Entre el cielo y el mar
Ignacio Aldecoa (1925-1969) fue un escritor español de origen vasco. Nacido en Vitoria, estudió en Salamanca y Madrid y se dedicó por completo a la literatura hasta su muerte. Entre sus libros están las novelas El fulgor y la sangre (1954) y Gran sol (1957), y libros de cuentos –que para muchos contienen lo mejor de su obra– como Vísperas de silencio (1955), Espera de tercera clase (1955), El corazón y otros frutos amargos (1959) y Los pájaros de Baden-Baden (1965), del que proviene «Entre el cielo y el mar». Existen varias ediciones de cuentos escogidos suyos y una de sus cuentos completos, publicada por Alfaguara.
Considerado parte de la corriente principal, realista, de la narrativa española del siglo XX, y miembro de la llamada generación del Medio Siglo, Aldecoa representa la vida de personas comunes de manera profunda pero también sutil. Su interés en la existencia dura de los más pobres –proveniente de sus convicciones antifascistas, y también de su afición a narradores como Faulkner y Hemingway– es a la vez sincero y compasivo. Todo esto se ve claramente en la narración que sigue: un episodio en una aldea de pescadores en el que se discute y se decide el futuro de un niño.
ENTRE EL CIELO Y EL MAR
Ignacio Aldecoa
Era la tercera vez en la mañana. Los niños volvieron a acercarse. El ruido de la mar se confundía con el unánime grito de los que hablaban. Unos segundos de silencio y la monótona repetición como un gruñido o como un estertor: «aaa-ú». La red iba saliendo lentamente a la áspera playa. Su dulce color de otoño, roto por la lucecilla plateada de un pescado muy chico o por el verde triste un alga prendida en sus mallas, dividía la oscura desolación de grava menuda; cerca cabeceaba la barca vacía.
Los niños pisaban la red. Pedro había asumido la labor de espantarlos. Decía una palabrota y hacía que corrieran apenas unos metros para pararse en seguida y volver confianzudamente a poco. Pedro tenía entre los labios el chicote de un cigarrillo y les miraba superior y hostil, porque era casi un hombre y trabajaba.
En el copo había un parpadeo agónico y blanco de pescado y se movía la parda masa de un pulpo con algo indefinible de víscera o de sexo. Un último esfuerzo. Los pescadores se inclinaron más; luego se irguieron en silencio y contemplaron el mar.
La tercera vez en la mañana. El señor Venancio, el de la nostalgia de los tiempos buenos de la costera, dio una patada al pulpo, que retorció los tentáculos, y, al fin, medio dado la vuelta, los extendió tensamente, abriéndose como una rara flor.
—Si llegamos a una peseta por cabeza, vamos bien —comentó.
Los demás siguieron en silencio. Habían oído y habían olvidado. Estaban acostumbrados, aunque no resignados, como creían otras gentes del pueblo. De pronto, uno de ellos comenzó a cantar en el vaivén de la ira y el ridículo. Pedro se aproximó al pulpo y principió a jugar cruelmente con él.
—Déjalo ya —dijo el señor Venancio.
Pedro sintió algo como vergüenza que le ascendió hasta los ojos y le hizo humillar y distraer la mirada en un pececillo que cogió entre los dedos. No, no le debía de haber dicho aquello el señor Venancio delante de los chiquillos, que le miraban envidiosos. Pedro era pescador, y sabía que tenía su parte en el pulpo y un indudable derecho a jugar con él o a darle una patada como el señor Venancio. No tuvo tiempo de pensarlo mucho.
—Dale la vuelta a la moña, Pedro, y échalo en el cesto.
Los chiquillos contemplaron admirados el trabajo de Pedro en cuclillas sobre el animal.
—Cabrón —dijo Pedro, y luego se levantó con el pulpo fláccido, pendiente de sus dedos índice y medio de la mano derecha, los tentáculos colgantes formando una masa inerte, salvo en sus delgadísimos extremos, que todavía se retorcían.
El señor Venancio hablaba con los compañeros:
—Yo hubiera tirado el lance hacia el puntal; puede que allí hubiéramos sacado algo más. Como siga esto así, vamos a comer piedras. Tres veces en una mañana, y ni siquiera para comprar pan…
Pedro fingía interesarse en la conversación de los mayores sobre el jornal, porque para eso era pescador; pero sabía que no le importaba demasiado. Llegaría a su casa y tendría algo que comer. Para llevar de comer estaba el padre y no él. Acaso un trozo de pan y un rebujón de pescado frito, pero ya era bastante. Desde pequeño —contemplaba su infancia sin haber salido de ella como algo muy distante— había comido poco, a veces nada, mas siempre había tenido el derecho a llorar, a protestar por la escasez. El que no lloraba ni protestaba era su padre, que lo miraba todo con unos ojos muy pequeños, como queriendo llorar y protestar con odio.
—Pedro, lleva el cesto a la vieja y que se dé prisa en vender todo ese lastre.
Pedro se bajó los pantalones largos de color de arcilla, recogios a medio muslo.
—¿A la tarde afanamos? —preguntó.
—Se verá. Hay que contar con la mar. Te avisará, al pasar, Luciano.
Los pescadores extendían la red sobre la playa. Algunos niños se divertían cogiendo pececillos minúsculos enmallados; otros iban detrás de Pedro tocando el pulpo temerosamente. Pedro se volvía hacia ellos:
—Largo, muchachos; ¿es que nunca habéis visto un pulpo?
Les lanzaba arena con los pies.
—Largo, largo, largo…
Dijo una frase obscena…
Llegó donde la vieja. La vieja estaba sentada en el escalón del umbral de la casa. Miraba distraída.
—Nada, ¿verdad? —dijo.
—Poco; se dio mal toda la mañana —contestó Pedro.
—Bueno, deja eso ahí; ahora saldré a ver lo que dan. Venancio quiere muchas cosas. Ya te puedes ir; aquí no pintas nada.
La vieja tenía un genio malo. Solía beber. Bebía aguardiente, a veces con agua, a veces con pan, mojando en la copa migas que amasaba entre los dedos y arrancaba de un corrusco guardado en uno de los profundos bolsillos de su delantal. Pedro no se había marchado todavía.
—Que ya te puedes ir —repitió la vieja.
Pedro caminó hacia su casa. Iba pensando en el mar. Le gustaría ser pescador de mar, dejar de pescar desde la playa. Le gustaría salir con la traíña y estar encargado en ella de los faroles de petróleo. Y, sobre todo, hablar del viento de Levante. Decir al llegar a casa, con la superioridad del trabajador de mar: «Como siga esto así, vamos a comer piedras. El levante nos ha llenado la traíña tres veces de mar. Si no llega a ser por el señor Feliciano, nos vamos a fondo.» Y decir esto mirando a sus padres alternativamente. Ver los ojos del padre casi tristes, casi alegres; y los de la madre, temerosos; y contar a los hermanos cómo una morena le tiró un muerdo y él le dio con el cuchillo de partir el cebo en la cabecilla de bicha, y la tuvo a sus pies retorciéndose más de dos horas.
Le llamaban los amigos que estaban jugando con cajas de cerillas.
—¿Juegas, Sánchez?
Estaban en corro sobre el sucio principio de la playa.
—Ahora no, voy a casa. Esta tarde tenemos faena.
Y una voz:
—Los de la Tres Hermanos han venido hasta arriba de pesca. Nadie sabe cómo se las han arreglado. Es el señor Feliciano, que tiene ojo de gato para esas cosas.
Pescar en la traíña del señor Feliciano era el deseo de todos lo muchachos de la playa. Pero el señor Feliciano no llevaba muchachos en su embarcación, porque pensaba que estaría mal que un niño ganase por ir con él más que su padre, que pescaba de playa o que estaba en otra lancha con poca fortuna.
Al pasar junto a la taberna de Sixto, se asomó.
—Hola, padre.
El padre de Pedro y el señor Feliciano estaban celebrando la pesca. Se había vendido bien en Vélez.
—¡De modo que tú ya andas en la labor! Bueno, hombre, bueno —dijo el señor Feliciano.
—Aprendiendo —aclaró el padre.
Pedro miraba fijamente al señor Feliciano.
—¿Quieres una copa? ¿Qué tomas?
—Un pintao —respondió Pedro.
—Pon al chico un pintao —gritó el señor Feliciano—. ¿Qué tal se dio hoy? Venancio sabe mucho; hay que largar donde él diga. Él sabe mucho de eso. Claro que las playas andan mal de pesca… Vete haciendo ojo. El año que viene, que Paco se marcha al servicio… Bueno, ya hablaré con tu padre; ya se lo diré a él cuando sea.
Dejaron de hacerle caso y siguieron hablando de toreros, a los que no habían visto nunca torear. Pedro se bebió un vaso y dijo adiós. Al salir, el padre le llamó:
—Dile a tu madre que ya voy para allá.
Pedro movió la barbilla y cerró los ojos, asintiendo.
La madre de Pedro estaba sentada en el escalón del umbral de la puerta. Cosía algo. Preguntó:
—¿Qué tal se os dio?
—Mal, madre.
—Traes hambre. Anda, pasa. Encima de la hornilla hay pescado. Ojo, que hay que repartirlo. ¿Has visto a tu padre?
No daba lugar a las contestaciones; hablaba rápida, andaluzamente.
—Estará tomándose sus copas. Lo mismo da sacar buen jornal que malo. Hoy de juerga, mañana de queja. Así va todo.
—Hoy han tenido suerte —comentó Pedro—; el señor Feliciano tiene ojo de gato para la pesca.
—El señor Feliciano no tiene familia que mantener como tu padre; se puede gastar lo que gane con quien le dé la gana.
—Puede que el año que viene… Paco se marcha al servicio. Ha dicho que hablará con padre. En casa de Sixto…
—Los hombres debían pensar más las cosas cuando se casan. Creerá que os voy a alimentar de aire.
—Cuando Paco se marche al servicio… Me ha dicho que vaya haciendo ojo…
—Vendrá cuando quiera, claro está, y supongo que bebido.
—Me ha invitado a un pintao. Aprecia al señor Venancio. Dice que hay que hacerle mucho caso en los lances, porque sabe mucho de eso… Lo que pasa es que las playas…
Pedro miraba a través de la puerta la playa y el mar. La madre dejó un momento la labor.
—Sin comer no se puede trabajar. Anda y come algo.
Pedro seguía mirando la playa y el mar.
—Aviva, que ya te quedará tiempo para trabajar durante toda la vida.
Pedro entró lentamente en la cocina. En el rescoldo de la hornilla había un plato de porcelana desportillado con un montón de pescado. Sobre los azulejos partidos, media hogaza de pan. Cortó un trozo y mascó sin ganas. La ventana de la cocina daba a una calle de polvo y suciedad, hecha entre dos filas de casas de una sola planta. Al sol del otoño dormitaba un perro. Las moscas se agolpaban en huellas de humedad. El vecindario vertía el agua sucia en la calle. Pedro apretó dos o tres pescados sobre el pan y salió a la puerta que daba sobre la playa. Mascaba, lenta, concienzudamente. Volvió la vista a la derecha y vio a su padre, que se acercaba. Dos de los hermanos pequeños de Pedro venían cogidos de sus manos. El padre sonreía. Llegó.
—Hola, María —hablaba lentamente—; hoy hemos salido bien. Tengo una buena noticia para ti, Pedro: Feliciano ha hablado con Venancio. Hoy te vas a venir con nosotros.
Pedro apretaba el pan y el pescado fuertemente. El padre continuó:
—De prueba. Te encargarás de las farolas; es sencillo. Ya te enseñaremos.
—Ya sé, padre.
—Bueno, te enseñaremos de nuevo, aunque digas que ya sabes.
El padre entró en la casa. Los hermanos de Pedro quedaron con la madre. La madre comenzó a hablar en voz baja, rabiosamente. Dijo por fin:
—A ver si ahora te haces un zángano como los otros, Pedro.
Pedro no la escuchaba. Entró en la cocina, donde el padre estaba comiendo.
—¿Qué ha dicho de mí, padre?
—Lo dicho, que te vienes esta noche con nosotros; que cree que te puede hacer un sitio. Ya puedes hacerlo bien…
—Pero no ha dicho nada más.
—¿Qué quieres que dijera, criatura? Ha dicho lo que ha dicho y es bastante.
Pedro volvió la vista.
—Podía haber dicho algo.
Pedro dejó la cocina.
Andaba ya por la playa. Iba mirando las embarcaciones varadas. Aspiraba el olor de la brea, el de las redes puestas a secar. Se acercó a la traíña Tres Hermanos. De vez en vez mordía el pan y el pescado. Dio una vuelta en torno a ella, pasando lentamente la mano vacía por sus costados. Terminó el pan y el pescado. Se tendió al sol. La lancha daba una breve sombra de mediodía pasado.
Pedro cerró los ojos. Los abrió. Las olas acababan suavemente en la playa. Cerró los ojos y escuchó como un gruñido o como un estertor: la mar.