Zoom in, zoom out
Un relato de Luz Stella Mejía (1964), narradora migrante. Originaria de Colombia, es también bióloga marina, profesión que ejerció en su país natal. Posteriormente decidió radicarse en Estados Unidos. En la actualidad vive en Virginia, cerca de Washington, D.C., y trabaja en una biblioteca pública. Ha publicado un libro de poesía, Palabras sumergidas, y varios poemas y relatos cortos en diferentes antologías y medios. Participó en el Festival Internacional Savannah, 2018 como autora y tallerista invitada, y también escribe en su página, El Sur es América. De este sitio proviene «Zoom in, zoom out», viñeta realista en un escenario que hace unas décadas hubiera sido de ciencia ficción. También la imaginación en castellano está ocupando ese espacio nuevo para las experiencias humanas.
ZOOM IN, ZOOM OUT
Luz Stella Mejía
La claustrofobia es una de las primeras pruebas que debemos superar para poder llegar hasta aquí. Pasar 24 horas encerrada en un cuarto de dos por dos es duro, pero nada se compara con la experiencia real. Ya llevamos diez días con la vista enfocada a menos de tres metros todo el tiempo, salvo descansos cortos en los que podemos mirar por la pequeña ventanilla el paisaje espacial que se extiende en todas direcciones. Dos semanas viéndonos las caras, que ya empiezan a tener señales de molestias: labios apretados, miradas desviadas y ceños fruncidos. Después de estar trabajando y durmiendo con las mismas personas por tanto tiempo, mejor no hablar sino lo imprescindible, pues todo lo demás puede ser la chispa que encienda una discusión absurda. Sólo se escucha el silencio de la cápsula, excepto cuando hablamos con la base y en cuanto terminamos nuestro turno en los comandos, que podemos conectarnos los audífonos y escuchar nuestra música.
Aquí adentro la atmósfera es cerrada, y después de tantos días de vuelo, el aire huele un poco rancio, como la ropa sucia que espera el día de lavado. Menos mal que antes de subirnos, un “oledor” experto nos huele todo el equipaje, para que no traigamos nada que sea irritante. También tenemos el acuerdo tácito de no usar lociones ni desodorantes con olores fuertes —nada de Axe ni Chanel. A veces huele un poco como a fusibles y cables. Me recuerda al olor del taller que mi tío tenía cuando yo era niña, lleno de televisores desbaratados. El día del despegue la nave toda olía a carro nuevo. ¡Era tan emocionante! Todo era suave al tacto, novedoso, brillante y prometedor.
En ese momento, cuando ingresé a la nave, ya listos para el despegue, me sentí muy feliz, era la culminación de años de anhelar ser la elegida para un vuelo espacial. Días y días de entrenamiento duro, exámenes físicos y sicológicos y todo el tiempo alerta, tratando de demostrar que sé tanto o más que los compañeros. Ya se sabe, a los muchachos les queda más fácil; el primer requisito, ser hombre, pensar y actuar como hombre, ya lo tienen resuelto. Desde el día que me anunciaron que iría en una misión espacial no he podido dejar de sonreír. Luego me enteré que George y Anthony también venían y me alegré mucho, los tres nos llevamos muy bien. Ellos son tranquilos y considerados, no les gusta alardear y sé que lo que muestran es lo que son, sin dobleces. En eso nos parecemos.
El tablero de mando del Soyuz está abarrotado de botones, pomos, palancas y pantallas. Ahora ya sé para qué sirve cada cosa y hemos entrenado tanto que puedo manipularlo con los ojos cerrados. Pero recuerdo que la primera vez que tuve que practicar con el panel me sentí abrumada, tenía un poco de nervios, de no ser capaz de manejarlo. Al final aprendí rápido. Claro que es diferente cuando entrenas en un simulador, una vez superado el miedo de la primera vez, luego es muy fácil y lo haces casi con descuido. Pero el día del despegue, cuando ya era de verdad, me sentí muy nerviosa. Sentí un verdadero gusanillo en el estómago, ya no por temor a no ser capaz, sino por miedo a lo desconocido. ¿Cómo será estar en medio de la nada? ¿Y qué tal si nos equivocamos en un solo comando? Es que para volar un módulo de éstos se necesita precisión de relojero y un trabajo en equipo perfectamente sincronizado, sobre todo en tres momentos: al despegue, cuando necesitamos acoplarnos a la estación espacial y, especialmente, al reentrar a la atmósfera.
Adentro de la cápsula todo es frío al tacto, metal por todas partes. Es como estar dentro de una lata de atún, como dice Bowie en su famosa canción de Space Oddity “For here, am I sitting in a tin can”. Con George siempre tenemos esa discusión, él dice que Bowie se refiere a que está sentado encima de una lata, como por ejemplo, un bidón de gasolina. Yo digo que se refiere a la nave, comparándola con un tarro de hojalata. Porque eso es lo que yo siento. Cuando me preguntan cómo es estar sentada en el módulo, yo les digo que es como estar dentro de una lata de sardinas: pequeña, atestada —de personas y objetos— y metálica.
Ya estamos llegando a nuestro destino. Después de darle la vuelta a la luna, vamos a acoplarnos a la estación internacional Lunar II, que orbita a su alrededor. Ya la he visto, a la luna, por la ventanilla, pero no he podido tener una visión completa. Yo tengo programado un spacewalk, o sea, una caminata espacial, y ya tengo puesto mi traje presurizado desde hace una hora, respirando oxígeno puro. Tengo mucha impaciencia, no puedo esperar a sentirme flotando en el espacio y ver la luna tan cerca, debe ser la sensación más impresionante de la vida. Con el traje me muevo como en cámara lenta, toda acción pequeña cuesta tres veces más que en la tierra, no solo por el traje, que es grueso e incómodo, sino porque acostumbrarse a hacer todo sin gravedad es muy difícil. El entrenamiento para la caminata espacial es bajo el agua, estar en el espacio se parece un poco a bucear en las profundidades del mar, sólo que es el efecto contrario. En el agua, la presión es más grande que en la superficie, aquí, no hay ninguna presión. Pero en ambos casos debemos usar un equipo que limita mucho los movimientos, porque estamos en ambientes que son hostiles a nuestra naturaleza terrestre.
Es difícil acostumbrase a manipular cualquier cosa con los gruesos guantes. Las herramientas que utilizamos para hacer reparaciones por fuera de la nave son más grandes que las normales. La visión es muy limitada, tienes que girar la cabeza constantemente para ver lo que en condiciones normales ves en un solo golpe de vista. Incluso esas cosas que normalmente captamos por el rabillo del ojo, con el casco no se ven, pues no hay rabillo que valga. Tampoco se escucha nada, sólo la propia respiración. Me ha pasado que después de estar con el casco por un buen rato, en silencio, me sobresalto con el sonido de mi propia voz encerrada. Menos mal tenemos un buen sistema de micrófonos y audífonos para comunicarnos, pues no se puede en la distancia llamar la atención de alguien agitando las manos o algo así, por la visión tan limitada. Siempre pasa que si alguien se aproxima por el lado, me sorprende porque no lo veo hasta que ya me toca el hombro o está justo frente a mí.
Por fin es hora de abrir la escotilla. Cuando avanzo y doy el paso que me saca por primera vez de la cápsula al vacío espacial, siento los latidos de mi corazón golpeando en mis oídos. Abro mis ojos más de la cuenta, tratando de ver más allá del negro estrellado. Esa sensación de dar el paso sin caminar porque no hay suelo en el que apoyarse, de hecho no hay nada de que apoyarse, nada que pueda ayudarme a orientarme ¿dónde es arriba, dónde es abajo? Es como si mi cuerpo se separara de mi mente. Mi cerebro corre a mil por hora tratando de adaptarse y entender una situación tan peculiar. Mientras mi cuerpo se relaja y flota, no hay sensaciones, no hay presión atmosférica que me empuje hacia abajo y tape mis oídos, no hay suelo duro bajo mis pies, no hay nada. No siento el exterior, todas las sensaciones provienen de mi propio cuerpo adaptándose, un poco mareado, con el estómago también flotando dentro de mí, que si hubiera comido a lo terrícola estaría vomitando.
Pero entonces la veo. La luna. Qué bella y grande. Está allí, tan solitaria en medio de la nada, con su cara brillante, con sus zonas sombreadas que parecen un reguero de agua. Cuando éramos niños nos decían que era la cara de la virgen, pero la verdad yo nunca vi ninguna cara. Desde aquí veo sus cráteres y crestas, parecen cicatrices en un cuerpo guerrero. Es el paisaje más hermoso que haya visto en mi vida. La vemos todas las noches en el cielo, pero se nos olvida que es un cuerpo celeste. O sea, tridimensional, una esfera que flota en medio del espacio vacío. Es simplemente sobrecogedor.
En ese momento siento el cable que me ata a la nave enrollado alrededor de mi cuello. No puedo desenrollarlo, entonces abro el gancho que lo conecta a mi traje y así lo desenredo. George viene hacia mí y chocamos, me agarra del brazo pero el impulso hace que giremos sin control y perdamos contacto. Con el impacto, el cable se soltó de mis manos antes de poder reconectarlo. Entro en pánico y empiezo a hiperventilar. La idea aterradora de estar flotando sin control y sin amarre en medio del espacio está sucediendo. Tengo que cerrar los ojos muy fuerte y tratar de dejar mi mente en blanco. Comienzo a repasar mentalmente los pasos para una emergencia como ésta. Una vez que me tranquilizo un poco, abro los ojos y veo que George viene hacia mí de nuevo, así que preparo mi cuerpo para el choque, abriendo mis brazos, lista para agarrar lo primero que pueda. El impacto es violento pero los dos nos enlazamos en un abrazo feroz. No hay poder humano que me haga soltarlo ahora. Siento un gran vacío después de la explosión de adrenalina, me dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo y siento algo como una burbuja que crece en mi pecho y me deja sin aliento.
En el giro salimos por encima de la nave y me quedo absolutamente sin palabras. Algo que es mucho más impresionante que la luna se asoma por detrás de la estación lunar. Es el paisaje más impactante: La Tierra. Es tan bella, tan azul, tan nuestra. Nada podría prepararme para esta visión. De pronto siento una nostalgia insoportable, más que la sola nostalgia del hogar, es la certeza física de que no podría vivir sin ella, porque físicamente es imposible vivir fuera de la tierra. Parece obvio, pero nunca lo había visto tan claro, una verdad que me ha golpeado, como un martillo en la cabeza: no podemos vivir sin la tierra.
No podía quitar mis ojos de ella. No es como la luna, una roca hermosa, pero sin vida. Es algo vivo. La tierra es un ser vivo. Los colores que la hacen tan hermosa no son superficiales ni artificiales. Ese azul no está pintado: es un mar profundo, poblado de criaturas. Y no es un azul uniforme, sus tonos dependen de la profundidad y de los corales y de las algas y del plancton que flota a la deriva. Es un océano lleno de vida. Es agua sin la cual no existiríamos.
Esas pequeñas manchas verdes, tan escasas en la superficie azul, son en realidad vida: los bosques boreales, la selva del Amazonas, las sabanas africanas, los manglares costeros. Pasa como una película por mi mente donde veo las inmensas sequoias, los helechos frondosos, el césped mullido, las orquídeas, el musgo. Una variedad casi imposible de plantas.
Me puse a detallarla. Es posible identificar los continentes, pero no hay fronteras, no hay países, no hay diferencias. Y entendí que no hay dos tierras, una para los ricos y otra para los pobres. Es sólo una. Lo que unos pocos hacen, lo sufrimos todos. No hay veinte tierras: una para los blancos y otra para los negros, los mestizos, los hispanos, los indios, los indígenas, los asiáticos y cada uno de los tonos posibles. Vista desde aquí ¡es tan pequeña! Y en miles de kilómetros alrededor no hay ningún planeta parecido. Estamos todos juntos en esto. Es la única Tierra.
De pronto, no sé por qué, me acorde de cuando mi tío Osvaldo se accidentó en la finca. Toda la familia estaba en la ciudad y allá en el pueblo dónde él estaba se necesitaba sangre O+ para poder hacerle una transfusión. No había suficientes reservas en el hospital, pero un enfermero se ofreció a donar la suya. Recuerdo el alivio de mi abuelo y de toda la familia, excepto mi abuela, que estaba escandalizada porque le iban a poner a Osvaldito sangre de negro. Pues mi abuela tenía su manera de levantar la nariz frente a los que tuvieran la piel un grado más oscura que la suya, que no era alabastro, ni mucho menos. Y mi abuelo con su vozarrón de general en guerra le grito:“cállate mujer, es la vida de Osvaldo la que está en juego, no esas estúpidas colchas de croché de las remilgadas Damas del Sagrado Corazón por los Pobres, que creen que se entecan si las tocan las negras”. Y mi abuela, ofendida, torció la boca. Y la siguió torciendo incluso cuando Osvaldo volvió a ser el mismo, completamente recuperado.
Entonces entendí porqué ese recuerdo me visita en este instante. Es como ver esas fotos digitales que se pueden agrandar cada vez más y se ve una persona y mucho más pequeño, un insecto, una célula, un átomo, una partícula. Y luego se puede alejar digitalmente la imagen y se ve un edificio, una ciudad, un continente, el planeta, la galaxia, el universo… La realidad está formada por tantos niveles y sólo en uno de ellos, somos diferentes. La piel es un accidente sin consecuencias. En todos los demás niveles somos un conjunto de partículas o somos apenas las pequeñas partículas dentro de la infinitud del universo.
George volvió a chocarme, esta vez sin tanto impulso y agarrado a mi brazo se quedó conmigo contemplando el paisaje. Sacó su cámara y, girándome, tomó una foto de los dos, con la tierra al fondo. Luego escuché su voz metálica pero inconfundible que decía dentro de mi casco: “He aquí una foto de toda la humanidad”, y Anthony desde el Soyuz protestó en mis audífonos “Hey ¿y yo qué?”.