Como la nota que publiqué hace poco sobre el tema de los intelectuales (con ejemplos de dos escritores que podrían continuar la tradición mexicana del artista que opina sobre asuntos de interés público, más bien alicaída en años recientes) ha recibido una buena cantidad de comentarios y enlaces, escribo ahora esta nueva nota, que es independiente de aquella pero también puede leerse como su complemento; incluye respuestas a varias cuestiones que se me han planteado sobre el asunto y sobre otros aledaños, y varias opiniones que me importa aclarar.
1. Una generación de escritores no es automáticamente un grupo, un movimiento ni nada parecido. Es, simplemente, un conjunto de personas nacidas más o menos por las mismas fechas. No es un lote de autos del mismo modelo. No sólo no debe (ni puede) ofrecer un conjunto de obras homogéneas en ningún sentido: además, no caduca. En la otra nota dije que si un intelectual nacido en los setenta consiguiera que la sociedad progresara por medio de sus textos sobre política, con eso bastaría para que la generación entera se justificara. Lo sostengo. Pero a la vez sostengo que también sería suficiente si la única obra digna de sobrevivir a su época, hecha por alguien de los setenta, apareciera por ejemplo en 2082, publicada póstumamente o por un anciano de más de cien años.
2. Lo anterior, sobre literatura. Sobre los intelectuales: es casi imposible que un texto de opinión política quede en la historia literaria, pero si produce realmente un efecto benéfico en una sociedad esto no tendrá importancia. Su mérito será social y no artístico. En caso así, incluso, no hace falta que el texto en concreto sea recordado ni que su autor o autora se vuelva célebre.
3. Los nuevos intelectuales mexicanos, los de mi generación, podrían llegar a ejercer esa influencia positiva que he mencionado, pero no lo han hecho todavía. Su trabajo actual es una promesa que puede cumplirse o no cumplirse. Ninguno ha escrito aún nada semejante, en su alcance, pertinencia y valor, al «Yo acuso» de Emile Zola. Ojalá lo consigan; semejante sacudida social nos sería útil en un momento como éste.
4. ¿Qué podría salirle mal a los nuevos intelectuales? El peligro que corren todos los escritores/opinadores es olvidar su propósito, el sentido de su labor. La historia demuestra que muchos lo olvidan: unas veces, en lugar de persistir en la crítica y la defensa de lo que creen, acaban por acomodarse dentro de las élites que han aprendido a reconocerlos, y entonces se vuelven portavoces (encubiertos o no) de esas élites; otras veces llegan a creer que su persona, y no lo que dicen y piensan, es lo más importante, y se vuelven aspirantes a «celebridad», adictos a opinar sobre lo que sea del modo más estridente posible, mercachifles de su propia reputación. Payasos, en fin.
4a. ¿Cómo se reconoce a estos intelectuales falsos? Pueden engañar a muchos, y durante mucho tiempo –porque la mayoría de los seres humanos no aprendemos nunca a pensar por nuestra cuenta–, pero por lo común son olvidados en cuanto dejan de estar allí para seguir alimentando su figura pública. (Esta prueba es infalible, y útil siempre si no hay ningún otro criterio –o no hay criterio–, pero desde luego tiene la desventaja de que obliga a esperar muchos años.)
4b. Una persona me decía que es muy improbable que el regreso (bastante probable) del PRI al poder presidencial en México consiguiera que todo volviese a estar exactamente igual que antes, y por lo tanto no podría volver a existir el «ecosistema» de los intelectuales al modo priísta, que muchas veces eran personeros sin vergüenza o «rebeldes tolerados». Es cierto: exactamente como era, ese sistema no volverá. Pero por otro lado, y muy tristemente, muchos vicios del sistema priísta no han desaparecido entre escritores y artistas, y otros, aunque fuera aisladamente, podrían regresar.
5. Toda la discusión del año pasado era sobre fama y oropel, no sobre literatura. ¿Por qué tanta insistencia en la fama y el oropel? Un signo de la época es la vanidad y el otro la idea de la fama como valor supremo, sin importar su justicia ni su causa.
5a. Por ejemplo: mucho de la discusión del año pasado se levantó sobre prejuicios y falseos. Se insistía en que ningún autor nacido en los setenta se ha hecho tempranamente famoso, lo que es mentira pues están, entre otros, los casos de José Ramón Ruisánchez y Hernán Bravo Varela, que nadie pudo o quiso recordar entonces. O bien: nadie nacido en los setenta, se insistía, tiene el reconocimiento que tuvo Carlos Fuentes a los treinta años, cuando publicó La región más transparente. ¿Realmente sirve una apreciación tan vaga y arbitraria? (Igual se podría decir que ninguno de nosotros ha escrito Hamlet, lo que por lo demás no hace falta, pues está escrita desde hace siglos…)
5b. Por ejemplo: mucho de la discusión, también, sonaba a pensamiento mágico, pues a veces daba la impresión de que «ganaría» (¿ganaría qué?) quien no sólo gritara más fuerte y más frecuentemente sino además, a falta de trabajo propio que elogiar, fuera capaz de descalificar mejor a los otros (los adversarios). De esto vino, pienso, la insistencia en equiparar la literatura con un concurso de potencia sexual, y en especial la frecuencia alarmante de las declaraciones oblicuas: en vez de «yo soy un semental», «todos los demás son eunucos».
6. De vuelta a la literatura: aquel anciano que mencioné al comienzo, y que podría ser el creador de lo único que valiera la pena de la literatura hecha por mi «generación», podría no ser una celebridad ni una persona poderosa o influyente en los círculos de los poderosos. Y podría ser una anciana. Y podría ser alguien que jamás hubiese intentado darse a conocer en el mundillo literario. Y su obra podría no ser una novela. (¿Por qué tendría que serlo? Se habla y se habla y se habla de las grandes novelas, se tiene al grosor de los libros como medida de calidad e importancia –una tontería, desde luego–, pero a lo mejor los escritores mexicanos de los setenta nos salvamos del olvido total gracias a un libro de poemas, o una serie de aforismos, o una sola minificción…)
6a.Ninguno de nosotros lo va a saber, evidentemente. (Otra posibilidad más es que la obra que valga la pena leerse, y que le diga mucho a muchas personas, se escriba en sesenta años, o en cincuenta, o en treinta, o en diez…, y también puede existir ahora mismo, pero ignorada por todo el mundo y destinada a salir a la luz en 2082 o incluso después. La escritura que cuenta no es una carrera de velocidad.)
7. Por último, sobre el tema del «compromiso del escritor», sigo pensando lo que escribí en algún otro texto: está muy bien (cuando no es sólo una pose para congraciarse con el poder), pero no es menos importante que el compromiso de cualquiera, del ciudadano –que ahora, claro, se ve más decaído que cualquier otro compromiso.
Agrego un texto que apareció publicado a principios de 2009 en Los noveles. Saludos y gracias a Salvador Luis.
Escribo esto aún en 2008; la estupidez de la temporada se resume en los recuentos de “lo mejor del año” y en la publicidad navideña pero está, en realidad, por todos lados; además, se ve venir que algunos aniversarios que se cumplirán en 2009 serán, como siempre, causa de la escritura de numerosas notas oportunistas; más vale terminar lo que sigue antes de que alguien lo crea parte de una celebración:
Este año que para mí no ha terminado, la traducción al inglés de 2666 de Roberto Bolaño se publicó y tuvo gran éxito de crítica en los Estados Unidos. Ya ha aparecido en (desde luego) varias listas de “lo mejor del año” y la bolañomanía (en inglés se lee todavía mejor porque la coqueta tilde de la eñe es impronunciable, exótica) está reconocida como un fenómeno real, si no de público al menos de atención mediática: casi nada de lo que se publica fuera del mundo de habla inglesa llega a él por medio de traducciones, y es todavía más difícil que el libro en cuestión llegue a ser considerado importante; Bolaño viene a ocupar, en ese entorno, el puesto que una vez tuvo García Márquez como “el autor latinoamericano”, el único que hace falta para dar variedad a los estantes de las librerías. (Laura Esquivel, en el siglo XX, presumía de que la versión fílmica de su Como agua para chocolate era descrita como “la película subtitulada” por algunos de sus espectadores de habla inglesa.)
Una discusión interesante alrededor del ascenso de Bolaño comenzó con una reseña de 2666 escrita por Jonathan Lethem y publicada en el New York Times el 9 de noviembre (una versión posterior, que supongo más extensa, apareció el día 12 en el sitio del periódico). La reseña es muy entusiasta y resume brevemente la biografía del escritor del siguiente modo:
El poeta exiliado chileno Roberto Bolaño, nacido en 1953, vivió en México, Francia y España antes de morir en 2003, a la edad de cincuenta, por una enfermedad del hígado atribuible a una adicción a la heroína en años anteriores. En un estallido de creatividad ya legendario en la literatura de lengua española, y que rápidamente se vuelve legendario internacionalmente, Bolaño, en la última década de su vida y escribiendo urgido por la pobreza y su salud en declive, construyó un notable conjunto de cuentos y novelas (…)
Casi de inmediato este esbozo comenzó a repetirse, palabras más o menos, en muchos otros lugares, y siempre incluyendo el detalle de la heroína. Poco después comenzaron las denuncias y desmentidos por parte de diversos escritores y comentaristas de habla española (destacó un artículo de Enrique Vila-Matas aparecido en El País)… Pero luego ha resultado que Lethem no fue el primero en escribir que Bolaño fue drogadicto. Gustavo Faverón, en la bitácora Puente Aéreo, anota referencias a textos de 2007 donde se repite el mismo infundio; el mejor de todos debe ser una nota de The Guardian escrita por Helen Zaltzman, en la que Bolaño es, además de heroinómano, “poeta exsurrealista, trotskista [/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][y] espía de la resistencia chilena”.
Quién sabe qué pensarán otras personas: a mí me hubiera importado poco (no, de hecho no me hubiera importado nada) descubrir que, como hubiera dicho mi abuela, Bolaño siempre sí era un atascado. El hecho no cambiaría una letra de lo que escribió. Tampoco me sorprendería, por lo demás, que la historia perdurara y se convirtiera, a fuerza de repetirse, en parte del “conocimiento general”. Cierta o no, es atractiva: Bolaño queda mucho mejor dispuesto para el anecdotario sensacionalista y la atracción morbosa si se le puede percibir como “autor maldito”, que “vive en los márgenes”, “desafía a la sociedad”, etcétera. No importa que en cierto modo, drogas o no, lo haya sido de todas maneras: no importa nada de lo que escribió ni de lo que realmente hizo. No cuenta la realidad sino la forma en la que podamos ajustarla a la estructura del melodrama o de otro subgénero reconocible y aceptado. Por ejemplo, la parte de la redención del adicto, mediante la escritura y –se dice en varios lugares– por el bien de la familia, se leerá como una afirmación confortable (Amor vincit omnia y todo lo demás) de las que la prosa de Bolaño no ofrece nunca.
Hablar de todo esto, claro, es hablar de literatura sólo de modo tangencial. Es en realidad hablar de espectáculo y adoración: de cómo Bolaño se ha convertido en un “famoso”, un ungido por la fama como cualidad abstracta, como fulgor que ya no se alimenta sino de sí mismo. Pero esta fama es uno de los puntos focales del pensamiento de nuestra época. Véase la siguiente muestra, interesantísima, de pensamiento mágico: muchas personas que desean no la exaltación vital, ni la ilusión de ser libre, sino la simple celebridad de su “rebelde” de cabecera asumen las mismas poses que la opinión pública le haya endilgado a éste. Es pensamiento mágico porque no funciona: quien busca la fama necesita comprender que lo verdaderamente arduo no es obtenerla sino conservarla. Hay quien comete una idiotez en el momento apropiado, hay quien es producto de un buen inversionista, hay incluso quien realmente logra darse a conocer por algún mérito personal (Bolaño, por supuesto; sería verdad aunque no estuviese de moda y decir que se le admira no fuese símbolo de estatus), pero lo que cuenta no son los motivos por los que la fama surge, como saben las estrellas opacas de los concursos de baile. Casi todos los candidatos a “famoso” son como ellos: aun si tienen al mejor precursor (entre los escritores, en otras épocas estuvieron Rimbaud, Lautréamont, Cortázar…), tarde o temprano deben aprender que, sin nada más de lo que aprovecharse, sólo les queda dedicarse hacer un esfuerzo constante para mantenerse en la memoria y el favor de sus adoradores; son rarísimos los casos en que el fulgor llega solo y se mantiene sin ayuda, atraído por la imagen del “famoso”, es decir, la forma en la que ya es percibido.
El de Bolaño es uno de estos casos y sospecho que lo será aún más, repito, en los años por venir: el difundir su presunta adicción equivale a “trabajar” su biografía, a modificarla para que se parezca más a un fascinante cliché.
Otro caso, de los más notables en el último siglo y medio, es el de Edgar Allan Poe, cuya reputación como autor loco, dipsómano y alucinado es por completo obra de Rufus Wilmot Griswold (1815-1857), poeta, crítico, editor y mafioso literario estadounidense. Griswold estaría totalmente olvidado de no ser por la campaña de difamación que emprendió contra Poe, uno de sus muchos enemigos literarios, a partir de la muerte de éste en 1849; comenzó con el famoso obituario que escribió para el New York Tribune (“Edgar Allan Poe ha muerto. Murió en Baltimore anteayer. Este anuncio sorprenderá a muchos, pero muy pocos se entristecerán por él […]”) y luego consiguió que Maria Clemm, la suegra de Poe, lo autorizara para preparar y publicar la edición póstuma de su obra. En el tercer tomo de la edición, Griswold publicó una “biografía” de Poe repleta de mentiras, para la que alteró o destruyó numerosos documentos personales de su enemigo y falsificó otros, con el fin de destruir su reputación… Las mentiras perduraron y se integraron a la historia literaria de occidente, pero el efecto no fue, se piensa, el esperado por Griswold: todavía hoy estamos fascinados por la vida tremebunda, pero al fin trágica, que le inventó a Poe, y él es una nota al pie en ese relato extraordinario, que ya ni siquiera reconocemos como suyo.
El riesgo, para aquellos a quienes todavía interesa la obra literaria de los escritores, es que ésta se olvide: que la celebridad del creador la oculte o la distorsione. Sería mejor que nos pasara esto con Bolaño, claro, que (digamos) con Bukowski, tan increíblemente sobrevaluado y, encima, mal leído. Pero será mejor citar una reseña de Los personajes de Shakespeare de William Hazlitt, que Poe publicó en 1845 y en la que se adelantó a estas ideas como a la mayoría de cuantas se han formulado alrededor de su destino y su trabajo:
En todos los comentarios sobre Shakespeare ha habido un error radical, nunca mencionado hasta ahora. Es el error de intentar explicar a sus personajes, justificar sus acciones, resolver sus inconsistencias, no como si fueran el producto de un cerebro humano, sino como si hubieran sido verdaderas existencias sobre la tierra. Hablamos de Hamlet el hombre en vez de Hamlet el dramatis persona: del Hamlet que Dios creó en vez del que creó Shakespeare. Si Hamlet realmente hubiera vivido, y si la tragedia fuera un registro fiel de sus acciones, es verdad que de tal registro podríamos (con alguna dificultad) resolver sus inconsistencias y establecer satisfactoriamente su verdadero carácter. Pero la tarea se convierte en el absurdo más puro cuando sólo tratamos con un fantasma. No son (entonces) las inconsistencias del hombre que actúa las que son nuestro tema de discusión (aunque procedemos como si lo fueran, y así, inevitablemente, nos equivocamos), sino los caprichos y las vacilaciones, las energías en conflicto y las indolencias del poeta. Nos parece poco menos que un milagro que esta idea tan obvia se haya pasado por alto.
El creador de Poe el Loco estaba muy por debajo de Shakespeare, y el o los creadores de Bolaño el Tremendo son (hasta ahora) un poco menos resueltos: están más librados al azar, a la publicidad rutinaria de los libros y a las lecturas apresuradas de, según parece, uno o dos textos subalternos de Bolaño el Escritor. Pero la advertencia de Poe sigue siendo pertinente y clarísima. Acaso algún pasaje de Bolaño, quizá en La literatura nazi en América o “La parte de los críticos” (no tengo ninguno de los libros a mano ahora, como decía Charles Kinbote) contenga una observación que pueda comparársele, pero entretanto me quedo con este fragmento de los “Consejos sobre el arte de escribir cuentos” que se reúnen en Entre paréntesis: “9) La verdad de la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. 10) Piensen en el punto número nueve. Piensen y reflexionen. Aún están a tiempo. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.”
Al contrario de muchos de sus admiradores, Roberto Bolaño sí leía, eso está claro.
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(Probablemente la literatura inventó a los dioses, pero la idolatría bien puede ser anterior a la literatura.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]