Antología de cuento (selección y prólogo de Alberto Chimal). SM, 2016
Esta antología reúne a 20 autores que abarcan más de un siglo (de hecho, cerca de 120 años) de narrativa mexicana que se acerca a la imaginación fantástica. El prólogo discute la presencia de ésta en la literatura nacional, niega que se trate de una «anomalía» y en cambio sugiere que forma otra tradición, menos comentada que otras pero no menos visible; que pasa por grandes autores del canon nacional lo mismo que por figuras de culto, y que llega a muchos autores vivos y en activo el día de hoy.
Los autores antologados: Amado Nervo, Elena Garro, Leonora Carrington, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Inés Arredondo, José Emilio Pacheco, Agustín Monsreal, Guillermo Samperio, Álvaro Uribe, Verónica Murguía, Norma Lazo, Cecilia Eudave, Ignacio Padilla, Fernando de León, Bernardo Esquinca, Magali Velasco, Iliana Vargas, Édgar Omar Avilés. Vale la pena notar que el índice está repartido equitativamente entre escritoras y escritores.
De la contraportada:
La literatura vuelve realidad todo. Y así lo ha demostrado una innumerable cantidad de autores desde hace cientos de años. Aquí no encontrarás elfos, dragones ni niños magos con lentes y varitas, sino que te enfrentarás a encuentros con el Diablo, desapariciones inexplicables, personas duplicadas, saltos en el tiempo, criaturas informes que van a estrujarte el cerebro en tu intento por comprenderlas… ¿Qué es lo fantástico? Aquello inexplicable, la presencia de lo raro, eso que o logramos entender… lo imposible que se hace posible gracias a la literatura.
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Hace muchos años murió en mi ciudad natal, Toluca, un poeta: José Alfredo Mondragón. Félix Suárez, amigo suyo, poeta también y editor, escribió un artículo en su memoria, entre varios otros homenajes que se le hicieron durante algunos años. Aquel texto no está en internet pero yo nunca olvidé una frase: al referirse al impacto de la muerte, Félix escribe de «la sensación de polvo entre los dientes».
Tiene razón. No es una idea totalmente nueva: su origen debe estar en la parte de J, el misterioso autor o autora primordial de buena parte del Pentateuco, en aquella frase gastada por el uso pero, en el fondo, aún poderosa como poesía: «Polvo eres, al polvo has de volver». Félix agrega a esa imagen clásica un poco de contexto: la mira desde otro sitio. Porque la muerte, cuando pasa cerca, también derriba a los vivos y, aunque no nos lleve con ella, de todos modos nos tira al suelo. Caemos, de bruces, al sitio de donde son nuestros cuerpos, y sentimos la tierra en nuestra boca.
En estos últimos días se han muerto tres poetas mexicanos y uno argentino pero avecindado aquí.
Los más conocidos son Juan Gelman y José Emilio Pacheco, de los que se escrito copiosamente por su fama y por lo que representaron –y tal vez sean de los últimos en poder representar– para miles, o incluso millones, de lectores de este país y de otros de Hispanoamérica; los otros dos son Marco Fonz y Sergio Loo, menos famosos pero no menos queridos por su gente y sus lectores ni menos empeñados en su propio trabajo. Un accidente casero, súbito, fue la causa de la muerte de Pacheco; Loo tenía cáncer desde tiempo atrás, al igual que Gelman, y Fonz se suicidó, por razones que no conozco y tal vez no se puedan ya recuperar.
Este país ha tenido muchas oportunidades, en los últimos años, de sentir el polvo entre los dientes. El sufrimiento de millones de personas que no han muerto, pero han visto la muerte, ha vuelto aún más monstruosa la hipocresía y la ceguera con la que el gobierno de Felipe Calderón declaró la «guerra contra el narco», en la década pasada, y más amenazadora la desintegración del Estado que comenzó entonces y sigue hasta hoy, a fuerza de corrupción y alevosía y mera estupidez de todos los que desean mandar –desde los gobiernos y desde fuera de ellos– sobre el territorio. Y también nuestros antepasados supieron –como saben todos los seres humanos, en realidad, aunque tal vez con más precisión que muchos– del peso de la muerte: de cómo pasa y nos tira al suelo. «El paisaje mexicano huele a sangre», dijo en 1915 (hace casi cien años) Eulalio Gutiérrez, general revolucionario y presidente de México por unos pocos meses, y la frase debe ser la justificación de su vida entera, por la fuerza que ha tenido tras su propia muerte y las veces incontables que se le ha repetido.
Así que una persona cínica podría sospechar que quiero terminar esta nota con un lamento por aquellos cuatro poetas muertos y oponerse a ello: podría decir que cuatro poetas no son sino cuatro individuos, cuatro más, y que no agregan prácticamente nada, por muy poetas que hayan sido, a la experiencia general ya vivida y a lo terrible del presente.
Pero no: lo que quiero decir aquí es que si bien estas cuatro muertes me afectan porque me son cercanas, sólo así puede un ser humano –sea quien sea– comenzar a aquilatar la gravedad de la Muerte, con mayúscula. No importa si la cercanía es poca, falsa –el afecto de un lector, digamos, que cree tener enfrente al escritor pero en realidad nunca lo conoce– o meramente gremial. Conocí fugazmente a Fonz, hablé un poco más con Loo y, aunque leí y disfruté sus libros, jamás con Gelman ni con Pacheco. Pero puedo imaginar lo que Laura Emilia, la hija de este último, está sintiendo en estos días, y no sólo porque a ella sí la conozco y la aprecio desde hace tiempo, sino porque lo he sentido yo, con la muerte de mis propios familiares. Y de esa misma manera puedo ver –percibir con toda la precisión que hace falta– lo que sienten quienes quisieron más a Loo y a Fonz y a Gelman. Me basta lo que les oigo o les leo decir. Porque soy tan humano como todos ellos.
Lo digo otra vez: sólo así podemos empezar a aquilatar la gravedad de la Muerte. Desde nuestra pequeñez humana y nuestra experiencia de individuos. Sumamos de a poco los momentos en que la hemos tenido cerca y luego tratamos de multiplicarlos por cien o por mil o por un millón. Casi nunca logramos ir tan lejos: las cantidades realmente grandes se convierten en abstracciones, como han observado los testigos y los historiadores de los genocidios. Pero lo intentamos, y así podemos empezar a ver el tamaño de cada pérdida y no sólo temer por nosotros mismos, que es de lo más humano también y de lo más justo, porque también vamos a morir; no sólo temer eso, digo, sino también temer por los demás: apreciar (aunque sea de ese modo negativo) la vida que persiste.
Ayer salí a conversar en una cafetería con amigos que no veía desde hace mucho tiempo. Había en esto una urgencia rara: todos nos esforzábamos por contar anécdotas divertidas, reír y no hablar mucho, o nada, del pasado común: por dar preferencia al presente. Al regreso, mi esposa me dijo –muy en serio, recordando un relato del accidente sufrido por Pacheco, y que podría sufrir cualquier otro ser humano– que debía tener más cuidado, pues suelo caminar distraídamente y ya he tenido caídas y tropezones. En ambos hechos rutinarios había la conciencia de algo espantoso pero también una esperanza ridícula, invencible.
La generación de autores mexicanos que está ahora alrededor de los cuarenta –la mía– tuvo un gran proyecto colectivo en los años noventa. El grueso de los autores que la conformaban entonces se propuso escribir sus primeros libros importantes: los que debían definirla en relación con el momento de su primera juventud.
Este proyecto fracasó, como se sabe: no hubo ninguna obra que hablara de la época de forma realmente memorable, y casi todos los que intentaron ese tipo de testimonio se agotaron en la tarea y dejaron de escribir por completo: al final, si algo protagonizó esa mayoría –el grueso de mi generación– fue una extinción en masa, silenciosa, apenas documentada hasta hoy, alrededor del año 2000.
Creo sinceramente que fue mala suerte: el tema generacional parecía ser el desencanto de la época, entre el fin de las utopías del siglo XX y las últimas convulsiones de la política mexicana de entonces, y nadie podría haber previsto que el cambio de siglo iba a barrer con esa nostalgia y ese malestar tan precisos y, en el fondo, tan insignificantes. Tampoco podría haberse previsto el auge de internet, que ha cambiado la cultura global de forma mucho más profunda y vasta que cualquier otro suceso histórico de las últimas décadas, y que forzó una transición difícil que las generaciones posteriores no comprenderán. En ese pasmo doble se perdió mucho.
Quizá ahora, cuando los libros importantes de mi generación empiezan despacio a aparecer, podrá ser posible que algunos sobrevivientes de entonces retomen aquel proyecto. Quizá pronto haya un gran libro mexicano sobre el tema del pasado, sobre cómo se pierde o se recobra, sobre cómo sobrevivir a semejantes catástrofes, capaz de medirse con Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco (1981), que en los noventa fue el modelo secreto de muchos.
Entretanto, Alejandro Zambra ha escrito Formas de volver a casa. El escritor chileno puede no haber leído a Pacheco pero su novela –publicada por Anagrama– dialoga con la de éste, la actualiza y la reta: es una visión de la lucha con el pasado en el siglo XXI.
Reproduzco un texto que escribí y se publicó hoy en La Jornada, a propósito de la obra de José Emilio Pacheco y de los homenajes que ha estado recibiendo en su cumpleaños número setenta.
Nunca he conocido en persona a José Emilio Pacheco, pero no olvidaré que supe de él, primero, en su faceta más extraña: como autor de historias de terror. Hace muchos años, una antología que llegó a mi casa quién sabe cómo (Miedo en castellano, de Emiliano González) traía lo primero que leí de él: «Totenbuch», un cuento suyo, aterrador, sobre los campos de exterminio nazis.
Tardé mucho en enterarme de que ese texto era de hecho un fragmento de su novela Morirás lejos, separado sin advertencia de aquel libro, y ya para entonces había leído sus historias más fantásticas, más inquietantes («La fiesta brava», «Tenga para que se entretenga»…), y era tarde: Pacheco, para mí, estaba al lado de Arthur Machen, de Francisco Tario, de Borges y todos los grandes soñadores.
Con el tiempo he descubierto al otro Pacheco, o mejor dicho a todos los otros: el poeta, el ensayista, el cronista, el narrador de la realidad y no de los sueños. Pero siempre sentiré más cercano al que conocí primero, por puro azar: al que leí sin que nadie me lo indicara y sin que fuera parte de las obligaciones escolares o signo de prestigio por su carácter de clásico (y de clásico vivo).
No siempre se toma en cuenta, pero los lectores tenemos todo el derecho de elegir a nuestros autores favoritos simplemente porque nos son entrañables: porque nos emocionan y nos asombran. Con José Emilio Pacheco me sucedió eso, antes de que supiera de su estatura y de sus logros: leer esas historias fue leer una voz poderosa pero cómplice, los cuentos de un amigo experto en el arte de contar (y además tremebundo) pero amigo al fin.
Hola a todos… Como prometí hace poco, he aquí los primeros resultados preliminares de la encuesta que se abrió hace algún tiempo en esta bitácora para buscar los mejores libros de cuentos latinoamericanos de los últimos treinta años (1978-2007). Agradezco a todos los interesados que han dejado sus propuestas hasta el momento y los invito a seguir recomendando sus títulos y autores predilectos aquí mismo, o bien en la sección de comentarios de la nota original. Por supuesto, esta lista que estamos armando es arbitraria y subjetiva…, pero de eso se trata. Y estoy seguro de que muchos de nosotros hemos encontrado sugerencias muy interesantes y que no conocíamos.
Les recuerdo una vez más: la idea es proponer libros de los últimos treinta años, hechos por escritores de nuestros países. Cuando se mencione más de una vez el mismo libro, se consignará cada propuesta como un «voto» (lo que no implica que el libro más votado sea necesariamente «el mejor»).