Etiqueta: futbol

El hijo de Butch Cassidy

Un cuento futbolero, y rarísimo, de Osvaldo Soriano (1943-1997), escritor argentino; proviene del libro Cuentos de los años felices (1993). Sobre el origen del cuento, que tiene que ver con el deporte pero también con el cine y con varios de los grandes temas de Soriano, éste escribió:

Escribí varios cuentos sobre futbol durante los mundiales de 1986 y para Página/12 e II Manifesto de Roma. Así, en la concentración de Trígona, una noche conocí a Diego Maradona. Al comienzo fingí no interesarme en él con el propósito de lastimar su orgullo y ganarme su atención. Entonces, para impresionarme, se puso una naranja sobre la cabeza y la hizo bailar por todas las curvas del cuerpo sin que se cayera ni una sola vez. Por fin la atrapó y sin fijarse en mi le preguntó a su amigo Gianni Mina, que me había llevado con él: «Qué tal, ¿cuántas veces la toqué con el brazo?» Yo estaba embobado. «¡Nunca!», respondimos a coro. Maradona sonrió y dijo con voz de pícaro: «Sí, una vez, pero no hay referí en el mundo que pueda verme». Tenía tanta razón que me fui corriendo al hotel y escribí un cuento sobre el hijo de Butch Cassidy, cowboy, filósofo y arbitro de fútbol.

 

Soriano por Andrés Cascioli
(fuente: rafaelton.com.ar)

El HIJO DE BUTCH CASSIDY

Osvaldo Soriano

El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.

Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de des­aciertos históricos y de insanias ahora irremediables por falta de mejores testigos.

La guerra en Europa había interrumpido los mun­diales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que cons­truían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Genova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.

Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunica­ciones y la primera pelota del mundo a válvula automá­tica que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.

El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje del William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.

No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.

Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.

Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuánto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el teléfono.

Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir procla­mándose campeones de una Copa que ni siquiera reco­nocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?

En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capa­taz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Führer, que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales á favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.

Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny -La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mandril al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no había ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dio un salto, levanté, el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.

A la madrugada, mientras regresaban a Barda delMedio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.

Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de qué se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbra­dos a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para com­pletar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.

Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.

Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.

El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.                 |

En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse, por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.

Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal en favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie, Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.

La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detrás de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.

En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presen­taron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.

Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sor­teó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comu­nista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastan­te dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la eolítica y después se retiró a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.

Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escon­didos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.

Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a l y 3 a 2 pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.

En un córner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revól­ver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Edesiastés, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dio por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.

Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custo­diar el orden pero los mapuches no tenían país recono­cido ni música escrita y ejecutaron una danza que invo­caba el auxilio de sus dioses.

Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecie­ron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anun­ciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había dónde convertir los goles. A medianoche cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.

A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si toda­vía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquie­tos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Führer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.

En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.

William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dio el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

Etiquetas: , , , , , , ,

La belleza

Platicando con una amistad, llegué a la anécdota de un publicista que comentaba la belleza de una campaña publicitaria. Mi amigo se indignó porque, dijo, nadie podía creer realmente que hubiera belleza en algo como la publicidad. Y se indignó más cuando le dije que yo sí lo creía. Nabokov, le dije, veía la belleza de un problema de ajedrez en la secuencia de jugadas que representan su solución. Hay millones de personas capaces de hablar de la belleza de un gol o de una jugada de futbol, como el famoso «Gol del siglo» de Diego Maradona:

Yo no puedo ver lo que ellos ven porque no sé de ajedrez ni me gusta el futbol, dije también. No llegamos a nada entonces, porque la discusión se fue a Diego Maradona y a temas aún más remotos. Pero lo que cuenta aquí es lo siguiente:

Un ejercicio interesante de escritura puede ser inventar un personaje y ponerlo a describir algo, cualquier cosa, en lo que él o ella encuentre la belleza. La belleza es una experiencia subjetiva: depende del conocimiento, la experiencia, los intereses y la percepción de cada persona. Más ejemplos: J. G. Ballard escribió de la belleza de los choques de automóviles en su novela Crash; «Olaf oye a Rachmaninoff» de Cary Kerner (un autor ¿noruego? a quien se recuerda exclusivamente por ese cuento) describe la belleza de un concierto de piano sin referirse casi nada a la música…

Los comentarios de esta nota quedan abiertos para quien desee intentar y publicar aquí su ejercicio.

Etiquetas: , , , , , , , , , , , ,

«De a gratis»

En una discusión reciente, un colega hablaba con entusiasmo de las posibilidades del libro electrónico. Remató diciendo que todas las personas deberían aprovechar las tecnologías necesarias, puesto que son cada vez más accesibles, para escribir y crear sus propios ebooks: que en vez de comprar libros impresos y esperar a las editoriales, todos podrían difundir su propio trabajo, gratis, entre quienes desearan leerlo. Si todos pasáramos a ser escritores, dijo, palabras más o menos, todo sería distinto.
      Primero (en los primeros segundos) todo esto me sonó, cuando menos, muy intrigante.
      Luego alguien más planteó una objeción: ¿de qué vivirían los escritores profesionales en semejante situación? La discusión se desvió hacia definiciones (no habría «profesionales»), la libertad de la información, etcétera, y la cuestión quedó sin discutirse. Por mi parte me di cuenta de esto: había oído ideas parecidas a las de mi colega en otras ocasiones. Y de pronto me pareció ver en esa imagen «ideal» un prejuicio frecuente contra la especialidad del escritor.
      ¿Qué pasaría si, en vez de imaginar a la población entera escribiendo, le asignáramos alguna otra actividad? Por ejemplo, legislar. O jugar futbol en la Primera División. O hacer cirugías en un quirófano
(más…)

Etiquetas: , , , , , , , , , ,