Etiqueta: escritores suizos

El poeta

Prácticamente desconocida en castellano, la escritora suiza Adelheid Duvanel (1936-1996) fue precoz: pintaba y escribía desde su adolescencia, y posteriormente fue periodista y, sobre todo, cuentista. Tuvo su periodo de mayor actividad en las últimas décadas de su vida. Entre otros reconocimientos, recibió el Premio Literario de Basilea, su ciudad natal, y el Gastpreis del Cantón de Berna. Aún espera un reconocimiento más generalizado, aunque tiene lectores fieles en su propio país.
      Uno de los grandes intereses de Duvanel era, al parecer, la alienación: según la escritora Martina Kuoni, sus personajes «no encajan en las actividades eficientes y resueltas que los rodean. Más bien, esos soñadores e interrogadores, esas personas tímidas y heridas, dirigen su mirada precisamente a las grietas, las roturas y las mentiras de su entorno». Así se ve en «El poeta», un cuento breve e intenso. Titulado «Der Dichter» en su lengua original, apareció por primera vez en el libro Windgeschichten (1980) y fue traducido por Marlene Rall y María Josefina Pacheco para la antología Si el buen Dios fuera suizo. Cuentos suizos del siglo XX (UNAM, 2005).

Adelheid Duvanel (fuente)

EL POETA
Adelheid Duvanel

Hace algunos meses todavía me esforzaba por ser sociable. Atraía hasta mi casa a gente desconocida; como flores sangrientas brillaba el vino en las copas que les ofrecía. En la madrugada, los ojos de hombres y mujeres jóvenes se derramaban, rezumaban cálidos por sus cuellos, retozaban por encima de las clavículas y seguían bajando. Pero yo me sentaba, con una sobriedad de celofán, en un sillón desgastado a un lado de la calefacción, y observaba sus bailes; se despegaban de los muros de los que se habían agarradoy se meneaban como la hiedra en el viento.
      En mi niñez había tratado de entrar en contacto con otras personas por medio de pequeños gestos, de palabras alusivas, pero ellos amaban el ruido, las cosas demasiado vistosas que yo aborrecía. No podían comprenderme. Mi hermana mayor y yo crecimos sin madre. Recuerdo que nuestro padre amaba las palabras «abstinencia» y «sacrificio»: pertenecía a una secta abstrusa, a la que teníamos que pertenecer también. Sin embargo, cuando llegué a los dieciséis años, me volaba las reuniones piadosas que me provocaban dolor de estómago. Cuando me aquejaba la sed durante la comida, mi padre solía decir: «¡Come ensalada!»; beber, incluso agua, era una aberración ante sus ojos; nuestro paladar y nuestro corazón tenían que permanecer secos.
      Mi hermana abandonó al viejo antes que yo, pero luego, cuando salí del frío de la casa paterna al frío del mundo, aún no podía volar con mis propias alas. Me desvié del camino, quedé en suspenso, recibí tantas patadas como una pelota y caí profundamente; pues sí, incluso estuve a punto de casarme. Hoy, en un témpano de hielo, me voy alejando cada vez más de aquella orilla, que se dibuja plana y tristemente en la lejanía sin perder nitidez. A mi alrededor el silencio está tenso de miedo, hinchado como una nube gigantesca.
      Todos los días me paseo por el suburbio con mi perro, que cojea exactamente de la misma manera que yo (estoy consciente de lo ridículo de la escena); cuando me paro, el animal también se detiene y levanta la mirada hacia mí. Durante uno de esos paseos fue que me transformé en poeta: en la orilla de la calle estaba parado un coche, al que la helada tal vez estaba tratando de hacer invisible, pues parecía estar envuelto en un papel de seda blanco y delgado. También el cielo, que se bamboleaba entre los techos blancos, estaba blanco. Cuando casi hube alcanzado el coche, vi que el dedo de un niño quería rescatarlo de su escondrijo con letras, con una palabra, que al mismo tiempo lo transformaba; su significado de coche, que ya por la envoltura blanca se había vuelto dudoso, le fue quitado de nuevo, y con ahínco. En la capota estaba escrito algo, una palabra que despertó mi interés; al pasar de cerca la descrifré: ira. Me causó excitación, una extraña agitación, como si la cara desnuda de una novia con velo me comunicara algo, como si en su semblante leyera un mensaje que no tenía relación con su calidad de novia.
      Desde ese momento me pregunto si, por encima del gran vacío, del abismo en el que ha caído mi vida, las palabras no podrán crear un nuevo mundo. Ahora escribo palabras de día y de noche, dibujo con su sonido las olas del cielo, que empujan hacia mi ventana un pescado rabioso; construyo torres y puentes, hago que el sol, con escoba fulgurante, barra las sombras de los precipicios, y meneo la cabeza cuando el viento que estoy describiendo se pone a leer en un rincón, cual vagabundo, los viejos periódicos; los hojea con mucha prisa y un interés que resulta cómico.

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Basta

Hace unos días, el 15 de abril de 2018, se cumplieron 140 años del nacimiento de Robert Walser (1878-1956), narrador suizo y autor de culto, gran observador de lo más pequeño, lo inmediato, lo insignificante de la existencia. La ocasión es buena para publicar un relato suyo. En él apenas sucede nada, como suele pasar en Walser, más allá de la reflexión, el paseo a través de la conciencia como a través del mundo, pero es suficiente para que el autor, disfrazado de personaje, describa y condene de manera brutal el conformismo de su época (y de la nuestra).
      «Basta» apareció, en un sitio que ya no está en línea, traducido por Harriet Quint a partir de la versión original en alemán. Ésta, con el mismo título, aparece en un tomo de las Obras completas de Walser publicado por la editorial alemana Suhrkamp en 1985.

BASTA
Robert Walser

Yo nací en tal y tal fecha, me educaron aquí y allá, fui como es debido a la escuela, soy eso y aquello, me llamo así y asá, y no pienso mucho. Soy hombre; desde el punto de vista civil soy un buen ciudadano y provengo de buena clase. Soy un miembro limpiecito, callado y simpático de la sociedad humana, un así llamado buen ciudadano, me gusta tomar mi cerveza con medida, y no pienso mucho. Es evidente que me encanta comer bien y también es evidente que las ideas me son ajenas. El pensar con agudeza me es totalmente ajeno, las ideas me son completamente ajenas, y por eso soy un buen ciudadano, porque un buen ciudadano no piensa mucho. Un buen ciudadano come su comida y con eso ¡basta!
      No me rompo mucho la cabeza, eso se lo dejo a otros. El que se rompe la cabeza se hace odioso; el que piensa mucho es visto como una persona desagradable. Julio César a su vez, señalaba con su dedo gordo al ojeroso de Casio, al que le tenía miedo, porque suponía que tenía ideas. Un buen ciudadano no debe despertar miedo y sospechas; pensar mucho no es asunto suyo. El que piensa mucho es mal visto, y es completamente innecesario hacerse impopular. Dormir y roncar es mucho mejor que pensar y crear. Nací en tal y tal fecha, fui aquí y allá a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, ejerzo esa y aquella profesión, tengo esa y aquella edad, parece ser que soy un buen ciudadano y parece que me gusta comer bien. No me esfuerzo mucho en pensar, eso se lo dejo a otros. Romperme la cabeza no es de mi incumbencia, porque al que piensa mucho, le duele la cabeza, y los dolores de cabeza son completamente innecesarios. Dormir y roncar es mucho mejor que romperse la cabeza, y una cerveza tomada con medida es mucho mejor que pensar y crear. Las ideas me son totalmente ajenas, y no me quiero romper la cabeza bajo ninguna circunstancia, eso se lo dejo a los gobernantes. Por eso soy un buen ciudadano, para tener mi tranquilidad, para no tener que usar la cabeza, para que las ideas me sean completamente ajenas, y para no angustiarme, si es que acaso, llego a pensar mucho. Tengo miedo de pensar con agudeza. Si trato de pensar con agudeza empiezo a ver estrellas. Mejor me tomo una buena cerveza y dejo cualquier forma de pensamiento agudo a los líderes gubernamentales. Por mi parte, los hombres de Estado pueden pensar tan agudamente como quieran, y durante mucho tiempo hasta que se les llegue a romper la cabeza. Siempre veo estrellas cuando uso mi cabeza, y eso no es bueno, y por eso me esfuerzo lo menos que puedo y me quedo de lo lindo sin cabeza y sin pensamientos. Si solamente los hombres de Estado pensaran hasta ver estrellas y les reventara la cabeza, todo estaría perfecto y la gente como yo podría tomar su cerveza de manera moderada, tener preferencia por comida buena, dormir bien y roncar en la noche, suponiendo que dormir y roncar sea mucho mejor que romperse la cabeza y mejor que pensar y crear. El que usa la cabeza sólo se hace odioso, y el que difunde opiniones e intenciones es considerado una persona desagradable; un buen ciudadano no debe ser desagradable sino agradable. Con toda la tranquilidad del mundo, dejo el pensar agudo y fatigante a los líderes de Estado, porque gente como yo sólo somos miembros sólidos e insignificantes de la sociedad, un así llamado buen ciudadano o burgués de miras estrechas al que le gusta tomar su cerveza con medida y le gusta comerse su linda comida grasosa y con eso ¡basta!
      Que los hombres de Estado piensen hasta que confiesen que ven estrellas y les duele la cabeza. Un buen ciudadano nunca debe tener dolores de cabeza, al contrario, siempre debe disfrutar su cerveza tomada con medida y debe dormir suave y roncar en las noches. Me llamo así y asá, nací en tal y tal fecha, en este y aquel lugar me mandaron debidamente a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, de profesión soy eso o aquello, tengo esa y aquella edad, y renuncio a pensar mucho y con esmero, porque el dolor de cabeza y el esfuerzo se los dejo con gusto a las cabezas líderes que se sienten responsables. Gente como yo no siente responsabilidad alguna porque le gusta tomar su cerveza con medida y no piensa mucho; deja esta particular diversión a las cabezas que llevan la responsabilidad. Fui aquí y allá a la escuela, donde me obligaron a usar mi cabeza, a la que desde entonces nunca más esforcé en lo más mínimo y tampoco he empleado. Nací en tal y tal fecha, tengo este y aquel nombre, no tengo responsabilidad y de ninguna manera soy único en mi especie. Afortunadamente hay muchos como yo, los que disfrutan de su cerveza tomada con medida, que al igual que yo piensan poco y no les gusta romperse la cabeza, que mejor dejan eso con gusto a otras personas, como por ejemplo a hombres de Estado. A mí, miembro callado de la sociedad, pensar con agudeza me es ajeno, afortunadamente no sólo a mí, sino que a legiones de aquellos, que como yo, les encanta comer bien y no piensan mucho, tienen esa y aquella edad, fueron educados aquí y allá, son miembros pulcros de la sociedad y, como yo, buenos ciudadanos, a los que pensar con agudeza les es ajeno como a mí, y con eso ¡basta!

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Una mesa es una mesa

El cuento que sigue, del suizo Peter Bichsel, ha aparecido publicado en varios sitios web; esta versión, sin embargo, es obra de mi amigo Epigmenio León, quien escribió la siguiente nota sobre su autor: «Peter Bichsel nació en Lucerna, Suiza, en 1953. Fue maestro de primaria hasta 1968, y después se ha dedicado al periodismo, la narrativa y la pintura. De 1974 a 1981 fue asesor del Consejo Federal Socialdemócrata Will Ritschard. Es miembro de la Academia Alemana de la Lengua y, entre otros reconocimientos, recibió el Premio Gottfried Keller por trayectoria literaria.»
      El cuento fue tomado del libro Kindergeschichten, cuya primera edición fue en 1969. Bichsel ha sido poco traducido al español.

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Foto: Adrian Ritter

UNA MESA ES UNA MESA
Peter Bichsel

Traducción de Epigmenio León

Quiero contarles de un hombre viejo que ya no pronuncia ninguna palabra. Tiene un rostro cansado: cansado de reír y cansado de enfadarse. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle, cerca de la esquina. No vale la pena describirlo, casi nada lo diferencia de otros. Usa un sombrero gris, pantalón gris, una chaqueta gris y en invierno un largo abrigo gris. Tiene un cuello delgado cuya piel está seca y arrugada. Los botones blancos de la camisa le aprietan demasiado.
      En el piso inferior de su casa tiene un cuarto; quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás vivió antes en otra ciudad. Seguramente alguna vez fue niño, pero eso fue hace mucho tiempo, allá donde los niños eran vestidos como adultos. Donde se veían tal como en el álbum fotográfico de una abuela.
      En su cuarto hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre la pequeña mesa está un despertador, al lado están los viejos periódicos y el álbum fotográfico; sobre la pared cuelgan un espejo y un retrato.
      El hombre viejo tomaba un paseo por las mañanas y un paseo por las tardes; hablaba un par de palabras con su vecino, y por las noches se sentaba a la mesa.
      Nunca cambiaba. Incluso los domingos eran así.
      Y cuando el hombre se sentaba a la mesa, siempre escuchaba hacer tic tac al despertador.
      Pero hubo un día especial: un día con sol, no tan frío ni tan caliente, lleno de gorjeos de pájaros, con gente alegre, con niños que jugaban. Y lo especial fue que, de pronto, todo le gustó al hombre.
      Y sonrió.
      —Ahora todo cambiará —pensó.
      Desabrochó el primer botón de su camisa, tomó su sombrero en la mano; aceleró su paso, se balanceó en sus rodillas al caminar y se puso muy contento. Llegó a la calle donde vivía, inclinó la cabeza para saludar a los niños, caminó hasta su casa, subió la escalera, tomó las llaves de la bolsa y cerró su cuarto.
      Pero en su cuarto todo seguía igual: una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó a la mesa, escuchó nuevamente el tic tac y toda su alegría se fue, pues nada había cambiado.
      Entonces al hombre le sobrevino una enorme furia.
      En el espejo vio ruborizar su rostro: cómo cerraba y abría los ojos; entonces hizo puños sus manos, las levantó y golpeó la mesa; primero un golpe, después otro y empezó a golpear y golpear como si tocara un tambor, al tiempo que gritaba una y otra vez:
      —¡Tiene que cambiar, esto tiene que cambiar!
      Y dejó de escuchar el despertador.
      Pero sus manos comenzaron a dolerle y su voz se cansó; entonces escuchó otra vez el despertador.
      Nada había cambiado.
      —Siempre la misma mesa —dijo el hombre—, las mismas sillas, la misma cama, el mismo cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, a la cama la llamo cama y a la silla la nombro silla. ¿Por qué? Los franceses le dicen a la cama «li», a la mesa «tabl», al retrato lo nombran «tablo» y a la silla «schäs», y se entienden. Y los chinos también se entienden.
      —¿Por qué la cama no se llamará retrato? —pensó el hombre y se rió, y se rió tanto que el vecino de al lado golpeó en la pared y gritó:
      —¡Silencio!
      —De ahora en adelante todo cambiará —dijo, y a la cama la llamó retrato.
      —Estoy cansado, quiero ir al retrato —pensó.
      Por la mañana, se quedó acostado, como acostumbraba, largo rato en el retrato y pensó cómo podría llamar a la silla: y la nombró despertador.
      Por fin se puso de pie, se vistió, se sentó sobre el despertador y apoyó los brazos sobre la mesa.
      Pero ahora la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra.
      Por la mañana el hombre dejó el retrato, se vistió, se sentó a la alfombra en el despertador y pensó a quién podría decirle que:

•a la cama le dice retrato,
•a la mesa le dice alfombra,
•a la silla le dice despertador,
•al periódico le dice cama,
•al espejo le dice silla,
•al despertador le dice álbum fotográfico,
•al armario le dice periódico,
•a la alfombra le dice armario,
•al retrato le dice mesa
•y al álbum fotográfico le dice espejo.

Entonces, su misma historia sería:
      Por la mañana, el hombre viejo se quedó, como acostumbraba, largo rato recostado en el retrato. Alrededor de las nueve sonó el álbum fotográfico. El hombre se levantó y se paró sobre el armario para que no se le enfriaran los pies. Tomó su ropa del periódico, se vistió, miró la silla sobre la pared, se sentó después sobre el despertador a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.
      El hombre halló tan divertido lo que había hecho que practicó todo el día. Se aprendió de memoria las nuevas palabras. Y renombró todo. Entonces ya no fue un hombre sino un pie, y el pie fue una mañana y la mañana un hombre.
      Ahora, ustedes también pueden reescribir la misma historia. Sólo tienen que cambiar los demás términos, tal como hizo el hombre:

•sonar es pararse,
•enfriarse es ver,
•estar acostado es sonar,
•estar de pie es enfriarse,
•pararse es hojear.

Y entonces así quedaría:
      Por el hombre, el viejo pie se quedó, como acostumbraba, largo rato sonando. Alrededor de las nueve se acostó el álbum fotográfico, el pie se enfrió y hojeó sobre el armario para no verse las mañanas.
      El hombre viejo se compró un cuaderno y escribió en él hasta llenarlo con sus nuevas palabras.
      Tuvo mucho que hacer.
      Se veía tan raro en la calle.
      Entonces aprendió nuevos términos para todas las cosas, y se olvidó más y más de los nombres correctos. Ahora tenía un nuevo idioma que le pertenecía únicamente a él.
      Aquí y allá soñaba el nuevo lenguaje; traducía las canciones de su época escolar a su nuevo idioma y las cantaba en voz baja para sí.
      Pero pronto sintió que ya le era más difícil traducir. Casi había olvidado su antiguo lenguaje y tuvo que buscar las palabras correctas en su cuaderno. Sintió miedo de hablar con la gente. Tuvo que pensar largamente cómo dice la gente las cosas:

•a su foto la gente le dice cama,
•a su alfombra la gente le dice mesa,
•a su despertador la gente le dice silla,
•a su cama la gente le dice periódico.
•a su silla la gente le dice espejo,
•a su álbum fotográfico la gente le dice despertador,
•a su periódico la gente le dice armario,
•a su armario la gente le dice alfombra,
•a su mesa la gente le dice foto
•y a su espejo la gente le dice álbum fotográfico.
Y llegó tan lejos que se reía cuando escuchaba hablar a la gente.

Por ejemplo, se reía si escuchaba que alguien decía:
      —¿Irás mañana también al juego de futbol?
      O si alguien decía:
      —Llueve desde hace dos meses.
      O si alguien decía:
      —Tengo un tío en América.
      Y se reía porque no entendía.
      Pero su rostro no fue de felicidad. Su rostro comenzó a entristecerse y así terminó: muy triste.
      El hombre viejo con el abrigo gris no entendía a la gente.
      Lo que no fue tan grave.
      Lo grave fue que la gente no pudo entenderlo.
      Y por eso no dijo nada más.
      Se quedó callado; hablaba sólo con él mismo.
      No volvió ni siquiera a saludar.

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Casi nada: Jakob von Gunten

 
Jakob von Gunten

Robert Walser, Jakob von Gunten.
Madrid, Siruela, 1998. Traducción de Juan José del Solar.

Una o dos personas recordarán que había prometido esta reseña hace un año, cuando esta bitácora comenzó su andadura. Retraso más retraso, pero aquí está.

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