He aquí un cuento de Kate Chopin (1850-1904), escritora estadounidense. Nacida en Missouri, desarrolló su carrera en Louisiana tras un comienzo tardío (su matrimonio, durante el que tuvo seis hijos, terminó con la muerte de su esposo, un hacendado). Hoy se le considera precursora del feminismo y una de las más destacadas escritoras criollas (creole) de Louisiana durante el siglo XIX; su novela El despertar (1899) fue una de las primeras en la historia de su país en tratar la evolución del carácter y las convicciones de una mujer independiente, lo que le valió la condena de los sectores conservadores de su tiempo. «The Story of an Hour» (narración breve y paradójica acerca de los sentimientos que una mujer no siempre tenía permitido manifestar) se publicó primero en la revista Vogue en 1894. Encontré la traducción que sigue en línea, sin crédito, y la revisé un poco. Gracias por la sugerencia a Valéria MacKnight.
HISTORIA DE UNA HORA
Kate Chopin
Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.
Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia.
Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar, con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.
Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.
En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un marchante pregonaba sus mercancías. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.
Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.
Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.
Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien una interrupción del pensamiento.
Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.
Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y delgadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
No se detuvo a pensar si aquella alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.
No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos un delito, en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.
Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser!
«¡Libre, libre en cuerpo y alma!» continuó susurrando.
Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”
“Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!
Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.
Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.
Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón: de la alegría que mata.
Margarita de Angulema, reina de Navarra (1492-1549), fue una noble francesa pero también una escritora adelantada a su tiempo. Su Heptamerón (1558-59), cuyo título hace homenaje al Decamerón de Giovanni Bocaccio, también imita su estructura, en la que varias «jornadas» (secciones en una historia mayor) contienen varios cuentos cada una. Sin embargo, la propuesta argumental de Margarita es distinta de la de su precursor en el sentido de que las mujeres, y no los hombres, son las protagonistas en los relatos. También conviene observar los finales: en todos hay la sugerencia de una profundidad mayor que la aparente en lo contado. Aquí hay una muestra de tres cuentos del Heptamerón.
TRES CUENTOS DEL HEPTAMERÓN
Margarita de Angulema
V. De cómo una batelera se libró de dos franciscanos que querían violarla y logró que todo el mundo se enterara
Había una vez en el puerto de Coulon, cerca de Niort, una batelera [piloto de un batel, un tipo barco pequeño] que pasaba día y noche transbordando a la gente. Ocurrió un día que dos franciscanos de Niort cruzaban el río, los dos solos con ella, y como la travesía es una de las más largas de Francia, para matar el aburrimiento comenzaron ambos a enamorarla, aunque ella respondió como debía.
Pero ellos, como no estaban ni fatigados del camino ni helados de frío con el agua, no quisieron admitir la vergüenza del rechazo de la mujer y decidieron tomarla por la fuerza o, si se negaba, la tirarían al río. Pero como ella tenía más sagacidad y astucia que ellos malicia, les propuso:
—No soy tan arisca como creéis, pero os ruego me concedáis dos cosas y luego veréis que tengo tantos deseos de obedeceros como vos de rogarme.
Los dos frailes le juraron por san Francisco que le concederían todo lo que pidiese con tal de conseguir lo que deseaban.
—Os pido —les dijo ella— que me prometáis que nunca mencionaréis a nadie nuestra aventura amorosa.
Ellos lo prometieron de buen grado. Y luego ella les dijo:
—Tomaréis el placer uno tras uno, pues yo me avergonzaría de ver a los dos juntos. Decidid cuál de los dos quiere ser el primero.
Vieron ellos que el requerimiento era muy justo y el más joven aceptó que el más viejo fuera el primero, y aproximándose a una pequeña isla le dijo ella al de menos edad:
—Buen padre, quédese aquí diciendo sus oraciones para que yo lleve a vuestro compañero a otra isla, y si al volver tiene palabras de alabanza se quedará aquí y nosotros dos nos iremos juntos.
El joven saltó a la isla esperando el regreso del otro que se marchó con la batelera a otra isla y al llegar hizo ésta como si atracara su barca y dijo:
—Amigo mío, ved en qué lugar nos colocaremos.
El buen padre saltó a la isla para buscar el lugar más a propósito, pero tan pronto le vio ella en tierra, dando un puntapié contra un árbol, se alejó con la barca al interior del río dejando a los dos buenos padres en aquel lugar desierto mientras les gritaba todo lo más fuerte que pudo:
—Esperad, señores, que os consuele el ángel del Señor, que de mí no vais a obtener hoy nada que os consuele.
Los dos infelices franciscanos, viéndose engañados, se echaron de rodillas junto al borde del agua rogándole que no les avergonzara y prometiéndole no hacerle nada si se dignaba conducirles al puerto. Pero ella se alejaba más y más diciéndoles:
—Estaría loca si después de haber escapado de vuestras manos cayera otra vez en ellas.
Y entrando en la ciudad fue a ver a su marido y a los magistrados para que apresaran a los dos lobos rabiosos de cuyos dientes había escapado por la gracia de Dios, yendo todos en su búsqueda sin que quedase nadie, ni pequeño ni grande, que no quisiese ir a cazarlos. Los pobres frailes, viendo llegar tan gran comitiva, se escondieron cada uno en su isla como lo hiciera Adán cuando se vio desnudo delante de Dios. Llenos de vergüenza por su pecado y ante el temor de ser castigados temblaban como si estuviesen medio muertos. Pero aún así los cogieron prisioneros y los hombres y mujeres se reían y mofaban de ellos. Unos exclamaban:
—Estos buenos padres nos predican la castidad y después se la arrebatan a nuestras mujeres.
Otros decían:
—Son sepulcros blanqueados por fuera pero están podridos por dentro.
Y otra voz gritó:
—Por sus frutos sabréis a qué árbol pertenecen.
Todos los pasajes de la escritura contra los fariseos fueron alegados contra los dos pobres prisioneros y su superior vino a socorrerlos y a liberarlos, asegurando a los de la justicia que serían castigados con más severidad que lo hicieran los seculares y, para satisfacción de todos, aseguró que dirían tantas misas y oraciones como les exigieran. El juez aceptó la solicitud del superior y le entregó los prisioneros, quienes fueron amonestados en la asamblea conventual por el prior, que era hombre justo, a no cruzar más el río sin santiguarse y encomendarse a Dios.
VII. Un comerciante de París logra engañar a la madre de su amante para encubrir su falta
Había un comerciante en la ciudad de París que estaba enamorado de la hija de su vecina o, por mejor decir, él era más amigo de ella que ella de él, porque él pretendía amarla y protegerla para así encubrir otro amor más alto y honorable. Ella lo amaba tanto a pesar de verse engañada que había olvidado lo que todas las mujeres hacen al rechazar a los hombres.
El comerciante, después de frecuentar los lugares donde solía verla, la hizo ir adonde quería y su madre, que era honrada, se dio cuenta y le prohibió hablar más con él so pena de enviarla a un convento. Pero la joven amaba más y más al comerciante sin temer a su madre y quería estar siempre con él.
Pero estando ella sola un día en el guardarropas, entró el comerciante; viendo el lugar propicio, se puso a hablar con ella de cosas íntimas, pero viéndole entrar una doncella de cámara, corrió a decírselo a la madre, quien se apresuró a venir muy enfadada. Al oírla venir, la joven le dijo al comerciante:
—¡Ay de mí, amigo mío!; sí que me va a costar caro el amor que os tengo, pues ahora sabrá mi madre lo que siempre ha temido y sospechado.
El comerciante no pareció extrañarse y, separándose de ella, se echó en brazos de la madre, la estrechó entre sus brazos con todo el ardor que pudo, como si se tratara de la hija. La besó y la derribó sobre una cama. La pobre vieja, como encontró tan extraño todo que ocurría, no hacía más que repetir:
—¿Qué es lo que pretendéis? ¿Estáis soñando? —sin que él cesara de acosarla como si se tratara de la joven más bella del mundo.
Y si no hubiera sido por sus gritos que hicieron venir a los criados y doncellas, le habría ocurrido lo que ella temía de su hija. Rescataron por la fuerza a la pobre vieja de los brazos del comerciante sin que nunca se haya sabido por qué la había atormentado así.
Entretanto la hija pudo escaparse a la casa de al lado donde se celebraba una boda, y a partir de entonces el comerciante y la hija se rieron a cuenta de la pobre vieja sin que ésta cayera en la cuenta.
IX. La muerte piadosa de un caballero enamorado a quien llegó tardíamente el consuelo de aquella a quien amaba
Érase una vez un hidalgo de buen parecer que vivía entre el Delfinado y la Provenza, y era más rico en virtudes y honestidad que en otros bienes, el cual amaba muchísimo a una doncella, cuyo nombre no revelo por consideración a sus padres que vienen de importantes familias bien conocidas y os aseguro que mi historia es verídica, pero como su familia no era del mismo rango que la de ella, él no se atrevía a expresar su amor que era tan grande y perfecto que hubiera preferido morir antes de tildar en lo más mínimo su honor.
Por lo que viéndose muy por debajo de ella y sin esperanza de casarse con ella, sólo pretendía amarla con toda su alma lo más perfectamente posible, lo que hizo durante mucho tiempo hasta que ella se percató; ésta, viendo la virtud y honestidad del caballero, se sintió afortunada de verse amada por tan virtuosa persona por lo que él se sintió contento sin esperar nada más. Pero la envidia, enemiga de toda tranquilidad, no pudo tolerar esta honesta felicidad, y no faltaron quienes fueron a decir a la madre de la joven que les extrañaba ver al hidalgo pasar tantas horas en su casa hablando con ella, sospechando que el motivo no era otro que le atraía la belleza de su hija.
La madre, que no dudaba de la honestidad del caballero en quien confiaba más que en cualquiera de sus hijos, se sintió molesta al ver que le ponían en tal aprieto, aunque finalmente, temiendo que se produjera un escándalo a causa de las habladurías, le rogó que dejara de frecuentar la casa durante algún tiempo, lo cual le pareció duro de soportar sabiendo que sus honestas intenciones respecto a su hija no merecía tal alejamiento. Sin embargo, para acallar las malas lenguas se mantuvo alejado de la casa hasta que cesó el rumor, volviendo entonces como de costumbre sin que hubiera mermado su buena voluntad.
Pero un día, estando en la casa, oyó que hablaban de casar a la doncella con un hidalgo que no le pareció ser tan rico que tuviera más méritos que él para aspirar al amor de la doncella. Pronto tomó ánimo e hizo que sus amigos hablaran a su favor pensando que si dejaban a la muchacha elegir ella lo preferiría a él. Sin embargo, la madre y los parientes de la muchacha escogieron al otro porque era mucho más rico, por lo que el hidalgo se disgustó de tal forma, sabiendo que su amiga lo sentía tanto como él, que poco a poco y sin otra enfermedad comenzó a desmejorar, cambiando de tal manera que parecía que la máscara de la muerte había cubierto la hermosura de su rostro, acercándose de hora en hora con alegría.
Es verdad que alguna vez no pudo contenerse y fue a hablar con la que tanto amaba, pero finalmente, al faltarle las fuerzas, se vio obligado a guardar cama, aunque trató de evitar que se enterara su amiga para no causarle pesar. Y dejándose por la desesperanza y la tristeza, perdió las ganas de beber y comer, de dormir y de reposar, de modo que era casi imposible reconocerlo, dada su delgadez y el demacrado color de su rostro. Alguien se lo comunicó a la madre de su amiga, que era muy caritativa y apreciaba al hidalgo, pues si hubiera sido por ella y por su hijo hubieran preferido la honestidad del caballero a todas las riquezas del otro, aunque los parientes del padre nunca lo aceptaran.
Así que, en compañía de su hija, fue a visitar al hidalgo a quien encontraron más muerto que vivo, pues al aproximarse el fin de sus días se había confesado y recibido los santos sacramentos pensando morir sin ver a nadie. Pero aun estando a dos dedos de la muerte, al ver entrar a quien era su vida y resurrección se sintió tan fortalecido. Se incorporó de un salto en la cama y dijo a la dama:
—¿Por qué motivo venís a visitar a quien ya tiene un pie en la fosa y de cuya muerte sois vos la causa?
—¡Cómo es posible —dijo la dama— que aquél a quien amamos acepte la muerte por nuestra culpa! Decidme, por favor, qué razones tenéis para expresaros así.
—Señora —contestó él—, he disimulado todo lo posible mi amor por vuestra hija y mis padres, al hablar de nuestro matrimonio, lo hicieron contra mi voluntad dada la desgracia que me ha sobrevenido al perder toda la esperanza de no poder conseguirlo. Pero estoy seguro de que nadie la amaría más que yo. El bien que ahora pierde del mejor amante que ha tenido en el mundo me produce más dolor que la pérdida de mi propia vida, que la conservaría tan sólo por ella, pero como no serviría de nada no temo perderla.
Cuando madre e hija le oyeron hablar así trataron de consolarle y aquélla dijo:
—Animaos, amigo, pues os prometo que si Dios os da salud, vos seréis el marido de mi hija y no otro, y delante de ella aquí presente, le ordeno que así os lo prometa.
La hija, llorando, se esforzó en confirmar lo que decía su madre, pero él, sabiendo que si recobraba la salud no tendría ya su cariño, y que las buenas palabras no tenían otro fin que hacerle recobrar la vida, les contestó que si hubiera oído esto hacía tres meses, habría sido el caballero más sano y feliz de Francia, pero que ya no podía ni creerlo ni esperarlo. Pero viendo su insistencia en hacérselo creer les dijo:
—Pues bien, como veo que me prometéis la felicidad que nunca pudo llegar, por mucho que vos lo deseéis, dada la debilidad que tengo, sí en cambio os ruego un pequeño favor que no me hubiera atrevido antes a hacerlo.
Al instante le prometieron ambas que harían lo que tanto demandaba:
—Os suplico —dijo él— que me entreguéis a la que me prometisteis por mujer y le mandéis que me abrace y me bese.
La hija, que no estaba acostumbrada a tales intimidades, se oponía, pero su madre se lo ordenó seriamente, viendo que se trataba de un hombre sin las fuerzas de un hombre sano. La hija entonces, obedeciendo, se acercó al lecho del pobre enfermo y le dijo:
—Amigo mío, os lo ruego, alegraos.
El pobre desgraciado, con la poca fuerza que le quedaba y extendiendo los brazos descarnados y descoloridos, abrazó a la que era la causa de su muerte y la besaba con su boca pálida y fría, y reteniéndola todo el tiempo que le fue posible le decía:
—El amor que os tengo es tan grande y honesto que no hubiera deseado otra cosa fuera del matrimonio que lo que ahora tengo, y ahora que lo poseo daría gustoso mi alma a Dios, que es el amor y la caridad perfectos y que conoce la magnitud de mi amor y la pureza de mis deseos, suplicándole reciba mi espíritu entre los suyos teniendo a mi amor entre los brazos.
Y diciendo esto la volvió a abrazar con tal vehemencia que su corazón debilitado no pudo soportar el esfuerzo y desfalleció; la alegría le regocijó de tal forma que su espíritu abandonó su cuerpo y voló a su creador. Y aunque su cuerpo estuviese ya sin vida y sin poder retener más a su presa, el amor que la joven había mantenido oculto se reveló tan fuertemente que ni la madre ni los servidores del difunto podían separarlos y tuvieron que recurrir a la viva fuerza para liberar a la viva, peor que muerta, de los brazos del fallecido a quien hicieron enterrar con todo honor. Durante las exequias las lágrimas de la pobre joven eran tan grandes, con lloros y gemidos, tanto mayores cuanto más los había disimulado durante la vida como queriendo corregir el error que había cometido. Y de allí en adelante -según he oído decir- ningún marido que se haya ofrecido a consolarla ha logrado encontrar eco en su corazón.
Estoy en Guadalajara, invitado a la III Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. Es una serie de conferencias y mesas redondas acerca de la novela en general, y durante la cual se entregará también el premio literario que lleva el mismo nombre, y que tiene cinco finalistas.
Hoy en la mañana se publicó una carta abierta, firmada por escritoras y escritores de varios países de América Latina, en la que se critica la selección de los invitados a la Bienal y (más de fondo, más importante) el machismo y falta de perspectiva de género del «medio» literario. La reproduzco a continuación, completa. Viene firmada por una lista en la que se encuentran varias de las mejores escritoras de Hispanoamérica, incluyendo a Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, Rosa Montero o Samantha Schweblin, así como destacados autores hombres, editores, etcétera.
Las y los abajo firmantes queremos manifestar nuestro hartazgo y rechazo ante la disparidad de género que rige en la mayoría de eventos culturales y literarios en América Latina, así como la mentalidad machista subyacente. Es inadmisible que en el siglo XXI, en plena ola de reivindicaciones por la igualdad, se organice sin perspectiva de género un evento como la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, que tendrá lugar del 27 al 30 de mayo en la ciudad de Guadalajara, México.
En esta tercera edición participarán en los paneles trece hombres y tres mujeres, mientras que entre los finalistas del premio hay cuatro hombres y una sola mujer. Esto no debería sorprender, si consideramos que de los cinco miembros del jurado, cuatro son hombres. Este año no se diferencia mucho de los anteriores, lo que confirma que el criterio discriminador se impone por sistema: en 2014, se invitó a veinticinco hombres y apenas a seis mujeres; en 2015 a veintidós hombres y a ocho mujeres. Y en ambas ediciones, tanto el jurado como el grupo de finalistas tuvo la misma proporción desigual. En las dos bienales el ganador fue un escritor hombre. Podemos perfectamente adivinar de qué género será el ganador 2019.
Gracias a la lucha que desde hace mucho llevan a cabo las mujeres por sus derechos, por fin podemos descubrir a muchas escritoras que fueron borradas de la historia y del canon literario, denostadas, ninguneadas o silenciadas. Las mujeres escritoras han demostrado, además, por la calidad de sus obras, sus traducciones, su trabajo editorial y el reconocimiento que han adquirido en los últimos años, que la literatura escrita por mujeres es tan importante como la que escriben los hombres.
Sin embargo, las instituciones literarias siguen organizando y promoviendo espacios en los que la participación de mujeres aún es minoritaria o nula y, cuando se cuestiona, sus responsables recurren a una visión meritocrática falaz, en lugar de combatir desde dentro los privilegios masculinos –que los han llevado a cooptar los espacios por el simple hecho de ser autores hombres, buenos o malos– o de trabajar para ajustar esa desigualdad histórica que ha condenado a las mujeres a un lugar de subalternidad y silencio.
Como escritoras, escritores y personas vinculadas con el quehacer editorial, no podemos guardar silencio ni frente a la invisibilización de las autoras ni frente al acoso y abuso sexual que también son parte del statu quo de las letras, como ha revelado el reciente MeTooEscritoresMexicanos.
Las y los firmantes nos hemos comprometido férreamente con la igualdad y la transformación social, y por eso hemos adoptado como política urgente preguntar y demandar una participación paritaria en todos los eventos literarios de los que aceptamos formar parte; señalar y cuestionar públicamente en caso de que no se cumplan estas cuotas justas. Así mismo, queremos exigir un compromiso oficial por parte de las instituciones organizadoras, así como de la red de festivales, ferias, premios, congresos, y debates en torno al libro, para garantizar, de una vez y para siempre, espacios justos, respetuosos y libres de violencia para las mujeres.
Obviamente, la carta incomoda. Está bien que así suceda: ese es su cometido y su causa es justa. No se puede negar que las mujeres han sido postergadas, menospreciadas, ignoradas y sometidas a violencias de todo tipo durante siglos, ni que los hombres, en general, no criticamos y ni siquiera aprendemos a ver y reconocer ese trato injusto y desigual. Que las más de las veces actuamos desde una posición de privilegio que ni siquiera percibimos, porque nos conviene no percibirla.
En lo que hace a mi propio caso, aunque la invitación de la Bienal es una estupenda oportunidad para mí y la acepté con gusto, tengo muy claro que cualquiera de las autoras firmantes que mencioné arriba, y otras como Diamela Eltit, Lina Meruane o Mónica Ojeda (de quien recién he terminado Mandíbula, una novela genial, estremecedora) tienen más méritos para estar aquí que yo. La obra novelística de cualquiera de ellas es más reconocida y más importante.
Cada persona, si así lo desea, tendrá que tomar su propia postura en relación con este asunto. Por lo menos, yo espero que el tema se pueda discutir dentro de las conversaciones de la Bienal, ante el público, y que en adelante cambien los criterios de selección de este y otros eventos. Y hay algo muy simple que, como persona y como autor, puedo hacer de ahora en adelante: prestar atención a estas cuestiones y pedir que haya paridad en los eventos a los que se me invite, antes de aceptar estar en ellos.
Notas surtidas para redondear este año, que fue nefasto de muchas maneras pero que tuvo –al menos para mí– un poco más de vida que 2016.
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Me enteré tarde de un par de mensajes donde se me pedía hacer mi lista de los mejores libros del año. Es un ejercicio incómodo: por un lado es muy halagador, porque da a pensar que la opinión de uno tiene valor, y por el otro obliga a dudar. ¿Cómo se puede pretender –saber siquiera– que real e indudablemente se ha leído «lo mejor»? Es un problema que tienen hasta los críticos más reputados, y yo ni siquiera soy crítico.
Una tercera invitación, que sí pude aceptar, fue para esta encuesta de la revista Nexos, en la que los libros ganadores lo fueron por mayoría de votos, así que mis preferencias no se ven (y probablemente así sea mejor). Sí puedo decir, por otro lado, que los libros que propuse fueron escritos exclusivamente por mujeres. No fue difícil hacer la selección. Había mucha neblina o humo o no sé qué de Cristina Rivera Garza; Temporada de huracanes de Fernanda Melchor; Orfeo de Martha Riva Palacio Obón y bastantes más libros estupendos, y aparecidos en 2017, estaban en la lista. (Casi con seguridad habría estado también un libro que apareció en 2017 pero no he conseguido todavía: The Mountain With Teeth: historias de piedra de Alejandra Gámez.)
Desde luego, lectoras, activistas y escritoras no necesitan que ningún hombre se sume a las muchas iniciativas que ellas mismas están haciendo ya para reclamar más visibilidad y justicia para las mujeres en un mundo con enorme desigualdad y, concretamente, en un país en el que miles de mujeres son muertas cada año sin que sus asesinos sean castigados. Pero no sólo es necesario contribuir a compensar la desigualdad, y hacerlo no disminuye el mérito de los libros no escritos por mujeres: además, en mi caso el acto es (por supuesto) ajeno a cualquier identificación tribal, y en el futuro que viene nos van a hacer mucha falta muchos actos así: más formas de encontrar puntos de contacto con otros seres humanos que no estén ya en nuestras burbujas informativas. Los medios no estarán de nuestra parte.
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Hablando de medios, hace un año terminé las publicaciones de 2016 con un artículo en Medium, que titulé «El año nefasto». Fue la última vez que me asomé a aquella plataforma: durante 2017 (pienso) se ha vuelto mucho más visible la forma en que nuestra publicación incesante en redes sociales es trabajo no remunerado que hacemos para ellas. No sé si haré más al respecto, pero entretanto este sitio seguirá abierto al menos un año más. También he agregado textos nuevos para leer en línea, y habrá algunos más en las semanas por venir.
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En la FIL Guadalajara de este año, me tocó escribir una columna diaria para el suplemento FILIAS, del diario Milenio. Hacía mucho que no tenía un encargo así, que contribuyó al agotamiento general que suele producir la Feria pero que agradezco a José Luis Martínez. La columna se llamó «El buscador»; como me gustan los libros raros, recomiendo uno o más en cada entrega además de comentar aspectos de la Feria. Aquí está la lista de las entregas:
«Encuentro Internacional de Cuentistas» (que vino en dos partes: la primera y la segunda), acerca del Encuentro y también de la persistencia del cuento, que es una forma de escritura antigua a la que dan por muerta con frecuencia pero no se muere.
«Elogio de la Feria», acerca del valor que tiene, pese a lo que crean algunas personas, algo tan humilde como un espacio físico lleno de libros.
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Siempre deseo, al final del año, que el que viene sea mejor de lo que esperamos. Es una despedida laica y de buenas intenciones. Los años recientes –o eso parece desde mi perspectiva, con no poca influencia de redes y medios masivos– nos han quedado muy mal, y el que viene será particularmente duro en México. De cualquier forma, espero que podamos encontrarnos en su otro extremo, igual que ahora, y esperar nuevamente una sorpresa en el futuro.
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Esta música nos puede acompañar en el paso de un año al siguiente, o en cualquiera de los días aún por venir. Es una versión en vivo, y muy bella, del Canto Ostinato de Simeon Ten Holt, grabada en Holanda. ¡Feliz 2018!
Este es un cuento de Chimamanda Ngozi Adichie (1977), escritora nigeriana y autora muy celebrada en la actualidad tanto por su obra como por su promoción del feminismo. Las dos se tocan en un ensayo breve, «Todos deberíamos ser feministas», basado en una charla TED que ella impartió en 2012. Entre sus libros –editados todos en los Estados Unidos, donde ella hizo estudios universitarios y reside con frecuencia– están las novelas La flor púrpura (2003), Medio sol amarillo (2006) y Americanah (2013).
«A Private Experience», un relato sobre violencia racial en África (y, sobre todo, en cómo la viven dos mujeres, de orígenes y formas de pensar muy distintas, que son prácticamente los únicos personajes de la narración) apareció en su libro Algo alrededor de tu cuello (2009). Tomé la traducción de este sitio.
UNA EXPERIENCIA PRIVADA
Chimamanda Ngozi Adichie
Chika entra primero por la ventana de la tienda de comestibles y sostiene el postigo para que la mujer la siga. La tienda parece haber sido abandonada mucho antes de que empezaran los disturbios; las estanterías de madera están cubiertas de polvo amarillo, al igual que los contenedores metálicos amontonados en una esquina. Es una tienda pequeña, más pequeña que el vestidor que tiene Chika en su país. La mujer entra y el postigo chirría cuando Chika lo suelta. Le tiemblan las manos y le arden las pantorrillas después de correr desde el mercado tambaleándose sobre sus sandalias de tacón. Quiere dar las gracias a la mujer por haberse detenido al pasar por su lado para decirle «¡No corras hacia allí!», y haberla conducido hasta esta tienda vacía en la que esconderse. Pero antes de que pueda darle las gracias, la mujer se lleva una mano al cuello.
—He perdido collar mientras corro.
—Yo he soltado todo —dice Chika—. Acababa de comprar unas naranjas y las he soltado junto con el bolso.
No añade que el bolso era un Burberry original que le compró su madre en un viaje reciente a Londres.
La mujer suspira y Chika imagina que está pensando en su collar, probablemente unas cuentas de plástico ensartadas en una cuerda. Aunque no tuviera un fuerte acento hausa, sabría que es del norte por el rostro estrecho y la curiosa curva de sus pómulos, y que es musulmana por el pañuelo. Ahora le cuelga del cuello, pero poco antes debía de llevarlo alrededor de la cara, tapándole las orejas. Un pañuelo largo y fino de color rosa y negro, con el vistoso atractivo de lo barato. Se pregunta si la mujer también la está examinando a ella, si sabe por su tez clara y el anillo rosario de plata que su madre insiste en que lleve que es igbo y cristiana. Más tarde se enterará de que, mientras las dos hablan, hay musulmanes hausas matando a cristianos igbos a machetazos y pedradas. Pero en este momento dice:
—Gracias por llamarme. Todo ha ocurrido muy deprisa y la gente ha echado a correr, y de pronto me he visto sola, sin saber qué hacer. Gracias.
—Este lugar seguro —dice la mujer en voz tan baja que suena como un suspiro—. No van a todas las tiendas pequeñas-pequeñas, solo a las grandes-grandes y al mercado.
—Sí —dice Chika.
Pero no tiene motivos para estar de acuerdo o en desacuerdo, porque no sabe nada de disturbios; lo más cerca que ha estado de uno fue hace unas semanas en una manifestación de la universidad a favor de la democracia en la que había sostenido una rama verde y se había unido a los cantos de «¡Fuera el ejército! ¡Fuera Abacha! ¡Queremos democracia!». Además, nunca habría participado si su hermana Nnedi no hubiera estado entre los organizadores que habían ido de residencia en residencia repartiendo panfletos y hablando a los estudiantes de la importancia de «hacernos oír».
Le siguen temblando las manos. Hace justo una hora estaba con Nnedi en el mercado. Se ha parado a comprar naranjas y Nnedi ha seguido andando hasta el puesto de cacahuetes, y de pronto se han oído gritos en inglés, en el idioma criollo, en hausa y en igbo: «¡Disturbios! ¡Han matado a un hombre!». Y a su alrededor todos se han puesto a correr, empujándose unos a otros, volcando carretas llenas de ñames y dejando atrás las verduras golpeadas por las que acababan de regatear. Ha olido a sudor y a miedo, y también se ha echado a correr por las calles anchas y luego por ese estrecho callejón que ha temido, mejor dicho, ha intuido, que era peligroso, hasta que ha visto a la mujer.
La mujer y ella se quedan un rato en silencio, mirando hacia la ventana por la que acaban de entrar, con el postigo chirriante que se balancea en el aire. Al principio la calle está silenciosa, luego se oyen unos pies corriendo. Las dos se apartan instintivamente de la ventana, aunque Chika alcanza a ver pasar a un hombre y una mujer, ella con una túnica hasta las rodillas y un crío a la espalda. El hombre hablaba rápidamente en igbo y todo lo que ha entendido Chika ha sido: «Puede que haya corrido a la casa del tío».
—Cierra ventana —dice la mujer.
Chika así lo hace, y sin el aire de la calle, el polvo que flota en la habitación es tan espeso que puede verlo por encima de ella. El ambiente está cargado y no huele como las calles de fuera, que apestan como el humo color cielo que flota alrededor en Navidad cuando la gente arroja las cabras muertas al fuego para quitar el pelo de la piel. Las calles por donde ha corrido ciegamente, sin saber hacia dónde ha ido Nnedi, sin saber si el hombre que corría a su lado era amigo o enemigo, sin saber si debía parar y recoger a alguno de los niños aturdidos que con las prisas se ha separado de su madre, sin saber quién era quién ni quién mataba a quién.
Más tarde verá los armazones de los coches incendiados, con huecos irregulares en lugar de ventanillas o parabrisas, e imaginará los coches en llamas desperdigados por toda la ciudad como hogueras, testigos silenciosos de tanta atrocidad. Averiguará que todo empezó en el aparcamiento cuando un hombre pisó con las ruedas de su furgoneta un ejemplar del Santo Corán que había a un lado de la carretera, un hombre que resultó ser un igbo cristiano. Los hombres de alrededor, que se pasaban el día jugando a las damas y que resultaron ser musulmanes, lo hicieron bajar de la furgoneta, le cortaron la cabeza de un machetazo y la llevaron al mercado pidiendo a los demás que los siguieran: ese infiel había profanado el Santo Libro. Chika imaginará la cabeza del hombre, la piel ceniza de la muerte, y tendrá arcadas y vomitará hasta que le duela la barriga. Pero ahora pregunta a la mujer:
—¿Todavía huele a humo?
—Sí —la mujer se desabrocha la tela que lleva anudada a la cintura y la extiende en el suelo polvoriento. Debajo solo lleva una blusa y una combinación negra rasgada por las costuras—. Siéntate.
Chika mira la tela deshilachada extendida en el suelo; probablemente es una de las dos túnicas que tiene la mujer. Baja la vista hacia su falda tejana y su camiseta roja estampada con una foto de una Estatua de la Libertad, las dos compradas el verano que Nnedi y ella pasaron dos semanas en Nueva York con unos parientes.
—Se la ensuciaré —dice.
—Siéntate —repite la mujer—. Tenemos que esperar mucho rato.
—¿Sabe cuánto…?
—Hasta esta noche o mañana por la mañana.
Chika se lleva una mano a la frente como para comprobar si tiene fiebre. El roce de su palma fría suele calmarla, pero esta vez la nota húmeda y sudada.
—He dejado a mi hermana comprando cacahuetes. No sé dónde está.
—Irá a un lugar seguro.
—Nnedi.
—¿Eh?
—Mi hermana. Se llama Nnedi.
—Nnedi —repite la mujer, y su acento hausa envuelve el nombre igbo de una suavidad plumosa.
Más tarde Chika recorrerá los depósitos de cadáveres de los hospitales buscando a Nnedi; irá a las oficinas de los periódicos con la foto que les hicieron a las dos en una boda hace una semana, en la que ella sale con una sonrisa boba porque Nnedi le dio un pellizco justo antes de que dispararan, las dos con trajes bañera de Ankara. Pegará fotos en las paredes del mercado y en las tiendas cercanas. No encontrará a Nnedi. Nunca la encontrará. Pero ahora dice a la mujer:
—Nnedi y yo llegamos la semana pasada para ver a nuestra tía. Estamos de vacaciones.
—¿Dónde estudiáis?
—Estamos en la Universidad de Lagos. Yo estudio medicina, y Nnedi ciencias políticas.
Chika se pregunta si la mujer sabe lo que significa ir a la universidad. Y se pregunta también si ha mencionado la universidad solo para alimentarse de la realidad que ahora necesita: que Nnedi no se ha perdido en un disturbio, que está a salvo en alguna parte, probablemente riéndose con la boca abierta a su manera relajada o haciendo una de sus declaraciones políticas. Sobre cómo el gobierno del general Abacha utiliza la política exterior para legitimarse a los ojos de los demás países africanos. O que la enorme popularidad de las extensiones de pelo rubio era consecuencia directa del colonialismo británico.
—Solo llevamos una semana aquí con nuestra tía, ni siquiera hemos estado en Kano —dice Chika, y se da cuenta de lo que está pensando: su hermana y ella no deberían verse afectadas por los disturbios. Eso era algo sobre lo que leías en los periódicos. Algo que sucedía a otras personas.
—¿Tu tía está en mercado? —pregunta la mujer.
—No, está trabajando. Es la directora de la Secretaría.
Chika vuelve a llevarse una mano a la frente. Se agacha hasta sentarse en el suelo, mucho más cerca de la mujer de lo que se habría permitido en circunstancias normales, para apoyar todo el cuerpo en la tela. Le llega el olor de la mujer, algo intenso como la pastilla de jabón con que la criada lava las sábanas.
—Tu tía está en lugar seguro.
—Sí —dice Chika. La conversación parece surrealista; tiene la sensación de estar observándose a sí misma—. Sigo sin creer que estoy en medio de un disturbio.
La mujer mira al frente. Todo en ella es largo y esbelto, las piernas extendidas ante sí, los dedos de las manos con las uñas manchadas de henna, los pies.
—Es obra del diablo —dice por fin.
Chika se pregunta si eso es lo que piensan todas las mujeres de los disturbios, si eso es todo lo que ven: el diablo. Le gustaría que Nnedi estuviera allí con ella. Imagina el marrón chocolate de sus ojos al iluminarse, sus labios moviéndose deprisa al explicar que los disturbios no ocurren en un vacío, que lo religioso y lo étnico a menudo son politizados porque el gobernante está seguro si los gobernados hambrientos se matan entre sí. Luego siente una punzada de remordimientos y se pregunta si la mente de esa mujer es lo bastante grande para entenderlo.
—¿Ya estás viendo a enfermos en la universidad? —pregunta la mujer.
Chika desvía rápidamente la mirada para que no vea su sorpresa.
—¿En mis prácticas? Sí, empezamos el año pasado. Vemos a pacientes del hospital clínico.
No añade que a menudo le invaden las dudas, que se queda al final del grupo de seis o siete estudiantes, rehuyendo la mirada del profesor y rezando para que no le pida que examine un paciente y dé su diagnóstico diferencial.
—Yo soy comerciante —dice la mujer—. Vendo cebollas.
Chika busca en vano una nota de sarcasmo o reproche en su tono. La voz suena baja y firme, una mujer que dice a qué se dedica sin más.
—Espero que no destruyan los puestos del mercado —responde; no sabe qué más decir.
—Cada vez que hay disturbios destrozan el mercado.
Chika quiere preguntarle cuántos disturbios ha presenciado, pero se contiene. Ha leído sobre los demás en el pasado: fanáticos musulmanes hausas que atacan a cristianos igbos, y a veces cristianos igbos que emprenden misiones de venganza asesinas. No quiere que empiecen a dar nombres.
—Me arden los pezones como si fueran pimienta.
Antes de que Chika pueda tragar la burbuja de sorpresa que tiene en la garganta y responder algo, la mujer se levanta la blusa y se desabrocha el cierre delantero de un gastado sujetador negro. Saca los billetes de diez y veinte nairas que lleva doblados en el sujetador antes de liberar los pechos.
—Me arden como pimienta —repite, cogiéndoselos con las manos ahuecadas e inclinándose hacia Chika como si se los ofreciera.
Chika se aparta. Recuerda la ronda en la sala de pediatría de hace una semana: su profesor, el doctor Olunloyo, quería que todos los alumnos oyeran el soplo al corazón en cuarta fase de un niño que los observaba con curiosidad. El médico le pidió a Chika que empezara y ella se puso a sudar con la mente en blanco, sin saber muy bien dónde estaba el corazón. Al final puso una mano temblorosa en el lado izquierdo de la tetilla del niño, y al notar bajo los dedos el vibrante zumbido de la sangre yendo en la otra dirección, se disculpó tartamudeando ante el niño, aunque él le sonreía.
Los pezones de la mujer no son como los de ese niño. Son marrón oscuro, y están cuarteados y tirantes, con la areola de color más claro. Chika los examina con atención, los toca.
—¿Tiene un bebé? —pregunta.
—Sí. De un año.
—Tiene los pezones secos, pero no parecen infectados. Después de dar de mamar debe aplicarse una crema. Y cuando dé de mamar, asegúrese de que el pezón y también lo otro, la areola, encajan en la boca del niño.
La mujer mira a Chika largo rato.
—La primera vez de esto. Tengo cinco hijos.
—A mi madre le pasó lo mismo. Se le agrietaron los pezones con el sexto hijo y no sabía cuál era la causa, hasta que una amiga le dijo que tenía que hidratarlos —explica Chika.
Casi nunca miente, y las pocas veces que lo hace siempre es por alguna razón. Se pregunta qué sentido tiene mentir, la necesidad de recurrir a un pasado ficticio parecido al de la mujer; Nnedi y ella son las únicas hijas de su madre. Además, su madre siempre tuvo a su disposición al doctor Iggokwe, con su formación y su afectación británicas, con solo levantar el teléfono.
—¿Con qué se frota su madre el pezón? —pregunta la mujer.
—Manteca de coco. Las grietas se le cerraron enseguida.
—¿Eh? —La mujer observa a Chika más rato, como si esa revelación hubiera creado un vínculo—. Está bien, lo haré —Juega un rato con su pañuelo antes de añadir: —Estoy buscando a mi hija. Vamos al mercado juntas esta mañana. Ella está vendiendo cacahuetes cerca de la parada de autobús, porque hay mucha gente. Luego empieza el disturbio y yo voy arriba y abajo buscándola.
—¿El bebé? —pregunta Chika, sabiendo lo estúpida que parece incluso mientras lo pregunta.
La mujer sacude la cabeza y en su mirada hay un destello de impaciencia, hasta de cólera.
—¿Tienes problema de oído? ¿No oyes lo que estoy diciendo?
—Lo siento.
—¡Bebé está en casa! Esta es mi hija mayor.
La mujer se echa a llorar. Llora en silencio, sacudiendo los hombros, no con la clase de sollozos fuertes de las mujeres que conoce, que parecen decir a gritos: «Sujétame y consuélame porque no puedo soportar esto yo sola». El llanto de esta mujer es privado, como si llevara a cabo un ritual necesario que no involucra a nadie más.
Más tarde Chika lamentará la decisión de haber dejado el barrio de su tía y haber ido al mercado con Nnedi en un taxi para ver un poco del casco antiguo de Kano; también lamentará que la hija de la mujer, Halima, no se haya quedado en casa esta mañana por pereza, cansancio o indisposición, en lugar de salir a vender cacahuetes.
La mujer se seca los ojos con un extremo de la blusa.
—Que Alá proteja a tu hermana y a Halima en un lugar seguro —dice.
Y como Chika no está segura de lo que contestan los musulmanes y no puede decir «Amén», se limita a asentir. La mujer ha descubierto un grifo oxidado en una esquina de la tienda, cerca de los contenedores metálicos. Tal vez donde el dueño se lavaba las manos, dice, y explica a Chika que las tiendas de esa calle fueron abandonadas hace meses, después de que el gobierno ordenara su demolición por tratarse de estructuras ilegales. Abre el grifo y las dos observan sorprendidas cómo sale un pequeño chorro de agua. Marronosa y tan metálica que a Chika le llega el olor. Aun así, corre.
—Lavo y rezo —dice la mujer en voz más alta, y sonríe por primera vez, dejando ver unos dientes uniformes con los incisivos manchados.
En las mejillas le salen unos hoyuelos lo bastante profundos para tragarse la mitad de un dedo, algo insólito en una cara tan delgada. Se lava torpemente las manos y la cara en el grifo, luego se quita el pañuelo del cuello y lo pone en el suelo. Chika aparta la mirada. Sabe que la mujer está de rodillas en dirección a La Meca, pero no mira. Como las lágrimas, es una experiencia privada y le gustaría salir de la tienda. O poder rezar también y creer en un dios, una presencia omnisciente en el aire viciado de la tienda. No recuerda cuándo su idea de Dios no ha sido borrosa como el reflejo de un espejo empañado por el vaho, y no se recuerda intentando limpiar el espejo.
Toca el anillo rosario que todavía lleva en el dedo, a veces en el meñique y otras en el índice, para complacer a su madre. Nnedi se lo quitó, diciendo con su risa gangosa: «Los rosarios son como pociones mágicas. No las necesito, gracias».
Más tarde la familia ofrecerá una misa tras otra para que Nnedia aparezca sana y salva, nunca por el reposo de su alma. Y Chika pensará en esa mujer, rezando con la cabeza vuelta hacia el suelo polvoriento, y cambiará de parecer antes de decir a su madre que está malgastando el dinero con esas misas que solo sirven para engrosar las arcas de la iglesia.
Cuando la mujer se levanta, Chika se siente extrañamente vigorizada. Han pasado más de tres horas e imagina que el disturbio se ha calmado, que los responsables ya están lejos. Tiene que irse, tiene que volver a casa y asegurarse de que Nnedi y su tía están bien.
—Debo irme.
De nuevo la cara de impaciencia de la mujer.
—Todavía es peligroso salir.
—Creo que se han marchado. Ya no huelo el humo.
La mujer se sienta de nuevo sobre la tela sin decir nada. Chika la observa un rato, sintiéndose decepcionada sin saber por qué. Tal vez esperaba de ella una bendición.
—¿Está muy lejos tu casa? —pregunta.
—Lejos. Cojo dos autobuses.
—Entonces volveré con el chófer de mi tía para acompañarte —dice Chika.
La mujer desvía la mirada.
Chika se acerca despacio a la ventana y la abre. Espera oír gritar a la mujer que se detenga, que vuelva, que no hay prisa. Pero la mujer no dice nada y Chika nota su mirada clavada en la espalda mientras sale. Las calles están silenciosas. Se ha puesto el sol y en la media luz crepuscular Chika mira alrededor, sin saber qué dirección tomar. Reza para que aparezca un taxi, ya sea por arte de magia, suerte o la mano de Dios. Luego reza para que Nnedi esté en ese taxi, preguntándole dónde demonios se ha metido y lo preocupados que han estado por ella. No ha llegado al final de la segunda calle en dirección al mercado cuando ve el cadáver. Apenas lo ve pero pasa tan cerca que le llega el calor. Acaban de quemarlo. El olor que desprende es repulsivo, a carne asada, no se parece a nada que haya olido antes.
Más tarde, cuando Chika y su tía recorran todo Kano con un policía en el asiento delantero del coche con aire acondicionado de su tía, verá otros cadáveres, muchos carbonizados, tendidos a lo largo de las calles como si alguien los hubiera arrastrado y colocado cuidadosamente allí. Mirará solo uno de los cadáveres, desnudo, rígido, boca abajo, y se dará cuenta de que solo viendo esa carne chamuscada no puede saber si el hombre parcialmente quemado es igbo o hausa, cristiano o musulmán. Escuchará por la radio la BBC y oirá las descripciones de las muertes y del disturbio («religioso con un trasfondo de tensiones étnicas», dirá la voz). Y la arrojará contra la pared y una feroz cólera la inundará ante cómo han empaquetado, saneado y comprimido todos esos cadáveres en unas pocas palabras. Pero ahora, el calor que desprende el cadáver carbonizado está tan cerca, tan presente, que se vuelve y regresa corriendo a la tienda. Siente un dolor agudo en la parte inferior de la pierna mientras corre. Llega a la tienda y golpea la ventana, y no para de golpearla hasta que la mujer abre.
Se sienta en el suelo y, a la luz cada vez más tenue, observa el hilo de sangre que le baja por la pierna. Los ojos le bailan inquietos en la cabeza. Esa sangre parece ajena a ella, como si alguien le hubiera embadurnado la pierna con puré de tomate.
—Tu pierna. Tienes sangre —dice la mujer con cierta cautela.
Moja un extremo de su pañuelo en el grifo y le lava el corte de la pierna, luego se lo enrolla alrededor y hace un nudo.
—Gracias —dice Chika.
—¿Necesitas ir al baño?
—¿Al baño? No.
—Los contenedores de allí los estamos utilizando como baños —explica la mujer.
La lleva al fondo de la tienda y en cuanto llega a la nariz de Chika el olor, mezclado con el del polvo y el agua metálica, siente náuseas. Cierra los ojos.
—Lo siento. Tengo el estómago revuelto. Por todo lo que está pasando hoy —se disculpa la mujer a sus espaldas.
Luego abre la ventana, deja el contenedor fuera y se lava las manos en el grifo. Cuando vuelve, Chika y ella se quedan sentadas una al lado de la otra en silencio; al cabo de un rato oyen el canto ronco a lo lejos, palabras que Chika no entiende. La tienda está casi totalmente oscura cuando la mujer se tiende en el suelo, con solo la parte superior del cuerpo sobre la tela.
Más tarde Chika leerá en The Guardian que «hay antecedentes de violencia por parte de los musulmanes reaccionarios hausaparlantes del norte contra los no musulmanes», y en medio de su dolor recordará que examinó los pezones y conoció la amabilidad de una musulmana hausa. Chika apenas duerme en toda la noche. La ventana está cerrada, el ambiente cargado, y el polvo, grueso y granulado, se le mete por las fosas nasales. No logra dejar de ver el cadáver ennegrecido flotando en un halo junto a la ventana, señalándola acusador. Al final oye a la mujer levantarse y abrir la ventana, dejando entrar el azul apagado del amanecer. Se queda un rato allí de pie antes de salir. Chika oye las pisadas de la gente que pasa por la acera. Oye a la mujer llamar a alguien, y una voz que se alza al reconocerla seguida de una parrafada en hausa rápido que no entiende.
La mujer entra de nuevo en la tienda.
—Ha terminado el peligro. Es Abu. Está vendiendo provisiones. Va a ver su tienda. Por todas partes hay policía con gas lacrimógeno. El soldado viene para aquí. Me voy antes de que el soldado empiece a acosar a todo el mundo.
Chika se levanta despacio y se estira; le duelen las articulaciones. Caminará hasta la casa con verja de su tía porque no hay taxis por las calles, solo jeeps militares y coches patrulla destartalados. Encontrará a su tía yendo de una habitación a otra con un vaso de agua en la mano, murmurando en igbo una y otra vez: ¿Por qué os pedí a Nnedi y a ti que vinierais a verme? ¿Por qué me engañó de este modo mi chi? Y Chika agarrará a su tía con fuerza por los hombros y la llevará a un sofá.
De momento se desata el pañuelo de la pierna, lo sacude como para quitar las manchas de sangre y se lo devuelve a la mujer.
—Gracias.
—Lávate bien —bien la pierna. Saluda a tu hermana, saluda a los tuyos —dice la mujer, enrollándose la tela a la cintura.
—Saluda tú también a los tuyos. Saluda a tu bebé y a Halima.
Más tarde, cuando vuelva andando a la casa de su tía, cogerá una piedra manchada de sangre seca y la sostendrá contra el pecho como un macabro souvenir. Y ya entonces, con una extraña intuición, sabrá que nunca encontrará a Nnedi, que su hermana ha desaparecido. Pero en ese momento se vuelve hacia la mujer y añade:
—¿Puedo quedarme con su pañuelo? Está sangrando otra vez.
La mujer la mira un momento sin comprender; luego asiente. Tal vez se percibe en su rostro el principio del futuro dolor, pero esboza una sonrisa distraída antes de devolverle el pañuelo y darse la vuelta para salir por la ventana.
(Nota de 2017: se ha publicado una edición de las Obras completas de Guadalupe Dueñas.)
Guadalupe Dueñas (1920-2002) es una de las escritoras centrales de la literatura de imaginación en México. Aunque sus libros no circulan tanto como deberían, quien llega a su obra narrativa encuentra en ella –además muchas historias de imágenes bellas y perturbadoras– una extraordinaria capacidad para observar los detalles de la vida (y la vida interior) de las mujeres. «La tía Carlota» proviene del libro más famoso de Dueñas: Tiene la noche un árbol (1958), y es grande por su creación de un ambiente opresivo, angustioso, lleno de secretos y sobreentendidos y en el que las mujeres no tienen otra opción que participar de su propia opresión. Dueñas es también de las precursoras del feminismo en la literatura mexicana.
LA TÍA CARLOTA
Guadalupe Dueñas
Siempre estoy sola como el viejo naranjo que sucumbe en el patio. Vago por los corredores, por la huerta, por el gallinero durante toda la mañana.
Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva. Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras y su voz me descubre un odio incomprensible.
No me quiere. Dice que traigo desgracia y me nota en los ojos sombras de mal agüero.
Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura. Mi tío afirma que ella no es mala.
Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua, siempre contra mí:
—…Irse a ciudad extraña donde el mar es la perdición de todos, no tiene sentido. Cosas así no suceden en esta tierra. Y mira las consecuencias: anda dividido, con el alma partida en cuatro. Hay que verlo, frente al Cristo que está en tu pieza, llorar como lo hacía entre mis brazos cuando era pequeño. ¡Y es que no se consuela de haberle dado la espalda! Todo por culpa de ella, por esa que llamas madre. Tu padre estudiaba para cura cuando por su desdicha hizo aquel viaje funesto, único motivo para que abandonara el seminario. De haber deseado una esposa, debió elegir a Rosario Méndez, de abolengo y prima de tu padre. En tu casa ya llevan cinco criaturas y la “señora” no sabe atenderlas. Las ha repartido como a mostrencas de hospicio. A ti que no eres bonita te dejaron con nosotros. A tu tía Consolación le enviaron los dos muchachos. ¡A ver si con las gemelas tu madre se avispa un poco! De que era muy jovencita ya pasaron siete años. No me vengan con remilgos de que le falta experiencia. Si enredó a tu padre es que le sobra malicia… Yo no llegaré a santa, pero no he de perdonarle que habiendo bordado un alba para que la usara mi hermano en su primera misa, diga la deslenguada que se lo vuelvan ropón y pinten el tul de negro para que ella luzca un refajo…
Por un momento calla. Desquita su furia en las almendras que remuele en el molcajete.
Lentamente salgo, huyo a la huerta y lloro por una pena que todavía no sé cómo es de grande.
Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta. Llevan hojas sobre sus cabellos y se me figuran señoritas con sombrilla; ninguna se detiene en la frescura de una rama, ni olvida su consigna y sueña sobre una piedra. Incansables, trabajan sonámbulas cuando arrecia la noche.
Atravieso el patio, aburrida me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul.
De rodillas, con mi cara hundida en el brocal, deletreo mi nombre y las letras se humedecen con el vaho de la tierra. Luego escupo al fondo hasta que ya no tengo saliva. Me subo al pretil y desde allí, cuando la cortina de lona que libra del calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja. Una mole gigante que suda todo el día, mientras estornudos formidables hacen tambalear su corpulencia.
Sobre sus canas, que la luz pinta de aluminio, veo claramente su enorme verruga semejante a una bola de chicle. Distingo su cara de niño monstruoso y sus fauces que devoran platos de cuajada y semas rellenas de nata frente a mi hambre.
Hace mucho que espera su nombramiento de canónigo. Ahora es capellán de Cumato, la hacienda de los Méndez, distante cinco leguas de donde mis tíos radican.
Llevo dos horas sola. De nuevo busco a mi tía. No importa lo que diga. Ha seguido hablando:
—…Podría haber sido tu madre mi prima Rosario. Entonces vivirías con el lujo de su hacienda, usarías corpiños de tira bordada y no tendrías ese color.
»Rosario fue muy bella aunque hoy la mires clavada en un sillón… Pero todo vuelve a lo mismo. El día que llegaste al mundo se quebró como una higuera tierna. Tú apagaste su esperanza. En fin, ya nada tiene remedio…
Silenciosamente me refugio en la sala. El Cristo triplica su agonía en los espejos. Es casi del alto de mi tío, pero llagado y negro, y no termina de cerrar los ojos. Respira, oigo su aliento en las paredes; no soy capaz de mirarlo.
Busco la sombra del naranjo y sin querer regreso a la cocina. No encuentro a tía Carlota. La espero pensando en “su prima Rosario”: la conocí un domingo en la misa de la hacienda. Entró al oratorio, en su sillón de ruedas forrado de terciopelo, cuando principiaba la Epístola. La mantilla ensombrecía su chongo donde se apretaban los rizos igual que un racimo de uvas.
No sé por qué de su cara no me acuerdo: la olvidé con las golosinas servidas en el desayuno; tampoco puse cuidado a la insistencia de sus ojos, pero algo me hace pensar que los tuvo fijos en mí. Sólo me quedó presente la muñequita china, regalo de mi padre, que tenía guardada bajo un capelo como si fuera momia. Le espié las piernas y llevaba calzones con encajitos lila.
Mi tía vuelve y principia la tarde.
La comida es en el corredor. Está lista la mesa; pero a mí nadie me llama.
Cuando mi tío pronuncia la oración de gracias cambia de voz y el latín lo vuelve tartamudo.
—Do do dómine… do do dómine —oigo desde la cocina. Rechino los dientes. Estoy viéndolo desde la ventana. Se adereza siete huevos en medio metro de virote, escoge el mejor filete y del platón de duraznos no deja nada. ¡Quién fuera él!
Siempre dicen que estoy sin hambre porque no quiero el arroz que me da la tía con un caldo rebotado como el agua del pozo. Me consuelo cuando robo teleras y las relleno con píldoras de árnica de las que tiene mi tío en su botiquín. A las siete comienza el rezo en la parroquia. Mi tía me lleva al ofrecimiento, pero no me admiten las de la Vela Perpetua. Dicen que me faltan zapatos blancos.
Me siento en la banca donde las Hijas de María se acurrucan como las golondrinas en los alambres.
Los acólitos cantan. Llueve y por las claraboyas se mete a rezar la lluvia. Pienso que en el patio se ahogan las hormigas.
Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta. Las niñas riegan agua florida. La esparcen con un clavel que hace de hisopo y después, en la letanía, ofrecen chisporroteantes pebeteros.
La iglesia se llena de copal y el manto de la Virgen se oscurece. La custodia incendia su estrella de púas y se desbocan las campanillas. Un olor de pino crece en la nave arrobada. Flotan rehiletes de humo.
Arrastro los zapatos detrás de mi tía. Como sigue la llovizna, los derrito en el agua y dejo mi rencor en el cieno de los charcos.
Cuando regresamos, mi tío anuncia que ha llegado un telegrama. Al fin van a nombrarlo canónigo y me iré con ellos a México.
No oigo más. Me escondo tras el naranjo. Por primera vez pienso en mis padres. Los reconstruyo mientras barnizo de lodo mis rodillas.
Vinieron en Navidad.
Mi padre es hermoso. Más bien esto me lo dijo la tía. Mejor que su figura recuerdo lo que habló con ella:
—Esta pobrecita niña ni siquiera sacó los ojos de la madre.
Y su hermana repuso:
—Es caprichosa y extraña. No pide ni dulces; pero yo la he visto chupar la mesa en donde extiendo el cuero de membrillo. No vive más que en la huerta con la lengua escaldada de granos de tanto comer los dátiles que no se maduran.
Los ojos de mi madre son como un trébol largo donde hubiera caído sol. La sorprendo por los vidrios de la envejecida puerta. Baila frente al espejo y no le tiene miedo al Cristo. Los volantes de su falda rozan los pies ensangrentados. La contemplo con espanto temiendo que caiga lumbre de la cruz. No sucede nada. Su alegría me asusta y sin embargo yo deseo quererla, dormirme en su regazo, preguntarle por qué es mi madre. Pero ella está de prisa. Cuando cesa de bailar sólo tiene ojos para mi padre. Lo besa con estruendo que me daña y yo quiero que muera.
Ante ella mi padre se transforma. Ya no se asemeja al San Lorenzo que gime atormentado en su parrilla. Ahora se parece al arcángel de la sala y hasta puedo imaginarme que haya sido también un niño, porque su frente se aclara y en su boca lleva amor y una sonrisa que la tía Carlota no le conoce.
Ninguno de los dos se acuerda del Cristo que me persigue con sus ojos que nunca se cierran. Los cristales agrandan sus brazos. Me alejo herida. Al irme escucho la voz de mi madre hablando entre murmullos.
—¿Qué haremos con esta criatura? Heredó todo el ajenjo de tu familia…
Las frases se pierden.
Ya nada de ellos me importa. Paso la tarde cabalgando en el tezontle de la tapia por un camino de tejados, de nubes y tendederos, de gorriones muertos y de hojas amarillas.
En la mañana mis padres se fueron sin despedirse.Mi tía me llama para la cena. Le digo que tengo frío y me voy derecho a la cama.
Cuando empiezo a dormirme siento que ella pone bajo mi almohada un objeto pequeño. Lo palpo, y me sorprende la muñequita china.
No puedo contenerme, descargo mis sollozos y grito:
—¡A mí nadie me quiere, nunca me ha querido nadie!
El canónigo se turba y mi tía llora enloquecida. Empieza a decirme palabras sin sentido. Hasta perdona que Rosario no sea mi madre.
Me derrumbo sin advertir lo duro de las tablas.
Ella me bendice; luego, de rodillas junto a mi cabecera, empieza habla que habla:
Que tengo los ojos limpios de aquellos malos presagios. Que siempre he sido una niña muy buena, que mi color es de trigo y que hasta los propios ángeles quisieran tener mis manos. Pero por lo que más me quiere es por esa tristeza que me hace igual a mi padre.
Finjo que duermo mientras sus lágrimas caen como alfileres sobre mi cara.
Entretanto, aquí en México, mientras la RAE propone reformas ortográficas (incluyendo una «condena» a ciertos usos de la tilde que ha causado mucha risa, pero que muchas personas no notarán debido al desastre de nuestro sistema educativo) y el ser lúgubre se consolida como el nuevo ser cínico, esto:
Una amiga escritora, Gabriela Damián, me contó hace algunas semanas de su disgusto con un profesor que insistía en repetir que «la escritura es masculina». La frase fue dicha ante personas de ambos sexos, con plena convicción, y además en una sesión de taller literario. Las mujeres presentes se indignaron pero el profesor no cedió. Había cosas, decía (resumiendo), que le salían mejor a los hombres. (más…)
Este mes el cuento habitual llega con cinco días de adelanto porque la fecha es propicia: esta narración de Rosario Castellanos (1925-1974), escritora canónica pero que merecería más y mejores lecturas, describe muy bien una ceguera típicamente mexicana que sigue entre nosotros.
El cuento proviene del libro Álbum de familia (1971) y es, además, una lección de caracterización: sutilmente, la voz narrativa no sale jamás de la cabeza de su protagonista y a la vez nos revela todo lo que ella no quiere ver de su existencia y la de los personajes que la rodean. Tal vez el texto que revelaría nuestra imagen actual –la gran novela del presente que algunos piden– debería escribirse con la misma técnica.
CABECITA BLANCA
Rosario Castellanos
La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. Le receta no era para los momentos de apuro, cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar: compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle y había que portarse a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera de estudios de su hija.
–Hola, mamá. Ya llegué.
La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con, unas amigas tan solitarias, tan sin nada qué hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la obligación de clamar:
–No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana, como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre padre viviera…
Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne. Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un .escándalo como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente, o había caído en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su atención –ya de por sí escasa– a la legítima.
Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de .preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas de! mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.
–Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y e! sitio de un hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.
Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en e! que ahora reposaba su difunto Juan Carlos.
Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años, lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.
–Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.
La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una importancia que sus hijos tendían a disminuir.
–El día en que yo te falte…
–Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más que por interés de los regalos que yo le dé.
He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas: «sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez». Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.
¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado, durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio externo. Y que, además, permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.
La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio. Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su conducta que estuvo a punto de llevara una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado más que por ella, le decía:
–¡Piruja!
La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la carne pero ,el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre –bendecido por el cielo con cinco hijas solteras– convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues, con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que iba a desposarla.
Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes espirituales. «Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed.”
La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos, Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.
Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez –inamovible, puesto que era fiel a sus recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades– la señora Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de asechanzas y peligros que ponían a prueba el temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que, había que practicar si se quería merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.
Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.
La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y tuvieron que conseguirle una secretaria.
Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes, no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.
El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscada donde se pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la madre.
En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.
Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos lo otros muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles ni revolcándose en la tierra. No él no. La ropa la dejaba de venir, y era una lástima sin un remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre. Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.
La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo, Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella, deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuan-do era niño y que le diera la bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por no tener un disgusto con Juan Carlos.
Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿que fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de la quincena.
.Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de haberle tapado la boca a su padre, pero ¡qué esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no encontrarse con el energúmeno de su papá. No tenía que complicarse mucho. La señora Justina estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.
Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad. Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.
Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.
¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.
Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.
Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo, porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su mamá, muy malas cocineras.
Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas. Y además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos mira-mientos como si fuera su igual: le permitía comer en la mesa y dormir en el couch de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.
La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama calumniándola?) y traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.
Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no quedaba muy lejos –unas dos o tres cuadras– y se llegaba fácilmente a pie.
En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión.
Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su «cabecita blanca» –como la llamaba cariñosamente– era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores, más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba. a ella, ni que fuera tonta) para lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.
Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.
Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron de que si alguna vez tenía novio no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues había mantenido su palabra y ahora exigía que Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto. Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de bodas y los adornos de la Iglesia.
¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.
Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el día de las madres.
A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a qué horas había llegado la noche anterior y con quién.
La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en cuanto sus hijos decían «mi tío» ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito, que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo; pero cuando la señora Justina quiso comentarIo con Lupe no tuvo como respuesta más que una carcajada.
Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre bueno y responsable.¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas. Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los ne-cesitados.
Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían, como espuma por la boca, nombres entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito –que regresó de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo– le plantó un par de bofetadas bien dadas .Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena para… ¿para qué?
¡Qué cabezal A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse. Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a dormir en casa de una amiga.
¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta de la calle.
Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella. Respondía con monosílabos apenas audibles y si la señora Justina la acorralaba para que hablara adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.
La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos, lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.
Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla –porque con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente– ya ni siquiera la llevaba a su casa.
En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.