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La partida / La madre y la muerte

La partida

Cuento. Fondo de Cultura Económica, 2015

La partida es uno de dos cuentos reunidos en este libro. El otro, La madre y la muerte, es una versión de la Historia de una madre de Hans Christian Andersen –uno de sus cuentos poco conocidos– escrita por el narrador argentino Alberto Laiseca. Ambos están ilustrados por el artista argentino Nicolás Arispe y cuentan anécdotas que algunas personas considerarían inusitadas en un libro etiquetado para niños: en ambos casos se trata de lo que sucede cuando una madre pierde a su hijo.

El periódico El Norte listó el libro en su selección de los mejores libros de literatura infantil y juvenil de 2015. Al año siguiente, el libro recibió el Premio de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (CANIEM) al mejor álbum ilustrado de ficción, y también fue seleccionado para formar parte del catálogo White Ravens 2016, que cada año elabora la Internationale Jugendbibliothek (Biblioteca Internacional de la Juventud) y recomienda los mejores libros internacionales con temática infantil y juvenil. El catálogo se presentó en la Feria del Libro de Frankfurt.

El libro está en la colección Especiales de A la Orilla del Viento.

Notas sobre La partida / La madre y la muerte

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El cuello de la camisa

Se conocen los cuentos más famosos del danés Hans Christian Andersen (1805-1875), famoso como autor de literatura infantil aunque buena parte de las versiones actuales que circulan de su obra están recortadas y simplificadas. Además de recomendar las originales, se puede leer un texto como éste, poco conocido y muy extraño, que para el crítico Harold Bloom es de hecho el mejor cuento de Andersen.

EL CUELLO DE LA CAMISA
Hans Christian Andersen

Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.
      Dijo el cuello:
      —Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?
      —¡No se lo diré! —respondió la liga.
      —¿Dónde vive, pues? —insistió el cuello.
      Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.
      —¿Es usted un cinturón, verdad? —dijo el cuello—, ¿una especie de cinturón interior? Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
      —¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! —dijo la liga—. No creo que le haya dado pie para hacerlo.
      —Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita —replicó el cuello— no hace falta más motivo.
      —¡No se acerque tanto! —exclamó la liga—. ¡Parece usted tan varonil!
      —Soy también un caballero fino —dijo el cuello—, tengo un calzador y un peine.
      Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.
      —¡No se acerque tanto! —repitió la liga—. No estoy acostumbrada.
      —¡Qué remilgada! —dijo el cuello con tono burlón. En éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la mesa de planchar. Entonces llegó la plancha caliente.
      —¡Mi querida señora —exclamaba el cuello—, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo?
      —¡Harapo! —replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello. Se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
      —¡Harapo! —repitió.
      El cuello quedó un poco deshilachado en los bordes. Por eso acudió la tijera a cortar los hilos.
      —¡Oh! —exclamó el cuello—, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad? ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla.
      —Ya lo sé —respondió la tijera.
      —¡Merecería ser condesa! —dijo el cuello—. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado!
      —¿Se me está declarando, el asqueroso? —exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.
      —Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! —dijo el cuello—. ¿No ha pensado nunca en casarse?
      —¡Claro, ya puede figurárselo! —contestó el peine—. Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador.
      —¡Prometida! —suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se le dio por hablar mal del matrimonio.
      Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.
      —¡La de novias que he tenido! —decía—. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!
      Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aun lo más íntimo y secreto de ella, se imprima, y andemos por esos mundos teniendo que contarla.

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Fragmentos de Hans Christian Andersen

Escribí este ensayo para la revista Biblioteca de México, a propósito del bicentenario de Andersen en 2005:

La estatua de HCA en el Parque Central de Nueva York

El impulso (primera versión)
Se cuenta que Hans Andersen, zapatero, lloró en una ocasión al conocer a un estudiante joven y vivaz. A Hans Christian, su hijo, le explicó que él “debía haber sido” como aquel muchacho, en vez de un artesano humilde y mísero en Odense, el pueblo donde vivía la familia. Pero Dinamarca entera estaba en crisis –eran los últimos años de las Guerras Napoleónicas– y Andersen padre terminó, en 1815, por dejar hasta su oficio y enrolarse en el ejército: el hijo de un granjero le pagó para que tomara su sitio y lo librara así del servicio militar.
      La compañía de Andersen padre no tuvo tiempo de pelear de veras, pues Napoleón fue derrotado ese mismo año, pero el hombre volvió a Odense quebrantado por las privaciones de la vida en campaña y murió luego de una enfermedad prolongada. La madre –Anne Marie Andersdatter, iletrada y carente de recursos– se esforzó por mantenerse junto con su hijo: se dedicó a lavar ajeno, volvió a casarse y, decepcionada por las pobres calificaciones de Hans en la escuela, lo puso a trabajar. Él, por su parte, intentó una fuga como la que nunca logró su padre.
      Era, en cierto modo, su herencia: el zapatero, autodidacta, había procurado instruirlo mediante la lectura de la Biblia, de Las mil y una noches, de las comedias de Ludvig Holberg; también le había ayudado a construir un teatrino, para jugar con marionetas (Anne Marie pensó por un tiempo en volverlo aprendiz de sastre, por su habilidad para hacer los vestidos de sus muñecos), y lo había llevado a ver actores de verdad: nada menos que el Teatro Real de Dinamarca, llegado al escenario de Odense, el único en todo el país fuera de la capital.
      Todo esto había fascinado al pequeño Hans, cuyo talante era imaginativo y muy impresionable, y quien se decidió por las artes y por el camino que le conocemos: su partida a Copenhague, las intentonas sobre el escenario, las privaciones y las humillaciones sufridas por su fealdad y su afeminamiento, el modo milagroso en el que logró abrirse paso en la burguesía de la ciudad y obtener patrocinios para su educación, la busca constante de favores y conocencias que le permitieran continuar su trabajo literario. Pero a esa historia sabida –al ascenso social y la incomodidad del descastado, que también son las de la Sirenita y el Patito Feo y muchos otros personajes del escritor– debe agregársele este matiz:
      El primer libro publicado de Andersen, Intentos juveniles (1822), fue un arranque en falso como los de muchos otros autores. Era una serie de textos que homenajeaban –o plagiaban– a B. S. Ingemann y otros escritores de la naciente “Edad de Oro” de las letras danesas, pero estaba firmado con el seudónimo William Christian Walter, que era nombre de pretensiones elevadísimas. William en honor de Shakespeare y Walter por Walter Scott: dos descubrimientos literarios que Andersen no habría podido hacer nunca sin el impulso, rencoroso y frustrado, de su padre, quien por el contrario había desaparecido por entero del “nombre artístico” de su hijo. Una posible interpretación es que éste debía (re) descubrirse por medio del muerto, como le ocurre a la protagonista de El niño en la tumba, una de sus ficciones más sentidas y perturbadoras. El origen no podía separarse del destino y Hans Christian Andersen sería siempre, aun en sus momentos de mayor vanidad, aun en los salones de los reyes y los notables, el habitante de Odense.

Un retrato de los muchos que Andersen se hizo tomar

La vida literaria
En El cuento de mi vida (1855), Andersen recuerda su proyecto de ir a buscar fortuna en Copenhague y relata:

—¿Qué será de ti allá? —preguntó mi madre.
—Me volveré famoso —respondí, y le dije lo que había leído sobre hombres notables venidos de hogares pobres—. Primero, tienes que pasar por una cantidad terrible de adversidades —le dije— y entonces te vuelves famoso.
El que me conducía era un impulso inexplicable. Lloré, supliqué, y finalmente mi madre cedió, pero primero mandó a buscar a (…) una supuesta “mujer sabia” (…) y la puso a leerme el futuro en un mazo de cartas y en restos de café.
—Tu hijo será un gran hombre —dijo la vieja gitana—, y en su honor todo Odense quedará iluminado algún día.
Mi madre lloró al oír esto, y ya no tuvo nada en contra de que yo me fuera de la casa.

La estampa podría ser el otro lado de la historia, tan fértil para el psicoanálisis, del niño pobre que triunfa en el mundo de la riqueza y los adultos. ¿Qué habría pasado si la gitana hubiese desaconsejado la partida? ¿Lo habrían dejado ir su madre y lo que quedaba de su familia? ¿Hasta dónde será éste, como la llegada del Teatro Real a Odense, un aviso providencial para la vida de Andersen y para la literatura de occidente?
      Por otro lado, lo más razonable es dudar de la historia entera y atribuirla al narcisismo del escritor, quien dependió casi toda su vida del favor de otros y no perdía ocasión de promover su trabajo, su figura de literato y lo extraordinario de ambas. Pero esta cualidad agradará también a los psicoanalistas, porque es un atisbo de una personalidad más compleja que la del mero entertainer (Harold Bloom, en un ensayo, da a esta imagen falsa la cara de Danny Kaye, quien interpretó a Andersen en una blanda película de Hollywood) dedicado a distraer a los niños y contar mentiras inocuas.
      Por ejemplo, un rasgo de los estudios andersenianos del que aún se habla poco –y menos entre nosotros– tiene que ver con el trajinar del escritor en la vida literaria de Dinamarca, no menos cosmopolita, díscola ni maldiciente que la de cualquier otro lugar de Europa. En ella hay, como es de suponer, no sólo sinsabores de melodrama, sino también otros conflictos. Obsérvese, digamos, el fragmento que sigue: proviene de “Reseña”, un poema que Andersen escribió en 1830, cuando tenía 25 años y debía, como el resto de su generación, “romper lanzas” contra autores y comentaristas adversos:

El sol de la tarde colorea tierra y mar con tonos de rosa,
pero ¡ah!, la monotonía llega de inmediato, al igual que mi cólera.
Sea lo que sea, el sol no es muy original:
todo el tiempo sale por el este, se pone en el oeste, ¡por favor!
Entonces aparecen las estrellas de la noche, pero ¡demonios!,
brillan pero son frías, no dan calor ni tienen vienen coloreadas.
Canta un ruiseñor, diestramente (…)
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Las olas crecen pero demasiado: necesitan moderación;
la escena tiene un toque de genio pero le falta mi aprobación.

Andersen no vio, no podía ver, que aquellos comentarios que tanto le disgustaban serían los más interesantes de cuantos se han escrito sobre él. A partir de 1840 (como ha dicho el andersenista Johan de Mylius) “los críticos hacen fila para alabar el trabajo del poeta, quien ya ha establecido su nombre y probado su habilidad” con textos muy superiores a “Reseña”, pero Andersen persistió en su obsesión por el reconocimiento hasta el final de su vida. Hay muchas anécdotas sobre su búsqueda de los famosos y su contagio: Andersen escribió sobre su encuentro de iguales con Dickens, pero no sobre las cinco semanas que pasó en la casa del escritor inglés, interpretando muy libremente un ofrecimiento de hospitalidad.

Recorte de papel hecho por Andersen

El impulso (segunda versión)
El romanticismo, que en el resto de Europa marcó de forma incontestable la literatura al comienzo del siglo XIX, está disminuido en Dinamarca –al menos, desde el punto de vista de nosotros, lectores abúlicos del siglo XXI– por el mismo Andersen y por Søren Kierkegaard, tal vez los dos daneses más eminentes; gracias al trabajo de ambos, la “Edad de Oro” es más un signo de sus propias originalidades que de acuerdo con cualquier otra de las grandes figuras y escuelas de su tiempo. Pero hay, como en el episodio que antecede, una raíz común y más antigua de Andersen y los románticos: su mundo no es cristiano (al contrario del de Kierkegaard), y no está subordinado a las pretensiones y apetencias del racionalismo.
      Sus imágenes centrales –sus mitos– son paganas y animistas; sobre todo, de una forma de animismo popular entre los hombres y mujeres de la Europa del medievo y de épocas aún más tempranas. Para Andersen, al contrario de lo que creyeron los escritores y filósofos de la Ilustración, el universo y la naturaleza no pueden ser patrimonio de lo humano; no le pertenecen, no pueden controlarse ni domarse, porque la especie humana es sólo una más en un cosmos donde todas las cosas están provistas de conciencia, de voluntad y de instinto. Por esto, en los cuentos, hablan los animales y también los objetos de uso diario, conspiran los adornos de porcelana, aguantan y mueren los imperturbables soldaditos de plomo.
      Hay ángeles, hay devoción por el Niño Jesús, hay un cielo en ocasiones, pero los juicios de las potencias celestiales son tan contundentes y terribles como los de los antiguos dioses del rayo y de las aguas, y no siempre tienen justificación desde el punto de vista de la moral de su tiempo (ni del nuestro), que les queda chica o que no los alcanza cuando sus personajes y sus tramas se hunden en lo desconocido. Así, en Las zapatillas rojas la redención sólo puede llegar después de que la niña, condenada por su trato con el mal, paga dejándose cortar ambos pies, que se quedan bailando dentro de los zapatos mágicos. Así, El corazón de una madre plantea un dilema ético que no puede resolverse sin pérdida ni sufrimiento (¿puede el hijo muerto regresar, si el único modo de hacerlo es que la madre se sacrifique en su lugar, dejándolo vivo pero huérfano y desamparado?), y aun en las historias más famosamente amables se asoma lo siniestro: la cara de los poderes que aguardan más allá del círculo de luz de las hogueras.
      En esto podría verse, tal vez, la otra parte de la experiencia formativa de Andersen, quien conoció textos clásicos pero también las consejas populares, y muchas veces terroríficas, de los habitantes más humildes de Odense, y quien tuvo incluso su propio contacto, directo, con la locura en su abuelo paterno, un alelado que vagaba por las calles del pueblo y era, para los suyos, una fuente de pena y de vergüenza. Para el escritor, todos los hombres son como ese loco, o tal vez como niños, atados al vaivén de fuerzas que no comprenden y a las que tampoco importan demasiado; en eso, tal vez, está lo mejor y lo más perdurable de su recuperación del mundo de la infancia, que sólo cuando somos adultos podemos imaginar como un sitio de ignorancia y de pureza. Andersen no es, por supuesto, un escritor para niños en el sentido estrecho que damos hoy al término: está más cerca de Gogol que de Edward Lear y de Víctor Hugo que de J. K. Rowling.
      Por otra parte, también hay bondad en el misterio: una dulzura extraña, a veces de un esplendor intolerable por deslumbrante, que Andersen descubre en quienes sufren y que los dioses ven también, aquí y allá. El hada del saúco entra y sale del cuento que el viejo escritor refiere al niño, y en el que se ve el transcurrir sereno, gustoso, levemente aburrido, de la vida del pequeño, o de los dos, o de millones. En El compañero de viaje, el joven Juan, pobre como tantos otros héroes andersenianos, entrega sus últimas monedas para que dos ladrones no profanen una tumba, y la recompensa por su generosidad es el afecto de un amigo casi omnipotente, que actúa sin que Juan lo sepa y le procura el bien enfrentándose contra fuerzas tremendas que nada tienen que ver con el Antiguo ni con el Nuevo Testamento. ¿Quiénes son estos seres que Andersen jamás justifica? ¿Por qué otorgan protección y conocimiento aquí y no en otros cuentos? Quién sabe. Éstas son las dos palabras que Andersen parece pronunciar con más variadas entonaciones, desde alivio hasta horror, mientras sus personajes avanzan por un universo vivo, eterno como lo humano nunca podrá serlo.

Ilustración de Axel Mathiesen

Los cuentos (enumeración)

  1. Un total de 212 cuentos, de los que 156 se publicaron durante su vida, son la obra conocida de Hans Christian Andersen.
  2. De ellos, un puñado ha trascendido la propia autoría de quien los escribió, y se recuerdan como parte de la cultura de occidente (o del inconsciente colectivo) y aun como frases hechas, verdades de forma ya inapelable:
    1. a todos nos satisface que el emperador esté desnudo, y
    2. nadie ignora que el patito puede ser, en verdad, un cisne.
  3. El resto se encuentra en antologías de acceso más o menos difícil, en las que casi nunca se encontrarán las cartas, los poemas, los libros de viaje y teatro: el trabajo olvidado de uno de los escritores más prolíficos de su tiempo, y uno que siempre deseó ser conocido como novelista y dramaturgo “serio”.
  4. A esta ironía primera (Andersen dedicó mucho más tiempo a la escritura de esos textos menores que a sus cuentos) debe agregarse la del azar de su difusión por el mundo: el danés es una lengua de pocos hablantes, reconocida precisamente por Andersen y muy pocos más, y así resulta que las traducciones de El ruiseñor, Nicolasín y Nicolasón o La reina de las nieves son la única posibilidad de su conocimiento para la mayoría de sus lectores.
  5. Y un examen siquiera superficial de esas traducciones es pasmoso: aún más numerosas que las discrepancias entre los manuscritos del Rey Lear, o que los errores en las primeras ediciones del Paradiso de Lezama Lima, las adiciones, supresiones, interpolaciones, malas lecturas, transposiciones de sentido y hasta de palabras y párrafos son el único rasgo constante de los Andersen en todas las lenguas y formatos.
  6. Unas veces los personajes o el narrador hablan de más para satisfacer apetencias de un momento o de una cultura (o de un estudio de mercado), o cambian los matices o pasan sobre ellos; otras, las más, hablan menos de lo que su autor original pretendía que hablaran.
  7. Si algún día se pierden los archivos y las bibliotecas de la propia Dinamarca, los paleógrafos del futuro tendrán mil versiones diferentes de donde escoger, y
    1. se pasarán la vida en la busca de una sola voluntad entre todas ellas o, por el contrario,
    2. llegarán a la conclusión de que nunca hubo ningún Andersen: que, como Homero o como Vyasa, fue tan sólo el nombre que un momento de la historia eligió para su tradición oral, informe y mutable.
  8. Evidentemente, la belleza del texto en danés, que quienes lo leen consideran signo de una maestría sin igual, se perderá tras semejante catástrofe.
  9. Es un peligro que corren todos los escritores (o una certeza que deben aceptar): los resúmenes y las adaptaciones tardan siempre más en llegar al olvido.

Niños y adultos
En este año, que se cumplió el bicentenario de su nacimiento, Andersen llega hasta nosotros en un estado triste. Por un lado, sus cuentos nunca han sido más recortados, adaptados, endulzados para subordinarlos a un gusto ñoño, según la cual los niños son criaturas incapaces de comprender sino una fracción de lo que está al alcance de un ser humano “normal”, adulto y productivo. El problema es, en el fondo, insoluble: la popularidad de Andersen en el pasado es signo de que algo decía para lectores de todas las edades, y la popularidad actual de textos mucho más simples, mucho menos profundos –incluyendo las versiones innumerables de Andersen “para niños”, con viñetas y bisílabos en 18 puntos–, es signo de que la situación es distinta ahora y aun los seres más productivos tienen dificultades con El trompo y la pelota, o La sirenita.
      Hay otro hábito aún peor: las “conclusiones espeluznantes” que se extraen sobre la vida de cualquiera, siempre que sea célebre, y que en el caso de Andersen ha llevado a muchos de sus comentaristas –en el fondo, menos interesados en el escritor que en su aniversario cerrado, y en aprovecharlo– a las mismas estaciones: la madre acaso prostituta, el padre acaso putativo, el niño acaso homosexual, el adulto también: miles de palabras sobre las decepciones amorosas y ninguna sobre los textos, salvo como fuente de pistas sobre la sordidez habitual, que nos permita reducir al creador a nuestra propia condición miserable, para mejor negar la existencia de sus dones.
      El que éstos puedan advertirse incluso así: incluso en resúmenes morosos e interesados, aun a pesar de las lecturas ineptas y morbosas, es una prueba más del milagro constante y casi siempre ignorado. Hans Christian Andersen bien podría trascendernos y encontrar, en otro momento, lectores más dignos.

Hans Christian Andersen retratado por Constantin Hansen (1836).
Hans Christian Andersen retratado por Constantin Hansen (1836).
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