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Trampantojo

A un año de su muerte, que tanto conmocionó a quienes lo conocíamos en persona o a través de sus libros, un cuento de Ignacio Padilla (1968-2016), narrador mexicano, miembro del famoso grupo del Crack, cervantista y gran practicante de la narrativa breve.
      La palabra trampantojo significa ilusión óptica: esta es una narración policiaca de forma extraña, engañosa, en la que la investigación de un caso cerrado revela, tal vez, otros crímenes.
      El cuento proviene del libro Los reflejos y la escarcha (2012) y fue publicado primero en la Revista de la Universidad.

TRAMPANTOJO
Ignacio Padilla

No confío en el tal Pankovsky. Supongo que estamos a mano: él tampoco confía en mí. Ese tipo va diciendo por ahí que le asusta mi estilo. Francamente, me da igual. Nunca pretendí tener estilo.Como sea, nada lograré con desconfiar de él. Tampoco lograré gran cosa con decírselo al teniente Buonano: de cualquier modo ese Pankovsky seguirá a mi lado hasta que sea demasiado tarde. Quiero decir: demasiado tarde para él. Debo asumir que el teniente Buonano no hará nada al respecto: dice que, de cualquier modo, yo no confío en nadie ni lograré que nunca nadie confíe en mí. Dice también que Pankovsky es demasiado joven para entender mi estilo, o para el caso, el estilo de cualquiera de los veteranos. La verdad, a mí me parece que, aunque fuera un octogenario, Pankovsky no entendería una mierda. Hay gente así en todos los oficios. El problema es que en este oficio particular los Pankovsky del mundo rara vez llegan a viejos: su candor los entumece, las manos les sudan, titubean a la hora de disparar. Y todo eso acaba por matarlos. Luego, encima, le piden a uno que se haga cargo de los funerales. Hay que armar un papeleo de mil diablos y enfrentar el dolor de una madre que rara vez es bella o tolerante. Ésas son las peores: nos miran a los veteranos como si tuviéramos la culpa de la muerte de sus pimpollos, nos reclaman no haber sabido proteger al fruto de sus entrañas, nos aborrecen como si hubiésemos conducido a la muerte a aquel muchacho, ay, dicen, tan bueno que era, y que tenía tanto futuro. Entiéndanlo de una vez, señoras: hombres como sus Pankovsky no tienen futuro en este oficio, no pueden tenerlo.
      Algo me consuela saber que el recelo de Pankovsky apenas puede dañarme. Su desconfianza me atormenta menos que la desconfianza que yo estoy obligado a mostrarle. El otro día el teniente Buonano me salió con el cuento ése de que sesupone que un colega está ahí para cuidarte las espaldas. Cierto, le dije, se supone que así es, pero vamos, teniente, si le confiara mis espaldas a Pankovsky tampoco yo tendría futuro, ¿o sí? El teniente Buonano tendría que ver ahora mismo a su querido Pankovsky. Si estuviera aquí podría ver cómo le sudan las manos al muchacho. Sí, apostaría que le sudan las manos como a un condenado a muerte. Eso me enfada, desde luego, siempre me ha enfadado. Profundamente. Camino acá Pankovsky me ha preguntado qué se nos ha perdido en el domicilio particular de un Juez de Distrito. No he querido responderle. Luego el muy bestia inquirió si no tendríamos que contar con una orden de registro para ingresar en el departamento. Le he dicho que no suelo responder a preguntas zafias. Si acaso, habría debido responderle con otra pregunta, tendría que haberle preguntado: Dígame,Pankovsky, ¿con qué cargos podríamos haber solicitado una orden de registro para entrar legalmente en casa de un Juez de Distrito? No pregunté eso, preferí decirle: ¿Quién cree usted, Pankovsky, que emite las órdenes de registro? Pankovsky se lo pensó. No le di tiempo para responderme: Pues los Jueces de Distrito, sentencié. Ni más ni menos, muchacho.
      Llegados acá, las cosas no han mejorado. A Pankovsky todavía le sudan las manos. Parece que le roba el alma la facilidad con la que hemos forzado los cerrojos del departamento del Juez de Distrito. Desde su puesto de observación junto a la puerta, Pankovsky mira la cerradura como si fuera un animal ponzoñoso. En algún momento me propuso cerrar el departamento mientras buscábamos lo que sea que hemos venido a buscar. No sea imbécil, le he dicho. Vigile usted, Pankovsky, y déjeme hacer mi trabajo.
      El departamento se encuentra en el cuarto piso de un lujoso edificio en el centro de la ciudad. Es un edificio antiguo, seguramente construido a la vuelta del siglo. Tiene un frente de cantera amarilla similar a la del Palacio de la Asamblea. No bien entramos en el edificio, Pankovsky se dirigió apresuradamente al ascensor. Lo detuve y le informé que antes que cualquier cosa vamos a saludar al portero. ¿Cómo? ¿Al portero?, inquirió asombrado Pankovsky, y agregó que, si lo saludábamos, el portero le avisaría al juez que habíamos venido a inspeccionar su departamento. De eso se trata, Pankovsky, le dije. Pero, señor, insistió él, el Juez de Distrito nos denunciará por allanamiento de morada. No, le dije, si tenemos suerte, el juez hará cualquier cosa menos denunciarnos por allanamiento de su puta madre. Esto dicho saludé al portero con familiaridad. Pankovsky calló, sudó y obedeció. Volvimos al ascensor.
      El departamento es amplio, ofensivamente amplio. Me sorprende no hallarlo tan ordenado como esperaba. Algo aquí no encaja con la imagen que me he ido haciendo de su dueño a lo largo de las últimas semanas. Quizás el Juez de Distrito se ha vuelto descuidado. Me consuela ver su dejadez como señal de que mis sospechas no son del todo infundadas. Desde los ventanales se ve la ciudad, el boulevard de las jacarandas, el borde del Canal Mayor, las esclusas. En el estudio hay un imponente escritorio de caoba. Dos libreros abarrotados. Sillones de piel. Me acerco a uno de los libreros, leo los títulos mientras Pankovsky sigue sudando como un condenado en la puerta principal, y observando la cerradura como si se tratara de un escorpión. Reconozco obras de Foucault y de Beccaria, un ejemplar raído de El extranjero, una edición francesa de El conde de Montecristo. No está mal para un simple Juez de Distrito. Me acerco al escritorio, que está sucio, quiero decir, no lo han sacudido en varios días. Sobre el escritorio descansa un lujoso juego de plumas, un abrecartas dorado, papelería fina que contrasta con un vulgar cuadernillo de hojas desprendibles en las que puede verse el sello de agua de una tienda departamental. Las hojas finas están intactas. Las del cuadernillo, en cambio, están salpicadas de notas. En una de ellas se lee: Confrontar Expediente de C, y después una frase escrita y tachada luego con bolígrafo azul. De la frase suprimida sólo se distingue con claridad la palabra decano y después otra que podría ser discípulo o escrúpulo. En la última hoja hay varios círculos que recuerdan los ejercicios caligráficos de un niño pequeño y otras figuras dispersas que sugieren una meditación entre apresurada e iracunda.
      Abro el cajón superior del escritorio. ¿Encontró algo?, clama de pronto una voz desde la puerta del departamento. Mierda, es Pankovsky. Lo había olvidado por completo. Parece que el cretino se ha relajado, sólo falta que ahora se ponga a silbar. Intento ignorarlo, vuelvo a mi búsqueda. En el cajón hay algunos recortes de periódico, nada que pueda servirme, y una lata de tabaco y un tubo con aspirinas. ¿Tardará mucho, señor?, insiste el mentecato de Pankovsky. Abro el cajón inferior. Bajo un par de carpetas reconozco los bordes de una pequeña caja de cartón marcada con el sello de la Penitenciaría Estatal. No necesito leer la etiqueta en la tapa para saber cómo llegó hasta allí ni qué contiene: yo mismo se la entregué hace unos días al Juez de Distrito. Ya sé que de eso suelen encargarse los custodios del presidio. Pero el teniente Buonano me debe un par de favores y no ha tenido más remedio que autorizarme a entregar la caja al Juez de Distrito en persona. Nadie mejor que el teniente Buonano puede entender mis razones: me conoce desde la academia y sabe cuánto necesitaba yo verle la cara al juez, por qué necesitaba enfrentarlo, descifrar sus facciones después de tantos días de escrutarlas sólo en fotografías, una sola vez en televisión. De cualquier modo el teniente Buonano procuró disuadirme con la escasa convicción de quien sólo hace su trabajo o procura defender su puesto de las obsesiones y fantasmas de sus subordinados. ¿Por qué no lo deja ya?, me preguntó el teniente aquella tarde en su oficina. El caso está cerrado, añadió. Me encogí de hombros. Cierto, el caso estaba oficialmente cerrado, pero a mí todavía me quedaba algo por hacer. No tenga apuro, teniente, le dije, es sólo que necesito entender algunas cosas. El teniente Buonano me entregó de mala gana la autorización para obtener la caja de cartón. ¿Entender?, bufó. Vaya, pues, dijo. Sólo recuerde que se trata de un Juez de Distrito. Lo sé, teniente, respondí. Un Juez de Distrito, vaya cosa.
      La caja de cartón está intacta. Tiene todavía la cinta con que la cerraron los custodios de la penitenciaria después de inventariar su contenido. Probablemente el Juez de Distrito la metió en la gaveta de su escritorio sin siquiera mirarla, como si guardarla fuese un modo de olvidar lo que guardaba. Supongo que en cualquier otro caso aquel acto de rechazo o postergación habría tenido que sorprenderme. No esta vez: desde el día en que le entregué la caja, intuí que el juez no iba a abrirla. No es el tipo de hombre que se entregue sin más a las tentaciones de la nostalgia, menos aún a la culpa. Su estirpe es otra. Éste es un hombre cerebral, hermético como la caja misma. Nadie que mire y se vista de ese modo querría ahogarse en la congoja del pasado. Nadie capaz de anudarse de ese modo la corbata estaría dispuesto a vulnerarse ni a mezclarse con la ordinaria hueste de padres, esposas o hermanos que abren enseguida las cajas del presidio y extraen llorosos los objetos que antes pertenecieron a sus muertos de ahora: el reloj sin batería, la cartera con billetes que podrían haber salido ya de circulación, el recibo de un boleto de viaje redondo cuya vuelta jamás fue utilizada, las cerillas del motel donde se perpetró el crimen. No es muy distinto el contenido de la caja que tengo frente a mí. Podría enunciarlo ahora mismo. Lo recuerdo tan claramente como recuerdo el rostro del Juez de Distrito cuando se la entregué. Pensé que me despediría con gesto displicente. No fue así. Iba a pedirle al juez que firmase el recibo por la caja cuando me atajó: Usted no viene del presidio, dijo. Asentí, no hacía falta más. Acto seguido el Juez de Distrito me preguntó por qué me habían enviado a mí a entregarle las cosas que pertenecieran a su hermano. Pedí que me dejaran hacerlo, respondí. Conocí bien a su hermano, señoría, estuve a cargo de la investigación de su caso, dije. Esta vez fue él quien asintió. Al cabo de un breve silencio me dijo sin mucha convicción: No entiendo por qué insisten ustedes en investigar el caso de mi hermano, él lo confesó todo desde un principio, dijo. Le expliqué que era precisamente eso lo que me inquietaba: el caso había sido tan sencillo que no podía ser cierto. En varias ocasiones, le dije, pude hablar con el recluso y estaba convencido de que había pagado las faltas de otra persona. Con todo respeto, señoría, un hombre como su hermano era incapaz de cometer un crimen. No le recordé que aquel pobre se había entregado sin dudarlo a la justicia y había confesado los detalles de su crimen con una precisión que desentonaba con su natural taimado y elusivo. En mi vida he visto muchos asesinos, señoría, y su hermano no era uno de ellos, le dije al Juez de Distrito. No podía serlo, señoría. Añadí a esto que el suicidio de su hermano en la cárcel me parecía menos una revelación de su aptitud para la violencia que la confirmación de su incapacidad para arrancar otra vida que no fuera la suya. El juez no parecía demasiado preocupado por lo que estaba escuchando. ¿Qué más da?, suspiró al fin. En ese momento me habría gustado decirle muchas cosas al Juez de Distrito, pero me limité a preguntarle si sabía que su hermano padecía una enfermedad terminal cuando lo encarcelaron, por lo que de cualquier modo habría muerto al cabo de unos meses en prisión. El Juez de Distrito respondió que lo sabía. ¿Y lo sabía su hermano?, pregunté. Sí, dijo él extendiéndome la mano, también él lo sabía. Eso fue todo.
      Desde entonces no he dejado de sentir la mano helada del Juez de Distrito al estrechar la mía. No he dejado de ver sus ojos, tan fríos como su mano. He revisado hasta el cansancio el expediente de su hermano, he estudiado las fotografías del cadáver, su mirada de último momento, no endurecida por el odio sino suavizada por una suerte de beatitud por el deber cumplido. Por más que lo intento no consigo imaginar a ese desgraciado cometiendo el crimen que él mismo describió con inadmisible lujo de detalles al entregarse. Contra los hechos y las palabras, sólo puedo ver a ese pobre diablo sometido, sujeto a la voluntad y al destino de otros. Así como hay Pankovskys destinados al fracaso, hay otros a quienes la vida sólo deja el talento para ser víctimas o sucedáneos, hombres cuya voluntad sólo puede manifestarse en el propio sacrificio en aras de alguien más. A éste no lo veo dispuesto ni capaz de meterse en un confesionario y disparar a sangre fría sobre el cuerpo indefenso de un anciano sacerdote, como dijo que había hecho. No lo concibo caminando tan tranquilo por la calle para entregarse a la policía. No puedo. Este crimen sólo pudo perpetrarlo una estatua de hielo, alguien con manos y mirada de hielo. Por eso insistí en ver al Juez de Distrito aquella tarde. Por eso estreché aquel día su mano, y por eso estoy aquí ahora.
      Aparto la caja y busco a Pankovsky, o mejor dicho, el reflejo de Pankovsky en el espejo del ropero. Se ha sentado en un sillón, cabecea. Cierro de golpe los cajones del escritorio. Pankovsky se sobresalta, pasea la mirada entre la puerta y el estudio. ¿Encontró la prueba, señor?, me pregunta al fin. No diré nada, no vale la pena. ¿Cómo explicarle que en este oficio a veces no se buscan sólo pruebas para incriminar o capturar o exonerar? Cuando un caso se ha cerrado, algunos permanecemos condenados a seguir buscando aunque no quede más que hacer. Ésa es nuestra maldición: necesitar antes una señal que una prueba, buscar un signo que nos permita entender por qué se ha cometido un crimen, y por qué unos han pagado gustosos por el crimen de otros. ¿Cómo decirle a alguien como Pankovsky que si no hallamos esa señal se nos envenena la existencia? Ahora estoy a punto de darme por vencido. Sé que estoy cerca de lo que he buscado en estos días, pero no lo alcanzo. Veo venir la resignación, y le temo. Un poco más, me digo. Entonces lo encuentro: al alzar la vista ha llamado mi atención que no haya cuadros en las paredes. Sólo hay uno, muy pequeño, en el pasillo que une el estudio con el recibidor. Más que un cuadro, es la hoja enmarcada de un anuario donde se ve un grupo de muchachos en una escena escolar. Los muchachos sonríen cobijados por un joven sacerdote. Entre los muchachos reconozco a uno cuyos rasgos me resultan familiares, pero no sabría decir si se trata del Juez de Distrito o de su hermano. Ya está, le grito entonces a Pankovsky. Vámonos.
      Bajamos. El portero nos despide con una inclinación de cabeza. Pankovsky todavía le rehúye la mirada. Cruzamos la plaza y tomamos el boulevard de las jacarandas. Damos vuelta sin motivo en una calle muy estrecha que seguramente nos conducirá a algún cafetín mal iluminado. ¿Qué fue lo que encontró, señor?, me pregunta nuevamente Pankovsky. Lo que buscaba, respondo. Pankovsky titubea. Siento un poco de lástima por él, un lío de lástima y desprecio. No sé cuál de esos dos sentimientos me lleva a decirle: Evidentemente, Pankovsky, por si le interesa saberlo, el Juez de Distrito mató a ese cura hijueputa. Pankovsky se sorprende, palidece, me pregunta cómo lo sé. Le respondo que lo sé porque yo también estudié en un colegio de curas, nada más. ¿Y ahora qué hacemos, señor?, me pregunta Pankovsky debatiéndose contra su propia resignación. Nada, respondo, no haremos absolutamente nada, se ha hecho justicia y ya está. Luego, sin más, nos adentramos en la calle, y siento que de pronto yo también me adentro en los oscuros pasillos del colegio de mi infancia, atemorizado, convocado sin razón aparente a la prefectura, cuando también a mí me sudaban las manos pero era todavía demasiado ingenuo y estaba demasiado solo como para disparar a tiempo y fraguarme algún futuro.

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Ignacio Padilla (1968-2016)

El mes pasado, tras un accidente automovilístico, murió el escritor mexicano Ignacio Padilla. Su muerte fue un golpe duro para muchos de nosotros. Me pidieron un texto sobre él, que apareció hace unos días en el sitio de la revista World Literature Today, en traducción de mi querido amigo George Henson. Dejo aquí la versión en español.

Ignacio Padilla

 

Muchos le decíamos “Nacho” a Ignacio Padilla: es el hipocorístico tradicional de su nombre, el apelativo cariñoso, pero lo empleaban no sólo sus familiares y amigos más cercanos, sino también alumnos, admiradores, colegas, lectores. Nacho Padilla caía bien: se sentía cercano. Su obra –a pesar de ser erudita, cerebral, extraña– también se volvía entrañable: lectores que hubieran rechazado textos más complacientes de otros autores se entregaban con placer a los de Nacho y encontraban, sin fallar, lo mejor de cada uno de ellos.

Nada de lo anterior es poca cosa: un autor como él siempre será raro, inusual en el ambiente de los escritores, y lo era más todavía en el México de los últimos años. Tal vez por el influjo la violencia que nos rodea, acá se ha vuelto “normal” que ciertos colegas sean –o parezcan– personas fatuas o agresivas, que ostenten semejantes cualidades en su vida pública y de hecho tengan admiradores precisamente por ellas: porque sus desplantes se convierten en una válvula de escape para las frustraciones de otros, en ilusiones de poder para quienes no se sienten fuertes. Por el contrario, Nacho Padilla no proyectaba arrogancia ni cólera: proyectaba inteligencia, humor, empatía. Era un gran conversador, que sabía reírse de todo y desarmar a la gente solemne con tal gracia que ellos también acababan riendo. Con sus alumnos era generoso –era profesor universitario de larga carrera– y los encantaba con largas digresiones sobre sus temas más queridos siempre que alguno se asomaba en los programas de estudio. Inventaba apodos juguetones y el primero de todos era el suyo propio: decía de sí mismo que era «físico cuéntico», para recordar que, si bien había escrito novelas, ensayos y teatro –y en cada disciplina era ganador de premios, tanto en México como en otros países–, se sentía sobre todo un cuentista: practicante de ese género antiguo y a veces incomprendido.

Por supuesto era un gran, gran escritor. Sus pasiones estaban incluso en los textos que no las ostentaban: le fue siempre fiel a ciertas formas peculiares que daba a sus historias, al monstruo como figura y como emblema, a la imaginación sutil, insumisa –de hecho muchos de sus textos son de imaginación fantástica, aunque se salvó de ser leído como habitante del gueto de la genre fiction, al que tantas carreras llegan para morir–, y sobre todo a la lengua castellana. Se doctoró en Salamanca, España, con una tesis sobre Cervantes, pero su interés en el autor del Quijote, en su siglo brillantísimo y en el vigor de su idioma, se veía en todo su trabajo. En el momento de su muerte era el miembro más joven de la Academia Mexicana de la Lengua, y su discurso de ingreso a ella fue un espléndido ensayo, “Elogio de la impureza”, que defiende el carácter subversivo de la obra de Cervantes: su llamado a abrir el pensamiento y la percepción del mundo más allá de los límites impuestos por las autoridades (o por los tiranos).

Parte de su obra está traducida a varios idiomas; en inglés está, por ejemplo, su novela Amphytrion (Shadow Without a Name),  un thriller borgesiano ambientado en la Primera Guerra Mundial, y los cuentos de Las antípodas y el siglo (Antipodes). Faltan, al menos, su novela de aventuras La Gruta del Toscano; los cuentos de libros como El androide y las quimeras o Las fauces del abismo; los ensayos de El legado de los monstruos y de Cervantes y compañía. En estas obras, pienso, se cifra el trayecto de un lector que sale de la biblioteca y se encuentra con el mundo, con todo el horror y la belleza, pero jamás pierde la fe en el lenguaje como posibilidad de conocimiento, de orientación en el caos.

Por último, Nacho no solamente proyectaba cordialidad: de hecho era un gran tipo, generoso y bien dispuesto, incluso con quienes lo veíamos poco y nos encontrábamos en su vida sólo brevemente. Tuvo amistades largas con otros colegas, y señaladamente con algunos de sus compañeros en el llamado grupo del Crack, aquellos novelistas que tuvieron la osadía de lanzar un manifiesto literario a fines del siglo XX y desde entonces estuvieron siempre presentes en el imaginario de las letras del país. Yo lo traté más en los últimos años, cuando fuimos profesores en la misma universidad y nos juntaron presentaciones, lecturas, prólogos, antologías…, así que su muerte, en un accidente automovilístico, el sábado pasado, 20 de agosto, no sólo me golpeó por horrorosa, imprevisible, profundamente injusta. Me dolió también, como a tantos otros, la desaparición de la persona tras los libros.

Ahora nos quedan esos textos: las trazas de su pensamiento, capaces todavía de ofrecer las verdades provisionales que Nacho descubrió y pudo expresar en el transcurso de su vida. Pero a él lo vamos a extrañar muchísimo.

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La tienda de los sueños

LaTienda

Antología de cuento (selección y prólogo de Alberto Chimal). SM, 2016

Esta antología reúne a 20 autores que abarcan más de un siglo (de hecho, cerca de 120 años) de narrativa mexicana que se acerca a la imaginación fantástica. El prólogo discute la presencia de ésta en la literatura nacional, niega que se trate de una «anomalía» y en cambio sugiere que forma otra tradición, menos comentada que otras pero no menos visible; que pasa por grandes autores del canon nacional lo mismo que por figuras de culto, y que llega a muchos autores vivos y en activo el día de hoy.

Los autores antologados: Amado Nervo, Elena Garro, Leonora Carrington, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Inés Arredondo, José Emilio Pacheco, Agustín Monsreal, Guillermo Samperio, Álvaro Uribe, Verónica Murguía, Norma Lazo, Cecilia Eudave, Ignacio Padilla, Fernando de León, Bernardo Esquinca, Magali Velasco, Iliana Vargas, Édgar Omar Avilés. Vale la pena notar que el índice está repartido equitativamente entre escritoras y escritores.

De la contraportada:

La literatura vuelve realidad todo. Y así lo ha demostrado una innumerable cantidad de autores desde hace cientos de años. Aquí no encontrarás elfos, dragones ni niños magos con lentes y varitas, sino que te enfrentarás a encuentros con el Diablo, desapariciones inexplicables, personas duplicadas, saltos en el tiempo, criaturas informes que van a estrujarte el cerebro en tu intento por comprenderlas… ¿Qué es lo fantástico? Aquello inexplicable, la presencia de lo raro, eso que o logramos entender… lo imposible que se hace posible gracias a la literatura.

Enlaces

  • Versión impresa disponible en Gandhi para compra en línea
  • Versión digital disponible en Kobo y iTunes
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Cosas por hacer en la FIL 2013

Este año los invito a las siguientes presentaciones en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Todas serán, como cada año, en el espacio de la feria en la Expo Guadalajara, ubicada en Av. Mariano Otero 1499, colonia Verde Valle, Guadalajara, Jalisco.

1. El sábado 30, a las 19:00 horas, presentaremos la antología Sólo Cuento V, que compiló Ignacio Padilla y publicó la UNAM, en el Salón Alfredo Plascencia.

2. El domingo primero de diciembre, a las 11:30 de la mañana, comentaré Loba, la novela con la que Verónica Murguía ganó el premio Gran Angular 2013 y que publicó SM. Esto será en el Salón José Luis Martínez.

3. También el primero de diciembre, pero a las 18:00, será la presentación de El canto de la salamandra, antología de minificción mexicana realizada por Rogelio Guedea y publicada por Ediciones Arlequín. Esto también será en el Salón José Luis Martínez.

4. Y la última actividad del primero de diciembre, a las 19:00, será el anuncio del ganador del segundo Premio Playboy México/Ediciones B 2013 de Novela Latinoamericana, en cuyo jurado estuve. El anuncio, tras el que habrá enlace telefónico con el autor o la autora del trabajo ganador, se hará en el Salón B del Área Internacional.

5. El 3 de diciembre a las 19:00, Miguel Cane y yo presentaremos su Pequeño diccionario de cinema para mitómanos amateurs, publicado por la editorial española Impedimenta. Una vez más el acto será en el Salón José Luis Martínez.

6. Y por último, el 7 de diciembre, a las 19:00, se presentará Manda fuego, la antología de mis cuentos que publicó el Fondo Editorial del Estado de México. José Israel Carranza me acompañará para comentar el libro en el Pabellón del Estado de México, dentro de la Feria (esta actividad no aparece en el programa de la FIL, por estar dentro del espacio de una editorial, pero allí estaremos).

Como siempre, habrá mucho más que ver y que hacer en la Feria. Pero tal vez alguna de estas presentaciones pueda ser de interés para ustedes. Si van. nos vemos…

Sombra

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Literatura mexicana de imaginación

Esto es una felicidad: gracias al entusiasmo y las gestiones de Ruy Feben, ha aparecido la segunda antología en inglés (y la primera bilingüe) de literatura mexicana de imaginación. Empieza a publicarse hoy, de manera escalonada, en Palabras Errantes, portal de difusión de literatura hispanoamericana que se publica desde Cambridge, Inglaterra.
      La antología contendrá muestras del trabajo de más de una decena de autores mexicanos en español y en inglés, incluyendo uno del propio Ruy y un ensayo introductorio que yo escribí y que busca precisar qué es ese término, qué literatura nombra y por qué enfatizar la imaginación cuando (se supone) toda narrativa la utiliza.
      Iré colocando los enlaces a todos los otros textos en esta misma nota a medida que aparezcan.
      Los autores incluidos: Édgar Omar Avilés, Alejandro Badillo, Raquel Castro, Karen Chacek, Gabriela Damián, Yussel Dardón, Bernardo Esquinca, Cecilia Eudave, Bernardo Fernández Bef, Agustín Fest, Gabriela Fonseca, Erika Mergruen, Édgar Adrián Mora, Ignacio Padilla, Gerardo Piña, Carmen Rioja, Gerardo Sifuentes, Arturo Vallejo, Rafael Villegas y José Luis Zárate.
      Mi ensayo fue traducido por Cherilyn Elston, creadora de Palabras Errantes, a quien agradezco también su interés y todo su trabajo.


¿Qué es eso de «literatura de imaginación»? No es un «nuevo género», sino el intento de proponer otro modo de leer literatura que ya existe: lo que suele llamarse «fantástica». No habría necesidad de proponer otro nombre si el más conocido no estuviese «secuestrado» en cierto modo por el mercado editorial, que lo usa para nombrar un tipo muy preciso de obras (derivadas de autores como Tolkien o Rowling), y que en el proceso se ha vuelto víctima de numerosos prejuicios. Mi intención y la de varios colegas que han comenzado a usar el término «literatura de imaginación» en años recientes es dar a notar que en México, por lo menos, se escriben obras que van por caminos distintos del realismo pero no son imitaciones de lo que se escribe en otros países: que son una literatura mucho más viva y más amplia. En los autores de este proyecto y en muchos otros la imaginación fantástica no es una serie de reglas que todos aplican del mismo modo, sino un recurso que cada quien utiliza a su manera para escribir literatura que se asoma a los bordes de nuestra idea de lo real. (Desde luego, en la cultura autoritaria que vivimos, cuestionar una idea fija de lo real puede llegar a ser, incluso, un acto subversivo…)

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Opiniones sobre el cuento

Acaba de salir la nueva entrega (la quinta) de Sólo Cuento, anuario que publica la UNAM y reúne –cada año, claro– una muestra de narrativa breve de diversos autores hispanoamericanos.
      La selección de este año fue llevada a cabo por Ignacio Padilla, quien reunió cuentos de autores de media docena de países y me pidió hacerles un prólogo. Acepté; el resultado es el que sigue, y que contiene varias opiniones sobre el cuento como género, cuya muerte inminente se anuncia desde hace tanto tiempo.
      (El libro, aviso de una vez, será lanzado en la FIL de Guadalajara, en el el salón Alfredo Plascencia, el 30 de noviembre, a las 19:00 horas.)

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PRÓLOGO

1. F. A.Q.
Para avanzar de prisa, se puede empezar por las preguntas más frecuentes:
      a) No, el cuento como género literario no está en decadencia ni mucho menos muerto. Si desea un ejemplo, puede aprovechar y leer la antología que viene a continuación, seleccionada por Ignacio Padilla.
      b) No, la novela tiene la primacía que sabemos, pero no ha destruido al cuento. ¿Cómo podría hacerlo? El cuento es su hermano mayor, que proviene del tiempo desconocido antes de la escritura. La novela es una jovencita: sus padres van de Johannes Gutenberg a Miguel de Cervantes.
      c) No, aquí la palabra “cuento” no significa “mentira”. Esa otra acepción, muy popular en los medios masivos, no tiene nada que ver con las narraciones presentadas aquí, y que son una muestra de una parte de la mejor literatura hispanoamericana. Aquí tenemos, simplemente, historias breves, en general con pocos personajes, en general dedicadas a un solo asunto, como las que contaron los narradores de las Mil y una noches, y el infante don Juan Manuel, y Antón Chéjov, y Flannery O’Connor, y Jorge Luis Borges. Y todos los demás.
      d) Sí, los personajes y tramas inventados guardan su parte de verdad irreductible: su propósito, como el de cualquier creación artística, es articular e indagar en la experiencia de existir en el mundo, de pertenecer a la imperfecta especie humana y de apreciar sus posibilidades de horror y de belleza.

2. El adelantado
Ahora bien, hay que ampliar esa última respuesta.
      La cuestión más urgente no es si el cuento sobrevivirá como género (la respuesta suele ser “no” en las notas que se publican, aunque no por un análisis razonado sino porque una muerte atrae más en cabezas y titulares).
      La cuestión, más bien, ha de ser si la literatura, sea cual sea su género, sobrevivirá a los grandes cambios de nuestra época, y en especial al mayor de todos: la llegada de la comunicación digital, instantánea, fugaz, que facilita internet, y a todas las demás consecuencias del auge de ésta.
      Por mi parte, creo que la tecnología digital tampoco va a destruir a la literatura. Hará que se transforme, como se transformó con la llegada de la escritura o de la imprenta y también con los incontables sucesos históricos que influyen en toda práctica de escritura. Y, de hecho, creo también que el cuento, antiguo como es, va a resultar el género adelantado: de todos los que existen –junto con el aforismo, tal vez– será el que mejor podrá no sólo asimilar los cambios de hoy sino reflejarlos cabalmente: convertirse en un modo de expresar lo que significa existir en el mundo hoy, conocer el horror y la belleza de hoy.
      Basta asomarse a las redes sociales: es fácil encontrar en ellas a numerosas personas enfrascadas en la creación de textos breves. Algunos de ellos, como las minificciones o microrrelatos recogidos en este volumen, apuntan a la evolución más reciente de esas formas cortas y condensadas: otros van incluso más allá, a posibilidades de escritura y lectura que no existían en el siglo XX. Pero todas son breves: el abuelo cuento rejuvenece en ellas.
      Por otra parte, no es que el cuento más extenso tenga que temer: no todavía. La muestra de este libro contiene a autores vivos y activos de media docena de países, lo que significa que todos ellos están historiando, a sus muy distintas maneras, el hoy: los hechos de hoy, los reflejos de los hechos en los individuos y de los individuos en los hechos.

3. El índice
En otras épocas de la historia de occidente había numerosas revistas que publicaban cuentos de manera periódica. Entonces era común que los primeros contactos de una historia dada con sus lectores fueran por ese medio, y sólo hasta después se hicieran compilaciones y antologías. La situación presente es justo la opuesta: lo más probable es que ésta sea la primera vez que usted halla todos los textos aquí reunidos. Cada cuento se colorea de los que lo anteceden y lo siguen; la lectura se vuelve seriada, mutante. Julio Cortázar lo vio venir en su famosa edición de los Cuentos completos de Edgar Allan Poe, que tanto trabajo invierte, como se sabe, en crearse un índice: un ordenamiento que dé sentido a la lectura corrida, al margen del orden cronológico de la escritura.
      (Únicamente los libros de cuentos o de minificción permiten esta acrobacia del sentido: la posibilidad de empezar a leer en cualquier parte y seguir hasta donde se desee, de no pasar de un solo cuento en dado caso, o bien de buscar lo que dice, al margen de cada texto individual, la secuencia completa.)
      Para esta antología: esta compilación, abierta como cualquier otra a la lectura mutante de nuestro tiempo, Ignacio Padilla ha realizado un índice temático: las historias están agrupadas a partir de sus afinidades, y en especial las afinidades de sus argumentos. Así, las historias del apartado “Las almas y las letras” se refieren a la condición misma de los escritores, de su trabajo y de sus dificultades en el mundo; las de “Disparos en la ciudad” contienen violencia en exteriores: el entorno urbano que es el campo de batalla de la mayor parte de la población del planeta; las de “Padres, hijos y amantes” son cuentos dedicados a las relaciones íntimas, desde las más sencillas hasta las más retorcidas; y, por último, las de “Los apetitos y los monstruos” tienen que ver con la subjetividad humana, las experiencias interiores, en un arco que va de la imaginación al terror, del deseo a la fantasía.
      El movimiento de este índice en una lectura corrida va de una intimidad –la de quien escribe– a otra: la de los sueños y las pesadillas, pasando por el mundo entero, cifrado en las comunidades humanas de la segunda sección y las pequeñas sociedades que se arman (y se desarman) en la tercera.
      Un lector atento podría pensar que éste es un resumen, en cierto modo, de los intereses de la obra narrativa del propio Ignacio Padilla, quien se ha distinguido como un escritor preocupado a la vez por la literatura, la historia y lo más profundo y oculto de la conciencia humana. No me parecería mal: Poe, santo patrono o tal vez mártir de todos los autores de historias breves, decía (en un texto publicado poco antes de su muerte, del que poco se habla) que el arte es la representación de lo que perciben los sentidos “a través del velo del alma”. No sólo no se puede huir de la subjetividad sino que debemos abrazarla: aceptar que el sentido que damos al mundo proviene en parte de nuestra propia experiencia, que al comunicarse resuena, si tenemos suerte, con la de otros. ¿Por qué no debería ser así con las antologías? De hecho, otros compiladores de la serie Sólo Cuento han hecho caso de sus propias obsesiones y han curado –el verbo es lo de hoy– (re)visiones muy particulares de la narrativa en español que resaltan esas obsesiones, al mismo tiempo que ofrecen vistazos de gran calidad a la obra de numerosos autores. Tal vez aquí tenemos otra visión así: otro paseo por el cuento con un gran escritor en el volante del autobús con ventanas panorámicas.
      Ahora, una observación adicional: el ordenamiento que he descrito, incluyendo mi lectura general y la imagen que me sugiere, tal vez podría dar la impresión, engañosa, de que no hay nada más: de que el título de cada sección explica a las historias que la contienen (y tal vez retrata al compilador que las reunió) y esto es todo lo que cabe decir o percibir. Sin embargo, invito a los lectores –al menos, a los que se interesen por semejantes juegos– a ir más allá: a buscar los ecos secretos entre historias distantes en las páginas. Si la mente de cada escritor (de cada ser humano) tiene puertas secretas: pasillos misteriosos que llevan de un tema a otro, de un momento de hoy a otro del pasado remoto, de una imagen a una idea a una palabra que jamás aparecerían juntas en una historia o una vida, también aquí puede haberlas. Como dije antes, los cuentos contiguos se tocan y se contaminan: resuenan unos en otros.
      Es fácil enlazar los cuentos de Curiel y de Abenshushan, digamos, pero luego los lectores podrían explorar qué tienen en común las historias de Abenshushan y de Chávez Castañeda; en qué se parece la visión del mundo de éste a la de Silva; cómo se da (quizás) el salto de Verducchi a Herbert a Haghenbeck… La cercanía de la lectura multiplicará la fuerza de esas percepciones, y tal vez éstas lleven a algunos lectores aún más lejos: a buscar los nexos que unen el centro con los extremos, las historias pares con las impares, las introspectivas con las preocupadas por la acción…, para luego discutir esas afinidades, o criticarlas, o usarlas con fines oraculares, o simplemente continuar leyendo.
      Para facilitar ese último propósito (que será el mejor de todos), termino aquí.

Alberto Chimal
México, agosto de 2012 – abril de 2013

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Mucho que hacer en la Feria de Minería

Este año, me da gusto invitar a muchas actividades distintas en las que estaré durante la Feria del Libro del Palacio de Minería. La dirección es la de siempre: todo ocurrirá dentro del Palacio de Minería, que está en Tacuba 5, Centro Histórico, en la ciudad de México enfrente del Museo Nacional de Arte.

1. El sábado 23 de febrero se presentará La generación Z y otros ensayos, un libro mío que apareció en el borde del año, publicado por Conaculta, y que será comentado por tres escritores estupendos: Armando González Torres, Verónica Murguía y Eduardo Huchín. La cita será a las 12:00 del día en el Salón de la Academia de Ingeniería.

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(Este libro es una colección de textos sobre algunos autores que me importan, varias cuestiones de literatura y temas parecidos, y tiene también el único texto autobiográfico que he escrito: «El señor Perdurabo».)

2. También el sábado 23, pero a las 18:00 horas, participaré en una charla sobre «Novela gráfica y no gráfica» con Ricardo García Micro, Francisco Haghenbeck y Bernardo Fernández Bef. Esto será parte de la Jornada de Comics en Minería, una serie de charlas y presentaciones que llega a su cuarto año.

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3. Al día siguiente, el domingo 24, presentaré con Ana García Bergua la antología El doble, el otro, el mismo: una serie de cuentos clásicos sobre (justamente) el tema del doble, reunidos por Bruno Estañol, y publicada por Cal y Arena. Esta presentación será a las 3:00 de la tarde en el Auditorio Sotero Prieto.

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4. El 28 de febrero, a las 16:00 horas, estaré en una mesa de autores de la editorial Almadía con Bernardo Esquinca y, de nuevo, Bernardo Fernández Bef: «Entre esclavos, ladrones y niños de paja», en el auditorio Sotero Prieto.

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5. El siguiente sábado, 2 de marzo, habrá otra presentación: la de Los reflejos y la escarcha, libro de cuentos de Ignacio Padilla publicado por Páginas de Espuma, a las 16:00 horas. La cita será en el Auditorio La Capilla.

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6. Por último, el domingo 3 de marzo, a las 11:00 de la mañana, se presentará Plasma, una breve antología con textos míos editada por Praxis y Casas del Poeta. Carlos López y Francisco Javier Estrada comentarán el libro en el Pabellón Estado de México…

Sombra

7. …y ese mismo día, a las 18:00, en el Salón El Caballito, presentaré Los libros de la fatalidad de Julio César Toledo, publicado por la UNAM. Estaremos el autor, Carmina Estrada y yo.

Si van, allá nos vemos… [/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Shandys, sirenas, viajeros, villanos

Cuatro noticias de publicaciones recientes:

1. La revista Shandy ha publicado su número 27 inmediatamente después del número 6 (se ha saltado 20 números, pues: ha viajado al futuro) para estar a tono con su tema: lo shandy y los shandys, es decir, los seres y el modo de ser descritos por Enrique Vila-Matas en su Historia abreviada de la literatura portátil para misterio y vértigo del mundo. Los colaboradores: Javier Avilés, Luis Marina, Dora T. Malú, Luna Miguel, Franco Félix, Jezreel Salazar, Éric Bonnargent, Claudia Apablaza, Ferrán Valdez, JIS, Eluart, Mijael Seidel, Sidharta Ochoa, Valeria Gascón, Andrei Vásquez, Nadxeli Yrízar, Eduardo Uribe, Karla Olvera (quien fue editora invitada del número) y yo mismo. Mi texto es sobre el más extraño proyecto literario de Mario Bellatin, que empezó en 2017: el número completo se puede leer aquí.

Portada de Eluart S. Barajas

2. La revista Cuadrivio publicó siete minificciones mías con el título «Siete sirenas»: son textos sobre esas criaturas que o no existen o se extinguieron hace mucho, como decía el profesor Mencio Ferdinández, pero a la vez no dejan de invadir cerebros desprevenidos y organizar fugas espectaculares ante las cámaras de televisión del mundo entero, como se verá. Por lo demás, la revista, jovencísima (va en su segundo número), es estupenda y se deja leer larga y muy sabrosamente. Por mi parte, además de la buena compañía de muchos textos agradezco esta ilustración que hizo Valeria Hernández:

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3. Ya aparecen los primeros lectores y comentarios de Los viajeros, la antología de ciencia ficción mexicana en la que Bernardo Fernández (Bef) reunió 18 textos mexicanos de ficción especulativa incluyendo uno mío, «Se ha perdido una niña», y otros de Mauricio-José Schwarz, Gabriel Trujillo Muñoz, Gerardo Horacio Procayo, José Luis Zárate, Francisco Haghenbeck, Antonio Malpica, Ignacio Padilla, Pepe Rojo, Cecilia Eudave, Karen Chacek, Gerardo Sifuentes, Rodolfo JM, Edgar Omar Avilés, Gabriela Damián, Rafael Villegas, Orlando Guzmán y el mismo BEF. Las primeras notas han aparecido en sitios interesados en la ciencia ficción como la revista argentina Axxón y el blog de la Tertulia Literaria Fantástica de Bilbao. Mientras me pregunto cuándo (o si) aparecerán comentarios en México más allá de los anuncios de la publicación, me preocupa la constancia de los prejuicios contra la ciencia ficción entre nosotros; aunque creo que se puede hacer cierta crítica de la CF a estas alturas de su historia, no deja de ser absurdo que se le llame «naturalmente menor», «poco mexicana» (juro que he oído decir eso a varias personas) y otras cosas semejantes. Espero que los lectores del libro no hagan caso de nada salvo lo que los textos dicen y se formen su propia opinión.

4. Finalmente, me alegra reportar la buena recepción que ha tenido en España la antología La banda de los corazones sucios, en la que Salvador Luis convocó a un grupo de autores de diversos países de hispanoamérica a escribir de villanos de la ficción y de la vida real. En este libro mi texto se titula «Acerca del alma», trata del caso Fritzl (es decir, tiene algunos puntos de contacto con mi novela Los esclavos) y saldrá (tengo esperanzas) en una edición mexicana posteriormente.

(Los otros autores reunidos aquí: Jon Bilbao, Sergi Bellver, Lara Moreno, Vicente Luis Mora, Marian Womack, Matías Candeira, Juan Carlos Márquez, Antonio Ortuño, Mariana Enriquez, Juan Terranova, Javier Payeras, Leonardo Cabrera y Rocío Silva Santisteban.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Muchas, muchas noticias

O: 20 robots, 2 entrevistas, una antología, libro y medio, radio a deshoras…

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