Esta nota no contiene avisos de spoilers. Al final el Titanic se hunde.
Dicho lo anterior, continuemos.
Cada cierto tiempo se revela en los medios un spoiler de alguna serie, novela o película famosa. La palabra proviene del inglés, como tantas otras en nuestro mundo globalizado, y la acepción de ella que importa aquí se hizo famosa, en realidad, precisamente en los años noventa, cuando empezó la etapa presente de los regímenes neoliberales: es el adelanto de la trama de una historia (en especial del cine o la televisión) que supuestamente la «estropea» (spoil) por anular la sorpresa o la anticipación de sus posibles lectores o espectadores. La idea se ha convertido en parte de la experiencia colectiva de quienes ven, leen, juegan narraciones de la actualidad, y en especial aquellas que vienen de las grandes empresas de medios de los países de habla inglesa.
Como otros hábitos del consumo actual, muchas personas la consideran una experiencia desagradable, y otras la provocan con malas intenciones, para trolear: por el gusto de que otros padezcan. Un caso célebre: en 2005, cuando apareció Harry Potter y el misterio del príncipe de J. K. Rowling –sexta entrega de la serie– un buen número de personas se dedicó a revelar un punto importante de la trama: que Snape mata a Dumbledore, y no sólo yendo a decírselo a aficionados desprevenidos sino creando videos y memes al respecto, por no hablar de las famosas playeras con el número de la página precisa del libro en la que el hecho se cuenta.
Las reacciones son siempre las mismas. Por una parte, enojo o desazón –de magnitud a veces difícil de comprender para quien no tiene interés en la historia «estropeada»– de parte de quienes esperaban una experiencia «pura» de disfrute de su producto favorito. Por la otra, desprecio de quienes revelan el spoiler y, también, una especie de alegría malsana, desprovista de cualquier empatía, muy parecida a la que encontramos en las discusiones sobre casi cualquier tema entre las tribus de internet. En muchos medios actuales se han vuelto habituales tanto la reseña «sin spoilers» (que en ocasiones apenas puede decir nada de la obra que comenta) como las advertencias de todo tipo en los textos, videos o demás contenidos que se refieren explícitamente a puntos argumentales importantes de tal o cual obra: protecciones semejantes a otras de las que incluso resulta difícil escribir por miedo de ofender a alguien.
Ciertamente, el conocer por anticipado detalles de una narración cambia nuestra experiencia a la hora de leerla. Por ejemplo, en este siglo XXI es imposible no saber que el doctor Henry Jekyll, personaje icónico de la cultura occidental, se convierte en el monstruoso señor Hyde, otro personaje igualmente importante, porque a la novela de Robert Louis Stevenson en la que ambos aparecen por primera vez –El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de 1886– han seguido incontables versiones en todos los medios, y el tema mismo de la doble identidad es un enorme lugar común. Así que jamás podremos recuperar la sensación que tuvieron los primeros lectores del libro de Stevenson, donde el hecho de que ambos personajes son uno era una sorpresa que se revelaba en el penúltimo capítulo.
En lo personal, sin embargo, creo que estaríamos mejor sin tanta aversión al spoiler, igual que sin tanto de su reverso: de la agresión deliberada que a veces implica el difundirlo. Ambos son fenómenos que están ligados no solamente a la fragmentación de las sociedades contemporáneas, en las que cualquier cosa, por trivial que sea, puede destruir la empatía y la comunicación en una comunidad si se dan las circunstancias adecuadas. También son un signo de sumisión a los mercados globales. Que una historia se «estropee» al conocer su trama –y sobre todo su final, que es de lo que más se oculta en las advertencias contra spoilers– quiere decir que el sentido de una historia es exclusivamente su consumo: llegar hasta ese final, conocerlo y, sabiéndolo todo sobre ella, poder desechar su contenedor, como si fuera un tubo vacío de pasta de dientes. El ideal de las grandes compañías no es la obra que se atesora, se revisita, se comparte, se queda definitivamente en la vida de quien la disfruta (y al hacerlo puede propagar su influencia a otros en contacto con esa persona), sino la obra que se tira, o que al menos se encarga de incitar, por encima de todo, el ansia de más. (Más obras: la siguiente entrega de una saga, el siguiente spinoff, las otras –muchas– novelas, películas, series o juegos similares…, pero también el muñeco o la muñeca, la playera y la botella de champú y el juego de sábanas estampadas.)
Pero llegar al final de una historia no lo es todo en la vida. Ni siquiera lo es en la misma narrativa. Mucho de lo más importante en cualquier narración ocurre no sólo lejos de su conclusión, sino de su mismo argumento: en su estructura, en su estilo, en su trama entendida como la relación entre sucesos no necesariamente consecutivos: sus ecos, semejanzas, paralelismos, revelaciones lentas o equívocas. Si una narración realmente se agota en su anécdota, probablemente no vale mucho la pena. Siempre podrá alentar el acto colectivo de seguir una historia, que tiene un valor aparte. Pero ¿cuántas personas siguen viendo y reviendo todas las series que parecían tan importantes hace una década? El estado de culto se logra muy pocas veces, en más de una ocasión es ilusorio –otra forma de explotación comercial– y cuando no lo es existe a pesar de que la obra se conozca: de que todo el mundo sepa quién es realmente el señor Hyde.
La lectura nunca es un juego de suma cero entre el texto y el lector. Mucho menos entre algunos lectores y otros.
(Esto es algo que se puede ver más fácilmente cuando se escribe, por cierto, porque al analizar una narración determinada tarde o temprano es necesario conocer, discutir y examinar el final de su texto. En esto no hay excusas que valgan ni sentido en tratar de agredir mediante revelaciones inesperadas: quienes leen pueden mantener la expectación inocente de un final, como el público que no sabe cómo se ejecuta un truco de magia, pero quien escribe es quien realiza el truco: no puede no saber cómo entra el conejo en el sombrero, y por lo tanto renuncia a su inocencia de lector, pero también descubre –si se empeña, si tiene suerte– que hay mucho más que puede comunicar, en todos los niveles de una obra artística, además de la mera secuencia de los hechos.)
Ah, y el nombre de Hodor es una contracción de la frase «Mantén cerrada la puerta» (Hold the door), y Candy se queda (probablemente) con Albert, y en Comala todos están muertos. Y nada de eso es lo más importante de las obras en donde todo ello se cuenta.
En lo que va del año, todo lo publicado en los medios alrededor de la nueva presidencia de Estados Unidos ha causado (sobre todo durante el mes de febrero) tal desconcierto y miedo que ha sido fuente de auténtico malestar en muchas personas y, de tan abundante, ha sepultado las noticias que más importan –por no hablar de sucesos que no tienen que ver directamente con aquel país– entre numerosos contenidos frívolos o sensacionalistas. Y aparte están, aún, el ruido y la desinformación sobre cualquier otro tema que ya son habituales en la redes.
En todo esto, me parece, hay un peligro real: el de perder el control de nuestra percepción del mundo, cederlo a esas fábricas de estímulos. El riesgo está en la obsesión con esas informaciones: en el sometimiento a una rutina de indignación o desahogo superficial (de incontables indignaciones y desahogos) que nos impida ver cualquier otra cosa ni pensar en el mundo más allá de las reacciones inmediatas a los nuevos escándalos del día.
Para informarnos mejor (en la medida en que eso sea posible) se puede intentar leer de manera más crítica y profunda el alud de los acontecimientos. Y para lograr eso, me parece, hay una herramienta a disposición, por lo menos, de las personas a las que le gusta leer: las novelas. En especial, novelas extensas, intrincadas, densas.
No me refiero a «libros que atrapen» al lector (en realidad eso es facilísimo, aunque se venda como una gran hazaña) sino a libros que propongan un mundo propio, reconocible, consistente, con mucha claridad y muchos detalles: un entorno que puede «explorarse» durante un tiempo prolongado, comprenderse y figurarse con ayuda de la imaginación, y que sea claramente distinto de la imagen del mundo que nos ofrece cualquier burbuja informativa. No se trata de que las lecturas sean escapistas (aunque no está mal escapar de vez en cuando, por ejemplo, de una sobredosis de «este tipo loco o maligno o ambas cosas a la vez va a acabar con el mundo y no hay nada que nadie pueda hacer para evitarlo»); se trata, sobre todo, de que nos ayuden a comprobar que hay otras formas de representarnos la existencia, y de que en ellas podamos encontrar modos de poner en perspectiva el bombardeo informativo de la actualidad.
La lista que viene a continuación es de cinco libros útiles para este fin y que, además, hablan del poder de diferentes formas.
Kalpa imperial de Angélica Gorodischer (1983).
Aunque difundido inicialmente como un libro de cuentos en dos partes, la autora –gran narradora argentina– prefiere considerarlo una novela. Es una historia que contiene muchas otras historias: en un lugar indeterminado de una ciudad, un narrador oral cuyo nombre no se revela nunca cuenta historia tras historia de su país, un imperio vasto y antiguo en el que ha habido guerras, traiciones, catástrofes, revoluciones y, a la vez, la vida simple de la gente perdura. Es una novela fantástica en la que no ocurre nada sobrenatural: el imperio no está en ningún mapa, pero podría ser casi cualquiera de los que se conocen de la historia del mundo.
Yo serví al rey de Inglaterra de Bohumil Hrabal (1971, también conocido con el título Yo que he servido al rey de Inglaterra).
La obra narrativa de Hrabal, novelista checo, es menos apreciada de lo que merece en la actualidad. Yo serví al rey de Inglaterra es una novela muy representativa de esa obra, pues muestra a personajes grotescos y sucesos estrambóticos pero al mismo tiempo los trata con una intuición sorprendente de la humanidad de unos y la trascendencia de otros. La historia es la de un tonto, llamado Ditie, que va ascendiendo por la Checoslovaquia del siglo XX –pasando por la ocupación nazi– hasta convertirse en millonario. Nadie se salva de ser mirado (y juzgado) por este personaje bestial y al mismo tiempo entrañable.
Noticias del imperio de Fernando del Paso (1987).
Esta es la novela que convirtió a las cabezas visibles de un ejército que invadió México a mediados del siglo XIX, coludido con lo peor de las élites locales de la época, en personajes populares de este país, figuras románticas, casi héroes de telenovela. Maximiliano de Habsburgo, y más todavía su esposa, Carlota de Bélgica, son protagonistas de una recreación minuciosa México durante la Segunda Intervención Francesa y el Segundo Imperio Mexicano, que del Paso describe desde múltiples puntos de vista. La novela contiene muchísimos episodios humorísticos, patéticos o terribles, y su tono finalmente es trágico: la instauración del Imperio es una locura que sólo causa la destrucción.
Jonathan Strange y el señor Norrell de Susanna Clarke (2004).
Esta novela de ambiente inglés y aristocrático recrea el periodo de las Guerras Napoléonicas, al comienzo del siglo XIX, como podría haber sido de haber existido magia en el mundo y la Historia que conocemos. Dos magos rivales –Norrell y Strange– dividen a su país luego de su intervención en diversos asuntos, incluyendo batallas navales y en tierra, y su enfrentamiento los encamina a una catástrofe a medida que se ponen a experimentar con fuerzas que no comprenden del todo. Los personajes están descritos con gran minuciosidad, y en su versión original Clarke reproduce, también, giros y términos del idioma inglés de ese tiempo.
El brujo del cuervo de Ngugi wa Thiong’o (2006).
Ngugi, autor nacido en Kenya, candidato constante al Premio Nobel, se inventa un país entero: la nación africana de Aburiria, profundamente corrompida por el régimen de un dictador. Violento, perverso, y sobre todo mentiroso, el soberano extraña el pasado colonial (en el que podía hacer realmente cualquier cosa, apoyado por sus amigos occidentales) tiene por sus peores enemigos a una activista y su esposo, un curandero falso que, pese a ello, es un estupendo sanador. Su enfrentamiento se cuenta como una narración oral y está lleno de episodios rarísimos, justamente como los que hay en tantos relatos antiguos de África.
* * *
Hechas estas recomendaciones hay que decir lo siguiente:
Por supuesto, hay muchos libros más que pueden invitar a la lectura atenta y laboriosa que éstos proponen.
Por supuesto, descontaminarse del mundo puede ser muy necesario, pero nunca es suficiente. También hay que volver a él y actuar. Poquísimas personas lo intentan y es de las grandes necesidades del presente.
Hola, Alberto, quisiera felicitarte por tu amplio conocimiento del genero de ficción, en la mayoría de tus respuestas acerca de los cuestionamientos son acertadísimas, sin embargo soy de los que piensa que la CF no es para todos ¿a qué crees que se daba la poca demanda a este genero en el país?
Pensé que valía la pena responder un poco más extensamente y lo hago a continuación.
* * *
Hola y gracias por la felicitación. 🙂
Sobre lo que preguntas, voy a hacer un pequeño rodeo. Tengo que empezar diciendo que «género» es una palabra que no me gusta mucho utilizar porque se usa de modo muy impreciso y lleva a muchas confusiones, y desde hace tiempo ocurre lo mismo con «ficción».
Entiendo que cuando dices ficción te refieres a la ciencia ficción, o incluso de modo más general a la narrativa de imaginación fantástica, y en cambio yo –basándome en cierto número de autores– entiendo la ficción como narrativa, a secas: cualquier texto que proponga personajes y sucesos inventados en un mundo narrado, fingido, sin importar que ese mundo narrado se parezca o no al mundo de nuestra vida ordinaria. Esto me parece más acertado porque, de hecho, ningún mundo narrado es «real» en el sentido en el que lo es una mesa, un árbol, tu cuerpo, el aparato en el que lees estas palabras: los mundos narrados son, solamente, efectos en nuestra conciencia, imágenes que nos figuramos, de forma estrictamente subjetiva, a partir de lo que vamos leyendo: de lo que nos «dice» el texto de la narración. Una novela no es un mundo: es una secuencias de signos consignada en algún sustrato, un papel o una memoria digital o cualquier otro, que leemos para hacernos la ilusión de que observamos un mundo.
A veces nos confundimos. Algunos mundos narrados se parecen más a lo que entendemos como la vida real, y llegamos a decir nos parecen «más reales» aunque no lo sean: aunque todos sean experiencias interiores impulsadas por los textos, igual de intangibles para los sentidos. Cuando eso pasa confundimos las cosas con las palabras que les dan nombre: las representaciones con aquello que representan.
Digo todo esto porque la respuesta a tu pregunta tiene que ver con ese error.
* * *
Por una parte, en realidad no creo que haya poca «demanda» de las historias con elementos de los que suelen etiquetarse como «de ciencia ficción». Por ejemplo, ve cuántas personas en el mundo han elogiado, en las últimas semanas, la serie de televisión Stranger Things, que utiliza muchísimos y lo hace, además, en combinaciones tomadas de libros, películas y series de televisión de al menos los últimos treinta años. Ve cuántas personas juegan videojuegos, ven películas, leen cómics con historias semejantes. Sucede lo mismo entre las personas que leen libros, aunque éstas representen un porcentaje más pequeño de la población del que representan en otros países.
De la misma manera, me parece un poco injusto lo de singularizar a ese tipo de historias diciendo que no son para todos. Lo cierto es que ninguna literatura, ningún texto literario, lo es. De hecho tampoco lo es la lectura misma.
Por otra parte, en efecto, sí hay la idea de que las historias que contienen elementos considerados parte de ciertas variedades de escritura, digamos, son «raras», poco frecuentadas, despreciadas. Y también es verdad que en México los libros que se perciben como parte de esas categorías son menos apreciados por ciertas personas, y en especial por personas con autoridad (cultural, política) que después comunican a otros su desdén.
¿Por qué es esto?
En buena medida, creo, es por el error al que me refería antes. Tenemos un problema de comprensión lectora: un problema extendido, serio, que abarca a varias generaciones. Es que a duras penas aprendemos a leer, por supuesto: el sistema educativo nacional está cada vez peor, y cada vez ofrece menos herramientas para que la gente aprenda a enfrentarse con los textos de manera atenta y crítica. Desprovistas de esas guías, y de ejemplos, numerosas personas se vuelven incapaces de percibir el humor, la imaginación o la ironía y todo lo interpretan de manera literal. A estas personas les desconcierta cualquier representación que no se pueda entender como una imagen fiel, una copia, de lo que ellas han aprendido a juzgar posible, a interpretar como cierto. Lo he visto incluso entre colegas muy talentosos y premiados: se les pone delante una narración con algún elemento fantástico, no saben qué hacer con él y terminan minimizándolo, ignorándolo o tratando de interpretarlo como una «falsedad» dentro de un texto «verdadero», lo que en el fondo es un disparate. «Los muertos no hablan estando ya muertos en sus tumbas», dicen (por ejemplo), «así que este episodio de Pedro Páramo de Rulfo debe ser símbolo de otra cosa, y en realidad no está pasando». ¡Pero nada de Pedro Páramo está pasando, ni pasó jamás! Los personajes, los lugares, los sucesos, pueden estar basados en personajes, lugares y sucesos reales, pero el libro no es un tratado de historia sino una novela: un ejemplo de ficción, en el que se intenta representar alguna parte de la experiencia humana mediante la invención. Desde la realidad en la que leemos ese texto, todos sus hechos pueden interpretarse y analizarse como emblemas de algo más, porque ninguno es verdad, pero sí lo son para los personajes que viven en el mundo narrado. Aquí pueden no pasar, pero allá sí, porque «allá» no es ningún sitio del mundo, sino –otra vez– un efecto que se da en la mente de quien lee.
Aparte, hay dos aspectos de la cultura mexicana que contribuyen al menosprecio de la imaginación. Uno es el carácter autoritario de nuestras sociedades: desde el siglo XVI, cuando se prohibían las historias de imaginación «excesiva», «desbordada» o insumisa en las colonias españolas, a la casi totalidad de los regímenes que han existido en este territorio les ha interesado imponer una visión única de las cosas, una idea única e incuestionable de cómo debe ser la realidad. Se han concentrado en el control de la vida social: en impulsar la idea de que las relaciones entre las personas sólo pueden ser de cierta manera (que les convenga, por supuesto, y en la que la posición privilegiada de quienes están arriba se perciba como algo natural y apropiado), pero un efecto de esta práctica reiterada es un gran desprecio de la imaginación en general.
El otro aspecto perjudicial de nuestros modos de pensar es la creencia, más del último par de siglos, de que la imaginación en la literatura es una especie de marca de clase. Se le asocia con lo popular, y a lo popular con lo bajo, lo «indigno» de las clases ilustradas y refinadas. Por ejemplo, lo primero que hace un texto esnob que busca elogiar a una obra en la que haya el más pequeño elemento extraño, fantástico, maravilloso, es decir que no contiene imaginación aunque parezca que sí: «va más allá del género», se escribe, o «es de una calidad/profundidad/belleza que no suele haber en la ciencia ficción/el horror/la fantasía» (aunque quien escribe no sepa nada del subgénero en cuestión). Basta ver lo que sucedía en su tiempo con la obra de Salvador Elizondo, y lo que ocurre ahora en muchas ocasiones con Francisco Tario o Amparo Dávila.
Hay autores, y sobre todo lectores, a los que les importa poco esta serie de prejuicios. A otros les afecta mucho, porque aun ahora es cierto que estos temas son de los que cierran puertas, en vez de abrirlas, en muchos lugares de la cultura y el mundo de la edición nacionales.
En cuanto a mí, la imaginación fantástica me parece una herramienta utilísima y muy especial para crear arte. Y me desconsuela vivir en una época en la que, por desgracia, incluso en países en mejor situación que el mío lo que impera es no leer y, justo después, la lectura literal, intolerante, fanática. En momentos como éstos imaginar se convierte en un acto de resistencia: de oposición contra un poco de lo peor del mundo.
Todo este mes, organizado por el Centro Toluqueño de Escritores, se lleva a cabo en la ciudad de Toluca, México, el festival de cuento brevísimo «Los mil y un insomnios», que ofrece lecturas, presentaciones y más en torno del tema.
Dentro del festival (cuyo programa completo está en el enlace de arriba), he sido invitado a leer minificciones y conversar sobre el cuento breve para este jueves 13 de mayo. La cita será a las 19:00 horas en la sede del CTE, que se encuentra en Plaza Fray Andrés de Castro, Edificio A, local 9, en la Zona Centro de Toluca. Me acompañará en la mesa el escritor José Luis Herrera Arciniega.
Mayores informes sobre el festival y el Centro Toluqueño de Escritores pueden obtenerse en el sitio web del CTE y en el teléfono (722) 2149568. Por cierto, también es posible hacer contacto (y participar en el festival) vía Twitter: la cuenta http://twitter.com/milyuninsomnios está abierta para publicar las minificciones que le envíen las personas interesadas. Quienes así lo deseen y puedan ir a Toluca, podrán también participar en una lectura colectiva como parte del cierre del festival.
Agrego estas invitaciones a las de hace un par de días, que siguen en pie.
La Feria del Libro del Palacio de Minería sigue en el mismo sitio: Tacuba 5, en el Centro Histórico del Distrito Federal. Si van, en el primer piso, tomando a la izquierda una vez que se han subido las escaleras, pueden llegar al Pabellón Estado de México, que ocupa el espacio inmediatamente anterior a varios de los auditorios pequeños. Y si entran allí, podrán encontrar el número 38 de la revista Castálida, publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura, que es un monográfico dedicado a la ciencia ficción y, en menor medida, a la literatura fantástica en general. El índice es largo y habrá algo para todos los gustos (hay hasta un texto mío); de entrada recomiendo los ensayos de Pepe Rojo y Chris Nakashima-Brown, las recomendaciones de Bef, los cuentos del cubano Yoss y los mexicanos Miguel Cane y José Luis Zárate y, muy especialmente, el ensayo de Gabriela Damián sobre escritoras mexicanas dedicadas a lo fantástico: una crítica a la doble ceguera (machista y «realista») del canon literario nacional.
En ese mismo lugar se llevan a cabo diversas presentaciones de libros (allí será, por ejemplo, la de Rápidas variaciones de naturaleza desconocida de Edilberto Aldán, de la que escribí en la nota previa); allí será también una lectura imprevista a la que los invito. El martes 23, a las 12 del día, el Centro Toluqueño de Escritores ofrecerá una lectura de textos recientes de varios escritores del estado de México. Ésta es una actividad no anunciada en el programa de la Feria, porque entra en lugar de otra (la presentación del libro Fragmentaciones de José Falconi, que debió cancelarse por causas de fuerza mayor), así que no la hallarán en el programa. Pero si van nos hallarán a varios, leyendo textos. Están invitados, pues.
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Actualización: como todas las actividades de Bellas Artes para estos días se han detenido, debido al brote de influenza, la fecha de inicio del círculo de lectura se ha cambiado al sábado 9 de mayo]
Aún quedan lugares: el Centro de Lectura Condesa invita al círculo de lectura «Edgar Allan Poe», que durante cuatro meses, en sesiones quincenales, se dedicará a comentar varias de las obras más relevantes de Poe, desde sus cuentos clásicos hasta su obra poética, sus ensayos y Poliziano, su única obra teatral. Coordinaremos el círculo mi querida amiga Erika Mergruen y yo mismo.
Las sesiones se llevarán a cabo un sábado sí y otro no, de 13:00 a 16:00 horas, empezando este sábado, 25 de abril el sábado 9 de mayo. Las inscripciones (el costo de todo el curso será de $300) están abiertas ahora mismo en el Centro, que está en Nuevo León 91, en la colonia Condesa. Los teléfonos: 5553 5268 y 5553 5269. El correo electrónico: cnl.clc@correo.inba.gob.mx.
Ojalá los veamos por allá…[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
La Mandrágora y Tierra Mestiza invitan a su Lectura de cuentos fantásticos. Participan: Mónica Sánchez Escuer, Sandra Huerta, Roberto Carrancá, Libia Brenda Castro, Manuel Avantes, Leonardo Teja, Doris Camarena y Ricardo Bernal.
La cita es en Café Tierra Mestiza (Diagonal San Antonio 915, Colonia del Valle) el miércoles 17 de diciembre a las 20:00 horas.
Publiqué este texto en Arena hará unos tres años; luego lo puse en La materia no existe. No hay relación directa entre lo que se dice aquí y lo que se discute alrededor, por otras notas de esta bitácora, en estos momentos.
En su día, por cierto, esta reseña no apareció con la dedicatoria debida a Flavio y Cinthya, amigos entrañables, por quienes conocí el libro de Fadiman.
Algún lector de Ex Libris. Confessions of a Common Reader de Anne Fadiman (Farrar, Strauss & Giroux, 1998) podría sentirse extrañado o a disgusto: la serie de anécdotas, ensayos y divagaciones de Hadiman gira alrededor de su afición a la lectura y de los hallazgos de una vida entera de leer. Todos los textos celebran, de una forma u otra, el hábito y el gusto el de los libros, como objetos materiales y como parte central (todavía lo son, o pueden serlo) de la existencia. (más…)
Escribí este ensayo para la revista Biblioteca de México, a propósito del bicentenario de Andersen en 2005:
El impulso (primera versión)
Se cuenta que Hans Andersen, zapatero, lloró en una ocasión al conocer a un estudiante joven y vivaz. A Hans Christian, su hijo, le explicó que él “debía haber sido” como aquel muchacho, en vez de un artesano humilde y mísero en Odense, el pueblo donde vivía la familia. Pero Dinamarca entera estaba en crisis –eran los últimos años de las Guerras Napoleónicas– y Andersen padre terminó, en 1815, por dejar hasta su oficio y enrolarse en el ejército: el hijo de un granjero le pagó para que tomara su sitio y lo librara así del servicio militar.
La compañía de Andersen padre no tuvo tiempo de pelear de veras, pues Napoleón fue derrotado ese mismo año, pero el hombre volvió a Odense quebrantado por las privaciones de la vida en campaña y murió luego de una enfermedad prolongada. La madre –Anne Marie Andersdatter, iletrada y carente de recursos– se esforzó por mantenerse junto con su hijo: se dedicó a lavar ajeno, volvió a casarse y, decepcionada por las pobres calificaciones de Hans en la escuela, lo puso a trabajar. Él, por su parte, intentó una fuga como la que nunca logró su padre.
Era, en cierto modo, su herencia: el zapatero, autodidacta, había procurado instruirlo mediante la lectura de la Biblia, de Las mil y una noches, de las comedias de Ludvig Holberg; también le había ayudado a construir un teatrino, para jugar con marionetas (Anne Marie pensó por un tiempo en volverlo aprendiz de sastre, por su habilidad para hacer los vestidos de sus muñecos), y lo había llevado a ver actores de verdad: nada menos que el Teatro Real de Dinamarca, llegado al escenario de Odense, el único en todo el país fuera de la capital.
Todo esto había fascinado al pequeño Hans, cuyo talante era imaginativo y muy impresionable, y quien se decidió por las artes y por el camino que le conocemos: su partida a Copenhague, las intentonas sobre el escenario, las privaciones y las humillaciones sufridas por su fealdad y su afeminamiento, el modo milagroso en el que logró abrirse paso en la burguesía de la ciudad y obtener patrocinios para su educación, la busca constante de favores y conocencias que le permitieran continuar su trabajo literario. Pero a esa historia sabida –al ascenso social y la incomodidad del descastado, que también son las de la Sirenita y el Patito Feo y muchos otros personajes del escritor– debe agregársele este matiz:
El primer libro publicado de Andersen, Intentos juveniles (1822), fue un arranque en falso como los de muchos otros autores. Era una serie de textos que homenajeaban –o plagiaban– a B. S. Ingemann y otros escritores de la naciente “Edad de Oro” de las letras danesas, pero estaba firmado con el seudónimo William Christian Walter, que era nombre de pretensiones elevadísimas. William en honor de Shakespeare y Walter por Walter Scott: dos descubrimientos literarios que Andersen no habría podido hacer nunca sin el impulso, rencoroso y frustrado, de su padre, quien por el contrario había desaparecido por entero del “nombre artístico” de su hijo. Una posible interpretación es que éste debía (re) descubrirse por medio del muerto, como le ocurre a la protagonista de El niño en la tumba, una de sus ficciones más sentidas y perturbadoras. El origen no podía separarse del destino y Hans Christian Andersen sería siempre, aun en sus momentos de mayor vanidad, aun en los salones de los reyes y los notables, el habitante de Odense.
La vida literaria
En El cuento de mi vida (1855), Andersen recuerda su proyecto de ir a buscar fortuna en Copenhague y relata:
—¿Qué será de ti allá? —preguntó mi madre.
—Me volveré famoso —respondí, y le dije lo que había leído sobre hombres notables venidos de hogares pobres—. Primero, tienes que pasar por una cantidad terrible de adversidades —le dije— y entonces te vuelves famoso.
El que me conducía era un impulso inexplicable. Lloré, supliqué, y finalmente mi madre cedió, pero primero mandó a buscar a (…) una supuesta “mujer sabia” (…) y la puso a leerme el futuro en un mazo de cartas y en restos de café.
—Tu hijo será un gran hombre —dijo la vieja gitana—, y en su honor todo Odense quedará iluminado algún día.
Mi madre lloró al oír esto, y ya no tuvo nada en contra de que yo me fuera de la casa.
La estampa podría ser el otro lado de la historia, tan fértil para el psicoanálisis, del niño pobre que triunfa en el mundo de la riqueza y los adultos. ¿Qué habría pasado si la gitana hubiese desaconsejado la partida? ¿Lo habrían dejado ir su madre y lo que quedaba de su familia? ¿Hasta dónde será éste, como la llegada del Teatro Real a Odense, un aviso providencial para la vida de Andersen y para la literatura de occidente?
Por otro lado, lo más razonable es dudar de la historia entera y atribuirla al narcisismo del escritor, quien dependió casi toda su vida del favor de otros y no perdía ocasión de promover su trabajo, su figura de literato y lo extraordinario de ambas. Pero esta cualidad agradará también a los psicoanalistas, porque es un atisbo de una personalidad más compleja que la del mero entertainer (Harold Bloom, en un ensayo, da a esta imagen falsa la cara de Danny Kaye, quien interpretó a Andersen en una blanda película de Hollywood) dedicado a distraer a los niños y contar mentiras inocuas.
Por ejemplo, un rasgo de los estudios andersenianos del que aún se habla poco –y menos entre nosotros– tiene que ver con el trajinar del escritor en la vida literaria de Dinamarca, no menos cosmopolita, díscola ni maldiciente que la de cualquier otro lugar de Europa. En ella hay, como es de suponer, no sólo sinsabores de melodrama, sino también otros conflictos. Obsérvese, digamos, el fragmento que sigue: proviene de “Reseña”, un poema que Andersen escribió en 1830, cuando tenía 25 años y debía, como el resto de su generación, “romper lanzas” contra autores y comentaristas adversos:
El sol de la tarde colorea tierra y mar con tonos de rosa,
pero ¡ah!, la monotonía llega de inmediato, al igual que mi cólera.
Sea lo que sea, el sol no es muy original:
todo el tiempo sale por el este, se pone en el oeste, ¡por favor!
Entonces aparecen las estrellas de la noche, pero ¡demonios!,
brillan pero son frías, no dan calor ni tienen vienen coloreadas.
Canta un ruiseñor, diestramente (…)
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][pero] ¿por qué no canta de día? (…)
Las olas crecen pero demasiado: necesitan moderación;
la escena tiene un toque de genio pero le falta mi aprobación.
Andersen no vio, no podía ver, que aquellos comentarios que tanto le disgustaban serían los más interesantes de cuantos se han escrito sobre él. A partir de 1840 (como ha dicho el andersenista Johan de Mylius) “los críticos hacen fila para alabar el trabajo del poeta, quien ya ha establecido su nombre y probado su habilidad” con textos muy superiores a “Reseña”, pero Andersen persistió en su obsesión por el reconocimiento hasta el final de su vida. Hay muchas anécdotas sobre su búsqueda de los famosos y su contagio: Andersen escribió sobre su encuentro de iguales con Dickens, pero no sobre las cinco semanas que pasó en la casa del escritor inglés, interpretando muy libremente un ofrecimiento de hospitalidad.
El impulso (segunda versión)
El romanticismo, que en el resto de Europa marcó de forma incontestable la literatura al comienzo del siglo XIX, está disminuido en Dinamarca –al menos, desde el punto de vista de nosotros, lectores abúlicos del siglo XXI– por el mismo Andersen y por Søren Kierkegaard, tal vez los dos daneses más eminentes; gracias al trabajo de ambos, la “Edad de Oro” es más un signo de sus propias originalidades que de acuerdo con cualquier otra de las grandes figuras y escuelas de su tiempo. Pero hay, como en el episodio que antecede, una raíz común y más antigua de Andersen y los románticos: su mundo no es cristiano (al contrario del de Kierkegaard), y no está subordinado a las pretensiones y apetencias del racionalismo.
Sus imágenes centrales –sus mitos– son paganas y animistas; sobre todo, de una forma de animismo popular entre los hombres y mujeres de la Europa del medievo y de épocas aún más tempranas. Para Andersen, al contrario de lo que creyeron los escritores y filósofos de la Ilustración, el universo y la naturaleza no pueden ser patrimonio de lo humano; no le pertenecen, no pueden controlarse ni domarse, porque la especie humana es sólo una más en un cosmos donde todas las cosas están provistas de conciencia, de voluntad y de instinto. Por esto, en los cuentos, hablan los animales y también los objetos de uso diario, conspiran los adornos de porcelana, aguantan y mueren los imperturbables soldaditos de plomo.
Hay ángeles, hay devoción por el Niño Jesús, hay un cielo en ocasiones, pero los juicios de las potencias celestiales son tan contundentes y terribles como los de los antiguos dioses del rayo y de las aguas, y no siempre tienen justificación desde el punto de vista de la moral de su tiempo (ni del nuestro), que les queda chica o que no los alcanza cuando sus personajes y sus tramas se hunden en lo desconocido. Así, en Las zapatillas rojas la redención sólo puede llegar después de que la niña, condenada por su trato con el mal, paga dejándose cortar ambos pies, que se quedan bailando dentro de los zapatos mágicos. Así, El corazón de una madre plantea un dilema ético que no puede resolverse sin pérdida ni sufrimiento (¿puede el hijo muerto regresar, si el único modo de hacerlo es que la madre se sacrifique en su lugar, dejándolo vivo pero huérfano y desamparado?), y aun en las historias más famosamente amables se asoma lo siniestro: la cara de los poderes que aguardan más allá del círculo de luz de las hogueras.
En esto podría verse, tal vez, la otra parte de la experiencia formativa de Andersen, quien conoció textos clásicos pero también las consejas populares, y muchas veces terroríficas, de los habitantes más humildes de Odense, y quien tuvo incluso su propio contacto, directo, con la locura en su abuelo paterno, un alelado que vagaba por las calles del pueblo y era, para los suyos, una fuente de pena y de vergüenza. Para el escritor, todos los hombres son como ese loco, o tal vez como niños, atados al vaivén de fuerzas que no comprenden y a las que tampoco importan demasiado; en eso, tal vez, está lo mejor y lo más perdurable de su recuperación del mundo de la infancia, que sólo cuando somos adultos podemos imaginar como un sitio de ignorancia y de pureza. Andersen no es, por supuesto, un escritor para niños en el sentido estrecho que damos hoy al término: está más cerca de Gogol que de Edward Lear y de Víctor Hugo que de J. K. Rowling.
Por otra parte, también hay bondad en el misterio: una dulzura extraña, a veces de un esplendor intolerable por deslumbrante, que Andersen descubre en quienes sufren y que los dioses ven también, aquí y allá. El hada del saúco entra y sale del cuento que el viejo escritor refiere al niño, y en el que se ve el transcurrir sereno, gustoso, levemente aburrido, de la vida del pequeño, o de los dos, o de millones. En El compañero de viaje, el joven Juan, pobre como tantos otros héroes andersenianos, entrega sus últimas monedas para que dos ladrones no profanen una tumba, y la recompensa por su generosidad es el afecto de un amigo casi omnipotente, que actúa sin que Juan lo sepa y le procura el bien enfrentándose contra fuerzas tremendas que nada tienen que ver con el Antiguo ni con el Nuevo Testamento. ¿Quiénes son estos seres que Andersen jamás justifica? ¿Por qué otorgan protección y conocimiento aquí y no en otros cuentos? Quién sabe. Éstas son las dos palabras que Andersen parece pronunciar con más variadas entonaciones, desde alivio hasta horror, mientras sus personajes avanzan por un universo vivo, eterno como lo humano nunca podrá serlo.
Los cuentos (enumeración)
Un total de 212 cuentos, de los que 156 se publicaron durante su vida, son la obra conocida de Hans Christian Andersen.
De ellos, un puñado ha trascendido la propia autoría de quien los escribió, y se recuerdan como parte de la cultura de occidente (o del inconsciente colectivo) y aun como frases hechas, verdades de forma ya inapelable:
a todos nos satisface que el emperador esté desnudo, y
nadie ignora que el patito puede ser, en verdad, un cisne.
El resto se encuentra en antologías de acceso más o menos difícil, en las que casi nunca se encontrarán las cartas, los poemas, los libros de viaje y teatro: el trabajo olvidado de uno de los escritores más prolíficos de su tiempo, y uno que siempre deseó ser conocido como novelista y dramaturgo “serio”.
A esta ironía primera (Andersen dedicó mucho más tiempo a la escritura de esos textos menores que a sus cuentos) debe agregarse la del azar de su difusión por el mundo: el danés es una lengua de pocos hablantes, reconocida precisamente por Andersen y muy pocos más, y así resulta que las traducciones de El ruiseñor, Nicolasín y Nicolasón o La reina de las nieves son la única posibilidad de su conocimiento para la mayoría de sus lectores.
Y un examen siquiera superficial de esas traducciones es pasmoso: aún más numerosas que las discrepancias entre los manuscritos del Rey Lear, o que los errores en las primeras ediciones del Paradiso de Lezama Lima, las adiciones, supresiones, interpolaciones, malas lecturas, transposiciones de sentido y hasta de palabras y párrafos son el único rasgo constante de los Andersen en todas las lenguas y formatos.
Unas veces los personajes o el narrador hablan de más para satisfacer apetencias de un momento o de una cultura (o de un estudio de mercado), o cambian los matices o pasan sobre ellos; otras, las más, hablan menos de lo que su autor original pretendía que hablaran.
Si algún día se pierden los archivos y las bibliotecas de la propia Dinamarca, los paleógrafos del futuro tendrán mil versiones diferentes de donde escoger, y
se pasarán la vida en la busca de una sola voluntad entre todas ellas o, por el contrario,
llegarán a la conclusión de que nunca hubo ningún Andersen: que, como Homero o como Vyasa, fue tan sólo el nombre que un momento de la historia eligió para su tradición oral, informe y mutable.
Evidentemente, la belleza del texto en danés, que quienes lo leen consideran signo de una maestría sin igual, se perderá tras semejante catástrofe.
Es un peligro que corren todos los escritores (o una certeza que deben aceptar): los resúmenes y las adaptaciones tardan siempre más en llegar al olvido.
Niños y adultos
En este año, que se cumplió el bicentenario de su nacimiento, Andersen llega hasta nosotros en un estado triste. Por un lado, sus cuentos nunca han sido más recortados, adaptados, endulzados para subordinarlos a un gusto ñoño, según la cual los niños son criaturas incapaces de comprender sino una fracción de lo que está al alcance de un ser humano “normal”, adulto y productivo. El problema es, en el fondo, insoluble: la popularidad de Andersen en el pasado es signo de que algo decía para lectores de todas las edades, y la popularidad actual de textos mucho más simples, mucho menos profundos –incluyendo las versiones innumerables de Andersen “para niños”, con viñetas y bisílabos en 18 puntos–, es signo de que la situación es distinta ahora y aun los seres más productivos tienen dificultades con El trompo y la pelota, o La sirenita.
Hay otro hábito aún peor: las “conclusiones espeluznantes” que se extraen sobre la vida de cualquiera, siempre que sea célebre, y que en el caso de Andersen ha llevado a muchos de sus comentaristas –en el fondo, menos interesados en el escritor que en su aniversario cerrado, y en aprovecharlo– a las mismas estaciones: la madre acaso prostituta, el padre acaso putativo, el niño acaso homosexual, el adulto también: miles de palabras sobre las decepciones amorosas y ninguna sobre los textos, salvo como fuente de pistas sobre la sordidez habitual, que nos permita reducir al creador a nuestra propia condición miserable, para mejor negar la existencia de sus dones.
El que éstos puedan advertirse incluso así: incluso en resúmenes morosos e interesados, aun a pesar de las lecturas ineptas y morbosas, es una prueba más del milagro constante y casi siempre ignorado. Hans Christian Andersen bien podría trascendernos y encontrar, en otro momento, lectores más dignos.