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Historia de una hora

He aquí un cuento de Kate Chopin (1850-1904), escritora estadounidense. Nacida en Missouri, desarrolló su carrera en Louisiana tras un comienzo tardío (su matrimonio, durante el que tuvo seis hijos, terminó con la muerte de su esposo, un hacendado). Hoy se le considera precursora del feminismo y una de las más destacadas escritoras criollas (creole) de Louisiana durante el siglo XIX; su novela El despertar (1899) fue una de las primeras en la historia de su país en tratar la evolución del carácter y las convicciones de una mujer independiente, lo que le valió la condena de los sectores conservadores de su tiempo.
      «The Story of an Hour» (narración breve y paradójica acerca de los sentimientos que una mujer no siempre tenía permitido manifestar) se publicó primero en la revista Vogue en 1894. Encontré la traducción que sigue en línea, sin crédito, y la revisé un poco. Gracias por la sugerencia a Valéria MacKnight.

HISTORIA DE UNA HORA
Kate Chopin

Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.
      Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia.
      Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar, con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.
      Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.
      En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un marchante pregonaba sus mercancías. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.
      Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.
      Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.
      Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien una interrupción del pensamiento.
      Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.
      Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y delgadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
      No se detuvo a pensar si aquella alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.
      No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos un delito, en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.
      Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser!
      «¡Libre, libre en cuerpo y alma!» continuó susurrando.
      Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”
      “Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
      Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!
      Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.
      Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.
      Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón: de la alegría que mata.

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