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Alas Azules

Jumko Ogata Aguilar es una joven escritora mexicana, afrojaponesa y pocha, originaria de Veracruz. Estudió en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la UNAM, escribe ficción, ensayo y crítica de cine y sus temas de estudio son la identidad, la racialización y el racismo en México. Actualmente conduce el programa Yo soy negra, acerca de afrodescendencia, para el IMER.
      «Alas Azules», que aquí se publica por primera vez, se sitúa en el siglo XX para relatar el desencuentro de dos generaciones, separadas por el racismo y la mutua incomprensión.

ALAS AZULES
Jumko Ogata

—Don Mariano, el niño quiere platicar con usted. ¿Está dormido, o qué?
      Siento que se me enrojece la cara y miro hacia el suelo. Mi padre está sentado en su mecedora, con los ojos cerrados. Al escuchar la voz de mi madre la voltea a ver con mucha seriedad, pero con una luz en los ojos que nunca le he visto cuando se dirige a mis hermanos y a mí.
      —No, señora. Estar descansando los ojos…
      Está fumando un cigarro de la cajetilla que le acabo de comprar; Alas Azules son los que más le gustan. Me ve con detenimiento, golpeando la caja ligeramente contra el brazo de la mecedora. Vuelve a cerrar los ojos y a recargar la cabeza hacia atrás, exhalando unas nubes de humo por la nariz.
      —…Y por eso yo quiero aprender japonés…¿Por qué no me enseña?
      —No… ser muy difícil, muy diferente de español… Para qué, ser difícil…
      Me giro hacia la cocina para ver la reacción de mi madre, pero ella ya está absorta en sus labores, muy ocupada como para verme tratar de hablar con mi padre. Me quedé sentado un rato ahí, frente a él, pero siguió fumando, impasible.
      No lo conocí hasta los tres años, porque el año que nací se lo llevaron a México, junto con todos los japoneses del pueblo, que porque eran de un país enemigo. Yo no me acuerdo, pero dice mi hermana Namiko que cuando regresó al pueblo, mi hermana Lupe y yo, los más chicos, le teníamos miedo. Hasta entonces, Justo, el hermano más grande de la familia era quien nos había criado, y para nosotros él era nuestro padre.
      —¡No! ¡No quiero! ¡Se va a enojar mi papá bonito! —nos quejábamos mi hermana y yo cuando nos quería abrazar mi papá.
      Ya de grande, quise hablar con él, y por eso me acercaba para preguntarle cosas, inventaba cualquier excusa para sacarle algo, lo que fuera con tal de que me contara sobre su vida. Nunca nos hablaba, a ninguno de sus hijos. Era como si no existiéramos. Aunque estuviera uno frente a él, parecía que estaba solo, ni nos volteaba a ver. Sólo hablaba con mi madre, o con sus amigos del pueblo. En toda mi vida, yo nunca tuve una conversación con mi padre…, ¿Cómo estás?, ¿Qué estás haciendo?…, nada de eso.
      Cuando empecé a trabajar conocí a varios japoneses, ingenieros que había mandado la compañía para ayudarnos con los proyectos que teníamos en desarrollo. Me emocioné mucho al conocerlos, sonriendo con mucho orgullo al presentarme, pronunciado cuidadosamente cada sílaba de mi nombre y apellido. Ellos se sorprendían mucho, al saber que yo también era japonés y me preguntaban de dónde veníamos y hace cuánto habíamos llegado.
      —Pues… la verdad no sé bien. Mi papá dijo que era de un lugar que se llamaba… Miako, creo. Tampoco sé cuándo llegó, pero se casó con mi mamá en mil novecientos… veintitantos… así que ya tiene rato…
      Aunque me despertaban un sentir agridulce estas conversaciones, en las que recordaba lo poco que sabía en realidad de mi papá, también pude aprender más de su tierra a través de estos paisanos suyos a los que conocía. Me enseñaron algunas palabras en japonés: hola, adiós, gracias… Al final del día, en mis momentos de calma antes de dormir repetía las palabras que había aprendido en el idioma que me había sido negado por mi padre hacía tantos años.
      —Konnichiwa… Kooonniiiiichiwa…
      Una combinación de sílabas que se sentía ajena al paladar… pero no difícil, yo creo que sí lo habría podido aprender si él se hubiera molestado en enseñarme.
      —Arigato…A…ri…gaaa….toooo…
      Aunque sólo sabía algunas palabras, las repetía una y otra vez, imaginando cómo habría sido hablar ese idioma tan lejano desde la infancia; poder tener una conversación fluida con él, ir a las reuniones que hacían los pocos japoneses del pueblo algunas veces al mes, en las que mis hermanas lo escucharon hablar rapidísimo en su lengua materna, comunicándose con una seguridad que nunca le conoció su familia en español.
      —Sayonara. Saaa… yoooo… naaa… raaaaa…
      Tal vez si hubiera aprendido japonés él habría querido hablar conmigo, me habría contado su vida, cómo llegó acá, qué sentía de tenernos a nosotros como hijos, cómo era la familia de allá de su tierra…Tal vez si yo hablara japonés él nos habría querido.
      —Konnichiwa… Kooo… niiiii… chi… waaaaa.
      Esos momentos a solas eran de una tristeza increíble, imaginando todas las posibilidades del pasado imaginario.
      De cualquier manera, cada que teníamos la visita de los ingenieros japoneses me alegraba mucho. Verlos y platicar con ellos, estos hombres con caras similares a la mía, compartiendo una amistad sencilla que me hacía sentir unido a esa tierra que nunca pude conocer.
      Mi padre siguió fumando los últimos años de su vida, hasta el último día. Pasó de Alas Azules a Alas Extra… Luego le gustaron los Fiesta… Ya en sus últimas épocas le dio por fumar Raleigh. Eran los más caros de la tienda, pero mis hermanos mayores no dudaban en comprarle lo que él quisiera, con tal de complacerlo. Él nunca pareció darse cuenta.

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