El 19 de septiembre pasado se cumplieron 30 años del gran terremoto que devastó la ciudad de México. También se cumplieron 30 años de la muerte del gran escritor italiano Italo Calvino (1923-1985). La coincidencia ocasionó que, en 1985, nadie en México se enterara de esa muerte sino hasta mucho después: el escritor se confundió con todos los otros muertos, más cercanos, que fueron víctimas de la catástrofe de aquí. Y todavía hay quienes no saben que murió entonces: Calvino es un fantasma extraño en la ciudad desde la que escribo.
Este cuento, tomado de Las cosmicómicas (1965), no se refiere a ninguno de estos hechos, pero sí a otros seres fabulosos y a la vez cercanos: es una versión encantadora (como el resto de aquel libro) de varias ideas de la ciencia moderna, un hermoso juego de imaginación fantástica. Esta traducción es una versión revisada de otra que se encuentra en varios sitios de la red.
TODO EN UN PUNTO
Italo Calvino
A través de los cálculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede determinar el momento en que toda la materia del universo se hallaba concentrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio. La «gran explosión» (Big Bang) en la que tuvo origen el universo debió de ocurrir aproximadamente hace quince o veinte mil millones de años.
Por supuesto que todo estaba allí —dijo el viejo Qfwfq—, ¿y dónde si no? Todavía nadie sabía que existía el espacio. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo estando allí apretados como sardinas en lata?
He dicho «apretados como sardinas en lata» sólo por emplear una imagen literaria: en realidad ni siquiera había espacio para apretarnos. Cada punto de cada uno de nosotros coincidía con cada punto de cada uno de los demás en un único punto que era aquel en el que estábamos todos. En suma, ni siquiera nos molestábamos, a no ser por la cuestión del carácter, porque cuando no hay espacio, tener siempre por el medio a un antipático como el señor Pber1 Pberd es de lo más molesto.
¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude darme cuenta ni siquiera aproximadamente. Para contarnos, debíamos separarnos al menos un poquito uno de otro, pero todos ocupábamos ese mismo punto. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era una situación que favoreciera la sociabilidad; sé que, por ejemplo, en otras épocas los vecinos se visitaban; en cambio allí, debido al hecho de que todos éramos vecinos, ni siquiera nos decíamos buenos días o buenas noches.
Cada cual acababa por relacionarse sólo con un reducido número de conocidos. Los que yo recuerdo sobre todo son la señora Ph(i)Nk0, su amigo De XuaeauX, una familia de inmigrantes, unos tales Z’zu, y el señor Pber1 Pberd, al que ya he citado. También había una señora de la limpieza –»empleada del mantenimiento», así se la llamaba–, una sola para todo el universo, dado el ambiente tan pequeño. A decir verdad no tenía nada que hacer en todo el día, siquiera quitar el polvo –dentro de un punto no cabe siquiera un granito de polvo–, y se desahogaba en continuos chismorreos y quejas.
A éstos –que ya he dicho que eran numerosísimos– hay que agregar las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que luego habría servido para formar el universo, desmontado y concentrado de modo que no eras capaz de distinguir lo que más tarde iría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda) de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o la química (como algunos isótopos de berilio). Además, siempre chocábamos con los utensilios de la familia Z’zu, con la excusa de que eran una familia numerosa, se comportaban como si en el mundo sólo estuvieran ellos: incluso pretendían colgar cuerdas a través del punto para tender la ropa.
Sin embargo, los demás también se equivocaban con los Z’zus, empezando por esa definición de «inmigrantes», basada en la pretensión de que, mientras los demás estaban allí antes, ellos habían llegado después. Que eso fuera un prejuicio sin fundamento me parece claro, dado que no existía ni un antes ni un después ni otro lugar del que emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de «inmigrante» se podía entender en estado puro, es decir, independientemente del espacio y del tiempo.
Era una mentalidad, digamos estrecha la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros, fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran –en la parada del autobús, en un cine, en un congreso internacional de dentistas– y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos –a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien– y de pronto empezamos a preguntar por éste y por aquél (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda el otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Ph(i)Nko –todas las conversaciones van a parar siempre allí– y entonces de golpe se dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un entemecimiento beatífico y generoso. La señora Ph(i)Nko, la única que ninguno de nosotros ha olvidado y que todos añoramos. ¿Dónde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la señora Ph(i)Nko; su peho, sus caderas, su batón anaranjado, no la encontraremos más, ni en este sistema de galaxia ni en otro.
Que quede bien claro: a mí la teoría de que el universo, después de haber alcanzado un punto extremo de rarefacción, volverá a condensarse y que, por lo tanto, tendremos que volvernos a encontrar en ese punto para volver a comenzar a continuación, nunca me convenció. Y, sin embargo, muchos de nosotros no cuentan más que con eso, siguen haciendo proyectos para cuando todos volvamos a estar allí. El mes pasado entro en el café de la esquina y ¿a quién veo? Al señor Pber1 Pberd.
—¿Qué hay de bueno? ¿Cómo usted por aquí? — me entero de que tiene una representación de materiales plásticos en Pavía. Sigue tal cual, con su diente de plata y sus tirantes floreados—. Cuando volvamos allí —me dice en voz baja—, en lo que hay que tener más cuidado es en que esta vez alguna gente se quede fuera… ¿Me ha entendido? Esos Z’zu…
Hubiera querido responderle que esto ya se lo había oído a más de uno de nosotros, que añadía: «¿Me ha entendido…?
Para no seguirle la corriente me apresuré a decir:
—¿Cree que volveremos a encontrar a la señora Ph(i)Nko?
—Ah, sí… A ella sí… -dijo él, poniéndose colorado como un tomate.
Para todos nosotros la esperanza de regresar al punto es, sobretodo, la de volver a encontrarnos juntos con la señora Ph(i)Nko. (Y lo mismo me pasa a mí aunque no lo crea.) Y como ocurre siempre, nos pusimos a acordarnos de ella conmovidos, y hasta la antipatía del señor Pber1 Pberd se difuminaba ante aquel recuerdo.
El gran secreto de la señora Ph(i)Nko era que nunca había provocado celos entre nosotros, ni siquiera chismorreos. Que se iba a la cama con su amigo el señor De XuaeauX era algo sabido. Pero si en un punto hay una cama, ocupa todo el punto, y, por tanto, no se trata de irse a la cama sino de estar, porque cualquiera está en el punto y también en la cama. En consecuencia, era inevitable que ella se fuera a la cama también con cada uno de nosotros. Su hubiera sido otra persona, a saber cuántas cosas se habrían murmurado a sus espaldas. La señora de la limpieza era siempre la que le quitaba el tapón a las maledicencias, y los demás no se hacían mucho de rogar para imitarla. De los Z’zun, aunque fuera para cambiar de asunto, cuántas cosas horribles teníamos que oír: padre hijas hermanos hermanas madres tías, nadie se detenía ante ninguna sucia insinuación. En cambio, con ella era distinto: la felicidad que me venía de ella era al mismo tiempo la de ocultarme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en mí, era contemplación viciosa (dada la promiscuidad de la convergencia puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempo casta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En suma, ¿qué más podía desear?
Y todo esto, así como era verdad para mí, también valía para cada uno de los demás. Y para ella: contenía y era contenida con igual júbilo y nos acogía y amaba y habitaba a todos por igual.
Estábamos tan bien todos juntos que algo extraordinario tenía que suceder. Bastó con que en un determinado momento ella dijera:
—Chicos, si tuviera un poco de sitio, ¡cómo me gustaría haceros unos tallarines! —y en ese momento pensamos en el espacio que habrían ocupado los redondos brazos de ella moviéndose delante y atrás con el rodillo sobre la masa de pasta, su pecho dejándose caer en el gran montón de harina y huevos que llenaba la larga mesa mientras sus brazos amasaban, amasaban, blancos y untados de aceite hasta más arriba del codo; pensamos en el espacio que habría ocupado la harina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montañas de las que corría el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaños de terneros que habrían dado su carne para la salsa; en el espacio que habría sido necesario para que el Sol llegase con sus rayos para madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gas estelares el Sol se condensase y ardiera; en las cantidades de estrellas y galaxias y en las acumulaciones galácticas en fuga por el espacio que habrían sido necesarias para sostener cada galaxia cada nebulosa cada sol cada planeta, y al mismo tiempo que pensábamos ese espacio, imparablemente se formaba, al mismo tiempo que la señora Ph(i)Nko pronunciaba esas palabras: «¡…Tallarines, eh, chicos!», el punto que la contenía a ella y a todos nosotros se expandía en un nimbo radiado de distancias de años luz y siglos luz y miles de millones de milenios luz, y todos nosotros lanzados a los cuatro rincones del universo (el señor Pber1Pberd hasta Pavía), y ella disuelta en no sé qué especie de energía luz calor; la señora Ph(i)Nko, la que en medio de nuestro mundo cerrado y mezquino había sido capaz de un impulso generoso, el primero, «¡Chicos, qué tallarines os voy a preparar!», un auténtico impulso de amor general, dando comienzo en el mismo momento al concepto de espacio, y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo que gravitaba, haciendo posibles miles de millones de miles de millones de soles, y de planetas, y de campos de trigo, y de señoras Ph(i)Nko, distribuidas por los continentes de los planetas amasando con sus brazos enharinados y generosos, y ella, desde ese momento, perdida, y nosotros echándola de menos.
Después de todo, éste sí será el mes de los cuatro cuentos. He aquí el segundo.
Aunque no es muy conocido en México, Tommaso Landolfi (1908-1979) es uno de los grandes escritores italianos del siglo XX. Narrador y traductor, era un gran artesano del lenguaje y también un imaginador prodigioso, interesado siempre en el contacto entre lo racional y lo irracional, en lo misterioso de la existencia humana, en el azar y el destino. «El beso» apareció hace años en una gran antología de su obra breve compilada por Italo Calvino (Invenciones, Siruela, 1991) y forma parte también de la novela Ottavio di Saint Vincent (1958). La traducción es de María Teresa Meneses.
EL BESO
Tommaso Landolfi
El notario D., soltero y todavía joven pero endemoniadamente tímido con las mujeres, apagó la luz y se dispuso a dormir; en eso estaba cuando sintió algo sobre los labios: como un soplo o, más bien, como el roce de un ala. No le prestó mucha atención, pudo haber sido el viento provocado por las frazadas al moverlas o bien una pequeña mariposa nocturna, así que de inmediato se quedó dormido. Pero la noche siguiente advirtió la misma sensación, pero algo distinta: en lugar de que se escurriera, aquella cosa se detuvo un instante sobre sus labios. Un poco asombrado, si es que no alarmado, el notario volvió a encender la luz y miró inútilmente a su alrededor; luego sacudió la cabeza y también en esta ocasión decidió volver a dormirse, aunque le costó un poco más de trabajo. La tercera noche, finalmente, aquella cosa fue todavía más sensible y se declaró por lo que realmente era, no había duda: ¡era un beso! Un beso, se podría decir, que la oscuridad misma le daba, casi como si ella se concentrase por un momento en la boca del notario. Quien, por lo demás, no lo entendía de esta manera: un beso siempre es un beso y aun cuando, éste, fuese un poquito árido y no húmedo y dulce como él lo soñaba, de todas maneras siempre seguiría siendo un regalo del cielo. Probablemente se trataba de una proyección de sus deseos secretos, en resumen, de una alucinación. ¡Pues bienvenida sea! Turbado, deleitado y asustado, nuestro héroe permaneció tendido como un tonto en la oscuridad (a la que él juzgaba, no sin razón, prónuba); y más tarde experimentó el placer de recibir un nuevo beso.
De noche en noche los besos se hicieron más frecuentes y más sustanciosos, aunque el notario, no obstante esto, no lograra encontrarles ningún sabor de boca femenina. Y a partir de este momento, el notario, aunque lo aconsejase su antigua razón, quedó cautivo del insano anhelo de intentar de evocar, de alguna manera, a la criatura que se los prodigaba: estaba cansado de aferrar siempre el aire, y un beso bien presupone una criatura que lo dé, ¿o no? La cual podrá ser todo lo etérea y sutil que se quiera, pero tiene que existir una manera para que se pueda condensar, para que uno pueda estrecharla entre sus brazos. ¡Dios mío!, no era que él ya hubiese perdido el sentido de todas las relaciones cuando dieron inicio los primeros besos, quizá se imaginaba o se ilusionaba que su anhelo sería suficiente para darle cuerpo a su alucinación; pero muy pronto ya no le quedaron dudas de la real existencia de una besadora.
Sin embargo, mirando las cosas más de cerca, ¿cuál era, además, la forma para inducirla a manifestarse menos parcialmente, para guiarla hacia la corporeidad? El notario se dio cuenta perfectamente de que no disponía, para dicha necesidad, más que de medios psíquicos; por lo que se concentró, cada vez que era besado, a dilatar su voluntad y sus energías, esforzándose en captar en el instante una partícula de la inasible criatura, de su fluido o de su sustancia; partículas que, al sumarse, deberían terminar con dar lugar a un ser, cualquiera que fuese. A esta práctica le agregó enseguida una acción de provocación o solicitación de la oscuridad. Y si de verdad ése era el método correcto o era por motivos muy diversos, no pasó mucho tiempo para que empezara a recoger los frutos de tantos intentos vanos.
Para esto era un impedimento que su habitación se asomara a un angosto patio, sin embargo, durante las horas nocturnas no se beneficiaba de ninguna luz externa; y para excluirla de la claridad, por otra parte, hubiera sido suficiente con la persiana en la ventana, cuyas varillas, excepcionalmente, empalmaban como era debido. No obstante, en esa oscuridad de horno, al notario le pareció que divisó una noche como otra oscuridad, una oscuridad más negra; una sombra, digámoslo de manera absurda, sólo que no se sabía bien a bien dónde estaba ni qué contorno tenía. Más singular todavía lo fue la segunda noche en la habitación cuando se levantó una especie de sanguínea aurora: una débil y siniestra luminosidad que surgió de la tierra y se fijó en lo alto, casi como una aurora boreal, en forma de listón ribeteado, espeluznante, ondeando al viento, apagándose, luego, gradualmente. Finalmente (pasando a otro orden de acontecimientos), una noche, él pudo oír muy claramente una risita que provenía de una esquina, pero era una risa gélida, no alegre, artificial.
De dichos resultados, el notario no sabía si alegrarse o asustarse; porque la criatura se le estaba revelando muy diferente a la que había imaginado, sin contar que no parecía dispuesta a posteriores concesiones. Él suspendió por un tiempo sus prácticas de evocaciones; pero no por ello aquella cosa cesó de manifestarse de diferentes maneras. En cuanto a sus besos, ya se habían vuelto devoradores. Y él, enflaquecido, exhausto y como vaciado, perdió el sueño y el apetito, angustiosamente se preguntaba si no sería obligado a ir muy lejos; su trabajo se estaba yendo a pique, su salud estaba gravemente amenazada, ya no podía seguir así. Como último recurso decidió, tardíamente, hacer eso que acaso le pudo haber sido de ayuda desde el principio: es decir, convino consigo mismo dormir con la luz prendida. La decisión, que era como dar por perdida la partida y renunciar a todo, le costó no poco a sus románticas disposiciones; pero también es verdad que desde el tiempo en el que empezaron sus primeros éxtasis, desde cuando se vio objeto de esas misteriosas atenciones, éstos le habían cedido su lugar al sentimiento de un peligro inminente. Como quiera que sea, comenzó a dormir en plena luz; ¡y además, a poder dormir!
Durante algún tiempo todo anduvo bien, y él retomaba un poco de aliento, aunque se sentía como que le hacía falta algo; pero he aquí que una noche, allí, en plena luz, nuevamente tuvo o sintió un beso. Pero la verdad, cuando sucedió se encontraba (que era lo menos que le podía pasar) durmiendo, y se despertó sobresaltado, pudiendo pensar que había soñado; sin embargo, cuando volvió a dormitar, o mejor dicho mientras todavía estaba entre la vigilia y el sueño, un nuevo y gallardo beso se imprimió en sus labios. ?Se imprimió?, así suele decirse; pero en realidad ese beso fue como una tromba de aire. En resumen, el notario entendió que la criatura, al dejar de contar con la oscuridad, ahora se aprovechaba de su sueño, y que ya nada la detendría. Y a la vez la atroz sospecha que durante largo tiempo él había rechazado se volvió certeza; la criatura se alimentaba de él, se hacía grande y fuerte con su sangre, con su vida, con su alma.
Esta verificación tuvo por efecto el de quitarle al notario las pocas fuerzas que le quedaban y de derribarlo en una obtusa resignación; a partir de este momento, su existencia no fue más que una larga, y no demasiado larga, espera de la inevitable muerte.
Era idiota, grotesco, un asunto semejante y sin embargo no parecía que hubiese defensa contra ella; grotesco y trágico, como a menudo acontece. ¿Escapar? ¿Pero a dónde o de qué valdría si a lo mejor fue él quien había inventado a la criatura? ¿Y en caso de que se pudiera escapar, dónde se habían quedado la fuerza y la voluntad de hacerlo? Lo mejor sería, en cambio, ayudarla a terminar su obra, para que todo se cumpliera en el más breve tiempo posible; y buscar, por lo menos, verla o entreverla, ahora que ya se había robustecido. Sí, el único sentimiento que sobrevivía en él era una especie de curiosidad infame, de la cual, de hecho, él se avergonzaba, pero contra la cual se sentía impotente. Comenzó con apagar la luz: la mejor manera de darle seguridad y valentía.
Vio o probó infinidad de cosas en sus noches de agonía, y todas horrendamente absurdas. Primero fue como una inmensa masa que parecía ocupar la habitación entera y era, no obstante, extrañamente vacua, distinta a la tupida oscuridad circundante, si es que puede distinguirse un vacío en un vacío, similar a ciertas cortaduras en el negro éter cósmico; ella hormigueaba de apéndices o zarpas o tentáculos, que se plegaban y resurgían casi bajo la acción de un viento oculto. Luego, de repente, esta masa negativa, esta burbuja de vacío, se transformó en algo extremadamente exiguo y agudo, insinuante, que se fraccionaba en arroyuelos mil, invadía todo y a él mismo a manera de circulación capilar. O bien en la habitación se difundía un sutil olor dulzón y pútrido, evocador de imágenes incomprensibles y de paisajes jamás vistos. O era sólo un sentimiento, semejante más bien a una fugaz memoria, que con efecto indescifrablemente espantoso parecía anticiparse a sí mismo o dejar detrás de cada cosa toda plausible experiencia, o afrontar lo indefinido, lo inexistente. Y otra vez risitas, gélidas muecas, rozaduras no lejanas a los escalofríos; y un acre sabor en la boca, aunque como si se percibiera a través de toda la superficie del cuerpo.
Pero las horas del notario ya estaban contadas. La última noche, ante sus ojos (del cuerpo y del espíritu) se abrió un enorme abismo derramado, una vorágine grisácea semejante a una matriz o a un nicho, que ya estaba encima, y lo llamaba desde la cúspide de su espiral. Al mismo tiempo su piel, reducida a árida escama, se iba transformando en una amortiguada fosforescencia, que no era signo de vida sino de corrupción, de la que se levantaban los fuegos fatuos. Se vio a sí mismo como un pez de las profundidades, débilmente luminoso en el negro abismo: y al llegar a este punto, ya no tenía sangre, en su lugar estaba esa tenue luz que de allí a un instante también se apagaría; era el fin. Se abandonó; y quizá en ese último instante, como premio a su abandono, le fue concedido mirar cara a cara eso que le había succionado la vida, y que ahora le arrancaba el supremo beso.
Fue el fin. Y la criatura desconocida se levantó nuevamente del despojo vacío y corrió por el mundo.
1. El 30 de noviembre murió en Belgrado, por complicaciones posteriores a un infarto, Milorad Pavic. Tenía 80 años. Será enterrado hoy en el cementerio de Novo Groblje.
2. Limitaciones de este blog ocasionan que el nombre del escritor no se pueda mostrar correctamente en su transliteración a caracteres latinos:
y menos en su forma original:
… pero sus lectores lo conocen. Éste es el novelista que, solo y sin ayuda, desde una lengua y una cultura de la que nos separa bastante más que las diferencias entre los alfabetos, demostró durante un cuarto de siglo poseer una parte deslumbrante, insustituible, de la imaginación del mundo.
3. «Imaginación» es un término problemático y del que se abusa por todas partes. En el sentido que le daban los antiguos románticos, define la operación de colocar en el mundo algo –al menos una idea– que no existiera previamente en él. Si nos atenemos a ese sentido, el más riguroso de todos, la mayor parte de los artistas, incluyendo aquellos que dicen dedicarse a lo fantástico, no imaginan: mezclan objetos preexistentes de una forma tal vez novedosa (y en realidad, casi siempre, ni siquiera eso).
El europeo anónimo que habló por primera vez del unicornio, acaso por haber visto un rinoceronte y no haber sabido cómo interpretar lo que veía, imaginó, porque la criatura resultante fue distinta al rinoceronte y al caballo y pronto se llenó de su propio sentido. H. G. Wells imaginó al enunciar un concepto imposible –«viajar por el tiempo»– de modo tan evocador y convincente (tan falsamente plausible) que la idea está con nosotros desde entonces y es fuente de ficciones innumerables. Milorad Pavic imaginó de una manera más sutil, pero no menos poderosa: sus libros, y en especial el más famoso de todos, su Diccionario jázaro (1984), propusieron que la novela era, podía ser, muchas cosas distintas de lo que hasta entonces se había llamado «novela».
4. El ejemplo más obvio es el más llamativo: el Diccionario, subtitulado, «novela léxico», es un hipertexto total, dividido en entradas de diversa extensión ordenadas alfabéticamente y en el que se puede empezar a leer desde cualquier página; siguiendo los enlaces –referencias cruzadas– de una entrada a otra se puede elegir entre incontables órdenes posibles de lectura. La novela deja de ser una línea de principio a fin –de planteamiento claro a desenlace contundente– y explota: se lanza a sí misma en todas direcciones a la vez y desconcierta para siempre nuestras costumbres milenarias de lectores. Además, los textos juegan a enmascarar de mil y un formas la «realidad» novelada –el mundo inventado en el que nos dejamos «atrapar» dócilmente cuando nos vemos ante un texto convencional– y volverlo elusivo, inasible.
¿Existieron los jázaros, o no? (respuesta: sí, pero no como dice ninguno de los libros dentro del libro) ¿Dónde están los demonios y los cazadores de sueños? (respuesta: depende de la versión que se quiera leer) ¿Cuál es el secreto: el sentido de los hechos extraños que enlazan épocas remotas y destinos fatales? (respuesta: no se sabrá nunca) Si tenemos suerte, nos daremos cuenta de que no puede haber una conclusión satisfactoria ni una explicación completa: si tenemos un poco más de suerte, entenderemos que también nuestra visión de la realidad, como la del mundo inventado de Pavic y la de la forma de su libro, puede estallar y expandirse. El Diccionario jázaro es la primera visión definitiva de la novela como paso a lo otro, la hiperrealidad, lo sublime múltiple y gigantesco, desde el Hiperión de Hölderlin (que es un poema).
Hay más de un precursor de esto –la doble novela que es Rayuela de Cortázar; la falsa edición crítica en Pálido fuego de Nabokov, etcétera–, pero Pavic es el primero que convierte en el centro de su obra esta transformación constante de la realidad a partir de la transformación constante de la novela. Todas sus grandes obras ensayan diferentes estructuras alocadas y argumentos delirantes: irrupciones de lo otro en el mundo. Paisaje pintado con té (1988) mezcla la forma de la novela con la del crucigrama; La cara interna del viento (1991) cuenta dos versiones de la misma historia –la de Hero y Leandro– en un libro bifronte, que se acaba en el centro; Pieza única (2004) propone un misterio policiaco minuciosamente ramificado, en vez de dirigido a una única solución, en el que cada lector puede arribar a la conclusión que más le apetezca…
5. Hace muchos años, por recomendación de Verónica Murguía y Ricardo Chávez Castañeda, leí el Diccionario jázaro. Su forma, su libertad, su profundidad humana, sus metáforas extrañas, todo llegó hasta mí a la vez como una explosión. (Tal vez como esa explosión.) Rompí todos los escritos que tenía en marcha en el momento, incluyendo una primera novela. Desde entonces he desesperado muchas veces, me he desviado, pero siempre he sabido que el camino, al menos para mí, está señalado por ese libro, como por algunos otros. No son los de moda, no son los apropiados al ánimo de la época, pero son los que me tocan.
Como Borges, Levrero, Calvino, Dick, Lem, Arreola; como todos lo otros: Milorad Pavic ya es de mis grandes muertos, mis otros padres inalcanzables.
La noticia ha empezado a dar la vuelta al mundo: hace algunas horas murió Stanislaw Lem, escritor polaco, gran maestro de la ficción especulativa y, no lo dudo, el único autor contemporáneo que podría haberse comparado al mismo tiempo con H. G. Wells y Jonathan Swift. Su tema central era la insignificancia (o el absurdo) de la condición humana, y Lem lo abordó desde la perspectiva de la ciencia; esta elección o este destino lo convirtió en un artista visionario, el más grande de quienes comprendieron –nunca fueron muchos– tanto la belleza como la insidia de la idea del progreso: de la creencia en la perfectibilidad de nuestra especie.
Sus libros «más conocidos» forman una lista que resulta no ser breve. En ella están colecciones de cuentos como Fábulas de robots (1964) o Diarios de la estrellas (1957), inclasificables como Vacío perfecto (1971) y Un valor imaginario (1973), y novelas como El invencible (1964) y Solaris (1961). Ésta fue llevada al cine en dos ocasiones, por Andrei Tarkovsky (1972) y por Steven Soderbergh (2002); la segunda versión es muy inferior a la primera, y ambas son muy distintas del libro, que demuele con finura y dolor la idea de que el ser humano puede –o desea– comprender o comprenderse en el cosmos. (más…)