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Cinco ejercicios de escritura fantástica

Estoy terminando un taller breve de narrativa fantástica. Para mis alumnos, y para cualquier persona que pudiera utilizarlos, va una serie especial de cinco ejercicios básicos de escritura creativa destinados a estimular la imaginación fantástica.

"El jardín de las delicias" (detalle) de Hieronymus Bosch.
«El jardín de las delicias» (detalle) de Hieronymus Bosch (fuente).

1. Definición fantástica. Investiga en un diccionario la definición de un sustantivo común (pala, automóvil, caballo, etcétera): cualquier cosa concreta. Luego cambia una o dos palabras de la definición para introducir un elemento extraño, que cambie la naturaleza del objeto y lo convierta en algo sobrenatural pero igualmente concreto.
      Ejemplo: una definición de pala es «Instrumento compuesto de una tabla de madera o una plancha de hierro, comúnmente de forma rectangular o redondeada, y un mango grueso, cilíndrico y más o menos largo, según los usos a que se destina.» Si se cambia hierro y madera por demonios y fantasmas, se tiene un utensilio mágico, cuyos usos serían muy diferentes de los de una pala normal.

2. Algo invisible. Haz una lista de las circunstancias que mantienen la estabilidad de la vida de un personaje (por ejemplo: un sueldo fijo, un lugar donde vivir, una pareja que le dé apoyo y consuelo). Inventa una circunstancia imposible en la vida real que no altere esa estabilidad. El personaje del ejemplo podría tener, digamos, sueños con detalles espantosos del futuro cada noche, y olvidarlos invariablemente al despertar.

3. Algo visible. A partir del personaje «base» del ejercicio anterior, imaginar otra circunstancia imposible que sí altere su cotidianidad al involucrar directamente algo de lo que le da estabilidad. Por ejemplo, la pareja del personaje podría revelarse como un ser mágico, a la manera de la historia de Melusina.

4. Geografía extraña. Piensa en algún accidente geográfico –un río, un valle, una isla, etcétera– y crea una versión fantástica del mismo, «alterando» alguno de los conceptos implicados en su descripción. Un río cuya agua se mantiene estática en vez de moverse, digamos, o un valle que no está rodeado de terreno elevado sino de altas paredes compuestas de nubes, que nunca se disipan.

5. Tacto. Con frecuencia, la creación de objetos o ambientes fantásticos se basa en alteraciones del aspecto visible de un objeto o ambiente real (por ejemplo, una casa a la que nunca entra la luz del sol, sin importar la hora). Imagina en cambio una alteración del tacto de un objeto, que lo pudiera volver extraño. Por ejemplo, una manzana de aspecto normal pero que es tan fría al tacto que la piel se queda pegada.

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Los monstruos de nuestra casa

El mes pasado, tuve oportunidad de ver En casa con mis monstruos, la exposición de Guillermo del Toro en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Poco después publiqué algunas notas sobre ella en Twitter, que recojo aquí ahora. En especial, me interesa algo que se revela en la exposición: la presencia de la la imaginación fantástica mexicana.

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En casa con mis monstruos, por supuesto, es una maravilla. Todas las influencias del cineasta quedan al descubierto, y también la forma en que del Toro ha transformado esas influencias en su propia obra, por no hablar de su gran ojo de coleccionista. Ilustraciones, libros, diseños de producción y objetos de utilería, tanto de su obra como de muchas otras, se unen con objetos de otros archivos y colecciones locales.

Gracias a ellas, incluso las personas con menos conocimiento de la historia de las artes puede constatar que buena parte de las influencias de del Toro son de origen extranjero: desde Poe hasta Moebius, desde Lovecraft hasta el cine de la Universal. La tradición proverbial de los sueños y los monstruos de occidente, en fin, a la que del Toro ha hecho homenaje explícito en todas sus películas. El origen de la criatura de La forma del agua o del aparato mágico de Cronos, el entramado mitológico de los demonios de Hellboy, todo queda claro al ver la muestra.

Pero otra parte de En casa con mis monstruos es aún más importante, porque está dedicada a poner esas influencias en contexto con las mexicanas. A comparar las obras, historias y criaturas de otros lugares con las que han existido aquí, por lo menos, desde la Colonia. Arte sacro y caricatura política; ilustraciones de leyendas y consejas, parodias, caricaturas, pesadillas, historias de horror y desconcierto desde lo más “alto” hasta lo más “bajo” de la cultura nacional, todo está representado y queda claro que la formación del cineasta, como la de la mayor parte de los habitantes del país, estuvo expuesta a todas esas otras formas de la imaginación fantástica.

No es poca cosa, pues significa que la obra de Guillermo del Toro nunca ha existido en el vacío, ni siquiera en su propio país.

Lo anterior importa porque aquí en México ya ha pasado al menos un siglo de discusiones (sin llegar a nada) alrededor de un tema que desde fuera podría parecer absurdo: si la cultura mexicana es capaz o no de imaginar, si no es «por naturaleza» literal, imitativa, incapacitada para cualquier otra cosa. Algunos críticos y colegas parecen creerlo, y muchas personas sin vínculo con el cine o la literatura también.

Pero la verdad es que no es así. Es sólo que a veces nos hemos empeñado en creernos menos capaces de lo que somos. En no admitir que nuestra vida interior está en nuestras artes también: a la vista. No es una cuestión de corrientes, subgéneros, tendencias ni mercados culturales. La imaginación fantástica mexicana aparece lo mismo en Juan Rulfo que en Sor Juana Inés de la Cruz, en Amparo Dávila que en Julio Ruelas, en Remedios Varo que en Guillermo del Toro.

Nuestra relación problemática, represiva con esa imaginación la vuelve más afilada, estridente, caprichosa. Pero también la vuelve más necesaria, porque es una aptitud útil –indispensable, incluso– para la supervivencia de una comunidad.

Si no conocen esta imaginación, pueden verla en En casa con mis monstruos, en la obra de Guillermo del Toro, o en muchas otras películas, textos, obras plásticas y audiovisuales. Son los monstruos de nuestra propia casa, son obra nuestra, y existen para nosotros.

Ante un cuadro

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Planeta de visiones

Ayer, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, presentamos el libro de cuentos Las visiones de Edmundo Paz Soldán, recién publicado por Páginas de Espuma. En la presentación leí este texto y puse, para acompañar, la primera de las dos piezas que vienen en video al final de la nota. Después, Edmundo Paz Soldán mencionó la segunda como influencia de su libro y la puse también. Así que fue presentación con música.

Las visiones

Tengo que empezar por contar una historia sin relación aparente con este libro. En un momento les diré por qué.

En 2000, la Exposición Universal de Hannover, en la Alemania recién reunificada, quiso representar una promesa de futuro. Semejante promesa, entresacada de los acontecimientos políticos de la década anterior a partir de la caída del muro de Berlín y de las últimas reservas de optimismo del siglo XX, estaba a un año de quedar invalidada por los atentados terroristas de 2001. Tal vez en unas décadas se podrá argumentar, además, que el concepto de la Historia al que todavía apuntaba ese ánimo noventero, y que va también del triunfalismo de Francis Fukuyama hasta el mesianismo chic de Matrix, quedó definitivamente enterrado en este año, 2016, con la confirmación de que el orden neoliberal se cae a pedazos y de que sus convulsiones políticas recientes han destapado, además de la pobreza y la desigualdad que muchos no querían ver, un remanente que se creía eliminado de tribalismo, superstición y odio en casi todas partes.

El lema de la exposición de Hannover: “Mensch, Natur, Technik” (Hombre, naturaleza, tecnología), ya no puede leerse para invocar asociaciones reconfortantes. Por el contrario, las amenazas que sugiere ahora pueden llevar a pensar en mucho del fatalismo de la actualidad: que estamos yendo velozmente para atrás, que el péndulo de Vico está oscilando en dirección del caos, o incluso que éstas y otras metáforas para describir los vaivenes de la especie humana no sirven más y nos estamos adentrando, simplemente, en una etapa de oscuridad que no tiene precedentes.

En este contexto, es posible preguntarse por la ciencia ficción: esa vertiente de la narrativa de occidente que comenzó como promotora de las nociones de progreso de la Ilustración, se convirtió luego en crítica de esas mismas ideas y por fin, justamente con el cambio de siglo, ha sobrevivido incluso a su crisis como subgénero comercial y ha terminado como como un repertorio de conceptos, personajes y anécdotas que se pueden encontrar por todas partes de la cultura occidental, asimiladas a veces en imágenes irónicas, utopías del futuro que ahora se entienden como parte del pasado, o bien en las promesas de violencia y destrucción del nihilismo apocalíptico.

¿Tiene sentido todavía escribir una literatura que piense en lo que aún puede suceder, que especule sobre lo que todavía es posible a partir de la realidad del presente?

La respuesta es sí, por supuesto, pero se necesita hacerlo de otra forma. Las etiquetas llamadas géneros y subgéneros pierden su sentido con el tiempo aunque las obras que agrupan puedan sobrevivir, ser releídas y reinterpretadas. No se puede volver a creer ingenuamente en lo inevitable y benéfico del progreso tecnológico, pero tampoco hace falta encerrar la imaginación en los dos o tres moldes autorizados por la falta de imaginación de las grandes corporaciones de medios. Como ocurre en otras porciones de la literatura globalizada, algo de lo más interesante que todavía se escribe con esas herramientas de los géneros populares, desarrolladas y exportadas desde los países del primer mundo, ocurre fuera de ellos: de los países y hasta de la misma “literatura de género”. Por ejemplo, ocurre en la obra del narrador boliviano Edmundo Paz Soldán, que en pleno 2016 ha publicado un libro de cuentos habilitado por la ficción especulativa: que la emplea y la subvierte para adaptarla al mundo de ahora, titulado Las visiones.

El libro comenzó, según ha dicho su autor, a partir del trabajo de su novela Iris, que también se apropia de la ciencia ficción al inventarse un mundo entero para colocar en él una versión hipertrofiada de nuestro presente: una sociedad en guerra, en la que la violencia brutal es cotidiana y la religión pesa tanto o más que el saber científico, presentada además en un idioma de transición, que se aleja de los que conocemos en direcciones inesperadas igual que el nadsat de Anthony Burgess pero también del papiamento de Curaçao. Más que continuar la historia de Iris, sin embargo, Paz Soldán opta en Las visiones por hacer a un lado la trama y los personajes principales de la novela y construir en cambio cuentos independientes, ambientados en Iris pero que no requieren la lectura previa de la novela para ser comprendidos. Así evita caer en la trampa del llamado worldbuilding: la construcción de vastos entramados ficcionales, de listas de nombres y detalles que intentan rellenar todos los espacios de los mundos narrados en series populares y que vuelven a los lectores de éstas consumidores de minucias, receptores pasivos de más y más información trivial alrededor de una o dos historias que les gustaron hace mucho tiempo.

El efecto más notable que produce la lectura de Las visiones, de hecho, no es de familiaridad, como el que se produce al revisitar un mundo narrado que ya se conocía, sino el de extrañamiento. Más concretamente, extrañamiento no a causa de la rareza del entorno en el que ocurren las historias, sino al revés: extrañamiento por la cercanía que tienen todas ellas con nuestras experiencias cotidianas en este siglo XXI.

En el cuento que da título al libro, por ejemplo, un juez empieza a tener visiones, precisamente, de aquellos a quienes condenó de forma injusta, pero lo que queda de relieve es, sobre todo, la naturaleza y los pormenores de sus actos de corrupción. Sus actos no son diferentes de los de incontables figuras de autoridad entre nosotros, pero el verlos en un escenario parcialmente fantástico, ajeno, nos damos cuenta con más facilidad de lo monstruosos que son y de que, al contrario de lo que quisiéramos creer, no van necesariamente acompañados de introspección ni mucho menos de arrepentimiento:

Esa noche el Juez vio en un sueño a Enoichi, un irisino que un día fue a un mercado con un riflarpón y no descansó hasta matar a diecisiete pieloscuras. Enoichi asumió con orgullo la matanza y el Juez no tuvo reparos en condenarlo a muerte. En el sueño Enoichi se hallaba en un ataúd de cristal en un claro en el bosque y le pedía que lo rescatara. El Juez buscaba un hacha para romper el cristal cuando abrió los ojos y descubrió a Enoichi parado al lado de la cama como si estuviera velando su sueño. El Juez se sentó en la cama cubriéndose con una sábana y le preguntó vacilante qué quería.

Que vayas a lo más profundo del bosque y me entregues allá tu corazón.

Enoichi desapareció y el Juez se quedó en cama restregándose las palmas de las manos sin descanso, como si le escocieran. Ahora que le había tocado un asesino sin vueltas, descubría que las visiones no eran el recurso fácil de una conciencia culposa. Fokin creepshow. Ya lo sospechaba, porque en ningún momento se había sentido culpable, ni siquiera de los inocentes que encaminó a la prisión o a la muerte.

Nuestra época parece estar marcada por la llamada normalización de discursos oscurantistas: el debilitamiento de la indignación pública ante ideas que en otro tiempo nos hubieran parecido reprobables, como el racismo o las supersticiones anticientíficas, simplemente por verlas o escuchar sobre ellas de manera repetida en los medios. Estos cuentos van en contra de esta tendencia al asumir una postura moral –no moralizante– al presentar la venalidad, la tontería, la deshonestidad o la violencia. Los propios personajes dudan sobre sus acciones, o enfrentan sus consecuencias sin que el texto les dé tregua ni les permita minimizar lo que les sucede con salidas irónicas.

A la vez, Las visiones nunca olvida la mera humanidad de los sucesos que cuenta: la cercanía de lo terrible con nuestro propio ser, porque compartimos la humanidad con los villanos y los seres éticamente ambiguos igual que con los héroes. Así se puede ver en “Doctor An”, cuyo protagonista es un científico sin escrúpulos que experimenta en seres humanos y crea armas químicas y biológicas aterradoras. Aunque el texto menciona pormenores de su trabajo, se centra no en ellos sino en un colapso del personaje, que lo lleva a un último ataque destructor contra quienes lo rodean pero también a un recuerdo de extraña belleza: la vez que se enamoró de una colega y en mitad de un experimento con drogas ilegales:

Todos se quedaban cortos al hablar de ella, la doctora Miel, ése era su apodo, miel miel miel, tan guapa con ese cráneo brillante, un óvalo perfecto. Si le hubieran preguntado qué había en ella que no era suficiente para las palabras, él habría respondido, asumiendo los límites de cualquier historia que se contara sobre ella, recordando la vez en que ella apareció en una reunión con su equipo, una reunión en la que participaba el doctor An, y se metió a la boca un compuesto que acababan de procesar, tan poderoso que no había voluntarios para probarlo. Un compuesto que debía abducir el cerebro de quienes lo probaban y convertirlos en planta. El doctor An vio cómo se transformaba el rostro de la doctora Held, como si los músculos se hubieran soltado y los ojos se derramaran sobre sí mismos, y se enamoró de ella. Quiso seguirla, y probó el compuesto. Ver el mundo con los ojos de las plantas le había cambiado la vida. A veces charlaba con los arbustos en los jardines del lab. Se molestaba con los que pisaban el césped. Esa primera vez también había podido dialogar con la doctora Held, perdida ella como él en el nebuloso mundo de las plantas. Eran plantas de río, raíces subterráneas en las musgosas Aguas del Fin en el valle de Malhado, y se comunicaban su soledad. El doctor An se acostó poco después con la doctora Held. Fue un día después de que la amenazaran con suspenderla por los riesgos innecesarios que tomaba. Todas las veces que se acostó con ella, los dos eran plantas acuáticas. Se sentía bien estar ahí, meciéndose en la placidez del agua, aunque a veces, cuando no la encontraba, la angustia lo mordía y él pensaba que era el único habitante de un planeta desierto. Doctora Held, doctorita, docdocdoc, susurraba, y no había respuesta. Doctora Held, nos vemos nel otro mundo, decía, pero luego ella aparecía y le tocaba las manos frías, era una planta carnívora decía, eres mío mío, y luego insistía en que no había otro mundo, todo todo es neste. (…)

Y ahora, ¿por qué empecé hablando de la Expo de Hannover? Hay que recordar la canción promocional de la Expo, que fue encargada a Kraftwerk, el más influyente entre los grupos pioneros de la música electrónica de la segunda mitad del siglo XX. Debía ser un jingle de pocos segundos, pero la banda encabezada por Ralf Hütter eligió hacer una composición más larga. El resultado suena exactamente a su tiempo: la canción tiene las texturas clásicas de la música de Kraftwerk, sin grandes variaciones pese a haber sido compuesta décadas después de los álbumes más influyentes del grupo; su fascinación con las posibilidades de la técnica es encantadora y anacrónica. Más aún, una de las frases en la letra: “Planet der Visionen” (Planeta de visiones), va de hecho más atrás en el pasado, hacia la poesía de comienzos del siglo XX y su obsesión con el movimiento –que entonces se consideraba vertiginoso, avasallador– de la modernidad. Entonces no nos dimos cuenta, pero aquellas últimas apariciones de la idea añeja del progreso ni siquiera estaban mirando realmente hacia delante, sino a un futuro que ya era viejo.

Lo que estaba delante entonces –y que nadie vio con claridad– es, de hecho, el día de hoy. Este momento. Inesperado, complejo, turbador, fascinante como los cuentos de Edmundo Paz Soldán. Pero con él, al igual que con otros, podríamos tener aún la oportunidad de comprenderlo y no sólo de dejarnos aplastar por su embestida. Esta posibilidad es el verdadero planeta de Las visiones.

Este fue el momento en el que puse "Expo 2000" de Kraftwerk para acompañar lo que dije sobre el Planeta de Visiones. Foto de Gaby Silva.
Este fue el momento en el que puse «Expo 2000» de Kraftwerk para acompañar lo que dije sobre el Planeta de Visiones. Foto de Gaby Silva.

«Expo 2000» de Kraftwerk:

«Johnny B» de Él Mató a un Policía Motorizado:

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Todo en un punto

El 19 de septiembre pasado se cumplieron 30 años del gran terremoto que devastó la ciudad de México. También se cumplieron 30 años de la muerte del gran escritor italiano Italo Calvino (1923-1985). La coincidencia ocasionó que, en 1985, nadie en México se enterara de esa muerte sino hasta mucho después: el escritor se confundió con todos los otros muertos, más cercanos, que fueron víctimas de la catástrofe de aquí. Y todavía hay quienes no saben que murió entonces: Calvino es un fantasma extraño en la ciudad desde la que escribo.
      Este cuento, tomado de Las cosmicómicas (1965), no se refiere a ninguno de estos hechos, pero sí a otros seres fabulosos y a la vez cercanos: es una versión encantadora (como el resto de aquel libro) de varias ideas de la ciencia moderna, un hermoso juego de imaginación fantástica. Esta traducción es una versión revisada de otra que se encuentra en varios sitios de la red.

wpid-wp-1442719475188.jpgTODO EN UN PUNTO

Italo Calvino

A través de los cálculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede determinar el momento en que toda la materia del universo se hallaba concentrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio. La «gran explosión» (Big Bang) en la que tuvo origen el universo debió de ocurrir aproximadamente hace quince o veinte mil millones de años.

Por supuesto que todo estaba allí —dijo el viejo Qfwfq—, ¿y dónde si no? Todavía nadie sabía que existía el espacio. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo estando allí apretados como sardinas en lata?
      He dicho «apretados como sardinas en lata» sólo por emplear una imagen literaria: en realidad ni siquiera había espacio para apretarnos. Cada punto de cada uno de nosotros coincidía con cada punto de cada uno de los demás en un único punto que era aquel en el que estábamos todos. En suma, ni siquiera nos molestábamos, a no ser por la cuestión del carácter, porque cuando no hay espacio, tener siempre por el medio a un antipático como el señor Pber1 Pberd es de lo más molesto.
      ¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude darme cuenta ni siquiera aproximadamente. Para contarnos, debíamos separarnos al menos un poquito uno de otro, pero todos ocupábamos ese mismo punto. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era una situación que favoreciera la sociabilidad; sé que, por ejemplo, en otras épocas los vecinos se visitaban; en cambio allí, debido al hecho de que todos éramos vecinos, ni siquiera nos decíamos buenos días o buenas noches.
      Cada cual acababa por relacionarse sólo con un reducido número de conocidos. Los que yo recuerdo sobre todo son la señora Ph(i)Nk0, su amigo De XuaeauX, una familia de inmigrantes, unos tales Z’zu, y el señor Pber1 Pberd, al que ya he citado. También había una señora de la limpieza –»empleada del mantenimiento», así se la llamaba–, una sola para todo el universo, dado el ambiente tan pequeño. A decir verdad no tenía nada que hacer en todo el día, siquiera quitar el polvo –dentro de un punto no cabe siquiera un granito de polvo–, y se desahogaba en continuos chismorreos y quejas.
      A éstos –que ya he dicho que eran numerosísimos– hay que agregar las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que luego habría servido para formar el universo, desmontado y concentrado de modo que no eras capaz de distinguir lo que más tarde iría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda) de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o la química (como algunos isótopos de berilio). Además, siempre chocábamos con los utensilios de la familia Z’zu, con la excusa de que eran una familia numerosa, se comportaban como si en el mundo sólo estuvieran ellos: incluso pretendían colgar cuerdas a través del punto para tender la ropa.
      Sin embargo, los demás también se equivocaban con los Z’zus, empezando por esa definición de «inmigrantes», basada en la pretensión de que, mientras los demás estaban allí antes, ellos habían llegado después. Que eso fuera un prejuicio sin fundamento me parece claro, dado que no existía ni un antes ni un después ni otro lugar del que emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de «inmigrante» se podía entender en estado puro, es decir, independientemente del espacio y del tiempo.
      Era una mentalidad, digamos estrecha la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros, fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran –en la parada del autobús, en un cine, en un congreso internacional de dentistas– y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos –a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien– y de pronto empezamos a preguntar por éste y por aquél (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda el otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Ph(i)Nko –todas las conversaciones van a parar siempre allí– y entonces de golpe se dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un entemecimiento beatífico y generoso. La señora Ph(i)Nko, la única que ninguno de nosotros ha olvidado y que todos añoramos. ¿Dónde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la señora Ph(i)Nko; su peho, sus caderas, su batón anaranjado, no la encontraremos más, ni en este sistema de galaxia ni en otro.
Que quede bien claro: a mí la teoría de que el universo, después de haber alcanzado un punto extremo de rarefacción, volverá a condensarse y que, por lo tanto, tendremos que volvernos a encontrar en ese punto para volver a comenzar a continuación, nunca me convenció. Y, sin embargo, muchos de nosotros no cuentan más que con eso, siguen haciendo proyectos para cuando todos volvamos a estar allí. El mes pasado entro en el café de la esquina y ¿a quién veo? Al señor Pber1 Pberd.
      —¿Qué hay de bueno? ¿Cómo usted por aquí? — me entero de que tiene una representación de materiales plásticos en Pavía. Sigue tal cual, con su diente de plata y sus tirantes floreados—. Cuando volvamos allí —me dice en voz baja—, en lo que hay que tener más cuidado es en que esta vez alguna gente se quede fuera… ¿Me ha entendido? Esos Z’zu…
      Hubiera querido responderle que esto ya se lo había oído a más de uno de nosotros, que añadía: «¿Me ha entendido…?
      Para no seguirle la corriente me apresuré a decir:
      —¿Cree que volveremos a encontrar a la señora Ph(i)Nko?
      —Ah, sí… A ella sí… -dijo él, poniéndose colorado como un tomate.
      Para todos nosotros la esperanza de regresar al punto es, sobretodo, la de volver a encontrarnos juntos con la señora Ph(i)Nko. (Y lo mismo me pasa a mí aunque no lo crea.) Y como ocurre siempre, nos pusimos a acordarnos de ella conmovidos, y hasta la antipatía del señor Pber1 Pberd se difuminaba ante aquel recuerdo.
      El gran secreto de la señora Ph(i)Nko era que nunca había provocado celos entre nosotros, ni siquiera chismorreos. Que se iba a la cama con su amigo el señor De XuaeauX era algo sabido. Pero si en un punto hay una cama, ocupa todo el punto, y, por tanto, no se trata de irse a la cama sino de estar, porque cualquiera está en el punto y también en la cama. En consecuencia, era inevitable que ella se fuera a la cama también con cada uno de nosotros. Su hubiera sido otra persona, a saber cuántas cosas se habrían murmurado a sus espaldas. La señora de la limpieza era siempre la que le quitaba el tapón a las maledicencias, y los demás no se hacían mucho de rogar para imitarla. De los Z’zun, aunque fuera para cambiar de asunto, cuántas cosas horribles teníamos que oír: padre hijas hermanos hermanas madres tías, nadie se detenía ante ninguna sucia insinuación. En cambio, con ella era distinto: la felicidad que me venía de ella era al mismo tiempo la de ocultarme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en mí, era contemplación viciosa (dada la promiscuidad de la convergencia puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempo casta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En suma, ¿qué más podía desear?
      Y todo esto, así como era verdad para mí, también valía para cada uno de los demás. Y para ella: contenía y era contenida con igual júbilo y nos acogía y amaba y habitaba a todos por igual.
      Estábamos tan bien todos juntos que algo extraordinario tenía que suceder. Bastó con que en un determinado momento ella dijera:
      —Chicos, si tuviera un poco de sitio, ¡cómo me gustaría haceros unos tallarines! —y en ese momento pensamos en el espacio que habrían ocupado los redondos brazos de ella moviéndose delante y atrás con el rodillo sobre la masa de pasta, su pecho dejándose caer en el gran montón de harina y huevos que llenaba la larga mesa mientras sus brazos amasaban, amasaban, blancos y untados de aceite hasta más arriba del codo; pensamos en el espacio que habría ocupado la harina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montañas de las que corría el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaños de terneros que habrían dado su carne para la salsa; en el espacio que habría sido necesario para que el Sol llegase con sus rayos para madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gas estelares el Sol se condensase y ardiera; en las cantidades de estrellas y galaxias y en las acumulaciones galácticas en fuga por el espacio que habrían sido necesarias para sostener cada galaxia cada nebulosa cada sol cada planeta, y al mismo tiempo que pensábamos ese espacio, imparablemente se formaba, al mismo tiempo que la señora Ph(i)Nko pronunciaba esas palabras: «¡…Tallarines, eh, chicos!», el punto que la contenía a ella y a todos nosotros se expandía en un nimbo radiado de distancias de años luz y siglos luz y miles de millones de milenios luz, y todos nosotros lanzados a los cuatro rincones del universo (el señor Pber1Pberd hasta Pavía), y ella disuelta en no sé qué especie de energía luz calor; la señora Ph(i)Nko, la que en medio de nuestro mundo cerrado y mezquino había sido capaz de un impulso generoso, el primero, «¡Chicos, qué tallarines os voy a preparar!», un auténtico impulso de amor general, dando comienzo en el mismo momento al concepto de espacio, y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo que gravitaba, haciendo posibles miles de millones de miles de millones de soles, y de planetas, y de campos de trigo, y de señoras Ph(i)Nko, distribuidas por los continentes de los planetas amasando con sus brazos enharinados y generosos, y ella, desde ese momento, perdida, y nosotros echándola de menos.

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