Intelectuales
Nota del 19 de octubre: hay más sobre los temas de esta nota –incluyendo comentarios y aclaraciones diversas– en esta otra nota.
Hubo una discusión, durante buena parte del año pasado, alrededor de los méritos (o más bien la falta de ellos) de los escritores mexicanos de mi generación, la de los nacidos en los años setenta. La polémica nunca fue muy elevada y pronto se convirtió en una serie de bravatas; cuando salió a relucir la metáfora de los huevos (es decir, los testículos) y la cuestión de quién escribía con ellos y quién no, no sólo fue imposible seguir las diversas opiniones sin reírse: quienes seguían prestando alguna atención pudieron ver que, si la presencia o la falta de talento eran difíciles de determinar, en cambio estaba muy claro que a la generación, como conjunto, le interesa mucho menos la literatura que la notoriedad.
Una de las preguntas más repetidas en aquel tiempo era ésta: ¿dónde está la gran obra, la novela extraordinaria de un autor de los setenta? (Habitualmente se planteaba así, con ese desprecio implícito a todos los otros géneros literarios, del mismo modo que la palabra huevos excluía –magias del machismo mexicano– a todas las escritoras de la generación.)
Tal vez sea aventurado decirlo, pero es posible que la pregunta tenga ya una respuesta y hoy, en 2009, tengamos las primeras obras cruciales, los primeros trabajos que colocan definitivamente a autores de la generación en el mapa y en la historia de la literatura nacional.
Por otra parte, si no me equivoco, esos trabajos señeros no son novelas, no son en absoluto libros, sino entrevistas y artículos de opinión. Pienso sobre todo en una entrevista (que ya había mencionado en una nota previa) entre Heriberto Yépez y Rogelio Villarreal publicada hace poco en la revista Milenio, y en una serie de artículos breves pero punzantes, de denuncia, de Rogelio Guedea. En especial la entrevista de Yépez fue promovida como una declaración importante de una figura pública, con lo que se convirtió (hasta donde sé) en la primera mención de un autor de los setenta en los mismos términos en que se habla, en la prensa nacional, de Carlos Monsiváis o Juan Villoro; pero la recepción de uno y de otro (y de varios escritores más) ha sido igualmente entusiasta: se ha subrayado la inteligencia de sus juicios, su crítica certera a la corrupción del sistema político nacional y, en general, la novedad de su interés por la realidad y la agenda nacionales.
Con esto, tal vez, la generación de los setenta está continuando la tradición del intelectual mexicano: del «escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites», como escribió Gabriel Zaid. Con la llegada del PAN a la presidencia de México en 2000, la estrecha relación entre la literatura y el poder que marcó el carácter de las artes nacionales durante casi setenta años se debilitó enormemente: el nuevo régimen no estaba tan interesado como el del PRI en la opinión de los escritores, otras figuras tomaron el lugar de éstos en los medios y, notablemente, mi generación (y, casi en la misma medida, la de los autores nacidos en los sesenta) se negó a desarrollar obras orientadas a la política, como una reacción –no siempre consciente pero, creo, perfectamente comprensible– contra los excesos del grueso de la intelligentsia del siglo XX, en la que hubo grandes autores como Octavio Paz o Carlos Fuentes pero también legiones de otros.
Esos otros son los que me preocupan ahora. Todos han sido olvidados, porque su trabajo carecía de cualquier mérito (¿o alguien por ahí atesora las obras completas de, digamos, Roberto Blanco Moheno?), pero mientras vivieron y publicaron tuvieron notoriedad gracias a su relación con el poder político y al cultivo de su propia reputación. «Lo que hace al intelectual es la recepción de su discurso, más que su discurso», escribió también Zaid, y tenía razón. La vuelta de los intelectuales, si realmente termina por ocurrir, será otro signo de la vuelta del PRI al poder, ya anunciada y prevista por muchos…, pero será un grave retroceso si implica el regreso del ecosistema completo de toda la vieja intelectualidad, con sus pocos grandes y sus muchos mediocres, sus críticos escasos y sus vendidos numerosos.
No se me malentienda: esto no es una de aquellas bravatas. Sería muy bueno si los nuevos intelectuales de la generación fueran, en efecto, personas como Guedea y Yépez, que saben escribir y pensar. Francamente, si ellos pudieran hacer algo contra la abulia general, contra la estupidez y el cinismo imperantes, la generación entera se habría justificado. Pero algo que no debe volver es la sumisión completa de la literatura al poder: la creencia de que es suficiente mirar nuestro propio ombligo, de que no hay nada más allá de nuestras disputas caseras y la busca del poder que esté a nuestro alcance, por miserable que sea.
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Etiquetas: Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Escritores, escritura e historia, escritura y política, Gabriel Zaid, Heriberto Yépez, Historia y testimonio, intelectuales, Juan Villoro, Literatura, Octavio Paz, Roberto Blanco Moheno, Rogelio Guedea