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Harrison Bergeron

Este cuento es el segundo de Kurt Vonnegut que aparece en este sitio. Publicado originalmente en 1961 en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, cuenta la historia de una sociedad totalitaria en la que toda la población es reducida a la «igualdad» (a una mediocridad incapacitante) por un gobierno opresor. Por supuesto, no hay sociedad humana que sea exactamente como la que aquí se representa, pero Vonnegut sí describe, exagerándolos, retorciéndolos, sucesos y modos de pensar de su presente y del nuestro. Hay que recalcar que el acto de rebeldía en el centro del cuento no está observado de manera optimista. La traducción es una versión muy revisada de ésta.

Kurt Vonnegut

HARRISON BERGERON

Kurt Vonnegut

Era el año 2081, y todos eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley. Iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro. Nadie era más hermoso que ningún otro. Nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Dirección General de Discapacitación de los Estados Unidos.
      Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto volvía loca a la gente. Y en este mes, húmedo y frío, los de la DGD se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
      Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia totalmente promedio, lo que significa que no era capaz de pensar en nada salvo por breves periodos. Y George, aunque tenía una inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja una pequeña radio discapacitadora. La ley lo obligaba a llevarla a todas horas. Estaba sintonizada a un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba un ruido agudo para evitar que las personas como George se aprovecharan injustamente de sus cerebros.
      George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero de momento ella no recordaba por qué.
      En la pantalla había unas bailarinas.
      Una chicharra sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron aterrados, como ladrones que oyen una campana de alarma.
      –Era bonita esa danza, la que acaba de terminar —dijo Hazel.
      –¿Eh? –dijo George.
      –Esa danza, era bonita –dijo Hazel.
      –Ajá —dijo George. Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas: cualquiera hubiese podido hacerlo igual de bien. Todas estaban cargadas con contrapesos y sacos de perdigones, y llevaban máscaras, para que nadie se sintiese deprimido por ver un gesto libre o grácil o una cara bonita. George empezaba a formar la idea vaga de que quizá las bailarinas no debieran tener ninguna discapacidad. Pero no llegó muy lejos antes de otro ruido en la radio de su oreja dispersara sus pensamientos.
      George torció la cara. También lo hicieron dos de las ocho bailarinas.
      Hazel vio la mueca de George. Como ella no tenía discapacitador mental, tuvo que preguntar cuál ruido había sido aquél.
      —Sonó como si golpearan una botella de leche con un martillo de metal —dijo George.
      —Creo que sería interesante oír todos esos ruidos —dijo Hazel, con un poco de envidia–. La de cosas que inventan.
      —Um —dijo George.
      —Pero si yo fuera Directora General de Discapacitación, ¿sabes qué haría? —dijo Hazel. Hazel, de hecho, tenía un gran parecido con la Directora de Discapacitación, una mujer llamada Diana Moon Glampers—. Si yo fuese Diana Moon Glampers —dijo Hazel— pondría campanas los domingos. Sólo campanas. Como en honor de la religión.
      —Yo podría pensar si fuesen sólo campanas —dijo George.
      —Bueno, podrían sonar bien fuerte —dijo Hazel— . Creo que yo sería buena Directora de Discapacitación.
      —Tan buena como cualquiera —dijo George.
      —¿Quién mejor que yo sabe lo que es normal? —dijo Hazel.
      —Sí —dijo George. Empezó a pensar oscuramente en su hijo anormal que ahora estaba en la cárcel, en Harrison, pero una salva de veintiún cañonazos en su cabeza lo detuvo.
      —¡Uy! —dijo Hazel— . Ese sí estuvo duro, ¿no?
      Había estado tan duro que George se había puesto blanco, y temblaba, y le asomaban lágrimas en los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.
      —De pronto te ves muy cansado —dijo Hazel—. ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu discapacitador de plomo en los cojines, mi cielo? —Hazel se refería a los veinte kilos de perdigones en un saco de tela que George llevaba colgados del cuello, fijos con candado—. Apoya el peso un ratito —dijo—. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
      George sopesó el saco con las manos.
      —No me molesta —dijo—. Ya no lo noto. Es una parte de mí.
      —Has estado muy cansado últimamente, como agotado —dijo Hazel—. Si hubiese modo podríamos hacer un hoyito en el fondo del saco, y sacar algunas bolas de plomo… Sólo unas pocas.
      —Dos años de prisión y una multa de dos mil dólares por cada perdigón que sacara —dijo George—. No es lo que se dice un buen negocio.
      —Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo —dijo Hazel—. O sea, aquí no compites con nadie. Nada más estás sentado.
      —Si tratara de hacerlo —dijo George— otra gente lo haría también, y muy pronto estaríamos de nuevo en las edades oscuras, cuando todos competían contra todos. No te gustaría, ¿o sí?
      —Lo odiaría —dijo Hazel.
      —Ahí está —dijo George—. En el momento en que la gente hace trampa con las leyes, ¿qué crees que le pasa a la sociedad?
      Si Hazel no hubiera podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido dar una. Una sirena aullaba en su cabeza.
      —Se haría pedazos, supongo.
      —¿Qué cosa? —dijo George desconcertado.
      —La sociedad —dijo Hazel, insegura—. ¿No fue eso lo que dijiste?
      —Quién sabe —dijo George.
      Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. En un principio no estuvo claro sobre qué noticia era el boletín, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía una seria discapacidad en el habla. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
      —Damas y caballeros…
      Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
      —Está bien —dijo Hazel del anunciador—. Lo intentó. Esa es la cosa. Hizo lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Deberían darle un buen aumento por tanto esfuerzo.
      —Damas y caballeros —dijo la bailarina leyendo el boletín. Debía ser extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible. Y era fácil ver también que era la más fuerte y más grácil de todas las bailarinas, porque sus sacos de discapacitación eran tan grandes como los de un hombre de cien kilos.
      Y tuvo que pedir perdón de inmediato por su voz, que era una voz verdaderamente injusta para una mujer. Era una melodía cálida luminosa, atemporal.
      —Discúlpenme —dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez, haciendo una voz absolutamente no competitiva—. Harrison Bergeron, de catorce años —dijo con un graznido—, acaba de escapar de la cárcel, donde se le retenía acusado de conspirar para derrocar al gobierno. Es un genio y un atleta, no tiene suficiente discapacitación, y se le debe considerar extremadamente peligroso.
      Una foto policial de Harrison Bergeron tomada apareció en la pantalla cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y finalmente al derecho. La fotografía mostraba a Harrison de pie ante un fondo calibrado en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
      Por lo demás, Harrison parecía un fantasma o una ferretería. Nadie había llevado nunca discapacitadores más pesados. Había superado cada impedimento más rápido de lo que los hombres de la DGD podían imaginar uno nuevo. En vez de una pequeña radio en la oreja como discapacitador mental, llevaba un par tremendo de audífonos, y además anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Los anteojos tenían el fin no sólo de dejarlo medio ciego, sino también de provocarle horribles dolores de cabeza.
      Trozos de metal le colgaban de todo el cuerpo. Habitualmente había cierta simetría, una eficiencia militar en los discapacitadores suministrados a las personas fuertes, pero Harrison parecía un deshuesadero ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
      Y para afearlo, los hombres de la DGD lo obligaban a usar todo el tiempo nariz roja de payaso, a rasurarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con falsos huecos y caries colocados al azar.
      —Si ven a este muchacho —dijo la bailarina— no intenten, repito, no intenten discutir con él.
      Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
      Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. La foto de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla, como bilando al son de un terremoto.
      George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le costó, pues muchas veces su propia casa había danzado del mismo modo.
      —¡Dios mío! —dijo George— ¡Ese debe ser Harrison!
      El ruido de un choque de automóviles le barrió esa comprensión de la cabeza.
      Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido. Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
      Harrison: un payaso enorme, repicante, estaba de pie en el centro del estudio. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Bailarinas, técnicos, músicos y anunciadores estaban de rodillas ante él, esperando morir.
      —¡Soy el emperador! —gritó Harrison— ¿Me oyen? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben hace lo que yo diga inmediatamente!
      Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
      —Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí —rugió—, ¡soy más grande gobernante que cualquier otro que haya vivido! ¡Y ahora miren cómo me convierto en lo que puedo convertirme!
      Harrison se arrancó las correas que sostenían su discapacitador como si fueran de papel higiénico: correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.
      Los pedazos de chatarra retumbaron al dar contra el suelo.
      Harrison pasó los pulgares bajo la barra que aseguraba su arnés para la cabeza. La barra se rompió como un tallo de apio. Harrison aplastó los lentes y los audífonos contra la pared.
      También se arrancó la nariz de goma descubriendo a un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.
      —¡Ahora elegiré a mi emperatriz! —dijo, mirando al grupo arrodillado a sus pies—. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
      Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
      Harrison sacó el discapacitador mental de la oreja de la bailarina y luego los discapacitadores físicos con asombrosa delicadeza. Finalmente le quitó la máscara.
      La bailarina era de una belleza cegadora.
      —Ahora —dijo Harrison tomándole la mano—, ¿le mostramos a la gente lo que significa la palabra “danza”? ¡Música! —ordenó.
      Los músicos treparon de vuelta a sus sillas, y Harrison les quitó también sus discapacitadores.
      —Toquen tan bien como puedan —les dijo— y les haré barones y duques y condes.
      La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música como deseaba que la tocaran. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.
      La música comenzó de nuevo y estuvo mucho mejor.
      Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus corazones concordaran con la música.
      Luego se alzaron en puntas de pie. Harrison tomó entre sus manazas el talle delgado de la bailarina, haciéndole sentir la ingravidez que pronto sería suya.
      Y entonces, en una explosión de gracia y alegría, saltaron al aire.
      No sólo abandonaron las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las del movimiento.
      Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.
      Saltaron como ciervos en la Luna.
      El cielorraso estaba a diez metros de altura, pero con cada salto los bailarines se acercaban más a él.
      Pronto fue evidente que intentaban tocarlo.
      Lo tocaron.
      Y luego, neutralizando la gravedad con puro amor y voluntad, se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros bajo el cielorraso, y allí se besaron durante largo tiempo.
      Fue entonces que Diana Moon Glampers, la Directora General de Discapacitación, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó dos veces y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
      Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los discapacitadores.
      En ese momento el tubo de la televisión de los Bergeron se quemó.
      Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto. Pero George había ido a la cocina por una lata de cerveza.
      George regresó con la cerveza y se detuvo mientras una señal discapacitadora lo sacudía de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.
      —Has estado llorando —le dijo a Hazel.
      —Sí —dijo ella.
      —¿Por qué? —dijo él.
      —No me acuerdo. Algo bien triste en la televisión.
      —¿Qué era? —dijo él.
      —Lo tengo confundido en la cabeza —dijo Hazel.
      —Olvida las cosas tristes —dijo George.
      —Eso hago siempre —dijo Hazel.
      —Esa es mi chica —dijo George. Torció la cara. Había el ruido de una remachadora en su cabeza.
      —Uy. Ese sí estuvo duro, ¿no? —dijo Hazel.
      —Y que lo digas.
      —Uy —dijo Hazel—. Ese sí estuvo duro.

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Philip José Farmer (1918-2009)

Ayer murió en Peoria, Illinois, Philip José Farmer, escritor de ciencia ficción y larguísima carrera: nació antes de los «clásicos» estadounidenses de los años cuarenta y tuvo su periodo más prolífico y visionario en los sesenta y setenta, cuando ya tenía nietos. Sus trabajos más conocidos lo son, sobre todo, entre aficionados y especialistas, pero varios de ellos merecen (ojalá la consigan) atención de más lectores.

Autor de larguísimas series, Farmer no siempre sabía terminarlas, y en más de una ocasión pecó de escribir largo sólo porque sí, al modo de tanto autor de bestsellers que parece cobrar por kilo de papel. Sin embargo, su simple imaginación, capaz de pisotear numerosos tabúes y nutrida por una amplísima cultura, no tenía paralelo entre los escritores de su tiempo. Éste fue el autor que además de su propia obra escribió la de varios seudónimos, incluyendo a Kilgore Trout, el escritor inventado por Kurt Vonnegut; el fabulador que reescribió a Tarzán a la manera de William Burroughs y resolvió los «casos inconclusos» de Sherlock Holmes; el creador del Mundo del Río, escenario vastísimo de una historia épica en la que interviene literalmente toda la humanidad; el inventor de las historias de Wold Newton, que unifican en un solo «universo» a innumerables personajes de la ficción popular y prefiguran la Liga Extraordinaria (los libros, no la horrible película) de Alan Moore…

Una de sus novelas cortas, Jinetes del Salario Púrpura (Riders of the Purple Wage), es una de las grandes obras maestras de la ciencia ficción y, acaso, un clásico de los sesentas a la altura de los de Philip K. Dick; no todo el mundo se ha enterado porque estos textos acostumbran, ya sabemos, acabar olvidados después de cierto tiempo, víctimas de su mala reputación de objetos de consumo rápido (y de muchos lectores que no desean sino objetos de consumo rápido, y rechazan cualquier intención de experimentar o alejarse de los clichés), y peor todavía en el mundo de habla española, donde la norma son las traducciones pésimas. No estaría mal que se intentara alguna mejor que las disponibles.

Descanse en paz, pues, el autor. Ojalá sus textos no descansen.

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Philip José Farmer. Fuente: locusmag.com
Philip José Farmer. Fuente: locusmag.com

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20 libros de ciencia ficción

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A pedido de Jako (en un comentario dejado antes de la remodelación del blog), y en vez de una auténtica reseña, que por el momento no puedo escribir (véase la última nota de marzo de 2008 para una explicación), ofrezco a continuación dos listas de recomendaciones: diez novelas y diez libros de cuentos de ciencia ficción que podrían interesar a alguien que se asomara por primera vez a esa corriente literaria difícil de definir pero presente en todos lados. Las antecede solamente una nota sobre cómo y por qué seleccioné los textos que recomiendo… Y esta portada de Science Wonder Stories, una de las revistas pioneras de la ciencia ficción en los Estados Unidos, ilustrada por Frank R. Paul.

La revista Science Wonder Stories, una de las pioneras de la ciencia ficción estadounidense

(más…)

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Bienvenida a la jaula de los monos

Este cuento fue escrito por Kurt Vonnegut (1922-2007), el autor –fallecido hace tan sólo unos días– de Cuna de gato, Matadero cinco, Las sirenas de Titán y muchas otras obras excéntricas, afiladas, políticamente incorrectas pero llenas de compasión al retratar la miseria humana. Ojalá sea un gran descubrimiento para alguien.

BIENVENIDA A LA JAULA DE LOS MONOS
Kurt Vonnegut, Jr.

Pete Crocker, el sheriff del condado de Barnstable, entró en el Salón Federal de Suicidios Éticos de Hyannis una tarde de mayo, y les dijo a las dos Azafatas que no se alarmaran, pero que un famoso cabezahueca llamado Billy el Poeta se dirigía, al parecer, hacia aquella región.
Un cabezahueca era una persona que se negaba a tomar sus píldoras de control de la natalidad ético tres veces al día. La pena prevista por la ley para ese delito era de diez años de prisión y diez mil dólares de multa.
Esto ocurría en una época en que la población de la Tierra era de diecisiete mil millones de seres humanos. Demasiados mamíferos de gran tamaño para un planeta tan pequeño. La gente estaba virtualmente pegada como drupas.
Las drupas son los pequeños nudos pulposos que componen la parte exterior de una frambuesa.
De modo que el Gobierno Mundial estaba dirigiendo un ataque bifrontal contra el exceso de población. Un frente consistía en estimular el suicidio ético, al que se accedía dirigiéndose al Salón de Suicidios más próximo y pidiéndole a la Azafata que le matara a uno sin dolor mientras permanecía tumbado en una Barcalounger. El otro frente era el control de la natalidad obligatorio.
El sheriff contó a las Azafatas, que eran guapas y muy inteligentes, que las carreteras estaban bloqueadas y que se llevaban a cabo registros casa por casa para capturar a Billy el Poeta. La principal dificultad estribaba en que la policía no sabía qué aspecto tenía el tal Billy. Las escasas personas que le habían visto y le conocían eran mujeres, y se contradecían de un modo increíble acerca de su estatura, del color de su pelo, de su voz, de su peso y del color de su piel.
—No necesito recordarles, muchachas —continuó el sheriff—, que un cabezahueca es muy sensible de cintura para abajo. Si Billy el Poeta se presenta aquí y empieza a armar problemas, un rodillazo en el lugar apropiado hará maravillas.
Se estaba refiriendo al hecho que las píldoras de control de la natalidad ético, la única forma legal de control de la natalidad, insensibilizaban a las personas de la cintura para abajo.
La mayoría de los hombres decían que sus partes inferiores resultaban, al tacto, como hierro frío o madera mojada. La mayoría de las mujeres decían que sus partes inferiores resultaban al tacto como algodón húmedo o cerveza rancia. Las píldoras eran tan eficaces que podían vendarse los ojos a un hombre que hubiera tomado una, pedirle que recitara la Proclama de Gettysburg, y propinarle una patada en los testículos mientras lo estaba haciendo, sin que se pasara por alto una sola sílaba.
Las píldoras eran éticas porque no afectaban a la capacidad reproductora de una persona, lo cual hubiese sido antinatural e inmoral. Lo único que hacían las píldoras era suprimir de un modo radical todo el placer del acto sexual.
Así se daban la mano la ciencia y la moral.
Las dos Azafatas de Hyannis eran Nancy McLuhan y Mary Kraft. Nancy era rubia. Mary era morena. Sus uniformes eran labios pintados de blanco, ojos muy maquillados, leotardos de color morado sin nada debajo y botas de cuero negras. Estaban encargadas de un Salón relativamente pequeño, con sólo seis puestos de suicidio. En una semana realmente buena, la semana anterior a las Navidades, por ejemplo, podían liquidar a sesenta personas. Utilizaban una jeringuilla hipodérmica.
—Mi principal mensaje, muchachas —dijo el sheriff Crocker—, es que lo tengan todo perfectamente controlado. Pueden continuar con su trabajo, como si no pasara nada.
—¿No olvida una parte principal de su mensaje? —le preguntó Nancy.
No entiendo…
—No le he oído decir que, probablemente, ese individuo se encamina hacia aquí en busca de nosotras.
El sheriff se encogió de hombros con fingida ingenuidad.
—No sabemos eso a ciencia cierta.
—Creí que era lo que todo el mundo sabía acerca de Billy el Poeta: que se ha especializado en deshonrar Azafatas de Salones de Suicidios Éticos.
Nancy era virgen. Todas las Azafatas eran vírgenes. Poseían también estudios muy completos en psicología y medicina. Otras cualidades que se les exigían eran la robustez, una salud perfecta y seis pies de estatura, como mínimo.
Norteamérica había cambiado en muchos sentidos, pero aún no había adoptado el sistema métrico decimal.
Nancy McLuhan estaba enojada por el hecho que el sheriff trataba de ocultarles a ella y a Mary toda la verdad acerca de Billy el Poeta…, como si pudieran asustarse al oírla. Y así se lo dijo al sheriff.
—¿Cuánto cree que duraría una chica en el SSE —dijo, refiriéndose al Servicio de Suicidios Éticos— si se asustara con tanta facilidad?
El sheriff dio un paso atrás y se acarició la barbilla.
—No mucho, supongo.
—Exactamente, amigo —dijo Nancy, acercándose a Pete y mostrándole el filo de su mano derecha, en la actitud de un luchador de karate. Todas las Azafatas eran expertas en judo y en karate—. Si quiere comprobar lo indefensas que estamos, acérquese a mí, fingiendo que es Billy el Poeta.
El sheriff sacudió la cabeza, sonriendo.
—Prefiero no hacer la prueba.
—Eso es lo más sensato que ha dicho usted hoy —dijo Nancy, volviéndole la espalda mientras Mary reía—. No estamos asustadas: estamos furiosas. Y ni siquiera eso. Ese tipo no lo merece. Estamos fastidiadas. Resulta fastidioso que ese tipo venga desde tan lejos y arme todo este lío, sólo para… —No terminó la frase—. Es demasiado absurdo.
—No le culpo tanto a él como a las mujeres que se dejaron deshonrar sin defenderse —dijo Mary—, que le dejaron marchar y luego no han sido capaces de decirle a la policía qué aspecto tiene. ¡Azafatas de Suicidios!
—Alguien no ha hecho honor a sus conocimientos de karate —dijo Nancy.
No era sólo Billy el Poeta el que se sentía atraído por las Azafatas de los Salones de Suicidios Éticos. Todos los cabezahuecas experimentaban la misma atracción. Con sus mentes inflamadas por la locura sexual que les causaba el no tomar nada para combatirla, opinaban que los labios blancos, los ojos grandes y las botas de las Azafatas rezumaban sexo, sexo, sexo.
Desde luego, el sexo era lo último que cualquier Azafata tenía en su mente.
—Si Billy actúa de acuerdo con su modus operandi habitual —dijo el sheriff—, estudiará sus costumbres y la vecindad. Y luego escogerá a una de ustedes y le enviará un poema pornográfico por correo.
—Encantador —dijo Nancy.
—A veces también utiliza el teléfono.
—¡Qué valiente! —comentó Nancy. Por encima del hombro del sheriff vio llegar al cartero.
Una luz azul se encendió encima de la puerta de un puesto del cual era responsable Nancy. La persona que se encontraba allí deseaba algo. Era el único puesto de servicio en aquel momento.
El sheriff preguntó a Nancy si existía alguna posibilidad del hecho que la persona que estaba allí fuera Billy el Poeta, y la muchacha dijo:
—Bueno, si es él, puedo romperle el cuello con el pulgar y el índice.
—Abuelo Foxy —dijo Mary, que también le había visto.
Un Abuelo Foxy era cualquier viejo, listo y senil, que retozaba y bromeaba y recordaba durante horas antes de permitir que una Azafata le durmiera para siempre.
Nancy gruñó:
—Nos hemos pasado dos horas tratando de decidir el menú de su último almuerzo.
Y entonces entró el cartero con una sola carta. Iba dirigida a Nancy. Nancy estaba sonrojada de rabia mientras la abría, sabiendo que sería una asquerosidad de Billy.
No se equivocaba. Dentro del sobre había un poema. No era un poema original. Era una antigua canción que había adquirido un nuevo significado desde que la insensibilidad producida por el control de la natalidad ético se había hecho universal. Decía así:

Estábamos paseando por el parque,
necias estatuas en la oscuridad.
Si el caballo de Sherman puedo tomarlo,
también puedes tú.

Cuando Nancy entró en el puesto de suicidios para ver lo que deseaba, el Abuelo Foxy estaba tendido en la Barcalounger de color verde menta, donde centenares habían muerto apaciblemente a lo largo de los años. Estaba estudiando la carta del restaurante de Howard Johnson, situado junto al Salón, y marcando el compás del Muzak que emitía el altavoz colgado de la pared amarillo limón. El puesto estaba pintado de color ceniza. Había una ventana enrejada, con una persiana.
Al lado de cada Salón de Suicidios Éticos había un restaurante Howard Johnson, y viceversa. Los restaurantes Howard Johnson tenían un tejado color naranja y los Salones de Suicidios Éticos tenían un tejado de color morado, pero ambos eran del Gobierno. Prácticamente todo era del Gobierno.
Prácticamente todo estaba automatizado, también. Nancy, Mary y el sheriff eran afortunados al tener un empleo. La mayoría de la gente no lo tenía. El ciudadano medio se aburría en casa y contemplaba la televisión, que era del Gobierno. Cada cuarto de hora, su televisor le apremiaba para que votara de un modo inteligente, o consumiera de un modo inteligente, o rezara en la iglesia de su elección, o amara a su prójimo, u obedeciera las leyes…, o hiciera una visita al Salón de Suicidios Éticos más próximo y comprobara lo amable y comprensiva que podía ser una Azafata.
El Abuelo Foxy tenía un aspecto raro, ya que estaba marcado por la vejez, era calvo, temblaba y tenía manchas en las manos. La mayoría de las personas aparentaban veintidós años, gracias a las inyecciones rejuvenecedoras que se aplicaban dos veces al año. El hecho que aquel viejo pareciera viejo era una prueba que las inyecciones habían sido descubiertas después que su dulce pájaro de juventud se hubiera escapado.
—¿Ha decidido ya cuál va a ser su último almuerzo? —le preguntó Nancy. Captó la impaciencia en su propia voz, se oyó a sí misma traicionar su exasperación con Billy el Poeta, su fastidio con el viejo. Estaba avergonzada, ya que aquello era indigno de una buena profesional—. El solomillo de ternera empanado es muy bueno.
El viejo sacudió la cabeza. Con la astucia propia de la segunda infancia, había captado su falta de amabilidad, de profesionalidad, y estaba dispuesto a castigarla por ello.
—Su tono no es muy amistoso. Yo creía que todas ustedes eran amables. Creía que éste era un lugar agradable…
—Le ruego que me perdone —dijo Nancy—. Si he podido parecerle poco amable, mi actitud no tenía nada que ver con usted.
—Pensé que le fastidiaba mi presencia.
—No, no —se apresuró a decir Nancy—, en absoluto. Desde luego, sabe usted unas historias muy interesantes.
Entre otras cosas, el Abuelo Foxy pretendía haber conocido a J. Edgar Nation, el farmacéutico de los Grandes Rápidos que era el padre del control de la natalidad ética.
—Entonces, ponga cara de estar interesada —dijo el Abuelo Foxy.
El viejo podía permitirse aquella clase de descaro. El caso era que podía marcharse en el momento en que quisiera hacerlo, en tanto que no hubiese pedido la jeringuilla. Y él tenía que pedir la jeringuilla. Era la ley.
El arte de Nancy, y el arte de todas las Azafatas, consistía en procurar que los voluntarios no se marcharan, en mimarlos y halagarlos pacientemente, a fin que se sometieran al suicidio de buena gana.
De modo que Nancy tuvo que sentarse junto al viejo y fingir que se maravillaba al oír una historia que todo el mundo sabía, la historia de los experimentos de J. Edgar Nation.
—Él no tenía la menor idea que algún día sus píldoras serían tomadas por seres humanos —dijo el Abuelo Foxy—. Lo único que pretendía era introducir un poco de moralidad en la jaula de los monos del parque zoológico de los Grandes Rápidos. ¿Sabía usted eso?
—No, no lo sabía. Es muy interesante.
—J. Edgar Nation y sus once hijos fueron a la iglesia un día de Pascua. Y el día era tan agradable y el servicio religioso había sido tan hermoso y tan puro, que decidieron dar un paseo por el parque zoológico.
—Hum.
La escena descrita estaba sacada de una comedia que cada Pascua retransmitía la televisión.
El Abuelo Foxy se introdujo él mismo en la escena: había hablado con los Nation antes que llegaran a la jaula de los monos.
—«Buenos días, señor Nation», le dije. Y él me respondió: «No hay nada como una mañana de Pascua para hacer que un hombre se sienta limpio y renacido, identificado con las intenciones del Señor».
—Hum.
Nancy pudo oír el teléfono resonando débilmente a través de la puerta acolchada.
—De modo que fuimos juntos hasta la jaula de los monos, y, ¿qué cree usted que vimos?
—No puedo imaginarlo.
Alguien había contestado al teléfono.
—¡Vimos a un mono jugando con sus partes íntimas!
—¡No!
—¡Sí! Y J. Edgar Nation quedó tan trastornado que se marchó directamente a su casa y empezó a desarrollar una píldora que evitara que los monos se comportaran en primavera de un modo ofensivo para una familia cristiana.
Llamaron a la puerta.
—¿Sí? —dijo Nancy.
—Nancy —dijo Mary—, te llaman al teléfono.
Cuando Nancy salió del puesto, encontró al sheriff cloqueando de puro deleite. El teléfono estaba intervenido por unos agentes ocultos en el restaurante de Howard Johnson. Se creía que Billy el Poeta estaba al otro lado del hilo. Habían localizado el lugar desde el cual llamaba. La policía estaba ya en camino para arrestarle.
—Procura entretenerle, procura entretenerle —le susurró el sheriff a Nancy, y le entregó el receptor como si fuera de oro macizo.
—¿Sí? —dijo Nancy.
—¿Nancy McLuhan? —dijo un hombre, disfrazando la voz. Parecía hablar a través de una chicharra de juguete—. La llamo de parte de un amigo mutuo.
—¿Oh?
—Me ha pedido que le transmita un mensaje.
—Ya.
—Se trata de un poema.
—De acuerdo.
—¿Preparada?
—Preparada.
Nancy pudo oír un aullar de sirenas a través del auricular.
El hombre tenía que haber oído también las sirenas, pero recitó el poema sin la menor emoción. Decía:

Empápese en una buena loción.
Llega el hombre que fomenta la explosión
de la población.

Le pillaron. Nancy lo oyó todo: los golpes, las protestas y los gritos.
La depresión que experimentaba al colgar era glandular. Su cuerpo se había preparado para una lucha que no iba a producirse.
El sheriff salió corriendo del Salón, con tanta prisa por ver al famoso delincuente que había ayudado a capturar que del bolsillo de su chaqueta cayó un fajo de papeles.
Mary los recogió y llamó al sheriff. Este se detuvo un instante, dijo que los papeles ya no le interesaban y le preguntó a Mary si no le gustaría acompañarle. Nancy convenció a Mary para que fuera, diciendo que a ella no le inspiraba la menor curiosidad el tal Billy. De modo que Mary se marchó, dejando los papeles en manos de Nancy, sin que le importara, ésta es la verdad.
Los papeles resultaron ser fotocopias de los poemas que Billy había mandado a Azafatas en otros lugares. Nancy leyó el de encima. Hablaba de un peculiar efecto secundario de las píldoras de control de la natalidad ético: no sólo insensibilizaban a la gente, sino que también hacían que su orina fuese azul.
El poema se titulaba Lo Que el Cabezallena le Dijo a la Azafata del Salón de Suicidios, y decía así:

Yo no siembro, yo no hilo,
y gracias a las píldoras no peco.
Me gustan las multitudes, los hedores, el ruido.
Como bajo un techo anaranjado;
giro con el progreso como el gozne de una puerta.
Azafata virgen, reclutadora de la muerte,
la vida es linda, pero tú eres más linda.

—¿Había oído antes esa historia acerca de J. Edgar Nation y la invención del control de la natalidad ético? —quiso saber el Abuelo Foxy.
—Nunca —mintió Nancy.
—Creí que todo el mundo la conocía.
—Para mí es una novedad.
—Bueno, en aquella época se produjo una crisis en las Naciones Unidas. Las personas interesadas en la ciencia decían que la gente tenía que renunciar a reproducirse tanto, y las personas interesadas en la moral decían que la sociedad se desintegraría si la gente sólo utilizaba el sexo para su placer.
El Abuelo Foxy se levantó de su Barcalounger, se acercó a la ventana y separó dos tablillas de la persiana. No había mucho que ver en el exterior. La vista quedaba bloqueada por la parte posterior de un termómetro de cartón de veinte pies de altura. Estaba calibrado en miles de millones de habitantes de la Tierra, de cero a veinte. En vez de líquido había una faja de plástico rojo transparente. Mostraba cuántas personas había sobre la Tierra. En su parte inferior había una flecha negra señalando lo que los científicos consideraban como la población ideal.
El Abuelo Foxy estaba contemplando el sol poniente a través del plástico rojo, y a través de la persiana, también, de modo que su rostro aparecía cruzado por franjas de sombra y rojizas.
—Cuando yo muera —dijo súbitamente—, ¿cuánto va a descender ese termómetro? ¿Un pie?
—No.
—¿Una pulgada?
—Tampoco.
—Usted conoce la respuesta, ¿no es cierto? —dijo, y se encaró con Nancy. La senectud había desaparecido de su voz y de sus ojos—. Una pulgada de ese termómetro equivale a 83.333 personas. Lo sabía, ¿verdad?
—Es posible…, es posible que sea cierto —dijo Nancy—. Pero, en mi opinión, no es ése el modo correcto de enfocarlo.
El Abuelo Foxy no le preguntó cuál era el modo correcto, en su opinión. En vez de ello, completó un pensamiento propio:
—Le diré a usted otra cosa que es cierta: yo soy Billy el Poeta, y usted es una mujer muy guapa.
Con una mano, sacó un revólver de su cintura. Con la otra, se despojó de la careta de goma que llevaba. Ahora aparentaba veintidós años.
—La policía querrá saber qué aspecto tengo cuando todo esto termine —le dijo a Nancy con una maliciosa sonrisa—. Por si no tiene usted facilidad para describir a otras personas, y resulta sorprendente comprobar la abundancia de mujeres que carecen de esa facilidad:

Mido cinco pies y dos pulgadas,
con ojos azules,
con cabellos castaños hasta los hombros…
Un tipo varonil,
tan lleno de arrogancia
que las damas dicen que echa humo.

Billy era diez pulgadas más bajo que Nancy, la cual pesaba cuarenta libras más que él. Nancy le dijo que no tenía ninguna posibilidad de salirse con la suya, pero Nancy estaba muy equivocada. Billy había desenroscado los barrotes de la ventana la noche anterior, y la hizo salir por la ventana y descender por una boca de cloaca que quedaba oculta por el enorme termómetro.
La llevó por las cloacas de Hyannis. Sabía adonde iba. Llevaba una linterna y un mapa. Nancy tuvo que precederle por el angosto pasadizo, con su propia sombra danzando burlonamente delante de ella. Trató de conjeturar dónde se encontraban con relación al mundo real de encima. Conjeturó correctamente cuando pasaban por debajo del restaurante de Howard Johnson, por los ruidos que oyó. La maquinaria que preparaba y servía los alimentos estaba silenciosa. Pero muchas personas no querían sentirse demasiado solitarias cuando comían allí, y los proyectistas habían incluido efectos sonoros para la cocina. Eso fue lo que oyó Nancy: una cinta grabada con el entrechocar de la vajilla y las risas de negros y puertorriqueños.
Después de aquello se perdió. Billy se limitaba a decir «A la derecha», o «A la izquierda», o «No trate de hacerse la graciosa, Juno, o volaré su hermosa cabeza».
Sólo en una ocasión sostuvieron algo parecido a una conversación. Billy la empezó, y la terminó, también.
—¿Qué diablos hace una muchacha como usted vendiendo muerte? —inquirió.
Nancy se atrevió a detenerse.
—Puedo contestarle a eso —dijo.
Confiaba en poder darle una respuesta tan contundente como una bomba de napalm.
Pero Billy le propinó un empujón, amenazándola de nuevo con volarle la cabeza.
—No quiere oír mi respuesta —le provocó Nancy—. Tiene miedo a oírla.
—Nunca escucho a una mujer hasta que ha desaparecido el efecto de las píldoras —respondió burlonamente Billy.
De modo que aquél era su plan: mantenerla prisionera durante ocho horas, como mínimo. Eso era lo que tardaba en desaparecer el efecto de las píldoras.
—Es una norma estúpida.
—Una mujer no es una mujer hasta que las píldoras han cesado en sus efectos.
—Desde luego, consigue usted que una mujer se sienta más como un objeto que como una persona.
—Agradézcaselo a las píldoras —dijo Billy.

Había 80 millas de cloacas debajo de Hyannis, con una población de 400.000 drupas, 400.000 almas. Nancy llegó a perder la noción del tiempo. Cuando Billy anunció que habían llegado a su destino, a Nancy no le resultaba difícil imaginar que había transcurrido un año.
Hizo una prueba, pellizcándose un muslo para ver lo que decía el reloj químico de su cuerpo: su muslo estaba aún insensibilizado.
Billy le ordenó que trepara por unos peldaños de hierro incrustados en mampostería húmeda. En lo alto se veía un círculo de luz macilenta. Resultó ser la luz de la luna que se filtraba a través de los polígonos de plástico de una enorme cúpula geodésica. Nancy no tuvo que formular la tradicional pregunta de la víctima: «¿Dónde estoy?». En Hyannis sólo había una cúpula como aquélla. Se encontraba en el puerto y cubría el antiguo Complejo Kennedy.
Era un museo que mostraba cómo se había vivido la vida en tiempos más expansivos. El museo estaba cerrado. Sólo se abría en verano.
La boca de cloaca de la cual emergieron Nancy seguida de Billy se hallaba en el centro de una extensión de cemento verde, salpicado de estatuas que representaban a los catorce Kennedys que habían sido Presidentes de los Estados Unidos o del Mundo.
El Presidente del Mundo en la época del rapto de Nancy, dicho sea de paso, era una ex Azafata de Suicidios llamada «Ma» Kennedy. Su estatua nunca se uniría a las otras catorce. Su nombre era Kennedy, es cierto, pero aquí terminaba todo parecido con la famosa familia. La gente se quejaba de su falta de estilo, la encontraba vulgar. En la pared de su oficina había un letrero que decía: NO SE MATE TRABAJANDO, PERO RECUERDE QUE EL TRABAJO LE AYUDARÁ A MATAR EL TIEMPO, y otro que decía: ALGÚN DÍA CONSEGUIREMOS ORGANIZAR TODO ESTO.
Su oficina se encontraba en el Taj Mahal.
Hasta que llegó al Museo Kennedy, Nancy McLuhan había confiado en que tarde o temprano se le presentaría una oportunidad de romper todos los huesos del pequeño cuerpo de Billy, tal vez incluso de liquidarle con su propio revólver. No le hubiera importado hacer aquellas cosas. Opinaba que era más asqueroso que una garrapata hinchada de sangre.
Lo que la hizo cambiar de idea no fue la compasión. Fue el descubrimiento que Billy tenía una banda. Había al menos ocho personas alrededor de la boca de la cloaca, hombres y mujeres a partes iguales, con medias embutidas en las cabezas. Fueron las mujeres las que sujetaron a Nancy, diciéndole que se mantuviera tranquila. Todas eran tan altas como Nancy, y la sujetaron de un modo que podría calificarse de «científico».
Nancy cerró los ojos, pero esto no la protegió de la evidente conclusión: aquellas perversas mujeres eran colegas del Servicio de Suicidios Éticos. El descubrimiento la trastornó hasta el punto que inquirió en voz alta y con amargura:
—¿Cómo es posible que violen sus juramentos de este modo?
Los golpes que recibió le dolieron tanto que se dobló sobre sí misma y estalló en llanto.
Cuando se incorporó de nuevo experimentaba deseos de decir muchas más cosas, pero mantuvo la boca cerrada. Especuló silenciosamente acerca de lo inexplicable que resultaba que unas Azafatas de Suicidios se rebelaran contra todo concepto de la decencia humana. Tenían que haber sido drogadas…
Nancy trató de recordar todas las horribles drogas de las que le habían hablado en la academia, convencida que las mujeres habían tomado la peor. Una droga tan potente, le habían dicho sus profesores, que incluso una persona insensibilizada de cintura para abajo podía realizar el acto sexual repetida y entusiásticamente después de tomar un solo vaso. Esa tenía que ser la respuesta: las mujeres, y probablemente también los hombres, habían estado bebiendo ginebra.

Los hombres informaron a Billy de las novedades que se habían producido. Y en esas novedades atisbó Nancy un destello de esperanza. La salvación podía estar en camino.
El miembro de la banda que había telefoneado a Nancy había engañado a la policía haciéndoles creer que habían capturado a Billy el Poeta, lo cual era malo para Nancy. La policía no estaba enterada aún de la desaparición de Nancy, y se había enviado un telegrama a Mary Kraft en nombre de Nancy, diciendo que había tenido que trasladarse urgentemente a Nueva York por un asunto de familia.
Ahí es donde Nancy percibió el destello de esperanza: Mary no prestaría crédito a aquel telegrama. Mary sabía que Nancy no tenía familiares en Nueva York. Ninguno de los 63.000.000 de habitantes de la ciudad era pariente de Nancy.
La banda había desconectado el sistema de alarma contra ladrones del Museo. También habían cortado muchas de las cadenas y cuerdas que impedían que los visitantes tocaran algo de valor. El objetivo no era un misterio: uno de los hombres iba armado con un impresionante trozo de cadena.
Subieron a Nancy a un dormitorio. La tumbaron en una cama y dos hombres sujetaron a Nancy mientras una mujer le ponía una inyección. Nancy perdió el sentido.
Billy el Poeta había desaparecido.
Cuando Nancy recobró el conocimiento, la mujer que le había puesto la inyección le preguntó qué edad tenía.
Nancy estaba decidida a no contestar, pero descubrió que aquella droga la había incapacitado para mantener silencio.
—Sesenta y tres años —murmuró.
—¿Cómo se siente una al ser virgen a los sesenta y tres años?
Nancy oyó su propia respuesta a través de una niebla aterciopelada. Quedó intrigada por la respuesta, quiso protestar, diciendo que aquella respuesta no podía ser suya.
—Insustancial —dijo.
Poco después le preguntó a la mujer:
—¿Qué había en aquella jeringuilla?
—Un líquido llamado «suero de la verdad».

La luna estaba muy baja en el cielo cuando Nancy despertó, pero aún era de noche. La habitación estaba iluminada por la luz de unas velas. Nancy no había visto nunca una vela encendida.
Lo que despertó a Nancy fue un sueño de mosquitos y abejas. Los mosquitos y las abejas estaban extinguidos. Lo mismo que los pájaros. Pero Nancy soñó que millones de insectos zumbaban a su alrededor de la cintura para abajo. No la picaban. La abanicaban. Nancy era una cabezahueca.
Volvió a quedarse dormida. Cuando despertó de nuevo, tres mujeres, con medias embutidas en sus cabezas, la llevaban a un cuarto de baño. El cuarto de baño estaba lleno del vapor desprendido por el agua al bañarse otra persona. En el suelo se veían huellas de pisadas húmedas, y el ambiente olía a perfume de aguja de pino.
Nancy recobró su voluntad y su inteligencia mientras la bañaban, y perfumaban, y la vestían con un camisón blanco. Cuando las mujeres se apartaron unos pasos para admirarla, Nancy les dijo sin alzar la voz:
—Ahora puedo ser una cabezahueca. Pero eso no significa que tenga que pensar o que obrar como una de ellas.
Nadie la contradijo.

Sacaron a Nancy de la casa. Esperaba ser llevada otra vez a la boca de la cloaca. Un lugar perfecto para que Billy la violara: una cloaca.
Pero la llevaron a través del cemento verde, donde en otros tiempos había césped, y luego a través del cemento amarillo, donde en otros tiempos estaba la playa, y luego al cemento azul, donde en otros tiempos se encontraba el embarcadero. Allí había veintiséis yates que habían pertenecido a diversos Kennedy, hundidos hasta la línea de flotación en el cemento azul. Llevaron a Nancy al más antiguo de aquellos yates, el Marlin, que había pertenecido a Joseph P. Kennedy.
Amanecía. Debido a que el Museo Kennedy estaba rodeado de inmuebles muy altos, transcurriría más de una hora antes que la luz del sol alcanzara el microcosmos bajo la cúpula geodésica.
Nancy fue escoltada hasta el camarote delantero del Marlin. Las mujeres le indicaron por señas que debía bajar sola los cinco peldaños.
Nancy, descalza y vistiendo un camisón blanco transparente, descendió valientemente hasta el camarote, iluminado por numerosas velas y delicadamente perfumado. La puerta se cerró detrás de ella.
Las emociones de Nancy y los muebles antiguos del camarote eran tan complejos que al principio Nancy no pudo separar a Billy el Poeta de lo que le rodeaba, de toda la caoba y cristal esmerilado. Billy llevaba un pijama de seda con un cuello ruso. El pijama era de color morado y retorciéndose a través del pecho de Billy se veía un dragón bordado en oro. El dragón vomitaba fuego.
Absurdamente, Billy llevaba gafas. Sostenía un libro entre sus manos.
Nancy aferró con mano firme uno de los agarraderos de la puerta del camarote. Apretó los dientes, calculando que harían falta diez hombres del tamaño de Billy para arrancarla de allí.
Entre ellos había una gran mesa. Nancy había esperado que el camarote estaría dominado por una cama, posiblemente en forma de cisne, pero el Marlin era un yate «diurno». El camarote era cualquier cosa menos un serrallo. Era casi tan voluptuoso como un comedor de la clase media baja en Akron, Ohio, alrededor de 1910.
Sobre la mesa había una vela. También había un cubo con hielo, dos vasos y una botella de champaña. El champaña era tan ilegal como la heroína.
Billy se quitó las gafas y dirigió a Nancy una tímida sonrisa.
—Bienvenida.
—He llegado hasta aquí, pero no daré un paso más.
Billy aceptó aquello.
—Está usted muy bella ahí.
—¿Qué se supone que debo decir yo? ¿Que es usted asombrosamente guapo? ¿Que experimento un vehemente deseo de arrojarme en sus varoniles brazos?
—Si quisiera usted hacerme feliz, ése sería el modo de conseguirlo, desde luego —dijo Billy humildemente.
—¿Y qué hay de mi felicidad?
La pregunta pareció intrigar a Billy.
—De eso se trata precisamente, Nancy.
—¿Y qué pasa si mi concepto de la felicidad no coincide con el suyo?
—¿Cuál cree usted que es mi concepto de la felicidad?
—No voy a arrojarme en sus brazos, no voy a beber ese veneno, y no me moveré de aquí a menos que me obliguen a hacerlo —dijo Nancy—. De modo que creo que su concepto de la felicidad será el llamar a ochenta personas para que me sujeten sobre aquella mesa, mientras usted… hace lo que quiere. Así tendrán que ser las cosas, de modo que llame a sus amigos y terminemos de una vez.
Billy llamó a sus amigos.

No la lastimó. La desfloró con una habilidad clínica que Nancy encontró horrible. Cuando todo hubo acabado, Billy no se mostró jactancioso. Por el contrario, estaba terriblemente deprimido, y le dijo a Nancy:
—Créame, si hubiera existido otro medio…
La respuesta de Nancy fue un rostro pétreo…, y unas silenciosas lágrimas de humillación.
Los ayudantes de Billy bajaron un catre plegable de la pared. Nancy se acostó en él y volvió a quedarse sola con Billy el Poeta. La habían envuelto en una manta: Nancy tiró de una punta de la manta para ocultar su rostro.
Billy, por su parte, se sentó ante la mesa. Nancy le oyó volver las páginas de un libro, suspirando ocasionalmente. Luego encendió un cigarro, y el hedor del tabaco se introdujo debajo de la manta que cubría a Nancy. Billy chupó el cigarro, luego tosió y tosió y tosió.
Cuando disminuyó la tos, Nancy dijo burlonamente a través de la manta.
—Es usted tan fuerte, tan dominante, tan robusto… Debe resultar maravilloso ser tan viril.
Billy se limitó a suspirar.
—Yo no soy una cabezahueca demasiado típica —continuó Nancy—. Aborrezco eso…, lo odio.
Billy volvió una página, en silencio.
—Supongo que a todas las otras mujeres les gusta…, que pidieron más.
—Ni hablar.
Nancy descubrió su rostro.
—¿Cómo que «Ni hablar»?
—Todas reaccionaron como usted.
Nancy se incorporó de un salto y le miró fijamente.
—Las mujeres que le han ayudado esta noche…
—¿Qué pasa con ellas?
—¿Les hizo lo que me ha hecho a mí?
Billy no levantó la mirada del libro.
—Desde luego.
—Entonces, ¿por qué no le matan en vez de ayudarle siempre?
—Porque ellas comprenden. —Y luego añadió—: Son agradecidas.
Nancy saltó del catre, se acercó a la mesa, agarró el borde de la mesa, se inclinó hacia Billy. Y dijo, en tono provocador:
—Yo no soy agradecida.
—Lo será.
—¿Y qué es lo que hará posible ese milagro?
—El tiempo —dijo Billy.
Billy cerró su libro y se puso en pie. Nancy estaba aturdida por su magnetismo.
—Lo que usted acaba de vivir, Nancy —dijo Billy—, es una típica noche de bodas de una joven puritana de hace cien años, cuando todo el mundo era un cabezahueca. El novio actuaba sin ayudantes, debido a que la novia no solía estar dispuesta a matarle. Aparte de esto, el espíritu de la ocasión era casi el mismo. Este es el pijama que llevaba mi tatarabuelo en su noche de bodas en las Cataratas del Niágara.
»Según su Diario, la novia lloró toda la noche y vomitó dos veces. Pero, con el transcurso del tiempo, se convirtió en una entusiasta sexual.
Le tocó el turno a Nancy de contestar no contestando. Comprendió la historia. Y se asustó al comprender tan fácilmente que, partiendo de unos comienzos espantosos, el entusiasmo sexual podía crecer y crecer.
—Usted es una cabezahueca muy típica —continuó Billy—. Si se atreve a pensar en ello ahora, se dará cuenta que está furiosa porque la he poseído a la fuerza y, además, soy un mamarracho de hombre. Y lo que no podrá evitar a partir de ahora es soñar en un compañero adecuado para una Juno como usted.
»Desde luego, lo encontrará: alto, fuerte y cariñoso. El movimiento de los cabezahueca se va extendiendo considerablemente.
—Pero… —dijo Nancy, y se interrumpió. Miró a través de una escotilla hacia el sol naciente.
—Pero, ¿qué?
—El mundo ha llegado a la actual situación por culpa de los cabezahueca de épocas pasadas. ¿No se da cuenta? El mundo no puede permitirse más sexo.
—Desde luego que puede permitirse sexo —dijo Billy—. Lo que no puede permitirse es la reproducción.
—Entonces, ¿qué pintan las leyes?
—Hay leyes injustas —dijo Billy—. Si retrocede usted a través de la historia, descubrirá que la gente que se ha mostrado más ávida de gobernar, de implantar leyes, de hacer cumplir las leyes y de decirle a todo el mundo lo que el Dios Todopoderoso reclamaba de los hombres en la Tierra, se lo ha perdonado todo a sí misma y a sus amigos. Pero esa misma gente se ha sentido disgustada y aterrorizada por la sexualidad natural de los hombres y mujeres corrientes.
»Desconozco las causas de esa aberración. Es una de las muchas preguntas que me gustaría que alguien formulara a las máquinas. Lo que sé es esto: el triunfo de aquel disgusto y terror es ahora absoluto. La única belleza sexual que un ser humano normal puede ver en la actualidad está en la mujer que va a matarle. El sexo es muerte. Existe una breve y desagradable ecuación para usted: “El sexo es muerte. Q.E.D.”
»Yo he pasado esta noche, y otras muchas noches como ésta, tratando de devolverle cierta cantidad de inocente placer al mundo, un mundo más necesitado de placeres de lo que sería conveniente.
Nancy se sentó silenciosamente e inclinó la cabeza.
—Le diré lo que hizo mi abuelo al amanecer de su noche de bodas —dijo Billy.
—No quiero oírlo.
—No es nada violento. Es… más bien tierno.
—Tal vez por eso no quiero oírlo.
—Le leyó un poema a su esposa. Su Diario dice qué poema era —Billy tomó el libro de la mesa y lo abrió—. Aunque no somos marido y mujer, y aunque es posible que no volvamos a vernos en muchos años, me gustaría leerle este poema, para que pueda saber cómo la he amado.
—No…, por favor. No podría resistirlo.
—De acuerdo. Dejaré el libro aquí, con una señal, por si quiere leerlo más tarde. Es el poema que empieza:

¿Cómo te amo? Déjame contar los motivos.
Te amo hasta la profundidad, la anchura y la altura
que puede alcanzar mi alma, cuando se siente unida
por lazos invisibles al Ser y a la Gracia ideales.

Billy colocó un pequeño frasco encima del libro.
—Le dejo también esas píldoras. Si toma una al mes, no tendrá nunca hijos. Pero seguirá siendo una cabezahueca.
Y se marchó. Todos se marcharon, menos Nancy.
Cuando finalmente Nancy levantó los ojos hacia el libro y el frasco, vio que en éste había una etiqueta. Y en la etiqueta podía leerse: BIENVENIDA A LA JAULA DE LOS MONOS.

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