaz, vi, enredada en un resplandor de humedad iluminada por el sol, que se posaba sobre él como un velo amarillo, un pequeño objeto: parecía una mano, estaba a unos seis metros de mí, y la espuma de las olas lo tocaba una y otra vez. La conmoción y el asco surgidos en mi mente, al ver que era en efecto un trozo de carne podrida, se impusieron a mi contento previo y me hicieron imaginar, con desconcierto, que sí podía ser una mano. Ciertamente no había pez, ni parte de un pez, que pudiera verse así; yo creía ver dedos largos, medio fundidos por la descomposición. Le di la vuelta a la cosa con un pie, pues no deseaba tocar algo tan repugnante, y se adhirió al cuero de mi zapato como con la fuerza de la putrefacción. Aquello, pese a casi no tener formar, tenía demasiada semejanza con lo que yo temía que pudiera ser, y yo lo empujé hasta ponerlo al alcance de una ola rumorosa, que lo apartó de mi vista con una prontitud que las orillas de la mar rara vez muestran.
Tal vez debí reportar mi hallazgo; sin embargo, su naturaleza era demasiado ambigua para justificar alguna acción. Dado que había sido parcialmente comido por algún ser horrible del océano, no me pareció que pudiera identificarse y volverse evidencia de una posible tragedia aún desconocida. Los numerosos casos de personas ahogadas, desde luego, me vinieron a la cabeza, así como otras ideas, aún más malsanas, que se quedaron sólo como conjeturas. Lo que fuera que hubiera sido aquel fragmento traído por la tormenta, incluso un pez o un animal semejante al hombre, nunca antes que ahora he hablado de él. Después de todo, no había pruebas de que la putrefacción no lo hubiera distorsionado, simplemente, hasta hacerlo adoptar aquella forma.
Me acerqué al pueblo, asqueado por la presencia de semejante objeto en la belleza aparente de la playa limpia, aunque era algo horriblemente típico de la indiferencia de la muerte en un mundo natural que junta la podredumbre con la belleza, y tal vez tiene más afecto por la primera. En Ellston no escuché de ningún ahogado reciente ni de otros accidentes en el mar, ni encontré referencia a sucesos semejantes en las columnas del diario local, el único que leí durante mi estancia.
Es difícil describir el estado mental en el que me hallaron los días subsecuentes. Siempre propenso a las emociones mórbidas, cuya angustia podía ser inducida por causas ajenas a mí mismo, o bien surgidas de los abismos de mi propio espíritu, yo estaba abrumado por un sentimiento que no era miedo ni desesperación, ni de nada semejante, sino más bien una conciencia de la fealdad constante y la suciedad oculta de la vida: una sensación que era en parte un reflejo de mi propio interior y en parte resultado de los pensamientos que aquel objeto mordisqueado y podrido, que acaso había sido una mano, me había traído. En aquellos días mi mente era un lugar de riscos sombríos e imprecisas figuras en movimiento, como el reino antiguo e ignoto de mi cuento de hadas. En breves punzadas de amargura, sentía la gigantesca oscuridad de este universo opresivo, en el que mis días y los días de mi raza eran nada para las estrellas destrozadas: un universo en el que toda acción es vana e incluso la emoción de la pena es un desperdicio. Las horas que previamente había pasado con un poco de salud recobrada, de contento y bienestar físico, las dedicaba ahora (como si aquellos días de la semana anterior hubieran terminado definitivamente) a una indolencia como la de aquel a quien ya no le interesa vivir. Estaba envuelto por el temor, patético y somnoliento, de un destino inevitable; del odio de las estrellas que me observaban y de las olas, enormes, negras, deseosas de aplastar mis huesos. De la venganza, de la majestad horrenda, indiferente, del mar nocturno.
Algo de la oscuridad e inquietud del mar había penetrado mi corazón, así que yo vivía en un tormento ciego, irracional, y no menos agudo por su origen misterioso y por la cualidad extraña, sin motivo, de su existencia vampírica. Ante mis ojos estaban los recuerdos de las nubes púrpureas, la extraña esfera de metal, la espuma estancada, la soledad de mi casita oscura, y la vanidad ridícula de la aldea veraniega. No fui más a la aldea, pues me parecía sólo una falsificación de la vida. Como mi propia alma, se alzaba ante un mar oscuro y ávido, un mar que cada vez me resultaba más odioso. Y entre aquellas imágenes recordadas, corrompida y nauseabunda, estaba la del objeto cuyos contornos humanos me hacían dudar cada vez menos sobre qué había sido alguna vez.
Estas palabras garabateadas no pueden comunicar la espantosa desolación que había caído sobre mí (y que yo deseaba aliviar: así de profundo se había metido en mi corazón). Ella me hablaba de cosas terribles y desconocidas que me rondaban, cada vez más cerca. No era locura: más bien, era una percepción demasiado clara y precisa de la oscuridad que está más allá de esta frágil existencia, iluminada por un sol momentáneo que no está más a salvo que nosotros mismos. Una conciencia de futilidad que pocos pueden experimentar sin que les impida por siempre regresar a la vida. La certeza de que, dondequiera que fuese, y por mucho que combatiera con el poder que le quedaba a mi espíritu, no podría ganar el menor terreno al universo hostil, ni prolongar por un instante más la vida a mí confiada. Temeroso de la muerte como de la vida, agobiado por un terror sin nombre y, pese a ello, incapaz de olvidar las escenas que lo evocaban, yo estaba esperando cualquier consumación de horror que aún aguardara en la inmensa región más allá de los muros de la conciencia.
Así me encontró el otoño, y volví a perder lo que había ganado de la mar. El otoño en las playas: un tiempo triste que no está marcado por hojas escarlata ni por ningún signo de los habituales. Un mar atemorizante que no cambia, aunque cambie el hombre. Sólo hubo un enfriamiento de las aguas, a las que ya no quise entrar: un oscurecimiento fúnebre del cielo, como si eternidades de nieve se prepararan a descender sobre las olas espantosas. Empezado aquel descenso, no terminaría jamás: seguiría bajo el sol blanco, amarillo y carmesí, y por fin bajo el pequeño rubí que solamente se rendiría al sinsentido de la noche final. Las aguas, antes amistosas, balbuceaban sin sentido, y me lanzaban extrañas miradas, y sin embargo no hubiera podido decir si la oscuridad del paisaje era reflejo de mis propios pensamientos, o si la tiniebla en mi interior era causada por lo que sucedía fuera de mí. Sobre la playa y sobre mí había caído una sombra, como la de un pájaro que nos sobrevolara en silencio: uno cuya mirada atenta no sospechamos hasta que la imagen en la tierra replica la del cielo, y miramos de pronto hacia arriba para encontrar que algo nos ha estado acechando, volando a nuestro alrededor en círculos.
El día fue a fines de septiembre. El pueblo había cerrado los hoteles donde la insana frivolidad regía vidas huecas, atenazadas por el miedo, y donde viejos títeres llevaban a cabo sus locuras veraniegas. Los títeres fueron descartados, sucios con las últimas sonrisas y ceños fruncidos que se les habían pintado, y no quedaban cien personas en el pueblo. Una vez más, se permitió que los ordinarios edificios con fachadas de estuco que miraban la costa empezaran a deteriorarse por la acción del viento. A medida que el mes se acercaba al día al que me refiero, en mí se fue encendiendo la luz de un amanecer gris e infernal, en la que –me parecía– alguna oscura taumaturgia sería completada. Yo temía menos a aquella magia que a la continuación de mis horribles sospechas –menos que a las insinuaciones de algo monstruoso que acechaba tras bambalinas–, de modo que era con más curiosidad que verdadero temor que yo esperaba el día de horror que parecía acercarse. El día, repito, fue a fines de septiembre, aunque no estoy seguro si fue el 22 o el 23. Esos detalles han desaparecido bajo el recuerdo incompleto de lo sucedido: episodios que no deberían atormentar a ninguna existencia ordenada, por las detestables insinuaciones (y solamente insinuaciones) que contienen. Supe que había llegado la hora por una intuición alarmante del espíritu, una revelación demasiado profunda para que pueda explicarla. Durante las horas del día, esperé la noche; impaciente, tal vez, de que la luz del sol desapareciera, como un reflejo apenas atisbado en aguas ondulantes. De los eventos del día mismo no recuerdo nada.
Ya había pasado mucho tiempo desde que la tormenta portentosa hubiera echado su sombra sobre la playa, y yo estaba decidido –luego de dudas sin causa tangible– dejar Ellston, pues hacía cada vez más frío y ya no iba a regresar a mi antigua tranquilidad. Cuando llegó un telegrama para mí (que se quedó dos días en la oficina de Western Union antes de que me localizaran: así de poco se conocía mi nombre) diciendo que mi diseño había sido aceptado, y había vencido a todos los otros en el concurso, fijé la fecha de mi partida. Recibí la noticia, que en otro momento del año me hubiera afectado enormemente, con extraña apatía. Parecía tan remota de la irrealidad que me rodeaba, tan remota de mí, como si se le hubiera enviado a una persona a la que no conocía, y sólo hubiera llegado a mí por accidente. Con todo, su llegada me obligó a completar mis planes y dejar la casita de la costa.
Sólo quedaban cuatro noches a mi estancia cuando tuviero lugar los últimos de aquellos eventos cuyo significado está más en la impresión oscuramente siniestra que los rodeaba que en ninguna amenaza evidente. La noche había caído sobre Ellston y sobre la costa, y una pila de platos sucios era testigo de mi comida reciente y de mi pereza. La oscuridad llegó mientras me sentaba, con un cigarrillo, ante una de las ventanas que miraban al mar: era un líquido que gradualmente llenó el cielo y bañó a la luna, monstruosamente elevada. La planicie del mar que colindaba con la arena brillante, la ausencia total de un árbol o de cualquier otra figura, y la mirada de aquella alta luna me dejaron ver, de pronto, la vastedad de mi entorno. Apenas unas pocas estrellas se asomaban, como para acentuar con su pequeñez la majestad del orbe lunar y de la marea incesante.
Me había quedado adentro, temeroso por alguna razón de salir hacia el mar en semejante noche de informes portentos, pero escuchñe a las olas murmurar secretos de un saber inaudito. Un viento proveniente de ningún lugar me traía el soplo de una vida extraña y palpitante –la encarnación de todo lo que había sentido y sospechado–, que ahora se agitaba en los abismos del cielo y debajo de las olas silentes. No podría decir en qué lugar se fundía aquel misterio con un sueño antiguo y espantoso, pero como quien se para junto a quien duerme, sabiendo que pronto despertará, yo me senté ante la ventana, sosteniendo un cigarrillo consumido casi por completo, para mirar la luna ascendente.
Gradualmente, sobre aquel paisaje siempre en movimiento pasó un resplandor, intensificado por los del cielo, y me pareció estar bajo una compulsión creciente a mirar lo que pudiera ocurrir. La playa se vaciaba de sombras, y sentí que se llevaban cualquier refugio para mis pensamientos cuando llegara aquello que iba a llegar. Aquellas que se quedaban eran de ébano, insondables: trozos inmóviles de oscuridad que se extendían entre los rayos crueles y brillantes. La imagen eterna formada por orbe lunar –ya muerto, sea cual haya sido su pasado, y frío como los sepulcros inhumanos que guarda entre las ruinas de siglos polvorientos, más antiguos que el hombre– y el mar –movido, tal vez, por alguna vida desconocida, alguna conciencia ignota– me enfrentaba con horrible viveza. Me levanté y cerré la ventana: fue en parte por un impulso interior, pero sobre todo, creo, una excusa para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Ahora, de pie ante los cristales cerrados, ningún sonido llegaba hasta mí. Los minutos parecían eternidades. Yo esperaba, como mi propio corazón temeroso y la escena inmóvil ante mí, el signo de alguna vida inefable. Había puesto la lámpara sobre una caja en el rincón oeste del cuarto, pero la luna era más brillante, y sus rayos azules invadían lugares donde la lámpara apenas alumbraba. El resplandor antiguo de la luna, redonda, silenciosa, caía en la playa como lo había hecho por eones, y yo esperé, atormentado por la expectación, que se hacía dos veces más aguda por la falta de satisfacción, y la incertidumbre sobre cuál extraña conclusión podría suceder.
Afuera de la casita, la blanca iluminación sugirió vagas formas espectrales cuyos movimientos irreales, fantasmales, parecían burlarse de mi ceguera, igual que voces no escuchadas se burlaban de mi atenta escucha. Por larguísimo tiempo, me quedé quieto, como si el Tiempo y el tañido de su gran campana se hubieran enmudecido. Y sin embargo no había nada que temer: las sombras cinceladas por la luna no tenían contornos antinaturales y no me ocultaban nada. La noche estaba silenciosa –lo sabía, pese a mi ventana cerrada– y todas las estrellas fijas, melancólicas, en un cielo de oscura grandeza. No había movimiento entonces, ni hay palabras de mi parte ahora, capaces de revelar mi predicamento: de describir al cerebro aprisionado en carne que, aterrado, no se atrevía a romper el silencio, pese a que era una tortura. Como si esperara la muerte, y seguro de que nada podría expulsar el peligro que mi alma enfrentaba, me volví a sentar, con un cigarrillo ya olvidado en la mano. Un mundo silencioso resplandecía más allá de las ventanas sucias y baratas, y en otro rincón del cuarto un par de sucios remos, puestos allí antes de mi llegada, compartieron la vigilia de mi espíritu. La lámpara ardía sin cesar, dando una luz enferma, del color de la piel de un cadáver. La miré de tanto en tanto, por la distracción que me daba y vi que muchas burbujas se alzaban y se desvanecían, inexplicablemente, en la base llena de keroseno. Más curioso, el pabilo no emitía calor. Y de pronto me di cuenta de que la noche entera no era fría ni caliente, sino extrañamente neutra, como si las fuerzas físicas se hubieran suspendido, violentando las leyes serenas de la existencia.
Entonces, con un chapoteo sordo que envió ondas del agua plateada hasta la costa, e hizo ecos de miedo en mi corazón, algo emergió nadando más allá de la rompiente. Podría haber sido un perro, un ser humano o algo más extraño. No podía saber que la estaba mirando –o tal vez no le importaba– pero como un pez deforme nadó entre los reflejos de las estrellas y se sumergió bajo la superficie. Tras un momento volvió a salir, y esta vez, como estaba más cerca, vi que llevaba algo sobre su hombro. Supe, entonces, que no podía ser un animal, y que era un hombre o algo parecido a un hombre, que se acercaba a la tierra desde el mar oscuro. Pero nadaba con una facilidad espantosa.
Mientras yo miraba, pasivo, lleno de horror, con la mirada fija de quien espera la muerte de otro y sabe que no puede evitarla, el nadador llegó a la cosa, aunque demasiado lejos hacia el sur para que yo pudiera discernir del todo su aspecto o su silueta. Con un extraño trote, mientras sus zancadas dispersaban chispas de espuma alumbrada por la luna, emergió y se perdió entre las dunas más allá de la playa.
Ahora me poseía una súbita recurrencia del miedo que había muerto en los momentos previos. Me llenó un frío estremecimiento, aunque el aire el cuarto, cuya ventana ya no me atrevía a abrir, estaba más bien cargado. Pensé en lo horrible que sería que algo entrara por una ventana que no estuviera cerrada.
Ahora que ya no podía ver a la figura, sentí que se mantenía en algún sitio cercano, en las sombras, o bien que me miraba desde cualquier ventana que no estuviese vigilando. Así que empecé a mirar, ansiosa, frenéticamente, por todas las ventanas, una tras otra, con miedo de encontrarme realmente con un rostro intruso, pero incapaz de refrenarme y cesar aquella pavorosa inspección. Pero aunque miré durante horas, ya no hubo nada más sobre la playa.
La noche llegó a su fin, y con éste empezó el reflujo de aquella extrañeza: la que había hervido como un brebaje maligno, había llegado al borde del caldero en un instante, había hecho una pausa, y luego había comenzado a descender, llevándose consigo cualquier mensaje de lo desconocido que hubiera traído. Como las estrellas que prometen la revelación de terribles y gloriosos recuerdos, nos llevan a venerarlas mediante ese engaño, y luego no nos dan nada. Había llegado peligrosamente cerca de aprehender un antiguo secreto, que se había aventurado cerca de los sitios humanos y había acechado, con cautela, en el borde mismo de lo conocido. Y sin embargo, al final, no tenía nada, pues sólo se me había dado un vislumbre de aquella cosa furtiva, oscurecido por los velos de la ignorancia. No puedo ni concebir qué era eso, que podría haberse mostrado de haber estado yo más cerca del nadador que fue hacia la costa, en vez de hacia el océano. No sé que hubiera sucedido si el brebaje hubiera sobrepasado el borde del caldero, para derramarse en una cascada de revelaciones. El mar nocturno retenía cuanto había nutrido. Nunca sabré nada más.
Sigo sin saber por qué el océano causa tal fascinación en mí. Pero, en fin, tal vez nadie de nosotros puede resolver esas cuestiones: tal vez existen desafiando cualquier explicación. Hay hombres, y hombres sabios, a los que no les gusta el mar y su espuma que lame las costas amarillas. Ellos creen que quienes amamos el misterio de la profundidad, antigua e interminable, somos extraños. Sin emargo, para mí hay un atractivo misterioso, inescrutable, en todos los ánimos del océano. Está en la espuma plateada y melancólica bajo el cadáver que es la luna nueva; flota sobre las olas silenciosas, eternas, que golpean costas desnudas; está allí cuando todo carece de vida salvo las sombras desconocidas que planean a través de sombrías profundidades. Y cuando contemplo las tremendas oleadas que arremeten con fuerza inagotable, llega a mí un éxtasis semejante al miedo, y debo humillarme ante su poder, para no odiar las aguas espesas y su belleza abrumadora.
Vasto y desolado es el océano, e igual que todas las cosas provienen de él, todas habrán de regresar. En la velada plenitud del tiempo, nadie reinará sobre la Tierra, ni habrá movimiento alguno, salvo en las aguas eternas. Y estas golpearán las costas oscuras con truenos de espuma, aunque no quede nadie en ese mundo agonizante para mirar la fría luz de la luna enferma, mientras juega en los torbellinos de la marea y las arenas ásperas. En la orilla de lo profundo, sólo quedará la espuma estancada, acumulándose entre conchas y huesos de los seres antiguos que vivían en las aguas. Cosas silentes y blandas se retorcerán en las costas desiertas, extinta su vida perezosa. Luego todo estará oscuro, pues al fin incluso la luna blanca sobre las olas se apagará. No quedará nada, ni arriba ni debajo de las aguas sombrías. Y hasta ese último milenio, y por siempre después, el mar tronará y se agitará en la noche pavorosa.
Seguimos con la serie de ejercicios semanales, no obligatorios, para quienes quieran practicar diferentes aspectos concretos del proceso de escritura.
Esta semana: el cuento sin fantasmas.
Instrucciones: considerar los elementos habituales del cuento de fantasmas: los escenarios, las anécdotas, los personajes típicos. Se vale (de hecho es muy recomendable) revisar textos de los grandes maestros de este subgénero o vertiente literaria.
Después, redactar un breve resumen de cómo sería un cuento de fantasmas en el que no aparezcan fantasmas. Que emplee tantos elementos tradicionales como sea posible, pero en el que nunca se llegue a describir de forma explícita una aparición sobrenatural.
Al menos un gran autor de narraciones de fantasmas, el inglés Algernon Blackwood, tiene un cuento así: titulado “La casa vacía” cuenta sólo con dos personajes, vivos ambos, que visitan una casa embrujada. Pero no se ve nada: el miedo y la inquietud se logran de forma magistral a pesar del obstáculo impuesto.
El propósito es reconocer los elementos de un subgénero literario –la serie de características que lo conforman– y entender de qué manera se relacionan unas con otras y cuáles son sus fortalezas y debilidades. De hecho, el ejercicio se puede plantear a partir de cualquier subgénero: por ejemplo, un cuento policiaco tradicional en el que no se cometa un crimen, o un cuento cyberpunk en el que no haya ninguna tecnología avanzada.
Como los demás, este ejercicio se puede realizar en privado –escrito en una libreta, por ejemplo– o publicar en algún espacio en línea. También se puede enlazar, si se desea, en la sección de comentarios de esta nota, o dejarse allí directamente.
Importante: en este caso el ejercicio vale la pena si se utiliza un subgénero conocido y bien caracterizado. No se vale hacer trampa “inventando” un subgénero “nuevo”, hecho de elementos arbitrarios.
Ayer, primero de enero de 2018, se cumplieron 200 años de la publicación de Frankenstein de Mary Shelley. La novela –cuyo subtítulo no siempre se recuerda y es bello y durísimo, irónico: El moderno Prometeo— es desde luego una de las más influyentes de la historia humana y sigue con nosotros hasta hoy no sólo en sus muchas ediciones, traducciones y adaptaciones, sino también en obras que reciben su influencia, así como en grandes porciones del arte y el pensamiento contemporáneos.
Pensando en ella, me encontré con un breve ensayo del narrador británico China Miéville: «Theses on Monsters», que recuerda muchas otras reflexiones acerca de los monstruos en la cultura, pero que me pareció interesante para comenzar el año. Como en muchos otros lugares, en este país es frecuente escuchar el lugar común de que ninguna historia de miedo puede «superar» los horrores de la vida real; la frase no es más que un gracejo, una salida ingeniosa que permite a quien la dice dar una impresión de respetabilidad (y de profundo desprecio por la literatura), pero nunca está de más criticarla y Miéville lo hace de forma sorprendentemente profunda en su texto, que es muy breve y traduje por puro gusto. Aquí está.
Tesis sobre los monstruos
China Miéville
1. La historia de todas las sociedades existentes hasta hoy es la historia de los monstruos. El homo sapiens es un engendrador de monstruos como sueños de la razón. No son patologías sino síntomas, diagnósticos, glorias, juegos y terrores.
2. Insistir en que un elemento de lo fantástico es condición sine qua non de la monstruosidad no es sólo un deseo nerd (aunque sí sea eso en parte). Los monstruos deben ser formas-criaturas y corpúsculos de lo inefable, lo malo numinoso. Un monstruo es lo sublime somatizado, emisario de un pléroma amenazante. El fin último de la esencia monstruosa es la divinidad.
3. Hay una tendencia compensatoria en el corpus monstruoso. Es evidente en la orden de «Pokémon» de ‘atraparlos a todos’, en las taxonomías exhaustivas del «Manual de los monstruos», en las tomas fetichistas de los monstruos de Hollywood. Una cosa que evade tanto las categorías provoca y se rinde a un deseo voraz de especificidad, de una enumeración de su cuerpo imposible, de una genealogía, de una ilustración. El fin último de la esencia monstruosa es el espécimen.
4. Los fantasmas no son monstruos.
5. Se ha señalado, regular e incesantemente, que la palabra monstruo comparte raíces con «monstrum», «monstrare», «monere»: «aquello que enseña», «mostrar», «advertir». Esto es verdad pero ya no sirve de nada, si es que alguna vez sirvió.
6. Las épocas vomitan los monstruos que les hacen falta. La Historia puede ser escrita sobre los monstruos, y en los monstruos. Experimentamos las conjunciones de ciertos hombres lobos y el feudalismo mordido por diversas crisis, de Cthulhu y la modernidad que se rompe, de las cosas fabricadas por Frankenstein y Moreau y una Ilustración variadamente atormentada, de los vampiros y (tediosamente) todo, de zombis y momias y extraterrestres y golems/robots/construcciones de relojería y sus propias ansiedades. También pasamos por los traslados interminables de semejantes gérmenes y antígenos monstruosos a nuevas heridas. Todos nuestros momentos son momentos monstruosos.
7. Los monstruos exigen decodificación, pero para merecer su propia monstruosidad, evitan la rendición final a esa exigencia. Los monstruos significan algo, y/pero significan todo, y/pero son ellos mismos, e irreductibles. Son demasiado concretamente dentados, colmilludos, escamosos, capaces de respirar fuego, por un lado, y por el otro demasiado abiertos, polisémicos, fecundos, reacios a todo cierre como para solamente significar, y no digamos para significar una sola cosa. Cualquier espíritu chocarrero que pueda ser totalmente analizado no fue jamás un monstruo, sino un villano de «Scooby-Doo» con máscara de hule, una banalidad semiótica con un disfraz fatuo. Una solución sin un problema.
8. Nuestra simpatía por el monstruo es famosa. Lloramos por King Kong y el Monstruo de la Laguna Negra sin importar lo que hayan hecho. Somos partidarios de Lucifer y padecemos por Grendel. La huella de una impresión escéptica: que el orden impuesto es un deseo incumplido, está detrás de nuestras lágrimas por sus antagonistas, nuestra empatía perturbada por el invasor del salón de Hrothgar.
9. Semejante simpatía por el monstruo es un factor conocido, un problema pequeño, una complicación menor para quienes, en una reacción habitual y sosa, lanzan acusaciones de monstruosidad contra enemigos sociales designados.
10. Cuando esos mismos poderes que llaman monstruos a sus chivos expiatorios llegan a cierto punto, a una masa crítica, de rabia política, súbitamente y con un pavoneo agresivo se convierten ellos mismos en monstruos. Las tropas de choque de la reacción abrazan su propia monstruosidad supuesta. (De este proceso surgió, por ejemplo, el plan Werwolf del régimen nazi.) Y esos son, por mucho, peores que cualquier monstruo porque, a pesar de todo lo que presuman, no son monstruos. Son más banales y más malignos.
11. El cliché de que ‘Hemos visto a los monstruos de verdad y somos nosotros’ no es revelatorio, ni ingenioso, ni interesante, ni cierto. Es una traición de lo monstruoso, y de la humanidad.
(Hace tiempo me tocó debatir en línea sobre todo este asunto; fue poco después de haber escuchado una discusión muy incómoda en vivo…, que es una historia para otro momento. Pero Miéville dice varias cosas que yo hubiera querido decir más claramente cuando fue mi turno de hablar.
Sólo agregaría que los monstruos, y en especial los que son como la criatura de Frankenstein, no necesitan que les deseemos larga vida ni en sus grandes aniversarios. Porque no mueren.)
Para cerrar el año, el tercer cuento de este mes, con el que la antología virtual de Las Historias llega a los 150 textos. Además, es una primicia: «Noche de difuntos» de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), narradora y docente ecuatoriana, especialista en la literatura de imaginación, que ha aparecido en numerosas antologías y publicado libros como Tinta sangre, Dracofilia, El lugar de las apariciones, Balas perdidas o Caja de magia.
«Noche de difuntos» –cuento en el que la familia se convierte en asiento del horror– es inédito en este momento, se publica con permiso de la autora y aparecerá próximamente en una nueva colección, que publicará la editorial Candaya.
NOCHE DE DIFUNTOS
Solange Rodríguez Pappe
“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados”.
—1 Cor 15:50-53
Mi esposa se ha ido pero ha dejado todo listo para el día de difuntos. Una olla con vísceras recién condimentadas, agua recogida en galones, muchas fundas para los desechos; —de esas negras y enormes donde cabría muy bien una persona doblada o en partes—, y una pala de punta cuadrada, nuestra nueva adquisición del mes, que espera flamante tras la puerta. Ella se ha encargado muy bien de los preparativos porque desde que nos casamos ha estado muy pendiente de las cosas de la casa. ‘Tú podrías vivir muy tranquilo metido en una caja de cartón si te dieran un televisor y una cerveza’, me dice bromeando, mientras ella ordena el mundo con bastante eficiencia. Para incluirme en sus planes, de vez en cuando me da tareas específicas, como la de la pala. Pero siempre me pasa lo mismo: cuando voy a la tienda de abarrotes para estas vísperas, ya la gente ha tomado lo mejor y me siento un absoluto inútil; así que he comprado la única pala que he encontrado, una que sirve para trasplantar plantas pero no para excavar la tierra.
Luego de la cola infinita hecha junto con adolescentes eufóricos por tener entre las manos sus primeras armas de fuego y de los tremendistas que llevan desde cañones hasta granadas para defender sus casas, me he topado con otros esposos que entran jadeantes y van directo a la parte de las herramientas grandes. Me divirtió ver sus caras de decepción. Definitivamente, hay maridos peores que yo. Cuando ella vio la pala demasiado pequeña, aun con la etiqueta puesta, se ha alzado de hombros y me ha dicho que no importaban mucho esos pequeños detalles en comparación con el gran plan que habíamos convenido. Tenía razón; ese era nuestro último año en la ciudad para la noche de difuntos. La que venía, nos íbamos a ir a vivir al extranjero, lo más lejano posible de la tierra donde habíamos pasado casi toda la vida.
Por la tarde, alcanzando el final de la caravana, ella ha salido de la ciudad con la niña hacia las nuevas edificaciones que ha construido el estado, que son cada vez menos una fortaleza y cada vez más un complejo turístico. Ahora les han instalado un parque acuático, un centro comercial y una iglesia con capacidad para 500 personas, que siempre está vacía porque sucede como en Semana Santa, que la gente no tiene ya cabeza para esas reverencias, y solo los más viejos anochecen y amanecen orando por las almas de los difuntos. El resto hace lo de siempre: pone a gozar al cuerpo como si no hubiera mañana.
El año en que la acompañé me la pasé pensando en mamá. ‘Tienes la cabeza en otro lado’, me decía Lucrecia, ‘mejor no hubieras venido’ y sí, era verdad. Aguanté las horas muertas viendo reportes de los movimientos en la ciudad, mirando el sueño tranquilo de la niña e imaginando las manos flacas que llamaban a la puerta de nuestra casa vacía. Cuando Lucrecia volvió del cine y por fin se acostó a dormir, me escabullí a la capilla buscando consuelo. Alguien cantaba una melodía triste acerca de los insondables destinos de Dios. La religión siempre me ha parecido un pretexto para sufrir en grupo. Me juré no regresar jamás a perder allí mi tiempo.
Desde la ventana del coche, Lucrecia me preguntó otra vez, con desconfianza, si aún seguíamos con el plan convenido. Luego de la decepción de la pala y de todas las decepciones anteriores, templé la voz para contestarle que sí. Me dio un beso leve que prometía mucho más cariño en el futuro y me dijo, ‘besa también la niña’. Me la pasó por la ventanilla. Un pedacito de carne blanca que se daba poco conmigo y que pataleaba en cuanto la tomaba en brazos. Dormida era otra cosa; dormida podía imaginar que era completamente mía y le decía: Hijita, por ti nos iremos de aquí, buscaremos una ciudad mejor donde el pasado no pueda alcanzarnos, tendré un trabajo diferente, te daremos un hermanito… Lucrecia se fue sonriendo satisfecha.
El cachorro que habíamos conseguido, también con las justas ese año, las siguió ambas ladrando y saltando un par de cuadras. Después volvió corriendo hacia mí, jadeando, con una confianza completamente limpia y bonachona. Le llené el plato de comida en el patio delantero mientras miraba cómo los vecinos de en frente también emprendían su huida. Este año la que debía aguardar al día de muertos era la esposa, aún bastante joven, porque su hermano menor acababa de fallecer. La saludé con la mano fingiendo una cordialidad que no sentía, ella no supo que contestar y se metió a la casa rápidamente. Desde ese instante, en nuestro barrio se extendió un profundo y desolador silencio. Me sentí en paz.
Cerca de las once de la noche, mientras veía noticias sobre los preparativos en toda la ciudad, escuché sonidos raros en el patio delantero y ladridos. Encendí inmediatamente las luces y los aspersores y tomé la pala, lleno de nervios. No podía ser posible que se hubiera adelantado la noche de difuntos, pero con eso de los inescrutables designios de Dios, pues quién podría saberlo. Encontré a la vecina arrodillada en el suelo, empapada, intentado atrapar a nuestro perro.
—¿Qué hace? — Le dije mirándola desconcertado.
El agua le humedecía el pelo, le marcaba los pechos y las caderas. Aún era una mujer agradable de ver. Y en aquella pose…
—El inútil de mi marido no pudo conseguir este año una mascota y no tengo nada que ofrecer el día de muertos. Siempre llega tan rápido. Tenemos un conejo, pero los niños no quisieron dejarlo y se lo llevaron.
—¡Pero este es el perro de mi hija!
—Por favor, démelo, estoy desesperada. Su hija es muy pequeña, ni siquiera sabe que existe ese perro.
Y el cachorro daba brincos en su torno mientras ella quería apresarlo con los brazos, era un espectáculo ridículo. Luego se dio cuenta de que el agua la hacía lucir desnuda y que yo, ciertamente, lo había notado. Se le ocurrió una idea bastante lógica.
—Hágame pasar, si usted quiere, pero por favor, deme al perro.
Lo medité un momento sopesando las consecuencias.
—Venga— le dije.
Pasamos directamente a la cocina. Ella alabó el decorado sobrio de nuestro hogar. También el orden y la limpieza que Lucrecia mantenía en la casa. Agarré de la estantería un recipiente de plástico y puse en él parte de la comida que había preparado mi esposa. Las vísceras de cerdo frías se pegaban las unas a las otras en una mezcla gelatinosa que olía a sangre. Ella arrugó su nariz. Dijo que se sentía incapaz de hacer esto, que le parecía una pesadilla, lo que uno dice siempre hasta que ya lo está haciendo. Todos hemos enterrado a nuestros muertos, es lo que hacemos desde el principio de la historia, — le contesté— nunca ha sido diferente, lo que pasa es que ahora lo hacemos una vez más todos los años. Me miró sin parecer muy convencida.
—Puede que no haya quedado suficiente para usted.
—Me las ingeniaré. Será nuestro secreto, ya sabemos que la comida del día de muertos es sagrada, no vamos a decirle a nadie.
—Es usted un buen esposo —, me dijo antes de cruzar la calle y dedicarme una mirada un poco más detenida, cargada de sincera simpatía. Sonreí. Le iba a comentar bromeando que, si la sorprendía otra vez acosando al perro, iba a usar la pala con ella. Pero seguro iba a dañar el buen clima. Ya ambos teníamos suficiente con los ánimos crispados.
Con el tiempo en contra, puse la mesa y saqué de debajo de la cama la vajilla cara que le habían regalado a Lucrecia para el matrimonio, la que tenía ribetes dorados. Después arrimé el sillón lo más cerca que pude de la ventana, saqué las fundas de basura de su envoltorio, forré los muebles y esperé y esperé, durmiendo por momentos cortos. Todavía me quedaban unos pendientes por resolver.
Cerca de las dos de la mañana, la emisora local había dejado de transmitir. Abrí con precaución la puerta y miré unos segundos la calle desierta, iluminada por la mortecina luz de las farolas. Me pareció ver a la distancia un bulto pequeño que se movía con lentitud, tal vez un niño. Rápidamente, le quité la cadena al perro que se alegró al verme, tan nuevo que ni siquiera tenía nombre; un cocker spaniel que era la vitalidad en estado puro. Lo alcé en el aire mientras su cuerpo, que era todo espasmos, se sacudía frenético contra mi pecho intentando lamerme la cara. Lo encerré en el dormitorio. No hagas ruido, le dije, pero en cuanto le eché llave a la puerta arrancó dando ladridos y los aullidos largos.
Ni bien pasé a la sala se escucharon los primeros toquidos, secos e insistentes, como si los hicieran con un madero pequeño. Dejé que siguieran un rato más para no equivocarme mientras repasaba en mi cabeza el estado de la situación. Me había olvidado de entibiar la cena, por ejemplo. ¡Ay!, Es cierto que yo casi siempre era un desastre encargándome de la casa. Lucrecia lo habría hecho mil veces mejor.
—Hola mamá—, le dije de forma automática en cuanto abrí la puerta —, se te ve muy bien conservada.
Y era verdad, ya iba para el tercer año como cadáver y todavía mantenía varias partes en su sitio. Las piezas dentales, por ejemplo, se notaban casi todas en buen estado cuando gruñía una sonrisa. El ojo blanquecino que aún le quedaba, sostenía la mirada tierna que yo recordaba de la infancia y el ralo pelo enmarañado, del que se desprendían terrones de suciedad, me daba la impresión de que incluso había crecido en comparación con las visitas anteriores.
Aunque Lucrecia no había querido —luego de la muerte de mamá, elegí para ella la tierra más nutritiva, la que tenía grandes dosis de arcilla. Fue una pelea difícil que terminé ganando—, le dije que ella era la única pariente que tenía para que me visitara el día de muertos porque papá se había perdido en el mar, y también le prometí que solo la recibiría hasta el tercer año, que después de eso la golpearía con una pala, la dividiría en trozos, — total, ya estaba muerta —, y luego enterraría su cuerpo en el jardín. Había sonado sencillo entonces, pero ahora debía cumplirlo.
La abracé como bienvenida. Su cuerpo pequeño era como el de un pájaro o un reptil, hecho de cartílago. No debía apretar demasiado; sin embargo, la emoción de volver a ver a mamá me capturó… hasta que escuché el primer crujido. Ella soltó una exhalación gutural para expresar también su cariño, era el lenguaje ahogado de un cuerpo sin lengua ni pulmones donde yo debía completar las palabras. Me costó, pero con el tiempo yo había aprendido a entenderla.
—Debes de estar cansada y con hambre, el trecho desde el cementerio es largo…
Y le sugerí que fuésemos directamente al comedor. Se escucharon entonces los primeros alaridos. Aunque pareciera mentira, aún había familias que se quedaban en la ciudad, que abrían la puerta a los muertos y que se atrevían a no tener cena para ofrecerles. También había personas a quienes la noche de difuntos sorprendía en la calle, por lo general extranjeros que no entendían de qué iba el asunto y, bueno, enloquecían. Había de todo. Nosotros ya nos cansamos de los científicos, los religiosos, los espiritistas, los satánicos y los demás curiosos que se instalaban en el pueblo a hacernos preguntas e investigaciones. La verdad nosotros no sabíamos cómo funcionaban las cosas, solamente sabíamos que así eran desde que teníamos memoria.
Amanecía y anochecía como siempre ha sido, y nuestros difuntos se levantaban en noche de muertos y nosotros les dábamos de cenar. Mi madre nos hizo recibir a mis abuelos y todos nosotros, los siete, permanecíamos tiesos y con los pelos de punta observándolos masticar lentamente tripas y puzón sazonado con especias, mientras mi madre les ponía un elegante babero bordado para recoger la sanguaza y manejaba una conversación ligera y animada con los logros del año como si los abuelos oyeran, como si no estuvieran preocupados de otra cosa además e masticar la carne. Como si pudieran vernos con sus cuencas vacías.
El año en que ya no pudieron levantarse, ella se quedó toda la madrugada llorando en la ventana, mirando el camino, viendo pasar anhelantes otros muertitos rengos por si alguno era el suyo. Esa vez sí que había hecho una gran cena, había matado una cabra joven— tarea titánica y penosa para todos los que participamos, porque no había como tenerles cariño a los animales, los abuelos se los terminaban comiendo, tarde o temprano —. Se la veía desesperada, parecía a punto de querer meter a la casa a cualquiera resucitado, y así tampoco, vamos… En ese entonces yo no entendía cómo ella podía amar tanto a ese amasijo descompuesto de pellejos y huesos, que, de haber podido, se hubieran comido a uno de sus hijos; pero era así. Iba a verlos al cementerio cada fin de semana.
—Justino, abraza a mamá, prométeme que podré venir a visitarte, que no vas a irte de aquí como otros se van.
—Te lo prometo mamá — y yo me hundían en la carne blanda entre sus pechos y su estómago, apenas rodeándola con mis brazos. Enterraba ahí mis ocho años ignorantes y frágiles. —Yo te quiero, mamá. No voy a irme.
Si algo me enseñó mi madre, fue a no temer a los muertos y lo hizo de la peor manera. Y aquí estaba yo cumpliendo mi palabra con una mezcla de repulsión y amor furioso, sirviendo en un plato fino, vísceras heladas como ella jamás lo habría hecho y contemplándola ausente para todo menos para la comida, viéndome obligado a llenar el silencio con frases idénticas a las que ella decía en el pasado: Que la niña iba creciendo, que este había sido un muy buen semestre en el trabajo, que Lucrecia le enviaba saludos, que este año teníamos cobertura satelital para el día de muertos y el estado nos había instalado cámara hasta en las narices. Y cuando a ella se le zafaba la mandíbula, o se le salía un diente que iba a parar al plato sanguinolento, yo se la acomodaba, o lo recogía con toda naturalidad y lo colocaba a un sobre una servilleta, como si fuera lo más normal de la tierra.
Cuando fui a dejar el plato en el lavadero escuché un gimoteo aterrado, que en un inicio me pareció que venía de otra parte, un grito herido de una bestia que sufría. Yo me había acostumbrado a crecer con estas cosas, pero Lucrecia tenía razón cuando insistía en que no era el ambiente más adecuado para una niña. Cuando le conté las escenas de mesa de mi infancia me miró desconcertada. ‘Qué cruel’, me dijo, ‘tu madre era una bárbara’, pero yo le decía que no, que salvo por esos episodios había sido una buena mamá, pero lo cierto es que nunca se llevaron bien entre las dos. Solo se toleraban. Mi madre hubiera deseado para mí una mujer con menos personalidad. La ambición de Lucrecia la intimidaba. Yo había sido por años, el terreno de batalla para ambas.
Cuando entré corriendo al dormitorio, ya fue tarde. Aunque yo intenté separarlos; había empezado a devorar al perro de mi hija por la barriga, así que ya no había nada que hacer. Mi madre me gruñó sumergida en un frenesí feroz y lanzó un par de dentelladas al aire, sin reconocerme, y el perro también me mordió a mí, en su desesperación. Así que aterrado, di un paso atrás sin encontrar ninguna solución. La vi comer con una voracidad inaudita, como en el pasado lo había visto hacer a mis abuelos con los conejos, cerdos, pájaros, gatos y cuantos animales habíamos tenido en la infancia. Yo me había prometido ser diferente, entonces, me prometí que mi hija enterraría una mascota solo cuando esta hubiera muerto de vieja, pero la determinación no me había durado ni una semana.
Cuando le arrancó el corazón con los dientes, el animal dejó de aullar y de moverse, por lo que su tarea ya fue mucho más fácil. No habían quedado del cachorro más que patas, una cabeza desgonzada con la pálida lengua guindando, el pelo dorado, manchado de sangre jugosa. Un amasijo de carne jironada, en resumidas cuentas. Y mi madre masticaba y masticaba con insistencia, con sus escasos dientes y sus encías romas, mientras cantaba el canto gutural de los muertos saciados, en un éxtasis místico, sublime y escalofriante.
Yo la contemplaba espeluznado, pensando cómo iba a hacer para arreglar el estropicio de la alfombra, y sacar las manchas vivas de las sábanas, el olor salvaje y ferroso del cuerpo recién muerto y el otro aroma más potente, la putridez del cadáver que empezaba a sentirse con intensidad en el dormitorio.
Justo cuando se había cansado de roer el esqueleto del cachorro y se aplicaba en el reguero de órganos que habían quedaba en el piso, fue cuando me acordé de mi promesa de ese año. Fui por la pala que esperaba tras la puerta de entrada y la empuñé como una espada, conteniendo la respiración. Ella, desentendida me ofrecía sin saberlo su cabeza para que el diera un buen golpe, así que junté ambos brazos por encima de mi coronilla y alcé el instrumento apretando las mandíbulas calculando el estropicio que haría en ella un palazo dado con fuerza. Lo pensé demasiado, creo, me detuve a contemplarla encogida y minúscula como la artritis la había dejado, pensé en las noches acompañándola, durmiendo en la emergencia del hospital, junto a otros cuerpos extraños, apretujados como ganado; en los dolores que había tenido que soportar antes de morir, en que se había ido feliz porque se sostenía en la promesa de que sabía que regresaría para la noche de difuntos.
Cuando su embeleso hubo terminado, mi madre satisfecha, finalmente, se irguió y se fue lentamente para la sala, dejando un camino líquido rojizo, mientras arrastraba sus plantas desnudas. Yo a penas si tuve tiempo de esconder la pala tras la espalda. Se dejó caer en el sillón que previamente había forrado de plástico y luego me llamó con su mano descarnada.
—Ven con mamá, hijito —me pareció que decía—. Abrázala.
Y yo fui, caminando lento, como un futuro muerto, con los ojos llenos de lágrimas y de fatiga. Me senté a su lado y me dejé caer en su regazo ensangrentado, aferrándome a sus fémures, alguna vez tan queridos, mientras ella me pasaba las yemas sucias por el pelo, y lo peinaba en un arrullo delicado. Y yo la volvía a sentir tibia como cuando era niño y olía a comida recién preparada. Así estuvimos hasta el amanecer y hasta los gritos lejanos de los devorados se volvieron cada vez más esporádicos.
Con la primera luz de la mañana empecé a hacer agujeros en el patio para enterrar los restos del perro, la ropa de cama y cuanta cosa más estaba ya arruinada para siempre. La vecina joven, visiblemente perturbada por el estrago que el día de muertos hace en el espíritu de cualquiera, cruzó desde la acera del frente para ayudarme a cargar las bolsas, solidariamente y en silencio. Ese era su agradecimiento por mi convite. Cuando terminamos, me sugirió ir a ver a otro perro en la tienda de adopciones.
—Estoy segura que no es el primero ni el último al que le pasa una desgracia así en esta época. Apuesto que encuentra otro exactamente igual y va a ver cómo nadie se da cuenta, ni tiene que dar explicaciones.
Le dije que ya no importaba, que esa no era la única explicación que iba a tener que dar. Le pregunté también si le parecía una buena idea la desaparición del perro, como inicio de una conversación, para pedirle a mi hija que no se mude y me deje visitar su casa en la noche de difuntos.
Otro cuento para este mes, escrito por Tanith Lee (1947-2015), narradora británica especializada –como sólo se puede lograr en un país de habla inglesa– en la literatura de imaginación fantástica.
Lee fue una autora popular y prolífica en su propia lengua: además de recibir varios premios importantes, publicó más de 90 novelas y 300 cuentos a los largo de una carrera que abarcó cerca de 40 años. Sus libros más conocidos en español son Volkhavaar (1977) y El señor de la noche (1978). A través de sus traducciones, su estilo debe ser de las principales influencias de la que en un tiempo se llamó fantasía oscura en español.
«Red as Blood», que funde al personaje de Blancanieves con la figura más icónica del horror sobrenatural, proviene del libro Red as Blood, or, Tales from the Sister Grimmer (1983), que ofrece nuevas versiones –casi siempre con un componente macabro– de diversos cuentos de hadas tradicionales (a la manera de, por ejemplo, La cámara sangrienta de Angela Carter). Tomada de este blog, la traducción que sigue proviene a su vez, curiosamente, de la antología Ciencia ficción. 40ª selección (Bruguera, 1980). Fue realizada por César Terrón.
ROJA COMO LA SANGRE
Tanith Lee
La bellísima reina bruja abrió la caja de marfil del espejo mágico. De oro oscuro era el espejo, oro oscuro como el cabello de la reina bruja que caía en abundancia sobre su espalda. De oro oscuro era el espejo y tan antiguo como los siete atrofiados árboles negros que crecían más allá del pálido vidrio azul de la ventana.
—Speculum, speculum —dijo la reina bruja al espejo mágico—. Dei gratia.
—Volente Deo. Audio.
—Espejo, ¿a quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Con una excepción.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.
La reina bruja se santiguó. Cerró la caja del espejo y, caminando lentamente hasta llegar a la ventana, observó los viejos árboles a través de las hojas de vidrio de color azul pálido.
Otra mujer había estado frente a esta ventana hacía catorce años, pero ella no era como la reina bruja. Su cabello negro le llegaba a los tobillos y vestía una túnica carmesí que se ceñía bajo sus pechos, puesto que se encontraba en avanzado estado de gestación. Y esta mujer había abierto la ventana de vidrio que daba al invernadero, donde los viejos árboles se agazapaban en la nieve. Después, tomando una puntiaguda aguja de hueso, la había clavado en su dedo y vertido sobre la tierra tres brillantes gotas.
—Que mi hija tenga cabello negro como el mío —había dicho la mujer—, negro como la madera de estos retorcidos y arcanos árboles. Que tenga la piel como la mía, blanca como esta nieve. Y que tenga mis labios, rojos como mi sangre.
Y la mujer había sonreído y chupado su dedo. Llevaba una corona en su cabeza que brillaba en la oscuridad como si fuera una estrella. Jamás se acercaba a la ventana antes del anochecer, no le gustaba el día. Ella fue la primera reina y no poseyó un espejo.
La segunda reina, la reina bruja, sabía todo esto. Sabía cómo, al dar a luz, había muerto la primera reina. Su ataúd había sido conducido a la catedral y se habían ofrecido misas. Corría un horrible rumor: unas gotas de agua bendita habían caído sobre el cadáver y la carne muerta había despedido humo. Pero la primera reina había sido considerada como una desgracia para el reino. Después de su llegada se había producido una extraña plaga, una enfermedad devastadora para la que no hubo remedio.
Transcurrieron siete años. El rey desposó con la segunda reina, tan distinta de la primera como el incienso lo es de la mirra.
—Y ésta es mi hija —dijo el rey a su segunda reina.
Era una niña menuda de casi siete años de edad. El cabello negro caía hasta sus tobillos y su piel era blanca como la nieve. Sus labios eran rojos como la sangre y sonreía con ellos.
—Bianca —dijo el rey—, debes querer a tu nueva madre.
Bianca sonrió esplendorosamente. Sus dientes brillaban como puntiagudas agujas de hueso.
—Ven —dijo la reina bruja—. Ven, Bianca. Quiero que veas mi espejo mágico.
—Por favor, mamá —replicó suavemente Bianca—. No me gustan los espejos.
—Es muy modesta —se disculpó el rey—. Y delicada, también. Nunca sale de día. El sol la angustia.
Aquella noche, la reina bruja abrió la caja de su espejo.
—Espejo, ¿a quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Con una excepción.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.
La segunda reina regaló a Bianca un minúsculo crucifijo de filigrana dorada. Bianca no lo aceptó. Corrió hacia su padre y murmuró:
—Tengo miedo. No me gusta pensar en Nuestro Señor agonizando en Su cruz. Ella quiere asustarme. Dile que se lo lleve.
La segunda reina cultivaba blancas rosas silvestres en su jardín e invitó a Bianca a pasear por allí tras la puesta del sol. Pero Bianca se acobardó.
—Las espinas me pincharán —musitó a su padre—. Ella quiere que me haga daño.
Cuando Bianca tenía doce años, la reina bruja habló con el rey.
—Bianca debería recibir la confirmación —dijo—. De ese modo, podría comulgar con nosotros.
—Eso es imposible —replicó el rey—. Te lo explicaré. Ella no ha recibido el bautismo, porque en sus últimas palabras mi primera esposa se opuso a ello. Ella me lo suplicó, ya que su religión era distinta a la nuestra. Los deseos de los moribundos deben ser respetados.
—¿No debería gustarte ser bendecida por la Iglesia? —preguntó la reina bruja a Bianca—. ¿Arrodillarte en el reclinatorio dorado ante el altar de mármol? ¿Cantar a Dios, gustar el Pan ritual y probar el Vino ritual?
—Ella quiere que traicione a mi verdadera madre —dijo Bianca al rey—. ¿Cuándo dejará de atormentarme?
El día que cumplió trece años, Bianca se levantó de la cama y vio en ella una mancha roja, roja como una flor roja.
—Ya eres una mujer —explicó su aya.
—Sí —contestó Bianca.
Se acercó al joyero de su verdadera madre, extrajo la corona que había llevado ella y se la puso en la cabeza.
Al caminar bajo los viejos árboles negros, la corona brilló como una estrella.
La enfermedad devastadora, qae había dejado en paz al reino durante trece años, volvió a manifestarse repentinamente. Y no había remedio.
La reina bruja se sentó en una silla muy alta ante una ventana verde claro y blanco oscuro. En sus manos sostenía una Biblia forrada en seda rosada.
—Majestad —dijo el cazador, al tiempo que hacía una profunda reverencia.
Era un hombre fuerte y apuesto, de cuarenta años y experto en el oculto saber de los bosques, el oculto saber de la tierra. También era capaz de matar sin un solo titubeo, pues tal era su oficio. Podía acabar con el frágil y esbelto ciervo, las aves alígeras y las liebres de terciopelo de ojos tristes y prescientes. A él le daban pena, pero aun así, las mataba. La piedad no podía detenerle. Era su oficio.
—Mira el jardín —ordenó la reina bruja.
El cazador observó el jardín a través de un oscuro vidrio blanco. El sol se había hundido en el horizonte. Una doncella paseaba bajo un árbol.
—La princesa Bianca —dijo el cazador.
—¿Y qué más?
El cazador se persignó.
—Por Nuestro Señor, mi reina —dijo—. No lo diré.
—Pero lo sabes.
—¿Y quién no lo sabe?
—El rey no lo sabe.
—No lo sabe.
—¿Eres valiente? —preguntó la reina bruja.
—En verano he cazado y matado al jabalí. En invierno he masacrado lobos.
—¿Pero eres lo bastante valiente?
—Si tú lo ordenas, señora —replicó el cazador—, me esforzaré en serlo.
La reina bruja abrió la Biblia en una determinada página y extrajo de ella un crucifijo de plata, muy delgado, que había reposado junto a las palabras: No temerás el terror de la noche… Ni la pestilencia que se pasea en la oscuridad.
El cazador besó el crucifijo y se lo puso en torno a su cuello y por debajo de su camisa.
—Acércate —ordenó la reina bruja—, y te explicaré qué debes decir.
Al cabo de un rato, el cazador entró en el jardín cuando las estrellas relucían en el firmamento. Avanzó a grandes pasos hacia el atrofiado árbol enano bajo el que se hallaba Bianca y se arrodilló.
—Princesa —dijo—. Perdóname, pero debo darte malas noticias.
—Dámelas —replicó la muchacha, jugando con el largo tallo de una flor macilenta y nocturna que había arrancado.
—Tu madrastra, esa bruja detestable y celosa, quiere verte muerta. No puedes hacer otra cosa que no sea huir del palacio esta misma noche. Si me lo permites, te acompañaré hasta el bosque. Allí se hallan personas que cuidarán de ti hasta que puedas regresar sin ningún temor.
Bianca le miró fijamente con ojos que expresaban confianza.
—Siendo así, iré contigo —contestó.
Salieron del jardín por una puerta secreta, cruzando un pasadizo subterráneo, un huerto enmarañado y un sendero tortuoso que se extendía entre enormes setos crecidos en exceso.
La noche era una vibración profundamente azulada y titilante cuando llegaron al bosque. Las ramas de los árboles se cruzaban y entrelazaban, como formando una ventana, y el cielo resplandecía tenuemente, pareciendo extenderse al otro lado de hojas de vidrio de un color azulado.
—Estoy cansada —se quejó Bianca en un suspiro—. ¿Puedo descansar un momento?
—Por supuesto —respondió el cazador—. Los zorros acuden de noche a ese claro, allí. Mira en esa dirección y los verás.
—Cuan inteligente eres —repuso Bianca—. Y cuan apuesto.
La muchacha se sentó en el césped y contempló el claro. El cazador sacó silenciosamente su cuchillo y lo ocultó en los pliegues de su capa. Luego se agachó junto a la doncella.
—¿Qué estás cuchicheando? —inquirió el cazador, poniendo su mano sobre el negro cabello de Bianca.
—Una poesía que mi madre me enseñó, sólo eso.
El cazador la agarró por los pelos y la obligó a levantar la cabeza, de modo que el cuello de la muchacha estuviera dispuesto para acuchillarlo. Pero no usó su arma. Porque allí, en su mano, sostenía la cabellera de oro oscuro de la reina bruja, y veía su rostro sonriente. Riendo, la mujer le rodeó con sus brazos.
—Mi buen servidor, mi dulce servidor —dijo ella—, sólo deseaba probarte. ¿Acaso no soy una bruja? ¿Acaso no me amas?
El cazador se estremeció, porque la amaba y ella le abrazaba con tal fuerza que el corazón femenino parecía latir dentro de su propio cuerpo.
—Aparta el cuchillo —ordenó la mujer—. Despréndete de ese absurdo crucifijo. No necesitamos nada de eso. El rey no es ni la mitad de hombre que tú.
Y el cazador la obedeció, arrojando cuchillo y crucifijo entre las raíces de los árboles. Se apretó contra ella y la mujer hundió el rostro en su cuello. El dolor de su beso fue lo último que sintió en este mundo.
El cielo se ennegreció, el bosque todavía más. Ni un solo zorro correteaba en el claro. La luna fue elevándose y tiñendo de blanco las ramas y los vacíos ojos del cazador. Bianca limpió sus labios con una flor muerta. . —Siete dormidos, siete despiertos —dijo Bianca—. Madera por madera. Sangre por sangre. Tú por mí.
Se oyó un sonido como el de siete inmensas rasgaduras que provenía de más allá de los árboles, un sendero tortuoso, un huerto y un pasadizo subterráneo. Y otro sonido que parecía el de siete inmensas pisadas. Más cerca. Más cerca todavía. Hop, hop, hop, hop. Hop, hop, hop.
En el huerto, siete temblores de la negrura.
En el sendero tortuoso, entre los elevados setos, siete negras figuras arrastrándose.
Matorrales crujiendo, ramas restallando.
Siete seres retorcidos, deformes, encorvados y atrofiados avanzaron penosamente por el bosque en dirección al claro. Un pelaje musgoso, negro y leñoso, máscaras desprovistas de secretos. Ojos como grietas relucientes, bocas cual húmedas cavernas. Barbas de liquen. Dedos de cartílagos rámeos. Sonriendo. Arrodillándose. Rostros apretados contra la tierra.
—Bien venidos —dijo Bianca.
La reina bruja estaba de pie frente a una ventana de vidrio cuyo color semejaba el del vino diluido. Miró el espejo mágico.
—Espejo, ¿a quién ves?
—Te veo a ti, señora. Veo un hombre en el bosque. Estaba cazando, pero no al ciervo. Sus ojos están abiertos, pero está muerto. Veo al resto del reino. Con una excepción.
La reina bruja se tapó las orejas con. ambas palmas de la mano.
En el exterior, el jardín estaba vacío. Le faltaban sus siete árboles negros, enanos y atrofiados.
—Bianca —dijo la reina.
Las ventanas habían sido cubiertas con colgaduras y no daban luz. La luz brotaba de un recipiente poco profundo. Luz en un haz, como trigo color pastel. Iluminaba cuatro espadas que apuntaban a este y oeste, a norte y sur.
Los cuatro vientos y el polvo gris plata del tiempo habían irrumpido en la cámara.
Las manos de la reina bruja flotaban como hojas desprendidas a merced del aire.
—Pater omnipotens, mitere digneris sanctum Angelum tuum de Infernis —recitaron los resecos labios de la reina bruja.
La luz decayó y se hizo más brillante.
Allí estaba el ángel Lucefiel, entre las empuñaduras de las cuatro espadas, lúgubremente dorado, con el rostro en la sombra y sus alas áureas abiertas y guarneciendo su espalda.
—Puesto que me has llamado, conozco tu deseo —dijo—. Es un deseo triste. Quieres dolor.
—Tú hablas de dolor, señor Lucefiel. Tú, que sufres el más despiadado dolor de todos. Peor que los clavos en los pies y muñecas. Peor que las espinas, la esponja de vinagre y la lanza en el costado. Ser convocado por amor del diablo, cosa que yo no hago, hijo de Dios, hermano del Hijo.
—Entonces, me reconoces. Te concederé lo que pides.
Y Lucefiel (llamado por algunos Satán y Rex Mundi y, sin embargo, la mano izquierda, la mano siniestra de la concepción de Dios), arrebató un rayo del éter y lo arrojó a la reina bruja.
El rayo la alcanzó en el pecho. Se derrumbó.
El haz de luz se elevó e iluminó los ojos dorados del ángel, unos ojos terribles, aunque luminosos a causa de la compasión. Las espadas se hicieron añicos y Lucefiel desapareció.
La reina bruja se levantó del suelo de la cámara. Había dejado de ser bella. Era una bruja arrugada y babeante.
El sol nunca lucía en el corazón del bosque, ni siquiera al mediodía. Las flores crecían en la turba, pero eran incoloras. Por encima de ellas, el techo verdinegro albergaba retículos de una espesa y sombría luz verdosa en los que polillas y mariposas albinas se agitaban febrilmente. Los troncos de los árboles eran lisos como los tallos de algas submarinas. Durante el día revoloteaban los murciélagos y otras aves que creían ser como ellos.
Había un sepulcro cubierto de musgo goteante. Los huesos yacían esparcidos en torno al pie de siete árboles enanos y retorcidos. Parecían árboles. A veces se movían. Otras veces, algo que semejaba un ojo o un diente brillaba en la sombría humedad.
En el umbráculo de la puerta del sepulcro estaba sentada Bianca, peinando su cabello.
Agitados movimientos turbaron la espesa oscuridad.
Los siete árboles volvieron sus cabezas.
Una bruja surgió del bosque. Era una mujer jorobada y su cabeza casi calva estaba inclinada hacia el suelo como si fuera un ave rapaz, un buitre.
—Por fin hemos llegado —dijo la bruja con la voz de un buitre.
Se acercó. Sus huesos crujieron cuando se paso de rodillas y hundió su rostro en la turba repleta de flores sin colorido.
Bianca volvió a sentarse y la contempló. La bruja se levantó. Sus dientes formaban una empalizada amarillenta.
—Te traigo el homenaje de las brujas y tres presentes —dijo la anciana.
—¿Y por qué?
—Una niña tan despierta, con sólo catorce años… ¿Por qué? Porque te tememos. Te traigo presentes para congraciarnos contigo.
Bianca rió.
—Enséñamelos —ordenó.
La bruja movió su mano, haciendo un pase en el aire verdusco. Apareció un cordón de seda, curiosamente trenzado con cabellos humanos.
—Aquí tienes un cinto que te protegerá de las artimañas de los curas, del crucifijo y el cáliz, de la detestable agua bendita. En él están anudados los cabellos de una virgen, de una mujer no mejor de lo que debería ser y de una mujer muerta. Y aquí tienes… —un segundo pase y surgió en su mano un peine de laca, color azul sobre verde— …un peine del mar profundo, una joya de sirena, para fascinar y seducir. Peina tus cabellos con él y el aroma del océano henchirá el olfato de los hombres y quedarán ensordecidos por el ritmo de las mareas, las mareas que atan a los hombres como si de cadenas se trataran. Y por último, ese antiguo símbolo de perversidad, la fruta escarlata de Eva, la manzana roja como la sangre. Muérdela, y el entendimiento del Pecado, del que la serpiente se jactó, te será dado a conocer.
La bruja ejecutó su último pase en el aire y ofreció la manzana, junto con el cinto y el peine, a Bianca.
Bianca miró un instante los siete árboles atrofiados.
—Me gustan sus presentes, pero no confío mucho en ella.
Las escuetas máscaras atisbaron desde sus toscas barbas. Sus ojillos destellaron. Sus garras ramosas restallaron.
—Es igual —decidió Bianca—. Dejaré que me ate el cinto y peine mi pelo.
La bruja obedeció, sonriendo bobamente. Se arrastró hasta Bianca como un sapo y ató el cordón. Peinó los cabellos de ébano. Brotaron chispas blancas del cinto. Surgieron fulgores como el ojo del pavo real del peine.
—Y ahora, bruja, da un mordisco a la manzana.
—Será un orgullo contar a mis hermanas que he compartido esta fruta contigo —respondió la bruja.
La vieja mordió la manzana, masticó ruidosamente, tragó el bocado y chasqueó los labios.
Bianca cogió la fruta y mordió un trozo.
Bianca chilló… y se atragantó.
Se puso en pie de un brinco. Sus cabellos se arremolinaron en torno a ella como una nube de tormenta. Su rostro se puso azul, luego gris, finalmente blanco de nuevo. Cayó sobre las pálidas flores y quedó inmóvil, sin respirar.
Los siete árboles enanos batieron sus extremidades y sus rámeas cabezas de oso. Fue en vano. Faltos del arte de Bianca, no podían saltar. Estiraron sus garras y rasgaron los escasos cabellos y el manto de la bruja, que se escabulló entré ellos. Huyó a la zona del bosque iluminada por el sol, siguió por el tortuoso sendero, pasó el huerto y se introdujo en un pasadizo subterráneo.
La bruja volvió al palacio, entrando por la puerta secreta, y subió por una escalera oculta hasta la cámara de la reina. Estaba el doble de encorvada que antes y sostenía sus costillas. Abrió la caja de marfil del espejo mágico con una mano extremadamente flaca.
—Speculum, speculum. Dei gratia. ¿A quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Y veo un ataúd.
—¿De quién es el cadáver que yace en el ataúd?
—Eso no puedo verlo. Debe de ser el de Bianca.
La bruja, que en otro tiempo había sido la bellísima reina bruja, se hundió en su silla alta ante la ventana de vidrio color pepino y blanco oscuro. Sus drogas y pócimas estaban dispuestas para anular el terrible conjuro de vejez que el ángel Lucefiel había ejecutado en ella, pero no las tocó todavía.
La manzana había contenido un fragmento de la carne de Cristo, la sagrada hostia, la Eucaristía.
La reina bruja cogió su Biblia y la abrió al azar.
Y atemorizada, leyó la palabra Resurgat.
El aspecto del ataúd era vitreo, de un vidrio lechoso. Había tomado esa forma después que un humo tenue y blanco hubiera brotado de la piel de Bianca. La muchacha despidió humo igual que una hoguera sobre la que cae una gota de agua extinguidora. El trozo de pan eucarístico se había atravesado en su garganta. La Eucaristía, agua extinguidora para su hoguera, hizo que Bianca humeara.
Después llegó el frío rocío del anochecer y el viento aún más gélido de la medianoche. El humo de Bianca se congeló en torno a su cuerpo. La escarcha se formó rodeando todo el bloque de hielo nebuloso que contenía a Bianca, en un exquisito trabajo de ornamentación en plata.
El corazón frígido de Bianca no podía calentar el hielo, como tampoco podía hacerlo la oscura luminosidad verdosa de un día sin sol.
Podía verse a la muchacha, tumbada dentro del ataúd, a través del vidrio. ¡Qué hermosa estaba Bianca! Negro de ébano, blanco de nieve, rojo de sangre.
Los árboles pendían sobre el ataúd. Pasaron los años. Los árboles tendieron sus ramas en torno al féretro, abrigándolo con sus brazos. De sus ojos brotaron lágrimas de hongos y resina. Verdes gotas de ámbar se solidificaron sobre el ataúd de vidrio como si fueran joyas.
—¿Qué es eso que yace bajo los árboles? —preguntó el príncipe cuando su cabalgadura le llevó hasta e! claro.
Una luna dorada parecía acompañarle, brillando en torno a su áurea cabeza, en la armadura de oro y en la capa de blanco satén decorada en oro, sangre, tinta y zafiro. El caballo albo pisoteó las descoloridas flores, mas éstas volvieron a erguirse una vez las pezuñas acabaron de pasar. Del fuste de la silla pendía un escudo, un escudo muy extraño. En un lado tenía la cabeza de un león, en el otro la de un cordero.
Los árboles crujieron y sus cabezas se abrieron para formar enormes bocas.
—¿Es éste el féretro de Bianca? —inquirió el príncipe.
—Déjala con nosotros —contestaron los siete árboles.
Tiraron de sus raíces. La tierra tembló. El ataúd de hielo vitreo sufrió una gran sacudida y se partió en dos mitades.
Bianca tosió.
La sacudida había arrojado de su boca el fragmento de hostia.
El féretro estalló en un millar de trozos y Bianca se sentó. Miró al príncipe y sonrió.
—Bien venido, amado mío —dijo.
Se puso en pie, sacudió sus cabellos y empezó a caminar hacia el príncipe y su caballo blanco.
Pero Bianca pareció entrar en una sombra, en una sala púrpura. Luego en otra habitación carmesí cuyas emanaciones la alancearon como cuchillos. Después entró en una sala amarilla en la que oyó un sonido de lloros que desgarró sus oídos. Bianca se sintió desnuda, sin cuerpo. Era un corazón latiente. Los latidos de su corazón se convirtieron en dos alas. Bianca voló. Primero fue un cuervo, luego una lechuza. Voló hasta el centelleante vidrio de una ventana. El fulgor la tiño de blanco. Blanco de nieve. Era una paloma.
Se posó en el hombro del príncipe y ocultó su cabeza bajo un ala. Ya no tenía nada de color negro, nada de color rojo.
—Ahora empieza de nuevo, Bianca —dijo el príncipe.
La tomó de su hombro. En su muñeca había una señal que semejaba una estrella. En otro tiempo, un clavo había sido hincado allí.
Bianca se alejó hacia el techo del bosque. Llegó a una ventana de exquisito color vino. Estaba en el palacio. Tenía siete años de edad.
La reina bruja, su nueva madre, colgó un crucifijo de filigrana en torno a su cuello.
—Espejo —dijo la reina bruja—. ¿A quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Veo a Bianca.
El mes pasado no agregué ningún cuento a la antología virtual de este sitio, así que en este mes habrá dos.
El primero es de Thomas Ligotti (1953), narrador estadounidense. Ignorado por el gran público de su país, y por mucho tiempo considerado una elusiva figura de culto, se ha vuelto más famoso en años recientes; series televisivas exitosas como True Detective lo tienen entre sus influencias declaradas, y su ensayo La conspiración contra la especie humana se cita como la base de un tipo particular de narrativa de horror que incorpora el pensamiento nihilista y el cinismo contemporáneo ante las grandes crisis del presente.
«The Frolic» apareció inicialmente en 1982 y fue reunido en la colección Songs of a Dead Dreamer, de 1989. Tengo entendido que hay un cortometraje basado en él pero no lo he visto. La presente traducción está tomada del libro La fábrica de pesadillas, publicado en español en 2006.
EL RETOZO
Thomas Ligotti
En un hermoso hogar de una hermosa zona de la ciudad (la localidad de Nolgate, sede de la prisión estatal), el doctor Munck examinaba el periódico vespertino mientras su mujer descansaba en un sofá cercano, hojeando perezosamente el desfile de colores de una revista de moda. Su hija Norleen estaba arriba, durmiendo ya, o quizá disfrutando a escondidas de una sesión nocturna con el nuevo televisor en color que había recibido la semana anterior por su cumpleaños. De ser así, la violación de la regla acerca de la hora de irse a la cama pasó desapercibida debido a la gran distancia entre su cuarto y el salón, donde los padres no oían sonido de desobediencia alguno. La casa estaba en silencio. El vecindario y el resto de la ciudad también estaban en calma de varias formas, todas ellas levemente molestas para la esposa del doctor. Pero de momento Leslie solo se había atrevido a quejarse del letargo social del modo más jocoso («otra emocionante velada en el retiro monacal de los Munck»). Sabía que su marido estaba volcado en su nuevo puesto en aquel nuevo entorno. Aunque quizá esa noche exhibiera algunos síntomas alentadores de desencanto con su trabajo.
—¿Qué tal te ha ido hoy, David? —preguntó, levantando su mirada radiante por encima de la portada de la revista, donde otro par de ojos refulgían lustrosos y satinados—. Durante la cena has estado muy callado.
—Más o menos como siempre —respondió David, sin bajar el periódico local para mirar a su mujer.
—¿Significa eso que no quieres hablar de ello?
Él dobló el periódico hacia atrás, revelando el torso.
—Sonaba a eso, ¿no?
—Sí, sin duda. ¿Estás bien? —preguntó ella, dejando la revista sobre la mesa de café para ofrecerle toda su atención.
—Lo que estoy es terriblemente indeciso —respondió el doctor, con una especie de reflexión ausente.
—¿Alguna indecisión en particular, doctor Munck?
—Todas, más o menos —respondió.
—¿Preparo algo de beber?
—Te lo agradecería enormemente.
Leslie se dirigió a otra parte del salón y, de un gran aparador, sacó algunas botellas y dos vasos. De la cocina trajo cubitos de hielo en un cubo de plástico marrón. Los sonidos de la elaboración eran inusualmente audibles en aquel silencio. Las cortinas estaban echadas en todas las ventanas salvo la de la esquina, donde posaba una escultura de Afrodita. Más allá de la ventana había una calle desierta iluminada por las farolas, y un trozo de luna sobre el opulento follaje primaveral de los árboles.
—Tenga, doctor —dijo Leslie, ofreciéndole un vaso de base muy gruesa e imperceptiblemente ahusado hacia el borde.
—Gracias, no sabes la falta que me hacía.
—¿Por qué? ¿No te van bien las cosas en el trabajo?
—¿Te refieres al trabajo en la penitenciaría?
—Sí, claro.
—Podrías decir «en la penitenciaría» de vez en cuando. No hablar siempre en abstracto. Reconocer abiertamente el entorno profesional que he elegido, mi…
—Muy bien, muy bien. ¿Qué tal te han ido las cosas en esa cárcel maravillosa, cariño? ¿Mejor así? —se detuvo y dio un buen trago a su copa, antes de calmarse un poco—. Siento el sarcasmo, David.
—No, me lo merecía. Te estoy echando la culpa por haber comprendido hace mucho algo que yo mismo me niego a admitir.
—¿Y que es…? —lo animó ella.
—Que tal vez no fue la decisión más inteligente la de mudarnos aquí y cargar esta misión sacrosanta sobre mis hombros de psicólogo.
Este comentario era una indicación de un desencanto mucho más profundo de lo que Leslie había deseado. Pero, de algún modo, aquellas palabras no la habían alegrado como creía que harían. A lo lejos oía ya las furgonetas de la mudanza acercándose a la casa, pero el sonido ya no le parecía tan maravilloso como antes.
—Decías que querías hacer algo más que tratar neurosis urbanas. Algo más significativo, más desafiante.
—Lo que quería, a mi modo masoquista, era un trabajo ingrato, imposible. Y lo conseguí.
—¿Tan malo es? —preguntó Leslie, sin creer del todo que hubiera hecho la preguntas con un escepticismo alentador tal ante la gravedad real de la situación. Se felicitó por colocar la autoestima de David por encima de su propio deseo de un cambio de aires, por importante que lo considerara.
—Me temo que sí. Cuando visité por primera vez la sección psiquiátrica de la penitenciaría y conocí a los otros doctores, me juré que no me haría tan desesperanzado y cruelmente cínico como ellos. Las cosas serían diferentes conmigo. Parece que me sobrevaloré, pero mucho. Hoy, uno de los enfermeros volvió a ser apaleado por dos de los prisioneros, perdón, «pacientes». La semana pasada fue el doctor Valdman; por eso estaba tan mal en el cumpleaños de Norleen. De momento he tenido suerte, lo único que hacen es escupirme. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse todos en ese agujero infernal.
David sintió cómo sus palabras alteraban la atmósfera del salón, contaminando la serenidad de la casa. Hasta entonces su hogar había sido un refugio insular alejado de la polución de la prisión, una imponente estructura fuera de los límites de la ciudad. Ahora su imposición psíquica trascendía los límites de la distancia física. Las distancias interiores se constreñían, y David sentía cómo los gruesos muros de la penitenciaría oscurecían el acogedor vecindario.
—¿Sabes por qué he llegado tarde esta noche? —preguntó a su esposa.
—No. ¿Por qué?
—Porque tuve una charla más que extensa con un tipo que aún no tiene nombre.
—¿Ese del que me contaste que no le ha dicho a nadie de dónde es o cómo se llama de verdad?
—Ese. No es más que un ejemplo de la perniciosa monstruosidad de ese lugar. Es peor que una bestia, que un animal rabioso. Una agresión demente, ciega… pero astuta. Debido a ese jueguecito suyo del nombre, fue clasificado como inadecuado para la población reclusa normal, de modo que nos lo mandaron a la sección psiquiátrica. Pero según él tiene muchos nombres, no menos de mil, ninguno de los cuales ha consentido en pronunciar en presencia de nadie. Desde mi punto de vista, en realidad no tiene necesidad alguna de un nombre humano. Pero nos lo han endilgado, sin nombre y todo.
—¿Lo llamas así, «sin nombre»?
—Pues quizá deberíamos hacerlo, pero no.
—¿Y cómo lo llamáis entonces?
—Bueno, fue condenado como John Doe, y desde entonces todos lo llaman así. Aún está por descubrir alguna documentación oficial sobre él. Ni sus huellas ni su fotografía se corresponden con ningún registro de condenas previas. Sé que lo detuvieron en un coche robado estacionado frente a una escuela primaria. Un vecino observador informó de él como un tipo sospechoso al que se veía a menudo por la zona. Supongo que todos estaban alerta después de las primeras desapariciones en el colegio, y la policía lo vigilaba mientras llevaba a una nueva víctima al coche. Fue entonces cuando lo pescaron. Pero su versión de la historia es un poco distinta. Dice que era plenamente consciente de que lo perseguían y que esperaba, incluso deseaba, ser arrestado, sentenciado y confinado en la penitenciaría.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Por qué preguntar por qué? ¿Por qué pedirle a un psicópata que explique sus motivaciones, si no se logra más que hacerlo todo más confuso? Y John Doe es aún más inescrutable que la mayoría.
—¿A qué te refieres? —preguntó Leslie.
—Te lo puedo explicar narrando una pequeña escena de una entrevista que he tenido hoy con él. Le he preguntado si sabía por qué estaba en prisión. «Por retozar», me ha dicho. «¿Qué significa eso?», le pregunto. Su respuesta: «Eso, so, so, so borrico». Esa musiquilla infantil me sonó en cierto modo como si imitara a sus víctimas. Para entonces ya había tenido bastante, pero fui lo bastante insensato para proseguir la entrevista. «¿Sabes por qué no puedes marcharte de aquí?», le pregunto calmadamente, como una variación cutre de mi pregunta original. «¿Quién ha dicho que no puedo? Me iré cuando me apetezca. Pero aún no me apetece». Por supuesto, le pregunto: «¿Por qué no quieres?» «Acabo de llegar», me dice. «Creo que me viene bien un descanso después de tanto retozar. Pero quiero estar con todos los demás. Es una atmósfera incuestionablemente estimulante. ¿Cuándo podré ir con ellos, cuándo?».
»¿Te lo puedes creer? Pero sería cruel ponerlo con la población reclusa normal, por no decir que él no merece su crueldad. En interno medio detesta el tipo de delito de Doe, y no es posible predecir qué sucedería si lo pusiéramos ahí y los otros descubrieran por qué había sido condenado.
—Entonces, ¿va a pasarse el resto de la sentencia en la sección psiquiátrica? —preguntó Leslie.
—Él no lo cree. Piensa que puede irse cuando quiera.
—¿Y puede? —preguntó Leslie con una firme ausencia de humor en la voz. Aquel había sido siempre uno de sus mayores temores al mudarse a aquella ciudad: que a todas horas del día y de la noche había demonios horrendos planeando escapar a través de lo que a ella se le imaginaban como muros de papel. Criar a una hija en un entorno así era otra de las objeciones al trabajo de su marido.
—Ya te lo he dicho, Leslie, en esa cárcel ha habido poquísimas fugas con éxito. Y si un preso logra superar los muros, su primer impulso suele ser el del instinto de conservación, por lo que intentaría alejarse de aquí todo lo posible. Por eso, en caso de fuga éste sería probablemente el lugar más seguro. De todos modos, la mayoría de los huidos son atrapados a las pocas horas.
—¿Y qué hay de un prisionero como John Doe? ¿Tiene él este impulso del «instinto de conservación»?, o ese preferiría quedarse por aquí para hacerle daño a alguien?
—No es habitual que los prisioneros así se fuguen. Suelen dedicarse a darse golpes contra las paredes, no a saltarlas. ¿Entiendes lo que te digo?
Leslie dijo que así era, pero aquello no rebajó lo más mínimo la fuerza de sus miedos, que tenían su fuente en una prisión imaginaria de una ciudad imaginaria, y donde podía suceder cualquier cosa mientras se tratara de algo repulsivo. La morbidez nunca había sido uno de sus puntos fuertes, y detestaba aquella intrusión en su carácter. Y, pese a lo presto que estaba siempre David a insistir en la seguridad del presidio, también él parecía profundamente inquieto. Ahora se sentaba muy quieto, sujetando su bebida entre las rodillas, como si estuviera escuchando algo.
—¿Qué sucede, David? —preguntó Leslie.
—Creí haber oído… un sonido.
—¿Un sonido como qué?
—No lo puedo describir con exactitud. Un ruido lejano.
Se incorporó y miró alrededor, como si quisiera ver si el sonido había dejado alguna prueba comprometedora en la quietud de la casa, quizá una pegajosa huella sonora.
—Voy a ver a Norleen —dijo David, depositando con brusquedad el vaso sobre la mesa, junto a la silla, salpicando la bebida. Atravesó el salón, recorrió el pasillo, subió los tres tramos de la escalera y cruzó el pasillo superior. Al contemplar el cuarto de su hija vio su figura diminuta descansando plácidamente, mientras abrazaba en su sueño a un Bambi de peluche. En ocasiones seguía durmiendo con un compañero inanimado, aunque ya se estaba haciendo un poco mayor para ello. Pero su padre psicólogo se cuidaba de no cuestionar su derecho a aquel solaz pueril. Antes de dejar la habitación, el Dr. Munck bajó la ventana, que estaba parcialmente abierta a la cálida noche primaveral.
Cuando volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente rutinario de que Norleen dormía sin problemas. Con un gesto que contenía leves tonos de alivio celebrante, Leslie preparó dos nuevas copas, tras lo que dijo:
—David, antes comentabas que tuviste una «charla más que extensa» con ese John Doe. No es curiosidad morbosa ni nada así, pero, ¿has conseguido alguna vez que revele algo acerca de sí mismo?
—Sin duda —respondió el doctor Munck, jugueteando con un cubito de hielo en la boca. Su voz era ahora más relajada—. Me lo dijo todo acerca de sí mismo, y en apariencia era todo un sinsentido. Le pregunté, como si no fuera en realidad conmigo, de dónde era. «De ningún lugar», respondió como un psicópata simplón. «¿De ningún lugar?», tanteé. «Sí, precisamente de ahí, herr Doktor». «¿Dónde naciste?», le pregunté con otra brillante alternativa de la cuestión. «¿A qué tiempo, po-po-podías referirte?», replicó, y así. Podría seguir con esta cháchara hasta…
—Imitas muy bien a ese John Doe.
—Muchas gracias, pero no podría mantenerlo mucho tiempo. No sería fácil imitar todas sus voces diferentes y todos sus niveles de falta de articulación. Podría ser algo que se acercara a la personalidad múltiple. No lo tengo claro. Tendría que revisar la cinta de la entrevista para ver si aparece algún patrón coherente, posiblemente algo que los detectives pudieran usar para establecer la identidad de ese hombre, si es que le queda alguna. La parte trágica es que, por supuesto, en lo que concierne a las víctimas de los crímenes de Doe toda esta información sería totalmente inútil…, y lo mismo en lo que a mí respecta, en realidad. No soy un esteta de la patología. Nunca he tenido la ambición de estudiar la enfermedad en sí misma, sin efectuar alguna clase de mejora, sin tratar de ayudar a alguien al que le encantaría verme muerto, o algo peor. Antes creía en la rehabilitación, puede que con demasiada ingenuidad e idealismo. Pero esa gente, esas… cosas de la prisión son solo una horrible mancha de la existencia. Que se vayan al infierno —concluyó, bebiéndose su copa hasta que los cubitos empezaron a tintinear.
—¿Quieres otro? —le preguntó Leslie con un tono suave y terapéutico. David le sonrió, purgado en parte por el estallido anterior.
—Venga, emborrachémonos.
Leslie le recogió el vaso para rellenarlo. Pensaba que ahora había algo que celebrar. Su marido no iba a dejar su trabajo por una sensación de fracaso e ineficacia, sino por furia. La furia se convertiría en resignación, la resignación en indiferencia, y después todo sería como siempre; podrían largarse de aquella ciudad penitenciaria y volver a casa. De hecho, podrían mudarse a donde quisieran. Puede que antes se tomaran unas largas vacaciones, para que Norleen conociera un lugar soleado. Leslie pensaba todo esto mientras preparaba las copas en la quietud de aquel hermoso salón. Aquel silencio ya no era indicación de un mudo estancamiento, sino un preludio delicioso de los prometedores días venideros. La felicidad indistinta ante el futuro resplandecía en su interior, acompañada por el alcohol; sentía la gravedad de las agradables profecías. Quizá fuera aquel el momento para tener otro hijo, un hermanito para Norleen. Pero eso podía esperar un poco más. Ante ellos se abría una vida de posibilidades, aguardando sus deseos como un genio distinguido y paternal.
Antes de volver con las bebidas, Leslie se dirigió a la cocina. Tenía algo que quería dar a su marido, y aquel era el momento perfecto. Una pequeña muestra para enseñarle a David que, aunque su trabajo había resultado ser un triste desperdicio de sus esfuerzos, ella lo había apoyado a su modo. Con un vaso en cada mano, sostenía bajo el codo izquierdo la cajita que había recogido de la cocina.
—¿Qué es eso? —preguntó David, tomando su copa.
—Algo para ti, amante del arte. Lo compré en esa tiendecita donde venden cosas hechas por los presos de la penitenciaría. Cinturones, bisutería, ceniceros, ya sabes.
—Ya sé —dijo David con una inhabitual falta de entusiasmo—. No sabía que nadie comprara estas cosas.
—Yo, por lo menos. Creía que ayudaría a apoyar a los reos que están haciendo algo… creativo, en vez de… Bueno, en vez de cosas destructivas.
—La creatividad no es siempre una indicación de bondad, Leslie —la reconvino David.
—Espérate a verlo antes de juzgarlo —dijo ella, abriendo la tapa de la caja—. Ten. ¿No es bonito? —puso la pieza sobre la mesilla.
El doctor Munck se precipitó hacia esa sobriedad que solo es posible alcanzar si se llega desde una cima alcohólica. Miró el objeto. Claro que lo había visto antes, había contemplado cómo era amasado con ternura, acariciado por manos creativas, hasta que sintió mareos y no pudo seguir mirando. Era la cabeza de un joven, descubierta en una arcilla gris e informe, y con una pátina azul y resplandeciente. El trabajo irradiaba una belleza extraordinaria e intensa. La cara expresaba una especie de serenidad extática, la simplicidad laberíntica de la mirada de un visionario.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Leslie. David miró a su mujer y dijo con solemnidad:
—Por favor, devuélvelo a la caja y líbrate de eso.
—¿Liberarme de esto? ¿Por qué?
—¿Por qué? Porque sé cuál de los presos hizo esa cosa. Estaba muy orgulloso de ella, e incluso me vi obligado a expresar un cumplido por la manufactura. Era evidentemente notable. Pero entonces me dijo quién era el chico. Esa expresión pacífica, azul como el cielo, no estaba en la cara del chico cuando lo encontraron tirado en un campo hace seis meses.
—No, David —dijo Leslie, negando prematuramente la revelación que esperaba de su marido.
—Ésta fue su último, y según él el más memorable, «retozo».
—Oh, Dios mío —murmuró Leslie con suavidad, llevándose la mano derecha a la mejilla. Entonces, con ambas manos, devolvió poco a poco al chico azul a la caja—. Lo devolveré a la tienda —dijo muy bajo.
—Hazlo pronto, Leslie. No sé cuánto tiempo seguiremos viviendo aquí.
En el incómodo silencio posterior, Leslie pensó brevemente en la realidad de su partida de la ciudad de Nolgate, de su huida, ahora expresada abiertamente, una realidad definida. Dijo:
—David… ¿Habló… habló de las cosas que hizo? Me refiero a…
—Sé a qué te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor Munck con seriedad profesional.
—Pobre David —se compadeció Leslie.
—En realidad no fue tan duro. Las conversaciones que tuvimos podrían incluso considerarse estimulantes, desde un punto de vista cínico. Describía su «retozar» de un modo irreal y muy imaginativo que no siempre resultaba repulsivo. La extraña belleza de esa cosa de la caja, aunque sea perturbadora, es un cierto reflejo del lenguaje que emplea al hablar de esos pobres chicos. A veces no podía evitar sentirme fascinado, aunque puede que estuviera protegiendo mis sensaciones con un distanciamiento profesional. A veces es necesario alejarse, aunque eso signifique ser un poco menos humano.
»En cualquier caso, nada de lo que dijo era gráficamente enfermizo, no como puedas imaginarlo. Cuando me habló de su «último y más memorable retozo», lo hizo con un fuerte sentido de asombro, con nostalgia, por chocante que pueda sonarme ahora. Parecía una especie de… añoranza, pero de un «hogar» que era un ruina execrable de su mente podrida. Su psicosis había creado una blasfemo cuento de hadas que para él existe de un modo poderoso y nítido, y a pesar de la grandeza demente de su millar de nombres, en realidad se ve solo como una figura menor en este mundo, como un mediocre cortesano en un espantoso reino de horrores. Esto es realmente interesante cuando consideras la magnificencia egoísta que muchísimos psicópatas se atribuirían en un mundo imaginario y sin límites en el que pudieran representar cualquier papel. Pero no así John Doe. Él es un medio demonio comparativamente perezoso de un lugar, un No Lugar, donde el caos confuso es la norma, un estado en el que él medra con gula. Lo que sirve como adecuada descripción de la economía metafísica del universo de un psicópata.
»Y en el mundo onírico que describe existe una geografía poética. Habló de un lugar que sonaba como los callejones de una especie de barrios bajos cósmicos, un callejón sin salida intradimensional, lo que podría ser indicativo de que Doe creció en un gueto. De ser así, su locura ha transformado los recuerdos de este gueto en un reino que combina la realidad banal de las calles con un paraíso psicopático. Aquí es donde se da a sus «retozos» con lo que él llama «su fascinada compañía», un lugar que probablemente sea un edificio abandonado, o incluso una alcantarilla conveniente. Digo esto porque menciona repetidamente un «alegre río de desechos» y unos «montones angulosos en las sombras», que sin duda son transmutaciones dementes de un yermo literal. Menos comprensibles son sus recuerdos de un pasillo iluminado por la luna en el que hay espejos que gritan y ríen, de picos oscuros de alguna clase que no permanecen quietos, de una escalera que está «rota» de un modo extraño, aunque esto último encaja con el pasado de un barrio deprimido.
»Pero a pesar de todos estos detalles oníricos de la imaginación de Doe, la evidencia mundana de sus retozos sigue apuntando a un crimen de horrores tan familiares como terrenos. A una atrocidad corriente. Doe asegura con consistencia que a posteriori hizo que las pruebas apuntaran a eso deliberadamente, que aquello a lo que se refiere en realidad con «retozos» es un tipo de actividad muy distinta, incluso opuesta al crimen por el que fue condenado. Es probable que este término tenga alguna asociación privada enraizada en su pasado.
El doctor Munck hizo una pausa y agitó los cubitos de hielo en su vaso vacío. Leslie parecía haberse encerrado en sí misma mientras él hablaba. Había encendido un cigarrillo y estaba recostada sobre el brazo del sofá, con las piernas sobre los cojines, de modo que las rodillas apuntaban a su marido.
—Deberías dejar de fumar, de verdad —le dijo. Leslie bajó la mirada como una niña reprendida.
—En cuanto nos mudemos, lo prometo. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —dijo David—. Y tengo otra propuesta. Primero déjame decirte que he decidido entregar mañana por la mañana mi carta de dimisión.
—¿No es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no fuera así.
—Te aseguro que nadie se va a sorprender mucho. No creo ni que les importe. En cualquier caso, mi propuesta es que mañana cogemos a Norleen y alquilamos una vivienda al norte, para unos días. Podríamos montar a caballo. ¿Te acuerdas lo bien que se lo pasó el verano pasado? ¿Qué me dices?
—Suena bien —aceptó Leslie con un profundo brillo de entusiasmo—. Pero que muy bien.
—Y de vuelta podríamos dejarla con tus padres. Puede quedarse allí mientras nos encargamos de los asuntos de la mudanza, de encontrar algún apartamento temporal. No creo que les importe tenerla una semana, ¿no?
—No, claro que no, les encantará. ¿Pero por qué tanta prisa? Norleen sigue en el colegio, ya lo sabes. Igual tendríamos que esperar a que terminara el curso. Solo queda un mes.
David permaneció un momento en silencio, como si estuviera ordenando sus ideas.
—¿Qué pasa? —preguntó Leslie, con el más leve asomo de ansiedad en su voz.
—No, no pasa nada, de verdad. Pero…
—¿Pero qué?
—Bueno, tiene que ver con la penitenciaría. Ya sé que sonaba muy orgulloso al decirte lo seguros que estamos ante cualquier fuga, y sigo manteniéndolo. Pero ese preso del que te he hablado es muy extraño, como sin duda habrás comprobado. Es sin duda un psicópata criminal…, pero también es algo más.
Leslie preguntó a su marido con los ojos.
—Creía que decías que se dedicaba a darse contra las paredes, no a…
—Sí, gran parte del tiempo es así. Pero a veces, bueno…
—¿Qué intentas decirme, David? —preguntó Leslie inquieta.
—Es algo que Doe dijo cuando hablaba hoy con él. Nada realmente definido, pero me sentiría infinitamente más cómodo si Norleen se quedara con tus padres mientras nos organizamos.
Leslie encendió otro cigarrillo.
—Dime qué es eso que te preocupa tanto —pidió con firmeza—. Yo también debería saberlo.
—Cuando te lo diga, probablemente pensarás que yo también estoy un poco loco. Pero tú no has hablado con él. El tono, o más bien los muchos tonos distintos de su voz, las expresiones cambiantes de aquella cara chupada… Durante buena parte del tiempo que estuve con él tuve la sensación de que estaba más allá de mí, en cierto modo, aunque no sé exactamente cómo. Estoy convencido de que era el comportamiento de rigor del psicópata, para intentar asustar al doctor. Le da una sensación de poder.
—Cuéntame qué es lo que dijo —insistió Leslie.
—Muy bien, te lo diré. Como te he dicho, probablemente no sea nada. Pero hacia el final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos de esos chavales, y de los chicos en general, dijo algo que no me gusta nada. Lo hizo con un acento afectado, escocés esta vez, y con algo de alemán. Dijo: «¿No tendrá usted también una mujercita malandra y una chiquita pequeña, no, profesor von Munck?». Después me sonrió en silencio.
»Ahora estoy seguro de que intentaba deliberadamente ponerme nervioso, pero sin más propósito en mente.
—Pero lo que dijo, David: «y una chiquita pequeña»…
—Gramaticalmente, por supuesto, hubiera sido más adecuado «o», pero estoy seguro de que no tenía más intención.
—No le habrás dicho nada de Norleen, ¿no?
—Claro que no. Esa no es precisamente la clase de cosas que trataría con esa… gente.
—Entonces, ¿por qué lo dijo así?
—No tengo ni idea. Tiene una clase de inteligencia muy rara, habla gran parte del tiempo con vagas sugerencias, incluso con chistes sutiles. Puede que haya oído cosas sobre mí de otra gente, supongo. Pero de todos modos, podría ser solo una coincidencia inocente —miró a su mujer esperando su comentario.
—Probablemente tengas razón —aceptó Leslie con un deseo ambivalente de creer en esta conclusión—. Pero de todos modos, creo entender por qué quieres que Norleen se quede con mis padres. No porque pudiera pasar nada…
—No, en absoluto. No hay motivo para pensar que nada pudiera suceder. Puede que sea uno de esos casos en los que el paciente consigue superar al doctor, pero en realidad no me preocupa demasiado. Cualquier persona razonable se asustaría un tanto después de pasar un día tras otro en el caos y el peligro psíquico de ese lugar. Los asesinos, los violadores, lo peor de lo peor. Es imposible llevar una vida familiar normal mientras se trabaja en esas condiciones. Ya viste cómo estaba en el cumpleaños de Norleen.
—Lo sé. No es el mejor sitio para criar a un hijo —David asintió lentamente.
—Cuando pienso en cómo estaba cuando fui a verla hace un rato, abrazada a uno de esos cinturones de seguridad de peluche suyos… —Tomó un sorbo de su bebida—. Era uno nuevo. ¿Lo compraste hoy?
Leslie lo miró inexpresiva.
—Lo único que compré fue esto —dijo, señalando la caja sobre la mesilla de café—. ¿A qué te refieres con «uno nuevo»?
—Al Bambi de peluche. Puede que lo tuviera de antes y nunca me hubiera fijado —dijo, rechazando en parte aquel asunto.
—Pues si lo tenía de antes no fue por mí —dijo Leslie muy resuelta.
—Ni por mí.
—No recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo Leslie.
—Pues lo tenía cuando fui a verla después de oír…
David se detuvo con una mirada de intensa concentración, una indicación de una búsqueda interior frenética.
—¿Qué pasa, David? —preguntó Leslie, fallándole la voz.
—No estoy muy seguro. Es como si supiera algo y lo ignorara al mismo tiempo.
Pero el doctor Munck comenzaba a saber. Con la mano izquierda se cubrió la nuca, calentándola. ¿Había corriente en la casa? Aquella no era una casa con muchas corrientes, ni en un estado tal que el viento se colara a través de los tableros del tejado y los cercos de las ventanas. Pero el viento era perceptible, podía oírlo acechando en el exterior, y alcanzaba a ver los árboles inquietos a través de la ventana detrás de la escultura de Afrodita. La diosa posaba lánguida con la cabeza inmaculada echada hacia atrás, contemplando con ojos ciegos el techo, y más allá. ¿Pero más allá del techo? ¿Más allá del sonido huevo del viento, frío y muerto? ¿Y la corriente?
¿Qué?
—David, ¿sientes una corriente? —preguntó su mujer.
—Sí —respondió él muy alto, con una fuerza inusual—. Sí —repitió, levantándose de la silla, cruzando el salón, acelerando sus pasos hacia las escaleras, subiendo los tres tramos, corriendo ya por el pasillo de la planta alta.
—Norleen, Norleen —canturreaba antes de alcanzar la puerta medio cerrada del dormitorio. Podía sentir la brisa procedente de allí. Lo sabía y no lo sabía.
Buscó a tientas el interruptor de la luz. Estaba muy abajo, a la altura de un niño. Encendió. La niña había desaparecido. Al otro lado del cuarto, la ventana estaba muy abierta, las cortinas blancas, traslúcidas, se agitaban ante el viento invasor. Sobre la cama estaba, solo, el animal de peluche, desgarrado, cubriendo el colchón de suaves entrañas. En su interior había ahora, floreciendo como un capullo, un trozo de papel, y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues un fragmento del encabezado del papel oficial de la penitenciaría. Pero la nota no era un mensaje impreso con algún asunto oficial. La caligrafía variaba desde una escritura cursiva y clara hasta el garrapateo de un niño. Miró desesperado las palabras durante lo que pareció un tiempo infinito, antes de comprender el mensaje. Entonces, por fin, lo aprehendió.
«Doctor Munck», decía la nota del interior del animal, «dejamos esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar. Nos veremos pronto. Jonathan Doe».
—¿David? —oyó a su mujer preguntar desde la base de la escalera—. ¿Está todo bien?
Entonces se rompió el silencio de aquella hermosa casa, pues resonó una risotada gélida, brillante, el sonido perfecto para acompañar la anécdota pasajera de un infierno recóndito.
Este mes, un cuento de horror sobrenatural de Mariana Enríquez (1973), escritora argentina muy elogiada como una de las más interesantes entre quienes cultivan la narrativa de imaginación fantástica en la actualidad (como se evidencia en Las cosas que perdimos en el fuego, uno de sus libros más conocidos). El texto, que apareció en el libro Los peligros de fumar en la cama, fue tomado de esta página, donde la propia Enríquez escribe de su cuento:
No me gusta leer prosa en voz alta –ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien me pide que lo haga y yo accedo por buena educación, suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente. Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se ríen de nerviosos. También es el favorito de los adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí no me sentí ensañada, pero ahora me doy cuenta de que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los pocos cuentos de fantasmas que haya escrito (…)
EL DESENTIERRO DE LA ANGELITA
Mariana Enríquez
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y lo único que les cobró fue unas empanadas.
—¿Eso fue acá, abuela?
—No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
—Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
—Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
—¿Y acá llora la nena?
—Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de torm.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y vi, en la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en términos de qué era posible y qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no hablaba pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba, seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra, que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja, debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15 y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban dejando asomar los huesitos blancos.
Este es el cuento más famoso de la escritora estadounidense Shirley Jackson (1916-1965), considerada una de las grandes de la literatura de terror del siglo pasado y precursora de muchos autores en activo hasta la actualidad.
Aparecida en The New Yorker el 26 de junio de 1948, «The Lottery» –historia de horror sin elementos sobrenaturales– provocó una polémica y el envío de numerosas cartas de odio contra la revista y contra la propia autora. En un artículo que publicó posteriormente, cuando se le pidió que «explicara» sus intenciones al escribir el cuento, Jackson declaró: «Supongo que esperaba, al presentar un ritual antiguo y especialmente brutal en el presente y en mi propia aldea, causar conmoción en los lectores, con una dramatización gráfica de la violencia sin sentido y la inhumanidad general de sus propias vidas».
LA LOTERÍA
Shirley Jackson
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería —igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween— era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
—Me había olvidado por completo de qué día era —le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo—. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña —prosiguió la señora Hutchinson—, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
—De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
—Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
—No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? —respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
—Muy bien —anunció sobriamente el señor Summers—, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
—Dunbar —dijeron varias voces—. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó la lista.
—Clyde Dunbar —comentó—. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
—Yo, supongo —respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
—La esposa saca la papeleta por el marido —anunció el señor Summers, y añadió—: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
—Horace no ha cumplido aún los dieciséis —explicó la mujer con tristeza—. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
—De acuerdo —asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó—: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
—Aquí estoy —dijo—. Voy a jugar por mi madre y por mí.
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
—Bien —dijo el señor Summers—, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
—Aquí estoy —dijo una voz, y el señor Summers asintió.
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
—¿Todos preparados? —preguntó—. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
—Allen —llamó el señor Summers—. Anderson… Bentham.
—Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
—Desde luego, el tiempo pasa volando —asintió la señora Graves.
—Clark… Delacroix…
—Allá va mi marido —comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
—Dunbar —llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
—Ahora nos toca a nosotros —anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
—Harburt… Hutchinson…
—Vamos allá, Bill —dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
—Jones…
—Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería —comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
—Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre —añadió, irritado—. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
—En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería —apuntó la señora Adams.
—Eso no traerá más que problemas —insistió el viejo Warner, testarudo—. Hatajo de jóvenes estúpidos.
—Martin… —Bobby Martin vio avanzar a su padre.— Overdyke… Percy…
—Ojalá se den prisa —murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor—. Ojalá acaben pronto.
—Ya casi han terminado —dijo el muchacho.
—Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre —le indicó su madre.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
—Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería —proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud—. Setenta y siete loterías.
—Watson… —el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
—Zanini…
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
—Muy bien, amigos.
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
—Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
—Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
—Ve a decírselo a tu padre —ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
—¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
—Tienes que aceptar la suerte, Tessie —le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
—Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
—Vamos, Tessie, cierra el pico! —intervino Bill Hutchinson.
—Bueno —anunció, acto seguido, el señor Summers—. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
Consultó su siguiente lista y añadió:
—Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
—Están Don y Eva —exclamó la señora Hutchinson con un chillido—. ¡Ellos también deberían participar!
—Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie —replicó el señor Summers con suavidad—. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
—No ha sido justo —insistió Tessie.
—Me temo que no —respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo—. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
—Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya —declaró el señor Summers a modo de explicación—. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
—Sí —respondió Bill Hutchinson.
—Cuántos chicos tienes, Bill? —preguntó oficialmente el señor Summers.
—Tres —declaró Bill Hutchinson—. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
—Muy bien, pues —asintió el señor Summers—. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
—Entonces, ponlas en la caja —le indicó el señor Summers—. Coge la de Bill y colócala dentro.
—Creo que deberíamos empezar otra vez —comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible—. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
—Escúchenme todos! —seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
—¿Preparado, Bill? —inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
—Recuerden —continuó el director del sorteo—: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
—Saca un papel de la caja, Davy —le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita—. Saca solo un papel —insistió el señor Summers—. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
—Ahora, Nancy —anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado—. Bill, hijo —dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta—. Tessie…
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
—Bill… —dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
Los espectadores habían quedado en silencio.
—Espero que no sea Nancy —cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
—Antes, las cosas no eran así —comentó abiertamente el viejo Warner—. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
—Muy bien —dijo el señor Summers—. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
—Tessie… —indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
—Es Tessie —anunció el señor Summers en un susurro—. Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
—Bien, amigos —proclamó el señor Summers—, démonos prisa en terminar.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
—Vamos —le dijo—. Date prisa.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
—No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
—¡No es justo! —exclamó.
Una piedra la golpeó en la sien.
—¡Vamos, vamos, todo el mundo! —gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
—¡No es justo! ¡No hay derecho! —siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.
Actualización del 11 de mayo de 2017: gracias al apoyo y presión de muchas personas que difundieron mi denuncia del plagio y se quejaron en redes sociales, el sitio Culturamas se ha disculpado conmigo en un mensaje privado, ha modificado su nota y ha agregado la fuente. Desde luego, tendrían que haber puesto el crédito debido desde el comienzo (y avisado, y pedido permiso). Pero me quedo pensando que algo se logró. Agradezco mucho a todas las personas que se interesaron en este asunto y me ayudaron. 🙂
Esta nota es exactamente sobre lo que dice el título: un caso de plagio no muy grande (hay quienes se roban libros enteros, atribuyéndose cantidades indecibles de trabajo ajeno) pero no menos cierto.
El 11 de enero de 2016 publiqué en este sitio (www.lashistorias.com.mx) una nota: «20 grandes cuentos de terror», con una lista de historias de miedo que me gustan y recomiendo. Puse enlaces a la mayoría de ellas (algunas no están en línea). De algunos de los cuentos había copias alojadas aquí mismo, y en esos casos enlacé directamente a ellas. Concretamente lo hice en los casos de «El fumador de pipa» de Martin Armstrong, «El calor de agosto» de W. F. Harvey, «El tapiz amarillo» de Charlotte Perkins Gilman y –en una modificación hecha poco después de la aparición inicial de la lista– «Donde su fuego nunca se apaga» de May Sinclair.
Ayer, 9 de mayo de 2017, recibí aviso de un pingback, es decir, una referencia a este sitio hecha desde otro. Resultó que provenía de un artículo del sitio español Culturamas.es titulado «Los 20 mejores cuentos de terror». El pingback indicaba que en aquel artículo había un enlace a un texto publicado aquí: concretamente a la copia de «El tapiz amarillo».
Visité la lista de Culturamas pensando que se parecería a la mía y tendría referencias a varios textos para que sus visitantes los pudieran leer. Me pregunté cuáles serían, aparte de «El tapiz amarillo», los textos favoritos de ellos.
Y me sorprendió ver que la lista de Culturamas no era parecida a la mía sino exactamente igual: era mi lista, copiada y pegada en aquel sitio.
Los textos están listados en el mismo orden; la puntuación es la misma, incluyendo un par de inconsistencias, y los enlaces están exactamente en los mismos cuentos y apuntan exactamente a los mismos sitios. De hecho, en un caso: el del cuento “Último día en el diario del señor X» de Emiliano González, el enlace apunta a un sitio ya desaparecido, pero que existía cuando hice mi lista. Y en otro: el de «El testamento de Magdalen Blair» de Aleister Crowley, hay una aclaración sobre el texto (que encontré publicado en línea dentro en un archivo PDF) que se mantiene en el artículo de Culturamas exactamente con las mismas palabras que en mi propia nota.
Quienquiera que haya hecho el artículo se limitó a copiar y pegar mi texto: no se molestó en revisar los enlaces ni en disfrazar de ninguna forma el plagio. Sólo cambió ligeramente el título (para que fuera un reclamo más convencional, supongo, al decir de forma categórica que los cuentos son los 20 mejores, sin apelación posible), dejó fuera una nota que escribí para acompañar la lista y, por supuesto, no da ninguna indicación de que ésta no fue hecha por ellos sino por mí. En ningún lado aparece mi nombre.
Esto no es un caso de apropiación, remezcla, influencia, citación ni nada parecido. Es la forma más burda y fácilmente reconocible del plagio: tomar el trabajo de otra persona y presentarlo como propio, omitiendo deliberadamente que no lo es, intentando «borrar» a quien sí lo hizo. Mi artículo no es más que algunos párrafos y una lista, un texto breve, pero un texto que redacté yo, que me costó cierto tiempo ante la computadora y bastante más a lo largo de muchos años, leyendo cuentos de miedo que luego recordé para recomendarlos. Uno que publiqué sin fines de lucro y sigue siendo de acceso gratuito (en Las Historias ni siquiera hay publicidad para «monetizar sus contenidos», como sí la hay en aquel otro sitio).
Publiqué un reclamo a Culturamas en Twitter; hasta este momento [nota: 10 de mayo, alrededor del mediodía]no he recibido respuesta alguna, pero algunas otras personas han sugerido que no es la primera vez que algo así sucede en ese sitio (ni en otros semejantes). Qué pena.
Francamente, no deseo ninguna reparación más allá de que se indique la fuente de la que ellos tomaron la lista (aunque una disculpa no estaría mal). Y sospecho que no voy a tener ni eso, y en cambio sí habrá quienes me troleen y me incordien en línea. Pero al menos puedo dejar esta nota como una constancia de lo sucedido.