Dulce pesadilla, Abnel
Mayra Santos Febres (Carolina, 1966) es una escritora puertorriqueña. Poeta, novelista y cuentista, es también profesora universitaria, antologista y tallerista literaria en la Universidad de Puerto Rico. Entre sus novelas se cuentan Sirena Selena vestida de pena (2000, finalista del Premio Rómulo Gallegos), Cualquier miércoles soy tuya (2002) y Nuestra señora de la noche (2006, finalista del Premio Primavera). Ha ganado diversos reconocimientos, incluyendo un premio dentro del Concurso de Cuentos Juan Rulfo de Radio Francia Internacional, en 1996, por el cuento «Oso Blanco», y el Premio Letras de Oro 1994 por su primer libro de cuentos, Pez de vidrio, del que proviene «Dulce pesadilla, Abnel».
Este es el tercer cuento de la entrega especial de este diciembre, para compensar la falta de textos durante otros meses de este año terrible de 2016. Y es una narración que, como se podrá ver, plantea de manera muy contundente y profunda la vida interior de un personaje, sus deseos y frustraciones y las sorpresas que tarde o temprano ocurren alrededor del deseo.
DULCE PESADILLA, ABNEL
Mayra Santos Febres
«¡Al fin, carajo! ¡Ya era hora!» pensó tan alto que segundos después juraba que el señor de al lado la había oído. Llevaba casi 45 minutos esperando la guagua. Al verla, automáticamente sacó una peseta de la cartera y se preparó para el simulacro de guerra venidero: meterse en la guagua a como diera lugar para luego pelearse hasta la muerte por el último de los asientos disponibles. Ella era una experta en eso. Años de práctica habían fortalecido sus codos y rodillas, agilizado su torso y cintura. Conocía todas las contorsiones eficaces para llegar al asiento. Dos veces al día las había practicado. Así había llegado a la perfección.
Como de costumbre, resultó la feliz poseedora de un descascarado asiento al lado de la ventanilla trasera de la guagua. Se había librado del chinazo abrumador, del toqueteo y el roce en cada parada, Jesús, María y José, y de las axilas en déficit de desodorante de aquellos que, como ella, practicaban el ritual guagüero todas las tardes a las 5:00. Se acomodó bien en su parcelita de plástico y colocó su cartera en la falda, aguantándola con ambas manos, por si acaso. La rutina la llevó a un breve examen de sus compañeros de travesía: parejita de estudiantes tocándose los muslos de soslayo, muchachita como de veinte años con dos nenes chiquitos, don que pregunta por la calle Vinyater en alguna urbanización con nombre de leyenda española. «Jesús, María y José», pensó aturdida.
Calculó el tiempo. Ya estaba retrasada por la espera, pero si la guagua se comía la luz, si doblaba por la Loíza vertiginosamente y si el conductor no hacía todas las paradas, ella llegaría a tiempo, correría escaleras arriba, abriría la puerta y abandonaría su cuerpo al éxtasis de verlo. Él, hasta el delirio, su pelo negrísimo, su paso nervioso, verlo salir mojado y en toalla de baño. Abnel Nieves, su caja de correo lo dice, lo dice la placa del intercom, la curvatura de su espalda lo dice, el aire que raja de perfil y las gotitas de agua, resbalando por la entrepierna. Abnel Nieves. «¡Avanza conductor!»
Una curva la sacó de la alta abstracción que la calentaba. Se asustó del delicado sudor que perlaba su pecho. Paseó su vista por las paredes intestinales de la guagua: Cristo te ama, Cógele el culo al prójimo, Libertad para los presos políticos, Carmen y Caco forever. Carmen y Caco, Romeo y Julieta, ella y Abnel forever: para siempre. Y pensó en cómo todos los días de la semana a las 6:15 en punto ella se acercaba a la ventana de su apartamento de solterona y detrás de la cortina liviana se ponía a mirar hacia el edificio de enfrente para verlo salir del baño, húmedo, buscar sus pantalones y camisas en el closet, vestirse lentamente y salir a quiensabequé. A veces, daba el frente a la ventana y le regalaba con su pubis enmarañada, hasta con su culebra tierna para que tuviera pesadillas aquella noche. Siempre soñaba lo mismo: ella, la bibliotecaria fea, chumba, flaca, era rescatada por Abnel en toalla, que se la llevaba de los anaqueles hasta su cuarto. Allí le besaba los pezones suavemente; le pasaba la lengua por el vientre hasta el ombligo, suave, suave. La besaba y de repente se convertía en bestia que la quería fajar a toda costa, desmadejarle la vulva a mordiscos y dejarla rota, adolorida por atreverse a soñar con su ternura, una mujer tan fea como ella, tan tonta y desabrida. Verlo desnudo, secándose el cuerpo y luego vestirse sin premura era su consuelo. No podía perderse a Abnel aquella tarde. Él la sacaba, aunque fuera de mentira, de su aburrimiento.
Las 5:50. La guagua vira vertiginosa la Loíza; todo parece ir bien. Pero de repente el vehículo se encuentra de frente con tremendo tapón. Pasan tres minutos … cuatro. La guagua no se mueve. Permanece encajada como un quiste putrefacto. «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» piensa, suspirando. Las 6:05. ¿Qué sería de ella si la guagua no llega a tiempo? ¿Cómo llenaría su tarde, su noche? ¿Con qué soñaría? Y para colmo, Abnel se enojaría con ella y cerraría la ventana para siempre. Le cortaría de cuajo sus pesadillas para dejarla más sola aún. «¡Las 6:10! ¡La vida me maltrata!». La vida la maltrata por vieja, por fea, por plana; ella lo sabe bien. La vida le quiere quitar lo último que le queda. Ella está a punto de llorar. Jesús, María y José. El conductor es el Anticristo.
Y de súbito, un milagro. A las 6:15 en punto el tránsito comienza a moverse, poco a poco al principio. Se limpia la Loíza, dándole esperanzas a la desesperada. Va a llegar, unos cuantos minutos tarde, pero llega. Quizás alcance tan sólo el celaje de las nalgas húmedas de Abnel hacia el cuarto, quizás un rabito raudo de toalla abandonada al paso, pero no importa. Dos semáforos más y estaría en la esquina de su casa. «Avanza, chófer. Cómete la luz. ¡Avanza!» La súplica en los labios, los ojos salidos de sus órbitas, esperando permiso para salir disparados hacia la ventana. «¡Avanza, chófer, otro semáforo más, la próxima parada!» Y el chófer se deja dirigir por esa mano que no ve, la de la voluntad de ella, más fuerte que el acero, más fuerte que un tapón citadino, más fuerte que el tiempo medido por alarmas y reloj. Las 6:25. La puerta de la guagua se abre en la parada. Ella se arroja de aquella inmensa lombriz rodante y corre, corre desaforada escaleras arriba. Tira los paquetes al piso; el bulto y la cartera se desparraman de alivio por todas partes. Ella se lanza, desfigurada, a su ventana. Está tarde, tarde, diez minutos tarde. Se olvida de mantenerse oculta detrás de la cortina. Casi la arranca de un manoplazo. Se lanza bocafuera a su ventana para tratar de recuperar aunque sea un celaje de Abnel. Jadeante, llorosa, para en seco.
A otro lado del vacío, en el apartamento de enfrente, Abnel Nieves está desnudo, mirando el reloj, de pie en medio de la ventana corrediza. Lentamente levanta los ojos del reloj hacia el hueco donde aparece la vecina. Abnel la mira y sonríe malicioso señalando el reloj, haciendo muecas de «¡Estás tarde!» Luego, siempre sonriente, procede en su ritual, caminando despacio hacia el cuarto a vestirse deliberadamente para ella.