Cuando este sitio comenzó, hace casi veinte años, la escritura en blogs parecía ser la vanguardia de la literatura en medios digitales. Luego vinieron las redes sociales, y luego se fueron (es decir, siguen ahí, pero ya no se puede creer que sirvan de sustrato para la literatura). Y este sitio sigue aquí, igual que la literatura digital: lo nuevo que se inventa hoy sólo está un poco más en la sombra, en sitios más recónditos.
He aquí un ejemplo. Este es un relato experimental que se formó en la plataforma Tumblr. No fue planeado de antemano y es obra de dos personas distintas que no sé si se conocen entre sí, y cuyas identidades ignoro: los usuarios @sadoeuphemist y @ospreyonthemoon. Lo que hicieron parte de una fábula que se ha vuelto meme –la antigua historia de la rana y el escorpión– y que se repite con variaciones y mutaciones cada vez más extrañas. Al final, su tema acaba siendo muy distinto de lo que parecía. Yo hice la traducción y me siento muy contento de descubrir algo tan distinto de las formas de escritura convencional, de los «productos» comunes de esta era y de otras. Ojalá les interese a ustedes.
RANAS Y ESCORPIONES
@sadoeuphemist y @ospreyonthemoon, de Tumblr
[la parte de @sadoeuphemist]
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¿Parezco tonta?”, dijo la rana. “¡Me vas a picar si dejo que te subas a mi lomo!”
“Sé lógica”, dijo el escorpión. “Si te picara, de seguro me ahogaría.”
“Eso es verdad”, reconoció la rana. “Bueno, súbete.” Pero tan pronto llegaron a la mitad del río, el escorpión picó a la rana, y ambos empezaron a retorcerse y ahogarse. “¿Por qué demonios hiciste eso?”, dijo la rana con voz lúgubre. “Ahora los dos vamos a morir.”
“No lo puedo evitar”, dijo el escorpión. “Es mi naturaleza”.
*
… Pero tan pronto llegaron a la mitad del río, la rana sintió un movimiento sutil en su lomo, sintió pánico y se sumergió en lo profundo de la corriente, haciendo que el escorpión se ahogara.
“Iba a picarme de cualquier manera”, murmuró la rana, emergiendo del otro lado del río. “Era inevitable. Todos ustedes lo sabían. Todo el mundo sabe cómo son los escorpiones. Fue en defensa propia.”
*
… Pero tan pronto se separaron de la orilla, la rana sintió la punta de un aguijón apoyada suavemente contra su cuello. “¿Qué crees que estás haciendo?”, dijo la rana.
“Sólo una precaución”, dijo el escorpión. “No te puedo picar porque me ahogaría. Y ahora, tú no me puedes ahogar sin que te pique. Es lo justo, ¿no?”
Cruzaron en silencio hasta el otro lado del río, donde el escorpión se bajó, dejando a la rana furiosa.
“¡Después de que lo buena que fui contigo!”, dijo la rana. “¿Y a cambio me amenazas con matarme?”
“¿Buena?”, dijo el escorpión. “¿Fue una bondad invitarme a tu lomo sólo después de saber que yo estaba indefenso, incapaz de usar mi cola sin matarme? Mi querida rana, sólo te traté como fui tratado. Tu bondad estaba tan envenenada como el aguijón de un escorpión.”
*
… “Sólo una precaución”, dijo el escorpión. “No te puedo picar porque me ahogaría. Y ahora, tú no me puedes ahogar sin que te pique. Es lo justo, ¿no?”
“Tienes razón en eso”, reconoció la rana. “Pero una vez que lleguemos a tierra firme, ¿no podrías picarme sin sufrir las consecuencias?”
“Todo lo que quiero es cruzar el río de forma segura”, dijo el escorpión. “Una vez que esté del otro lado, con gusto te dejaré en paz.”
“Pero tendría que confiar en tu palabra”, dijo la rana, “mientras tú tienes el aguijón puesto sobre mi cuello. Llevarte a tierra me haría abandonar la única forma de disuasión que tengo contra ti.”
“Siguiendo esa misma lógica, no es posible que quite mi aguijón mientras aún estamos en el agua”, protestó el escorpión.
La rana se detuvo a mitad del río, manoteando. “Entonces, supongo que estamos empatados.”
El río seguía corriendo alrededor. El aguijón del escorpión tembló sobre la piel aún ilesa de la rana. “Supongo que sí”, dijo el escorpión.
*
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¡Por supuesto que no!”, dijo la rana, y se sumergió en las aguas, y así ninguno de los dos aprendió nada.
*
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una tortuga (como en la versión original, persa, de la fábula) que lo llevara a través del río. La tortuga estuvo de acuerdo de inmediato, y le permitió al escorpión subir a su caparazón. A la mitad del camino, el escorpión cedió a su naturaleza y picó, pero no logró penetrar la dura concha de la tortuga. Ésta, que nadaba plácidamente, ni cuenta se dio.
Llegaron al otro lado del río y se separaron como amigos.
*
… A la mitad del camino, el escorpión cedió a su naturaleza y picó, pero no logró penetrar la dura concha de la tortuga.
Ésta, al escuchar el golpe del aguijón, se ofendió por la ingratitud del escorpión. Venturosamente, como disponía de poderes para defenderse y para castigar el mal, la tortuga se hundió en las aguas y ahogó al escorpión por principio.
*
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¿Parezco tonta?”, se burló la rana. “¡Me vas a picar si dejo que te subas a mi lomo.”
El escorpión le rogó con sinceridad. “¿Tan mal piensas de mí? Por favor, necesito cruzar el río. ¿Qué ganaría con picarte? ¡Sólo conseguiría ahogarme!”
“Eso es verdad”, reconoció la rana. “Hasta un escorpión sabe que debe cuidar su propia vida. ¡Súbete!”
Pero mientras avanzaban por la corriente, el escorpión empezó a preocuparse. Esta rana cree que soy un asesino despiadado, pensó. ¿No sentiría justificado el arrojarme ahora al agua y librar al mundo de mí? ¿Por qué otra razón habría accedido a hacer esto? Cada balanceo de la rana ponía más y más ansioso al escorpión, hasta que la rana se echó hacia adelante, salpicando de modo muy abundante, y el escorpión aterrado la picó con su aguijón.
“Lo sabía”, gritó la rana, mientras ambos se retorcían y se ahogaban. “¡Un escorpión no puede cambiar su naturaleza!”
*
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. La rana aceptó, pero en cuanto estuvieron a la mitad del río el escorpión picó a la rana, y ambos empezaron a retorcerse y ahogarse.
“La culpa es sólo mía”, suspiró la rana, mientras ambos se hundían bajo las aguas. “Tú eres un escorpión. No podía haber esperado nada mejor de ti. Pero yo sí soy más inteligente, ¡y sin embargo actué contra mi propio buen juicio! ¡Y ahora nos he condenado a los dos!”
“No lo podías evitar”, dijo el escorpión, mansamente. “Es tu naturaleza.”
*
… “¿Por qué demonios hiciste eso?”, dijo la rana con voz lúgubre. “Ahora los dos vamos a morir.”
“Por desgracia, mi naturaleza es conflictiva”, dijo el escorpión. “Parte de mí quería seguir sobre tu lomo, agradecida, a través del río, y la otra me pedía picarte de inmediato. Así que las dos pelearon y ninguna ganó”. Sonrió con añoranza. “Ah, ¿no sería hermoso ser únicamente una cosa? Ser simple y puro de naturaleza. Sin la capacidad para el conflicto ni el arrepentimiento.”
“Por cierto”, dijo la rana mientras nadaba, “te quería preguntar. ¿Qué hay del otro lado del río?”
“Lo que importa es el viaje”, dijo el escorpión. “No el destino.”
*
… “¿Qué hay del otro lado de cualquier cosa?”, dijo el escorpión. “Un nuevo comienzo.”
*
… “Otro escorpión con el que aparearme”, dijo el escorpión. “Y más presas que matar, y más cuerpos vivos que envenenar, y un linaje de crueldades por venir del que tú serás en parte culpable.”
*
… “Nada que vayamos a vivir para ver, me temo”, dijo el escorpión. “La corriente ya se vuelve más fuerte, y parece que el río va a tragarnos. Mientras más avanzamos, más retrocede la orilla. Pero ¿eso significa que nuestro esfuerzo ha sido en vano?”
*
“Te amo”, dijo el escorpión.
La rana miró hacia arriba de reojo. “¿Me amas?”
“Por completo. ¿Puedes imaginar el miedo de ahogarte? Por supuesto que no. Eres una rana. Sería como tener miedo de respirar aire. Y sin embargo aquí estoy, agarrado de tu lomo, mientras las aguas rugen a nuestro alrededor. ¿No es eso amor? ¿No es confianza? ¿No es necesidad? No podría matarte sin matarme a mí mismo. ¿No somos inseparables?”
Ambos callaron y la rana siguió nadando.
*
“Estoy muy cansada”, murmuró la rana finalmente. “¿Cuánto falta para el otro lado? No sé cuánto hemos estado nadando. He estado tragando agua. Y todo está muy oscuro.”
“Shhh”, dijo el escorpión. “No tengas miedo”.
La rana pataleó débilmente. “¿Cuánto tiempo ha pasado? Estamos perdidos. ¡Estamos perdidos! Estamos condenados a seguir en estas aguas para siempre. No hay tierra. ¡No hay nada del otro lado! ¿No lo ves?
“Shhh, shhh”, dijo el escorpión. “Mi veneno es alucinógeno. Bajo la superficie, el río es infinitamente profundo, y sus corrientes traen muchas cosas.”
“Tú… Nos has matado a ambos”, dijo la rana, y empezó a reír en su delirio. “¿Así…, así se siente ahogarse?”
“Nos hemos matado el uno a la otra”, dijo el escorpión para serenarla. “El veneno de mis glándulas que ahora surca tus venas, las aguas de tu charca natal que ahora están en mis pulmones. Nos estamos absorbiendo, ahogando el uno en la otra. No puedo respirar. ¿Lo sientes? ¿Sientes mi aguijón atravesando tu corazón?”
“Qué cosa tan estúpida”, murmuró la rana. “Para qué hacerlo. No tiene lógica. No tiene nada de lógica.”
“No lo podíamos evitar”, murmuró el escorpión. “Son nuestras naturalezas. ¿Por qué más pasa cualquier cosa en el mundo? Porque fuimos hechos para ello desde el nacimiento, cariño, cada momento inexplicable e inevitable. Qué cosa tan absurda es enamorarse, y sin embargo… ¡Es nuestra culpa! Y somos inocentes. Estamos juntos ahora, cariño. Y no podría haber sucedido de ninguna otra manera.”
*
“Es curioso”, dijo la rana. “Realmente no puedo decir que confíe en ti. Ni siquiera que me gustes mucho tú, y no digamos ese aguijón horrible que tienes. Pero igual estoy haciendo esto por ti. ¿No es extraño? ¿Por qué haría esto? Quiero ayudarte, quiero esforzarme para ayudarte. ¡Te dejé subirte en mi lomo! ¿Por qué razón fui e hice una cosa tan tonta?”
*
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¿Parezco tonta?”, dijo la rana. “¡Me vas a picar si dejo que te subas a mi lomo!”
“Sé lógica”, dijo el escorpión. “Si te picara, de seguro me ahogaría.”
“Eso es verdad”, reconoció la rana. “Bueno, súbete”. Pero tan pronto el escorpión montó a lomos de la rana, empezó a picarla repetidas veces, todavía en la seguridad de la orilla del río.
La rana gimió, retorciéndose débilmente mientras el veneno recorría sus venas y empezaba a licuar su carne. “Ah”, murmuró. “Por alguna razón, nunca consideré esta posibilidad.”
“Porque nunca me tuviste miedo”, murmuró el escorpión en su oído. “Nunca tuviste miedo de morir. En una vida anterior, tenías un caparazón y tu labor era juzgar. Y luego renaciste: suave de piel, rápida, libre de todo peso, tan nueva y vulnerable como un niño, de nuevo en movimiento por un mundo de niños. ¿Cómo podía nadie ser cruel, pensabas, viendo lo precario que es todo?” El escorpión inclinó su cabeza y bebió. “¿Cómo podría alguien matarte sin matarse a sí mismo?”
[la parte de @ospreyonthemoon]
Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “Para ser honesta”, dijo la rana del desierto, “soy de la especie incorrecta de rana para hacer eso.”
“Oh”, dijo el escorpión.
“Yo misma estaba esperando encontrar a alguien que me ayudara a cruzar”, admitió la rana.
“Ah”, dijo el escorpión. “Bueno, podemos esperar juntos.”
Se sentaron, esperaron, y cuando pasó por allí una tortuga, ambos se aventuraron juntos, y el escorpión estaba demasiado ocupado platicando para pensar en picar a nadie.
*
“De hecho”, dijo el escorpión, mientras trepaba al lomo de la rana, “mi aguijón es inofensivo”.
“¿De verdad?”, dijo la rana mientras empezaba a nadar.
“Sí”. El escorpión agitó su pequeña cola. “El veneno no hace daño a nada mayor que un escarabajo. No puedo amenazarte con él, ¿entiendes? Así que no necesitas preocuparte de él en absoluto.”
La rana, libre del miedo de la muerte, empezó a prepararse para sumergirse.
“Aunque”, continuó el escorpión mientras sentía que la rana se iba deteniendo, “no debes creer que estoy del todo indefenso.”
“¿Por qué no?”, dijo la rana. “Todo lo que tienes son tus pinzas, y no son tan afiladas para perforar mi piel.”
“No, no lo son”, asintió el escorpión, agarrándose bien de los hombros de la rana. “Pero son fuertes. Deben serlo, para agarrar a mi presa mientras mi pobre veneno tiene tiempo de actuar.”
“Pero no me matarían.”
“No. Pero hay otras maneras de lastimar.” El escorpión apretó sus pinzas, dejando que sus dientes se hundieran en la piel. “Harás que me ahogue, por supuesto. Pero mis pinzas seguirán cerradas. Mi cadáver ahogado quedará fijo sobre tus hombros, aquí mismo, con las pinzas enterradas en ti. Y todo el que te vea lo verá. Y verán mi frágil cuerpo y mi endeble aguijoncito. Y me habrás ahogado, sí, pero por el resto de tu vida todos sabrán que le quitaste la suya a una criatura que no era un peligro para ti, por una ofensa tan pequeña como querer que le ayudaras a cruzar. Nunca escaparás de mi peso en tu lomo, esperando a ser llevado al más allá al que tú quisiste entregarme.”
La rana se quedó callada por un rato antes de seguir nadando.
“Creo que te hubiera preferido con un aguijón que sirviera.”
El escorpión relajó sus pinzas. “Y yo hubiera preferido no tener que usarlo.”
*
“¿Sabes cuántas veces hemos hecho esto?”, preguntó la rana, con los ojos vueltos hacia su pasajero. “No puedo recordar qué tanto ha pasado.”
“Un millón de vidas”, murmuró el escorpión, con las pinzas asentadas en el cuello de la rana. “Con esta son un millón de vidas. Y solamente importa hasta que estamos aquí.”
“Me alegra que seamos nosotros”, dijo la rana, dejando que la corriente la arrastrara. “Me alegra que incluso después de un millón de vidas, siempre acabemos por encontrarnos.”
El escorpión se agarró con fuerza mientras el agua se metía en su carapacho.
“Nunca moriría con nadie más, mi amor.”
Enredados sin esperanza, los dos desaparecieron en el olvido.
*
Un pollo estaba al borde de una carretera, mirando pasar los autos.
“¿Esto es todo lo que hay?”, preguntó.
“No sé”, dijo el zorro que estaba al otro lado, quitándose algo de pasto de la pata. “Pero sería bueno averiguarlo.”
*
… Pero tan pronto llegó la rana a la mitad del río, un enorme bagre salió del agua, y su boca era tan grande que no pudieron escapar.
“Oh, rana tonta y bicho tonto”, dijo, con la voz llena de piedad mientras se los tragaba. “Tenían los ojos pegados a la amenaza más obvia. ¿Nunca se les ocurrió pensar que había cosas más grandes a las que temer en un río tan ancho y profundo como este?”
Y el bagre se alejó nadando, en busca de más ranas que devorar.
*
“Disculpa”, dijo el escorpión, confundido. “¿Picarte? ¿Por qué haría yo una cosa así?”
“Bueno”, dijo la rana, “hacerlo es parte de tu naturaleza, ¿no?”
“¡No, para nada!”, dijo el escorpión, con voz muy ofendida. “No vamos por ahí picoteando todo lo que vemos. Esa es la mejor forma de empezar una pelea que no se puede ganar. En realidad, un aguijón es sólo para conseguir comida y para mantener a raya a los depredadores. Picar a todo mundo no está en mi naturaleza, del mismo modo que ahogar a todo mundo no está en la tuya. ¡Tú no haces eso! ¿O sí?”
La rana hizo una mueca, ofendida por el tono. “Mira, el escorpión que usualmente veo aquí casi siempre me pica…”
“A mí me parece que estás proyectando problemas que tienes con un escorpión a cada escorpión que conoces”, dijo el escorpión. “No estoy muy seguro de poder confiar en que me lleves a la otra orilla, francamente. ¿Sabes si hay alguna otra rana que me pueda ayudar?”
La rana gruñó y se sumergió en el agua.
*
El pollo estaba en la orilla del río con sus hijos. Un zorro estaba en la otra orilla con una bolsa de maíz.
“Hey, pollo”, gritó el zorro. “¿Alguna vez has pensado que podrías estar atorado?”
“¿Y eso qué te importa?, respondió el pollo, agitando un ala con fastidio. “Mi vida me concierne a mí, zorro.”
El zorro encogió los hombros, metiendo una pata en el maíz. “Es sólo que siento que hay un ciclo del que no puedo salir”, dijo con un suspiro. “Como si mi vida estuviera puesta en un riel.”
*
“¿En un riel?”, preguntó el escorpión.
“¿Qué quieres decir?”
“Mi vida entera no es más que este río…”
*
“… esta carretera…”
*
“… este bote…”
*
“Y da la impresión de que nunca cambia. Siento que siempre estoy aquí. Nada más. En el río, contigo.”
*
“¿Y es un lugar tan malo en el que estar?”, preguntó el zorro. “¿Conmigo?”
*
“¿Cuánto tiempo crees que el río haya estado aquí?”, preguntó el escorpión.
La rana lo pensó hasta que el veneno se metió en sus mismos huesos.
“Tanto como nosotros”, murmuró, mientras sus pulmones dejaban de funcionar. “Tanto como nos haya hecho falta.”
*
“No estás nadando bien”, dijo el escorpión, pinchando la pata de la rana. “Necesitas patalear haciendo una curva con las patas traseras, y empujar con las delanteras, así.”
Gentilmente, empujó los miembros de la rana a sus posiciones correctas.
“Ay, gracias”, dijo la rana. “No soy buena en esto. Nunca antes he sido una rana.”
“Lo estás haciendo muy bien, querida”, dijo el escorpión tratando de animarla. “Te habría enseñado antes de haber podido.”
“Y yo te podría haber enseñado a caminar”, se rió la rana, pataleando con más fuerza. “¡De haber sabido que no sabías! Te vi tropezándote en la arena.”
“¡Nunca había tenido tantas patas!”, se quejó el escorpión. “¿Cómo se manejan tantas? ¡Y los ojos!”
No estaban avanzando muy rápido a través del río.
“No me molesta tener sólo dos ojos”, admitió la rana. “Creo que podría acostumbrarme.”
A pesar de las lecciones, la rana se estaba agotando. Sus músculos débiles no podían con la fuerte corriente.
El escorpión trató de patalear en el agua, pero su frágil carapacho era arrastrado por la corriente y los arrastró a los dos aún más hacia abajo.
“Ay, esta vez fuimos unos inútiles”, dijo el escorpión agitando la cola, clavando tan fuerte las pinzas en la piel suave de la rana que la abrió, haciendo que sus entrañas se dispersaran como listones color rubí en lo profundo.
La rana se rió, ahogándose en el agua que no sabía cómo respirar. “¡Yo no sé nadar y tú no picas! Ay, cómo nos fallaron nuestras naturalezas.”
Y el río los reclamó una vez más.
*
“¿Recuerdas algo antes de la orilla del río?”, preguntó el zorro.
“¿Tú recuerdas algo después?”, replicó el pollo, con el pico en la bolsa de maíz, mientras comía. “¿Hay algo más que la búsqueda de lo que nunca vamos a alcanzar?”
“A lo mejor llegaremos a alcanzarlo”. La voz del zorro estaba llena de esperanza, y su cola apretaba sus patas. “Tal vez algún día seremos que más nuestras naturalezas, y nunca tendremos que volver a cruzar el río.”
“Me gusta la emoción”, dijo el pollo. “Extrañaría esa emoción.”
El zorro suspiró, e inclinó su cabeza hacia el pollo, condenado a morder. “Pero igual sería lindo, ¿no crees?”
*
Pero, por desgracia, había llovido mucho, y el río se había ensanchado.
La rana pataleó durante lo que le pareció una eternidad, con el escorpión bien agarrado a su lomo.
Al final ya no pudo seguir nadando, sus patas se acalambraron y se detuvo, jadeante.
“Lo siento, mi amor”, chirrió la rana. “No creo que lo logre.”
“Está bien”. La tristeza suavizaba la voz del escorpión, pues ahora sabía que estaba condenado a morir. “No sabía que fuera a ser tan duro. Lamento haberte hecho esto. Lamento no haber podido ayudar.”
“No es tu culpa”, dijo la rana, mientras la corriente empezaba a arrastrarlos río abajo. “Quería ayudar… Realmente, realmente pensé que podría llevarte hasta allá…, estábamos tan cerca…”
“Sí lo estábamos, ¿verdad?” El escorpión estaba soltando a la rana, aturdido por la falta de oxígeno. “Casi lo logramos, realmente faltaba poco…”
La rana gritó de dolor cuando el escorpión fue arrebatado y tragado por las aguas tumultuosas.
*
Un escorpión caminaba por el antiguo lecho de un río. Los suaves guijarros llevaban expuestos mucho tiempo. El río se había secado miles de años antes.
A la mitad se detuvo, abrumado por un extraño dolor en su pecho, y decidió dar media vuelta.
No era correcto que cruzara aquel río a solas.
*
“¿A dónde crees que vayan los autos?”, preguntó el zorro.
El pollo miró pasar a un auto, y a las sombras que se movían en su interior. “Trato de no pensar en eso. Quiero ser feliz con lo que me tocó en la vida.”
*
… Pero tan pronto llegó la rana a la mitad del río, el escorpión tocó a la rana con su aguijón para llamar su atención.
“Oye”, dijo el escorpión, “realmente no tengo mucha prisa y el día está muy bonito. ¿Por qué no vamos simplemente río arriba? Siempre he querido tratar de pararme en un lirio acuático.”
“Claro, si tú quieres”, dijo la rana. “No tengo ningún plan para hoy.”
Y aunque el río no fue cruzado, ninguno de los dos se quedó descontento.
*
“¿Cuándo supiste que me amabas?”, preguntó la tortuga, mientras el escorpión se agarraba de su caparazón, protegiéndose de las profundas corrientes del río.
El escorpión hizo una mueca cuando una ola los sacudió. “Ah, desde el principio”, dijo, sacudiendo su cola para quitarse algo agua. “O casi. Nunca antes había conocido a una rana. Y aunque tú no me conocías, pusiste en riesgo tu vida por mí. Por la esperanza de que lo imposible fuera posible.”
La tortuga pensó en esto, recordando sus muchas vidas anteriores.
“Creo que yo no te amaba sino hasta hace poco”, admitió la tortuga, levantando la cabeza del agua para suavizar su voz. “Me tardé en saberlo, creo. Pero, dicho lo anterior, ¿por qué otra razón volvería, una y otra vez, al mismo punto del mismo río?”
“Tienes un mundo de ríos en los que podrías estar, mi amor”, asintió el escorpión. “Y sin embargo siempre te espero aquí. Y siempre llegas.”
“Nunca he sido tan vulnerable como lo he sido contigo”. Mientras el agua lamía su concha, la tortuga seguía nadando. “Nunca le confiaría mi vida a nadie más.”
“Brindo por nosotros”, dijo el escorpión, alzando su aguijón. “Y por el río.”
“Por nosotros”, dijo la tortuga, alzando una aleta para tocar el aguijón. “Espero que siempre nos encontremos el uno a la otra.”
*
“Pues bien, aquí estamos”, dijo la rana al escorpión. “El otro lado.”
“Aquí estamos”, asintió el escorpión, bajando despacio de su lomo. “Muchas gracias por todo esto.”
“Gracias por elegirme a mí”, dijo la rana. “Gracias por unir mis vidas. Por ayudarme a recordar la infinidad de Nosotros.”
El escorpión no respondió. Miraba hacia arriba, dejando que el sol le calentara el carapacho.
“En realidad nunca he dejado el río”. La rana dio un paso en la rivera. “Esto es… lindo.”
El escorpión se dio vuelta. Por un momento, la rana sintió una descarga de miedo al notar un piquete en su piel, pero era sólo que el escorpión le agarraba la pata con una de sus pinzas. “Ven conmigo”, le rogó, con voz suave y urgente. “Ven conmigo. No digas que no. No me iré de este río sin ti. Podemos ver juntos este otro lado.”
Esas pinzas podían rebanarla, pero sólo estaban cerradas con firmeza. El río era solamente el río. Pero desde la rivera, la rana pudo ver una jungla de ricos tonos verdes, llena de vida más allá de su conocimiento. La rana rió.
“Siempre me he preguntado cómo será allá.”
*
Y el río se quedó solo, libre de la carga de cualquier dilema moral.
El año pasado recibí un hermoso regalo: un ejemplar del número de febrero de 1953 (vol. 4, núm. 2) de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, una de las más famosas del mundo de habla inglesa.
El número es especial porque contiene «Roog», el primer cuento publicado del enorme Philip K. Dick. Pero también hay otros textos y, de hecho, otro par de primeros cuentos. Uno de ellos es «Carne Vale», escrito por Emilie H. Knarr, una autora de la que prácticamente no existen más referencias que ese texto y, quizá, la foto de su tumba. Si ésta es realmente la de la autora, ella nació en 1908 y murió en 1976. El texto introductorio de la revista afirma que ella se describía como «una solterona de Pittsburgh, aprendiz de todo y oficial de nada». Quién sabe cuál habrá sido su vida o por qué se malogró su carrera. He traducido su cuento, que me parece una obra primeriza pero con atisbos reveladores sobre la conciencia femenina y algunas formas en las que la cultura occidental la ha forzado y reprimido. El título traducido, «Carneval», es ligeramente distinto pero (me parece) no menos adecuado. CARNEVAL
Emilie H. Knarr
La última campanada del reloj atravesó las vigas del techo desde arriba, desde la casa vacía, marcando el fin de la invocación ya completada.
Aunque Edna estaba sola, el sótano parecía repleto. Las llamas de siete velas proyectaban siete sombras como otros siete cuerpos en las paredes blanqueadas, descascaradas, mortecinas. Ella se quedó de pie, inmóvil, expectante, pero sus sombras saltaban y temblaban y se elevaban y volvían a reducirse.
La esperanza se disipaba…, pero entonces llegaron. Con furia y estruendo, a través de la tierra oscura y los muros de piedra, aparecieron los Espíritus que ella había llamado. Sobre monturas espectrales, los Espíritus de los Cuatro Rumbos de la Tierra.
Norte llegó sobre un oso grande y torpe, Este sobre el fabuloso unicornio; Oeste venía sobre un enigmático grifo; la montura de Sur, un camelopardo, tuvo alguna dificultad para acomodar su pequeña cabeza y su cuello enorme bajo el techo hasta que notó que, como era incorpóreo, podía sacar la cabeza por arriba hasta la sala desierta.
Los Espíritus desmontaron afuera del gran diagrama circular de fuego, cada uno en el lugar que le asignaba el ritual. Tras inclinarse ante Edna, se quedaron mirándola sin parpadear, con ojos atentos y diabólicos. Edna les devolvió las miradas con la misma seguridad y sin bajar los ojos. Se sentía bien mostrar una actitud tan orgullosa.
Las brujas, pensó, no nacen: se hacen. Y nadie se ha acercado a la brujería por engaños ni por trampas. No es necesario: los Poderes Oscuros también aman el orgullo. Nunca han faltado rechazados, humillados, despreciados entre la raza humana; ella misma fabrica sus conversos.
Y no era difícil recorrer el camino. Los viejos rituales no están olvidados ni ocultos. Viven en el folclor, duermen en los estantes de las bibliotecas, merodean en el lenguaje mismo. No, no era un camino difícil. Sólo peligroso y solitario.
Las flamas saltaban, protectoras, entre Edna y los Espíritus.
Mientras ella miraba de un Espíritu a otro, las miradas de ellos la tentaban a hacer a un lado sus salvaguardas. De aquel lado del anillo de fuego estaban la dulzura de la desesperación, el éxtasis del dolor e incluso la paz bendita de la muerte.
Edna se sintió muy tentada; de algún modo sabía que aquello era mucho más grande que la cosa que debía pedir. ¡Cuánto riesgo! ¡Y por algo tan pequeño!
Su voluntad casi fallaba cuando vio la ansiedad en los ojos de los Espíritus. Éstos no eran amigos sino enemigos declarados.
Por fin, después de una mirada de reojo a sus compañeros, Sur admitió de mala gana:
–Somos tus sirvientes, señora. Ordénanos.
Con un suspiro de gratitud, Edna expresó su deseo. Ella misma no oyó las palabras que dijo, pues todo lo que la había traído hasta este momento regresó a ella en el momento de hablar.
Una vez más sufrió la inundación gradual de la carne que había manchado su adolescencia. Una vez más oyó a su madre, tan delgada, apiadarse de su padre, tan esbelto, quien le pedía perdón por Edna.
–No importa. Perderá esa grasa infantil cuando empiece a crecer. Nadie ha sido gordo en ninguno de los lados de la familia –¡y lo decían con orgullo! ¡Como si los Green y los Miller hubieran sido delgados gracias a su propio genio!
Y más. El hambre de los largos ayunos. El cansancio del ejercicio inútil. La deshonestidad de los tratamientos, que eran otro castigo. Los sondeos de los doctores, que que destruían la privacía de la carne y la mente. Libros en vez de fiestas; burlas en vez de amor…
Le tocaba a Norte, el mesurado y magro, hacer lo que Edna quería.
–Como desees –dijo en una voz no más fuerte que un suspiro helado–. Pero haría mal mi servicio si no te advirtiera que esto no podrá deshacerse –y luego, viendo que ella no tenía intenciones de modificar la orden, hizo un gesto leve pero extraño con su mano izquierda–. Así sea.
Edna no había pensado que sentiría dolor, pero allí estaba. Dolor intolerable y continuo. Como el dolor acumulado, concentrado, de todos los años que la habían traído hasta aquí. Pero cuando al fin dejó de sentirlo, Edna abrió los ojos. Ahora era hermosa y esbelta: esbelta más allá de todos sus deseos.
A través de las cuencas de su cráneo, miró hacia abajo y vio sus costillas, la convexidad de su pelvis, los huesos de sus muslos y los empeines y de ellos a los huesos de los pies, arqueados, delicados, rodeados por el lino del vestido que se había caído de su cuerpo.
Aunque ya no tenía ojos, vio: toda la belleza del hueso brillante y marfileño. Una belleza limpia, terrible, insoportable. Peron ya no tenía la capacidad de llorar.
–¿Qué me han hecho? ¿Qué han hecho?
–Exactamente lo que pediste, señora.
–¡Les dije que quitaran el exceso de carne!
–Caballeros –dijo Norte a sus hermanos–, les pregunto: ¿no fue eso exactamente lo que hice?
El cuento que sigue, del suizo Peter Bichsel, ha aparecido publicado en varios sitios web; esta versión, sin embargo, es obra de mi amigo Epigmenio León, quien escribió la siguiente nota sobre su autor: «Peter Bichsel nació en Lucerna, Suiza, en 1953. Fue maestro de primaria hasta 1968, y después se ha dedicado al periodismo, la narrativa y la pintura. De 1974 a 1981 fue asesor del Consejo Federal Socialdemócrata Will Ritschard. Es miembro de la Academia Alemana de la Lengua y, entre otros reconocimientos, recibió el Premio Gottfried Keller por trayectoria literaria.»
El cuento fue tomado del libro Kindergeschichten, cuya primera edición fue en 1969. Bichsel ha sido poco traducido al español.
UNA MESA ES UNA MESA
Peter Bichsel
Traducción de Epigmenio León
Quiero contarles de un hombre viejo que ya no pronuncia ninguna palabra. Tiene un rostro cansado: cansado de reír y cansado de enfadarse. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle, cerca de la esquina. No vale la pena describirlo, casi nada lo diferencia de otros. Usa un sombrero gris, pantalón gris, una chaqueta gris y en invierno un largo abrigo gris. Tiene un cuello delgado cuya piel está seca y arrugada. Los botones blancos de la camisa le aprietan demasiado.
En el piso inferior de su casa tiene un cuarto; quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás vivió antes en otra ciudad. Seguramente alguna vez fue niño, pero eso fue hace mucho tiempo, allá donde los niños eran vestidos como adultos. Donde se veían tal como en el álbum fotográfico de una abuela.
En su cuarto hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre la pequeña mesa está un despertador, al lado están los viejos periódicos y el álbum fotográfico; sobre la pared cuelgan un espejo y un retrato.
El hombre viejo tomaba un paseo por las mañanas y un paseo por las tardes; hablaba un par de palabras con su vecino, y por las noches se sentaba a la mesa.
Nunca cambiaba. Incluso los domingos eran así.
Y cuando el hombre se sentaba a la mesa, siempre escuchaba hacer tic tac al despertador.
Pero hubo un día especial: un día con sol, no tan frío ni tan caliente, lleno de gorjeos de pájaros, con gente alegre, con niños que jugaban. Y lo especial fue que, de pronto, todo le gustó al hombre.
Y sonrió.
—Ahora todo cambiará —pensó.
Desabrochó el primer botón de su camisa, tomó su sombrero en la mano; aceleró su paso, se balanceó en sus rodillas al caminar y se puso muy contento. Llegó a la calle donde vivía, inclinó la cabeza para saludar a los niños, caminó hasta su casa, subió la escalera, tomó las llaves de la bolsa y cerró su cuarto.
Pero en su cuarto todo seguía igual: una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó a la mesa, escuchó nuevamente el tic tac y toda su alegría se fue, pues nada había cambiado.
Entonces al hombre le sobrevino una enorme furia.
En el espejo vio ruborizar su rostro: cómo cerraba y abría los ojos; entonces hizo puños sus manos, las levantó y golpeó la mesa; primero un golpe, después otro y empezó a golpear y golpear como si tocara un tambor, al tiempo que gritaba una y otra vez:
—¡Tiene que cambiar, esto tiene que cambiar!
Y dejó de escuchar el despertador.
Pero sus manos comenzaron a dolerle y su voz se cansó; entonces escuchó otra vez el despertador.
Nada había cambiado.
—Siempre la misma mesa —dijo el hombre—, las mismas sillas, la misma cama, el mismo cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, a la cama la llamo cama y a la silla la nombro silla. ¿Por qué? Los franceses le dicen a la cama «li», a la mesa «tabl», al retrato lo nombran «tablo» y a la silla «schäs», y se entienden. Y los chinos también se entienden.
—¿Por qué la cama no se llamará retrato? —pensó el hombre y se rió, y se rió tanto que el vecino de al lado golpeó en la pared y gritó:
—¡Silencio!
—De ahora en adelante todo cambiará —dijo, y a la cama la llamó retrato.
—Estoy cansado, quiero ir al retrato —pensó.
Por la mañana, se quedó acostado, como acostumbraba, largo rato en el retrato y pensó cómo podría llamar a la silla: y la nombró despertador.
Por fin se puso de pie, se vistió, se sentó sobre el despertador y apoyó los brazos sobre la mesa.
Pero ahora la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra.
Por la mañana el hombre dejó el retrato, se vistió, se sentó a la alfombra en el despertador y pensó a quién podría decirle que:
•a la cama le dice retrato,
•a la mesa le dice alfombra,
•a la silla le dice despertador,
•al periódico le dice cama,
•al espejo le dice silla,
•al despertador le dice álbum fotográfico,
•al armario le dice periódico,
•a la alfombra le dice armario,
•al retrato le dice mesa
•y al álbum fotográfico le dice espejo.
Entonces, su misma historia sería:
Por la mañana, el hombre viejo se quedó, como acostumbraba, largo rato recostado en el retrato. Alrededor de las nueve sonó el álbum fotográfico. El hombre se levantó y se paró sobre el armario para que no se le enfriaran los pies. Tomó su ropa del periódico, se vistió, miró la silla sobre la pared, se sentó después sobre el despertador a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.
El hombre halló tan divertido lo que había hecho que practicó todo el día. Se aprendió de memoria las nuevas palabras. Y renombró todo. Entonces ya no fue un hombre sino un pie, y el pie fue una mañana y la mañana un hombre.
Ahora, ustedes también pueden reescribir la misma historia. Sólo tienen que cambiar los demás términos, tal como hizo el hombre:
•sonar es pararse,
•enfriarse es ver,
•estar acostado es sonar,
•estar de pie es enfriarse,
•pararse es hojear.
Y entonces así quedaría:
Por el hombre, el viejo pie se quedó, como acostumbraba, largo rato sonando. Alrededor de las nueve se acostó el álbum fotográfico, el pie se enfrió y hojeó sobre el armario para no verse las mañanas.
El hombre viejo se compró un cuaderno y escribió en él hasta llenarlo con sus nuevas palabras.
Tuvo mucho que hacer.
Se veía tan raro en la calle.
Entonces aprendió nuevos términos para todas las cosas, y se olvidó más y más de los nombres correctos. Ahora tenía un nuevo idioma que le pertenecía únicamente a él.
Aquí y allá soñaba el nuevo lenguaje; traducía las canciones de su época escolar a su nuevo idioma y las cantaba en voz baja para sí.
Pero pronto sintió que ya le era más difícil traducir. Casi había olvidado su antiguo lenguaje y tuvo que buscar las palabras correctas en su cuaderno. Sintió miedo de hablar con la gente. Tuvo que pensar largamente cómo dice la gente las cosas:
•a su foto la gente le dice cama,
•a su alfombra la gente le dice mesa,
•a su despertador la gente le dice silla,
•a su cama la gente le dice periódico.
•a su silla la gente le dice espejo,
•a su álbum fotográfico la gente le dice despertador,
•a su periódico la gente le dice armario,
•a su armario la gente le dice alfombra,
•a su mesa la gente le dice foto
•y a su espejo la gente le dice álbum fotográfico.
Y llegó tan lejos que se reía cuando escuchaba hablar a la gente.
Por ejemplo, se reía si escuchaba que alguien decía:
—¿Irás mañana también al juego de futbol?
O si alguien decía:
—Llueve desde hace dos meses.
O si alguien decía:
—Tengo un tío en América.
Y se reía porque no entendía.
Pero su rostro no fue de felicidad. Su rostro comenzó a entristecerse y así terminó: muy triste.
El hombre viejo con el abrigo gris no entendía a la gente.
Lo que no fue tan grave.
Lo grave fue que la gente no pudo entenderlo.
Y por eso no dijo nada más.
Se quedó callado; hablaba sólo con él mismo.
No volvió ni siquiera a saludar.
Un recorte interesante. En una carta enviada a Ingmar Bergman en 1960 (y exhibida apenas en el blog Letters of Note), Stanley Kubrick escribió lo siguiente:
allow me to say you are unsurpassed by anyone in the creation of mood and atmosphere, the subtlety of performance, the avoidance of the obvious, the truthfullness and completeness of characterization. To this one must also add everything else that goes into the making of a film.
Traduzco:
… permítame decir que nadie lo sobrepasa en la creación de ambiente y atmósfera, la sutileza de interpretación, la evitación de lo obvio, lo veraz y completo de la caracterización. A esto se debe agregar todo lo demás que tiene que ver con la hechura de una película.
La distinción puede parecer extraña, y más todavía la primacía dada a todo lo que no es estrictamente cinematográfico (Kubrick, a quien algunas personas consideran un artista frío y sólo interesado en los aspectos técnicos de la cinematografía, no dice una palabra de encuadres, movimientos de cámara, edición, lentes, película, iluminación, etcétera).
Pero Kubrick tiene razón: la técnica no es nada si no sirve para eso otro: para decir algo sobre lo que entendemos como lo humano. Así ocurre también en las otras artes, incluyendo la escritura.
* * *
Estoy por dar un brevísimo taller de escritura para blogs en Campus Party. Para apoyar lo que diré hice esta breve presentación, que (espero) tendrá parte del espíritu de la carta de Kubrick y podrá ser útil a alguien.
(La imagen inicial es una nota en un blog de varios que tuvo una escritora a la que nunca conocí, y que firmaba como «Lisa Benjamenta», a mediados de la década pasada. Eran blogs de poesía y, creo, no malos. Luego ella desapareció sin dejar rastro y sus textos siguen allí.)
Este mes, un cuento raro de Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany (1878-1957), un escritor anglo-irlandés que actualmente es recordado, sobre todo, como precursor de la obra de H. P. Lovecraft o J. R. R. Tolkien, pero tiene no sólo una obra sumamente copiosa y reconocible sino una imaginación de «rango» inusitado: al contrario de otros autores que se especializan en cierto tipo de ambientes y argumentos, Lord Dunsany –como se le llama comúnmente– escribió por igual vastas mitologías que historias muy cercanas a lo cotidiano y a la experiencia individual.
«The Sign» se publicó en 1940 en el libro Jorkens has a Large Whisky, un tomo raro que reúne 26 historias «contadas» por el mismo personaje: Joseph Jorkens, descrito por su creador como «un viejo borracho que, siempre que puede conseguirse una bebida, se pone a contar historias de sus viajes». Un hablista, pues, y uno con mucho que contar: Dunsany escribió cerca de 150 cuentos alrededor de Jorkens.
No tengo los datos del traductor de la presente versión.
EL SIGNO
Lord Dunsany
Un día, al entrar en el Club de Billar a la hora del almuerzo, me di cuenta en seguida de que la conversación era un poco más profunda que de ordinario. De hecho se discutía acerca de la transmigración de las almas. Los socios eran hombres acostumbrados a hablar de temas muy variados, desde el precio de más de una mercancía en la bolsa de valores al mejor lugar para comprar ostras; sin embargo, las complejidades de la vida futura de un brahmán quedaban un poco fuera de su alcance.
Una mirada a Jorkens me indicó de lo que se trataba; si se habían metido en honduras era sobre todo para librarse de Jorkens, como alguien que, tomando el fresco en un paseo marítimo, se adentrara en el mar para evitar ponerse al corriente de una historia demasiado larga de contar. El motivo para desear librarse de Jorkens era, naturalmente, que algunos de ellos tenía historias propias que contar.
—La transmigración —dijo Jorkens— es algo de lo que se oye hablar bastante, pero raras veces se ve.
Terbut abrió la boca pero no dijo nada.
—Dio la casualidad de que se me presentó en una ocasión —prosiguió Jorkens.
—¿Se le presentó? —dijo Terbut.
—Se lo contaré —dijo Jorkens—. Cuando era joven conocí a un hombre llamado Horcher, que me impresionó muchísimo. Por ejemplo, una de las cosas que más me solían impresionar de él era la forma en que, si alguien hablaba de política y se preguntaba por lo que iría a suceder, tranquilamente decía lo que el Gobierno pensaba hacer, aunque no hubiera aparecido ni una sola palabra al respecto en ningún periódico: era siempre impresionante; y todavía más: si alguien intentaba adivinar lo que iba a suceder en Europa, llegaba él con su información con la misma tranquilidad.
—Y, ¿solía tener razón? —preguntó Terbut.
—Bueno —replicó Jorkens—, yo no diría eso. Pero nadie se arriesgaría de ninguna manera a vaticinarlo. En cualquier caso, entonces me impresionó bastante, y a los ancianos más que a mí. Y había otra cosa que hacía muy bien: me daba consejos sobre cualquier tema que se pudiera imaginar. No digo que el consejo fuera bueno, mas al menos indicaba el vasto alcance de sus intereses y su alegría por compartirlos con otros, pues con sólo oír que alguien deseaba hacer algo, se ofrecía inmediatamente a aconsejarle. Una y otra vez perdí sumas considerables de dinero a causa de sus consejos; y sin embargo había en ellos una espontaneidad, y una cierta profundidad aparente, que no podía dejar de impresionarle a uno.
«Bien, uno de aquellos lejanos días en que todavía era muy joven y todo el mundo me parecía igualmente nuevo, y la fe de los brahmanes no me era más desconocida que la teoría acerca del origen del hombre, empecé a hablar con Horcher del tema de la transmigración. Él se sonrió ante mi ignorancia, como siempre hacía, aunque amistosamente, y luego me contó todo lo que sabía sobre el tema. Los brahmanes, dijo, estaban equivocados en muchos detalles importantes al no haber estudiado científicamente la cuestión y no estar intelectualmente cualificados para entender sus aspectos más difíciles. No les contaré la teoría de la transmigración tal y como él me la explicó a mí, porque pueden ustedes leerla por sí mismos en los libros de texto. Lo que me contó no era nuevo para mí, mas sí lo fue la íntima certeza con que me la contó, y la impresión más bien excitante que dejó en mi mente de que todo lo había descubierto por sí mismo. Mas les diré un par de cosas sobre eso: una de ellas es que, a causa del interés que siempre se había tomado por las circunstancias que afectan al bienestar de las clases más bajas, estaba convencido de que sería recompensado con un considerable ascenso en su próxima existencia, «si (como él calculaba) hay justicia en la otra vida».
«—Pues —decía— si no fuera recompensado en una existencia posterior, el interés por semejantes cuestiones durante esta existencia, nada tendría sentido.
«Recuerdo que paseábamos por un parque mientras me contaba todo eso, y el camino estaba lleno de caracoles, que probablemente iban hacia unos álamos no muy distantes, ya que cada uno de aquellos árboles tenía varios de esos animales subiendo por su tronco, como si todos realizaran ese viaje en aquella época del año, que era a comienzos de octubre. Le recuerdo pisando los caracoles al andar, no por crueldad, pues no era cruel, sino porque pensaba que eso no podía importar a formas de vida tan absurdamente inferiores. Y la otra cosa que me dijo fue que había inventado un signo, o más bien que había inventado una forma de grabárselo en la memoria. El signo no era sino la letra griega «f», pero él era un hombre enormemente diligente y se había adiestrado o hipnotizado a sí mismo con tal vehemencia a fin de recordar ese signo, que estaba convencido de poder hacerlo automáticamente, incluso en otra existencia. En esta vida lo hacía a menudo de forma totalmente inconsciente, trazándolo en las paredes con su dedo, o incluso en el aire: se había adiestrado para hacer eso. Y me dijo que, si alguna vez me veía en la siguiente vida y se acordaba de mí (y sonrió agradablemente como si pensara que semejante recuerdo era posible), me haría ese signo, cualesquiera que fueran nuestras respectivas posiciones sociales.
—¿Y qué creía que iba a ser en la otra vida? —le pregunté a Jorkens.
—Nunca me lo dijo —contestó Jorkens—. Mas yo sabía que él estaba seguro de que iba a ser alguien enormemente importante; lo sabía por la condescendencia que mostró en su amable comportamiento cuando dijo que me haría el signo; además, estaba la lenta elegancia con que elevó la mano cuando trazó el signo en el aire, que más bien sugería a alguien sentado en un trono. No creo que le hubiera gustado lo más mínimo que yo le diera la lata en su segunda vida triunfal, a no ser por su orgullo de haber estampado ese signo en su alma a fuerza de aplicación, de manera que luego no pudiera evitar el hacerlo; y estaba convencido de que el hábito perduraría dondequiera que su alma fuera, y naturalmente deseaba que la posteridad supiera que lo había conseguido. Mientras caminamos hizo el signo inconscientemente más o menos cada media hora; desde luego se había adiestrado a hacerlo a conciencia.
—¿Y tenía alguna justificación para pensar que se sentaría en un trono si gozaba de una segunda vida? —pregunté yo.
—Bueno —dijo Jorkens—, era un hombre muy ocupado, no me corresponde a mí decir hasta qué punto su interés por las vidas de otros hombres era filantropía o intromisión. Le tomé por lo que él mismo se estimaba, de manera que ahora que está muerto no quiero valorarle de otra forma. En su opinión todos los hombres eran tontos, de manera que alguien debía cuidar de ellos, y él, a costa de bastantes esfuerzos personales, estaba preparado para hacerlo; cualquier sistema que no recompensara a un hombre tan filantrópico como él debía de ser un sistema absurdo. En realidad no creo que pensara que la Creación fuera absurda, pues creía que él iba a ser recompensado; lo más que le oí decir contra ella fue que él podía poner en orden muchas cosas mejor de lo que están si tuviera el mando del mundo, y me puso algunos ejemplos.
«Bien, lo cierto es que me inculcó aquel signo, que, según dijo, probaría que la transmigración es sumamente valiosa para la ciencia; aunque yo pienso que los que más debía interesarle era que yo me diera cuenta de hasta qué cumbres se había elevado con todo merecimiento. Y en realidad logró que le creyera. Pensé mucho en ello, y a menudo me figuro a mí mismo, en mis postreros años, asistiendo a una recepción real o a cualquier otra gran ceremonia en la corte de algún país extranjero, captando de repente del soberano, yo solo en toda la reunión, aquel signo de reconocimiento que nada significaría para el resto.
«Mi amigo falleció a edad avanzada cuando yo no había cumplido todavía los treinta, y decidí hacer lo que me había aconsejado: observar en mi vejez las carreras de los hombres nacidos después de su muerte que ocuparan los puestos más altos en Europa (pues Asia no le parecía gran cosa) y mostraran ciertas habilidades que en la otra vida podían esperarse de él, con todas las ventajas de su experiencia en ésta. Pues me dije: «Si lleva razón en lo de la transmigración, también la llevará en cuanto a sus posibilidades de ascenso». Y ¿saben ustedes?, llevaba razón en lo de la transmigración. Un año después de su muerte estaba yo paseando en aquel mismo parque, pensando en la letra griega F, como él me había dicho siempre que hiciera: el círculo bien marcado con la barra vertical en el medio. A menudo trazaba el signo con los dedos, como él solía hacer, para recordarlo. Aquel día lo tracé en la vieja tapia del parque. Observé un caracol ascendiendo lentamente por la tapia, y recordé su desprecio por esos animales; y, de algún modo, fue agradable pensar que él no había menospreciado a las cosas pequeñas más de lo que los demás hombres parecen hacerlo. Para él no valía la pena reparar en el rastro que el caracol dejaba en la tapia, cuyo brillo el sol incrementaba, mas consideraba igual de ridículas muchas de las obras humanas. Miré no obstante el brillante rastro del caracol en su avance, hasta que me di cuenta de que él había afirmado que sólo un tonto o un poeta perdería el tiempo con semejantes fruslerías; entonces me volví. Al hacerlo vi por el rabillo del ojo que el caracol estaba siguiendo una curva distinta. Volví a mirar y estimé un poco lo que había visto, pues la casualidad podía ser la causante; mas lo cierto es que el caracol había recorrido un cuarto de círculo muy diferente en su trayectoria de ascensión a la tapia. Era un fragmento de círculo tan claro que seguí observándolo hasta que se convirtió en un semicírculo, como antes había sido un cuarto de círculo. Mi entusiasmo creció cuando el animal empezó a descender; pues hasta entonces el caracol obviamente había estado escalando la tapia. ¿Por qué querría descender ahora? El diámetro del círculo era de unas cuatro pulgadas. El caracol avanzaba sin parar. Con mi mente absorta en el signo, yo no podía ignorar que si el caracol continuaba avanzando y completaba el círculo, equivaldría a haber trazado la mitad de aquél. Y además era del mismo tamaño que el signo que Horcher solía trazar de manera regia con su dedo índice. El caracol seguía avanzando. Cuando sólo quedaba media pulgada para completar el círculo, puede parecer tonto, pero yo mismo hice el signo en el aire con mi dedo. Sabía que el caracol no podía verlo: si realmente era Horcher, sabía que estaría haciendo el signo únicamente por el hábito adquirido, autohipnotizado en su propio ego, y que eso nada tenía que ver con el intelecto. Entonces deseché de mi mente aquella absurda idea. Sin embargo el caracol seguía avanzando. Y finalmente completó el círculo.
«Bien —pensé yo—, el caracol se ha movido en círculo; muchos animales lo hacen: los perros lo hacen frecuentemente, los pájaros supongo que también, ¿por qué no los caracoles? Y debí de quedarme quieto.
«Sepan que el caracol, tan pronto como finalizó su recorrido, siguió subiendo por la tapia en línea recta, dividiendo el círculo de su trayectoria en dos mitades con una precisión como nunca he visto. Me quedé allí de pie, mirando fijamente, con la boca y los ojos completamente abiertos. Primero fue la trayectoria completamente vertical mediante la cual el caracol escaló la tapia, luego el círculo, y ahora la continuación de la línea vertical dividiendo aquél en dos. En eso, el animal llegó a lo alto del círculo. ¿Qué iría a pasar entonces? El caracol continuó en línea recta hacia arriba. Llegó a un punto un par de pulgadas por encima de la parte superior del círculo y allí se detuvo, después de haber trazado una perfecta F, probando que el sueño de los brahmanes era una realidad.
—Pobre Horcher —dije yo.
—¿Hizo usted algo con el caracol? —preguntó Terbut.
—Por un momento pensé en matarlo —dijo Jorkens— para brindarle a Horcher una mejor oportunidad en su tercera vida. Y entonces me di cuenta de que había algo en su concepción de la vida que requeriría centenares de ellas para ser purificado. No podía ir por ahí matando caracoles sin parar, ¿me entienden?
No es tan inusual que un escritor escriba sobre otros escritores, pero el cuento de este mes es una rareza: una narración que Robert Louis Stevenson (1850-1894), famoso por las novelas La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, escribió imaginando un episodio de la vida de François Villon (1431-?), poeta francés que ha pasado a la historia como creador genial y maldito, precursor de todos los que han venido después en su propia tradición y en el resto de occidente.
Este cuento fue traducido por Antonio Bonano y publicado en una edición de Las nuevas mil y una noches de Stevenson (Centro Editor de América Latina, 1979). La última fecha conocida de la biografía de Villon es 1463, cuando una sentencia de muerte en su contra fue conmutada por exilio de la ciudad de París, y por lo tanto la fecha propuesta por Stevenson es pura especulación. Al final del texto viene un poco más de Villon.
UN ALOJAMIENTO PARA LA NOCHE
Robert Louis Stevenson Una historia de François Villon, 1431-1495?
Era a fines de noviembre de 1456. La nieve caía sobre París con persistencia rigurosa, implacable; a veces soplaba el viento y la dispersaba en remolinos voladores; a veces se producía un rato de calma y copo tras copo descendía del aire negro de la noche, silencioso, tortuoso, interminable. A la gente pobre, que miraba hacia arriba bajo cejas húmedas, le parecía un misterio de dónde podía caer todo eso. El maestro François Villon había propuesto una alternativa aquella tarde, ante la ventana de una taberna: ¿era sólo el pagano Júpiter que desplumaba gansos en el Olimpo? ¿O eran los ángeles santos que cambiaban de pluma? Él era sólo un pobre maestro de artes, agregó; y como la cuestión de alguna manera se relacionaba con la divinidad, no se aventuraba a llegar a una conclusión. Un tonto sacerdote viejo de Montargis, que estaba entre los presentes, invitó al joven bribón con una botella de vino en honor de las bromas y los gestos con que había acompañado sus palabras, y juró por su propia barba blanca que él había sido otro pícaro irreverente a la edad de Villon.
El aire era crudo y cortante, pero no muy por debajo del punto de congelación; y los copos eran grandes, húmedos y adhesivos. Toda la ciudad estaba recubierta. Todo un ejército hubiera podido marchar de un extremo al otro sin que una sola pisada diera la alarma. Si había algunos pájaros demorados en el cielo, veían la isla como un gran parche blanco, y los puentes como delgadas fajas blancas sobre el negro fondo del río. Muy alto arriba, la nieve se asentaba entre la tracería de las torres de la catedral. Más de un nicho se había llenado; más de una estatua lucía un alto sombrero blanco sobre su cabeza grotesca o de santo. Las gárgolas se habían transformado en grandes narices falsas, caídas hacia la punta. Los adornos en forma de hojas eran como almohadas puestas en posición vertical e hinchadas de un lado. En los intervalos del viento, había un sordo sonido de gotas que caían alrededor del ámbito del templo.
El cementerio de San Juan había tomado su propia .porción de la nieve. Todas las tumbas estaban decentemente cubiertas; alrededor se erigían los techos altos y blancos de las casas en serio orden; los ciudadanos dignos hacía rato que estaban en la cama, cubierta la cabeza con el gorro de dormir, como sus domicilios; no había ninguna luz en toda la vecindad salvo la débil lucecita de una lámpara que pendía balanceándose del coro de la iglesia, y arrojaba las sombras de un lado para el otro al ritmo de sus oscilaciones. El reloj señalaba las diez cuando pasó la patrulla con alabardas y un farol, golpeando sus manos; no vieron nada sospechoso alrededor del cementerio de San Juan.
Sin embargo había una pequeña casa, apoyada contra la pared del cementerio, que aún estaba despierta, y despierta para un mal propósito, en aquel distrito de ronquidos. No había mucho que la delatara por afuera; solo un hilo de cálido vapor que salía de la parte superior de la chimenea, un rectángulo donde la nieve se derretía en el techo y unas pocas huellas de pisadas casi borradas en la puerta. Pero dentro, detrás de las ventanas con persianas, François Villon el poeta y algunos de los amigos ladrones con los que se relacionaba estaban pasando la velada con una botella que iba de mano en mano.
Una gran pila de brasas encendidas enviaba un resplandor rojizo fuerte desde la arqueada chimenea. Ante el fuego estaba sentado a horcajadas Dom Nicolas, el monje de Picardía, con sus faldas levantadas y sus gruesas piernas desnudas a la agradable calidez. Su sombra agrandada cortaba en dos la habitación; y la luz del fuego solo escapaba a cada lado de su ancha persona, y en una pequeña charca entre sus pies separados. Su rostro mostraba el aspecto rojizo del bebedor; estaba cubierto por una red de venas congestionadas, púrpura en circunstancias normales, pero ahora de un violeta pálido, porque aun de espaldas al fuego, el frío lo atacaba por el otro lado. Su capucha había caído hacia atrás y formaba una extraña excrecencia a cada lado de su cuello de toro. Así que estaba sentado a horcajadas, gruñendo, y cortaba en dos el cuarto con la sombra de su corpulenta figura.
A la derecha, Villon y Guy Tabary estaban muy juntos frente a un trozo de pergamino; Villon componía una balada a la que llamaría la “Balada del pez asado», y Tabary le farfullaba su admiración junto al hombro. El poeta era un individuo andrajoso, moreno, pequeño y delgado, de mejillas hundidas y delgados rizos negros. Llevaba sus veinticuatro años con febril animación. La avidez le había hecho pliegues alrededor de los ojos, las malas sonrisas le habían arrugado la boca. El lobo y el cerdo se combatían mutuamente en su rostro. Era un semblante elocuente, demarcado, feo, mundano. Sus manos eran pequeñas y prensiles, de dedos anudados como una cuerda, y las hacía revolotear continuamente ante sí en violenta y expresiva pantomima. En cuanto a Tabary, una imbecilidad ancha, complaciente y admirada parecía fluir de su nariz aplastada y sus labios babosos, se había convertido en un ladrón así como hubiera podido convertirse en el más decente de los burgueses, por el imperioso azar que rige la vida de los bobos y los necios.
Del otro lado del monje, Montigny y Thevenin Pensete estaban dedicados a un juego de azar. Rodeaba al primero cierta aura de buen nacimiento y de educación, como alrededor de un ángel caído; había algo alargado, flexible y elegante en su personaje; había algo aquilino y sombrío en el rostro. Thevenin, pobre alma, estaba muy alegre; había dado un buen golpe de bellaquería aquella tarde en el Faubourg St. Jacques, y toda la noche le había estado ganando a Montigny. Una chata sonrisa le iluminaba el rostro; la cabeza calva lucía rosada con una guirnalda de rizos rojos; el pequeño estómago protuberante se sacudía por las carcajadas silenciosas mientras él barría con lo que iba ganando.
–¿Doblas o te retiras? –preguntó Thevenin.
Montigny asintió torvamente con la cabeza.
–«Algunos pueden preferir comer con gran pompa» –escribió Villon–. «Pan y queso en cubierto de plata». O… o… ¡ayúdame, Guido!
Tabary emitió una risita.
–«O perejil en un cubierto dorado» –garabateó el poeta.
Afuera el viento se tornaba más frío; iba empujando la nieve y a veces levantaba la voz en un grito victorioso y producía quejidos sepulcrales en la chimenea. El frío se tornaba más intenso con el transcurso de la velada. Villon, frunciendo los labios, imitó el sonido del viento con algo entre un silbido y un gruñido. Ese era un talento muy pavoroso y desagradable del poeta que causaba profundo disgusto en el monje de Picardía.
–¿No escuchan el rechinar en la horca? –preguntó Villon–. Están todos danzando la jiga del demonio sobre la nada, allá arriba. ¡Pueden danzar, mis valientes, pero no lograrán calentarse! ¡Sopla! ¡Qué ráfaga! ¡Acaba de caer alguien! Un níspero menos en el árbol de nísperos de tres pies. Digo yo, Dom Nicolas, ¿hará frío esta noche en el camino de St. Denis? –preguntó.
Dom Nicolas guiñó sus dos ojos grandes y pareció ahogarse con su nuez de Adán. Montfaucon, el cadalso grande y horrible de París, estaba junto al camino de St. Denis y la broma lo conmovió en lo más íntimo. En cuanto a Tabary, él se rió inmoderadamente por lo de los nísperos; nunca había oído nada más divertido, y se tomó de los costados y aplaudió. Villon le tiró un capirotazo en la nariz que convirtió su júbilo en un ataque de tos.
–Oh, acaba ya y piensa en rimas para «pez» –dijo Villon.
–¿El doble o te retiras? –dijo Montigny tenazmente.
–De todo corazón –replicó Thevenin.
–¿Queda algo en esa botella? –preguntó el monje.
–Abre otra –dijo Villon–. ¿Cómo esperas llenar ese gran tonel que es tu cuerpo con cosas pequeñas como botellas? ¿Y cómo esperas llegar al cielo? ¿Cuántos ángeles imaginas que se pueden enviar para que lleven arriba un solo monje de Picardía? ¿O te crees otro Elías… que enviarán un coche por ti?
—Hominibus impossibile –replicó el monje mientras llenaba su vaso.
Tabary estaba en éxtasis.
Villon le lanzó otro capirotazo a la nariz.
–Ríete de mis bromas, si quieres –dijo.
–Fue muy bueno –objetó Tabary.
Villon le hizo un gesto.
–Piensa en rimas para «pez» –dijo–. ¿Qué tienes que ver tú con el latín? Desearás no saber una palabra el día del gran juicio, cuando el diablo llame a Guido Tabary, clericus… el demonio con la joroba y las uñas rojas. Hablando del diablo –agregó en un susurro–, ¡mira a Montigny!
Los tres miraron disimuladamente al jugador. Este no parecía estar gozando de su suerte. Había llevado la boca un tanto hacia un lado; una ventana de la nariz la tenía casi cerrada y la otra muy inflada. Tenía el perro negro sobre las espaldas, según dice la gente en la espantosa metáfora del cuarto de los niños; y jadeaba bajo la molesta carga.
–Da la impresión de que sería capaz de acuchillarlo –susurró Tabary con ojos redondos.
El monje se estremeció; volvió el rostro y tendió las manos abiertas hacia las brasas rojas. Era el frío lo que afectaba así a Dom Nicolas, no ningún exceso de sensibilidad moral.
–Veamos ahora –dijo Villon–, esta balada. ¿Cómo va hasta ahora? –Y marcando el tiempo con la mano, se la leyó en voz alta a Tabary.
Fueron interrumpidos en el tercer verso por un movimiento breve y fatal entre los jugadores. La mano acababa de concluirse y Thevenin abría la boca para anunciar otra victoria cuando Montigny dio un salto, rápido como una serpiente, y lo hirió de una puñalada en el corazón. La puñalada tuvo efecto antes de que Thevenin tuviera tiempo de emitir un grito, antes de que pudiera moverse. Uno o dos temblores sacudieron su cuerpo; sus manos se abrieron y se cerraron, sus tacones resonaron sobre el piso; entonces la cabeza cayó hacia atrás sobre un hombro con los ojos muy abiertos; y el espíritu de Thevenin Pensete había vuelto a Aquel que lo había hecho.
Todos se pusieron de pie de un salto; pero el asunto estuvo concluido en un instante. Los cuatro individuos vivos se miraron unos a otros con expresión aterrada; el muerto contemplaba un ángulo del techo con una singular y fea mirada socarrona.
–¡Mi Dios! –exclamó Tabary, y comenzó a rezar en latín.
Villon estalló en una risa histérica. Se adelantó un paso, le hizo una ridícula reverencia a Thevenin y rió aun más fuerte. De pronto se sentó en un banco y siguió riéndose amargamente como si fuera a deshacerse a fuerza de sacudidas.
–Montigny fue el primero en recuperar la compostura.
–Veamos que tiene encima –observó; y revisó los bolsillos del muerto con mano experimentada, repartiendo el dinero en cuatro porciones iguales sobre la mesa–. Aquí tienen –dijo.
El monje recibió su parte con un suspiro profundo y una única mirada furtiva al muerto Thevenin, que comenzaba a hundirse sobre sí mismo y a caerse de costado de la silla.
–Estamos todos en peligro por esto –gritó Villon, tragándose su júbilo–. Significa la horca para cada uno de los que estamos acá… para no hablar de los que no están–. Hizo un gesto espantoso en el aire con su mano derecha levantada, y sacó la lengua y arrojó la cabeza a un lado, como para simular el aspecto de alguien que ha sido ahorcado. Luego guardó en el bolsillo su parte del botín y movió los pies como si deseara restablecer la circulación.
Tabary fue el último en servirse; se precipitó sobre el dinero y se retiró al otro extremo del cuarto.
Montigny enderezó a Thevenin sobre la silla y retiró la daga, que fue seguida por un chorro de sangre.
–A ustedes les convendría ponerse en marcha –dijo mientras secaba la hoja en el jubón de su víctima.
–Creo que sería mejor –replicó Villon, respirando con dificultad–. ¡Maldita sea su gruesa cabeza! –estalló–. Se me pega en la garganta como una flema. ¿Qué derecho tiene un hombre de tener pelo rojo cuando está muerto? –y volvió a dejarse caer en el banco y se cubrió la cara con las manos.
Montigny y Dom Nicolas rieron fuerte y aun Tabary los acompañó débilmente.
–Llora, niño –dijo el monje.
–Siempre dije que él era una mujer –agregó Montigny con desdén–. Enderézate, ¿quieres? –agregó, aplicándole un empellón al cuerpo asesinado–. ¡Apaga ese fuego, Nick!
Pero Nick estaba ocupado en algo más importante; silenciosamente estaba tomando la bolsa del poeta, quien se hallaba sentado flojo y tembloroso en el banco donde había estado componiendo su balada menos de tres minutos antes. Montigny y Tabary exigieron en silencio una parte del botín, que el monje prometió sin hablar mientras guardaba la bolsita en la pechera de su hábito. En muchos sentidos, una naturaleza artística inhabilita a un hombre para la existencia práctica.
En cuanto se hubo consumado el robo, Villon se sacudió, se puso de pie de un salto y comenzó a ayudar a dispersar y apagar las brasas. Entretanto, Montigny abría la puerta y atisbaba cautamente hacia la calle. La costa estaba despejada; no había ninguna patrulla molesta a la vista. Sin embargo, se juzgó prudente que saliera cada uno por separado; y como Villon mismo tenía mucha prisa por escapar de la proximidad del muerto Thevenin, y el resto tenía una prisa aun mayor por liberarse de él antes de que descubriera la desaparición de su dinero, por consenso general fue el primero en salir a la calle.
El viento había triunfado: había barrido todas las nubes del cielo. Sólo unos pocos vapores, tan débiles como la luz de la luna, corrían rápidamente a través de las estrellas. El frío era muy intenso; y por un efecto óptico común, las cosas parecían casi más definidas que en la plena luz del día. La ciudad dormida estaba absolutamente quieta; un grupo de capuchas blancas, un campo lleno de pequeños Alpes debajo de las estrellas titilantes. Villon maldijo su suerte. ¡Ojalá estuviera aún nevando! Ahora, dondequiera que fuese, dejaba un rastro indeleble detrás de sí en las calles relucientes; dondequiera que fuese, seguía vinculado a la casa próxima al cementerio de San Juan; dondequiera que fuese debía tejer, con sus propios pies, la cuerda que lo ataba al crimen y lo ataría a la horca. La mirada socarrona del hombre muerto volvió a él con un nuevo significado. Hizo chasquear los dedos como para darse ánimo y eligiendo una calle al azar, avanzó decididamente sobre la nieve.
Dos cosas lo preocupaban mientras caminaban; una, el aspecto de la horca en Montfaucon en esa fase ventosa y brillante de la existencia de la noche; la otra, la mirada del hombre muerto con la cabeza calva y la guirnalda de rizos rojos. Ambas le hacían estremecer el corazón, y fue apresurando más y más sus pasos como si pudiera huir de pensamientos desagradables por la mera rapidez de su marcha. A veces miraba hacia atrás por encima del hombro con un repentino movimiento nervioso; pero él era lo único que se movía en las calles blancas, salvo cuando el viento se precipitaba alrededor de una esquina y lanzaba hacia arriba la nieve, que estaba comenzando a congelarse, en chorros de polvo brillante.
De repente vio, a una buena distancia al frente, un bulto negro y un par de faroles. El bulto estaba en movimiento y los faroles se movían como transportados por hombres que caminaban. Era una patrulla. Y aunque solo cruzaba la línea por la que él marchaba, juzgó más prudente salir de la vista tan rápidamente como fuera posible. No estaba de humor para desafíos, y tenía conciencia de que iba formando una marca conspicua en la nieve. A su izquierda se hallaba un gran hotel, con algunas torrecillas y un gran pórtico ante la puerta; estaba medio ruinoso, recordaba, y .hacía tiempo que había sido desocupado; así que subió tres escalones y saltó al abrigo del pórtico. Estaba muy obscuro allí dentro, después del resplandor de las calles nevadas, y se adelantaba a tientas con los brazos extendidos cuando dio contra una substancia que ofreció una mezcla indescriptible de resistencias: dura y suave, firme y floja. El corazón le dio un sobresalto y retrocedió dos pasos de un brinco mientras clavaba la vista horrorizado en el obstáculo. Entonces lanzó una pequeña risa de alivio. Era sólo una mujer, y estaba muerta. Se arrodilló al lado para cerciorarse de ese último punto. Estaba fría como un témpano y rígida como un palo. Una prenda firme en harapos flameaba al viento alrededor del pelo de la mujer, cuyas mejillas habían sido pintadas en exceso esa misma tarde. Llevaba los bolsillos vacíos, pero en la media, debajo de la liga, Villon encontró dos pequeñas monedas de las llamadas «blancas». Era bastante poco, pero siempre era algo; y el poeta se sintió profundamente conmovido por el hecho de que la mujer hubiera muerto antes de haber gastado su dinero. Eso le pareció un misterio obscuro y lamentable; y miraba de las monedas que tenía en la mano a la mujer muerta, y luego otra vez las monedas, sacudiendo la cabeza ante la charada de la vida humana. Enrique V de Inglaterra, muerto en Vincennes poco después de haber conquistado Francia, y esa mujerzuela eliminada por una corriente fría en el pórtico de un gran hombre, antes de que pudiera gastar su par de blancas… le parecía un modo cruel de llevar al mundo. Dos blancas hubiesen requerido tan poco tiempo para dilapidarlas; y sin embargo hubiera significado un buen gusto más en la boca, el rechuparse los labios una vez más, antes de que el diablo se adueñara del alma y que el cuerpo quedara a merced de los pájaros y los gusanos. Pensó que le gustaría usar todo su sebo antes de que le soplaran la luz y le rompieran el farol.
Mientras esos pensamientos pasaban por su mente, buscaba casi mecánicamente su bolsa. De pronto, su corazón dejó de latir; una sensación de frío le recorrió la parte posterior de las piernas y le pareció que le caía un golpe frío sobre la cabeza. Se quedó petrificado por un momento; luego volvió a buscar con un febril movimiento; entonces comprendió su pérdida y de inmediato quedó bañado en transpiración. ¡Para los pródigos el dinero es tan vivo y real, es un velo tan sutil que se interpone entre ellos y sus placeres! Existe solo un límite para su fortuna… el del tiempo; y un pródigo con solo unas pocas coronas es el emperador de Roma hasta que las gasta. Perder el dinero para tal persona significa el revés más espantoso, caer del cielo al infierno, de todo a nada, en un instante. Y mucho más si por ese dinero ha puesto la cabeza en la cuerda de la horca, si puede ser colgado mañana por esa misma bolsa, ¡tan costosamente adquirida, tan estúpidamente perdida! Villon se quedó donde estaba y comenzó a maldecir; arrojó las dos blancas a la calle; sacudió el puño en dirección al cielo; pateó y no se horrorizó al descubrir que estaba pisoteando el pobre cadáver. Entonces comenzó a caminar rápidamente en dirección a la casa junto al cementerio. Había olvidado todo temor por la patrulla, que de cualquier modo hacía rato que había desaparecido, y no podía pensar en otra cosa que no fuera su bolsa perdida. Fue en vano que mirara a derecha e izquierda sobre la nieve: no se veía nada. No la había dejado caer en la calle. ¿Se habría caído en la casa? Le hubiese gustado mucho entrar y ver; pero la idea del horrible ocupante lo desalentó. Al acercarse vio, además, que los esfuerzos de todos por apagar el fuego no habían tenido éxito; por el contrario, éste se había avivado y una luz cambiante jugaba en los intersticios de puerta y ventana, y revivió el terror de Villon por las autoridades y el patíbulo de París.
Volvió al hotel del pórtico y buscó en la nieve las .monedas que había arrojado en su infantil explosión.
Pero sólo pudo hallar una blanca; la otra probablemente hubiera caído de costado y se hubiese hundido. Con una sola moneda en el bolsillo, todos sus proyectos de una noche de libaciones en alguna taberna alborotada se desvanecieron por completo. y no fue sólo el placer que huyó riendo de entre sus dedos; un definido disgusto, un definido dolor lo atacaron mientras estaba de pie, apesadumbrado, ante el pórtico. La transpiración se había secado sobre su cuerpo; y aunque el viento había cesado, una escarcha helada se tornaba más intensa con cada hora, y él se sentía entumecido y descompuesto en su corazón. ¿Qué se podía hacer? Por tarde que fuese, por improbable que fuera su éxito, intentaría la casa de su padre adoptivo, el capellán de St. Benoit.
Corrió todo el camino hasta allá y golpeó tímidamente. No hubo respuesta. Golpeó una y otra vez, tomando aliento con cada golpe; al fin se oyeron pasos que se acercaban desde dentro. Se abrió un portillo en la puerta con tachas de hierro, que emitió un haz de luz amarilla.
–Acerque el rostro al portillo –dijo el capellán desde dentro.
–Soy sólo yo –dijo lloriqueando Villon.
–Oh, sólo tú, ¿eh? –replicó el capellán; y lo maldijo con soeces expresiones indignas de un sacerdote por molestarlo a tal hora, y le dijo que se fuera al infierno, de donde venía.
–Tengo las manos azules hasta la muñeca –rogó ViIlon–; mis pies están muertos y llenos de punzadas; la nariz me duele con el aire tan cortante; el frío se ha asentado en mi corazón. Puedo estar muerto antes de que amanezca. ¡Solo esta vez, padre, y por Dios que no volveré a molestarte!
–Debiste volver más temprano –dijo fríamente el eclesiástico–. Los jóvenes necesitan una lección de tanto en tanto –cerró el portillo y se retiró lentamente al interior de la casa.
Villon estaba fuera de sí; golpeó la puerta con manos y pies y le gritó roncamente al capellán.
–¡Viejo zorro agusanado! –le gritó–. Si pudiera echarte mano, te metería volando de cabeza en el pozo sin fondo.
Una puerta se cerró en la casa con sonido apenas audible para el poeta. Se pasó la mano sobre la boca con un juramento. Y entonces tomó conciencia del humor de la situación, y rió y miró alegremente al cielo, donde las estrellas parecían titilar ante su derrota.
¿Qué se podía hacer? Parecía que debería pasar la noche en las calles escarchadas. La idea de la mujer muerta apareció en su mente y le dio un sincero susto; ¡lo que le había ocurrido a ella al comienzo de la noche podía muy bien ocurrirle a él antes de la mañana! ¡Y él era tan joven! ¡Y con tan inmensas posibilidades de desordenada diversión por delante! Se sintió muy triste ante esa idea de su propio destino, como si hubiera sido el de otro, y se representó una pequeña viñeta de la escena por la mañana, cuando descubrieran su cuerpo.
Pasó revista a todas sus probabilidades mientras hacía girar la moneda entre el pulgar y el índice. Lamentablemente estaba enemistado con algunos viejos amigos que una vez se hubiesen apiadado de él en tan triste situación. Los había satirizado en sus versos, los había golpeado y engañado; y sin embargo ahora, cuando estaba en un apuro tan grande, pensó que habría al menos uno que tal vez podría ceder. Era una probabilidad. Valía la pena intentarlo al menos, por lo que iría y vería.
Durante el camino le ocurrieron dos pequeños accidentes que colorearon sus cavilaciones de manera muy diferente. Porque, primero, dio con las huellas de una patrulla, y las siguió por unos cien metros aunque lo apartaban de su dirección; al menos había confundido su propia huella, ya que aún lo perseguía la idea de que lo rastrearían por todo París sobre la nieve y lo apresarían a la mañana siguiente antes de que despertara. El otro asunto lo afectó de manera diferente.
Pasó por la esquina de una calle donde no mucho antes una mujer y su hijo habían sido devorados por lobos. Esa era la clase de tiempo, pensó, en que a los lobos podía ocurrírseles volver a entrar en París; y un hombre solo en esas calles desiertas podía correr el riesgo de algo peor que un mero susto. Se detuvo y miró el lugar con desagradable interés: era un punto donde varias callejas se cruzaban; y las miró una por una, y contuvo el aliento para escuchar, por si detectaba objetos negros que galoparan sobre la nieve o si escuchaba aullidos entre él y el río. Recordaba a su madre que le contaba la historia y le señalaba el lugar cuando él era aún un niño. ¡Su madre! Si hubiese sabido donde vivía ella, al menos se hubiera podido asegurar un refugio. Decidió que lo averiguaría por la mañana; más aún iría a verla, ¡pobre vieja! Pensaba en eso cuando llegó a su destino: su última esperanza de la. noche.
La casa estaba totalmente obscura, como las vecinas; sin embargo, después de unos pocos golpecitos, oyó un movimiento arriba, una puerta que se abría y una voz cauta que preguntaba quién era. El poeta dio su nombre con un susurro alto y esperó, no sin cierta inquietud, el resultado. No tuvo que esperar mucho. Se abrió de repente una ventana y un cubo de agua sucia se derramó sobre el umbral. Villon no había dejado de prepararse para algo por el estilo, y se había puesto al resguardo como lo permitía la naturaleza del portico; pero a pesar de todo, quedó deplorablemente empapado de la cintura hacia abajo. Sus calzas comenzaron a enfriarse casi de inmediato. La muerte por frío y falta de abrigo era lo que lo aguardaba; recordó que era de tendencia tísica y comenzó a toser tentativamente. Pero la gravedad del peligro serenó sus nervios. Se detuvo a unos cien metros de la puerta en que tan mal había sido tratado y reflexionó poniéndose un dedo sobre la nariz. Sólo podía pensar en una manera de obtener alojamiento, y era tomarlo. Había notado una casa no muy lejos de ahí que daba la impresión de ser fácilmente accesible, y hacia ella comenzó a caminar en seguida, entreteniéndose con la idea de un cuarto aún caliente, con una mesa en la que aún quedaban los restos de la cena, donde podría pasar resto de las horas obscuras y del que saldría por la mañana con un montón de valiosos cubiertos. Incluso consideró qué viandas y qué vinos preferiría; y mientras pasaba lista de sus platos dilectos, se le presentó a la mente el pez asado con una extraña mezcla de diversión y de horror.
“Nunca concluiré esa balada», pensó; y luego, con otro estremecimiento:
–¡Oh, maldita sea su gorda cabeza! –exclamó, y escupió sobre la nieve.
La casa en cuestión pareció obscura al principio; pero cuando Villon hizo su inspección preliminar en busca del punto más práctico de ataque, una pequeña línea de luz llamó su atención desde detrás de la cortina de una ventana.
«Demonios», pensó. «¡Gente despierta! ¡Algún estudiante o algún santo, maldito sea! ¿No pueden emborracharse y tenderse a roncar como sus vecinos? ¿De qué sirve el toque de queda, y los pobres diablos campaneros que saltan del extremo de una cuerda en los campanarios? ¿De qué sirve el día, si la gente se queda sentada toda la noche? ¡Cólicos para ellos!» Sonrió al ver dónde lo estaba llevando su lógica. «Cada cual a lo suyo, después de todo», pensó, «y si están despiertos, por el Señor, puedo conseguir una cena honestamente por esta vez, y engañar al diablo».
Fue decididamente hacia la puerta y golpeó con mano segura. En ambas ocasiones previas había golpeado tímidamente y con cierto temor de llamar la atención; pero ahora, cuando acababa de descartar el pensamiento de una entrada ilegal, golpear a una puerta le parecía un procedimiento sumamente simple e inocente. El sonido de sus golpes resonó en la casa con débiles y fantasmales reverberaciones, como si ésta estuviera vacía; pero apenas acababa el sonido de los golpes cuando se acercó un paso medido, descorrieron un par de cerrojos y una de las hojas de la puerta se abrió ampliamente, como si ningún engaño ni temor de engaño fuera conocido por aquellos que estaban dentro. La figura alta de un hombre, musculoso y enjuto, pero un tanto encorvado, enfrentó a Villon. La cabeza era grande pero finamente esculpida; la nariz era ancha en la parte inferior, pero se iba afinando hacia arriba hasta donde se unía con un par de fuertes y honestas cejas; boca y ojos se veían rodeados de delicadas marcas y todo el rostro se basaba sobre una espesa barba blanca, bien recortada. Vista a la luz de una vacilante lámpara de mano, parecía tal vez más noble de cuanto le correspondía; pero era un bello rostro, honorable más que inteligente, fuerte, simple y recto.
–Golpea usted tarde, señor –dijo el anciano en resonante tono cortés.
Villon se encogió y pronunció muchas palabras serviles de disculpa; en una crisis de esa índole, el mendigo se imponía en él y el hombre de genio ocultaba la cabeza, confundido.
–¿Tiene frío –repitió el anciano– y hambre? Bien, pase –y lo hizo entrar a la casa con un gesto bastante noble.
“Algún gran señor», pensó Villon mientras su anfitrión, colocando la lámpara sobre las baldosas de la entrada, volvía a correr los cerrojos.
–Me perdonará que pase primero –dijo una vez que hubo cerrado; y precedió al poeta escaleras arriba hasta una gran habitación, calentada con un cuenco de carbón e iluminada por una gran lámpara que pendía del techo. Estaba muy escasamente amoblada: sólo algunos platos de oro en un aparador, algunos folios y una armadura entre las ventanas. Algunos hermosos tapices colgaban de las paredes, uno de los cuales representaba la crucifixión de nuestro Señor, y otro una escena de pastores y pastoras junto a un río. Sobre la chimenea había un escudo de armas.
–¿Quiere sentarse –dijo el anciano– y perdonarme si lo dejo? Estoy solo en mi casa esta noche, y si usted va a comer, debo procurarle la comida yo mismo.
En cuanto su anfitrión se hubo marchado, Villon saltó de la silla en la que acababa de sentarse y comenzó a examinar el salón con la cautela y el entusiasmo de un gato. Sopesó en la mano los frascos de oro, abrió todos los folios, e investigó las armas del escudo y el relleno de las sillas. Levantó las cortinas de las ventanas y vio que éstas se hallaban formadas por vitrales en los que aparecían figuras que, por lo que alcanzaba a ver, eran de tema marcial. Entonces se detuvo en el centro de la habitación, inhaló profundamente y reteniendo el aire con las mejillas infladas, miró y miró a su alrededor, volviéndose sobre sus talones, como si deseara imprimir cada detalle de la sala en su memoria.
–Siete platos –dijo–. Si hubiera habido diez, me hubiera arriesgado. Una bella casa, y un amo anciano y fino, así que será mejor que me protejan todos los santos.
En ese momento oyó el paso del anciano que regresaba por el corredor y volvió en puntas de pie a su silla y comenzó a calentar humildemente sus piernas mojadas ante el carbón.
Su anfitrión llevaba un plato de carne en una mano y una jarra de vino en la otra. Puso el plato sobre la mesa y le indicó a Villon con un gesto que acercara su silla;. luego fue hacia el trinchante, llevó dos copas a la mesa y las llenó.
–Bebo por su mejor fortuna –dijo, tocando gravemente la copa de Villon con la suya.
–Por nuestro mejor conocimiento –dijo el poeta, animándose. Un mero hombre del pueblo se hubiese sentido cohibido por la cortesía del anciano señor, pero Villon estaba templado en ese asunto; ya había divertido a grandes señores antes de ahora, y había descubierto que eran tan bribones como él. Se dedicó a las .viandas con voraz satisfacción mientras el anciano, con el torso inclinado hacia atrás, lo observaba con ojos fijos y curiosos.
–Tiene sangre en el hombro –dijo.
Montigny le debía haber apoyado la mano húmeda cuando salió de la casa. Maldijo a Montigny íntimamente.
–No es sangre mía –balbuceó.
–No había supuesto eso –replicó el anfitrión serenamente–. ¿ Una pelea?
.–Bueno, algo por el estilo –admitió Villon con una vibración en la voz.
–¿Tal vez algún individuo asesinado?
–Oh, no, no asesinado –replicó el poeta, con creciente confusión–. Todo fue muy limpio… asesinado por accidente. ¡No tuve nada que ver, que Dios me mate si miento! –agregó fervorosamente.
–Un bribón menos, me atrevo a decir —-observó el dueño de casa.
–Puede atreverse a decirlo –convino Villon, infinitamente aliviado–. Un bribón tan grande como de aquí a Jerusalén. Murió como un cordero, pero fue algo desagradable de ver. Diría que usted ha visto hombres muertos en su tiempo, ¿verdad, señor? –agregó, echándole una mirada a la armadura.
–Muchos –dijo el anciano–. He seguido las guerras como podrá imaginar.
Villon apoyó sobre la mesa el tenedor y el cuchillo que acababa de levantar.
–¿Había alguno de ellos calvo? –preguntó.
–Oh, sí, y con pelo tan blanco como el mío.
–Creo que no me importaría tanto el blanco –dijo Villon–. El de él era rojo –y tuvo un retorno de los estremecimientos y la tendencia a la risa, que ahogó con un gran sorbo de vino–. Me pongo un poco mal cuando pienso en eso –siguió–. Lo conocía… ¡maldito sea! Y luego el frío le da fantasías a un hombre… o las fantasías le dan frío a un hombre, no sé cuál de las dos cosas.
–¿Tiene algún dinero? –preguntó el anciano.
–Tengo una blanca –replicó el poeta, riendo–. La saqué de la media de una ramera muerta en un pórtico. Estaba tan muerta como César, pobre mujerzuela, y tan fría como una iglesia, con trocitos de cinta en el pelo. Este es un mundo duro en invierno para lobos y rameras y pobres bribones como yo.
–Yo –dijo el anciano–, soy Enguerrand de la Feuillé, señor de Brisetout, alcalde de Patatrac. ¿Quién y qué puede ser usted?
Villon se puso de pie e hizo una reverencia adecuada.
–Me llamo François Villon –dijo–, un pobre maestro de artes de esta universidad. Sé algo de latín y mucho de vicios. Sé hacer canciones, baladas, layes y rondós, y soy muy afecto al vino. Nací en una bohardilla, y no es improbable que muera en el patíbulo. Puedo agregar, mi señor, que a partir de esta noche soy su muy obsequioso servidor.
–Ningún servidor mío –dijo el caballero–; mi huésped por esta noche y nada más.
–Un huésped muy agradecido –dijo Villon cortésmente, y bebió en silencioso honor de su anfitrión.
–Usted es astuto –dijo el anciano, golpeándose la frente–, muy astuto; es ilustrado; es un amanuense; y sin embargo, le saca una pequeña moneda a una mujer muerta en la calle. ¿No es eso una clase de robo?
–Es una clase de robo muy practicada en la guerra, señor.
–Las guerras son el campo del honor –replicó orgullosamente el anciano–. Allí el hombre se juega la vida; lucha en nombre de su señor el rey, su señor Dios, y todos los sagrados santos y ángeles.
–Supongamos –dijo Villon– que yo sea realmente un ladrón, ¿no jugaría también mi vida, y en circunstancias más difíciles?
–Por lucro, pero no por honor.
–¿Lucro? –repitió Villon, encogiéndose de hombros– ¡Lucro! El pobre diablo quiere comida y la toma. Otrotanto hace el soldado en la campaña. Caramba, ¿qué son todas esas requisiciones de las que tanto escuchamos hablar? Si no son lucro para aquellos que las toman, son una pérdida suficiente para los otros. El hombre de armas bebe junto aun buen fuego, mientras el ciudadano se come las uñas para comprarle vino y leña. Vi a unos cuantos labriegos que pendían de árboles por el campo, sí, vi a treinta en un olmo, y una triste figura era la que hacían; y cuando le pregunté a alguien por qué era que todos esos habían sido colgados, me dijeron que era porque no habían podido reunir suficientes coronas para satisfacer a los hombres de armas.
–Esas cosas son una necesidad de la guerra, que los de origen humilde deben soportar con constancia. Es verdad que algunos capitanes cometen excesos; en todos los rangos hay espíritus a los que la piedad no conmueve muy fácilmente; y por cierto que muchos que se dedican a las armas no son mejores que bandidos.
–Usted ve –dijo el poeta–; usted no puede separar al soldado del bandido; ¿y qué es un ladrón sino un bandido aislado de maneras circunspectas ? Yo robo un par de chuletas de cordero sin siquiera perturbar el sueño de la gente; el agricultor protesta un poco pero sigue comiendo opíparamente con lo que le queda. Ustedes llegan soplando gloriosamente una trompeta, se llevan todas las ovejas y castigan al agricultor lamentablemente. Yo no tengo trompeta; soy solo Tom, Dick o Harry; soy un bribón y un pícaro, y la horca es demasiado buena para mí… de todo corazón; pero pregúntele al agricultor a quien de los dos prefiere, investigue a quien se queda maldiciendo, sin poder dormir, en las noches de invierno.
–Fíjese en nosotros dos –dijo el anciano–. Soy viejo, fuerte y honrado. Si me echaran mañana de mi casa, cientos se enorgullecerían de hospedarme. La pobre gente saldría a pasar la noche en las calles con sus hijos si yo apenas sugiriera que deseo estar solo. ¡Y lo encuentro levantado, errando sin hogar, y tomando moneditas de mujeres muertas en la calle! No le tengo miedo a nadie ni a nada; lo he visto a usted temblar y cambiar de expresión por una palabra. Espero contento en mi casa el llamado de Dios, o si es que le place al rey llamarme de nuevo, en el campo de batalla. Usted espera la horca; una muerte ruda, rápida, sin esperanza ni honor. ¿No hay diferencia entre los dos?
–De aquí a la luna –reconoció Villon–. ¿Pero si yo hubiese nacido señor de Brisetout, y usted hubiese sido el pobre hombre de letras François, hubiera sido menor la diferencia? ¿No hubiese estado yo calentando mis rodillas ante este fuego, y no hubiera estado usted buscando moneditas en la nieve? ¿No hubiese sido yo el soldado, y usted el ladrón?
–¡Un ladrón! –exclamó el anciano–. ¡Yo un ladrón! Si usted entendiera sus palabras, se arrepentiría de ellas.
Villon tendió las palmas de las manos en un gesto de inimitable descaro.
–¡Si el señor me hubiese hecho el honor de seguir mi argumento! –dijo.
–Le hago demasiado honor al someterme a su presencia –dijo el caballero–. Aprenda a refrenar su lengua cuando hable con caballeros ancianos y honorables, o alguno más precipitado que yo puede reprobarlo de manera más enérgica –y se puso de pie y caminó por un extremo del salón, debatiéndose con la ira y la antipatía.
Villon llenó subrepticiamente su copa y se sentó en una posición más cómoda, cruzando las piernas y apoyando la cabeza en una mano y el codo contra el respaldo de la silla. Ahora estaba bien comido y no tenía frío; y de ningún modo estaba asustado de su anfitrión después de estimarlo tan acertadamente como era posible entre dos caracteres tan diferentes. Ya había transcurrido buena parte de la noche, y de manera muy cómoda, después de todo; y se sentía moralmente seguro de que podría partir sin problemas por la mañana.
–Dígame una cosa –dijo el anciano, deteniéndose en su paseo–. ¿Es usted realmente un ladrón?
–Reclamo los sagrados derechos de la hospitalidad –replicó el poeta–. Mi señor, lo soy.
–Usted es muy joven –agregó el caballero.
–Nunca hubiese llegado a esta edad –dijo Villon, mostrando los dedos–, si no me hubiese ayudado con estos diez talentos. Ellos han sido mi madre y mi padre.
–Aún puede arrepentirse y cambiar.
–Me arrepiento todos los días –replicó el poeta–. Hay poca gente tan dada al arrepentimiento como el pobre François. En cuanto al cambio, que alguien cambie mis circunstancias. Un hombre debe seguir comiendo, aunque solo sea para que pueda continuar arrepintiéndose.
–El cambio debe comenzar en el corazón –dijo solemnemente el anciano.
–Mi estimado señor –dijo Villon–, ¿realmente imagina que robo por placer? Odio robar, como cualquier .otro tipo de trabajo o de peligro. Me castañetean los .dientes cuando veo la horca. Pero debo comer, debo beber, debo integrar una sociedad de alguna clase. ¡Qué demonios! El hombre no es un animal solitario… Cui deus faemínam tradit. Hágame panetero del rey. ..hágame abad de St. Denis; hágame alcalde de Patatrac; y entonces cambiaré de verdad. Pero mientras me deje como el pobre hombre de letras François Villon, sin una moneda, bien, por supuesto que sigo siendo el mismo.
–La gracia de Dios es omnipotente.
–Sería un hereje si lo cuestionara –dijo François–. Lo ha hecho a usted señor de Brisetout y alcalde de Patatrac; a mí no me ha dado más que una mente rápida bajo el sombrero y estos diez dedos en las manos. ¿Puedo servirme vino? Se lo agradezco respetuosamente. Por la gracia de Dios, usted tiene una bodega superior.
El señor de Brisetout caminaba de un lado para el otro con las manos a la espalda. Tal vez no hubiera logrado aún tranquilizar su mente acerca del paralelo entre ladrones y soldados; tal vez Villon lo hubiera interesado por alguna hebra de simpatía, tal vez su mente estuviera simplemente confundida por un razonamiento tan poco familiar; pero fuera cual fuese la causa, de algún modo deseaba convertir al joven a un modo mejor de pensamiento, y no podía decidirse a mandarlo de nuevo a la calle.
–Hay algo más que puedo entender en esto –dijo al fin–.Su boca está llena de sutilezas, y el diablo lo ha guiado mal por mucho tiempo; pero el diablo es sólo un espíritu muy débil ante la verdad de Dios, y todas sus sutilezas se desvanecen ante una palabra de verdadero honor, como la obscuridad con la mañana. Escúcheme una vez más. Aprendí hace mucho que un caballero debe vivir caballerosamente y en el amor de Dios, del rey y de su dama; y si bien he presenciado muchas cosas extrañas, de todos modos me he esforzado por ordenar mi vida según esa regla. Eso no solo está escrito en todas las historias nobles, sino en el corazón de cada hombre, si él se ocupa de leerlo. Usted habla de comida y vino, y sé muy bien que el hambre es una prueba difícil de soportar; pero no habla de otras necesidades; no dice nada del honor, de la fe a Dios y a los otros hombres, de la cortesía, del amor sin reproche. Puede ser que yo no sea muy inteligente… y sin embargo me parece que lo soy… pero usted me impresiona como alguien que ha errado el camino y cometido un gran error en la vida. Se ocupa de las pequeñas necesidades y se ha olvidado por completo de las grandes y reales, como un hombre que se ocupe de atender un dolor de muelas el día del juicio final. Porque tales cosas como el honor, el amor y la fe son no sólo más nobles que la comida y la bebida, sino que en verdad creo que las deseamos más, y sufrimos en forma más aguda su ausencia. Le hablo de la manera en que creo que me podrá entender más fácilmente. Mientras se ocupa de llenarse el estómago, ¿no está usted desatendiendo otro apetito de su corazón, que estropea el placer de su vida y lo tiene continuamente infeliz?
Villon estaba sensiblemente irritado con ese extenso sermón.
–¡Usted cree que no tengo sentido del honor! –exclamó–. ¡Soy bastante pobre, sabe Dios! Es duro ver a la gente rica con sus guantes cuando uno se está soplando las manos. Un estómago vacío es cosa amarga, aunque usted hable tan ligeramente del asunto Tal vez, si lo hubiera sentido vacío tantas veces como yo, cambiaría de tono. De todos modos, soy un ladrón… sépalo… pero no soy un demonio del infierno, que Dios me mate si miento. Me gustaría que sepa que tengo un honor propio, tan bueno como el suyo, aunque no parloteo de él todo el día, como si fuera un milagro de Dios poseerlo. A mí me parece muy natural; lo mantengo en su caja hasta que hace falta. Ahora vea, ¿cuánto tiempo he estado en esta habitación con usted? ¿No me dijo que estaba solo en la casa? ¡Mire su vajilla de oro! Usted es fuerte, si quiere, pero es anciano y está desarmado, y yo tengo mi cuchillo. ¿Qué necesitaba yo más que una sacudida del codo y aquí hubiera estado usted con el acero frío en las tripas, y allá hubiera estado yo, andando por las calles con un brazada de copas de oro! ¿Supone que no tuve inteligencia para ver eso? Y desprecié esa acción. Ahí están sus malditas copas, tan seguras como en una iglesia; ahí está usted, con el corazón que late como si fuera nuevo; y aquí estoy yo, dispuesto a salir tan pobre como entré, ¡con mi única moneda que usted me echó en cara! ¡Y usted piensa que no tengo sentido del honor… Dios me mate si miento!
El anciano extendió el brazo derecho.
–Le diré qué es usted –dijo–. Es un bribón, señor, un pillo vagabundo de corazón negro. He pasado una hora con usted. ¡Oh, créame, me siento desgraciado! y usted ha comido y bebido en mi mesa. Pero ahora me irrita su presencia; el día ha llegado, y el pájaro nocturno debería marcharse a su lugar. ¿Quiere caminar adelante, o atrás?
–Como usted prefiera –replicó el poeta, poniéndose de pie–. Creo que usted es estrictamente honorable –vació pensativamente su copa–. Me gustaría poder agregar que es inteligente –agregó, golpeándose en la cabeza con los nudillos–. ¡Vejez, vejez! Cerebro endurecido y reumático.
El anciano lo precedió por una cuestión de dignidad; Villon lo siguió, silbando, con los pulgares metidos en el cinto.
–Que Dios se compadezca de usted –dijo el señor de Brisetout en la puerta.
–Adiós, papá –replicó Villon con un bostezo–. Muchas gracias por el cordero frío.
La puerta se cerró a sus espaldas. El amanecer se advertía sobre los techos blancos. Una mañana helada y desapacible recibía al día. Villon se detuvo y se estiró gozosamente en el medio de la calle.
«Un anciano muy aburrido», pensó. «No sé cuánto pueden valer sus copas».
* * *
Extras:
Primero, un poema de Villon.
DOBLE BALADA
Traducción y notas de Rubén Abel Reches
Amad, amantes corazones,
haced según vuestros antojos,
id a festines y a reuniones:
terminaréis llenos de piojos.
A los hombres hace Amor flojos:
Salomón a herejía accede,
Sansón pierde sus anteojos.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
Orfeo, el tierno musicante,
tocando rústicas dulzuras,
por Amor se topó delante
del Can de cuatro dentaduras.
Narciso, de unas aguas puras
cae al pozo y salir no puede
por culpa de sus aventuras.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
Sardaná, el de valor sin tacha
que conquistó el reino de Creta,
se fue a hilar como una muchacha
y quiso ser mujer completa.
El rey David, sabio profeta,
dos bellos muslos ve y procede
a olvidar a Dios que lo reta.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
Amnón, presa de sed de amar,
con el pretexto de que hambreaba,
reclamó y desfloró a Tamar
mientras la hojuela se quemaba.
Dejó Herodes -¡cómo sudaba!-
que la cabeza de Juan ruede
por Salomé que le bailaba.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
De mí también ¡pobre!, hablaré *:
por Amor, como lienzo en río,
fui golpeado desnudo, y sé
que lo ordenó un tierno amor mío,
Catherine, con un gesto frío.
Noël, que vio lo que precede,
recibió parte del rocío.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
No ha de dejar por ello el joven
de perseguirlas sin cautela
ni aunque en una hoguera lo adoben
como al que en una escoba vuela **.
Para él huelen como canela.
Loco igualmente es quien se enriede
con morena o rubia mozuela.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
— * Villon alude a los azotes que le valió su amor hacia Catherine de Vaucelles, joven de la que no se sabe casi nada y que tal vez haya que identificar con la Rose a la que hace referencia en la estrofa introductoria a la Balada a su Dama, donde aparece como mujer de conducta no demasiado rígida.
** Villon se refiere a brujos y brujas, que eran quemadas públicamente.
Y ahora, una versión contemporánea de otro poema de Villon, con música del cantautor mexicano Arturo Meza y retitulado «Lenguas viperinas». Advierto que la versión está muy apegada al espíritu de Villon, que no busca el refinamiento de la poesía «correcta» sino chocar con su lector y decirle exactamente lo que no quiere oír.
Erika Mergruen escribió este texto en su blog, Criptas.
La colección «La Guillotina» de libros gratuitos tiene en línea la Danza macabra del cementerio de los Santos Inocentes de París: un texto esencial sobre la que siempre llega.
Está en línea, también, 72migrantes.com, un proyecto de Alma Guillermoprieto: un altar virtual a los migrantes asesinados recientemente en Tamaulipas, con textos, música e imágenes.
Y yo, hace rato, salí a la calle, me detuve con Raquel en un restaurante y escuché la conversación de dos personas.
–Antes –dijo una, mientras se comía una gringa: tacos de carne al pastor y queso– no estaba cerca la muerte. Y ahora aquí está, rondando.
Las palabras me parecieron una mentira vil: el signo de una hipocresía y una ceguera terribles. La violencia de estos días es la que es, pero la muerte siempre ha estado entre nosotros. Simplemente algunos, los más afortunados, nos las habíamos arreglado para ignorar el sufrimiento de los otros, el miedo y el dolor. Ahora, que el grupo de los afortunados se ha reducido, muchos nos sentimos desprotegidos y vulnerables.
Pero esta conciencia debería servirnos de algo. Después de todo, aún estamos vivos.
Y tampoco sé si lo que escribo tiene, también, su origen aquí, aunque debo reconocer que me interesan mucho las cosas que no se ven, los ángulos extraños para mirar lo de costumbre, la imaginación como una herramienta para lograr estas cosas: para descubrir, como querían los románticos, y no necesariamente para acumular otras cosas sobre el mundo.
«La ciudad invisible»
(¿Será éste el momento de empezar ver que algunas cosas están ya dichas, bien o mal, haya o no alguien allí para escucharlas?)
* * *
Buscando justificar la propia vida se recorren largos caminos. Algunos de ellos pasan por la belleza.
(El poeta danés de Torill Kove)
* * *
—Siento que alguna vez, por alguna causa imprevista, la vida de alguien sobre la tierra no se extinguirá nunca; que sus pasos serán cada día más firmes y que su voz se escuchará siempre con la continuidad y vigor de los ríos. Siento que hay una música que no concluirá jamás en el tiempo y que un mismo soplo de aire agitará hasta la eternidad el mismo árbol. Antójaseme, por no sé qué razones, que en el momento menos pensado se abrirá la tierra por todas partes como una misteriosa granada madura y que germinarán hasta en los riscos menos propicios, flores y frutos desconocidos, aromas que nadie ha aspirado y formas nuevas en qué deleitarse. Para estupor del que sobreviva estallarán los viejos astros y surgirán otros nuevos y, a cada alumbramiento de éstos, el mar rebasará sus limites, arrullará las ciudades y el perfume de sus algas será tan intenso que se marchitarán los retoños en sus tiestos, aunque la juventud infinita les será otorgada a los hombres. Nadie hablará más de la hiedra en el muro, ni de la puerta en el muro, sino de la nueva montaña; nadie cultivará la hiedra, ni el enebro, ni las madreselvas, porque la tierra producirá unas flores azules de cristal que, trepando por la corteza de los árboles, derramarán su contenido sobre el que camina…
Francisco Tario, La puerta en el muro
* * *
(Ensemble Accentus, «Avrix Mi Galanica»; música antigua sefardí)
Esta bitácora publica un cuento al mes, pero en esta ocasión publicará dos. El motivo es este hallazgo, que me recomendó Alberto Buzali: un cuento fantástico de Benito Pérez Galdós (1843-1920). Es probablemente un capricho de su autor, cuyo prestigio entero se basa en sus novelas realistas y a quien muchos lectores posteriores han mirado con cierta desconfianza; de todas formas, el texto tiene más de un punto de contacto con «La nariz» de Nikolai Gogol, una de las narraciones clásicas de lo fantástico del siglo XIX.
«¿Dónde está mi cabeza?» se publicó en el diario El Imparcial de Madrid, España, en 1892.
Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.
– II –
Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.
En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada… no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama… y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.
No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.
Pero no había más remedio: llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.
-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.
El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.
Cuando se apartó de mi, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:
-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.
A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.
– III –
La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.
-¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera…
Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello… me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco.
– IV –
Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi.
Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí!
Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria…! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre.
– V –
La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.
La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.
Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos.
Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.
Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.
-Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-, ya ves lo que me pasa…
-Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-: ya veo, ya… No es cosa de cuidado.
-¡Que no es cosa de cuidado!
-Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…
-¡El viento frío es la causa de…!
-¿Por qué no?
-El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.
Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.
-No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema.
Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento.
¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X… traspasaban, por su frecuencia y duración, los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta?
Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar.
– VI –
La esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.
Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi…
Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah! cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.
Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza.»
Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier precio… Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en la cual tenía un peine.
Además de todo lo demás (un par de libros; textos por obligación y placer; anotaciones para esta bitácora y para la sufrida cuenta de Tuiter), estoy preparando un par de cursos: ambos serán de novela y se repartirán entre revisar textos de los asistentes y hablar de la teoría (si es que es posible: si hay una sola, o varias ideas que pudieran ensamblarse para parecer una sola) de la novela.
Entre otras referencias, está la del pasaje siguiente, que proviene de Pietr el letón (1931), la primera de la larga serie de novelas del inspector Maigret escritas por Georges Simenon. Maigret está vigilando desde afuera, y en tiempo tormentoso y desagradable, la casa del sospechoso, y sus pensamientos vagan hacia estas ideas sobre el descubrimiento y la detección:
Era más bien una teoría propia y, aunque jamás la había desarrollado, permanecía imprecisa en su mente […]
En cualquier malhechor, en cualquier delincuente, hay un hombre. Pero también hay, y sobre todo, un jugador: un adversario que generalmente ataca, y éste es el que la policía intenta ver.
¿Se ha cometido un crimen o un delito cualquiera? La lucha se enzarza en torno a unos datos más o menos objetivos. Una o varias incógnitas, que la razón intenta resolver.
Maigret actuaba como los demás. Como ellos, también utilizaba los extraordinarios instrumentos que los Bertillon, los Reiss, los Locard han puesto en manos de la policía y que constituyen una verdadera ciencia.
Pero buscaba, esperaba, acechaba sobre todo la «fisura». En otras palabras, el momento en que, detrás del jugador, aparece el hombre.
En el Majestic, había tenido ante sí al jugador.
Aquí presentía otra cosa. La casa apacible y ordenada no formaba parte de los accesorios de la lucha entablada por Pietr el Letón. La mujer, sobre todo, y los niños entrevistos u oídos pertenecían a otro orden material y moral.
Y por ese motivo esperaba, aunque de mal humor, pues le gustaba demasiado su gran estufa de hierro colado y su despacho, con las cervezas espumeantes sobre la mesa, como para no sentirse desdichado bajo esta pegajosa tormenta.
Puede que la «teoría» no suene muy interesante tal como está planteada, pero su práctica, a lo largo de muchos episodios de la serie de Maigret, es extraordinaria: Simenon nos muestra cómo su personaje descubre, una y otra vez, la fisura en el comportamiento de sus adversarios que le permite no atraparlos (no necesariamente) pero sí comprenderlos: encontrar lo que faltaba por ver de su carácter y sus motivaciones, de modo que su imagen se complete y revele profundidades imprevistas, sorpresas, a veces detalles conmovedores o terribles.
¿No es éste el modo en el que se explora, también, la creación de un personaje novelesco? Por muchos planes previos que se hagan, por copiosas que sean las biografías y escaletas que se redacten (y que pueden ser muy útiles, sí), en los personajes siempre hay un fondo secreto, un último reducto de ideas y motivos y pasiones que jamás se revela a la primera. Uno es también explorador en lo que escribe y en quienes escribe: preguntarse por lo que hacen es lícito porque su creación nunca está completamente bajo nuestro control; cuando menos, algo pasa invariablemente –algo se pierde o se gana– en el proceso por el que las ideas se verbalizan, se ordenan y luego se traspasan a signos escritos.
Los críticos de Simenon le cuestionan las tosquedades de acción y de estilo, la falta de pulimento. Pero en las reflexiones de Maigret y su búsqueda de fisuras, por descuidadas que puedan parecer, con mucha frecuencia me parece entrever esto: tal vez el escritor no trabajaba con un plan previo, tal vez improvisaba sobre la marcha, pero siempre acertaba. Siempre: sus personajes son invariablemente creíbles, humanos, complejos. Esto bien puede ser parte del famoso «oficio» del escritor: conocer a la humanidad y a la gramática lo bastante como para que aquélla se manifieste sin esfuerzo por medio de ésta.
(Un elogio típico que se da a los grandes dibujantes es decir que pueden hacer una figura sin bosquejarla primero: que su dominio del trazo les ha costado tanto que parece que no les cuesta nada.)