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Undr

Para quien escribe esta bitácora, la obra de Jorge Luis Borges (1899-1986) es una de las más importantes para su trabajo y para su vida de lector (es decir, para su vida, a secas). Pero, por alguna razón, no había aparecido ningún cuento suyo en esta antología virtual.
      Hoy, que Borges hubiera cumplido 120 años, aquí está un cuento que no es de sus más conocidos, proveniente de El libro de arena (1975). Según el propio texto, la palabra undr significa maravilla; la que se revela no es la de un suceso fantástico, pero de ella, de alguna manera, participan todas las historias, y también todas las personas que alguna vez han contado una historia.
      La copia del texto está tomada del excelente sitio Borges todo el año.

Jorge Luis Borges

UNDR
Jorge Luis Borges

Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus (1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once. Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión española no es literal, pero es digna de fe.

Escribe Adán de Bremen:

«…De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo, más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio. Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores, barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de peones.
      »Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló, después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
      »A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del Asia. El hombre dijo:
      »—Soy de estirpe de Skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
      »El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey. Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles mi espada, pero me dejé conducir.
      »Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados. Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era un simple artesano y que no la sabía.
      »En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
      »La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie. Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: ‘Ahora no quiere decir nada’.
      »Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con asombro que la luz estaba declinando.
      »Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
      »—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de Skalds. En tu ditirambo apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra.
      »Le respondí:
      »—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
      »Vaciló unos instantes y contestó:
      »—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo. Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
      »Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé. Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la revelación.
      »Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
      »Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey. Me replicó:
      »—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.
      »Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me interrogó:
      »—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
      »La pregunta me tomó de sorpresa.
      »—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no comprendo me alejó del canto y del arpa.
      »—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
      »Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
      »—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
      »—Todo —le contesté.
      »—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
      »Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
      »Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
      »—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.»

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Por qué prefiero a Frank Underwood

Hay que escribir esta notita frívola ahora, que no se ha estrenado todavía la quinta temporada de la serie House of Cards (Castillo de naipes, sería, si a alguien le importaran estas cosas) en Netflix.
      La serie está basada en otra serie, inglesa y de formato breve, transmitida por la BBC en 1990; ésta, a su vez, se basa en la primera de una trilogía de novelas de Michael Dobbs, un escritor y político conservador que imagina, tras el final del gobierno de Margaret Thatcher, el ascenso al poder de un funcionario ambicioso y sin escrúpulos llamado Francis Urquhart. Los guiones, escritos por Andrew Davies y el propio Dobbs, enfatizan la intriga política y la forma en la que Urquhart (interpretado de forma excelente por Ian Richardson) es capaz de racionalizar cada acción detestable que lleva a cabo –desde coacción y chantaje hasta asesinato– y ponerla en perspectiva como un paso más en su camino hacia el poder. El mejor recurso formal de la serie es literalmente clásico: como en una obra de teatro isabelino, Urquhart es capaz de traspasar los límites de su propia ficción y hablar a los espectadores que lo miran en sus pantallas. Así se vuelve un villano horrible y a la vez cercano, fascinante a causa de esa cercanía, en la tradición (aunque no necesariamente a la altura) de Ricardo III o Edmundo de Gloucester.
      Lo mismo sucede, por supuesto, en la versión estadounidense, en la que Francis Urquhart se convierte en Frank Underwood, diputado del Partido Demócrata que conspira para hacerse de la vicepresidencia de su país y luego conseguir la destitución del presidente. Underwood, interpretado por Kevin Spacey, se convierte así en presidente de los Estados Unidos sin tener que hacer campaña electoral y tras haber sido responsable directo de dos muertes y de la ruina de muchas personas. Al lado de su historia, aprovechando la mayor extensión del formato americano de series en temporadas abiertas, se ven las vidas de la esposa de Underwood, la también ambiciosa Claire (Robin Wright), el leal operador político Doug Stamper (Michael Kelly) y muchos otros.
      La cuarta temporada de esta House of Cards fue la última de su creador y primer showrunner, el guionista Beau Willimon. Fue coordinada por él y tuvo colaboradores muy diversos en la dirección de los diferentes episodios (entre otros, James Foley, Joel Schumacher, Jakob Verbruggen y la misma Robin Wright; en otras temporadas estuvieron, además, figuras como David Fincher, Joel Schumacher y Jodie Foster). Su trama culminó con Underwood amenazado, pocas semanas antes de la elección entre él y un candidato republicano, por miembros de su propio partido, por un periodista que ha descubierto algunos de sus crímenes, y por una crisis debida a un ataque terrorista. Acorralado, Underwood anuncia a los espectadores que su estrategia para salvarse será crear su propio terror…
      Pero el efecto de semejante conclusión no fue, probablemente, el esperado por sus creadores. El lanzamiento de la temporada (todos los episodios el mismo día, como es costumbre) ocurrió a la mitad de la campaña presidencial del año pasado en Estados Unidos, y quedó eclipsado por el espectáculo mediático de los dos candidatos en pugna y en especial, desde luego, por Donald Trump. Aun antes de que éste fuera electo –mientras los medios que ahora llama «enemigos del pueblo» americano le daban publicidad gratuita mucho más copiosa que la que le daban a sus oponentes–, su campaña era un show. Una continuación de los que hacía como conductor del programa El aprendiz y, antes, como la «personalidad pública» que fue aun antes de llegar a la televisión: el magnate neoyorquino ansioso de notoriedad y conocido por sus tácticas deshonestas.

 
Imagen encontrada en Facebook (fuente)
      Millones de personas quedaron hechizadas por el personaje de Trump, que se conducía de forma tan diferente de los políticos en los noticieros y también de los personajes claramente de ficción en narraciones, películas y series sobre política. Buena parte de sus electores parece haber votado por el personaje, que se proclamaba ajeno a los clanes y grupos de poder que participan en el gobierno de su país y, supuestamente, podría dirigir al Estado como a una empresa privada, para hacerlo «replicar» el éxito (de hecho bastante turbio y dudoso) de sus propios negocios.
      Y en esa atmósfera, incluso antes de que Trump ganara, empezó a difundirse la idea de que ninguna representación de las existentes se acercaba siquiera a capturar lo que lo hacía único. Que era una figura totalmente sin precedentes, que nadie hubiera podido anticiparlo, y que en él se demostraba una vez más el lugar común de que la realidad «siempre supera a la ficción». (Esto se sigue diciendo incluso ahora, cuando es claramente visible que Trump conduce al menos a su círculo más cercano como al reparto de un reality show, permanece obsesionado por que la televisión lo elogie y más que una política o una ideología mantiene un espectáculo, una puesta en escena para complacer a su «base» pero sobre todo a sí mismo: a su ego y su necesidad insaciable.)
      Pero no: no es para tanto.
      Para empezar, Trump no supera ni a la misma realidad. Ahora que es presidente, y aunque en México se repitan las frases de asombro que se dicen en los Estados Unidos y muchos se obsesionen con la historia diaria de sus disparates y amenazas (y varias de éstas se hagan directamente contra nosotros), lo cierto es que es muy fácil ver que su régimen rapaz, de empresarios que se benefician de las leyes que ellos mismos promulgan, se parece a más de uno de los nuestros: la cleptocracia –gobierno de ladrones– no es ninguna novedad. La ineptitud e inexperiencia de Trump y su gente tampoco lo son, ni su racismo, que como sabemos se alza también, de manera alarmante, en otros lugares del mundo.
      Además, mucho de su carácter y de los incidentes alrededor de su campaña sí están prefigurados, de hecho, en House of Cards, aunque en su momento nadie haya podido o querido verlo. Conway, el candidato republicano que aparece en la serie (Joel Kinnaman), es más guapo y más joven pero está tan obsesionado como Trump con su propia imagen, es igual de hipócrita y puede, como él, intrigar y mentir sin remordimientos; los medios tradicionales, en crisis a causa del auge de Internet, critican a los políticos y al mismo tiempo los aúpan y les dan poder y reconocimiento; hackers y whistleblowers (personas que revelan secretos gubernamentales para hacer denuncia) son vistos como personajes enigmáticos y amenazadores; los lazos familiares llevan a actos de nepotismo y faltas éticas «técnicamente legales»; hay una relación equívoca del presidente estadounidense con el de Rusia, que es muy parecido a Vladimir Putin (lo interpreta el actor Lars Mikkelsen) aunque se apellide Petrov; hay colusiones con oscuros poderes empresariales y el uso de la violencia como recurso de mera distracción… Algunas de esas coincidencias serán casuales, por supuesto, pero incluso ellas muestran que ciertas preocupaciones generales causadas por la crisis de los gobiernos neoliberales van más allá de las personas que les dan cuerpo de manera fortuita. (Como se dice con frecuencia, la Historia siempre corre el riesgo de examinar el pasado como si fuera el cumplimiento de un destino fatal, como si cada acontecimiento hubiera estado prefijado desde siempre, pero no es así. Es decir, nos conviene recordar que Donald Trump no era inevitable, ni es un cataclismo que sólo nos es dado mirar.)
      Se ha escrito que la diferencia entre Trump y otros políticos de su país es su falta de vergüenza: más precisamente, de interés en la apariencia de honorabilidad, de preocupación por el escrutinio público, que Underwood, Conway y hasta algunos de los peores sátrapas mexicanos sí tratan de mantener. Pero creo que algo distinto es lo más llamativo: el hecho de que, como personajes, esas criaturas en los puestos de mayor poder en el mundo en el que vivimos son pésimas. Criaturas no sólo vulgares, corruptas, odiosas, sino planas: seres sin profundidad, sin nada más que sus apariencias.
      Aunque no faltan ejemplos literarios de malos gobernantes (la ineptitud e inconstancia de Trump, por ejemplo, podrían tener un paralelo en Ricardo II, del mismísimo Shakespeare), los políticos actuales, y en especial los del nativismo blanco de los Estados Unidos, tienen sus precursores, más bien, en lo peor de los medios masivos de aquel país, y en especial de la televisión: en esa cultura que lleva décadas de usar las noticias como espectáculo, denigrar el pensamiento complejo, fomentar la riqueza y la fama como valores esenciales, defender el privilegio como fuente de virtud y la zafiedad como derecho del más fuerte, para mejor humillar a sus inferiores.
      Con todos sus defectos, y a pesar de todo lo que calla sobre problemas reales como la discriminación racial, la desigualdad económica, el carácter –insular y alevoso al mismo tiempo– de la política estadounidense en el resto del mundo o la depredación ambiental, una serie como House of Cards se las arregla para encontrar una dimensión humana en sus protagonistas y revelarnos las razones, a veces muy humanas y comprensibles, de actos espantosos. Las interpelaciones de Frank Underwood a sus espectadores, complementadas ocasionalmente por sus sueños o sus alucinaciones, dicen mucho, y con mucha precisión, sobre un individuo complejo, concreto. En el reality show de la Casa Blanca, por el contrario, las figuras principales son todas clichés (desde el nazi Steve Bannon hasta el bully Sean Spicer), el protagonista carece por completo de interior, de capacidad de introspección o curiosidad sobre sí mismo, y sólo unos pocos personajes incidentales, de los que aparecieron en uno o dos «episodios» del último año, tienen interés dramático al aparecer con fisuras: auténticos fallos de carácter capaces de sugerir algo parecido a la naturaleza humana.
      (Por ejemplo, el exdirector del FBI, James Comey, quien pudo haber causado una catástrofe para su país a causa de su vanidad y sus errores de juicio, y pagó por ello con la humillación pública a manos de quien más le debía. O Anthony Weiner, el político caído en desgracia por su adicción al sexo, que contribuyó al torbellino mediático contra su bando –y su propia esposa– sin proponérselo siquiera. Etcétera. Los demás son monigotes que dicen estupideces en una pantalla y enganchan la atención de muchas personas con la amenaza constante de algo todavía peor.)
      En 1940, Borges escribió contra los admiradores de otros gobernantes autoritarios y describió, sin quererlo, al espectador ideal del show de Donald Trump: el «adorador secreto, y a veces público, de la ‘viveza’ forajida y de la crueldad», para quien la única razón posible es la fuerza y las palabras sólo sirven si justifican sus propios odios. Vale la pena hablar de la pésima calidad de ese show no sólo porque ese espectador existe hoy, sino porque el poder del país que transmite a todas horas el programa de su régimen refuerza sus peores efectos en el mundo entero, incluyendo el desgaste del lenguaje mismo y el fomento de la simple estupidez: su ideal es la sumisión a una «realidad» en la que nada importa ni puede cambiar porque nada tiene sentido. No son novedades, por supuesto, pero ahora se fortalecen y se vuelven más destructivas.

 
Kevin Spacey como Frank Underwood en House of Cards
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Una fantasía cervantina

Don Quijote, Sancho y Clavileño, según Gustave Doré

Hay dos invenciones famosas de la literatura en castellano que son reconocidas mundialmente por ilustrar un fenómeno peculiar (y complejo) que se da a causa de la lectura y de la imaginación. Este fenómeno se puede describir en términos delirantes, propios de la alquimia o de las “ciencias ocultas”, pero sucede y sucede todo el tiempo: ciertos mundos, ciertos artefactos, ciertos personajes inventados se meten de forma insidiosa, si no en la “realidad”, sí en las creencias de los seres humanos sobre la realidad.

La primera de las dos invenciones tiene nombre y es, comparativamente, fácil de ver y describir: es Tlön, el planeta ilusorio que Jorge Luis Borges inventó para “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, uno de sus más grandes relatos. En éste, un grupo de escritores –entre los que está el propio Borges, transfigurado en personaje– descubre la Primera Enciclopedia de Tlön, un compendio muy completo y razonado del saber de un mundo no sólo inexistente, sino imposible. Luego, la realidad cede: “anhelaba ceder”, escribe el narrador, y pasa a relatar cómo la Enciclopedia –creada por una sociedad secreta de escritores encabezada por un millonario nihilista y probablemente loco– empieza a ser tomada en serio: sus nociones delirantes del mundo son tan consistentes que funcionan muy bien como una fe, como un sistema de creencias, y así, poco a poco, la Tierra, sin dejar de ser el planeta que conocemos, con la historia que conocemos, va pasando a ser entendida de otro modo. Subjetivamente, inconteniblemente, se convierte en Tlön, y mientras el narrador se refugia en algún sitio apartado para no tener que verlo, se sugiere que la humanidad olvidará incluso que alguna vez las cosas fueron diferentes. Éste es, desde luego, el modo en el que funcionan las supersticiones y los fanatismos, que seducen con sus apariencias de orden y sus promesas no sólo de consuelo, como Borges escribió, sino también de bienestar o de venganza. El cuento es de 1941 y menciona de pasada, como ejemplo, el ascenso del nazismo. Como sabemos, de ser escrito en la actualidad no le faltarían otros modelos.

La otra invención –el reverso de la imaginación transformada en herramienta del poder que propone Borges– es más difícil de describir porque no tiene un nombre preciso y porque proviene de un libro que a veces se considera esencialmente opuesto a la imaginación fantástica. Está en el Quijote de Miguel de Cervantes.

En la novela, el hacendado Alonso Quijano se vuelve loco por leer demasiadas novelas de caballería –“se le secó el celebro”, dice el texto– y sale de su casa, vestido según él de caballero andante, alucinado por los disparates que halló en sus lecturas, a hacer el ridículo entre sus contemporáneos. La primera parte del Quijote, fechada en 1605, es la que más se apega a este resumen escueto y centrado en la parodia, aunque ya en ella quien peor queda no es Don Quijote, sino la sociedad que lo rodea, y que el loco puede desenmascarar, denunciar, cuestionar impunemente; en la segunda parte de 1615, por otro lado, comienza a pasar algo muy extraño. No sólo Don Quijote y su amigo Sancho Panza, “escudero” del hombre que se cree héroe, son víctimas de bromas cada vez más elaboradas de los Duques, emblemas de mucho de lo peor de la nobleza española, que por su malevolencia son de hecho, y sin que siempre se note, objeto de una crítica feroz; además, algunas de esas bromas hacen pensar en una invasión del mundo de las novelas de caballería, una fusión entre la realidad y la ficción no menos extraña que la de Silvia y Bruno –aquella novela de Lewis Carroll que ocurre a la vez en la tierra de las hadas y la represiva Inglaterra victoriana– pero realizada exclusivamente por la voluntad y en la conciencia de los personajes. Dicho de otro modo, los victimarios de Don Quijote y Sancho, poco a poco, a su pesar o sin darse cuenta siquiera, empiezan también a creérsela. La locura o la fantasía de Don Quijote, como si irradiaran de él, como si fueran luz que lo alcanzara todo o magnetismo que atrajera el hierro hacia el imán, empiezan a apoderarse de los otros.

En un momento, Sancho sorprende a todos con su relato de un viaje estelar a lomos de Clavileño, el caballo de madera, que es contado como si Sancho quisiera oponer su propia imaginación a los disparates con los que lo han hecho montar en el armatoste, junto con Don Quijote, en medio de una representación disparatada de malignidades, hechizos y demandas. Sancho tiene éxito, por otro lado, y hasta su mismo amo queda desconcertado. Luego a Sancho lo “nombran”, con gran aparato, gobernador de la Ínsula Barataria, la única isla completamente rodeada de tierra de todo el mundo. Es una villa, nada más, donde todos tienen instrucciones de seguirle la corriente a Sancho para reírse de cómo se comporta, y no sólo hay que apreciar el esfuerzo realizado por tanta gente para fingir en la España que habitaban un sitio inexistente: además, Sancho se comporta de manera estupenda, pues resulta ser gobernante sabio y juicioso a pesar de su presunta simpleza. Aunque al final es expulsado de Barataria de manera humillante, quien gana es él, pues arrastra a los demás al terreno de la imaginación y de paso muestra la crueldad y la insignificancia de quienes lo rodean.

Algo similar pasa con el propio Don Quijote cuando escucha de Altisidora, supuestamente resucitada, el relato de cómo llegó ella a las puertas del infierno y vio cómo trataban los demonios al falso Quijote de Avellaneda, y más todavía en lo que se supone el momento de su derrota definitiva: cuando el Caballero de la Blanca Luna lo desafía a un combate y lo vence, con lo cual lo obliga a deponer las armas y regresar a su aldea. El caballero no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, que se ha pasado buena parte de la novela intentando devolver a su casa a Don Quijote, sacarlo de su mundo imaginado. Y al final el único modo en el que puede hacerlo es metiéndose él también, entero, con escudo y caballo y lanza y todo, en la fantasía.

Desde luego, en estos momentos Don Quijote de La Mancha no se vuelve una novela “de fantasía”, esa categoría estrecha y ñoña, propia de nuestra época en la que se nos enseña que la lectura es evasión: mera anestesia, escape temporal o reafirmación de los valores del mundo “como debe ser”. Pero sí resulta una novela en la que la imaginación fantástica, empleada como asiento de una idea de la vida que se considera inaceptable, le gana, aunque sea de manera sutil, aunque sea sólo un momento, a la supuesta sensatez de quienes mandan.

Éstos son los que más hacen el ridículo: los que no pueden evitar entrar en la fantasía, en la otra vida, que desprecian.

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Una presencia de Borges

(Me invitaron a participar en la presentación de las nuevas ediciones de la obra completa de Borges en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. En esa ocasión –el pasado primero de agosto– leí el texto que sigue.)

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Una foto de una foto que Paulina Lavista tomó de Jorge Luis Borges en México, en los años setenta (clic para ampliar)

Debo haber tenido 12 ó 13 años cuando leí por primera vez a Borges. No lo estaba buscando y nadie me lo recomendó. Era una etapa rara en mi vida de lector: como ya estaba terminando los libros que había en casa de mi madre, compraba y leía cada mes la revista Ciencia y Desarrollo, que publicaba en México el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. No es que me interesara tanto la ciencia, sino que en ella, ocultos entre notas sobre experimentos y avances de la física o la astronomía, se publicaban cuentos de ciencia ficción: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y muchos otros por el estilo. De ellos, por un tiempo, me fascinaron a la vez sus mundos y su orden. La idea que parecían defender era la del cuento contemporáneo como sucursal de la divulgación científica, y las historias tenían siempre la misma anécdota: el planteamiento un problema en un entorno más o menos extraño pero no imposible, y su resolución por medios estrictamente racionales, siempre con largas explicaciones de por medio y conclusiones rigurosas y satisfactorias. Eran una imagen de la ficción como reafirmación de la realidad: una forma de insistir en que las certidumbres sobre la vida –las leyes naturales, las matemáticas, los «datos duros»– era suficientes.

Y entonces, en uno de los números de la revista, hallé «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», por Jorge Luis Borges.

Debo haber visto en la televisión los comerciales de la Biblioteca Personal Jorge Luis Borges, una colección que se vendía en los puestos de periódicos por aquellos años, pues ya podía visualizar la cara blanca del escritor argentino, su expresión, su mirada perdida. Pero nada más. Debo haberme sorprendido, tal vez, de verlo presentado como escritor de ciencia ficción, pues también suponía que ese tipo de historias no eran escritas por autores de lengua española.

Y entonces leí el cuento, que es uno de los más extraños y más complejos de su autor. No estaba preparado, por supuesto: sólo entendí una fracción de todo el caudal de información y referencias que Borges ofrece. Pero lo que entendí fue bastante, y luego he vuelto, muchas veces, al mundo de la historia: a sus pobladores, sus artefactos culturales, sus pesquisas de novela policiaca y su estructura intrincada y monumental. Antes de saber de la existencia de la literatura de  consumo, de usar y tirar, ya tenía el mejor argumento contra ella: una narración que merecería muchas lecturas y que iba a ser la puerta de entrada a una obra inagotable.

Ahora bien, la primera vez que leí el cuento, lo que me sucedió fue similar a algo que ocurre en el propio cuento: el narrador encuentra el tomo 11 de la Enciclopedia de Tlön, la descripción cabal de un mundo inexistente, y siente «un vértigo asombrado y ligero». Luego se niega a describirlo, dice, «porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius». Yo también sentí un vértigo asombrado y ligero, pero mi historia con Tlön y Uqbar y Orbis Tertius tiene todo que ver con mis emociones. Qué inquietante encontrar una narración donde el problema –un mundo que se inserta en éste, que lo abruma y lo conquista y al final lo borra– no se resuelve en absoluto. Qué escandaloso asomarse la filosofía y la ciencia de Tlön y notar que no defienden el racionalismo y más bien se acercan al idealismo, a los modelos delirantes de los filósofos idealistas, y qué abrumador ver que todos en el cuento empiezan a creer que el mundo es así: que los objetos no siempre existen y que el acto de contar modifica la cantidad que se cuenta. Qué abrumador también darse cuenta de que una historia arbitraria puede modificar la percepción del mundo, la conciencia misma del mundo, y luego entender que Borges, al mostrar este triunfo de lo subjetivo, no reafirma la realidad del universo, sino que la demuele, la destruye sistemáticamente hasta que ya no quedan asideros ni tranquilidad posibles.

Qué desolador ver cómo el protagonista, quien es todo lo contrario de un héroe de ciencia ficción, mira cómo todo se cae a su alrededor y solamente atina a largarse: a «irse a Mérida», como se dice aquí, a escapar a algún lugar en donde pueda engañarse y creer que la catástrofe no lo alcanzará. Como a él, me di cuenta, a todos nos obsesiona nuestra propia realidad, la solidez y el sentido de nuestras existencias, y a la vez la vastedad del tiempo y la del mundo nos afantasman: nos reducen y nos vuelven pequeños, irreales.

Pensándolo bien, ese cuento disolvente y subversivo no tenía nada que hacer en la revista Ciencia y Desarrollo, y ahora creo que su publicación debe haber sido obra de un terrorista, de un daimon o de un nahual, para sembrar sus ideas infecciosas en las mentes impresionables de adolescentes como el que era yo. O tal vez sólo en mi propia mente: tal vez era un regalo, o una maldición, explícita, intransferible, porque no he sabido de ningún caso similar. A mí, la lectura de ese cuento en esa revista en ese momento de la vida me convenció del poder infinito de la imaginación, y también de que la literatura podía ser mucho más: más que cualquier historia que hubiera leído hasta aquel momento. Ya inventaba cuentos y ya quería ser escritor, pero entonces lo supe con claridad, como nunca antes. Y entonces entendí, también clarísimamente, que iba a ser muy difícil: que cada obra hecha posible por un gran autor es una inspiración y un estímulo, pero también un desafío. Y que nada iba a tener sentido si el escribir no ofrecía algún estremecimiento como el que yo había experimentado: si no daba algún recordatorio de lo humano en el mundo o por lo menos de lo humano en el lector.

Ésta es una lección difícil de asimilar a cualquier edad y a mí me tocó lidiar con ella entonces. Cuando entendí, cuando empecé a entender, ya era otro. Esto le debo a Borges.

Con el tiempo, algo más que empecé a deberle fue la avidez de la lectura: Borges encontró en mundo entero en las páginas de lo escrito, como sabemos, y con su guía visité a muchos autores y obras más allá de mi experiencia previa, y luego hasta de Borges mismo. Y en esos otros he encontrado distintas revelaciones. Pero siempre regreso a esos cuentos, poemas y ensayos. Ya he dicho que Borges es inagotable: he leído su obra entera, he leído su obra en colaboración, he visitado a sus biógrafos y sus amigos, y en el mapa del mundo he ido hasta su casa: cuando por fin pudimos viajar a Buenos Aires, hace algunos años, mi futura esposa y yo vagábamos sin rumbo y encontramos la calle Maipú y en ella el último edificio en el que Borges vivió antes de partir a Suiza. Me quedé ante la puerta, leí la placa conmemorativa, mi futura esposa me tomó la foto. Luego, en cuanto pude, abrí la otra puerta, la que siempre podría abrir, y que era uno de sus libros: el primer tomo de una edición de sus Obras completas, que me acababa de conseguir sin mirar el precio.

Me atrevo a contar todo esto porque estas palabras se titulan “Una presencia”: son el caso de un individuo. Por otra parte, sé que no estoy solo en esto: que muchos lectores, al menos desde mediados del siglo XX, se han encontrado en las palabras de Jorge Luis Borges y en ella se han emocionado, se han intrigado, se han sentido en contacto con eso otro: con la belleza que toca la verdad, como se decía en otro tiempo, y también con la maravilla de una mente singular, que sigue dando cuerpo y sentido a mucho de lo que nos sucede en el mundo. Esos otros a los que me parezco, y que han recibido a Borges gracias a sus propios daimones y nahuales, no disminuyen: constantemente alguien encuentra a Borges en un libro nuevo, en una biblioteca, en una hoja fotocopiada o una pantalla: lo buscan donde pueden y el encontrarlo es siempre una conmoción. Por esto hay que celebrar cada reedición de su trabajo: cada nueva oportunidad que tiene su obra de encender a alguien más y revelarle un aspecto nuevo de su propia humanidad.

(Luego seguí con parte de la historia de cómo aquella futura esposa es ahora mi esposa, y lo que tuvo que ver en ese proceso un poema de Borges. Pero esa historia me la guardo. Un día que usted me encuentre, lector o lectora, se la contaré.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Notas en el borde del año

Hace una par de días propuse en Twitter esta pregunta ociosa:

Si pudieran traer de entre los muertos a un solo autor admirado (o autora, claro), ¿quién sería?

Un par de decenas de personas respondieron, lo que no da tal vez para una encuesta científica pero sí me permite ofrecer los siguientes resultados: Proust, Chateaubriand, Baudelaire, Aristóteles, Lovecraft, Shakespeare y varios otros recibieron un voto; Roberto Bolaño y Jorge Luis Borges recibieron dos; Julio Cortázar recibió 23. Qué misteriosa personalidad la de Cortázar (la de la idea popular de Julio Cortázar) que sigue seduciendo. Qué ausentes están (con poquísimas excepciones) los muertos recientes. ¿Cuánto tiempo deberemos estar muertos para empezar a ser añorados por quienes no nos conocieron (si es que nos toca semejante destino)? Esto dará para un cuento, algún día.

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Como «tarjeta navideña» para el año 2011, publiqué un breve texto, último de una serie que no está escrita aún pero podría llegar a estarlo.

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Y para acabar… A estas alturas preferiría no tener esperanza de nada, nunca, pero el año 2012 empezará, para mí, con esto, que saldrá de España a algunos otros países:

Portada de SIETE. Antología de cuentos de Alberto Chimal con prólogo de Antonio Jiménez Morato. Editorial Salto de Página

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Mañana aparecerán los resultados del concurso de diciembre. Entretanto, como decían los jázaros, que no existieron: que la felicidad se digne aparecer. Que ocurra en el futuro por venir.

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Otra Tierra

He aquí, para variar, algo que no es exactamente un cuento: un fragmento de la novela Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon (1886-1950), narrador británico conocido en el mundo de habla española justamente por este libro, que Jorge Luis Borges prologó para una edición venerable de 1965, publicada en Argentina por Minotauro en traducción de Gregorio Lemos.
La historia (aunque un resumen no le hace justicia) es la de un hombre que “viaja” espiritualmente a otros mundos, cada vez más lejos en el espacio y en el tiempo, y conoce no sólo a la totalidad de los habitantes del universo sino a la totalidad de los universos que ha habido y que llegará a haber. Para Borges, la virtud abrumadora de la novela era su “casi ilimitada imaginación”; su combinación de humanismo, interés político y arrebato místico es de las más extrañas que dio la literatura del siglo XX.
Lo que sigue es sólo un momento del primero de los viajes del narrador, por un planeta relativamente cercano y fácil de comprender al que el texto llama “Otra Tierra” y del que se contempla lo mismo la biología, la política, la vida social y el lenguaje. Con su título original: Star Maker, la novela se publicó por primera vez en 1937.

OTRA TIERRA
(fragmento de Hacedor de estrellas)
Olaf Stapledon

[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][…] Mi primera visita a la metrópolis de uno de los grandes imperios de la Otra Tierra fue una experiencia notable. Todo era a la vez raro y familiar. Había calles, y tiendas con escaparates y oficinas. En la cuidad vieja las calles eran estrechas y el tránsito de motor tan abundante que los peatones caminaban por unas aceras especiales, a la altura del primer piso de las casas.
Las multitudes que se movían en estas aceras eran abigarradas, como las nuestras. Los hombres llevaban túnicas, y pantalones sorprendentemente parecidos a los pantalones europeos, aunque los elegantes los planchaban con la raya a los costados. Las mujeres, sin pechos, y de elevadas narices como los hombres, se distinguían por sus bocas más tubulares, y cuya función biológica era la de proyectar alimento para el niño. Sus ropas eran unas vestiduras ceñidas, verdes y lustrosas, y unos calzones chillones. El efecto era para mí de una extraordinaria vulgaridad. En verano ambos sexos se paseaban por la calle con el pecho desnudo; pero siempre llevaban guantes.
Esta multitud, pues, a pesar de su rareza, era tan esencialmente humana como cualquier londinense. Se ocupaban en sus asuntos privados con una seguridad total, ignorando que un espectador de otro mundo los encontraba a todos igualmente grotescos, con su falta de frente, sus grandes, elevadas y temblorosas narices, sus ojos asombrosamente humanos, sus bocas picudas. Allí estaban, vivos y ocupados, comprando, mirando, hablando. Las madres arrastraban de la mano a sus niños. Los viejos con las caras cubiertas de canas se inclinaban sobre bastones. Los muchachos miraban de reojo a las muchachas. Unas ropas mas nuevas y adornadas, unos carruajes seguros y a menudo arrogantes distinguían fácilmente a los más prósperos de los poco afortunados.
¿Cómo podría describir en pocas páginas un mundo proliferante y apretado, tan distinto del mío, y sin embargo tan similar? Aquí, como en mi propio planeta, nacían continuamente niños. Aquí, como allí, reclamaban alimento, y a veces compañía. Descubrían el dolor, y el miedo, y la soledad, y el amor. Crecían, moldeados por la dura o bondadosa presión de sus semejantes, y eran al fin seres bien nutridos, generosos, cuerdos, o mentalmente enfermos, decepcionados, torpemente vengativos. Todos y cada uno aspiraban a la bendición de una verdadera comunidad, y muy pocos, mas pocos aquí quizá que en mi propio mundo, alcanzaban a percibir apenas su evanescente aroma. Aullaban con la manada y cazaban con la manada. Morían de hambre, tanto física como mentalmente. Se disputaban a gritos la presa y se hacían pedazos. A veces uno de ellos hacía una pausa y se preguntaba qué sentido tenía todo aquello; y seguía una guerra mundial, pero nadie daba una respuesta. De pronto se sentían viejos y acabados. Entonces, luego de haber vivido una existencia que era un instante imperceptible del tiempo cósmico, desaparecían.
El planeta, que era esencialmente de tipo terrestre, había producido una raza esencialmente humana, aunque humana en otro tono, podría decirse. Los continentes, tan poblados como los nuestros, estaban habitados por una raza de tan diversos tipos como el Homo sapiens. Todos los modos y facetas del espíritu que se manifestaron en nuestra historia habían tenido su equivalente en la historia de los Otros Hombres. Había habido allí, como entre nosotros, edades oscuras y edades luminosas, fases de adelanto y retroceso, culturas predominantemente materiales, y culturas intelectuales, estéticas o espirituales. Había razas «orientales» y «occidentales». Había imperios, repúblicas, dictaduras. Sin embargo, todo era distinto en la Tierra. Muchas de las diferencias, por supuesto, eran superficiales; pero había una diferencia profunda, fundamental que tardé mucho tiempo en entender y no describiré aún.
Debo empezar por referirme a la organización biológica de los Otros Hombres. Su naturaleza animal era en el fondo muy similar a la nuestra. Reaccionaban con ira, miedo, odio, ternura, curiosidad, de un modo semejante al nuestro. Los órganos de los sentidos no eran tampoco en ellos muy distintos, excepto la vista, pues parecían menos sensibles al color y mas a la forma que nosotros. Los colores violentos de la Otra Tierra se me revelaban a través de los ojos de los nativos como muy amortiguados. Tampoco tenían oídos muy perfectos. Aunque sus órganos auditivos eran tan sensibles como los nuestros a los sonidos débiles, no discriminaban muy bien. La música, tal como la conocemos nosotros, nunca se desarrolló en ese mundo.
En compensación, el olfato y el gusto se habían desarrollado de un modo asombroso. Estas criaturas gustaban las cosas no solo con la boca, sino también con las húmedas manos negras y con los pies. Tenían así una experiencia del planeta extraordinariamente rica e íntima. El gusto de los metales y las maderas, de las tierras dulces o amargas, de las piedras, los innumerables sabores suaves o fuertes de las plantas que aplastaban los pies desnudos formaban en su totalidad un mundo desconocido para el hombre terrestre.
Los genitales estaban también equipados con órganos del gusto. Había distintas sustancias químicas en hombres y mujeres, todas poderosamente atractivas para el sexo opuesto. Eran saboreadas débilmente con el contacto de los pies o las manos en cualquier parte del cuerpo, y con exquisita intensidad en la copulación.
Esta sorprendente riqueza de la experiencia gustativa me hizo muy difícil entrar totalmente en los pensamientos de los Otros Hombres. El gusto desempeñaba una parte tan importante en sus imágenes y conceptos como la vista entre nosotros. Muchas ideas que los terrestres habían alcanzado gracias a la vista, y que aún en su forma más abstracta conservan huellas de su origen visual, eran concebidas por los Otros Hombres en términos de gusto. Por ejemplo, nuestro «brillante», que aplicamos a personas o ideas, era para ellos una palabra con el significado literal de «sabroso». En vez de «lúcido» ellos usaban un término que habían empleado los cazadores de las épocas primitivas para designar un rastro que se podía seguir fácilmente con el gusto. Tener una «iluminación religiosa» era «saborear los prados del cielo». Expresaban también muchos de nuestros conceptos sin origen visual con palabras que se referían al gusto. «Complejidad» era «muy condimentado», una palabra aplicada originalmente a la confusión de los gustos en un estanque frecuentado por muchas bestias. «Incompatibilidad» se derivaba de una palabra que designaba la antipatía que sentían mutuamente ciertos individuos a causa de sus sabores.
Las diferencias de raza que en nuestro mundo se definen principalmente por la apariencia corporal, eran para los Otros Hombres casi enteramente diferencias de sabor y olor. Y como las razas de los Otros Hombres estaban mucho menos separadas que nuestras propias razas, la lucha entre grupos que se repugnaban mutuamente a causa de sus sabores tenia gran importancia en esa historia. Cada raza tendía a creer que su propio sabor caracterizaba las más finas cualidades mentales, y que era en verdad un signo cierto de valor espiritual. En épocas anteriores las diferencias olfativas y gustativas habían distinguido sin duda a razas diferentes; pero en los tiempos modernos, y en las tierras más desarrolladas, hubo grandes cambios. No solo desapareció toda la localización precisa de las razas; la civilización industrial provocó además gran cantidad de cambios genéticos que quitaron todo sentido a las viejas distinciones raciales. Los antiguos gustos, sin embargo, aunque carecían ahora de significado racial (y en verdad, miembros de una misma familia podían tener sabores mutuamente repugnantes) producían aun las tradicionales reacciones. En cada país había un sabor particular que era considerado el signo distintivo de la raza nacional, y se sospechaba de todos los otros sabores, o se los condenaba directamente.
En el país que yo llegué a conocer mejor el sabor racial ortodoxo era un cierto gusto salado inconcebible para el hombre. Mis huéspedes se consideraban a sí mismos como la verdadera sal de la tierra. Pero en realidad el campesino que yo «habité» en un principio era el único hombre salado genuino y puro de la variedad ortodoxa que yo conocía. La gran mayoría de los ciudadanos del país alcanzaban el gusto y el olor correctos solo gracias a medios artificiales. Aquellos que eran aproximadamente salados, o de una variedad salada, aunque no alcanzaban el ideal, se pasaban la vida expresando su desprecio por sus vecinos agrios, dulces, o amargos. Desgraciadamente, aunque el gusto de los miembros podía disfrazarse con facilidad, no se había encontrado un medio eficaz para cambiar el sabor de la copulación. En consecuencia, las parejas de recién casados solían hacer los más terribles descubrimientos en la noche de bodas. Como en la gran mayoría de las uniones ninguno de los miembros tenía el sabor ortodoxo, los dos se esforzaban por demostrar al mundo que todo estaba bien. Pero muy a menudo había realmente una nauseabunda incompatibilidad entre los dos tipos gustativos. Las neurosis alimentadas en estas secretas tragedias matrimoniales devoraban a toda la población. De cuando en cuando, si uno de los miembros tenía un sabor ortodoxo aproximado, este genuino ejemplar salado denunciaba indignadamente al impostor. Las cortes, los boletines de noticias, y el público se unían en protestas de rectitud.
Algunos sabores «raciales» eran demasiado fuertes para que se los pudiese ocultar. Uno en particular, una especie de dulzura amarga, exponía al sujeto a extravagantes persecuciones, salvo en los países más tolerantes. En otros tiempos la raza dulce-amarga había ganado fama de astuta y egoísta, y había sido masacrada periódicamente por sus vecinos menos inteligentes. Pero en el fermento biológico de los tiempos modernos el sabor dulce-amargo podía asomar en cualquier familia. ¡Ay entonces del desgraciado niño y todos sus parientes! La persecución era inevitable, a no ser que la familia fuese bastante pudiente como para comprar al estado «un salario honorario” (o en el país vecino «un dulce honorario») que borrara el estigma. […]
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Milorad Pavic

1. El 30 de noviembre murió en Belgrado, por complicaciones posteriores a un infarto, Milorad Pavic. Tenía 80 años. Será enterrado hoy en el cementerio de Novo Groblje.

Milorad Pavic

2. Limitaciones de este blog ocasionan que el nombre del escritor no se pueda mostrar correctamente en su transliteración a caracteres latinos:

El nombre en caracteres latinos

y menos en su forma original:

El nombre en serbio

… pero sus lectores lo conocen. Éste es el novelista que, solo y sin ayuda, desde una lengua y una cultura de la que nos separa bastante más que las diferencias entre los alfabetos, demostró durante un cuarto de siglo poseer una parte deslumbrante, insustituible, de la imaginación del mundo.
3. «Imaginación» es un término problemático y del que se abusa por todas partes. En el sentido que le daban los antiguos románticos, define la operación de colocar en el mundo algo –al menos una idea– que no existiera previamente en él. Si nos atenemos a ese sentido, el más riguroso de todos, la mayor parte de los artistas, incluyendo aquellos que dicen dedicarse a lo fantástico, no imaginan: mezclan objetos preexistentes de una forma tal vez novedosa (y en realidad, casi siempre, ni siquiera eso).

Dictionary of the Khazars

El europeo anónimo que habló por primera vez del unicornio, acaso por haber visto un rinoceronte y no haber sabido cómo interpretar lo que veía, imaginó, porque la criatura resultante fue distinta al rinoceronte y al caballo y pronto se llenó de su propio sentido. H. G. Wells imaginó al enunciar un concepto imposible –«viajar por el tiempo»– de modo tan evocador y convincente (tan falsamente plausible) que la idea está con nosotros desde entonces y es fuente de ficciones innumerables. Milorad Pavic imaginó de una manera más sutil, pero no menos poderosa: sus libros, y en especial el más famoso de todos, su Diccionario jázaro (1984), propusieron que la novela era, podía ser, muchas cosas distintas de lo que hasta entonces se había llamado «novela».
4. El ejemplo más obvio es el más llamativo: el Diccionario, subtitulado, «novela léxico», es un hipertexto total, dividido en entradas de diversa extensión ordenadas alfabéticamente y en el que se puede empezar a leer desde cualquier página; siguiendo los enlaces –referencias cruzadas– de una entrada a otra se puede elegir entre incontables órdenes posibles de lectura. La novela deja de ser una línea de principio a fin –de planteamiento claro a desenlace contundente– y explota: se lanza a sí misma en todas direcciones a la vez y desconcierta para siempre nuestras costumbres milenarias de lectores. Además, los textos juegan a enmascarar de mil y un formas la «realidad» novelada –el mundo inventado en el que nos dejamos «atrapar» dócilmente cuando nos vemos ante un texto convencional– y volverlo elusivo, inasible.
¿Existieron los jázaros, o no? (respuesta: sí, pero no como dice ninguno de los libros dentro del libro) ¿Dónde están los demonios y los cazadores de sueños? (respuesta: depende de la versión que se quiera leer) ¿Cuál es el secreto: el sentido de los hechos extraños que enlazan épocas remotas y destinos fatales? (respuesta: no se sabrá nunca) Si tenemos suerte, nos daremos cuenta de que no puede haber una conclusión satisfactoria ni una explicación completa: si tenemos un poco más de suerte, entenderemos que también nuestra visión de la realidad, como la del mundo inventado de Pavic y la de la forma de su libro, puede estallar y expandirse. El Diccionario jázaro es la primera visión definitiva de la novela como paso a lo otro, la hiperrealidad, lo sublime múltiple y gigantesco, desde el Hiperión de Hölderlin (que es un poema).

Pieza única

Hay más de un precursor de esto –la doble novela que es Rayuela de Cortázar; la falsa edición crítica en Pálido fuego de Nabokov, etcétera–, pero Pavic es el primero que convierte en el centro de su obra esta transformación constante de la realidad a partir de la transformación constante de la novela. Todas sus grandes obras ensayan diferentes estructuras alocadas y argumentos delirantes: irrupciones de lo otro en el mundo. Paisaje pintado con té (1988) mezcla la forma de la novela con la del crucigrama; La cara interna del viento (1991) cuenta dos versiones de la misma historia –la de Hero y Leandro– en un libro bifronte, que se acaba en el centro; Pieza única (2004) propone un misterio policiaco minuciosamente ramificado, en vez de dirigido a una única solución, en el que cada lector puede arribar a la conclusión que más le apetezca…
5. Hace muchos años, por recomendación de Verónica Murguía y Ricardo Chávez Castañeda, leí el Diccionario jázaro. Su forma, su libertad, su profundidad humana, sus metáforas extrañas, todo llegó hasta mí a la vez como una explosión. (Tal vez como esa explosión.) Rompí todos los escritos que tenía en marcha en el momento, incluyendo una primera novela. Desde entonces he desesperado muchas veces, me he desviado, pero siempre he sabido que el camino, al menos para mí, está señalado por ese libro, como por algunos otros. No son los de moda, no son los apropiados al ánimo de la época, pero son los que me tocan.

Pavic

Como Borges, Levrero, Calvino, Dick, Lem, Arreola; como todos lo otros: Milorad Pavic ya es de mis grandes muertos, mis otros padres inalcanzables.

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Otros otros

El siguiente cuento brevísimo se encuentra citado en una reseña que Jorge Luis Borges escribió, en la revista argentina El Hogar, hará unos setenta años. Se atribuye a Max Eastman:

–¿No nos hemos visto ya en Cincinnati?
      –Yo nunca he estado en Cincinnati.
      –Yo tampoco. Deben haber sido otros dos.

El efecto humorístico proviene del desconcierto que provoca la situación; el desconcierto, a su vez, proviene de que uno de los interlocutores (el que dice el primer parlamento y el tercero) se contradice de una manera que resultaría absurda en una conversación cotidiana: su pregunta (si se quiere considerarla razonable) implicaría que él ya estuvo en Cincinnati, lo que se niega directa y sorpresivamente con las palabras «yo tampoco».

La propuesta es ensayar minificciones con la misma forma que la de Eastman (pregunta de A, respuesta de B, contrarrespuesta de A) que logren por los mismos medios el mismo efecto. Se pueden encontrar, tal vez, algunas orientaciones adicionales en el texto de Borges, que está en las páginas 169-170 de este archivo.

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La nueva flor de Coleridge (1/3)

Primera de tres partes > [parte 2] > [parte 3]

Ahora que en la blogósfera ya termina la oleada de reseñas y comentarios de El caballero de la noche de Christopher Nolan, es posible escribir sobre una versión mucho más interesante del personaje que todos sabemos (y que ha merodeado por este blog en el pasado reciente). Todo comienza con el objeto representado arriba y el siguiente fragmento de Samuel Taylor Coleridge:
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El escritor y el silencio

En el blog de Neil Gaiman, encontré hace pocos días una cita de About Writing, un libro de Samuel R. Delany. A continuación el texto en inglés (Gaiman primero, luego Delany); más abajo, una traducción mía al español:

Un libro

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