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Un árbol de Navidad y una boda

Hoy, 11 de noviembre de 2021, es el bicentenario de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881), el gran novelista ruso; el gran representante –junto con Tolstói, Gógol y Chéjov– de uno de los periodos más brillantes de la historia de la literatura.
      Pero resulta que Dostoyevski también escribió cuentos, y este es uno de ellos, publicado inicialmente en 1848 con el título de “Elka i svad’ba”. En él se puede ver la maestría del autor para la representación dramática de los sucesos –porque gran parte de la historia descansa en los diálogos y movimientos de los personajes, tal como ocurre en Crimen y castigo o Demonios– y también su tino para la crítica social: esta no es una historia de navidad, por supuesto, sino acerca de la desigualdad social y el abuso contra las mujeres.
      La siguiente traducción al castellano circula en línea sin crédito y la he revisado ligeramente.

UN ÁRBOL DE NAVIDAD Y UNA BODA
Fiódor Dostoyevski

Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
      Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.
      Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.
      Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
      Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que ocupaba casi todo el aposento.
      Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
      Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
      Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.
      —Trescientos…, trescientos… —murmuraba—. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos… quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego, encima, los impuestos… ¡Hum!
      Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.
      —¿Qué haces aquí, hija mía?—le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.
      —Estamos jugando…
      —¡Ah! ¿Con éste? —y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño— Mira, niño: mejor estarías en la sala —le dijo.
      El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
      —¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? —le preguntó.
      —Sí, una muñequita —repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
      —Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
      —No —respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.
      —Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños —y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.
      —¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? —volvió a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
      —No.
      —Pues para que seas buena y cariñosa.
      Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
      —Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres?
      Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.
      ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí! —le dijo con muy mal genio al chico— ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!
      —¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! —clamó la nena— ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! —añadió casi llorando.
      En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.
      —¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!
      El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.
      El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.
      —¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… —empezó, señalando al pequeño.
      —¡Ah! —replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
      —Es el hijo del aya de mis hijos —continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor: —Una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich…?
      —¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! —lo interrumpió éste presuroso—. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…
      —¡Lástima! —dijo pensativo el dueño de la casa—. Es un chico muy juicioso y modesto…
      —Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante —observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa—. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! —le dijo al muchacho, encarándose con él.
      Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
      Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
      —¿Es casado ese señor? —pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.
      Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.
      —No —me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

 
* * *

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.
      Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…
      “¡Le salió bien la cuenta!”, pensé yo, y salí a la calle.

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Un asesinato

El que sigue es un cuento del gran Antón Chéjov (1860-1904), maestro de la narración breve. El argumento puede resultar muy actual ahora: hay violencia terrible —nacida del error y la incomunicación— en medio de gran precariedad, y también un conflicto de fe en un mundo desprovisto de toda orientación y sentido.

En el cuento (que no debe confundirse con otro de Chéjov que lleva el mismo título, pero cuenta otra historia y es considerablemente más breve) se menciona la colonia penal de la isla de Sajalín, una de las cárceles más  temibles del mundo en el siglo XIX; el episodio proviene de la propia experiencia del escritor, quien visitó Sajalín en 1890 con la idea de escribir un estudio científico del lugar y terminó por hacer un testimonio desgarrador de la vida en la prisión: uno de los primeros reportajes modernos.

«Un asesinato» se publicó por primera vez en 1895 y se le puede encontrar en varias antologías de la obra de Chéjov.

Antón Chéjov retratado por Osip Braz (1898)

UN ASESINATO
Antón Chéjov

 

I
En la estación de Progónnaia se estaban celebrando las vísperas. Ante la gran imagen pintada con vivos colores sobre fondo de oro, se agrupaban los empleados de ferrocarriles con sus mujeres e hijos, y también los leñadores y aserradores que trabajaban en las inmediaciones, a lo largo de la línea. Todos se mantenían en silencio, fascinados por el brillo de las luces y los aullidos de la nevasca que, cuando nadie la esperaba, se había desatado a pesar de estar ya en vísperas de la Anunciación. Oficiaba el viejo sacerdote de Vedeniápino y el canto corría a cargo del salmista y de Matvei Teréjov.
       La cara de Matvei resplandecía de felicidad; alargaba el cuello como si quisiera salir volando. Cantaba con voz de tenor y recitaba con el mismo timbre, poniendo en ello un dulce vigor. Al llegar a «La voz del Arcángel», empezó a agitar la mano como un director de orquesta y, procurando ajustarse al sordo bajo del sacristán, dejó oír una complicada floritura. Veíase que esto le producía gran satisfacción.
       Terminadas las vísperas, todos se dispersaron tranquilamente. Volvieron la oscuridad, el vacío y el silencio que sólo se observa en las estaciones de ferrocarril levantadas en pleno campo o en el bosque cuando el viento silba y no se oye nada más, cuando se siente todo el vacío que reina alrededor, toda la angustia de la vida que transcurre pausadamente.
       Matvei vivía no lejos de la estación, en la posada de un primo suyo. Pero no sentía deseos de volver a casa. Se había quedado con el cantinero, detrás del mostrador, y contaba a media voz:
       —En la fábrica de azulejos teníamos nuestro coro. Y he de decirle que, aunque lo componíamos simples obreros, cantábamos de veras, magníficamente. A menudo nos hacían ir a la ciudad, y cuando el vicario Ioann celebraba en la iglesia de la Trinidad, el coro de la diócesis cantaba a la derecha y nosotros a la izquierda. De lo único que en la ciudad se quejaban era de que dilatábamos mucho el canto, que aquello se prolongaba demasiado. Bien es verdad que empezábamos a las siete el himno de San Andrés y el Hosanna, y terminábamos pasadas las once; así que, cuando llegábamos a la fábrica, eran ya más de las doce. ¡Qué bien se pasaba allí! — suspiró Matvei—. Lo que se dice muy bien, Serguei Nikanórich. En cambio, aquí, en la casa familiar, no hay la menor alegría. La iglesia más próxima está a cinco verstas, y con mi mala salud me resulta imposible llegar hasta ella. No hay cantores. En nuestra familia no se conoce la tranquilidad: todo es ruido, blasfemias y suciedad. Comemos todos de la misma cazuela, como los mujiks, y en la sopa aparecen cucarachas… Dios no me concede la salud, y, a no ser por esto, ya me habría marchado hace tiempo, Serguei Nikanórich.
       Matvei Teréjov no era viejo, no pasaba de los cuarenta y cinco, pero su expresión era enfermiza, su cara estaba llena de arrugas y su barbita, rala y transparente, era ya blanca, lo que le hacía aparentar muchos más años. Hablaba con voz débil, como poniendo cuidado, y al toser se llevaba las manos al echo; en aquellos momentos su mirada se hacía inquieta, como en las personas muy aprensivas. Nunca decía fijamente qué era lo que le dolía, pero le agradaba contar con gran lujo de detalles cómo en una ocasión, al levantar un pesado cajón, había sentido un profundo dolor y se le había formado una hernia, obligándole a abandonar el trabajo en la fábrica de azulejos y volver a sus lares. Pero no podía explicar lo que era una hernia.
       —A decir verdad, no quiero a mi primo —prosiguió, sirviéndose un vaso de té—. Es mayor que yo, y parece pecado criticarlo; temo a Dios nuestro Señor, pero no lo puedo aguantar. Es un hombre orgulloso, muy serio, mal hablado, tortura a sus familiares y criados y no frecuenta la iglesia. El domingo pasado le pedí cariñosamente: «Primo, vayamos a la misa de Pajómovo.» Y él replicó: «No quiero; el pope de Pajómovo juega a las cartas.» Y tampoco ha venido hoy aquí, porque dice que el sacerdote de Vedeniápino fuma y bebe. ¡No es amigo del clero! El mismo dice en su casa la misa, los maitines y las vísperas, y su hermana le sirve de sacristán. El empieza el Oremus y ella sigue con una voz muy fina, como una pava: «¡Señor, ten piedad de nosotros! …» Un verdadero pecado. Todos los días le digo: «Date cuenta de lo que haces, primo. Arrepiéntete», pero no me hace caso.
       Serguei Nikanórich, el cantinero, llenó cinco vasos de té y los llevó en una bandeja a la sala de espera de señoras. Apenas había entrado cuando se oyó un grito:
       —¿Qué maneras son ésas, hocico de cerdo? ¡Ni siquiera sabes servir!
       Era la voz del jefe de estación. Siguió un tímido balbuceo y luego se levantó otro grito, malhumorado y duro:
       —¡Largo de aquí!
       El cantinero volvió todo turbado.
       —En tiempos dejaba complacidos a condes y príncipes —murmuró—. Y ahora dice que no sé servir el té… ¡Me ha reñido en presencia del sacerdote y de las señoras!
       Serguei Nikanórich había tenido en otros tiempos mucho dinero y había sido dueño de la cantina de una estación de primer orden, en una capital de provincia donde se cruzaban dos vías férreas. Entonces usaba frac y reloj de oro. Pero las cosas empezaron a irle mal, invirtió todos sus recursos en un lujoso servicio, los criados le robaban y, de mal en peor, pasó a otra estación menos importante. Allí se le escapó la mujer, llevándose toda la plata, y él descendió a una tercera estación de menos categoría, en la que ya no se servían platos calientes. Luego a una cuarta. Cambiando a menudo y bajando cada vez más, llegó a Progónnaia, donde sólo se vendían té, vodka barato y, como aperitivos, huevos duros y un embutido al que no se le podía meter el diente, que olía a brea y que él mismo, en son de burla, llamaba «embutido musical». Estaba completamente calvo, sus ojos eran azules y saltones, y lucía unas espesas y rizadas patillas que se peinaba a menudo, mirándose en un espejito. Los recuerdos del pasado le atormentaban sin cesar; le era imposible acostumbrarse al «embutido musical», a las groserías del jefe de estación y a los mujiks, que regateaban en el precio, siendo así que, según él, regatear en la cantina era tan indecoroso, como en una farmacia. Sentía el bochorno de su pobreza y humillación, y este bochorno era ahora lo principal en su vida.
       —La primavera viene este año con retraso —dijo Matvei, prestando atención al silbido del viento—. Y es preferible. No me gusta la primavera. Hay mucho barro, Serguei Nikanórich. En los libros escriben que al llegar la primavera cantan los pájaros y calienta el sol. ¿Qué tiene eso de agradable? El pájaro no es más que un pájaro. A mí me agrada la buena sociedad; oír hablar a la gente, conversar sobre cuestiones religiosas o cantar a coro algo hermoso, pero los ruiseñores y las flores, ¡que se vayan con Dios!
       Empezó de nuevo a hablar de la fábrica y del coro, pero el ofendido Serguei Nikanórich no acababa de calmarse, ni encoger los hombros y gruñir. Matvei se despidió y encaminó a su casa.
       No helaba, y ya goteaba de los tejados, pero la nieve caía en grandes copos que se arremolinaban en el aire, y sus blancas nubes se perseguían por la vía del ferrocarril. El robledal, que se extendía a ambos lados de los carriles, apenas iluminado por la luna, y se escondía en lo alto, tras las nubes, dejaba oír un zumbido áspero y prolongado. ¡Los árboles infunden miedo cuando un fuerte vendaval los azota! Matvei caminaba por la carretera, a lo largo de la línea, protegiéndose la cara y las manos, empujado por el viento. De pronto apareció un caballero cubierto de nieve, un trineo rechinó por las desnudas piedras de la carretera y un mujik, con la cabeza envuelta y todo él blanco, también hizo restallar el látigo. Cuando Matvei se volvió para mirar, ya habían desaparecido el trineo y el mujik, como si todo hubiese sido una visión, y apretó el paso sintiendo un vago miedo.
       Llegó al paso a nivel y a la oscura caseta del guarda. La barrera estaba levantada. Junto a ella se habían formado verdaderas montañas de nieve y los copos giraban como las brujas en la noche del sábado. En aquel punto cruzaba la línea un viejo camino, importante en otros tiempos, al que todavía se le daba el nombre de calzada. A la derecha, cerca del paso a nivel y al borde mismo de la carretera, estaba la taberna de Teréjov, que antes había sido posada. Allí, por las noches, siempre lucía una luz.
       Cuando Matvei llegó, en todas las habitaciones, incluso en el zaguán, había un intenso olor a incienso. Su primo Yákob Ivánich seguía oficiando las vísperas. En un rincón del oratorio donde la ceremonia tenía lugar, había una urna con viejas imágenes heredadas de los abuelos, en marcos sobredorados; a ambos lados, derecha e izquierda, había imágenes antiguas y modernas, en urnas o sin ellas. Sobre la mesa, cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo, había una imagen de la Anunciación, una cruz de ciprés y un incensario. Ardían las velas de cera. junto a la mesa había un atril. Al pasar junto al oratorio, Matvei se detuvo y asomó la cabeza. Yákov Ivánich estaba leyendo junto al atril. Le acompañaba en las oraciones su hermana Aglaia, una vieja alta y flaca, vestida de azul y con un pañuelo blanco en la cabeza. Estaba también Dashutka, la hija de Yákov Ivánich, una moza de dieciocho años, fea y pecosa, que siempre iba descalza y con el mismo vestido que llevaba cuando, por la tarde, abrevaba los animales.
       —¡Gloria a ti, que nos mostraste la luz! —entonó Yákov Ivánich con voz cantarina, e hizo una profunda reverencia.
       Aglaia, con la barbilla apoyada en la mano, se unió al canto con una voz fina y chillona. Arriba, sobre el techo, también resonaron unas voces confusas que amenazaban o anunciaban algo malo. En la segunda planta, después de un incendio que se había producido hacía mucho tiempo, no vivía nadie; las ventanas habían sido clavadas y el suelo, entre las vigas, estaba sembrado de botellas vacías. Ahora el viento zumbaba allí y parecía como si alguien corriese, tropezando en las vigas.
       La mitad de la planta baja estaba destinada a taberna; la otra mitad la ocupaba la familia de los Teréjov; así que, cuando en la taberna alborotaban los viajeros borrachos, en las habitaciones se oía hasta la última palabra. Matvei ocupaba una habitación junto a la cocina; en ella había un gran horno en el cual en otros tiempos, cuando aquello era posada, cocían pan todos los días. En la misma habitación, detrás del horno, dormía Dashutka, que no tenía cuarto para ella sola. Todas las noches cantaban los grillos y se oía el ruido de los ratones.
       Matvei encendió una vela y se puso a leer un libro que le había prestado el gendarme de la estación. Entre tanto, terminaron los rezos y todos se acostaron. También lo hizo Dashutka, que empezó a roncar acto seguido, aunque no tardó en despertarse y dijo, bostezando:
       —No debías tener la vela encendida sin necesidad, tío Matvei.
       —La vela es mía —replicó él—. La compré con mi dinero.
       Dashutka dio unas cuantas vueltas y no tardó en dormirse de nuevo. Matvei siguió aún largo rato, pues no tenía sueño, y, al terminar la última página, sacó del baúl un lápiz y escribió en la primera: «Yo, Matvei Teréjov, he leído este libro y creo que es el mejor de los que he leído nunca, por lo cual expreso mi gratitud a Kuzmá Nikoláievich Zhúkov, suboficial de la gendarmería de la Dirección de Ferrocarriles, propietario de este inapreciable libro.»
       Para él era un deber de cortesía hacer tales anotaciones en los libros que le prestaban.
II
El día de la Anunciación, cuando ya había salido el tren correo, Matvei tomaba té con limón en la cantina y hablaba animado.
       Le escuchaban el cantinero y el gendarme Zhúkov.
       —He de decirles —contaba Matvei— que desde muy chico me sentí atraído por la religión. A los doce años leía ya en la iglesia la Epístola, cosa que alegraba mucho a mis padres, y todos los veranos iba con mi difunta madre en peregrinación. Mientras los otros chicos cantaban o cogían cangrejos, yo solía quedarme con ella. Los mayores me alentaban, y a mí mismo me agradaba observar tan buena conducta. Y cuando mi madre me mandó a la fábrica, fuera de las horas de trabajo yo fui el tenor de nuestro coro, y para mí no había mayor placer. No hace falta decir que no bebía ni fumaba y que me bañaba a menudo, y esta vida, como ya se sabe, no agrada al enemigo del género humano. El maldito quiso perderme y trató de oscurecer mi entendimiento, como ahora hace con mi primo. Lo primero de todo, hice voto de observar vigilia los lunes y no comer carne nunca. Con el tiempo empezaron a dominarme toda clase de fantasías. En la primera semana de la Cuaresma, hasta el sábado, según ordenaron los santos padres, no se puede comer caliente, aunque los que trabajan y los débiles pueden tomar hasta té; pero yo no probaba bocado hasta el domingo mismo, y luego, durante toda la Cuaresma, no me permitía la mantequilla, y los miércoles y los viernes guardaba ayuno absoluto. Lo mismo hacía en las vigilias menores. En la cuaresma de San Pedro la gente de la fábrica solía tomar sopa de col con sollo, pero yo, procurando que no me vieran, rumiaba un trozo de pan seco.
       »Cada cual tiene su fuerza, ya se sabe, pero yo hablo de mí: en los días de vigilia, el ayuno no me costaba ningún esfuerzo, y cuanto mayor era mi celo, mejor me sentía. Unicamente sentía apetito los primeros días de ayuno, luego me acostumbraba, cada vez me notaba mejor y al cabo de una semana me encontraba perfectamente. Mis piernas estaban tan ligeras, que me parecía encontrare en una nube, y no en la tierra. Además, me imponía toda clase de obligaciones: me levantaba por la noche para hacer reverencias, arrastraba pesadas piedras de un lugar a otro, iba descalzo por la nieve y, claro es, usaba cilicio. Pero al cabo de algún tiempo, al ir a confesarme, se me ocurrió: Este sacerdote está casado, come carne y fuma. ¿Cómo puede confesarme? ¿Qué poder tiene para absolverme, si es más pecador que yo? Yo me privo hasta de la mantequilla y él puede que haya comido esturión. Acudí a otro sacerdote, y éste, como a propio intento, era gordo, llevaba sotana de seda, que hacía el mismo ruido que las faldas de una señora, y también olía a tabaco. Me fui a hacer mis ayunos a un monasterio, y allí mi corazón tampoco se sentía tranquilo; me parecía que los monjes no observaban las reglas. Después de esto no había ningún servicio religioso que me satisficiera: en un sitio la misa acababa demasiado pronto, en otro no habían cantado conforme es debido, en el tercero el sacristán era gangoso… En ocasiones, que el Señor perdone a este pecador, mi corazón se estremecía de ira en pleno templo. ¿Qué oración era aquélla? Creía que la gente no se santiguaba ni escuchaba debidamente; a cualquier lugar que mirase, todo eran borrachos, glotones, fumadores, libertinos, jugadores. Yo era el único que vivía según los mandamientos. El maligno no dormía y, conforme el tiempo pasaba, aquello iba en aumento. Dejé de cantar en el coro e ir a la iglesia. Me creía un hombre justo y la iglesia, viendo su imperfección, no me agradaba; es decir, como el ángel caído, me ensoberbecí hasta lo increíble.
       »Después de ésto quise tener una iglesia para mí solo. Alquilé a una mujer sorda un pequeño cuarto muy a las afueras, cerca del cementerio, y la convertí en un oratorio por el estilo del de mi primo, aunque en el mío había candelabros y un incensario de veras. En este oratorio me atenía a las reglas del santo monte Athos; es decir, cada día los maitines empezaban siempre a medianoche, y en las fiestas más solemnes la misa duraba diez y hasta doce horas. Después de todo, los frailes, según las reglas, permanecen sentados durante la lectura del Evangelio, pero yo, para hacerme más agradable a Dios, solía leerlo de rodillas. Leía y cantaba durante largo rato, con lágrimas en los ojos y suspirando, alzando los brazos, y nada más terminada la oración, sin dormir, me iba a la fábrica, y durante el trabajo no cesaba de orar. En fin, que por la ciudad empezó a correr el rumor: Matvei es un santo, Matvei cura a los enfermos y a los locos. Claro que no había curado a nadie, pero, ya se sabe, en cuanto aparece un cisma o una falsa doctrina, las mujeres no le dejan a uno. Acuden como las moscas a la miel. Empezaron a acosarme casadas y solteronas de toda clase; me hacían reverencias, me besaban las manos y afirmaban que yo era un santo. Una llegó a verme con la cabeza aureolada por un nimbo. El oratorio se había hecho pequeño, por lo que alquilé un cuarto más espacioso, y aquello se convirtió en una verdadera torre de Babel. El diablo se apoderó de mí definitivamente y tapó la luz de mis ojos con sus repugnantes pezuñas. Todos parecíamos posesos. Yo leía y las casadas y solteronas cantaban, y así, sin comer ni beber, permanecíamos de pie días enteros. De pronto ellas empezaban a estremecerse como si tuviesen calentura, y luego se ponía a gritar una, y otra, ¡Aquello daba miedo! También yo me estremecía como un judío en la caldera. Yo mismo no sé la causa, pero mis piernas empezaban a saltar. Era algo portentoso: no quería, pero saltaba y agitaba los brazos. Después de esto empezaban los gritos y chillidos, bailábamos todos y nos perseguíamos hasta que caíamos rendidos. Así, en un momento de absurda locura, caí en el pecado de la lujuria.
       El gendarme soltó la risa, pero, al advertir que nadie le acompañaba, se puso serio y dijo:
       —Eso es molokanismo. He leído que en el Cáucaso lo practican todos.
       —Pero no me mató un rayo —prosiguió Matvei, haciendo la señal de la cruz ante la imagen y bisbisando una oración—. Seguramente intercedió por mí en el otro mundo mi difunta madre. Cuando en la ciudad me tenían ya por santo y hasta señoras y señores venían a mí secretamente en busca de consuelo, yo fui a despedirme de nuestro amo, Osip Varlámich. Era el día del perdón. El cerró la puerta con cerrojo y nos quedamos los dos solos cara a cara. Empezó a leerme la cartilla. Debo decirles que Osip Varlámich era un hombre sin estudios, pero de muchas luces; todos le respetaban y temían, porque era severo y trabajador, y observaba una conducta ejemplar. Fue durante veinte años alcalde e hizo mucho bien: empedró la calle Novo-Moskóvskaia e hizo pintar la catedral y las columnas, éstas de color de malaquita. Pues bien, cerró la puerta y empezó: «Ya hace tiempo que quería hablar contigo, hijo de tal y de cual… ¿Te crees santo? Nada de eso, eres un apóstata, un malvado hereje…» Y así siguió… No me siento capaz de explicar lo bien que habló, con qué talento, como si estuviese escrito, hasta que llegó a conmoverme. Estuvo hablando dos horas. Sus palabras me entraron en el corazón, me abrieron los ojos. Acabé por romper en sollozos. «Sé – me dijo – una persona como todas las demás: come, bebe, vístete y reza como el resto de la gente; todo lo demás viene del diablo. Tu cilicio es cosa del demonio, lo mismo que tus ayunos y tu oratorio. Todo eso proviene de tu soberbia.»
       »Al día siguiente, que era primer lunes de cuaresma, Dios dispuso que cayera enfermo. Se me produjo una hernia al levantar un peso y me llevaron al hospital. Experimenté grandes tormentos y lloré amargamente, sin cesar de temblar. Pensaba que del hospital iba a ir al infierno, pues en verdad estuve para morir. Padecí en el lecho del dolor medio año y, al darme de alta, lo primero de todo me desquité de los ayunos y de nuevo me sentí persona. Al despedirme de él, Osip Varlámich insistió: «Recuerda, Matvei, que todo lo que se sale de lo corriente viene del diablo.» Y ahora como, bebo y rezo como todos… Si, por ejemplo, el pope huele a tabaco o a vodka, no oso censurarle, porque también él es un hombre como cualquier otro. En cuanto se dice que en la ciudad o en una aldea ha aparecido un santo que se pasa las semanas sin comer e implanta sus reglas, comprendo de quién es obra todo eso. Esta es, señores, la historia de mi vida. Ahora yo, como hizo Osip Varlámich, trato de convencer a mis primos, pero mi voz clama en el desierto. No me concedió Dios ese don.
       El relato de Matvei no pareció producir impresión alguna. Serguei Nikanórich no dijo nada y se dedicó a retirar los bocadillos del mostrador. El gendarme se refirió a lo rico que era Yákov Ivánich, el primo de Matvei.
       —Por lo menos tendrá treinta mil rublos —dijo.
       El gendarme Zhúkov, pelirrojo, carirredondo – al andar le temblaban las mejillas -, robusto y bien nutrido, cuando no estaba en presencia de sus superiores, solía retreparse en el asiento, pierna sobre pierna, y, al hablar, se balanceaba y silbaba descuidadamente, mientras que su cara expresaba la satisfacción del que acaba de despachar una buena comida. Tenía algún dinerillo y siempre hablaba de este tema como gran conocedor de la materia. Se dedicaba al corretaje y cualquiera que quisiese vender una finca, un caballo o un coche usado recurría a él.
       —Sí, seguramente guardará sus treinta mil rubios —coincidió Serguei Nikanórich—. Su abuelo de usted tenía una fortuna enorme —dijo, volviéndose hacia Matvei—. ¡Enorme! Todo pasó a su padre y a su tío. Su padre murió joven, su tío se hizo con todo y luego, se entiende, fue a parar a Yákov Ivánich, Mientras usted iba con su madre en peregrinación y cantaba en la fábrica, aquí no estaban con los brazos cruzados.
       —A usted le corresponden quince mil —dijo el gendarme, balanceándose—. La taberna es de los dos, por lo que el capital también debe serlo. Sí, En su lugar, yo lo habría llevado a los tribunales. Eso se entiende. Y luego, mientras las cosas se ponían en claro, a solas, le habría dado una buena somanta…
       A Yákov Ivánich no le querían, porque cuando alguien profesa unas creencias que se salen de lo común, esto desagrada hasta a quienes son indiferentes en materia religiosa. Además de esto, el gendarme le tenía ojeriza porque también se dedicaba a la venta de caballos y coches usados.
       —Si no quiere ponerle pleito a su primo, es porque usted mismo tiene bastante dinero —dijo el cantinero a Matvei, con una mirada de envidia—. El que cuenta con recursos se siente satisfecho, pero yo, por ejemplo, creo que reventaré sin haber salido de esta miseria.
       Matvei trató de convencerle de que no tenía ningún dinero, pero Serguei Nikanórich ya no le escuchaba; habían afluido en él los recuerdos del pasado y de las ofensas que debía sufrir a diario. Su calva se cubrió de sudor, enrojeció y empezó a parpadear.
       -¡Maldita vida! -dijo, y arrojó furioso el embutido al suelo.

III
Se contaba que la posada fue construida en tiempos de Alejandro por una viuda que se había instalado allí con un hijo. Se llamaba Avdotia Teréjova. A quienes pasaban en coche de posta, sobre todo en las noches de luna, el sombrío patio, con el cobertizo y el portón siempre cerrado, les infundía un sentimiento de angustia y vaga inquietud, como si allí viviesen brujos o bandidos. Y siempre, al pasar de largo, el cochero volvía la cabeza y arreaba los caballos. Los viajeros se quedaban de mala gana, porque los dueños siempre se mostraban muy adustos y cobraban muy caro. El patio estaba embarrado hasta en verano. Entre el fango se revolcaban unos enormes cerdos y andaban sueltos los caballos con los que traficaban los Teréjov. A veces los caballos, deseosos de libertad, se escapaban del patio y emprendían una furiosa carrera por el camino, asustando a quienes por allí pasaban. Entonces aquello estaba muy animado, pasaban largas caravanas de mercancías y se producían casos como el ocurrido treinta años antes, cuando los carreteros, enfurecidos, mataron en una reyerta a un comerciante que iba de paso: todavía se levantaba a media versta de la casa la cruz de madera, medio podrida. Pasaban coches de posta con sus campanillas y pesadas carrozas señoriales. Entre mugidos y nubes de polvo, cruzaban también rebaños de vacas y toros.
       Cuando construyeron el ferrocarril, aquello era un simple apeadero, que luego, diez años más tarde, se convirtió en la actual estación de Progénnaia. El movimiento por el viejo camino de postas cesó casi por completo: por él sólo circulaban los propietarios y mujiks de la comarca, y en la primavera y el otoño, cuadrillas de trabajadores. La posada se convirtió en taberna. El piso alto se quemó, la techumbre adquirió un color amarillento, al oxidarse la chapa, y el cobertizo se fue viniendo abajo, pero en el patio seguían revolcándose entre el fango los enormes cerdos, rosáceos y repugnantes. Como antes, a veces se escapaba un caballo que, con la cola recogida, galopaba furiosamente por el camino. En la taberna vendían té, heno, avena, harina y también vodka y cerveza, para consumir en el mostrador o para llevarse. Las bebidas alcohólicas las vendían bajo cuerda, puesto que nunca sacaban la necesaria licencia.
       Los Teréjov fueron siempre muy religiosos, hasta el punto que la gente los llamaba «los Beatos». Pero, acaso porque vivían aislados, como osos, rehuían a la gente y a todo llegaban con su propia cabeza, se mostraban propensos a la fantasía y a las fluctuaciones en materia religiosa, y cada generación creía a su manera. La abuela Avdotia, la que construyó la posada, pertenecía al rito viejo, pero su hijo y sus dos nietos (los padres de Matvei y Yákov) iban a la iglesia ortodoxa, recibían en su casa al clero y rezaban ante las imágenes nuevas con la misma devoción que ante las antiguas. El hijo, al llegar a la vejez, dejó de comer carne e hizo voto de silencio, viendo en cualquier conversación un pecado. Los nietos presentaron la particularidad de que entendían las Escrituras a su manera, no como todos, sino buscando en ellas un sentido oculto, afirmando que cada palabra sagrada debía contener un secreto. Matvei, el bisnieto de Avdotia, luchó desde la misma infancia con visiones que estuvieron a punto de costarle la vida. El otro bisnieto, Yákov Ivánich, era ortodoxo, pero después de la muerte de su mujer dejó de ir a la iglesia y hacía los rezos en casa. Esto contagió a su hermana Aglaia, que ni acudía a la iglesia ni dejaba ir a Dashutka. De Aglaia se contaba también que en su juventud solía ir a Vedeniápino, donde había una secta de flagelantes, y que en secreto seguía perteneciendo a ella, razón por la cual usaba pañuelo blanco.
       Yákov Ivánich le llevaba a Matvei diez años. Era un viejo de muy buena planta, alto, de barba ancha y gris que casi le llegaba a la cintura y espesas cejas que le daban una expresión severa y hasta perversa. Usaba un largo chaquetón de buen paño o una pelliza negra y siempre trataba de ir bien vestido, cuidando la limpieza de la ropa; los chanclos no se los quitaba ni cuando el suelo estaba seco. No frecuentaba la iglesia porque, según él, allí no se cumplía el rito al pie de la letra y porque los sacerdotes bebían vino fuera de la misa y fumaban. El y Aglaia leían las Escrituras y cantaban los salmos en casa todos los días. En Vedeniápino no leían la Epístola en los maitines, y las vísperas no se celebraban ni siquiera con ocasión de las grandes fiestas; él, en cambio, leía en casa cuanto correspondía a cada día, sin saltarse una sola línea y sin prisas, y en el tiempo libre leía en voz alta las vidas de los santos. Se atenía fielmente a los preceptos en todos los aspectos de la vida; así, si un día de la Cuaresma estaba permitido beber vino «en recompensa del trabajo celoso», lo tomaba aunque no sintiese deseos de beber.
       Recitaba sus oraciones, cantaba los salmos, incensaba la casa y observaba fielmente el ayuno, no para alcanzar favores de Dios, sino para observar el orden establecido. El hombre no puede vivir sin fe, y la fe debe adquirir una expresión justa, de año en año y de día en día, según cierto orden, de tal modo que cada mañana y cada tarde Dios sea invocado precisamente con las palabras y pensamientos que correspondan al día y a la hora. Hay que vivir y, por tanto, rezar tal y como es grato a Dios; por eso, cada día hay que recitar y cantar sólo lo que le es grato; es decir, lo que corresponde según el rito. Así, el primer capítulo de San Juan sólo había que leerlo el día de la Pascua, y desde la Pascua hasta la Ascensión no se podía cantar el «Dignísimo». Y así todo lo demás. La conciencia de este orden y su importancia proporcionaba a Yákov Ivánich profunda satisfacción durante sus oraciones. Cuando las circunstancias le obligaban a alterar dicho orden, por ejemplo, cuando tenía que ir a la ciudad a hacer provisiones o al Banco, le atormentaba la conciencia y se sentía desgraciado.
       Su primo Matvei, que había llegado inesperadamente de la fábrica y se había instalado en la taberna como en su propia casa, empezó a incumplir las reglas desde los primeros días. Se negaba a participar en los rezos conjuntos, comía y tomaba té a horas en que no se debía, se levantaba tarde y los miércoles y viernes tomaba té alegando que se sentía débil; casi cada día, durante los rezos, entraba en el oratorio gritando: «¡Date cuenta de lo que haces, primo! ¡Arrepiéntete, primo!» Estas palabras sacaban de quicio a Yákov Ivánich, y Aglaia, sin poderse contener, empezaba a injuriarle. O bien de noche, sigilosamente, Matvei entraba en el oratorio y decía a media voz: «Primo, tus oraciones no son gratas a Dios. Porque está dicho: Reconcíliate primero con tu hermano y ven entonces a ofrecer tus dones. Y tú das dinero a rédito y vendes vodka. ¡Arrepiéntete!»
       En las palabras de Matvei, Yákov no veía más que el habitual pretexto de los hombres vacíos y negligentes que, si hablan de amor al prójimo o de reconciliarse con el hermano, no es más que para no orar, no ayunar y no leer las Sagradas Escrituras, y que si hablan con desprecio del lucro y los réditos, es porque no les gusta trabajar. Porque ser pobre y no ahorrar nada es mucho más fácil que ser rico.
       A pesar de todo, se sentía inquieto y ya no podía rezar como antes. Apenas entraba en el oratorio y abría el libro, le embargaba el temor de que su primo llegase a molestarle. Y, en efecto, Matvei no tardaba en presentarse para gritar con voz temblorosa: «¡Date cuenta de lo que haces, primo! ¡Arrepiéntete, primo!» La hermana empezaba sus injurias y Yákov, también fuera de sí, gritaba: «¡Vete de mi casa!», a lo que Matvei replicaba: «La casa es de todos. »Yákov reanudaba la lectura y el canto, pero ya no podía recobrar la calma y, sin él mismo advertirlo, se quedaba pensativo con el libro delante. Aunque consideraba una estupidez las palabras de su primo, últimamente empezaba también a recordar que al rico le es difícil entrar en el reino de los cielos, que tres años antes había comprado a muy bajo precio un caballo robado, que todavía en vida de su difunta mujer un borracho había muerto en la misma taberna a causa del vodka…
       Por la noche dormía mal, con un sueño muy ligero, y oía que Matvei, que tampoco podía dormir, no cesaba de suspirar, echando de menos su fábrica de azulejos. Y mientras daba vueltas en la cama recordaba el caballo robado, el borracho y las palabras del Evangelio acerca del camello.
       Parecía como si volviesen las alucinaciones de otros tiempos. Y como a propio intento, a pesar de que estaban a fines de marzo, nevaba todos los días y el viento zumbaba en el bosque cual si fuese invierno; parecía como si la primavera no fuese a llegar nunca. El tiempo predisponía al tedio, a las peleas, al odio, y por la noche, cuando el viento zumbaba sobre el techo, le parecía que alguien vivía allí arriba, en el piso vacío, y las visiones empezaban poco a poco a acudir a él, la cabeza le ardía y no podía conciliar el sueño.

IV
El lunes santo, por la mañana, Matveí oyó desde su habitación que Dashutka decía a Aglaia:
       —El tío Matvei aseguró ayer que no hay que guardar el ayuno.
       Matvei recordó toda la conversación de la víspera con Dashutka y se sintió irritado.
       —¡No mientas, muchacha! -dijo con voz plañidera, como la de un enfermo—. No es posible vivir sin ayunar. El mismo Señor ayunó cuarenta días. Lo único que te dije es que las personas enfermas no deben hacerlo.
       —Haz caso de lo que te dice la gente de la fábrica; ellos te enseñarán lo que debe hacerse —dijo en tono de burla Aglaia, que estaba fregando el suelo (los días de labor solía hacer esta faena, que la ponía irritada con todos)—. Ya se sabe cómo ayunan en la fábrica. Tú pregúntale a tu tío por la víbora, cómo los dos juntos tomaban leche en los días de ayuno. Trata de instruir a los otros y él mismo ha olvidado lo de la víbora. Pregúntale a quién dejó su dinero.
       Matvei ocultaba de todos cuidadosamente, como una úlcera repugnante, que en aquel período de su vida en que viejas y mozas acudían al oratorio para saltar y correr con él, se puso en relaciones con una mujer, de la que había tenido un hijo. Al volver a casa le entregó cuanto había ahorrado en la fábrica; para los gastos del viaje tuvo que pedir prestado al dueño, y ahora no le quedaban más que unos rublos, que reservaba para té y velas. La mujer en cuestión le comunicó más tarde que el niño había muerto y preguntaba en la carta qué hacer con el dinero. La carta en cuestión la había traído de la estación un obrero; Aglaia se había hecho con ella y la había leído, y luego, cada día, se lo echaba en cara a Matvei.
       —No es broma: ¡novecientos rublos! —siguió Aglaia—. ¡Ahí es nada, dar novecientos rublos a una víbora, a una perdida de la fábrica! ¡Ojalá revientes! -Había perdido ya la compostura y gritaba con voz chillona- -¿Te callas? ¡Te haría pedazos, inútil! ¡Dar novecientos rublos como si fueran un kópek! Se los podías haber dejado a Dashutka, que es cosa tuya, y no a una extraña; o podías haberlos mandado a Bélev, para los infelices huérfanos de María. ¡Por qué no reventó tu víbora, sea mil veces maldita la condenada! ¡Ojalá no tenga un día bueno en su vida!
       Yákov Ivánich la llamó: era el momento de rezar las horas. Ella se lavó, se puso el pañuelo blanco y acudió al oratorio a reunirse con su amado hermano, ya llena de recogimiento. Cuando hablaba con Matvei o servía en la posada el té a los hombres, era una vieja flaca, siempre alerta y malhumorada, pero en el oratorio su cara adquiría una expresión pura y devota, parecía rejuvenecer, se sentaba reposadamente y hasta juntaba los labios en un gesto humilde.
       Yákov Ivánich empezó a leer el libro de horas con la voz tranquila y melancólica que siempre reservaba para la Cuaresma. Al poco rato se detuvo para prestar atención al silencio reinante en toda la casa. Reanudó la lectura con un sentimiento de satisfacción. Tenía las manos juntas en actitud devota, con los ojos muy abiertos, meneaba la cabeza y lanzaba un suspiro tras otro. Pero en esto se oyeron unas voces. El gendarme y Serguei Nikanórich habían llegado a visitar a Matvei. Yákov Ivánich no se atrevía a leer o cantar cuando en casa había gente extraña, y ahora, al oír las voces, prosiguió la lectura en un susurro y lentamente. En el oratorio se oyó decir al cantinero:
       —El tártaro de Schepovo traspasa su negocio por mil quinientos rublos. Puedo darle quinientos al contado y firmarle un pagaré por el resto. Verá, Matvei Vasílich; hágame el favor de prestarme esos quinientos rublos. Le daré el dos por ciento mensual.
       —¿De dónde voy a sacar el dinero? —se asombró Matvei—. ¿De dónde voy a sacarlo?
       —El dos por ciento mensual es para usted algo caído del cielo —explicó el gendarme—. Y, si guarda su dinero en casa, se lo comerá la polilla sin provecho alguno.
       Los visitantes se fueron y volvió el silencio. Pero apenas Yákov Ivánich había reanudado la lectura en voz alta y el canto, al otro lado de la puerta resonó una voz:
       —Primo, necesito un caballo para ir a Vedeniápino.
       Era Matvei. Yákov volvió a sentirse inquieto.
       —¿Con cuál vas a ir? —preguntó el después de Pensarlo—. El bayo se lo ha llevado un criado con un cerdo, y el potro lo necesitaré yo para ir a Shutéikino en cuanto termine.
       —Primo, ¿por qué tú puedes disponer de los caballos y yo no? —preguntó Matvei, irritado.
       —Porque yo voy a un asunto del negocio, y no a darme un paseo.
       —Los bienes son de los dos; quiere decirse que los caballos también lo son. Deberías comprenderlo, hermano.
       Sobrevino un silencio. Yákov, sin reanudar sus oraciones, esperaba a que Matvei se alejase.
       —Primo —insistió Matvei—, yo soy un hombre enfermo y no quiero la hacienda. Que se vaya con Dios, dispón tú de ella. Pero dame siquiera una pequeña parte para que pueda sustentarme en mi enfermedad. Dámela y me iré.
       Yákov guardó silencio. Tenía muchos deseos de deshacerse de Matvei, pero no podía darle dinero porque lo tenía todo invertido. Además, en el linaje de los Teréjov no existía un ejemplo de que los bienes se hubieran repartido. Repartirlos significaba arruinarse.
       Yákov callaba, esperando que Matvei se fuera y sin cesar de mirar a su hermana, temeroso de que ésta se mezclase en el asunto y volviesen los insultos de la mañana. Cuando, por fin, Matvei se retiró, reanudó la lectura, pero ya sin placer alguno; las genuflexiones le producían dolor de cabeza y los ojos se le nublaban; le causaba tedio su voz apagada y tristona. Cuando tal estado de depresión se producía en él de noche, lo atribuía a la falta de sueño, pero cuando le acometía de día, esto le asustaba, y entonces empezaba a figurarse que los demonios se le habían subido a la cabeza y a los hombros.
       Terminado que hubo mal que bien las horas, descontento e irritado, se fue a Shutéikino. El otoño último unos obreros habían estado abriendo una zanja cerca de Progónnaia y habían hecho en la taberna un gasto de dieciocho rublos; ahora necesitaba encontrar en Shutéikino al contratista para cobrar este dinero. El deshielo y la nevasca habían estropeado el camino, que estaba oscuro y lleno de baches; en algunos sitios parecía a punto de hundirse. A los lados, la nieve estaba por debajo del nivel del camino, así que tenía que ir como por la parte alta de un estrecho terraplén, y resultaba muy difícil hacerse a un lado cuando alguien venía en dirección contraria. El cielo estaba ceñudo desde por la mañana y soplaba un viento húmedo… Un largo convoy vino a su encuentro: eran unas mujeres que llevaban ladrillos. Yákov tuvo que apartarse del camino, su caballo se hundió en la nieve hasta el vientre, el trineo se inclinó hacia la derecha y él, para no caer, tuvo que hacerlo hacia la izquierda, y así permaneció mientras el convoy desafilaba lentamente. Entre los silbidos del viento, oyó los chirridos de los trineos y el resoplar de los escuálidos caballos. Las mujeres se decían: «Es el Beato», y una de ellas, mirando con lástima su caballo, dijo con voz rápida:
       —Parece que va a haber nieve hasta San Jorge. ¡Qué tormento!
       Yákov se sentía incómodo, hecho un ovillo y con los ojos medio cerrados a causa del viento. Ante él pasaban ya los caballos, ya los rojos ladrillos. Y, acaso porque permanecía en una Posición incómoda y le dolía el costado, se sintió irritado, le pareció que su asunto no era tan importante y pensó que podía haber mandado a Shutéikino a un criado cualquier otro día. De nuevo, como en la noche de insomnio anterior, recordó lo del camello y a continuación empezó a pensar en lo del mujik que le había vendido un caballo robado, en lo del borracho, en las mujeres que le traían los samovares en prenda. Cierto, cualquier mercader trata de sacar la ganancia máxima, pero Yákov sintió una sensación de agobio al pensar que había querido ir más allá de lo generalmente admitido, y le molestó pensar que aquel día todavía tenía que leer las vísperas. El viento le soplaba a la cara y producía un zumbido en el cuello del abrigo, como si le susurrase estas mismas ideas, que traía del ancho campo blanco… Al mirar este campo, familiar desde su niñez, Yákov recordó que esa misma inquietud y esas mismas ideas le habían asaltado en sus años jóvenes, cuando tenía visiones y su fe vacilaba.
       Sintió miedo de quedarse solo en el campo. Dio la vuelta y siguió lentamente el convoy, mientras las mujeres reían y comentaban:
       —El Beato vuelve.
       En casa, con ocasión de la Cuaresma, no habían guisado ni encendido el samovar, por lo que el día pareció larguísimo. Yákov Ivánich hacía ya mucho rato que había desenganchado el caballo, había mandado harina a la estación y en dos ocasiones se había puesto a leer el Salterio, pero todavía quedaba mucho tiempo por delante. Aglaia había fregado todos los suelos y, sin nada que hacer, se dedicó a ordenar su baúl, cuya tapa estaba toda ella adornada por dentro con etiquetas de botellas. Matvei, hambriento y triste, leía o se acercaba a la estufa holandesa para contemplar los azulejos, que le recordaban la fábrica. Dashutka dormía; luego, al despertarse, se fue a dar de beber a los animales. Cuando sacaba agua del pozo, se rompió la cuerda y el cubo cayó al agua. Un criado empezó a buscar un bichero para sacarlo. Dashutka, descalza y con los pies rojos como las patas de un ganso, le siguió por la sucia nieve, sin cesar de repetir que el pozo era más hondo de lo que podía alcanzar el bichero; pero el criado no parecía entenderla y, cansado al parecer, se volvió llenándola de improperios. Yákov Ivánich, que en este momento salía al patio, oyó que Dashutka le contestaba con una granizada de soeces insultos que sólo había podido oír a los borrachos en la taberna.
       —¿Qué dices, desvergonzada? —gritó, horrorizado—. ¿Qué palabras son ésas?
       Ella miró a su padre perpleja, con cara de estúpida, sin comprender por qué no se podían decir semejantes palabras. Yákov Ivánich quiso darle una lección, pero la chica le pareció tan salvaje e ignorante, que por primera vez se dio cuenta de que no tenía fe alguna. Y toda aquella vida en el bosque, entre la nieve, entre borrachos y blasfemias, le pareció tan ignorante y salvaje como la misma moza. Así que, en vez de reprenderla, hizo un gesto de desaliento y se metió en su habitación.
       El gendarme y Serguei Nikanórich habían vuelto para hablar con Matvei. Yákov Ivánich recordó que tampoco estas gentes tenían fe alguna y que esto no les preocupaba en absoluto, y la vida le pareció extraña, insensata y oscura corno la de un perro. Sin preocuparse de ponerse el gorro, dio una vuelta por el patio; luego salió al camino y echó a andar con los puños apretados. Empezó a nevar, el viento removía su barba y él no cesaba de sacudir la cabeza, sintiendo que algo le oprimía el cráneo y los hombros como si los diablos se le hubiesen subido encima. Se le figuró que no era él quien caminaba, sino una fiera, una fiera enorme y terrible, y que si lanzaba un grito, su voz se extendería como un rugido por todo el campo y el bosque, asustando a todos.

V
Al volver a casa, el gendarme se había marchado. El cantinero, sentado en el cuarto de Matvei, estaba haciendo unas cuentas. Acudía casi a diario; antes iba a visitar a Yákov Ivánich, pero últimamente era Matvei quien le atraía. Hacía sus cuentas con ayuda del ábaco, sudoroso y reconcentrado, o pedía dinero, o bien, acariciándose las patillas, refería cómo, en cierta ocasión, estando en una estación de primera categoría, había preparado un ponche para unos oficiales y cómo en las comidas de gala servía él mismo la sopa de esturión. Lo único que le interesaba eran las cantinas, y sólo sabía hablar de distintos platos, de servicios y de vinos. Cierta vez, al ofrecer un vaso de té a una joven señora que estaba dando el pecho a su hijo, le dijo, con el deseo de complacerla:
       —El pecho de la madre es la cantina del niño.
       Mientras hacía sus cuentas en la habitación de Matvei, le pedía dinero, afirmaba que en Progónnaia le era imposible la vida y repitió varias veces en un tono que parecía que iba a romper a llorar:
       —¿Adónde puedo ir? ¿Adónde puedo ir, dígame?
       Luego Matvei entró en la cocina y se puso a pelar unas patatas cocidas que, probablemente, tenía guardadas desde la víspera. Todo estaba silencioso y Yákov Ivánich creyó que el cantinero se había ido. Ya tenía que haber empezado a rezar las vísperas. Llamó a Aglaia y, pensando que en la casa no había nadie, empezó a cantar en voz alta, sin reparo alguno. Cantaba y recitaba las oraciones, pero mentalmente pronunciaba otras palabras: «¡Perdóname, Señor! ¡Sálvame, Señor!», y, con una invocación tras otra, no cesaba de hacer grandes genuflexiones, como si quisiera fatigarse. No cesaba de sacudir la cabeza, tanto, que Aglaia le miraba asombrada. Yákov temía que entrase Matvei, estaba seguro de que éste lo haría y sentía contra él un rencor que no podían vencer ni los rezos ni las genuflexiones.
       Matvei abrió suavemente la puerta y entró en el oratorio.
       —¡Qué pecado, qué pecado! —dijo en tono de reproche, y dejó escapar un suspiro—. ¡Arrepiéntete! ¡Date cuenta de lo que haces, primo!
       Yákov Ivánich, con los puños apretados y sin mirarle, para no darle un golpe, salió rápidamente del oratorio. Lo mismo que antes en el camino, sintiéndose una fiera enorme y terrible, cruzó el zaguán para entrar en el cuarto gris, sucio y lleno de humo, en el que los mujiks solían tomar el té. Allí, durante largo rato, caminó de un rincón a otro pisando tan fuerte, que la vajilla tambaleaba en los aparadores y las mesas se tambaleaban. Tenía ya la clara noción de que su fe no le satisfacía y no podía orar como antes. Debía arrepentirse, entrar en razón, vivir y orar de otro modo. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Y si todo esto era obra del demonio y no hacía falta cambiar nada? … ¿Qué camino seguir? ¿Qué hacer? ¿Quién podría aconsejarle? ¡Qué sensación de impotencia! Se detuvo y, con la cabeza entre las manos, trató de pensar, pero el hecho de que Matvei se encontrase allí cerca le impedía recapacitar tranquilo. Se dirigió rápidamente a las habitaciones.
       Matvei permanecía sentado en la cocina ante una escudilla con patatas que estaba comiendo. Junto a la estufa, una frente a otra, Aglaia y Dashutka devanaban una madeja. Entre la estufa y la mesa ante la que Matvei se encontraba, habían puesto una tabla de planchar sobre la que había una plancha fría.
       —Prima —suplicó Matvei—, dame un poco de mantequilla.
       —¿Quién come mantequilla en un día como hoy? —preguntó Aglaia.
       —Yo, prima; no soy fraile, sino un simple feligrés. Y, considerando mi débil salud, no sólo me está permitida la mantequilla, sino también la leche.
       —Sí, en la fábrica se permite todo.
       Aglaia tomó del estante una botella de aceite y la colocó ante Matvei, dando un golpe en la mesa y sonriendo rencorosa, al parecer satisfecha de que fuese tan gran pecador.
       —¡Pues ya te digo que no puedes probar comidas grasas! —gritó Yákov.
       Aglaia y Dashutka se estremecieron. Matvei, haciéndose el sordo, se echó aceite en la escudilla y siguió comiendo.
       —¡Te digo que no puedes probar comidas grasas! —repitió Yákov en voz más alta todavía, congestionado, y de pronto agarró la escudilla, la levantó sobre su cabeza y la arrojó violentamente contra el suelo—. ¡Ni una palabra! —vociferó frenético, aunque Matvei no había abierto la boca— ¡No digas ni una sola palabra! —repitió, descargando un puñetazo sobre la mesa.
       Matvei se levantó pálido.
       —Primo —dijo, sin cesar de masticar—, primo, date cuenta de lo que haces.
       —¡Fuera de mi casa ahora mismo! —gritó Yákov; le repugnaban la cara arrugada de Matvei, su voz, las migajas que se le habían quedado en el bigote, el simple hecho de verle masticar—. ¡Fuera de aquí!
       —¡Cálmate, hermano! ¡Te has dejado dominar por la soberbia de Satanás!
       —¡Cállate! —Yákov dio una patada en el suelo— ¡Vete de aquí, demonio!
       —Si quieres saberlo – prosiguió Matvei en voz alta, pues también empezaba a enfadarse—, eres un apóstata y un hereje. Los diablos malditos te impiden ver la verdadera luz; tus oraciones no son gratas a Dios. ¡Arrepiéntete antes de que sea tarde! ¡El que muere en pecado no tiene salvación! ¡Arrepiéntete, primo!
       Yákov lo agarró de los hombros y lo arrastró fuera de la mesa. Matvei, más pálido todavía, temeroso y desconcertado, balbuceó: «¿Qué haces? ¿Qué es esto?», y resistiendo, esforzándose en desasirse de Yákov, sin darse cuenta, le agarró de la camisa y le desgarró el cuello. Aglaia, creyendo que quería matar a Yákov, lanzó un grito, cogió la botella del aceite y la descargó con todas sus fuerzas sobre la sien de su odiado primo. Matvei se tambaleó y su rostro adquirió al instante una expresión de tranquilidad e indiferencia. Yákov, jadeante y excitado, satisfecho de que la botella hubiese producido, al tocar con la cabeza, una especie de graznido, como si fuese un ser vivo, lo sujetó para evitar que cayera, y varias veces (esto había de recordarlo muy bien) señaló a Aglaia la plancha con el dedo. Y sólo cuando la sangre corrió por sus manos y se oyó el sonoro llanto de Dashutka, cuando la tabla de planchar cayó con estrépito y sobre ella se derrumbó pesadamente Matvei, Yákov sintió que su ira se desvanecía y comprendió lo que acababa de suceder.
       —¡Que reviente el garañón! —exclamó Aglaia con repugnancia, sin soltar la plancha. El pañuelo blanco, salpicado de sangre, se le había deslizado hasta los hombros y sus grises cabellos estaban revueltos— ¡Es lo que se merecía!
       Era un cuadro terrible. Dashutka, sentada en el suelo junto a la estufa y con la madeja entre las manos, sollozaba y no cesaba de hacer inclinaciones, repitiendo a cada una de ellas: « ¡Ay, ay! » Pero nada producía a Yákov tanto horror como las patatas cocidas manchadas de sangre y que temía pisar. Había también algo espantoso, que le oprimía como una pesadilla y representaba un peligro mayor, aunque en un principio no podía comprender de qué se trataba: era el cantinero Serguei Nikanórich, que estaba en el umbral muy pálido y contemplando horrorizado lo que había sucedido en la cocina. Sólo cuando volvió la espalda y salió rápidamente al zaguán, y de allí al patio, comprendió Yákov de quién se trataba y siguió tras él.
       Mientras se limpiaba las manos con nieve, sin detenerse, pensaba. Se acordó de que el criado había pedido permiso para pasar la noche en su casa, en la aldea, y se había ido hacía un buen rato; la víspera habían matado un cerdo y grandes manchas rojizas cubrían la nieve, el trinco y hasta un lado del brocal de troncos, así que no podía despertar sospechas el que toda la familia de Yákov estuviese manchada de sangre. Era espantoso ocultar la muerte, pero aún le resultaba más espantosa la perspectiva de que de la estación acudirla el gendarme, quien silbaría y sonreiría burlonamente; acudirían otros y maniatarían a Aglaia y a él, llevándolos en son de triunfo a la cabeza del distrito, y de allí a la ciudad, y por el camino todos los señalarían con el dedo y dirían jovialmente : «¡Ahí llevan a los Beatos!» Hacía falta dejar correr el tiempo de cualquier modo, no sufrir esta vergüenza ahora, sino más tarde.
       —Le puedo prestar mil rublos… —dijo al alcanzar a Serguei Nikanórich—. Si usted lo dice, no ganará nada… y ya no es posible volverlo a la vida.
       Apenas podía seguir al cantinero, que no volvía la cabeza y apretaba cada vez más el paso. Prosiguió:
       —Puedo darle mil quinientos…
       Se detuvo jadeante y Serguei Nikanórich siguió sin aflojar el paso, probablemente con el temor de que también le asesinaran a él. Sólo después de cruzar el paso a nivel y haber recorrido la mitad del camino de la estación, volvió por un momento la cabeza y aflojó el paso. En la estación y a lo largo de la vía brillaban ya las luces rojas y verdes. El viento se había calmado, aunque seguía nevando y el camino había quedado blanco de nuevo. Pero, ya casi en la estación, Serguei Nikanórich se detuvo, se quedó pensando unos instantes y volvió atrás con paso decidido.
       -Deme los mil quinientos, Yákov Ivánich – dijo a media voz y temblando-. De acuerdo.

VI
Yákov Ivánich guardaba parte de su dinero en el Banco de la ciudad y el resto lo tenía invertido en hipotecas; en casa sólo guardaba lo indispensable para los pagos diarios. Al entrar en la cocina buscó a tientas la caja metálica de las cerillas y, mientras ardía con luz azulenca el azufre, pudo echar un vistazo a Matvei, que seguía tendido junto a la mesa, en el mismo lugar de antes, pero ya cubierto con una sábana de la que únicamente asomaban las botas. Cantaba el grillo. Aglaia y Dashutka no estaban en las habitaciones: ambas se encontraban tras el mostrador, devanando su madeja en silencio. Yákov Ivánich, alumbrándose con una palmatoria, pasó a su cuarto y sacó de debajo de la cama una arqueta en la que guardaba el dinero. Esta vez había cuatrocientos veintiún rublos en billetes pequeños y treinta y cinco en monedas de plata; los billetes emanaban un olor intenso y desagradable. Metiéndolo todo en el gorro, Yákov Ivánich salió al patio y luego a la carretera. Miró a su alrededor, pero el cantinero no estaba.
       —¡Eh! —gritó.
       En el mismo paso a nivel se destacó de la barrera una silueta oscura que se le acercó con paso indeciso.
       —¿Qué hace usted de un sitio para otro? —dijo Yákov, irritado, al reconocer al cantinero— Aquí tiene: falta algo para los quinientos… No tenía más en casa.
       —Está bien… Le quedo muy agradecido —balbuceó Serguei Nikanórich, cogiendo ávidamente el dinero y guardándoselo en los bolsillos.
       No cesaba de temblar, lo que se advertía a pesar de la oscuridad reinante.
       —Usted, Yákov Ivánich, puede quedar tranquilo… ¿Para qué voy a hablar? Estuve allí, pero me había ido. No sé nada de nada… —y añadió con un suspiro: —¡Maldita vida!
       Permanecieron unos instantes en silencio, sin mirarse.
       —Hay que ver lo que ha ocurrido por nada… — dijo el cantinero, temblando— Estaba yo allí tan tranquilamente, haciendo mis cuentas, cuando se armó un alboroto… Me acerqué a la puerta y usted, por un poco de aceite… ¿Dónde está ahora?
       —Sigue en la cocina.
       —Deberían llevarlo a cualquier sitio… ¿Para qué esperar?
       Yákov le acompañó en silencio hasta la estación, luego volvió a casa y enganchó el caballo para llevar a Matvei a Limárovo. Había pensado llevar el cadáver al bosque y dejarlo allí, en el camino. Después diría a todos que Matvei había ido a Vedeniápino y que no había vuelto; así pensarían que lo habían matado unos transeúntes. Sabía que con esto no engañaría a nadie, pero moverse, hacer algo, estar ocupado, no era tan doloroso como permanecer quieto y esperar. Llamó a Dashutka y entre los dos sacaron el cadáver de Matvei. Aglaia se quedó para fregar la cocina.
       Cuando Yákov y Dashutka volvían, la barrera del paso a nivel estaba echada. Pasaba un largo tren de mercancías, arrastrado por dos locomotoras que respiraban pesadamente y arrojaban haces de chispas rojas. Al llegar al paso a nivel, entrando en la estación, la máquina de cabeza dejó escapar un penetrante silbido.
       —Silba… —articuló Dashutka.
       El tren acabó de pasar y el guardabarrera, sin prisas, dejó el paso libre.
       —¿Eres tú, Yákov Ivánich? —preguntó—. No te había conocido, señal de que voy a hacerme rico.
       Luego, cuando llegaron a casa, había que dormir. Aglaia y Dashutka se acostaron juntas, en un colchón que habían tendido en el suelo de la tienda. Yákov se acomodó en el mostrador. No rezaron ni encendieron la lamparilla. Ninguno de los tres pudo concilias el sueño hasta la madrugada, pero no pronunciaron ni una sola palabra. Les pareció que arriba, en el piso vacío, había alguien que no cesaba de ir y venir.
       A los dos días llegaron de la ciudad el comisario de policía del distrito y el juez de instrucción, quienes empezaron por practicar un registro en la habitación de Matvei y, después, en toda la casa. Interrogaron en primer término a Yákov, quien manifestó que Matvei había ido el lunes, a la caída de la tarde, a Vedeniápino con el propósito de ayunar y que en el camino debían de haberle asesinado los aserradores que trabajaban en la línea. Cuando el juez de instrucción le preguntó por qué Matvei había aparecido en el camino y su gorro estaba en casa, cuando no podía concebirse que hubiese ido a Vedeniápino descubierto, y por qué en la nieve del camino, junto al cadáver, no habían encontrado ni una sola gota de sangre, siendo así que tenía la cabeza destrozada y la cara y el pecho estaban negros de sangre, Yákov se turbó y contestó confuso:
       —No sé qué decirle.
       Sucedió precisamente lo que tanto temía Yákov: llegó el gendarme, un policía rural se puso a fumar en el oratorio y Aglaia se abalanzó sobre él, cubriéndole de insultos que hizo extensivos al comisario. Y cuando luego sacaron a Yákov y a Aglaia, en el portón se agolpaban los mujiks comentando: «¡Se llevan a los Beatos! », y parecía que todos estaban contentos.
       El gendarme declaró abiertamente que Yákov y Aglaia habían matado a Matvei para no repartir los bienes, que este último tenía también su dinero; si no aparecía, era porque Yákov y Aglaia se habían apropiado de él. También interrogaron a Dashutka. Esta dijo que el tío Matvei y la tía Aglaia disputaban a diario y llegaban casi a las manos a causa del dinero; el tío era rico, porque hasta había llegado al punto de regalar novecientos rublos a su querida.
       Dashutka quedó sola en la taberna. Nadie acudía a tomar té o vodka y ella se dedicaba a hacer la limpieza de las habitaciones, o bien se pasaba el tiempo comiendo miel y rosquillas. Pero a los pocos días interrogaron al guardabarreras y éste dijo que el lunes, ya tarde, había visto a Yákov y Dashutka que venían de Limárovo.
       Dashutka fue también detenida y la condujeron a la cárcel de la ciudad. No tardó en saberse por Aglaia que Serguei Nikanórich había presenciado el hecho; registraron su casa y encontraron dinero en un lugar muy poco apropiado, dentro de una bota de fieltro escondida debajo del horno. Y todo eran billetes pequeños; de un rublo, había trescientos. El aseguraba que lo había reunido en su cantina y que hacía más de un año que no había estado en la taberna. Pero los testigos declararon que era pobre y que últimamente andaba muy falto de recursos. Además, iba a la taberna todos los días tratando de obtener un préstamo de Matvei; el gendarme dijo que el día de autos había acompañado dos veces al cantinero a la taberna para ayudarle a conseguir el préstamo. Recordaron también que el lunes por la tarde Serguei Nikanórich no estaba presente a la llegada del mixto, sino que se había ausentado. También fue detenido y conducido a la ciudad.
       Once meses después se celebraba el juicio.
       Yákov Ivánich había envejecido mucho, estaba flaco y hablaba con voz apagada, como un enfermo. Se sentía débil y miserable, por debajo de todos, y parecía como si los remordimientos y las visiones, que no le habían abandonado en la cárcel, hubiesen hecho envejecer y adelgazar su alma lo mismo que su cuerpo. Cuando salió a cuento lo de que no iba a la iglesia, el presidente le preguntó:
       —¿Es usted cismático?
       —No lo sé —contestó él.
       No tenía ya fe en nada, nada sabía ni comprendía. Sus creencias de tintes le parecían ahora repulsivas, insensatas, turbias. Aglaia no se conformaba con su suerte y seguía maldiciendo al difunto Matvei, a quien hacía culpable de todas las desdichas. A Serguei Nikanórich, que antes lucía patillas, le había crecido la barba; en la sala de la audiencia sudaba y enrojecía, avergonzándose al parecer de su bata gris de recluso y de que le hubieran hecho sentar en el mismo banquillo de una gente ordinaria. Se justificaba torpemente y, en sus deseos de demostrar que durante el último año no había estado en la taberna, entraba en discusión con cada testigo y hacía reír al público. Dashutka había engordado durante su estancia en la cárcel; no comprendía las preguntas que se le hacían y se limitaba a decir que se había asustado mucho cuando mataron al tío Matvei, pero después se le pasó todo.
       Los cuatro fueron declarados culpables de asesinato con fines de lucro. Yákov Ivánich fue condenado a veinte años de trabajos forzados; Aglaia, a trece años y seis meses; Serguei Nikanórich, a diez años, y Dashutka, a seis.

VII
A la caída de la tarde un barco extranjero ancló en la bahía de Due, en la isla de Sajalín, para carbonear. Pidieron al capitán que aguardase hasta la mañana siguiente, pero él no quiso esperar ni una hora, diciendo que, si por la noche se estropeaba el tiempo, corría el riesgo de marcharse sin carbón. En el estrecho de Tartaria el tiempo puede cambiar bruscamente en cosa de media hora, y entonces las costas de Sajalín resultan peligrosas. Y ya refrescaba y el oleaje era bastante fuerte.
       Del penal de Voievodskaia, el más miserable y riguroso de todos los presidios de Sajalín, llevaron a las minas un grupo de presos. Había que cargar el carbón en las barcazas; éstas eran después remolcadas por una lancha de vapor hasta el barco, que se encontraba a más de media versta de la orilla, y allí debía empezar el traslado de la carga: un trabajo torturador cuando la barcaza chocaba con el barco y la gente apenas podía mantenerse en pie a causa del mareo. Los presidiarios, a quienes habían hecho levantar de sus camastros, caminaban soñolientos por la orilla, tropezando en la oscuridad y haciendo sonar sus grilletes. A la izquierda apenas se veía el acantilado de la orilla, extraordinariamente sombrío, y a la derecha, entre una completa oscuridad, gemía el mar, emitiendo un prolongado y monótono «a… a… a… a…» Sólo cuando el guardián encendía la pipa, alumbrando unos instantes al soldado de la escolta, con su fusil, y a los dos o tres presidiarios más próximos, de groseras facciones, o cuando se acercaba con el farol al agua, se podían distinguir las blancas crestas de las primeras olas.
       Entre los presidiarios se encontraba Yákov lvánich, a quien en el penal habían dado el apodo de «Escoba», a causa de su larga barba. Nadie le llamaba ya por su nombre y patronímico, sino utilizando el diminutivo despectivo de Yashka. Estaba mal considerado, pues a los tres meses de su llegada al penal, movido por una irresistible nostalgia, sin cesar de pensar en su patria chica, cedió a la tentación y se escapó, pero lo capturaron en seguida, fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad y le dieron cuarenta azotes. Los azotes se repitieron otras dos veces, al ser acusado de haber vendido su traje de presidiario, aunque en las dos ocasiones se lo habían robado. Su nostalgia empezó en el momento mismo en que, cuando el tren de los presidiarios lo llevaba a Odesa, se detuvo de noche en Progónnaia. Yákov, con la cara pegada a la ventanilla, trató de ver su casa, sin que su propósito pudiese verse cumplido a causa de la oscuridad.
       No había nadie con quien hablar de su tierra. Su hermana Aglaia había sido conducida a presidio a través de Siberia y no sabía dónde se encontraba. Dashutka estaba en Sajalín, pero la habían entregado como concubina a un colono de un lugar muy alejado. No sabía nada de ella, aunque en una ocasión otro colono, que había ido a parar al penal de Voievódskaia, contó a Yákov que Dashutka tenía ya tres hijos. Serguei Nikanórich prestaba los oficios de criado de un funcionario cerca de allí, en Due, pero no era nada fácil que pudieran verse, pues el antiguo cantinero se avergonzaba de sus conocidos entre los presidiarios de baja extracción.
       El grupo llegó a la mina y se situó junto al embarcadero. Se decía que no se podría efectuar la carga porque el tiempo seguía estropeándose y el barco parecía dispuesto a zarpar. Se vetan tres luces. Una de ellas se movía: era la lancha de vapor, que se había acercado al barco y ahora, al parecer, volvía para comunicar si habría trabajo o no. Tiritando por el frío del otoño y la humedad del mar, envolviéndose en su corta y andrajosa pelliza, Yákov Ivánich miraba fijamente, sin pestañear, hacia el lado donde estaba su pueblo. Desde que convivía en un mismo presidio con gentes llegadas de distintos confines – rusos, ucranianos, tártaros, georgianos, chinos, fineses, gitanos, judíos- y desde que había empezado a prestar atención a sus conversaciones y había visto sus padecimientos, de nuevo empezó a elevar sus plegarias a Dios, y le pareció que, por fin, había encontrado la verdadera fe, aquella que tanto ansiaba y tanto había buscado, sin encontrarla, todo su linaje, a partir de la abuela Avdotia. Ya lo sabía todo y comprendía dónde está Dios y cómo había que servirle. Lo que no comprendía era por qué la suerte de la gente es tan distinta, por qué esta fe sencilla, que Dios concedía a unos graciosamente junto con la vida, le había costado a él tan cara, al precio de tantos horrores y penalidades que, a juzgar por todo, se prolongarían hasta su misma muerte. Esto le hacía temblar los brazos y las piernas como si estuviera borracho. Miraba fijamente las tinieblas y le parecía ver, a través de miles de verstas de oscuridad, su tierra natal, su provincia, su distrito, Progónnaia. Le parecía ver la ignorancia, el salvajismo, la insensibilidad y la torpe y bestial indiferencia de la gente que él había dejado allí. Las lágrimas le nublaban los ojos, pero él seguía mirando hacia la lejanía, donde apenas se distinguían las pálidas luces del barco, y el corazón se le oprimía dominado por la nostalgia. Deseaba vivir, volver a casa, hablar allí de su nueva fe, salvar de la perdición siquiera fuese a una persona y vivir sin sufrimientos siquiera fuese un día.
       La lancha llegó y el guardián anunció en voz alta que no habría carga.
      —¡Atrás! —mandó— ¡Firmes!
       Se pudo oír el ruido que se producía en el barco al levar anclas. Soplaba ya un viento fuerte y áspero. Arriba, en la abrupta orilla, crujían los árboles. Parecía empezar la tempestad.

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La camisa mágica

Un cuento popular ruso, que traduje de la edición inglesa (1945) de la antología Cuentos rusos de hadas de Aleksandr Afanas’ev. Traducir una traducción (en este caso, la versión en inglés era de Norbert Guterman) siempre es arriesgado; espero no haber dado al traste con la belleza de la historia.
(Ah, y
kasha es un plato ruso: un pudín hecho a base de leche, trigo, avena y sémola, que se come –o se comía– en el desayuno.)

LA CAMISA MÁGICA
cuento popular ruso

Mientras estaba de servicio con su regimiento, un bravo soldado recibió cien rublos que le enviaba su familia. El sargento se enteró y le pidió el dinero prestado. Pero cuando llegó la hora de pagar, en vez de rublos, el sargento dio al soldado cien golpes en la espalda con un palo y le dijo: “Yo nunca vi tu dinero. ¡Estás inventando!” El soldado se enfureció y salió corriendo a un espeso bosque; iba tenderse bajo un árbol a descansar cuando vio a un dragón de seis cabezas que volaba hacia él. El dragón se detuvo junto al soldado, le preguntó sobre su vida y le dijo: “No te quedes a vagar en estos bosques. Mejor ven conmigo y sé mi empleado por tres años.” “Con mucho gusto”, dijo el soldado. “Sube entonces, que yo te llevaré”, dijo el dragón, y el soldado comenzó a ponerle encima todas sus pertenencias. “Oye, veterano, ¿te vas a traer toda esta basura?” “¿Cómo te atreves, dragón? A los soldados nos dan de latigazos si perdemos aunque sea un botón, ¡y tú quieres que yo tire todas mis cosas!”
El dragón llevó al soldado a su palacio y le ordenó: “¡Siéntate junto a la olla por tres años, mantén el fuego encendido y prepara mi kasha!” El propio dragón se fue de viaje por el mundo durante ese tiempo, pero el trabajo del soldado no era difícil: ponía madera bajo la olla, y se sentaba a un lado tomando vodka y comiendo bocadillos (y el vodka del dragón no era como el de nosotros, todo aguado, sino muy fuerte). Luego de tres años el dragón regresó volando. “Muy bien, veterano, ¿ya está listo el kasha?” “Debe estar, porque en estos tres años mi fuego no se apagó nunca.” El dragón se comió la olla entera de kasha en una sola sentada, alabó al soldado por su fiel servicio y le ofreció empleo por otros tres años.
Pasaron los tres años, el dragón se comió otra vez su kasha y dejó al soldado en su casa por tres años más. Durante los dos primeros el soldado cocinó el kasha, y hacia el fin del tercero pensó: “Aquí estoy, a punto de cumplir nueve años de vivir con el dragón, todo el tiempo cocinándole su kasha, y ni siquiera sé qué tal sabe. Lo voy a probar.” Levantó la tapa y se encontró a su sargento, sentado dentro de la olla. “Huy, amigo”, pensó el soldado, “ahora te voy dar una buena; te haré pagar los golpes que me diste.” Y llevó toda la madera que pudo conseguir, y la puso bajo la olla, e hizo un fuego tal que no sólo cocinó la carne del sargento sino hasta los huesos, que quedaron hechos pulpa. Regresó el dragón, comió el kasha y alabó al soldado: “Bueno, veterano, el kasha estaba bueno antes, pero esta vez estuvo aún mejor. Escoge lo que quieras como tu recompensa.” El soldado miró a su alrededor y eligió un fuerte corcel y una camisa de tela gruesa. La camisa no era ordinaria, sino mágica: quien la usaba se convertía en un poderoso campeón.
El soldado fue con un rey, lo ayudó en una guerra cruenta y se casó con su bella hija. Pero a la princesa le disgustaba estar casada con un simple soldado, de modo que intrigó con el príncipe de un reino vecino, y para saber de dónde venía el enorme poder del soldado, lo aduló y lo presionó. Tras descubrir lo que deseaba, esperó a que su esposo estuviese dormido para quitarle la camisa y dársela al príncipe. Éste se puso la camisa, tomó una espada, cortó al soldado en pedacitos, los puso todos en un costal de cáñamo y ordenó a los mozos de la cuadra: “tomen este costal, lo amarran a cualquier jamelgo y luego los echan al campo abierto”. Los mozos fueron a cumplir la orden, pero entretanto el fuerte corcel del soldado se transformó en jamelgo y se puso en el camino de los sirvientes. Éstos lo tomaron, le ataron el saco y lo echaron al campo abierto. El brioso caballo echó a correr más rápido que un ave, llegó al castillo del dragón, se detuvo allí, y por tres noches y tres días relinchó sin descanso.
El dragón dormía profundamente, pero al fin lo despertó el relinchar y el pisotear del corcel, y salió de su palacio. Miró el interior del saco ¡y vaya que resopló! Tomó los pedazos del soldado, los juntó y los lavó con agua de la muerte, y el cuerpo del soldado estuvo otra vez completo. Entonces lo roció con agua de la vida, y el soldado despertó. “¡Caray!”, dijo. “¡He dormido mucho tiempo!” “Hubieras dormido mucho más sin tu buen caballo!”, respondió el dragón, y enseñó al soldado la compleja ciencia de tomar diferentes formas. El soldado se transformó en una paloma, voló a donde el príncipe con quien vivía ahora su esposa infiel, y se posó en el pretil de la ventana de la cocina. La joven cocinera lo vio. “¡Ah!”, dijo, “qué bonita palomita.” Abrió la ventana y lo dejó entrar en la cocina. La paloma tocó el suelo y se convirtió en un joven hermoso. “Hazme un favor, hermosa doncella”, le dijo, “y me casaré contigo.” “¿Qué deseas que haga?” “Consigue la camisa de tela gruesa del príncipe.” “Pero él nunca se la quita, salvo cuando se baña en el mar.”
El soldado averiguó a qué horas se bañaba el príncipe, salió al camino y tomó la forma de una flor. Pronto aparecieron, con rumbo a la playa, el príncipe y la princesa, acompañados por la cocinera, que llevaba ropa limpia. El príncipe vio la flor y la admiró, pero la princesa adivinó al instante quién era: “¡Ah, debe ser ese maldito soldado!” Cortó la flor y empezó a aplastarla y arrancarle los pétalos, pero la flor se convirtió en una mosca pequeñita y sin que la vieran se escondió en el pecho de la cocinera. En cuanto el príncipe se desvistió y se metió en el agua, la mosca salió y se convirtió en un raudo halcón. El halcón tomó la camisa y se la llevó lejos, luego se convirtió en un joven hermoso y se la puso. Entonces el soldado tomó una espada, mató al amante y a la esposa traidora, y se casó con la joven y adorable cocinera.

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