He aquí un cuento relativamente poco conocido del gran Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro de la narrativa breve, precursor influyentísimo de la literatura contemporánea y objeto de varios homenajes en este sitio (incluyendo, hace diez años, este acopio de textos para su bicentenario).
La narración no se parece a las que acostumbramos asociar al escritor: tiene forma de diálogo y sus únicos personajes son dos espíritus, o ángeles, que hablan sobre ciencia (filosofía, dice Poe, al modo de su propio tiempo) mientras flotan por el cosmos. Pero la pasión, el arrebato, el dolor aparecen de manera inesperada en las lecciones que el ángel más «joven», Oinos, recibe del otro, Agathos, y el resultado es sorprendente. En la literatura occidental, el Más Allá es en muchas ocasiones una fantasía optimista: la vida tras la muerte, la redención tras el sufrimiento en el mundo. Pero ningún pensamiento muere tampoco, dice Poe, y en el universo que él inventa todos ellos, incluyendo los desdichados, se vuelven visibles y eternos.
«The Power of Words» se publicó por primera vez en la revista Democratic Review en junio de 1845. La traducción es mía, recién hecha y parte de un proyecto que, si todo sale bien, será publicado este mismo año.
EL PODER DE LAS PALABRAS
Edgar Allan Poe
Oinos. — Perdona, Agathos, la debilidad de un espíritu que estrena las alas de la inmortalidad.
Agathos. — No has dicho nada, mi Oinos, por lo que deba exigirse perdón. Ni siquiera aquí es el conocimiento una cosa de intuición. Si buscas sabiduría, pídela con libertad a los ángeles, y se te dará.
Oinos. — Imaginaba que, en esta existencia, conocería de inmediato todas las cosas, y sería feliz al conocerlo todo.
Agathos. — ¡Ah, pero la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición de conocimiento! Saber siempre más es nuestra bendición eterna; saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos. — Pero ¿acaso el Altísimo no lo sabe todo?
Agathos. — Esa, dado que Él es el Más Bendecido, debe ser todavía la única cosa desconocida hasta para Él.
Oinos. — Pero, si con cada hora crecemos en conocimiento, ¿al final no se sabrán todas las cosas?
Agathos. — ¡Contempla las distancias abismales! Intenta llevar tu mirada a través de las vistas incontables de las estrellas, mientras nos desplazamos despacio a través de ellas, así…, así…, así. ¿No ocurre que incluso la visión espiritual es detenida por las continuas paredes de oro del universo, las que están formadas por las miríadas de cuerpos resplandecientes cuyo solo número parece convertirlos en una unidad?
Oinos. — Claramente percibo que no es un sueño la infinitud de la materia.
Agathos. — No hay sueños en el Edén…, pero aquí se murmura que el único propósito de esta infinitud de la materia es permitir infinitas fuentes en las que el alma pueda calmar la sed de saber que es para siempre inextinguible en su interior, dado que saciarla por completo sería extinguir la propia alma. Pregúntame, pues, mi Oinos, libremente y sin miedo. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la clamorosa armonía de las Pléyades, y volaremos hacia fuera desde el trono, hacia las praderas estrelladas más allá de Orión, donde en vez de violetas, pensamientos y trinitarias encontraremos arriates de soles triples y tricolores.
Oinos. — Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, ¡instrúyeme! Háblame con los tonos familiares de la Tierra. No entendí lo que acababas de insinuarme sobre los modos o métodos de lo que, durante la vida mortal, acostumbrábamos llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. — Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos. — ¡Explícate!
Agathos. — Sólo en el comienzo creó. Las innumerables criaturas que existen hoy en todo del universo, perpetuamente surgiendo a la existencia, sólo pueden considerarse un resultado mediato o indirecto, no inmediato ni directo, del poder creativo divino.
Oinos. — Entre los hombres, mi Agathos, esa idea sería considerada enormemente herética.
Agathos. — Entre los ángeles, mi Oinos, se le ve como simplemente cierta.
Oinos. — Puedo comprenderte hasta aquí: que ciertas operaciones de lo que llamamos la Naturaleza, o las leyes naturales, darán bajo ciertas condiciones origen a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la caída final de la Tierra, hubo, me acuerdo bien, muchos experimentos muy exitosos de lo que algunos filósofos llamaron tontamente “creación de animálculos”.
Agathos. — Los casos de los que hablas fueron, en realidad, ejemplos de creación secundaria…, y de la única especie de creación que ha habido jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.
Oinos. — Los cuerpos estelares que, desde el abismo de la no-existencia, brotan cada hora hacia los cielos, ¿no son esas estrellas, Agathos, obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos. — Déjame tratar, mi Oinos, de llevarte paso a paso a este concepto. Sabes bien que, igual que ningún pensamiento puede morir, ningún acto tiene menos que infinitas consecuencias. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la Tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración se extendía infinitamente hasta que daba impulso a cada partícula de aire terrestre, que a partir de entonces, y para siempre, era animado por aquel movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro mundo sabían bien este hecho. De hecho, llegaron a calcular con exactitud los efectos ejercidos en un fluido por impulsos especiales, de modo que fuera fácil determinar en qué tiempo preciso llegaría a rodear el mundo un impulso de determinada fuerza, afectando (para siempre) a cada átomo de la atmósfera circundante. Mediante retrogradación, no tenían dificultad en determinar, para un efecto y unas condiciones dadas, el valor de su impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente interminables, y que una parte de esos resultados se podía rastrear con exactitud por medio del análisis algebraico –y que vieron también la facilidad de la retrogradación–, esos hombres, digo, vieron al mismo tiempo que esta especie de análisis tenía en sí misma la posibilidad de progreso indefinido: que no había límites concebibles a su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo hacía progresar o lo aplicaba. Pero en este punto, nuestros matemáticos se detuvieron.
Oinos. — ¿Y por qué, Agathos, deberían haber continuado?
Agathos. — Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. De lo que ellos sabían, se podía deducir que para un ser de infinito entendimiento –uno para el cual la perfección del análisis algebraico se mostrara plena–, no habría dificultad en rastrear cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus más remotas consecuencias en la más infinitamente remota época del tiempo. De hecho, se puede demostrar que cada impulso dado al aire influye, finalmente, en cada cosa individual que existe en el universo…, y el ser de infinito entendimiento que hemos imaginado podría rastrear las ondulaciones remotas de ese impulso: rastrearlas hacia arriba y hacia delante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, para siempre, en sus modificaciones de viejas formas –o, dicho de otro modo, en la creación de nuevas formas–, hasta llegar a ellas reflejadas, ya sin más efecto, en el trono de Dios. Y este ser no sólo podría hacer esto, sino que en todo tiempo, si se le diera un cierto resultado –si se le propusiera inspeccionar uno de estos cometas innumerables, por ejemplo–, no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debió. Este poder de retrogradación, con absoluta plenitud y perfección; esta facultad de relacionar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad. Pero en cualquier otro grado, por debajo de la perfección absoluta, ese poder lo tienen las huestes completas de las Inteligencias Angélicas.
Oinos. — Pero sólo hablas de impulsos en el aire.
Agathos. — Al hablar del aire, me refería solamente a la Tierra. Pero la proposición general es aplicable a impulsos sobre el éter, que como penetra, y es lo único que penetra, todo el espacio, es por lo tanto el gran medio de la creación.
Oinos. — ¿Entonces todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos. — Así debe ser. Pero una filosofía verdadera ha enseñado por largo tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y la fuente de todo pensamiento es…
Oinos. — Dios.
Agathos. — Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la bella Tierra que pereció hace poco, acerca de impulsos sobre la atmósfera terrestre.
Oinos. — Así fue.
Agathos. — Y mientras hablaba, ¿no te pasó por la mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? ¿No es cada palabra un impulso dado al aire?
Oinos. — Pero, Agathos, ¿por qué lloras? ¿Y por qué…, oh, por qué tus alas se cierran mientras flotamos sobre esta hermosa estrella, la más verde y a la vez la más terrible de las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas…, pero sus fieros volcanes parecen las pasiones de un corazón violento.
Agathos. — ¡Lo son! ¡Lo son! Esta estrella salvaje… Ya son tres siglos desde que, con las manos unidas y los ojos llorosos, a los pies de mi amor…, yo la dije: la hice nacer con unas cuantas frases apasionadas. Sus brillantes flores son mis más queridos sueños sin realizar, y sus rugientes volcanes son las pasiones del corazón más turbulento y más impío.
Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977) fue un narrador colombiano. A pesar, o a causa, de su corta vida (se suicidó, según se cuenta, tras recibir ejemplares de su novela ¡Que viva la música!, por considerar que seguir viviendo sería «una insensatez»), es un autor legendario, representante de una narrativa visceral, urbana… y opuesta al realismo mágico que parecía entonces la literatura dominante en su país. «Maternidad», el favorito de Caicedo entre sus propios cuentos, es una prueba de todo esto. La mayor parte de su obra se publicó de manera póstuma; yo he tomado esta versión del texto de este sitio.
MATERNIDAD
Andrés Caicedo
A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. “Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo –la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo– con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que sería una brillante carrera”, se lamentó el padre rector, en el discurso de clausura.
Pepito Torres hizo un viaje repentino a Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radio patrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro.
Manolín Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos “entrelazados”, pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente: “Vemos cómo crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge, recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano. Mejorarán los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el río”.
Yo nunca pensé que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julián, a la bocana del Océano Pacifico. Le encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así, podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzar la línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aún la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julián le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.
El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente y ahora le cercenaba el coccis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: “es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido”, decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto.
“Haré mi afirmación de vida”, pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. “Haré mi afirmación de vida”.
“¿Qué te pasaba?”, me decían los compañeros, luego. “Como si no te gustara el éxito”, y yo, a todos, silencio, y me negué a ir a la fiesta de curso que organizaba Mauricio Gamboa. A mi casa llegué en el carro de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me habían felicitado por tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no me aburrí, pues llovió y me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas eran gente, personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían las plumillas y chas, las barrían dejando minúsculas porciones de la primera gota, irrecuperable para siempre.
Esa noche soñé con un viaje en tren por entre campos de mangos y trigo, y una muchacha rubia se me acercaba y nos volvíamos uno solo en la alborozada contemplación de esa feliz naturaleza. Luego el tren se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome en identificar como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día.
Antes de almuerzo me llamó el mismo Mauricio a comunicarme que en la fiesta de anoche, una pelada, Patricia Simón, se había pegado la gran desilusionada ante mi ausencia, que era la mejor alumna de quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por conocerme. Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en otra fiesta, esa misma noche. Yo accedí.
Al llegar, no vi más que caras pálidas, poca amistosidad, puertas cerradas, prevención, horrible humo. Muy poca gente bailaba la música Rock que yo jamás aprendí y que hace medio año ponía frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se recostaban en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me paré en toda la mitad de la pista para no dar aires de vencido, hasta que del fondo, de bien al fondo de esa casa vino a mí una muchacha vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico todo el trayecto hacia mí mientras sonreía. Se presentó: “Patricia Simón”, muy tímida me dio la mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más. “Eres muy inteligente”, fue lo primero que me dijo cuando la conduje al patio, puesto que con el volumen de la música no podía oír sus lánguidas palabras de alabanza y devoción por mis conocimientos del Imperio Romano, de la Cordillera Occidental Colombiana, del Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba mejor en ese patio acosado por el color azul de la noche que perdía a cuantos jóvenes más allá de nosotros, acorralando –lo supe– a los que buscaban refugio en esa casa. Yo me sentí libre de la noche, de su muerte, superior a su extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis temores sobre la feroz época, y ella como si fuera su forma peculiar de explicarme que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un pastel de fresas –su bocado predilecto– y al irlo a morder no había fresas sino gillettes, alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazon los dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. “Extraño”, pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras. Ella alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. “Buena raza”, pensé, y luego “Edelrasse”, observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví: “Le haré un hijo a esta mujer”.
El tiempo pasó en el sentido que quiso nuestro amor. De esa fiesta salimos cogidos de la mano, y empezamos a vernos todos los días, y yo le fui llenando la cabeza de cucarachas como Nietzsche y Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una conclusión sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en algo. Un día me salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le espanté la idea como si fuese un enjambre de moscas: “La poesía es una profesión decadente”, y ella me creyó. Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que pensaba: “Lo que haría para hacerte feliz”, y en los cines me le pegaba mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad, y ella salía conmovida toda, aún sin decirme nada pero ya pensando en la idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y pariendo un hijo.
Lo que la decidió fue precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que tuvo una discusión con sus papás, subió corriendo las escaleras y se dio un tiro en la cabeza. Ella vivía al frente, conocía a Ignacio desde chiquito, oyó el disparo, el chapoteo: estuve, pues, de buenas.
Conseguí que me prestaran la finca de la Carretera al Mar, lugar que yo había escogido para que se diera la concepción. Con nosotros subieron varios amigos, pero casi nunca nos mezclábamos. Los días amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se llenaba de añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía impavidez sino movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada vez más al filo de las montañas. Ella resistía el empinadísimo camino sin una queja.
Mi día vino claro, de visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol y empezamos a subir, dispuestos a llegar esta vez hasta la cumbre. Los guayabos y los lecheros viraban en múltiples tonos verdes a cada paso que ganábamos, y los pájaros cantaban “pichajué-pichajué”, y todo eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos de la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos, repentinísimamente, una enloquecedora visión del mar, a miles y miles de kilometros. El frío de la montaña y el ardor que se contemplaba allá en el mar la llevó a abrazarme, y yo le respondí mejor que nunca. Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabina y fermento a mi espermatozoide sano y cabezón que daría con los años, testimonio de mi existencia. No creo que ella gozó.
Nos casamos al escondido, toque muy aristocrático para familias como la suya y la mía. Fuimos el matrimonio más joven de la sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y la gente nos miraba y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a todas con actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría entramos a sexto de bachillerato, comparando y acariciando nuestros libros de texto. A los pocos meses engordó muchísimo y le vinieron los vómitos, así que no pudo volver al colegio y perdió sexto. Yo solamente falté a clase un día: el día en que después de cuatro horas de terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir a mi hijo. Nació en un día lluvioso. No nos pusimos de acuerdo con el nombre, pero prevaleció mi opinión: lo llamé Augusto, que hace pensar en porte distinguido y en conciencia de victoria, siempre. Fui toda una celebridad en el colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia y le quedó una barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas y después se le cayeron.
Recuerdo madrugadas en las que yo abría el ojo sólo para hallarme en la física gloria, despertado por el llanto de Augusto, y volteaba a mirarla a ella, despierta desde hace muchas horas con la mirada perdida en el cielo raso, negándose siempre a contestarme en qué era que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a nuestro hijo. No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a todo, se pasaba los días sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una silla, presa de un vacío que supongo debe ser normal después de que uno ha estado lleno y redondo como una naranja ombligona. Yo no la toqué más. Ella tampoco se hubiera dejado. Al fin, un día salió de la casa, y se demoró en regresar. Hizo amistades nuevas, jóvenes más viejos que ella, y seguía saliendo. Pero falta no me hacía. Yo cumplía puntualmente con mis deberes escolares. Me levantaba temprano, le daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeaba. Al volver del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el dedo índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí, porque todo lo demás, ojos, pelo y frente eran de ella.
Cuando regresaba, nunca conversábamos. Se tiraba por ahí, sin dormir, o a oír música. Supe que estaba metiendo droga. Me importó un comino. Conseguí una hipodérmica desechable, con mi amigo Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó muy tarde, cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo la recibí, le sobé su cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho. Preparé la cocaína, tomé uno de sus brazos, cuando lo estiré y palpé sus buenas venas, abrió los ojos y me miró, perpleja. Yo le sonreí. Creo que le inyecté medio gramo, en empujaditas leves. Ella hizo caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó así con mis orgasmos. Luego se levantó y comenzó a saltar por toda la casa, puso el estéreo a todo volumen y a mí no me importó que despertara a Augusto. Yo reí con ella.
Hace días que no la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con todos los honores, leo cómics y espero con mi hijo una mejor época.