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Cuatro cuentos de Juan José Arreola

Este año se cumple el centenario de Juan José Arreola (1918-2001), gran narrador mexicano del siglo XX, muy influyente y querido por muchos lectores hasta el día de hoy. Sus cuentos son relativamente fáciles de encontrar en versiones impresas y digitales; sin embargo, los cuatro que siguen a continuación son menos conocidos que sus relatos clásicos (como «El guardagujas» o «En verdad os digo») y me pareció que valía la pena ofrecerlos juntos. Todos son muy breves y enigmáticos; todos le dieron al menos a un lector (a mí) un vistazo de lo inquietante y lo estremecedor que puede ser el cuento brevísimo.
      Los leí, hace muchos años, en Mi confabulario (1979), que es una de las muchas versiones del Confabulario: el libro de relatos central en la obra de Arreola.

Arreola (fuente)

Achtung! Lebende Tiere!

Había una vez una niña chiquita, chiquita, que daba mucha lata en el zoológico. Se metía en la jaula de las bestias dormidas y les tiraba la cola. El brusco despertar de los feroces era precisamente la salvación de la criatura que se escapaba corriendo.
      Pero un día la niña fue a dar con un león flaco, desprestigiado y solitario que no se dio por aludido. La niña abandonó los tirones de cola y pasó a mayores. Se puso a hacerle cosquillas al dormido y le revolvió una por una todas las ideas de la melena. Ante aquella total ausencia de reflejos, se proclamó en voz alta domadora de leones. La fiera volvió entonces dulcemente la cabeza y se tragó a la niña de un solo bocado.
      Las autoridades del zoológico pasaron un mal rato porque la noticia salió en todos los periódicos. Los comentaristas pusieron el grito en el cielo y criticaron las leyes del universo, que consienten la existencia de leones hambrientos junto a incompatibles niñas maleducadas.

*

Interview

—Finalmente, a los lectores les gustaría saber en qué trabaja usted por ahora. ¿Podría decirlo?
      —Anoche se me ocurrió algo, pero no sé, no sé…
      —Dígalo usted de todas maneras.
      —Se trata de algo así como una ballena. Es la esposa de un joven poeta, digamos, de un hombre común y corriente.
      —¡Ah, ya! La ballena que se comió a Jonás.
      —Sí, sí, pero no sólo a Jonás. Es una especie de ballena total que lleva dentro de sí a todos los peces que se han ido comiendo uno a otro, claro, siempre el más grande al más chico, y comenzando por el microscópico infusorio.
      —¡Muy bien, muy bien! Yo también pensaba de niño en un animal así, pero creo que era más bien un canguro cuya bolsa…
      —Bueno, en realidad no tendría yo inconveniente en cambiar la imagen de la ballena por la del canguro. Me simpatizan los canguros, con esa gran bolsa en que bien puede caber el mundo. Sólo que, sabe usted, tratándose de la esposa de un joven poeta, es mucho más sugerente la imagen de la ballena. Una ballena azul, si usted prefiere, para no dejar a un lado la galantería.
      —¿Y cómo nació en usted tal idea?
      —Es dádiva del mismo poeta, esposo de la ballena.
      —¿Cómo es eso?
      —En uno de sus poemas más bellos se concibe a sí mismo como una rémora pequeñita adherida al cuerpo de la gran ballena nocturna, la esposa dormida que lo conduce en su sueño. Esa enorme ballena femenina es más o menos el mundo, del cual el poeta sólo puede cantar un fragmento, un trozo de la dulce piel que lo sustenta.
      —Me temo que sus palabras desconcierten a nuestros lectores. Y el señor director, usted sabe…
      —En tal caso, dé usted un giro tranquilizador a mis ideas. Diga sencillamente que a todos, a usted y a mí, a los lectores del periódico y al señor director, nos ha tragado la ballena. Que vivimos en sus entrañas, que nos digiere lentamente y que poco a poco nos va arrojando hacia la nada…
      —¡Bravo! No diga usted más; es perfecto, y muy dentro del estilo de nuestro periódico. Por último ¿podría cedernos una fotografía suya?
      —No. Prefiero dar a usted una vista panorámica de la ballena. Allí estamos todos. Con un poco de cuidado se me puede distinguir muy bien -no recuerdo exactamente dónde- envuelto en un pequeño resplandor.

*

Autrui

Lunes. Sigue la persecución sistemática de ese desconocido. Creo que se llama Autrui. No sé cuándo empezó a encarcelarme. Desde el principio de mi vida tal vez, sin que yo me diera cuenta. Tanto peor.

Martes. Caminaba hoy tranquilamente por calles y plazas. Noté de pronto que mis pasos se dirigían a lugares desacostumbrados. Las calles parecían organizarse en laberinto, bajo los designios de Autrui. Al final, me hallé en un callejón sin salida.

Miércoles. Mi vida está limitada en estrecha zona, dentro de un barrio mezquino. Inútil aventurarse más lejos. Autrui me aguarda en todas las esquinas, dispuesto a bloquearme las grandes avenidas.

Jueves. De un momento a otro temo hallarme frente a frente y a solas con el enemigo. Encerrado en mi cuarto, ya para echarme en la cama, siento que me desnudo bajo la mirada de Autrui.

Viernes. Pasé todo el día en casa, incapaz de la menor actividad. Por la noche surgió a mi alrededor una tenue circunvalación. Cierta especie de anillo, apenas más peligroso que un aro de barril.

Sábado. Ahora desperté dentro de un cartucho exagonal, no mayor que mi cuerpo. Sin atreverme a tocar los muros, presentí que detrás de ellos nuevos hexágonos me aguardan.
      Indudablemente, mi confinación es obra de Autrui.

Domingo. Empotrado en mi celda, entro lentamente en descomposición. Segrego un líquido espeso, amarillento, de engañosos reflejos. A nadie aconsejo que me tome por miel…
      A nadie naturalmente, salvo al propio Autrui.

*

Informe de Liberia

Como ocurre siempre entre mujeres, el rumor se ha propalado de boca en boca, y una legión de embarazadas nerviosas consulta en vano a los médicos circunspectos. El número de bodas decrece sensiblemente en tanto que prospera de modo alarmante el comercio de los anticonceptivos.
      Ante el mutismo de las organizaciones científicas, los periodistas recurrieron en mala hora a la Asociación de Parteras Autodidactas. Gracias a la presidenta, una matrona gruesa, estéril y charlatana, el chismorreo ha tomado un giro definitivamente siniestro: en todas partes los niños se niegan a nacer por las buenas y los cirujanos no se dan abasto practicando operaciones cesáreas y maniobras de Guillaumin. Por si fuera poco, la APA acaba de incluir en su catálogo de publicaciones clandestinas el relato pormenorizado de dos comadronas que que lucharon a brazo partido con un infante rebelde, un verdadero demonio que por más de veinticuatro horas se debatió entre la vida y la muerte sin tomar para nada en cuenta los sufrimientos de su madre. Anclándose como un pocero sobre los huesos iliacos y agarrándose de las costillas, dio tales muestras de resistencia que las señoras se cruzaron finalmente de brazos dejándolo hacer su voluntad…
      Como era de esperarse, los psicoanalistas son los únicos hombres de ciencia que han abierto la boca: atribuyen el fenómeno a una especie de histeria colectiva y piensan que son las mujeres y no los niños quienes se conducen en el parto de una manera anormal. Con ello expresan una clara censura al hombre de nuestros días. Tomando en cuenta el carácter explosivo del alumbramiento, un psiquiatra afirma encantado de la vida que la rebelión de los nonatos, aparentemente sin causa, es una verdadera Cruzada de los Niños contra las pruebas atómicas. Ante la sonrisa burlona de los ginecólogos, concluye su alegato con ingenuidad flagrante, insinuando la idea de que tal vez no sea este en que vivimos el mejor de los mundos posibles.

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