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El caso Bartual

Esta nota es sobre la que hoy, 28 de agosto de 2017, se considera “el suceso de la semana”, “el bestseller del año”, “la siguiente gran serie para Netflix” (?) en muchos lugares de la red en español: una narración en tuits seriados publicada a lo largo de siete días por Manuel Bartual, dibujante, cineasta e historietista español. Éste se convirtió en trending topic mundial por un par de días; El Mundo, un diario de su país, lo ha llamado «el Stephen King» de Twitter, e igual que miles de personas en línea no se detuvo allí: la nota a la que enlazo agrega que su narración está «a la medida de Stephen King, David Lynch y, por qué no, del mismísimo Orson Welles».

Variación sobre una imagen de Bartual (original)

En este momento, lo más probable es que la información que acabo de dar sea suficiente para cualquiera que llegue a este sitio. Muchas personas me avisaron de la existencia del “hilo” de tuits de Bartual. Muchas más lo leyeron y lo comentan todavía. Por lo tanto les propongo un experimento: si en el momento en el que leen estas palabras la información disponible les basta (si conocen la historia, saben quién es Bartual, entienden o hasta comparten el furor que causó), díganlo en un comentario. Veamos qué pasa.
      Además, la presente no será una reseña de la micronovela de Bartual, sino una serie de notas alrededor de ella y de su impacto. (Y, como siempre, cualquier otro comentario será bienvenido también.)

La lectura

El narrador español Juan Jacinto Muñoz Rengel escribió: «[Lo] que nos ha enseñado la historia de Manuel Bartual es lo mucho que le sigue costando a la gente entender la ficción». Por desgracia tiene razón. Como la historia de Bartual tiene no sólo un aire siniestro, sino elementos evidentemente fantásticos –el tema del doble, etcétera–, al leerla yo hubiera esperado que nadie la confundiera con un hecho real. Sin embargo, no sólo parece haber personas que se dejaron llevar por la ficción y creyeron que lo contado era real, sino que muchos medios, jugando a aprovechar esa credulidad o esa atracción morbosa, cubrieron la narración de la misma manera. «A Bartual le ha pasado de todo en sus vacaciones», dice alguna nota, para luego hablar de thrillers y ciencia ficción (pero sin dejar de citar constantemente los tuits de Bartual y comentarlos como si fueran evidencias de una experiencia verdadera). Por otra parte, nada de esto es de extrañar: ya hemos visto que la red se ha convertido en un gran aparato de desinformación y que, en la era de la posverdad y los hechos alternativos, casi nadie procura o aprende a leer de forma crítica lo que encuentra en línea. Los redactores que comentan de forma deshonesta la historia de Bartual han de racionalizar lo que hacen diciéndose que de esa forma obtienen más lectores, más clics.
      Algo que me llama igualmente la atención es el alcance cortísimo –en promedio, obviamente– de nuestra capacidad crítica, cuando sí está presente: las muy escasas herramientas y referencias que parecen estar a nuestro alcance para comentar lo que leemos. «Una especie de teleserie por Twitter», escribe una persona para describir la narración de Bartual, y la mayor parte de las referencias de otros miles no llegan más lejos. La mención de Stephen King es de las más sofisticadas en el grueso de los comentarios disponibles. Que si Bartual es mejor que Game of Thrones, que si su narración debería convertirse ahora una película o una serie (esto se repitió muchas veces)… No he encontrado todavía una sola mención de la larga lista de precursores literarios del cine y las series de televisión que son, a su vez, precursoras de la micronovela de Bartual, incluyendo todos sus giros argumentales y su final (que a mí me parece sutil, bien logrado, y que muchas personas han confundido con una declaración –innecesaria– de que «todo era falso»).
      Aparte está el tono de muchos comentarios. La publicidad, que ha contagiado a la mayoría de los medios de comunicación, quiere enseñarnos que el único elogio posible es el superlativo más exagerado: si algo es «malo» debe ser llamado una porquería irredimible, lo peor que ha existido en el mundo, y si es «bueno» debe calificarse de único en la Historia, insuperable, sin precedentes. «Lo mejor que ha pasado en Twitter», escribe un lector; «un nuevo formato para los escritores», escribe otra. Sí, ninguno de los dos tiene por qué conocer la historia de las redes sociales ni de la escritura por medios digitales, que desde luego no comienzan con Bartual, pero lo fácil y frecuente de semejantes comentarios es significativo.
      (Falta ver cuánto hay de auténtica convicción en esos juicios y cuánto de presión social: de deseo de expresarse como todos los demás para no perturbar las convicciones de la mayoría.)

La experiencia colectiva

Personas que llegan tarde a la historia de Bartual se han quejado de que es difícil leerla, en el sentido de que cuesta encontrar los tuits que la componen. El formato del «hilo» de Twitter, que enlaza una publicación tras otra si la serie se publica como respuestas sucesivas, no es el más apropiado para recuperar un texto ya publicado, en especial si éste provoca reacciones de otras personas. Visitar el tuit inicial de la historia de Bartual ahora es encontrar primero un alud de comentarios de otros lectores, y sólo hasta el final (a varias pantallas de profundidad) las siguientes entregas de la narración. Hay otras formas de tener acceso a éstas, incluyendo visitar directamente la página de Bartual en Twitter y empezar en las publicaciones de hace una semana, leyendo de abajo hacia arriba. Sin embargo, esta información es desconocida para muchas personas, a juzgar por las quejas recientes que se ven en línea. Para explicar el entusiasmo provocado por la narración y su gran cantidad de lectores, se debe partir de que casi todos sus fans siguieron la narración a medida que se publicaba, tuit a tuit, a lo largo de la semana pasada. Esta experiencia inmediata, «en tiempo real», ya no puede recuperarse, pero fue la decisiva para el éxito de Bartual.
      El académico Ernesto Priego resalta el timing general de la publicación, que aparece durante el «fin del veraneo en Europa» y está ambientada en una playa durante unas vacaciones de verano. Pero aún más importante es que los tuits de Bartual se publicaron cuidando la hora del día en que aparecían, así como el tiempo que mediaba entre uno y otro. Un tuit que sugería el comienzo de una situación peligrosa «en vivo» no tenía una continuación inmediata, por ejemplo, para sugerir que el personaje/narrador estaba ocupado «viviendo» los hechos y no podía tuitear. La evolución de Twitter como medio de comunicación nos ha condicionado a esperar de él, además de noticias de celebridades u organizaciones, actualizaciones «en tiempo real» de acontecimientos diversos; la mayor virtud de Bartual es haber planeado su historia –él mismo ha declarado que no la fue escribiendo sobre la marcha– para incluir pausas y demoras «plausibles», durante las que incluso quienes estaban conscientes de que todo el proyecto era una ficción podían dejarse llevar por la sensación de suspenso.
      Esta inmediatez de la publicación en línea no siempre se toma en cuenta y es uno de los rasgos más interesantes de las nuevas formas de escritura digital. Muchos textos en línea, y no sólo de hechura individual sino colectiva, tienen sentido plena únicamente durante la experiencia de ser elaborados y leídos, y por lo tanto van en contra de la noción de la escritura como actividad generadora de un producto (un libro, un artículo, etcétera) que pueda ser después empaquetado (formateado, colocado en un canal de difusión) y vendido. Probablemente el texto de Bartual pueda ser adaptado a otros formatos, como ha ocurrido ya en muchas ocasiones con proyectos compuestos total o parcialmente de publicaciones en Twitter, pero semejantes transposiciones necesitan ofrecer algo diferente que la cercanía de la publicación original, y la de Bartual debería hacerlo también, incluyendo la posibilidad de no agotarse entera en una primera lectura.

La tuiteratura

Una de las personas que me avisó de la existencia de la historia de Bartual me preguntaba si ésta podía ser considerada tuiteratura. El término, que es acrónimo de Twitter y literatura, tiene ya cerca de diez años de circular (aquí hay información sobre él) y se ha utilizado de muchas formas y con muchas intenciones contradictorias. Si se acepta que pueda nombrar simplemente a la escritura literaria hecha por medio de Twitter: la escritura con las intenciones que habitualmente le atribuimos a lo que llamamos literatura, la respuesta es sí, desde luego. Twitter sería únicamente una herramienta, un conducto más de la escritura literaria.
      La asociación más fácil que puede hacerse al examinar el texto de Bartual no es, sin embargo, la más adecuada: no sirve considerar el tuit individual como minificción, aforismo o cualquier otro tipo de texto breve unitario, pues los tuits sueltos tienen poco o ningún sentido. A la hora de examinar una narración seriada, se puede usar el término, que ya he mencionado aquí, de micronovela: una historia hecha de fragmentos entrelazados, exactamente como los capítulos de una novela pero mucho más breves. (Hay algo más sobre estas posibilidades narrativas en este texto, y en este otro.)
      Bartual no es el inventor de la micronovela, que tiene otros representantes y precursores a los que incluso se les ha dado ese nombre, u otros muy similares, desde antes de la popularización de internet o la invención de las redes sociales (un ejemplo famoso: «Informe negro» de Francisco Hinojosa, publicado inicialmente en 1987). Sin negar los logros de su propio proyecto, el que pueda tratársele como una novedad se debe a lo estrecho de nuestras lecturas colectivas y a que la mayor parte de las micronovelas se difunden entre un público minoritario, interesado en los experimentos literarios. No creo, por lo tanto, que la narración de Bartual pudiera abrir la puerta a que otras micronovelas se hicieran de grandes públicos, aunque tarde o temprano, estoy seguro, habrá otra que lo consiga.
      Habrá que ver, eso sí, si para entonces el texto del propio Bartual ha sobrevivido. Otras narraciones en línea de gran éxito en su momento, como el Diario de una mujer gorda de Hernán Casciari o Apocalipsis Z de Manel Loueiro, lograron incluso ser impresas como novelas –lo que para muchas personas es una marca consagratoria– pero no supusieron un éxito igual de importante ni de duradero en el medio impreso…, además de que casi nunca se les ha invocado en relación con Bartual en los últimos días: por desgracia, ya están del otro lado de lo que alcanza nuestra atención en internet.

Variación sobre una imagen de Bartual (original)
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Visionarias

Visionarias

Antología (ebook). Traviesa, 2014

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Un viaje a la ciudad de Sodoma, que revela sus secretos en la víspera de su destrucción; un atisbo de un siglo XIX lleno de robots y máquinas misteriosas; un paseo hacia adelante y hacia atrás en el tiempo de una Cuba imaginaria; una serie de miniaturas que contienen mundos…

Parte del proyecto de la revista y editorial digital Traviesa, dirigido por los escritores Rodrigo Fuentes y Rodrigo Hasbún, Visionarias es una antología de cuentos de imaginación fantástica escrita por autores hispanoamericanos. Es una muestra de lo que se produce actualmente en algo que no es tanto un género como un modo de narrar, una actitud ante la realidad –ante lo que solemos aprender que es «la realidad»– que se atreve a cuestionarla imaginando otras realidades, otras formas de comprender el mundo, en lugar de meramente representar (repetir) lo que creemos saber.

Los cuentos incluidos son «El sueño del monstruo» de Juan Jacinto Muñoz Rengel (España), «Colección» de Ana María Shua (Argentina), «Apunta a ayer, aprieta el gatillo» de Yoss (Cuba) y «La mujer de Lot» de Verónica Murguía (México). La antología puede obtenerse en su versión original en español y también traducida al inglés.

Del prólogo:

Estos textos son muestra representativa de una parte audaz del pensamiento y la creación en nuestro idioma…, y también de una de sus vertientes más vitales y más longevas.

Más información sobre Traviesa y sus publicaciones se puede encontrar en esta página.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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La perla, el ojo, las esferas

Este mes, un cuento del español Juan Jacinto Muñoz Rengel (1974). Su novela El asesino hipocondríaco (2012) y su libro de cuentos De mecánica y alquimia (2009), por los cuales conocí su trabajo, son ambos obras excelentes, que revelan una voz muy original y una imaginación sorprendente.
«La perla, el ojo, las esferas» está tomado, con autorización de su autor, de su primer libro de cuentos: 88 Mill Lane (2005).

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Juan Jacinto Muñoz Rengel
Juan Jacinto Muñoz Rengel. Fuente: blogculturalia.net

LA PERLA, EL OJO, LAS ESFERAS
Juan Jacinto Muñoz Rengel

Una frase se me viene al recuerdo una y otra vez, creo que moriré con ella resonando en mi huero cráneo, o la repetiré en la demencia de mis últimos años, sin que ninguno de mis allegados acierte a descifrar su verdadero significado ni su trascendencia:
–No puedo soportar por más tiempo –me dijo Steve O’Donoghue por completo desalentado– el intolerable peso de un universo.
Luego añadió:
–Ningún hombre, con su afección moral, con su limitada comprensión, puede llevar tal peso a sus espaldas.
–Tú no lo llevas precisamente a tus espaldas –intenté bromear antes de que colgara el teléfono, para aliviar de alguna forma su comprensible abatimiento. Dos semanas más tarde, mi amigo Steve O’Donoghue se suicidaba; tampoco ninguno de sus allegados, allá en las tierras irlandesas, supo comprender por qué.
Yo podía habérselo revelado, pero con qué fin aplacar un dolor con otro más grande, insoportable, con el dolor que mató al pobre Steve. No lo hubieran entendido; no me hubieran creído. Ni yo mismo acierto todavía a comprender el sentido de toda esta cósmica broma, ni sé por qué estoy relatando ahora la historia.

* * *

La marchante de arte O Chow-Yiy es especialista en escultura británica contemporánea, pero no desprecia cualquier otra cosa que le pueda reportar dinero. En sus tejes y manejes por la ciudad, va y viene de los anticuarios de Portobello a las galerías de Kensington y Fulham, de los antros del barrio chino a los coleccionistas de Hampstead. Conoce a todo aquél que esté relacionado con el mercadeo artístico en Londres, propietarios de galerías, promotores de eventos municipales, artistas de la Royal Academy, compradores ricos o modestos. Yo la conocí de manera fortuita y nada sofisticada, no me la presentaron en ninguna exposición, no coincidimos en ninguna tertulia, simplemente bajé una mañana aquí a Mill Lane Gallery, a dos portales de mi casa, para curiosear y si acaso comprar algo para mi salón, algo simple, de colores planos, luminoso, y ella estaba allí. En cuanto me escuchó comentarle al galerista –mientras observaba una litografía del holandés Hans Lippershey, inventor del telescopio, puliendo unas lentes– que me apasionaba todo lo relacionado con la óptica, O Chow-Yiy me asaltó y me comenzó a hablar de un magnífico microscopio del siglo XIX fabricado en el taller de Carl Zeiss, en Weimar, que ella tenía en casa. Yo era consciente de que me quería vender aquel microscopio a toda costa, de que probablemente no era tan extraordinario como ella decía, y que incluso era posible que ni siquiera lo tuviera, sino que sólo sabía dónde encontrarlo. También era consciente de que por fervor de aficionado, por la pereza y el terrible embarazo de tener que decir que no a alguien, yo iba inevitablemente a comprarlo.
O Chow-Yiy encontró en mí una víctima fácil, y procuró no perder el contacto. Con el tiempo descubrimos, porque eso pasa hasta en las grandes ciudades –sólo hace falta conversar lo suficiente–, que teníamos más de un amigo en común, entre ellos Steve O’Donoghue, editor de Irish Publishers & Co., conocido por su excentricidad.
Hace ahora dos años –a veces me parecen dos días, a veces dos décadas–, O Chow-Yiy trajo a mi casa el collar.
Era un collar bastante común, cuyo valor, creí yo como inexperto, residía en las perlas que lo engranaban.
–Todas estas perlas son artificiales. La joya es valiosa porque perteneció a una rica cortesana de mediados del siglo XVI –me corrigió O con suficiencia.
–No tan rica, si no podía permitirse perlas naturales –intenté enjuiciar.
–¿Por qué siempre quieres opinar sin tener conocimiento? –me cortó–. En esa época la demanda de perlas era tal en toda Europa que incluso la reina Isabel de Inglaterra se veía obligada a comprar perlas artificiales para adornar con dignidad sus vestidos. Pero nada de esto tiene que ver con la razón que me ha hecho traerte el collar, si me dejaras hablar… Desde que adquirí la joya, hace dos semanas, la he colgado cada noche en el tocador de mi dormitorio. Al principio creía que era un reflejo, o una luz que entraba por algún sitio. Pero noche tras noche he observado un diminuto juego de lucecitas que provenía del collar. Aquí, ¿ves? Esta perla no es igual que las demás. Es la única que parece natural y está como velada. ¿Ves estos remolinos plateados, esta turbulencia gris?
–Sí, lo veo…
–Pues emite lucecitas por la noche, imperceptibles casi.
–¿Y quieres que lo mire con alguno de mis microscopios?
–No, quiero que te pongas el collar y te pasees por Trafalgar Square –me dijo O seria, con ese humor incisivo que nunca he llegado a entender.
Examiné la perla en el microscopio, no en el del maestro Zeiss que le compré a ella, sino en un microscopio óptico compuesto. Coloqué la perla sobre la platina, conecté la fuente de luz, ajusté el objetivo, y me acerqué al ocular. En efecto: a través de la bruma turbia de la perla creí percibir un titilar, mejor dicho, muchos y minúsculos titilares.
–¿Y bien?
–Sí, lo cierto es que hay algo, desprende una pequeña luz. Puede ser cualquier componente mineral encerrado en el interior del nácar segregado por la ostra… Sin embargo, lo que sea está distribuido en pedazos tan pequeños que no los puedo ver con este microscopio. Es extraño.
–¿Y no tienes ningún otro aparato más potente? –me preguntó O contrariada.
–Necesitaría un microscopio electrónico, pero…
–Pero no lo tienes –me interrumpió, como si no comprendiera por qué en el mundo podían existir posibilidades que entorpecieran sus deseos.
–Aunque lo tuviera –dije, adivinando ya mi venganza por haber sido antes aleccionado en cuestiones anticuarias–, en el microscopio electrónico sólo pueden examinarse objetos muy delgados, incluso una bacteria es demasiado gruesa para ser observada directamente, así pues, para preparar muestras visibles para este microscopio se necesitarían técnicas especiales de cortes ultrafinos, que tendrían que realizarse en un laboratorio.
Respiré satisfecho.
–¿Pero se vería mejor lo que hay en la perla? –se interesó O, directa a su objetivo.
–Hasta doscientas veces mejor.
–Pues llévalo a un laboratorio. Yo correré con los gastos. Tengo la intuición de que esto puede retribuirme importantes ganancias.
No recuerdo ocasión otra alguna en la que O Chow-Yiy se haya equivocado en cuestiones de dinero, su olfato suele ser infalible. Sin embargo aquella vez no obtuvo un penique de su inversión, quizá porque no supo cómo hacerlo. Cuando la llamé por teléfono y le dije lo que vi en la muestra microscópica de nácar, lo que había en el interior de la perla, sólo me soltó una maldición en cantonés, me llamó chiflado, y me colgó. Yo me quedé tartamudeando aún al otro lado de la línea, primero en inglés, luego en español:
–En la perla hay un universo, dentro hay un universo…

* * *

Al principio viví mi descubrimiento con cierto júbilo: llevaba un universo en el bolsillo con toda la naturalidad, y eso me provocaba una ingenua alegría, una infantil sensación de poder. Daba vueltas a la bolita de nácar entre mis dedos, mientras tomaba café en cualquier Starbucks, imaginando cómo las galaxias y nebulosas girarían a toda velocidad, quizá sin realmente notarlo, sujetas a su propio sistema de gravitación y a sus órbitas definidas. Por aquel entonces, pensaba que el que hubiera allí un universo reducido era sólo fruto de un accidente, un quiebro en la naturaleza, no mucho más extraordinario que el nacimiento de dos niños que comparten el mismo tronco y extremidades, o que un fenómeno de aurora boreal. No me tomaba en serio que aquello pudiera ser un universo completo, real, como el nuestro; más bien especulaba a veces que quizás aquello fuera un espejo infinitesimal de nuestro universo, y que lo que yo había descubierto era un precioso instrumento para la ciencia astronómica del futuro, que avanzaría a pasos agigantados gracias a la ayuda de mi minúsculo y esférico mapa celeste en tres dimensiones. No concedí ni un solo pensamiento grave al inaudito hallazgo, hasta que Steve O’Donoghue se convirtió en parte de esta historia y se ocupó de hacerlo él por mí.
Estaba ya casi decidido a llevar la perla al observatorio de Greenwich –para que la llevaran a la Cambridge Astronomical Survey Unit, supongo–, cuando Steve apareció en mi casa, una mañana de martes, sin previo aviso. Llovía, era horario de trabajo, Steve era un hombre siempre ocupado, y como editor sabía que a un escritor no le agrada que le interrumpan a media mañana.
–¿Qué es lo que ocurre? –pregunté alarmado.
–Anoche estaba en una conferencia en la Tate Modern, estaba la china ésa, O loquesea, en el mismo grupo que yo. Como estábamos medio a oscuras, mi ojo empezó como siempre, con sus chispitas. Éste, tú sabes, el que tiene la pupila como velada. Y todo el mundo a empezar con la misma historia de siempre: el ojo te echa chispitas… Pero luego la china me dijo: exactamente igual que un collar de perlas que dejé en casa de Juan, ve a que te vea el ojo, a lo mejor te dice que tienes dentro un ovni o algo…
Steve O’Donoghue era un irlandés enorme, de piel muy blanca pero con la cara toda llena de venitas rojas. A sus sesenta años, su espalda ya se encorvaba hacia adelante, y el pelo antes rubio caía ahora cano sobre sus ojos saltones; uno de ellos, el izquierdo, tenía una pupila acuosa, de celeste desvaído, que le daba un aspecto temible. Lo vi tan excitado que le pedí que se sentara, y le serví un whiskey en un vaso bajo con hielo. Él continuaba:
–Luego me dijo: dile si lo ves que cualquier día me paso por el collar, vaya a ser que le dé por perdérmelo o algo… La china ésa tiene un buen culo, pero más genio que los dragones de su barrio… El caso es que, dejando aparte las chorradas de las chispitas, el ojo me viene doliendo horrores desde hace unos meses, y pensé: Juan tiene un montón de cacharros ópticos y le fascinan esas cosas, así que puede que sí que sea buena idea ir a que me vea este ojo que me está matando, porque él no es un oftalmólogo al fin y al cabo, y yo en mi vida pienso visitar a un matasanos…
Hasta entonces yo no había comentado a nadie mi descubrimiento, salvo, a la fuerza, a O. Cuando Steve irrumpió en mi salón contándome todo aquello, un ridículo miedo a que me quitaran lo que era mío me invadió. Luego comprendí que no era aquello por lo que había venido, me relajé, e intenté retomar la conversación con normalidad:
–No puedo creer que un hombre de tu edad nunca haya ido al oculista, y más teniendo tu… –vacilé– tu pupila velada…
–¡Ni al oculista, ni a ningún otro matasanos, qué demonios! Sí, llámame hipocondríaco, alarmista, cavernícola, gallina. Posiblemente soy todo eso. ¿Me miras el ojo o no?
Accedí, algo divertido por la situación. Acompañé a Steve arriba, a mi despacho. Le miré el ojo con varios aparatos que yo sabía que no servirían para nada, pues eran piezas más de coleccionista que de científico. Luego apagué la luz. Cuando, tras una capa de turbulencias, descubrí las lucecitas titilando, comprendí con pavor que allí dentro había otro universo encerrado.

* * *

Vaciamos la mitad de la botella hasta llegar a las reflexiones de más alcance. El veterano editor Steve O’Donoghue parecía hundirse en el abismo según le iba relatando mi descubrimiento. La carcasa de hombre sarcástico y frívolo, de viejo gruñón excéntrico, se perdió por algún lugar de su cuerpo, y lo que quedó postrado en mi sofá era un individuo desconsolado, todo gravedad.
–¿Me estás diciendo en serio que dentro de mi pupila hay un universo entero, con sus galaxias, con sus sistemas de planetas…?
–Así es, si es igual que en la perla. He visto cúmulos de galaxias, nebulosas, enanas rojas, nubes de polvo interestelar… Con sus órbitas, sus juegos…
–¿Pero cómo ha ido a parar ahí? ¡Será un universo muy joven entonces! ¿Cómo puede formarse un universo en sesenta años? Creía que se necesitaban billones…
–Puede que si el espacio ha sido reducido millones de veces, y con él todas las leyes de la física, el tiempo en esos universos también sea mínimo…
–Y para ellos una eternidad… ¿Te das cuenta? ¡Ellos!… ¡En un universo entero tiene que haber vida! ¡No te digo en cada planeta, no te digo en cada galaxia, pero aún así millones de millones de vidas dentro de mi pupila…!
–No veo la razón para tomárselo tan a la tremenda –intenté apaciguarlo.
–Te la diré: no he ido al médico en mi vida, ahora este ojo me duele cada día más, y tiene un aspecto lamentable. ¡Si mi ojo sufre, si queda dañado, si yo muero, un universo entero se extingue conmigo!
–Steve, no eres tan joven, en cualquier caso morirás dentro de veinte, de treinta años, y tú no puedes hacer nada para evitarlo.
–Pero tú lo has dicho: veinte años serían para ellos billones. Y yo soy el único responsable de todas las vidas malogradas… Uno se preocupa por las noticias de banca, por una niña secuestrada, porque suben los impuestos o porque un país entra en guerra, ¿y tú quieres que yo no me preocupe por el destino de todo un universo?

* * *

El oftalmólogo le diagnóstico la pérdida irremisible del ojo.
Luego la llamada, y la voz de Steve O’Donoghue apagada al otro lado del teléfono, como si se hubiera reducido él también, y hubiera quedado atrapado dentro de mi aparato. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. Hasta el fin de mis días, el eco.

* * *

Desde que Steve se quitara la vida, su percepción pesimista del terrible peso de los diminutos universos me fue traspasada. Después de todo, en la finísima lasca de perla que yo hice cortar en el laboratorio, pude ver cientos de galaxias: un mundo entero cercenado. Las galaxias, de hecho, ya no aparecen en el microscopio, sólo gris nácar, vacío, así me lo aseguran en el laboratorio.
Hay otro lugar en el que convergen una y otra vez mis pensamientos. Que me haya sido dado a mí el encontrar la perla de O, y al mismo tiempo toparme con la pupila de Steve, es sin duda fruto de un excepcional azar (de otra manera, si estas esferas fueran algo común en nuestro planeta, otros más hábiles y expertos que yo habrían descubierto hace décadas este fenómeno); pero, también sin duda alguna, ha de haber en otros rincones del mundo otras esferas u objetos semejantes, pues de lo contrario la casualidad de haber encontrado yo los dos únicos microuniversos sería injustificable. Así es que el universo ha de tener necesariamente una forma monstruosa: una estructura contra toda nuestra lógica humana, en la que el espacio y el tiempo son relativos o no importan, en la que lo grande es pequeño, y lo microscópico infinito, una estructura de espacios autocontenidos, donde cualquier forma puede contener otra millones de veces mayor. Y entonces…
Entonces (y por suerte no le comenté esto a Steve) es probable que alguno de los planetas, de los innumerables que orbitaban en su pupila, contuviera uno, o diez, o cien de estos objetos contra natura, y puede, sólo puede, que alguno de esos otros universos poseyeran a su vez otros de estos objetos imposibles.
Entonces, dado que la forma del universo es monstruosa, puede, sólo puede, que uno de esos mundos, perdidos en el laberinto infinitesimal de submundos, sea de nuevo nuestro mundo.
Yo, por si acaso, he guardado la perla en un lugar seguro, donde espero que descanse a salvo durante años, que pueden ser, según se mire, la eternidad.
No le diré a nadie dónde la he escondido, aunque ahora esté contando, no sé ni por qué, esta historia. Esta historia que ningún beneficio reportará porque no será creída, ni comprendida, ni en ningún caso puede traer más que complicaciones. Tal vez la estoy contando simplemente por aferrarme a algo, porque me abruma la sensación de que en cualquier momento, quizás ahora mismo, quizás al escribir el último renglón de mi relato, alguien en algún lugar pisará un guijarro, cerrará los ojos, pasará una página, y desaparecerá por completo nuestro entero universo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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