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Ignatius en Ecatepec

El protagonista de La ira del filósofo, primera novela de Eduardo Parra Ramírez, es un misántropo. Como es de esperar, el libro se dedica largamente a mostrar los juicios sumarios que ese personaje formula y con los que se come enteras a la historia, las sociedades y la misma naturaleza humana. Pero el personaje, miserable él mismo, infinitamente patético y desagradable, está metido no sólo en una trama inesperada –de aventuras, nada menos– sino en un entorno muy distinto de los habituales.

La ira del filósofo

El profesor Teófilo Mondragón –Teo para él mismo y su pobre gato– parece el sobrino mexicano de aquel gran Ignatius Reilly, el gordo sarcástico y fastidioso que protagoniza La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Como Ignatius, además de gordo y fastidioso, Teo es un ejemplo de la decadencia humana que él mismo desprecia y es apropiadamente ciego a sus propias deficiencias mientras se lanza, por las razones más mezquinas, a una empresa absurda: trabajar sin título ni estudios formales como maestro en una escuela patito, similar a tantos otros depósitos de analfabetos y rechazados sin futuro que pasan por «instituciones educativas privadas» en nuestro pobre país.
      Teo habría descrito su lugar de trabajo (lo hace, en realidad) exactamente como se dice arriba: ya de «profesor» encuentra y muestra sin fallar el lado flaco de quien se le pone delante con la ayuda de sus muchas lecturas, su aspecto estrafalario y su desprecio por todo. No se le escapan los burócratas, los corruptos ni los entusiastas con moral pero sin cerebro: todos terminan expuestos en su miseria y su pequeñez. Para que no haya ninguna duda de lo que esto implica, en relación con el mundo y con la vida, todo transcurre en medio de un olor espantoso: un hedor a mierda y podredumbre que se pega a las cosas y los cuerpos, que sigue ahí cuando todo desaparece y que es, se diría, el fondo secreto de las cosas: algo que está ahí no para proponernos un misterio o una revelación sino, simplemente, para darnos asco. El hedor, de hecho, está allí durante toda la novela, desde la primera página hasta la última, más fuerte que la trama y que todo lo demás.
      Hace años esto habría sido el material de una novela sin acción, dedicada a lamentar la inmovilidad de todo. Aquí, el tiempo de Teo como maestro de la escuela es el pasado de la acción, y ésta abunda en el presente: «mucho tiempo después», como se dice, de haber dejado la escuela, Teo hace una vez más el viaje interminable en autobús hasta el edificio, ya abandonado, en busca de un objeto que dejó allí. El objeto (que al principio parece un mero distractor, un MacGuffin como los de las películas de Hitchcock) resulta ser la prueba de que todo es aún peor, aún más bestial y terrible de lo que parecía…, pero mientras el lector lo descubre están las aventuras: Teo debe saltar una barda, esconderse de un guarda, buscar el tesoro entre las ruinas…
      Lo mejor de la trama de la novela es que se las arregla para crear, una tras otra, escenas de gran suspenso a partir de materiales aparentemente inútiles. ¿Quién es el hombre que se acerca a Teo con esa expresión en la cara? ¿Se hará daño el hombre al caer de la barda? ¿Lo descubrirán en la escuela clausurada? ¿Se quedará prendado de la profesora panista y perderá con eso la única dignidad que tiene, que es la de su odio…? No es posible no reírse, o condolerse, porque así como las peripecias tienen lugar en un sitio sin importancia, entre personajes descastados y lejanos de todo poder, Teo está (evidentemente) muy lejos de ser un héroe indestructible: se lastima, calcula mal y se tropieza, jadea y suda copiosamente…, además, por supuesto, de que nunca deja de ser un pedante, absolutamente insufrible: su rectitud y su sinceridad, que nunca fallan, lo vuelven todavía peor.
      El carácter de Teo se vuelve tan fuerte que la narración sólo tropieza en los momentos, bastante breves, en los que se aparta de él y nos muestra el punto de vista de algún otro personaje. Dicho esto, también hay que decir que, como criatura literaria, Teo tiene precedentes, pero se vuelve distinto de sus posibles modelos porque el mundo que habita, como ya dije, se ha explorado poco y es de lo más apropiado para poner a prueba (o para vindicar) el cinismo y el desencanto: ésta es, después de todo, una novela de las «ciudades-dormitorio», esas grandes zonas residenciales en las periferias –como Ecatepec o Neza, como tantos otros antiguos pueblos incorporados a la mancha urbana de la ciudad de México– que sólo existen para alojar a millones de personas que viajan cada día a trabajar a algún otro sitio, más afortunado. La ira del filósofo llama la atención a un escenario distinto, menos glamoroso que otros, de la interminable caída nacional.
      El libro fue publicado por Conaculta en 2009 y ganó el Premio «Juan Rulfo» de Primera Novela del Instituto Nacional de Bellas Artes en 2008.

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