Para el Día del Blog 2009, la propuesta anual de recomendaciones y hallazgos que parece estar un poco de capa caída:
La blogósfera también parece estar un poco de capa caída, o eso parece implicar más de un partidario de los servicios de moda, y en especial de las redes sociales. Tal vez. Pero la desventaja de la simplificación de cualquier tecnología es que tiende a uniformarse: a volverse, a la vez que más fácil, menos flexible, menos acogedora para la iniciativa y la creatividad individual. Ha sucedido muchas veces en estos pocos años de auge de la red y así, probablemente, sucederá con las bitácoras. Pero tal vez algunas puedan ser leídas, ahora, como algo más que la acumulación de notas al azar que es el blog del mínimo esfuerzo. Los enlaces que agrego en esta ocasión pueden ser esa otra cosa que todavía permite la tecnología del blog.
El sitio/blog de Coudal Partners, además de una colección interesantísima de enlaces y notas (grandes y mini, para los fans de Twitter), incluye el extraordinario MoOM (Museum of Online Museums, o Museo de Museos en Línea).
En Picnic sobre el hielo, Gerardo Sifuentes, escritor y editor de la revista Muy Interesante, documenta toda clase de hallazgos extraños y mantiene, entre otras, una serie ingeniosa e inquietante: «Cosas que se hacen con libros» (leer no está entre ellas).
Tres enlaces en una nota, y todos distintos a los meta-sitios ya listados. Distintas latitudes es una (relativamente nueva) revista latinoamericana, con participación de autores de varios países y una estructura casi de blog que permite navegar entre artículos muy variados, notas y demás. Llegué a esta revista por los blogs de dos de sus colaboradores, que escriben con frecuencia y son muy interesantes: La isla a mediodía de Lilián López y Las opiniones del Rufián Melancólico de Carlos Ramón Morales.
Y para terminar, olvídense de los «veteranos» con seis meses de notas en sus bitácoras: Imaginemos, imaginemos…, el sitio personal de Raquel Castro, cumple siete años de funcionamiento ininterrumpido y estrena un nuevo sitio con archivo intacto. Ésta es una porción significativa de una vida en la red.
Si les interesa alguno, visítenlo. Y si les gusta, háganlo saber a sus creadores…
Hace casi veinte años (es decir, varios antes de la popularización del uso de Internet) aparecieron las primeras revistas virtuales mexicanas. La más interesante fue una dedicada a la ciencia ficción en español: La Langosta se ha Posado, que comenzó a publicarse en 1992 y fue fundada por Gerardo Porcayo, introductor del cyberpunk en México y uno de los varios autores que se dieron a conocer durante el breve florecimiento de la ciencia ficción nacional en los ochenta y noventa. El nombre de la revista proviene, por supuesto, de la novela El hombre en el castillo de Philip K. Dick, donde es el título de otra novela, en la que el mundo que conocemos se describe como una ficción.
La revista se creaba en Iris, uno de los primeros programas de creación de hipertexto y texto electrónico; como no existía otra forma posible de distribución, cada número de la revista –en la forma de un programa que se podía ejecutar en una PC– se copiaba en diskettes (esos antepasados de las pastillas USB en los que cabía poco más de un megabyte de información) y éstos se repartían a amigos y conocidos para que pasaran de mano en mano.
Que el medio más avanzado y audaz del momento tuviera que abrirse paso como las hojas volantes del siglo XVII no dejaba de ser irónico. Nueve números de la revista se publicaron en este formato, que de hecho era todavía más atrevido, y más desconcertante, en un país como éste (según se cuenta, cuando sus editores intentaron buscar apoyos para la edición de La Langosta en uno de tantos programas gubernamentales de financiamiento, nadie en la dependencia correspondiente fue capaz de entender que una revista no se publicara en papel). Más tarde, cuando comenzaron a utilizarse los navegadores de Internet y aparecieron los primeros servicios gratuitos de alojamiento en Internet, La Langosta tuvo una segunda época en la red, pero su proveedor (Xoom.com, una de numerosas compañías que surgieron durante la fiebre de las empresas .com a fines de los noventa) dejó de operar y esa etapa de la revista se perdió.
Actualmente, la revista ha vuelto una vez más: ahora es una serie de blogs enlazados con un nuevo nombre: La Langosta se ha Posteado, y contiene no sólo textos nuevos entre cuentos, ensayos, comentarios y reseñas, sino también un archivo en constante crecimiento con lo mejor de todas sus encarnaciones anteriores. Quienes la hayan leído antes reconocerán la continuidad y la dignidad de su propuesta editorial, que no se coloca en un gueto para volverse mediocre y autocomplaciente; quienes no la conozcan tal vez se sorprendan por sus textos y más aún por su diseño, que ahora juega de muchas maneras a la nostalgia; en todo caso, la continuidad de la revista y de su apuesta me parecen tan importantes como su intención de mantener la memoria de su trabajo. La mayor parte de las publicaciones contraculturales mexicanas (que por lo general duran pocos números, mal distribuidos, creados siempre en circunstancias apremiantes e inciertas) se olvida a los pocos meses de su desaparición. La Langosta propone en sus archivos la recuperación de un movimiento y una serie de ideas cuya vida, y evolución, se demuestra en las nuevas entregas de la revista.
(Nota: con ésta, Las historias llega a sus 500 notas publicadas. No es tanto, pero ha costado y ha valido la pena. Gracias como siempre a todos los que vienen a leer y comentar.)
Este mes, una salida de dos semanas (de la que espero escribir algo pronto; muchos saludos, entretanto a todos los amigos de Europa) puso en pausa esta bitácora. Para esta sección, rescato ahora un texto que se publicó hace algunos años en el sitio de Fatal Espejo, y al que agrego un par de imágenes e informaciones tomadas de El blog de la Muerte.
Advertencia: varias de las imágenes que siguen pueden molestar o perturbar a algunos lectores.
En la segunda mitad del siglo XIX, a la par de los diarios comunes, en Japón eran muy populares las nishiki-e: hojas volantes de contenido sensacionalista que se vendían semanalmente, con ilustraciones en xilografía y textos que las familias se leían para disfrutar con el que Poe llamaba el “estremecimiento voluptuoso”. En 1866, Ochiai Yoshiiku y Tsukioka Yoshitoshi, dos de los dibujantes más populares de nishiki-e, decidieron unirse para publicar un álbum de 28 ilustraciones, aún más brutales y atrevidas que de costumbre, al que titularon Eimei Nijuhasshuku (28 poemas plebeyos sobre figuras gloriosas).
El escándalo, la indignación de las buenas conciencias y el horror deliberado y provocador de las imágenes fueron causa de que se les diera un nombre propio, y de este modo quedaron como fundadoras de un nuevo subgénero: muzan-e, la estampa de atrocidades.
Ésta se invoca, con frecuencia alarmante (y casi siempre sin explicaciones ni ejemplos), en notas y reseñas publicadas por todo el mundo sobre Suehiro Maruo (1956), uno de los mejores historietistas del Japón actual, lo que podría parecer una de tantas simplificaciones hechas en occidente. No es del todo así, incluso si se considera que Maruo, en 1988, colaboró en una reedición de los 28 poemas plebeyos que le agregaba otra veintena de nuevas imágenes.
Aunque se inició en una revista de cómic sadomasoquista y siempre ha sido un dibujante explícito, incómodo, pasó pronto a ser un artista de culto en el sentido más esnob del término y a difundir su trabajo en compilaciones o álbumes de dibujos sueltos con escasa tirada: todo lo contrario de sus precursores. Sin embargo, uno y otros comparten el interés por la violencia explícita, y junto con algunos artistas más –el ejemplo más notable es el de Kazuichi Hanawa, dibujante provocador y morboso con el que Maruo trabajó, precisamente, en la reedición ya mencionada de las muzan-e– ofrecen a los lectores no especializados, que somos casi todos, una versión del arte de su país muy diferente de lo que acostumbramos llamar manga y que, asimilado a la cultura global –“ojos grandes y muchas rayas para indicar velocidad” es una fórmula reconocible por todos–, ha perdido casi por entero su capacidad crítica y su intención original de lidiar con las oscuridades de su cultura madre.
Y, de rebote, de la nuestra. Este otro Japón dibujado tiene, quiero decir, numerosas conexiones con Occidente, pero menos con la ciencia ficción que con Balthus y Nabokov, a quienes Maruo cita explícitamente: menos con Osamu Tezuka y su Astroboy que con Nagisa Oshima y El imperio de los sentidos. Y lo que incomoda a muchos es precisamente lo diferente de Maruo, quien previsiblemente no se contiene al dibujar coitos (“normales” y parafílicos), mutilaciones, asesinatos, violaciones, canibalismo y más que aparece con frecuencia en sus historias, pero en quien, sobre todo, puede verse aún la preocupación por el devenir de su país luego del trauma de la posguerra y la ligazón, rara vez fácil de comprender, que Oriente y Occidente han establecido entre sí, y que no se reduce a un intercambio de tecnologías y de iconos. Las visiones de Maruo, espantosas, totalmente personales, permiten atisbar una imagen de la existencia en la que la carne sólo puede ofrecer mal y dolor, pero no a causa de una perversidad intrínseca sino por una influencia siempre exterior, siempre antigua, que a veces se manifiesta en el otro, el ajeno, el incomprendido, y otras en las figuras de autoridad, desde padres hasta gobernantes. La propensión a caer es connatural a la especie, o impuesta por las fuerzas que nos sobrepasan y nos destruyen, pero además de no poder evitarla, no caemos (parece decir Maruo) todos juntos ni a la misma velocidad: así, la tragedia proviene siempre de lo desigual.
El mejor ejemplo de esto es Midori, la niña de las camelias (1984), una historia de trama simplísima pero alusiones numerosas y espesas. Midori, una niña pobre, es vendida a un circo de fenómenos y explotada, de todas las formas concebibles, por los miembros de la caravana, cada uno a la vez miserable y monstruoso; sólo Masamitsu, un enano cuyo acto consiste en introducirse en una botella pequeñísima –o en hipnotizar a la multitud para hacerla “ver” esta hazaña imposible– parece interesado en ayudarla y se convierte, a pesar de su propia rareza y de su amor posesivo, pedófilo, por Midori, en la única esperanza de afecto que tiene la niña en su mundo terrible. Sin embargo, al final, la muerte de Masamitsu, a la mitad de un viaje a sitios del pasado de Midori en busca de una paz aparentemente posible, conduce a un episodio más terrible que cualquiera de los anteriores: el universo minucioso, increíblemente detallado, que ha creado Maruo, y que se mueve en composiciones audaces en espiral y en simetrías extrañas, literalmente se cae alrededor de Midori, quien una vez más es víctima de sus torturadores y queda sola, sollozante, en una doble página en blanco.
La niña, por supuesto, es una amalgama de Lolita, del arquetipo gastado de la escolar japonesa y de una o dos heroínas del Marqués de Sade; pero como la lógica de su padecer es la de una pesadilla –que constantemente se llena y se vacía de detalles y en la que todas las formas de violencia convergen en composiciones arduas y pastiches deslumbrantes–, el lector no tiene tiempo de fijarse en su irrealidad de personaje intertextual y, en cambio, puede sufrir con cada estación de su martirio, por absurda que parezca. Maruo es consciente de esta facultad de sus imágenes y sus textos: una de las secuencias más espantosas, en la que Midori sufre torceduras y luxaciones en todos sus miembros antes de ser violada con la ayuda de una culebra, está representada en el estilo más amable e «infantil» del manga de Tezuka, a la manera de Kimba el león blanco o La princesa caballero…
Poco a poco, años o décadas después de su aparición original, las historias de Maruo –en compilaciones como El monstruo de color de rosa, Lunatic Lover’s, La sonrisa del vampiro o Gichi Gichi Kid, todas publicadas por la filial española de la editora francesa Glénat– han comenzado a llegar a los lectores de habla castellana.
He aquí un cuento del gran Yukio Mishima (1925-1970), famoso por el suicidio ritual con el que terminó su vida pero también por varios libros extraordinarios (El pabellón de oro, Nieve de primavera, Confesiones de una máscara, Caballos desbocados, El marino que perdió la gracia del mar…)
Considerado uno de los autores centrales del Japón de la segunda mitad del siglo XX, este cuento era, al parecer, su favorito, porque trata justamente el tema de una muerte heroica por medio del seppuku, conocido también como hara-kiri. Puede no ser el mejor del escritor, famoso durante su vida por numerosas extravagancias, pero la preferencia, según podemos ver ahora, señalaba al menos que Mishima estaba realmente preocupado por encontrar algún punto de contacto entre su oficio de artista y la idea de la muerte honorable que lo fascinaba. Por otra parte, el cuento es ejemplar al describir la psicología de los personajes –que probablemente resultará extraña a muchos lectores– y las descripciones del suicidio del oficial (y de lo que él mismo experimenta) son una obra maestra.
Antes del texto (pero recomiendo leer primero el texto), he aquí también el cortometraje de media hora basado en «Patriotismo», y titulado en sus versiones internacionales como El rito del amor y de la muerte, que Yukio Mishima dirigió, produjo y escribió en 1965. Mishima también interpreta el papel principal; el de la esposa del oficial es interpretado por Yoshiko Tsuruoka. A la muerte del escritor en 1970, su viuda, Yoko, pidió que todas las copias existentes del corto fuesen destruidas pero permitió la conservación del negativo, que permitió recobrar la película cuando Yoko falleció. Esta versión está subtitulada en inglés.
Ahora sí, el texto.
PATRIOTISMO
Yukio Mishima
I
El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.
La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: «¡Vivan las Fuerzas Imperiales!» La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: «Ha llegado el día para la mujer de un soldado». Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.
II
Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de su juventud.
En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla. Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.
Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás. Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.
No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.
El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo. ¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia.
Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas, Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.
El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.
Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que «la armonía reinará entre el marido y la mujer». Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda reverencia.
La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.
III
Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.
Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.
Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia decisión era también muy firme. Moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.
Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza los principios, vitales como el sol, que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.
Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.
Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.
No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.
A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Éstas eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente en algo llamado motín. El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos, tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.
Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no responde. Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de seis tatami.
Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y elasticidad.
En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron que me uniera a ellos. Quizás no lo hicieron al saberme recién casado. Kano, Homma y, también, Yamaguchi.
Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.
-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos… No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko…
Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.
Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte. El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.
Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
-Bien, entonces… -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.
El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente, como expresadas en delirio.
Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.
-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.
Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante, aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.
Cuando Reiko dijo: «Permíteme acompañarte», el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji… No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.
-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?
-Sí, por supuesto.
-¿Y la comida…?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico, que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.
-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?
-Como quieras.
Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.
Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.
Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.
-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake… Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.
Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.
Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.
Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.
Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie podría destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la Verdad.
El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.
Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.
Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura viviente.
Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
-Ven aquí-dijo el teniente.
Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.
Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo habitual.
Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte propia.
El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.
Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.
El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras «ÚLTIMA VEZ» hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.
El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.
-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar… -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.
Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.
El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora.
La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni simetría.
Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.
Reiko habló, por fin, con voz trémula:
-Muéstrame… Déjame mirar por última vez…
Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de Shinji y los cerró suavemente.
Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.
Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.
Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás.
Reiko gritó.
Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte…
Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el suicidio. Además, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos abusando de esos goces.
Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.
También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.
-Podemos prepararnos -dijo el teniente.
La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.
Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.
Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.
-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi…
-Sí, eran todos grandes bebedores.
-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.
Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.
El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las gruesas pinceladas solo decían:
«¡Vivan las fuerzas imperiales! – Teniente del ejército, Takeyama Shinji.»
El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.
Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos caracteres chinos que significaban «Sinceridad», lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se ofendería.
Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de tristeza.
Finalmente, el teniente habló con voz ronca:
-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar, ¿comprendes?
Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.
Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte frente a los ojos de su hermosa esposa… Una dulzura sin límites lo invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.
«Este debe ser el pináculo de la buena fortuna», pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.
Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.
El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.
-Es hora de partir -dijo, por fin.
Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas que le resultaban imposibles de contener.
Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de acero al desnudo.
Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.
Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la luz.
Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme, indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.
Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.
«¿Es esto el seppuku?», pensó.
Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las cosas existentes, existir.
Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.
Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.
La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un animalito.
La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos.
El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.
Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.
Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.
El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.
El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.
Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.
Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la alcoba.
Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente la espada. Se agitó convulsivamente en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.
Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.
Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.
No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.
Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.
La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta…
Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.
Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.
Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.
Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.
Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.
Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.
Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.
Nuevamente se agregan enlaces a la página principal del proyecto Poe 2009: una traducción rítmica de «El cuervo» de Carlos Manuel Cruz Meza, más un ensayo suyo sobre Poe presentado en el reciente Poe-loquio de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; también, un elogio de Fernando Savater y un resumen de las polémicas contra Poe (incluyendo la diatriba de Harold Bloom) hecho por Christopher Domínguez Michael.
La convocatoria a participar en este proyecto sigue abierta.
Hoy, precisamente hoy, se cumplen los doscientos años: Edgar Allan Poe nació en Boston, Massachusetts, el 19 de enero de 1809. Para celebrar el día preciso, aparecen aquí dos nuevas traducciones de Poe y además el aviso de una tercera, así como nuevos enlaces en la página principal del proyecto Poe 2009, al que la invitación sigue en pie de aquí a 2010.
En Las historias están, desde ahora, traducciones que he hecho de dos breves y muy poco conocidos ensayos de Poe, pertenecientes a una serie de textos marginales: «De la Imaginación» y «El velo del alma». Una tercera traducción llega con el proyecto independiente La Guillotina, dedicado a ofrecer gratuitamente textos clásicos y rarezas literarias, que presenta el primer vistazo a un libro de próxima aparición: Poliziano. Una tragedia inconclusa, la única obra de teatro que escribió Poe, y que puede leerse ya, completa, en línea, en edición bilingüe. La colección completa de La Guillotina, un proyecto animado por Raúl Berea y Erika Mergruen, puede leerse desde esta otra dirección: http://www.scribd.com/groups/documents/69852-colecci-n-la-guillotina.grid.
Por último, hay tres nuevos enlaces: uno lleva a «Annabel Lee», un video a partir de la canción de la banda española de rock Radio Futura (a partir del poema del mismo título, uno de los más celebrados de Poe), otro más a una selección de referencias a flores en la poesía de Poe (en el blog especializado Flores Literarias) y el otro una sección especial del portal Letralia.com con tres traducciones de «The Raven», otro de los poemas clásicos de nuestro autor; las traducciones son al francés, el portugués y el español y fueron realizadas por Charles Baudelaire, Fernando Pessoa y Juan Antonio Pérez Bonalde, respectivamente.
Ojalá disfruten estos textos y sigan viniendo a esta celebración de Poe, que durará todo el año. Pronto, un par de textos nuevos de otros tantos colaboradores se unirán a los homenajes.
La nueva actualización de la página del proyecto Poe 2009 contiene diversas novedades. Entre los enlaces recién agregados hay que destacar un archivo de textos, digitalizados por Lulífera (a quien agradezco especialmente), con un par de ensayos capitales de Poe, «El principio poético» y «Filosofía de la composición»; un ¿artículo? de Poe, «Von Kempelen y su descubrimiento», comentado por Jorge Volpi; y la famosa versión animada del poema «El cuervo» del programa Los Simpson.
Han llegado las primeras propuestas de textos originales; pronto aparecerán publicados, en páginas aparte, al menos un par de ellos, así como un par de nuevas traducciones. La convocatoria a participar en este proyecto, abierta a todos los interesados durante todo este año, puede leerse en esta página.
Georges Simenon, Maigret. Barcelona, Tusquets, 2004. 170 pp.
Este año se cumplirán veinte de la muerte del narrador belga Georges Simenon (1903-1989), autor de más de doscientas novelas publicadas con su nombre o con uno de 27 seudónimos. Gran maestro de la novela negra, desdeñado por algún tiempo debido a su popularidad (y hasta que no sólo le llegó el reconocimiento de escritores consagrados, sino que demostró su talento en una gran cantidad de novelas alejadas de lo policial: los llamados libros duros que escribió para la editorial Gallimard), resulta un escritor muy capaz de atraer todavía hoy, cuando tantos de sus contemporáneos –y varios muy ilustres entre ellos– han sido olvidados.
Sus libros centrales son los del inspector Maigret, uno de los grandes detectives de la literatura de occidente, que comenzaron a publicarse en 1931. Maigret, de 1934, es de los libros más notables de la serie no sólo porque, en su momento, fue escrito por Simenon para cerrarla, pues el creador estaba harto de la creatura y deseaba probar suerte con otros proyectos literarios (al final, luego de unos pocos años Simenon regresó a Maigret y siguió escribiendo sus aventuras hasta 1972). Además, la situación inicial elegida por Simenon en esta historia particular da para algunas variaciones interesantísimas de las convenciones de la narración policiaca.
Éste es un detective que, al contrario de la mayoría, está casi inerme: con ya un par de años de retiro, y separado de sus antiguos subordinados en la policía de París, el ex-inspector Maigret se entera de que un sobrino suyo, más bien inexperto y estúpido, está acusado de un asesinato. Para peor, el sobrino es policía y obtuvo el puesto gracias a Maigret. Éste viaja a París y busca el modo de limpiar el nombre del sobrino, y encontrar al verdadero culpable, sin más ayudas que su inteligencia, su conocimiento del mundo criminal y la poca influencia y buena voluntad que le quedan en el departamento de policía. Éste no es el agente del orden de las series de televisión, con presupuesto ilimitado, la gallardía de la juventud y todos los recursos existentes a su disposición. Tampoco es un hombre absolutamente seguro de sí mismo: duda de su capacidad, por momentos se desespera, está a punto de llorar cuando un testigo se le escapa después de que él le ha salvado la vida…
Las fantasías de poder que estamos acostumbrados a mamar de los medios masivos intentan hacernos olvidar las debilidades y hasta la misma materialidad de nuestros cuerpos: este Maigret, en cambio, no sólo es un héroe de catadura dudosa, y bastante lejos de su plenitud, sino además un hombre que necesita esforzarse: resopla, se cansa, tiene dificultades para recorrer una porción de su ciudad que en otra época habría podido atravesar corriendo. Allá quienes crean que éstas son limitaciones o defectos del personaje; sin que Simenon intente acercar su escritura a la de los grandes realistas del siglo XIX (no le hace ninguna falta), sus personajes y ambientes logran, y en un espacio relativamente muy breve, la misma «ilusión de verdad», la misma impresión de verosimilitud, y además una impresión centrada no en los objetos o los ambientes sino en los personajes, en sus sensaciones, sus pensamientos, su aspecto y (si se puede decir de este modo) el lugar que ocupan en el espacio: el papel que cada uno juega en la intriga de la novela y en el mundo que Simenon construye. Esto significa que el libro puede «atraparnos» (ese efecto tan sobrevaluado), pero lo hace de un modo distinto, con una seguridad y una audacia pasmosas. Por ejemplo, en la mayoría de los «manuales modernos» de escritura leeremos que está «mal» saltar bruscamente de un punto de vista a otro, y que aún un narrador omnisciente en tercera persona debe reducir al mínimo el número de puntos de vista que elige, a riesgo de caer en el cliché de los bestsellers de Arthur Hailey y otros por el estilo, siempre repletos de subtramas inútiles pero sensacionales; en cambio, Simenon, cuyo talento es anterior además de superior, no sólo introduce muchísimos saltos de un personaje a otro, y a veces tan breves como uno o dos renglones de texto, sino que se mete en cualquier personaje, sin importar lo pequeño o insignificante que sea, cuando juzga necesario comunicar una impresión particular que sólo ese personaje puede tener.
Por último, las dos escenas más llamativas del libro son episodios apasionantes y a la vez grandes lecciones de escritura. En el primero, Maigret va y se sienta en un rincón de un café durante un día entero, y desde su mesa, con su sola presencia y un par de trucos simplísimos, consigue inquietar, enervar y al fin poner en seria crisis a los criminales a quienes persigue. En el segundo, cuando ha logrado meterse en el departamento del autor intelectual del crimen, no tiene idea de cuál fue su papel en el asesinato y por un tiempo se dedica sólo a incordiarlo, haciendo vagas acusaciones que son como palos de ciego…, pero de pronto, en el intercambio de frases, Maigret comprende a su adversario: descubre cómo piensa, quién es, qué pudo haber hecho y qué no el día del crimen, y en ese momento el esclarecimiento del asesinato (nos dice la voz de Simenon, que preside los hechos) se vuelve menos importante que el descubrimiento del hombre: del ser humano, o por lo menos de la representación de lo humano que es un personaje.
Crear un personaje novelesco es exactamenteese proceso de descubrimiento: exactamente esa averguación azarosa, descontrolada, incierta, que de pronto (si se tienen la suerte y el empeño de Maigret y de Simenon) lleva a la revelación. De modo que la metáfora es perfecta. Pocas veces se puede decir eso de la obra de nadie: sin exageración, es una de las marcas del genio.
Hola. He estado encerrado y lejos de la red (y de todo) por un rato no tan largo, pero que deseaba poder disfrutar desde hacía mucho: he estado escribiendo sin parar. Vuelvo rapidísimo para dejar esta nota breve, saludarlos y enviarles felicitaciones para estos días y buenos deseos (de a de veras, no de los habituales) para los días que vendrán.
Va a estar muy difícil, ya sabemos: lúcidamente, un cartel publicitario que ahora se ve en México (espero subir luego la foto) muestra una imagen de Santa Claus y «Próspero 2009″…, pero el Santa tiene una enorme nariz de Pinocho. Sin embargo, de nada nos va a servir meter la cabeza en un agujero (en el televisor, por ejemplo) o distraernos con tonterías (con los desplantes de las nuevas divas literarias, por ejemplo, tan parecidas a los personajes de Rudo y cursi; qué pena). Ojalá nos demos alternativas a los anestésicos habituales; ojalá nos demostremos que podemos estar vivos.
Como las fiestas se han convertido en una serie de rituales de consumo más bien repugnantes (los villancicos modernizados tienen letras sobre regalos y compras), dejo, mejor, el siguiente obsequio: ésta es, completa, La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero, la película que creó la figura del zombie como la conocemos ahora y todavía hoy una de las mejores de su especie. No está subtitulada pero los zombies no conocen fronteras. Diviértanse.
(Posdata: regresando actualizaré de nuevo la página de Poe –¡muchas gracias por todas las nuevas colaboraciones!– y aparecerán los resultados del concurso del mes. Hasta pronto…)
Para terminar este año de cuentos, un cuento popular africano, de esas historias que se transmiten a lo largo de los siglos, de un oyente a otro. Rarísimo: lo encontré en un archivo digital en un CD que no recordaba que tenía, e ignoro su procedencia precisa y la edición original de la que proviene. Agradeceré cualquier información al respecto. (Y si les interesa algún otro cuento como éste, no dejen de avisar.)
Felices fiestas.
EL ÁRBOL QUE HABLABA
Anónimo
Había un lobo en la selva. Un día, cuando estaba fuera paseando, encontró a un árbol que tenía unas hojas que parecían caras de personas. Escuchó atentamente y pudo oír al árbol hablar.
El lobo se asustó y dijo: «Hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol parlante». Tan pronto como hubo dicho estas palabras alguna cosa que no pudo ver lo golpeó dejándole inconsciente. No sabía durante cuanto tiempo había estado allí tendido en el suelo, pero cuando despertó estaba demasiado asustado para hablar. Se levantó inmediatamente y empezó a correr.
El lobo estuvo pensando acerca de lo que le había ocurrido y se dio cuenta de que podía usar el árbol para su provecho. Se fue paseando de nuevo y se encontró a un antílope. Le contó lo del árbol que hablaba, pero el antílope no le creyó. «Ven y lo verás tu mismo», dijo el lobo, «pero cuando llegues delante del árbol asegúrate de decir estas palabras: Hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol parlante. Si no las dices, morirás.»
El lobo y el antílope se acercaron hasta el árbol que hablaba. El antílope dijo: «Has dicho la verdad, lobo, hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol parlante.»
Tan pronto como dijo esto alguna cosa le golpeó y le dejó inconsciente. El lobo cargó con él a su espalda y se lo llevo a casa para comérselo. «Este árbol que habla solucionará todos mis problemas», pensó el lobo. «Si soy inteligente nunca más volveré a pasar hambre.»
Al día siguiente el lobo estaba paseando como de costumbre. Al cabo de un rato se encontró con una tortuga. Le contó la misma historia que le había contado al antílope, y la llevó hasta el lugar. La tortuga se sorprendió cuando vio al árbol parlante.»No creía que esto fuera posible», dijo, «hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol parlante». Inmediatamente fue golpeada por algo que no pudo ver y cayó inconsciente. El lobo la arrastró hasta su casa y la puso en una olla. Pensó en hacer una estupenda sopa.
El lobo estaba orgulloso de sí mismo. Después del antílope y la tortuga cazó un ave, un jabalí, y un ciervo. Nunca antes había comido mejor. Siempre usaba la misma estrategia. Contaba a sus presas que debían decir que nunca antes habían visto a un árbol hablar y que si no lo decían morirían. Todos ellos hicieron lo que el lobo les dijo y todos ellos quedaron inconscientes. Luego el lobo cargaba con ellos hasta su casa. Era un plan perfecto, él lo creía simple e infalible, y agradecía a las estrellas el hecho de haber encontrado a ese árbol. Esperaba comer como un rey durante el resto de su vida.
Un día, que se sentía con algo de hambre, el lobo fue a pasear de nuevo. Esta vez se encontró con una liebre. El lobo le dijo: «Hermana liebre, he visto algo que tú no has visto desde el tiempo de tus antepasados».
«Hermano mayor, ¿qué puede ser?», preguntó la liebre.
«He visto a un árbol que habla en la selva», dijo el lobo. Contó la misma historia de siempre a la liebre y se ofreció para llevarla a ver al árbol parlante. Fueron juntos hasta el lugar. Cuando se acercaban al árbol el lobo le dijo, «no olvides lo que te he contado».
«¿Qué me contaste?» preguntó la liebre.
«Lo que debes decir cuando llegues junto al árbol, o si no, morirás», dijo el lobo.
«¡Oh, sí!», dijo la liebre. Y empezó a hablar con el árbol. «¡Oh!, Árbol, ¡oh!, árbol», dijo, » Eres un árbol precioso».
«No, eso no», dijo el lobo.
«Perdona», dijo la liebre. Entonces habló de nuevo. «Árbol, ¡oh!, Árbol nunca pensé que pudieras ser tan maravilloso».
«¡No, no!», dijo el lobo. «No un árbol precioso, un árbol parlante. Te dije que tenías que decir que nunca antes habías visto un árbol parlante.»
Tan pronto como hubo dicho estas palabras, el lobo cayó inconsciente. La liebre se fue andando y mirando hacia el árbol y el lobo. Luego sonrió. «Entonces, éste era el plan de señor Lobo», se dijo. «Pensaba que este lugar era un comedero y yo su comida».
La liebre se marchó y contó a todos los animales de la selva el secreto del árbol que hablaba. El plan del lobo fue descubierto, y el árbol, sin herir a nadie, continuó hablando solo.