Hace casi treinta años, en 1990, publiqué un librito en Toluca, mi ciudad natal: La Luna y 37’000,000 de libras. Era (o es) un juego, una especie de anti-novela al estilo de Caza de conejos de Mario Levrero, el gran autor uruguayo, quien entonces me tenía tan fascinado como hoy.
Tengo el problema de que recuerdo muy fácilmente las frustraciones. Concretamente, de la recepción de aquel libro lo primero que se me viene a la cabeza es una reseña más bien idiota que apareció en un periódico local. Dado que el texto está hecho de minificciones entrelazadas, cada una en su propia página, el reseñista se quejaba del desperdicio de papel; también decía que yo era injusto con una empresa que generaba empleos y contribuía al progreso porque una de las «tramas» del libro –que se ramifican, vuelven sobre sí mismas y se disuelven unas en otras– cuenta que la Luna es destruida por una bomba atómica, para que la empresa Philips pueda reemplazarla con un enorme foco en órbita alrededor de la Tierra y cobrar mucho dinero. (En otras –peor todavía mi postura revoltosa–, la Luna se convierte en un campo de trabajos forzados en el que sus habitantes son esclavos de gobiernos y corporaciones de la Tierra.)
Nada de esto importa mucho. La reseña está tan en el olvido que no recuerdo el nombre de quien la escribió. Y hoy podría tratar de rescatar mi libro, de corregir los muchos errores que sin duda sí tiene…, pero el resultado no sería lo que escribió aquel muchacho que yo era. No puedo simplemente borrar su mejor esfuerzo. Mejor que se borre solo: que desaparezca.
Por otra parte, me acordé de todo lo anterior, brevemente, la otra semana, cuando recibí una invitación a colaborar en un artículo del diario Reforma: para conmemorar el medio siglo de la llegada del Apolo 11 a la Luna, a varias personas se nos hizo la misma pregunta: ¿cómo sería el primer alunizaje si sucediera hoy, en vez de en 1969? El muchacho que fui en 1990 se sintió feliz: un periódico de circulación nacional le daba espacio a la imaginación fantástica y reconocía su valor, porque especular acerca de los grandes acontecimientos de la tecnología –que son también sociales y políticos– resulta ser muy urgente en nuestro tiempo de enormes fracturas y cambios.
Se puede leer en línea el artículo completo, pero aquí les comparto mi propia idea, en una versión ligeramente más amplia que la que envié al diario:
Si el viaje a la Luna fuera en este 2019, estaríamos viendo la misión convertida literalmente en un reality show, protagonizado por los astronautas. Dichos personajes habrían subido a la órbita terrestre desde enero, para competir por el honor de ser parte de la tripulación del Apolo 11 y llegar a la Luna. Algunos serían pilotos, ingenieros, militares, pero la mayoría serían influencers, famosos de tercera o cuarta categoría, comentaristas de televisión.
Conviviendo a la vista del mundo entero en la Estación Espacial, los concursantes habrían vivido juntos y revelado todos sus trapos sucios y fallos de carácter. Realizando encargos de sus jueces, aliándose en equipos, traicionándose unos a otros, intentando volverse populares con el público de la Tierra, se habrían ido eliminando hasta dejar sólo tres ganadores. Los tres serían hombres blancos (no tan distintos de Armstrong y compañía, la verdad), pero además trumpistas recalcitrantes, que ya elegidos harían segmentos especiales para Fox News y se dedicarían a insultar al Partido Demócrata, los migrantes, las mujeres y las personas de color. Todos llevarían gorras rojas y repetirían las consignas favoritas de las masas de su presidente: metan en la cárcel a Hillary Clinton, Trump es inocente, que los «malos» se regresen a sus países de origen, etcétera.
Ya puestos en la nave, los tres llegarían a la superficie lunar y el primero en pisarla diría «Este es un pequeño paso para un hombre, pero un salto gigantesco para los Estados Unidos». Por supuesto. La intención del viaje en este año sería hacer campaña política y asegurar la reelección de Trump.
Los astronautas plantarían su bandera, un retrato de su presidente y una placa con los logos de todos sus patrocinadores.
Luego la Luna se repartiría entre los ricos oligarcas cercanos a la Casa Blanca, que mandarían a sus nuevos territorios a la siguiente generación de astronautas: obreros mal pagados y algunos administradores de minas y otras industrias. Porque el otro motivo del viaje sería explotar tanto como fuera posible aquella nueva fuente de recursos, y ganársela a los chinos, los indios y todos los demás.
(Releo esto y me parece que ese presente imaginado acabaría en una situación no tan distinta de la real. Ahora parece claro que probablemente viviremos para ver la privatización y colonización de la Luna. Probablemente veremos nacer a los primeros de nuestros descendientes que irán también allí, con esperanza o sin ella, a trabajar como los grandes empresarios y tecnócratas no trabajarán nunca. ¿Ya ves, reseñista? ¡Yo tenía la razón!)
Estoy en Guadalajara, invitado a la III Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. Es una serie de conferencias y mesas redondas acerca de la novela en general, y durante la cual se entregará también el premio literario que lleva el mismo nombre, y que tiene cinco finalistas.
Hoy en la mañana se publicó una carta abierta, firmada por escritoras y escritores de varios países de América Latina, en la que se critica la selección de los invitados a la Bienal y (más de fondo, más importante) el machismo y falta de perspectiva de género del «medio» literario. La reproduzco a continuación, completa. Viene firmada por una lista en la que se encuentran varias de las mejores escritoras de Hispanoamérica, incluyendo a Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, Rosa Montero o Samantha Schweblin, así como destacados autores hombres, editores, etcétera.
Las y los abajo firmantes queremos manifestar nuestro hartazgo y rechazo ante la disparidad de género que rige en la mayoría de eventos culturales y literarios en América Latina, así como la mentalidad machista subyacente. Es inadmisible que en el siglo XXI, en plena ola de reivindicaciones por la igualdad, se organice sin perspectiva de género un evento como la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, que tendrá lugar del 27 al 30 de mayo en la ciudad de Guadalajara, México.
En esta tercera edición participarán en los paneles trece hombres y tres mujeres, mientras que entre los finalistas del premio hay cuatro hombres y una sola mujer. Esto no debería sorprender, si consideramos que de los cinco miembros del jurado, cuatro son hombres. Este año no se diferencia mucho de los anteriores, lo que confirma que el criterio discriminador se impone por sistema: en 2014, se invitó a veinticinco hombres y apenas a seis mujeres; en 2015 a veintidós hombres y a ocho mujeres. Y en ambas ediciones, tanto el jurado como el grupo de finalistas tuvo la misma proporción desigual. En las dos bienales el ganador fue un escritor hombre. Podemos perfectamente adivinar de qué género será el ganador 2019.
Gracias a la lucha que desde hace mucho llevan a cabo las mujeres por sus derechos, por fin podemos descubrir a muchas escritoras que fueron borradas de la historia y del canon literario, denostadas, ninguneadas o silenciadas. Las mujeres escritoras han demostrado, además, por la calidad de sus obras, sus traducciones, su trabajo editorial y el reconocimiento que han adquirido en los últimos años, que la literatura escrita por mujeres es tan importante como la que escriben los hombres.
Sin embargo, las instituciones literarias siguen organizando y promoviendo espacios en los que la participación de mujeres aún es minoritaria o nula y, cuando se cuestiona, sus responsables recurren a una visión meritocrática falaz, en lugar de combatir desde dentro los privilegios masculinos –que los han llevado a cooptar los espacios por el simple hecho de ser autores hombres, buenos o malos– o de trabajar para ajustar esa desigualdad histórica que ha condenado a las mujeres a un lugar de subalternidad y silencio.
Como escritoras, escritores y personas vinculadas con el quehacer editorial, no podemos guardar silencio ni frente a la invisibilización de las autoras ni frente al acoso y abuso sexual que también son parte del statu quo de las letras, como ha revelado el reciente MeTooEscritoresMexicanos.
Las y los firmantes nos hemos comprometido férreamente con la igualdad y la transformación social, y por eso hemos adoptado como política urgente preguntar y demandar una participación paritaria en todos los eventos literarios de los que aceptamos formar parte; señalar y cuestionar públicamente en caso de que no se cumplan estas cuotas justas. Así mismo, queremos exigir un compromiso oficial por parte de las instituciones organizadoras, así como de la red de festivales, ferias, premios, congresos, y debates en torno al libro, para garantizar, de una vez y para siempre, espacios justos, respetuosos y libres de violencia para las mujeres.
Obviamente, la carta incomoda. Está bien que así suceda: ese es su cometido y su causa es justa. No se puede negar que las mujeres han sido postergadas, menospreciadas, ignoradas y sometidas a violencias de todo tipo durante siglos, ni que los hombres, en general, no criticamos y ni siquiera aprendemos a ver y reconocer ese trato injusto y desigual. Que las más de las veces actuamos desde una posición de privilegio que ni siquiera percibimos, porque nos conviene no percibirla.
En lo que hace a mi propio caso, aunque la invitación de la Bienal es una estupenda oportunidad para mí y la acepté con gusto, tengo muy claro que cualquiera de las autoras firmantes que mencioné arriba, y otras como Diamela Eltit, Lina Meruane o Mónica Ojeda (de quien recién he terminado Mandíbula, una novela genial, estremecedora) tienen más méritos para estar aquí que yo. La obra novelística de cualquiera de ellas es más reconocida y más importante.
Cada persona, si así lo desea, tendrá que tomar su propia postura en relación con este asunto. Por lo menos, yo espero que el tema se pueda discutir dentro de las conversaciones de la Bienal, ante el público, y que en adelante cambien los criterios de selección de este y otros eventos. Y hay algo muy simple que, como persona y como autor, puedo hacer de ahora en adelante: prestar atención a estas cuestiones y pedir que haya paridad en los eventos a los que se me invite, antes de aceptar estar en ellos.
Notas surtidas para redondear este año, que fue nefasto de muchas maneras pero que tuvo –al menos para mí– un poco más de vida que 2016.
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Me enteré tarde de un par de mensajes donde se me pedía hacer mi lista de los mejores libros del año. Es un ejercicio incómodo: por un lado es muy halagador, porque da a pensar que la opinión de uno tiene valor, y por el otro obliga a dudar. ¿Cómo se puede pretender –saber siquiera– que real e indudablemente se ha leído «lo mejor»? Es un problema que tienen hasta los críticos más reputados, y yo ni siquiera soy crítico.
Una tercera invitación, que sí pude aceptar, fue para esta encuesta de la revista Nexos, en la que los libros ganadores lo fueron por mayoría de votos, así que mis preferencias no se ven (y probablemente así sea mejor). Sí puedo decir, por otro lado, que los libros que propuse fueron escritos exclusivamente por mujeres. No fue difícil hacer la selección. Había mucha neblina o humo o no sé qué de Cristina Rivera Garza; Temporada de huracanes de Fernanda Melchor; Orfeo de Martha Riva Palacio Obón y bastantes más libros estupendos, y aparecidos en 2017, estaban en la lista. (Casi con seguridad habría estado también un libro que apareció en 2017 pero no he conseguido todavía: The Mountain With Teeth: historias de piedra de Alejandra Gámez.)
Desde luego, lectoras, activistas y escritoras no necesitan que ningún hombre se sume a las muchas iniciativas que ellas mismas están haciendo ya para reclamar más visibilidad y justicia para las mujeres en un mundo con enorme desigualdad y, concretamente, en un país en el que miles de mujeres son muertas cada año sin que sus asesinos sean castigados. Pero no sólo es necesario contribuir a compensar la desigualdad, y hacerlo no disminuye el mérito de los libros no escritos por mujeres: además, en mi caso el acto es (por supuesto) ajeno a cualquier identificación tribal, y en el futuro que viene nos van a hacer mucha falta muchos actos así: más formas de encontrar puntos de contacto con otros seres humanos que no estén ya en nuestras burbujas informativas. Los medios no estarán de nuestra parte.
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Hablando de medios, hace un año terminé las publicaciones de 2016 con un artículo en Medium, que titulé «El año nefasto». Fue la última vez que me asomé a aquella plataforma: durante 2017 (pienso) se ha vuelto mucho más visible la forma en que nuestra publicación incesante en redes sociales es trabajo no remunerado que hacemos para ellas. No sé si haré más al respecto, pero entretanto este sitio seguirá abierto al menos un año más. También he agregado textos nuevos para leer en línea, y habrá algunos más en las semanas por venir.
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En la FIL Guadalajara de este año, me tocó escribir una columna diaria para el suplemento FILIAS, del diario Milenio. Hacía mucho que no tenía un encargo así, que contribuyó al agotamiento general que suele producir la Feria pero que agradezco a José Luis Martínez. La columna se llamó «El buscador»; como me gustan los libros raros, recomiendo uno o más en cada entrega además de comentar aspectos de la Feria. Aquí está la lista de las entregas:
«Encuentro Internacional de Cuentistas» (que vino en dos partes: la primera y la segunda), acerca del Encuentro y también de la persistencia del cuento, que es una forma de escritura antigua a la que dan por muerta con frecuencia pero no se muere.
«Elogio de la Feria», acerca del valor que tiene, pese a lo que crean algunas personas, algo tan humilde como un espacio físico lleno de libros.
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Siempre deseo, al final del año, que el que viene sea mejor de lo que esperamos. Es una despedida laica y de buenas intenciones. Los años recientes –o eso parece desde mi perspectiva, con no poca influencia de redes y medios masivos– nos han quedado muy mal, y el que viene será particularmente duro en México. De cualquier forma, espero que podamos encontrarnos en su otro extremo, igual que ahora, y esperar nuevamente una sorpresa en el futuro.
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Esta música nos puede acompañar en el paso de un año al siguiente, o en cualquiera de los días aún por venir. Es una versión en vivo, y muy bella, del Canto Ostinato de Simeon Ten Holt, grabada en Holanda. ¡Feliz 2018!
Escribí un texto sobre la novela Canto al fin del mundo de Vanessa Garza (Acero, 2014). Iba a reproducirlo aquí pero comencé a revisar su primera parte, que se refiere al tema de la escritura en relación con la violencia, y quedó una nota distinta. Es la que sigue.
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Como cualquier persona interesada en escribir narrativa desde México, he escuchado y me he involucrado en una discusión que ya va a cumplir una década. La pregunta central es simple: cómo referirse a la violencia mediante la escritura. Cómo usarla para reconocer, representar, incluso combatir (si tal cosa es posible) la violencia.
Hablamos de esto –y en muchas ocasiones lo hacemos con acaloramiento y con rabia– porque el tema nos parece urgente. Es así, por lo menos, desde el comienzo del régimen de Felipe Calderón, quien llegó en 2006 a la presidencia del país a comenzar la que llamó una “guerra” del gobierno federal contra los cárteles del narcotráfico, con el apoyo del ejército. Fue un arrebato: un gesto irreflexivo, de afirmación y legitimación de su propio poder tras la división social sin precedentes causada por la virulencia de su campaña electoral; un acto impulsivo que no atendió a los orígenes del problema, no pensó en la diferencia real entre las fuerzas del ejército y las crimen organizado y no tomó en cuenta varias transformaciones políticas y sociales que tenían lugar en ese mismo tiempo en México y en otros lugares, incluyendo la decepción que comenzaba a notarse luego de que Vicente Fox, el presidente anterior, no intentara siquiera consolidar una transición democrática que sigue pendiente y que fue de las principales causas de que millones de personas votaran por él.
Ahora es imposible ignorar las consecuencias de aquel gesto: la aceleración de la descomposición social que padecemos hasta hoy y los más de cien mil muertos que se reportaron durante el mandato de Calderón. El régimen actual silencia las estadísticas y las noticias, más que publicitarlas, pero todos sabemos que la violencia persiste, y acontecimientos como la masacre de Iguala en septiembre de 2014, con su cauda de descubrimientos macabros en varios de los lugares más pobres del país, nos impiden hacer a un lado la conversación sobre la violencia.
La pregunta del comienzo: cómo involucrar en todo esto a la escritura, lleva en ocasiones a dar un paso atrás y pensar no en la escritura en sí sino en quien escribe. A veces se llega al antiguo tema del compromiso del escritor: de qué posición adoptar desde las limitaciones de una especialidad que en principio no otorga fuerza física ni poder político reales, ante una situación social intolerable.
Pero las reacciones más superficiales de quienes escriben hoy en México son algo diferente. Pueden verse como un intento de fingir esa fortaleza que no tenemos o hacer a un lado la conciencia de nuestra debilidad. Desde el mero tremendismo en la escritura, la repetición plañidera o cínica de las noticias y unos pocos lugares comunes, hasta la creación, muy en el tono de nuestro tiempo, de imágenes públicas que se aparejan o hasta se adelantan a la escritura: apariencias de agresividad y arrogancia que hacen recordar el aspecto y los modos de los “caciques literarios” del siglo pasado y se vuelven objetos de consumo muy popular en los medios actuales. Hay algo de culpa social y mucho de sobrecompensación en esos gestos.
A mí, cuando menos, me parece más valioso tratar de volver a los textos: ver lo que pueden hacer. La celebridad o la notoriedad que tanto se buscan como fines en sí mismas no son sino objetos de consumo en nuestra sociedad mercantilista y sujeta a los medios. Ocuparnos en proyectar nuestra sumisión a la violencia –o en tratar de aprovecharla– no puede ser el camino para combatirla.
Mejor pensar en la escritura, repito. Y en el caso de alguien interesado en la narrativa, mejor pensar en qué tareas pueden realizar el cuento o la novela –o las nuevas formas de escritura narrativa de nuestro tiempo, que no son géneros con precursores y muchas veces no tienen siquiera nombre– que no haga mejor el periodismo, con su énfasis en el hecho documentado y el rechazo de la invención: qué puede justificar la escritura de cualquier cosa más allá del reporte de lo cotidiano y lo inmediato.
Necesitamos saber lo que ocurre a nuestro alrededor, simplemente para poder actuar en consecuencia. Pero también necesitamos obras que vayan en esas otras direcciones: que fijen lo momentáneo y nos permitan comprenderlo más allá de este momento y de las perspectivas dominantes en este momento. Que nos permitan articular no sólo lo que más o menos podemos percibir afuera, sino también nuestras reacciones a esos hechos. Parece fácil encontrar en nuestros miedos y frustraciones cotidianos la justificación de la violencia: el impulso de unirnos a ella y hacerla crecer. Otra vez estas preguntas que casi nadie intenta responder y que muchos hacen a un lado con desánimo o con cinismo. ¿Cómo, en vez de unirnos a la violencia, hacemos lo contrario? ¿Cómo resistir la violencia, oponernos a la injusticia, contener la barbarie? ¿Cómo aceptar la existencia de los horrores de que somos capaces los seres humanos, pero también la responsabilidad de no entregarnos a ellos?
Para eso: para amplificar nuestra conciencia y no para reducirla, para encontrar maneras de apostar por algo más que el desahogo o el beneficio más inmediatos, podría servir también la mera literatura de nuestro tiempo.
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El texto en su versión original, y el comentario de la novela –que por cierto es de lo más interesante– se encuentra en esta página.
En el estupendo blog Cinephilia and Beyond encontré esto: una nota de John Milius, el guionista original de la película Apocalipsis ahora de Francis Ford Coppola (1979), alrededor de los sucesos que lo inspiraron, casi una década antes del estreno de la película, a adaptar la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y convertirla en una mirada (al menos, desde el punto de vista del propio Milius) a la «bestialidad inherente del ser humano». Después de la nota viene mi traducción de la misma: es una pequeña historia sobre los efectos de la guerra y la violencia.
NOTA DEL AUTOR
Hace varios años, en lo más intenso del traslado de tropas [estadounidenses] a Vietnam, una compañía de paracaidistas de la 101a División Aerotransportada (Screaming Eagles, «Águilas Gritonas») estaba formada en el Aeropuerto Internacional de San Francisco, esperando embarcarse a su gran aventura. Algo no estaba bien en el avión y mientras lo arreglaban los soldados se quedaron de pie, rígidos, durante horas bajo el calor del sol. Hacia el final de este periodo dos opositores locales de la guerra decidieron pasar panfletos a los muchachos a ver si animaban a alguno a cambiar de parecer. Caminaron entre las filas de soldados ofreciendo paz, amor y papeles.
Cuando llegaban al extremo de la fila, un joven paracaidista de Texas sonrió. El hippie se detuvo y le devolvió la sonrisa, y en ese momento el texano se quitó el casco de acero y golpeó al joven de pelo largo en la cabeza, causando un ruido sordo y metálico. Su camarada se lo llevó a rastras, gritando ¡brutalidad!, ¡injusticia! Un sargento llegó y gritó:
—¿Quién de ustedes le pegó a ese muchacho, cabrones?
A lo que la compañía entera respondió gritando:
—¡Fui yo, señor!
Esta muestra apabullante de «esprit de corps» no impresionó al hippie lastimado, que dijo:
Hace muchos años murió en mi ciudad natal, Toluca, un poeta: José Alfredo Mondragón. Félix Suárez, amigo suyo, poeta también y editor, escribió un artículo en su memoria, entre varios otros homenajes que se le hicieron durante algunos años. Aquel texto no está en internet pero yo nunca olvidé una frase: al referirse al impacto de la muerte, Félix escribe de «la sensación de polvo entre los dientes».
Tiene razón. No es una idea totalmente nueva: su origen debe estar en la parte de J, el misterioso autor o autora primordial de buena parte del Pentateuco, en aquella frase gastada por el uso pero, en el fondo, aún poderosa como poesía: «Polvo eres, al polvo has de volver». Félix agrega a esa imagen clásica un poco de contexto: la mira desde otro sitio. Porque la muerte, cuando pasa cerca, también derriba a los vivos y, aunque no nos lleve con ella, de todos modos nos tira al suelo. Caemos, de bruces, al sitio de donde son nuestros cuerpos, y sentimos la tierra en nuestra boca.
En estos últimos días se han muerto tres poetas mexicanos y uno argentino pero avecindado aquí.
Los más conocidos son Juan Gelman y José Emilio Pacheco, de los que se escrito copiosamente por su fama y por lo que representaron –y tal vez sean de los últimos en poder representar– para miles, o incluso millones, de lectores de este país y de otros de Hispanoamérica; los otros dos son Marco Fonz y Sergio Loo, menos famosos pero no menos queridos por su gente y sus lectores ni menos empeñados en su propio trabajo. Un accidente casero, súbito, fue la causa de la muerte de Pacheco; Loo tenía cáncer desde tiempo atrás, al igual que Gelman, y Fonz se suicidó, por razones que no conozco y tal vez no se puedan ya recuperar.
Este país ha tenido muchas oportunidades, en los últimos años, de sentir el polvo entre los dientes. El sufrimiento de millones de personas que no han muerto, pero han visto la muerte, ha vuelto aún más monstruosa la hipocresía y la ceguera con la que el gobierno de Felipe Calderón declaró la «guerra contra el narco», en la década pasada, y más amenazadora la desintegración del Estado que comenzó entonces y sigue hasta hoy, a fuerza de corrupción y alevosía y mera estupidez de todos los que desean mandar –desde los gobiernos y desde fuera de ellos– sobre el territorio. Y también nuestros antepasados supieron –como saben todos los seres humanos, en realidad, aunque tal vez con más precisión que muchos– del peso de la muerte: de cómo pasa y nos tira al suelo. «El paisaje mexicano huele a sangre», dijo en 1915 (hace casi cien años) Eulalio Gutiérrez, general revolucionario y presidente de México por unos pocos meses, y la frase debe ser la justificación de su vida entera, por la fuerza que ha tenido tras su propia muerte y las veces incontables que se le ha repetido.
Así que una persona cínica podría sospechar que quiero terminar esta nota con un lamento por aquellos cuatro poetas muertos y oponerse a ello: podría decir que cuatro poetas no son sino cuatro individuos, cuatro más, y que no agregan prácticamente nada, por muy poetas que hayan sido, a la experiencia general ya vivida y a lo terrible del presente.
Pero no: lo que quiero decir aquí es que si bien estas cuatro muertes me afectan porque me son cercanas, sólo así puede un ser humano –sea quien sea– comenzar a aquilatar la gravedad de la Muerte, con mayúscula. No importa si la cercanía es poca, falsa –el afecto de un lector, digamos, que cree tener enfrente al escritor pero en realidad nunca lo conoce– o meramente gremial. Conocí fugazmente a Fonz, hablé un poco más con Loo y, aunque leí y disfruté sus libros, jamás con Gelman ni con Pacheco. Pero puedo imaginar lo que Laura Emilia, la hija de este último, está sintiendo en estos días, y no sólo porque a ella sí la conozco y la aprecio desde hace tiempo, sino porque lo he sentido yo, con la muerte de mis propios familiares. Y de esa misma manera puedo ver –percibir con toda la precisión que hace falta– lo que sienten quienes quisieron más a Loo y a Fonz y a Gelman. Me basta lo que les oigo o les leo decir. Porque soy tan humano como todos ellos.
Lo digo otra vez: sólo así podemos empezar a aquilatar la gravedad de la Muerte. Desde nuestra pequeñez humana y nuestra experiencia de individuos. Sumamos de a poco los momentos en que la hemos tenido cerca y luego tratamos de multiplicarlos por cien o por mil o por un millón. Casi nunca logramos ir tan lejos: las cantidades realmente grandes se convierten en abstracciones, como han observado los testigos y los historiadores de los genocidios. Pero lo intentamos, y así podemos empezar a ver el tamaño de cada pérdida y no sólo temer por nosotros mismos, que es de lo más humano también y de lo más justo, porque también vamos a morir; no sólo temer eso, digo, sino también temer por los demás: apreciar (aunque sea de ese modo negativo) la vida que persiste.
Ayer salí a conversar en una cafetería con amigos que no veía desde hace mucho tiempo. Había en esto una urgencia rara: todos nos esforzábamos por contar anécdotas divertidas, reír y no hablar mucho, o nada, del pasado común: por dar preferencia al presente. Al regreso, mi esposa me dijo –muy en serio, recordando un relato del accidente sufrido por Pacheco, y que podría sufrir cualquier otro ser humano– que debía tener más cuidado, pues suelo caminar distraídamente y ya he tenido caídas y tropezones. En ambos hechos rutinarios había la conciencia de algo espantoso pero también una esperanza ridícula, invencible.
Este mes me he retrasado en publicar un cuento en esta bitácora debido a la cercanía de las elecciones presidenciales en México. Sigo creyendo que lo publicado en un sitio como éste puede apostar a ser leído después del día de su publicación, pero también quería marcar las fechas de algún modo. Y no quería hacer como muchas personas que han escrito (varios muy bien, varios de acuerdo con cómo pienso, y varios consiguiendo ambas cosas a la vez) sobre sus intenciones de voto.
Pensaba que una historia podía bastar: un cuento, como los que aparecen aquí cada mes. La palabra cuento sigue teniendo, en los tiempos presentes, las mismas connotaciones negativas de «mentira» y «engaño» (como se ve en el remate de este artículo, por demás excelente, de Jesús Silva-Herzog Márquez), pero las herramientas humildes de una historia breve (o relato corto, o como se quiera llamarle) pueden bastar para fijar una imagen del mundo: una postura ante las cosas.
Hay, incluso, obras que lo consiguen de modo más permanente al resultar menos obvias, menos una declaración enfática sobre un contexto y un lugar precisos. Así sucede (por dar un solo ejemplo) en este cuadro famoso: Los embajadores (1533) de Hans Holbein.
Pensando en lo anterior me puse a buscar… y no pude hallar ningún cuento que me satisficiera entre decenas que revisé y que se referían de algún modo a la política y el poder. Descarté los militantes, incluyendo aquellos con los que simpatizo; descarté también los de muchos contemporáneos, que utilizan la ironía para describir un estado de cosas que luego se cuestiona en un tono moralista pero al final se acepta cínicamente (éste debe ser otro subgénero central de la narrativa mexicana actual).
Luego tuve una conversación curiosa por Twitter: alguien a quien no conozco, pero que parecía al menos simpatizante del movimiento #YoSoy132, me dijo que veía un antes y un después en la literatura mexicana a partir de las marchas organizadas por ese movimiento. Esto me dejó muy intrigado: mi interlocutor(a) siguió diciendo que los jóvenes querrían ahora algo nuevo, algo hecho por ellos mismos, menos interesado en la ficción o el estilo (en el «arte por el arte») y más en la observación y el análisis de la realidad. Una literatura más informada y más pertinente. Varias de estas ideas me recordaron discusiones que tienen lugar desde hace tiempo; los dos estuvimos de acuerdo en que, en todo caso, las obras que renovarían la literatura nacional desde el movimiento estudiantil de 2012 estaban aún por escribirse.
(Realmente desearía que se escribieran, por cierto: el entusiasmo de esa persona que habló conmigo me alegró enormemente, y en México casi no hay grandes obras literarias escritas alrededor o cerca o a partir de movimientos sociales: hay grandes testimonios, pero éstos son algo distinto. Tal vez lo que haría falta, pienso ahora, sería que esos nuevos escritores por venir abandonaran definitivamente el mal hábito –heredado por lo demás del largo régimen priísta del siglo XX, y que todavía se practica y se enseña– de la escritura exclusivamente como medio: para subir en el escalafón, para agradar a los superiores, para golpear a los adversarios, pero no para encontrar lectores.)
Finalmente opté por un cuento que trata el tema del poder en un escenario intemporal: lejos de hoy y de cualquier otro momento. Aparecerá aquí mismo hoy por la tarde (aquí está); en él está también, de todos modos, mucho de lo que creo, y también una convicción que puede parecer ilusa pero está consignada desde la antigüedad (como apuntó recientemente Verónica Murguía) en muchas de las grandes historias: la de que es posible sobrevivir, siquiera como comunidad o como especie, a las grandes catástrofes. Incluyendo a las que trae el poder.
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Nota del 2 de julio. Más sobre Los embajadores de Holbein y el secreto que guarda se puede ver en este documental. Al final sí escribí, brevemente, sobre mis intenciones de voto. Y hoy lunes 2 de julio los resultados de la elección empiezan a saberse. Habrá que esperar que nadie llegue a donde llegan los peores personajes de Gorodischer, y trabajar en consecuencia. Ah, y quiero que se escriban esas obras prometidas (y excelentes, y pertinentes) sobre todo lo que acaba de pasar: leerlas hará falta.
En una discusión reciente, un colega hablaba con entusiasmo de las posibilidades del libro electrónico. Remató diciendo que todas las personas deberían aprovechar las tecnologías necesarias, puesto que son cada vez más accesibles, para escribir y crear sus propios ebooks: que en vez de comprar libros impresos y esperar a las editoriales, todos podrían difundir su propio trabajo, gratis, entre quienes desearan leerlo. Si todos pasáramos a ser escritores, dijo, palabras más o menos, todo sería distinto.
Primero (en los primeros segundos) todo esto me sonó, cuando menos, muy intrigante.
Luego alguien más planteó una objeción: ¿de qué vivirían los escritores profesionales en semejante situación? La discusión se desvió hacia definiciones (no habría «profesionales»), la libertad de la información, etcétera, y la cuestión quedó sin discutirse. Por mi parte me di cuenta de esto: había oído ideas parecidas a las de mi colega en otras ocasiones. Y de pronto me pareció ver en esa imagen «ideal» un prejuicio frecuente contra la especialidad del escritor.
¿Qué pasaría si, en vez de imaginar a la población entera escribiendo, le asignáramos alguna otra actividad? Por ejemplo, legislar. O jugar futbol en la Primera División. O hacer cirugías en un quirófano… (más…)
Como la nota que publiqué hace poco sobre el tema de los intelectuales (con ejemplos de dos escritores que podrían continuar la tradición mexicana del artista que opina sobre asuntos de interés público, más bien alicaída en años recientes) ha recibido una buena cantidad de comentarios y enlaces, escribo ahora esta nueva nota, que es independiente de aquella pero también puede leerse como su complemento; incluye respuestas a varias cuestiones que se me han planteado sobre el asunto y sobre otros aledaños, y varias opiniones que me importa aclarar.
1. Una generación de escritores no es automáticamente un grupo, un movimiento ni nada parecido. Es, simplemente, un conjunto de personas nacidas más o menos por las mismas fechas. No es un lote de autos del mismo modelo. No sólo no debe (ni puede) ofrecer un conjunto de obras homogéneas en ningún sentido: además, no caduca. En la otra nota dije que si un intelectual nacido en los setenta consiguiera que la sociedad progresara por medio de sus textos sobre política, con eso bastaría para que la generación entera se justificara. Lo sostengo. Pero a la vez sostengo que también sería suficiente si la única obra digna de sobrevivir a su época, hecha por alguien de los setenta, apareciera por ejemplo en 2082, publicada póstumamente o por un anciano de más de cien años.
2. Lo anterior, sobre literatura. Sobre los intelectuales: es casi imposible que un texto de opinión política quede en la historia literaria, pero si produce realmente un efecto benéfico en una sociedad esto no tendrá importancia. Su mérito será social y no artístico. En caso así, incluso, no hace falta que el texto en concreto sea recordado ni que su autor o autora se vuelva célebre.
3. Los nuevos intelectuales mexicanos, los de mi generación, podrían llegar a ejercer esa influencia positiva que he mencionado, pero no lo han hecho todavía. Su trabajo actual es una promesa que puede cumplirse o no cumplirse. Ninguno ha escrito aún nada semejante, en su alcance, pertinencia y valor, al «Yo acuso» de Emile Zola. Ojalá lo consigan; semejante sacudida social nos sería útil en un momento como éste.
4. ¿Qué podría salirle mal a los nuevos intelectuales? El peligro que corren todos los escritores/opinadores es olvidar su propósito, el sentido de su labor. La historia demuestra que muchos lo olvidan: unas veces, en lugar de persistir en la crítica y la defensa de lo que creen, acaban por acomodarse dentro de las élites que han aprendido a reconocerlos, y entonces se vuelven portavoces (encubiertos o no) de esas élites; otras veces llegan a creer que su persona, y no lo que dicen y piensan, es lo más importante, y se vuelven aspirantes a «celebridad», adictos a opinar sobre lo que sea del modo más estridente posible, mercachifles de su propia reputación. Payasos, en fin.
4a. ¿Cómo se reconoce a estos intelectuales falsos? Pueden engañar a muchos, y durante mucho tiempo –porque la mayoría de los seres humanos no aprendemos nunca a pensar por nuestra cuenta–, pero por lo común son olvidados en cuanto dejan de estar allí para seguir alimentando su figura pública. (Esta prueba es infalible, y útil siempre si no hay ningún otro criterio –o no hay criterio–, pero desde luego tiene la desventaja de que obliga a esperar muchos años.)
4b. Una persona me decía que es muy improbable que el regreso (bastante probable) del PRI al poder presidencial en México consiguiera que todo volviese a estar exactamente igual que antes, y por lo tanto no podría volver a existir el «ecosistema» de los intelectuales al modo priísta, que muchas veces eran personeros sin vergüenza o «rebeldes tolerados». Es cierto: exactamente como era, ese sistema no volverá. Pero por otro lado, y muy tristemente, muchos vicios del sistema priísta no han desaparecido entre escritores y artistas, y otros, aunque fuera aisladamente, podrían regresar.
5. Toda la discusión del año pasado era sobre fama y oropel, no sobre literatura. ¿Por qué tanta insistencia en la fama y el oropel? Un signo de la época es la vanidad y el otro la idea de la fama como valor supremo, sin importar su justicia ni su causa.
5a. Por ejemplo: mucho de la discusión del año pasado se levantó sobre prejuicios y falseos. Se insistía en que ningún autor nacido en los setenta se ha hecho tempranamente famoso, lo que es mentira pues están, entre otros, los casos de José Ramón Ruisánchez y Hernán Bravo Varela, que nadie pudo o quiso recordar entonces. O bien: nadie nacido en los setenta, se insistía, tiene el reconocimiento que tuvo Carlos Fuentes a los treinta años, cuando publicó La región más transparente. ¿Realmente sirve una apreciación tan vaga y arbitraria? (Igual se podría decir que ninguno de nosotros ha escrito Hamlet, lo que por lo demás no hace falta, pues está escrita desde hace siglos…)
5b. Por ejemplo: mucho de la discusión, también, sonaba a pensamiento mágico, pues a veces daba la impresión de que «ganaría» (¿ganaría qué?) quien no sólo gritara más fuerte y más frecuentemente sino además, a falta de trabajo propio que elogiar, fuera capaz de descalificar mejor a los otros (los adversarios). De esto vino, pienso, la insistencia en equiparar la literatura con un concurso de potencia sexual, y en especial la frecuencia alarmante de las declaraciones oblicuas: en vez de «yo soy un semental», «todos los demás son eunucos».
6. De vuelta a la literatura: aquel anciano que mencioné al comienzo, y que podría ser el creador de lo único que valiera la pena de la literatura hecha por mi «generación», podría no ser una celebridad ni una persona poderosa o influyente en los círculos de los poderosos. Y podría ser una anciana. Y podría ser alguien que jamás hubiese intentado darse a conocer en el mundillo literario. Y su obra podría no ser una novela. (¿Por qué tendría que serlo? Se habla y se habla y se habla de las grandes novelas, se tiene al grosor de los libros como medida de calidad e importancia –una tontería, desde luego–, pero a lo mejor los escritores mexicanos de los setenta nos salvamos del olvido total gracias a un libro de poemas, o una serie de aforismos, o una sola minificción…)
6a.Ninguno de nosotros lo va a saber, evidentemente. (Otra posibilidad más es que la obra que valga la pena leerse, y que le diga mucho a muchas personas, se escriba en sesenta años, o en cincuenta, o en treinta, o en diez…, y también puede existir ahora mismo, pero ignorada por todo el mundo y destinada a salir a la luz en 2082 o incluso después. La escritura que cuenta no es una carrera de velocidad.)
7. Por último, sobre el tema del «compromiso del escritor», sigo pensando lo que escribí en algún otro texto: está muy bien (cuando no es sólo una pose para congraciarse con el poder), pero no es menos importante que el compromiso de cualquiera, del ciudadano –que ahora, claro, se ve más decaído que cualquier otro compromiso.
Nota del 19 de octubre: hay más sobre los temas de esta nota –incluyendo comentarios y aclaraciones diversas– en esta otra nota.
Hubo una discusión, durante buena parte del año pasado, alrededor de los méritos (o más bien la falta de ellos) de los escritores mexicanos de mi generación, la de los nacidos en los años setenta. La polémica nunca fue muy elevada y pronto se convirtió en una serie de bravatas; cuando salió a relucir la metáfora de los huevos (es decir, los testículos) y la cuestión de quién escribía con ellos y quién no, no sólo fue imposible seguir las diversas opiniones sin reírse: quienes seguían prestando alguna atención pudieron ver que, si la presencia o la falta de talento eran difíciles de determinar, en cambio estaba muy claro que a la generación, como conjunto, le interesa mucho menos la literatura que la notoriedad.
Una de las preguntas más repetidas en aquel tiempo era ésta: ¿dónde está la gran obra, la novela extraordinaria de un autor de los setenta? (Habitualmente se planteaba así, con ese desprecio implícito a todos los otros géneros literarios, del mismo modo que la palabra huevos excluía –magias del machismo mexicano– a todas las escritoras de la generación.)
Tal vez sea aventurado decirlo, pero es posible que la pregunta tenga ya una respuesta y hoy, en 2009, tengamos las primeras obras cruciales, los primeros trabajos que colocan definitivamente a autores de la generación en el mapa y en la historia de la literatura nacional.
Por otra parte, si no me equivoco, esos trabajos señeros no son novelas, no son en absoluto libros, sino entrevistas y artículos de opinión. Pienso sobre todo en una entrevista (que ya había mencionado en una nota previa) entre Heriberto Yépez y Rogelio Villarreal publicada hace poco en la revista Milenio, y en una serie de artículos breves pero punzantes, de denuncia, de Rogelio Guedea. En especial la entrevista de Yépez fue promovida como una declaración importante de una figura pública, con lo que se convirtió (hasta donde sé) en la primera mención de un autor de los setenta en los mismos términos en que se habla, en la prensa nacional, de Carlos Monsiváis o Juan Villoro; pero la recepción de uno y de otro (y de varios escritores más) ha sido igualmente entusiasta: se ha subrayado la inteligencia de sus juicios, su crítica certera a la corrupción del sistema político nacional y, en general, la novedad de su interés por la realidad y la agenda nacionales.
Con esto, tal vez, la generación de los setenta está continuando la tradición del intelectual mexicano: del «escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites», como escribió Gabriel Zaid. Con la llegada del PAN a la presidencia de México en 2000, la estrecha relación entre la literatura y el poder que marcó el carácter de las artes nacionales durante casi setenta años se debilitó enormemente: el nuevo régimen no estaba tan interesado como el del PRI en la opinión de los escritores, otras figuras tomaron el lugar de éstos en los medios y, notablemente, mi generación (y, casi en la misma medida, la de los autores nacidos en los sesenta) se negó a desarrollar obras orientadas a la política, como una reacción –no siempre consciente pero, creo, perfectamente comprensible– contra los excesos del grueso de la intelligentsia del siglo XX, en la que hubo grandes autores como Octavio Paz o Carlos Fuentes pero también legiones de otros.
Esos otros son los que me preocupan ahora. Todos han sido olvidados, porque su trabajo carecía de cualquier mérito (¿o alguien por ahí atesora las obras completas de, digamos, Roberto Blanco Moheno?), pero mientras vivieron y publicaron tuvieron notoriedad gracias a su relación con el poder político y al cultivo de su propia reputación. «Lo que hace al intelectual es la recepción de su discurso, más que su discurso», escribió también Zaid, y tenía razón. La vuelta de los intelectuales, si realmente termina por ocurrir, será otro signo de la vuelta del PRI al poder, ya anunciada y prevista por muchos…, pero será un grave retroceso si implica el regreso del ecosistema completo de toda la vieja intelectualidad, con sus pocos grandes y sus muchos mediocres, sus críticos escasos y sus vendidos numerosos.
No se me malentienda: esto no es una de aquellas bravatas. Sería muy bueno si los nuevos intelectuales de la generación fueran, en efecto, personas como Guedea y Yépez, que saben escribir y pensar. Francamente, si ellos pudieran hacer algo contra la abulia general, contra la estupidez y el cinismo imperantes, la generación entera se habría justificado. Pero algo que no debe volver es la sumisión completa de la literatura al poder: la creencia de que es suficiente mirar nuestro propio ombligo, de que no hay nada más allá de nuestras disputas caseras y la busca del poder que esté a nuestro alcance, por miserable que sea.