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La identidad

1.
Obviamente, la narrativa del narcotráfico y la violencia está de moda en México, y una novela como 36 toneladas de Iris García, publicada por Ediciones B, va a ser recibida como parte de esa corriente mayoritaria y leída con más interés y más simpatía que una novela sobre cualquier otro tema. Pero lo más probable es que reciba elogios por las razones equivocadas: las mismas por las que se alaba a todos los libros sobre el tema en estos días, sin importar su calidad.

2. Razones equivocadas para elogiar una novela del narco

«Leer novelas del narco le permite a uno informarse de lo que pasa». Sólo de manera muy ineficiente: aun si llegan a referirse a acontecimientos y personajes reales (y casi ninguna lo hace), las novelas suelen tardar meses y hasta años en escribirse y ser publicadas. Si fueran nuestra única fuente de información sobre el tema sabríamos de los hechos con enorme retraso. Para ese fin particular, realmente es mucho mejor confiarse a lo que los periódicos o internet nos cuentan todos los días a todas horas, de manera casi instantánea.
      «La novela del narco muestra la existencia cotidiana en México tal como es». No toda. Se refiere a parte de esa existencia, y de hecho a una parte importante: una serie de acontecimientos que actualmente nos afectan y por cuya causa miles de personas han muerto y muchas más viven amenazadas. Pero la mayoría de las novelas sobre el tema son también novelas negras, enfocadas en la descripción directa del mundo del crimen, y además se concentran en lo más llamativo: balaceras, torturas, cargamentos de droga, etcétera. Falta una gran novela del narco donde no haya un solo narco ni un solo hecho de violencia criminal, por ejemplo: una con personajes que vivan conscientes de la existencia de los criminales pero no los vean de cerca ni a todas horas, y que se refiera, por tanto, a la inquietud cotidiana de la mayor parte de las personas del país. Se podría decir que una novela así no sería muy entretenida: tanto peor para las vidas a las que podría referirse y que no tienen lugar en la literatura mexicana actual. (¿Serán menos importantes? ¿Habrá quien sea capaz de decir algo así?)
      «La novela del narco muestra la capacidad humana para el mal y la violencia tal como es». A veces: en otras ocasiones magnifica los sucesos para volverlos más espectaculares y casi siempre ignora, minimiza o reduce a lugares comunes (porque tampoco resultan muy llamativas, supongo) las dificultades, los antecedentes y las consecuencias, las repercusiones internas de los actos violentos.
      «En la novela realista y de actualidad —representada hoy por la del narco— se analizan y se proponen alternativas a las circunstancias presentes». Esto no era verdad ni en el siglo XIX, cuando apareció la figura del escritor/opinador, ni en el XX, cuando México, como otros países, construyó su cultura literaria alrededor de la figura del intelectual, el escritor dedicado a hablar con el poder acerca de los «asuntos importantes». La novela no siempre retrata de manera fiel porque puede estar subordinada a las convenciones de un subgénero, no siempre analiza aunque retrate, y casi nunca llega a proponer (y menos todavía en una cultura sumisa como la nuestra, creyente de que «las cosas son como son»).

3. 36 toneladas

Ninguna de las razones anteriores me convence por lo que ya he escrito, y porque en ellas creo ver cierto desprecio de la literatura: cierto deseo de justificar lo que se lee asignándole deberes o virtudes que están más allá de lo literario y, de hecho, de lo que los novelistas quieren (o pueden) hacer.
      Nada de lo anterior, por otra parte, le quita ningún mérito a una buena novela negra, ni a una buena novela sobre el narco y la violencia. Y 36 toneladas (2011) de Iris García —como otros, muy pocos libros de la corriente a la que pertenece— es una buena novela, y una que puede leerse de otras maneras: sin partir necesariamente de lo que lo acerca a todos los demás.
      Más que como una historia negra, esta novela empieza como un misterio. Un hombre se despierta y descubre que no recuerda su propio nombre ni nada de su pasado: no reconoce su propia cara en el espejo. Angustiado, amenazado por un enemigo impreciso que lo persigue y parece haberlo conocido antes, comienza a investigar quién es, o quién fue; esto lo pone en contacto con el mundo del narcotráfico y lo conduce (o lo devuelve) a una conjura para ocultar el dinero de la venta de las 36 toneladas de droga del título: un plan en el que se involucran traficantes, policías, periodistas, militares y hasta un grupo de juniors dedicados a matar por diversión. Cada capítulo lleva a una nueva hipótesis sobre quién es el personaje, pero ninguna, hasta justo el final, resulta ser verdadera. Aunque no deja de haber violencia, corrupción, sexo y todo lo que se espera (o se exige) de una novela del narco, lo importante nunca es esa superficie, ni mucho menos la exactitud con la que podría referirse a sucesos descritos o silenciados por los noticieros. Su tema es la identidad, y su pérdida: el problema de un hombre que en cierto modo ha vuelto a nacer pero está en un mundo todavía más hostil que el que enfrenta un recién nacido, pues debe lidiar con las consecuencias de un pasado de adulto, y terrible, que no lo abandona aunque ya no pueda comprenderlo.
      Otro rasgo original del libro es su estructura narrativa, pues la búsqueda de la identidad del protagonista, contada en segunda persona, se va alternando con capítulos en primera persona donde personajes secundarios cuentan sus partes de la historia y matizan, contradicen, reinterpretan lo que va hallando el personaje central. Algunos de estos personajes son figuras típicas (el militar corrupto, la periodista) pero otros no, y probablemente el más logrado de todos es el más inusual: un profesor anciano que habla de historias de detectives con el protagonista, y al que su creadora —en un momento muy extraño de metaficción— llega a imaginar en la posición de decidir entre seguir leyendo El sabueso de los Baskerville de Conan Doyle o dejarlo por la historia que quizás escriba para él el protagonista: su propia historia, el libro titulado 36 toneladas. Muchos escritores de las nuevas generaciones cultivan la arrogancia como parte de una pose o «imagen pública», pero ninguno ha llegado en lo que va del siglo a la audacia de este descaro, a su potencia en las páginas de un libro ni, mucho menos, a convertirlo en parte crucial de una novela hecha para lectores y no sólo para colegas o especialistas.
      Iris García llamó la atención de sus colegas y muchos críticos con su primer libro: la colección de cuentos Ojos que no ven, corazón desierto (2009). Como 36 toneladas, esas historias dejan ver una mirada desapasionada de lo brutal, una gran inteligencia literaria y, a la vez, una capacidad notable para sondear las pasiones humanas. Tal vez García está en camino de ser una autora reconocida (reconocible) por esas tres habilidades: tal vez va a ser nuestra propia Patricia Highsmith.

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