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Pandemia

Tenía ganas de agregar este cuento a la antología de Las Historias incluso desde antes de que se declarara la emergencia sanitaria debida al coronavirus SARS-CoV-2. En cualquier caso, «Pandemia» se ha vuelto aún más pertinente ahora, incluso sin contar su título. Hoy, personas en el mundo entero podrían reconocer en la narración escenas de su vida diaria, transformada por la crisis que vivimos, desde el aspecto inquietante de las calles vacías o la incertidumbre del futuro hasta (muy tristemente) el ascenso del miedo y la intolerancia.
      Gabriela Rábago Palafox (1950-1995) fue una talentosa narradora mexicana que merece más reconocimiento, y entre cuyos libros se encuentran Estancias nocturnas, La voz de la sangre, La muerte alquila un cuarto y Todo ángel es terrible. «Pandemia» ganó el Premio Nacional «Puebla» de Cuento de Ciencia Ficción en 1988.

PANDEMIA
Gabriela Rábago Palafox

Había llovido. Las últimas gotas caían bugambilias abajo, se perdían en los charcos que obscurecían el asfalto. El aguacero había arrancado a las jacarandas la mayoría de las flores que permanecían al pie de los árboles, a manera de alfombra pasajera. Entre las ramas cantaba estridentemente el pájaro aquél –grande, negro y naranja– que Elisa había logrado ver sólo un momento. El canto era alto y claro, como una recurrencia del alba y el atardecer. Le fastidió, igual que otras veces, no poder imitarlo. Mauricio sí podría, pensó. Lo escribiría, incluso, en notas musicales y lo silbaría hasta que ella pudiera retenerlo en la memoria; pero ya lo veía tan poco… Lo extrañaba, pese a haber aprobado su decisión de refugiarse tras la Cortina, en alguna pequeña ciudad al otro lado del mundo, donde la música ocupara todavía un lugar preponderante y, sin que importara el número de víctimas semanales que cobrara el mal, se llevaran a cabo los conciertos planeados en la sala suavemente iluminada para crear un clima de recogimiento. La acústica engrandecida en la que se afinaban los instrumentos de la orquesta y, frente a un atril, a derecha o izquierda del director, Mauricio se perdía en los caminos paralelos del pentagrama. Así fue durante la guerra. Apenas los bombardeos pudieron detener la vida cultural, le había dicho con su habitual tono sereno la noche que cenaron para despedirlo. Él mismo había hecho el vino rojo que bebieron, en sus ratos de ocio y los espacios ganados al comedor y al baño de su casa. Indudablemente, adonde iba el vino sería mejor y, sin embargo, nunca como ése, pensó Elisa y escuchó atentamente sus razones para emigrar. En todo caso, su ausencia podría no ser definitiva, o ella podría reunírsele… era cuestión de considerarlo y aprender el idioma. Pero no, ella creía que cada quien tiene su propio destino. Y los hermanos –le dijo– son como uvas de un racimo, que se van desgranando paulatinamente hasta que sólo queda el sarmiento. Se escribirían. Llegarían las tarjetas postales con reproducciones de pinturas famosas –porque allá, los museos continuaban abiertos– llevándole la nostalgia de ese amor peculiar de los hermanos que oscila entre tantos otros y conserva la magia de la infancia, las cosas perdidas, las transgresiones. También llegarían fotos de Mauricio en ropa de invierno; de etiqueta para los conciertos; en bañador al lado de una alberca porque allá todavía era posible darse un chapuzón o meterse al vapor sin miedo al contagio. El mal era, salvo excepciones inexplicables, un azote de Occidente.
      —De cualquier manera, cuídate. Toma todas las precauciones. No te expongas.
      Ninguno de los dos lo mencionó, pero el nombre de Oscar –el hermano menor– flotó por momentos en el aire. Se miraron a los ojos: No hallaron en ellos ningún eco de los de Oscar, risueños y castaños. Él tampoco se había expuesto y, sin embargo, había sido víctima de la pandemia meses atrás. Lo mismo que Eduardo, Germán, Luis y una lista interminable.
      —Por ti no me preocupo —comentó Mauricio—. Pero esto se va quedando cada día más despoblado… Es curioso, ¿verdad? Una ciudad a la que le sobran millones de habitantes, ahora vuelve a ser como cuentan que era en la época de nuestros padres. Lo que anhelaba el consenso popular. Una ciudad semivacía, con grupos de mujeres más o menos aislados.
      Sí, pero no de esa manera. La pandemia avanzaba en proporción geométrica y si, al principio, las víctimas eran –en su mayoría– hombres entre veinte y cuarenta y cinco años, al paso de los meses también lo fueron mujeres y niños. Los efectos se fueron haciendo visibles en la calle. En poco tiempo miles de automóviles dejaron de circular. Disminuyeron los índices de contaminación. A ciertas horas fue posible sentir el silencio y gozar la transparencia de la atmósfera. Pero la gente moría diezmada por un mal que desafiaba a la ciencia, las religiones, la esperanza. Vehículos especiales –de sirena y rojas lámparas giratorias– se hacían cargo de los cuerpos como, en tiempos muy lejanos, los carretones de la muerte que puso en marcha la peste bubónica.
      «… La sífilis, la tuberculosis, la influenza española. Hoy es el virus VIH, HTLV/III o LAV. Aproximadamente cada dos siglos surge una pandemia que hace estragos en el planeta –Elisa recordó la conferencia dictada por la doctora Benseñor, directora del Proyecto para la Investigación y Control del Mal–. Si viéramos esta pandemia dentro de su perspectiva histórica, quizá nos pareciera menos terrible. Me gustaría enviar a todos –a los seropositivos especialmente– un mensaje de esperanza. Estar infectado con el virus HTLV/III no significa una sentencia de muerte. No todos morirán, no todas moriremos. Existen personas infectadas que, sin embargo, no presentan síntomas. Eventualmente, saldrán del contagio ilesas. Un porcentaje de los individuos transmisores no desarrolla el síndrome del mal: se presume que existe en ello alguna razón genética. Quienes trabajamos en el Proyecto estamos consagrando a él nuestro mejor esfuerzo. Hemos hecho a un lado asuntos e intereses personales para procurar la elaboración de una vacuna contra el virus VIH. Esperamos hallarla antes de cuatro años».
      Las vacunas experimentadas hasta entonces habían sido inefectivas y la gente moría por centenares bajo la mirada atónita de los Premios Nobel, ante la incredulidad de los científicos que habían puesto al hombre en la Luna.
      Quizás lo peor de todo era que el virus LAV –ese organismo microscópico que se instalaba en los linfocitos y acababa con el sistema inmunológico de los pacientes– había erosionado los cimientos de la sociedad. Pese a la propaganda oficial contra cualquier clase de discriminación de las personas infectadas, el estigma era un hecho cotidiano que sufrían por igual burgueses y desposeídos, porque los líquidos que extendían el contagio del mal eran el semen y la sangre –es decir, el virus se transmitía preferentemente en la cama–, lo cual determinaba que la voluntad pública convirtiera el asunto médico en cuestión moral. La primera información sobre el HTLV/III revivió uno de los tabúes más espinosos de la historia judeo-cristiana: La homosexualidad, más ampliamente conocida como plaga de Sodoma y Gomorra. Y, hoy, de California, Nueva York, Haití, Puerto Rico, Francia, Brasil, México… Los primeros casos registrados se dieron entre hombres homosexuales. Al momento en que la doctora Benseñor dictó su conferencia, los grupos afectados eran homosexuales y bisexuales masculinos, drogadictos que utilizaban la vía intravenosa, hemofílicos, haitianos, personas en las que no se había identificado ningún factor de riesgo y heterosexuales que hubieran tenido contacto sexual con enfermos del mal. Los hombres constituían el 93% de los casos. El 7% de las mujeres correspondían a prostitutas, drogadictas y compañeras sexuales de pacientes infectados.
      La gente de bien –las personas decentes que ponderaban nuestras abuelas– buscaron protegerse de la infección con oraciones y medallas o palmas benditas (¿no hablarían al respecto las cartas de Fátima?). Evitaron transfusiones de sangre desconocida: Nunca como entonces se hizo evidente la diferencia de licores sanguíneos. Rehusaron el roce social con individuos sospechosos. En lo profundo de su espíritu dieron gracias a Dios por no ser unos degenerados. Y, sin embargo, las estadísticas revelaban un avance del mal en proporciones geométricas.
      La doctora Benseñor ante los reporteros de la fuente: «El período de incubación del virus oscila entre cinco y seis años. De ahí la peligrosidad de la pandemia. Alguien puede suponerse sano y empezar a mostrar síntomas dentro de unos meses. En el ínterin, es posible que haya transmitido el contagio a las personas con quienes haya tenido intercambio sexual».
      Vacunas, preces y talismanes sucumbieron ante el virus VAL. Frente a las evidencias aplastantes, las familias bien, igual que la gente común, tuvieron que disfrazar de estupor su vergüenza. La población masculina sexualmente activa, comenzó a decrecer de manera alarmante. Además de los solteros, morían los pater familiae, los maridos fotografiados el día de su boda, los curas y los ministros del gobierno. A la comunidad homosexual, que mantenía sólo medio encubierto su estilo de vida, le quedaba el consuelo de una realidad considerablemente más digna —¿qué importaba que los obituarios de los bisexuales hablaran de accidentes ficticios, antiguos padecimientos, fallas cardiacas y varios eufemismos por el estilo?
      El estigma dio lugar a la polémica. Nunca como entonces los medios de comunicación recogieron palabras que la religión judeo-cristiana creía obscenas: homosexualidad, bisexualidad, gente gay… Toda esa porquería, desde luego, era made in USA, escribían los diarios de posición moderada. Los de la izquierda, en cambio, resultaban más humanitarios. Objetivos, por lo menos. En la televisión, el jesuita John J. McNeill se enfrentaba a la sociedad homófoba: «Durante largo tiempo hemos cargado los hombros de esos hermanos nuestros que se llaman a sí mismos gay, con un pecado inexistente, surgido de un error de traducción. ¿Hasta cuándo reconoceremos que el pecado de Sodoma y Gomorra fue la falta de hospitalidad debida a los extranjeros –es decir, la falta de amor– y no el de la lujuria homosexual, como tanto se ha difundido? Nos hemos olvidado del amor y osamos castigar a quienes tal vez sí lo practican, simplemente porque no estamos de acuerdo con sus preferencias sexuales. Dejemos la pandemia en manos de los médicos y unamos nuestras oraciones para pedir que el amor brote de nuevo en nuestros corazones».
      Muchos televidentes se escandalizaron por la intervención de McNeill. Varios se negaron a creer que ese hombre de barba entrecana y chaleco obscuro, cuya poderosa mano apretaba un crucifijo contra su pecho, pudiera ser un sacerdote jesuita. ¿De parte de quién estaba? «No soy homosexual ni padezco el mal», respondió a la más burda de las suposiciones, «pero quisiera honrarme de ser cristiano».
      El mismo canal televisivo dio tribuna a un muchacho alto, de hermosas y serenas facciones, que habló en nombre del Front Dalliberament Gai de Catalunya: «Se habla de que nuestro amor mata, y esto es cierto sólo en parte. A todos vosotros, gays y lesbianas principalmente, que sabemos claramente lo que queremos, y a todas las personas que lucha para conseguir el pleno derecho de nuestro cuerpo; a todos les decimos que el amor o la práctica homosexual no matan y, suponiendo que lo hicieran, preferimos morir de este amor y no a consecuencia de los otros amores que sí matan de verdad. Consideremos el amor de los señores que tienen el poder de las bombas, armas, misiles y centrales nucleares. El amor de estos mismos señores a los medios de comunicación con el fin de anular el cerebro de cada persona y así podernos manipular tranquilamente. El amor del gobierno de los EUA a las dictaduras que asesinan con toda impunidad. El amor del Vaticano a la decadencia y el estancamiento. ¡Amores todos que sí son verdaderamente terroríficos y destructores!».
      Elisa siguió avanzando por la calle sin gente. Ahora, la mayoría de las veces iba de un lado a otro caminando. El transporte público también había disminuido y era difícil conseguir gasolina, de modo que para las distancias cortas o regulares, el auto se había convertido en artículo del pasado. Los diferentes barrios de la ciudad tenían el codiciado aspecto que sólo hacían posible, en otros tiempos, los períodos de vacaciones. En algunas zonas no funcionaban ya los semáforos. En otros, las cortinas metálicas de los negocios no se levantarían más. Sería fácil trazar sobre un mapa el avance del mal. Los reductos eran pocos y aislados, y era una suerte encontrar, de repente, una tienda o una cafetería funcionando.
      Elisa se cruzó con un grupo de niños que jugaban a la ambulancia. Dos hacían una imitación bastante convincente de la sirena. El enfermo se revolvía en el suelo mojado, apretándose el abdomen con ambos brazos. Los socorristas le ponían inyecciones invisibles y lo tranquilizaban con frases que sonaban muy profesionales. Le quitaremos su propia sangre –dijo uno–, por si la necesita luego. Si le ponemos una transfusión podría contagiarse del virus. Muchos de estos niños habían perdido a sus padres, de modo que el Estado o personas ajenas los tomaban a su cargo. la familia del momento era completamente distinta de la familia nuclear que se había impuesto hasta unas décadas antes de la aparición de la pandemia. Elisa y su compañera habían adoptado a Daina, la niña de los gitanos que ocuparan la casa al fondo de la calle. Los trámites de adopción emergente eran sencillos y rápidos. Bastaban dos firmas y un sello para que los menores adquirieran un nuevo hogar, sin averiguaciones ni impedimentos. Era un asunto primario de sobrevivencia y cuestión de suerte si, además, los niños recibían amor. Daina tenía con ellas casi seis meses y se adaptaba admirablemente a los cambios que se le presentaban. Preguntó si debía llamar madre a alguna de las dos, si podía cambiar su propio nombre por el de Nefertiti, si seguiría yendo a la iglesia para cantar en el coro… Le gustó Elvis Presley e hizo una coreografía sui generis para su versión de «Are you lonesome tonight?» Observaba todo pero sus cuestionamientos eran escasos. En la época de la pandemia a los niños no les sorprendía nada. (O eso parecía).
      Las nubes apretujadas soltaron una llovizna súbita y Elisa aceleró el paso hasta llegar a la nevería. El letrero de neón rojo, el interior iluminado, le provocaron un suspiro de alivio. Unos segundos después se miraba en el enorme espejo rectangular de la casa Chiandoni, fundada en 1939. Mecánicamente se alisó el cabello. Tenía algunas canas en las sienes, pero la consoló pensar que Mauricio, ocho años menor, tenía muchas más. Recuperar lo negro del pelo era cuestión de ingerir vitamina E o extracto de ginseng, no recordaba cuál. Su abuela había tenido el cabello totalmente blanco antes de los cincuenta. Nunca quiso pintárselo y Elisa, de niña, le agradecía su apariencia de abuela clásica, con lentes y vestido obscuro. Ella la llevó a Chiandoni por primera vez. Entonces, la niña que era Elisa apenas sobresalía de la barra y gozaba indeciblemente frente a la copa de hot fudge con helado de avellana cubierto de crema chantilly y nueces, que el amor de la abuela le obsequiaba. Lo iba erosionando con la punta de la cuchara, mientras la abuela platicaba con don Pietro, el dueño, los parroquianos de las mesas dejaban el sitio a quienes llegaban, y en el ambiente predominaba el olor de café fuerte que las meseras servían humeante.
      Hoy, esas mismas meseras de uniforme color de rosa y delantal blanco, cuchicheaban y sonreían al otro lado de la barra. Estaban un poco más delgadas o más gruesas, quizá se les notaba un exceso de maquillaje, pero eran las mismas, prodigiosamente conservadas a régimen de cremas de mamey o elote, pensó Elisa. También las cartas del menú eran las mismas, y el mobiliario, las lámparas, la pintura mural con una vista de Venecia, el mosaico que representaba la Torre de Pisa, el jardín del fondo que se veía a través de una vidriera. En una mesa próxima al jardín, una mujer de mediana edad bebía a sorbos el café, la mirada perdida en un punto impreciso. Una niña devoraba su cassatta al lado de la abuela. Nadie más. Elisa se acomodó en una mesa de la orilla. La empleada no tardó en entregarle la carta; sin verla pidió un hot fudge con helado de avellana y un vaso de agua. El tocacintas reproducía las voces de The Platters. Pensó que al otro lado del mundo su hermano estudiaba el violín probablemente con las manos ateridas, enfundado en un abrigo de invierno, y que tal vez se parecería a Rodolfo en Bohéme.

Remember when, I first met you. My lips were so afraid to say I love you

      Sacó del bolsillo su última carta y la releyó.

… muy bien, en continua actividad. La semana pasada intervine en un concierto que se dio por la inauguración del monumento en honor de los homosexuales asesinados durante el imperio del nazismo. Son tres grandes trozos de mármol color de rosa, imponentes, brillantes. A uno se le frunce algo dentro cuando lo ve. Creo que, más que nada, por la paradoja que significa en estos momentos. Siento mucho la muerte de tu amigo (Eduardo, ¿verdad?) y que te haya removido la pérdida de Oscar, quién creería. Yo siempre aposté que este hermano nuestro moriría de viejo, sobre un escenario, cantando su personaje favorito -como Leonard Warren-. Pero se le atravesó ese virus de mierda…

      Primero Óscar, Oh yes, I’m the great pretender, pretending that I’m living well, lejos y avergonzado. Luego Eduardo –que era casi un hermano, o más que eso–, convertido en un niño aterrado que lloraba inconteniblemente mientras la abrazaba y repetía en tono doloroso «es que no quiero dejar solo a Rafa, tú no sabes cuánto lo amo. Tampoco sé cómo decírtelo… ni siquiera sé si voy a decírselo».
      Después, nada más el llanto y una expresión que no era ya de este mundo. Eduardo u Oscar, con los ojos enrojecidos de llorar, oliendo al perfume más sofisticado del momento, jalándose desesperadamente el cabello teñido de rubio…
      La mesera le sirvió el hot fudge, un sundae y un arlequín. Atajó con un gesto la protesta de Elisa:
      —Cortesía de la casa. Hoy es nuestro último día. Vamos a cerrar hasta nuevo aviso y no vale la pena que el helado se desperdicie. Sí, puedo empacárselo en nuestro envase frigorizado para que su hija lo pruebe. Es una lástima que nunca la haya traído por acá. Sí, gracias. Saludaré en su nombre al señor Chiandoni, con mucho gusto. Ya casi nunca se halla en la casa pero supervisa igual el control de calidad. ¿Le gustaría tomar un café?
      Bueno, así se quedaría hasta la hora de cerrar. En todos esos años, don Pietro no había permitido, jamás, que fuera antes de las ocho.

… es casi un hecho que dentro de un mes reducirán el número de vuelos. Eso se dice. Yo temo que los suspendan en definitiva. Dime si quieres venir y te enviaré dinero. Prométeme que, por lo menos, lo considerarás. Oye, te quiero.

Im sorry for the things Ive done… Im so ashamed. Im sorry.

      Elisa dobló la carta y la guardó. Leyó la fecha en el reloj de pared. Hacía más de un mes desde que el correo le llevara la carta de Mauricio, acaso por desgracia la última. Bebió un poco de agua para aclararse el paladar. Ah, el agua de Chiandoni, tan en el punto exacto, deliciosamente fresca pero sin molestar. La mujer que sorbía el café se levantó y, al pasar frente a su mesa, se miraron largamente. A Elisa le recordó la modelo de Botticelli. Le devolvió la sonrisa. Es algo impreciso en los ojos o en la manera de sonreír, decía Eduardo. Una especie de lenguaje secreto o una contraseña. Cuestión de sensibilidad, de vibra. Tampoco hace falta decir nada: Crees que lo sabes, y no te equivocas.

Only you can make all these changes in me.

      Una de las meseras apagó el letrero luminoso. La mujer del café dijo: —Vine aquí durante veinte años, nunca te encontré. ¿Podríamos caminar juntas? Hacia el sur, claro. Yo no tengo prisa.
      La mesera apagó el tocacintas antes de que terminara el disco de oro de The Platters, le entregó a Elisa el helado para la niña de los gitanos que ahora era suya: No se preocupe, garantizamos la estabilidad de la crema por tres horas. Después, ella y la modelo de Botticelli salieron y empezaron a andar lentamente. No se volvieron al oír el gruñido de la cortina metálica que cerraba –¡hasta Dios sabía cuándo!– la nevería italiana de Pietro Chiandoni.

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