Este sitio estuvo en reparación por varios meses; este cuento es el segundo de una tanda de varios para compensar el tiempo de inactividad. Es una narración del japonés Haruki Murakami (1949), eterno candidato del premio Nobel, con tantos detractores como admiradores pero (pienso) maestro indiscutible de una imaginación muy especial.
Esta traducción de «El hombre de hielo» –relato sobre la sumisión, y la complejidad de la vida en pareja– proviene de esta página, que a su vez la toma del libro Sauce ciego, mujer dormida (2006).
EL HOMBRE DE HIELO
Haruki Murakami
Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.
—Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.
En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:
—Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así —dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.
El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.
No era lo que se dice guapo, aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en un cuerpo artificial.
Me quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.
A la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.
La tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.
Tiendo a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así.
—¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.
Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.
—No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve.
Encima de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo escarchado. No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
—¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de hielo.
—Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo por hablar conmigo.
Nos sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.
—¿Estás solo? —le pregunté.
—Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar.
—No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho, casi no esquío.
Había tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.
En lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.
—No entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—. ¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente?
—No, no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti.
—¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté.
—No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo.
—Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.
Nos volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de él.
—¿Por qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?
Me observó un rato y luego sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado. No sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.
El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
Me enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.
Yo acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.
Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él.
—Estás muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.
Sus preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de la gente.
De modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.
Rentamos un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos molestaran.
Cuando él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto a mí como al mundo.
Al principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de millones de años —todos los pasados del mundo— se almacenaban.
En nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del barrio.
Mi madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.
Así que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.
Por eso un día le dije a mi marido:
—¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado?
—¿Un viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo?
—No es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo. ¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco?
El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las rodillas y dijo:
—Bueno, si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir?
—¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.
Al oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante: —De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas? Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza. Luego asentí.
Con el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.
Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije:
—Olvidémonos de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.
Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo:
—No, España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.
La verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
Y entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto. Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme.
—Tuve una pesadilla —le decía.
—Es sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes?
—Sí —decía yo pese a no estar convencida.
No hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
Al bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo:
—¿Es éste el sitio que querías conocer?
—Sí —respondí—. Así es.
El desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.
Mi esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me cuidara yo sola. Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.
Al final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.
Aun al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para esquiadores. Sin embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.
—Ha llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la primavera.
Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.
Ahora ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua.
—¿Ves cuánto te amo? —murmura. Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.
Aurelio Asiain ha traducido y publicado en internet Un puñado de poemas de Ikkyu Sojun, poeta japonés del siglo XV; «una de las figuras más interesantes del budismo zen», escribe Asiain. «Célebre por sus excentricidades, sus excesos y sus escándalos (…) calígrafo mayor del Japón, legendario flautista itinerante, artífice de la ceremonia del té y poeta originalísimo». Los textos fueron publicados originalmente en su blog Margen del Yodo, y no cito aquí ninguno, aunque muchos me parecen excelentes, para que vayan a leerlos; por supuesto es gratis.
Los poemas de Ikkyu Sojun han llamado la atención en días recientes, pero ha resultado más comentada aún la nota de Asiain –publicada en su bitácora de Tumblr Nada que ver— en la que parte de una nota de Twitter en la cuenta del programa Final de Partida, del recién nacido canal Foro TV: «Con ediciones de mil ejemplares en el mejor de los casos y un público cada vez más reducido, ¿puede sobrevivir la poesía?».
Asiain dice que la pregunta es «un lugar común y una tontería» y escribe en Twitter catorce notas sobre la cuestión que aquí reproduzco:
1. La poesía siempre se ha editado en tirajes mínimos y su público no es cada vez más reducido, todo lo contrario. Paren de decir memeces.
2. Pero hoy, además, se imprimen más ejemplares que nunca antes. Tiraje de Sarada Kinenbi de Tawara Machi: 2,600,000 ejemplares.
3. Un poema publicado en internet tiene en pocas horas muchos más lectores que impreso en papel. También un libro de poemas.
4. El librito de Ikkyu que puse en Internet tuvo en siete días más de mil lectores. Ninguno de mis libros de poesía impresos los tuvo en años.
5. Las publicaciones impresas se leen menos, pero reducir al papel el mundo editorial y la vida literaria es ciego. La creación está hoy aquí.
6. El prestigio de la letra impresa intimida a muchos buenos escritores, que no se reconocen como tales porque sólo publican en sus blogs.
7. La literatura que se escribe, publica y lee en los blogs tiene más lectores que los medios impresos, y sólo el prejuicio la juzga inferior.
8. Sólo por prejuicio, también, consideramos alta literatura un haiku de Basho o una copla de Lorca y no tantos tuits que no lo son menos.
9. En Japón las novelas de mayor venta en los últimos años se han escrito y publicado primero en teléfonos celulares en millones de ejemplares.
10. Hace dos días un memo ironizaba porque escribí que a mí, en Twitter, me interesa descubrir escritores. Pero los encuentro todos los días.
11. En unas horas de lectura atenta en Twitter, siguiendo a la gente adecuada, se encuentra más y mejor poesía que en cualquier revista impresa.
12. “La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre” dijo Cardoza y Aragón. Dicho de otro modo: no hay humanidad sin poesía.
13. La poesía no es un género literario. Es un fenómeno lingüístico y no sólo lingüístico. Es una forma particular de la producción de sentido.
14. La poesía existe desde mucho antes que los libros, el papel y la escritura. Sobrevivirá a los libros impresos, la televisión y la internet.
Esto es una invitación a debatir. ¿Qué opinan ustedes?
* * *
Nota: leí primero los textos de Asiain en la cuenta de Facebook de Guillemo Vega Zaragoza, quien también tiene blog y cuenta de Twitter.
Se verá que blogs, Twitter, Tumblr, Facebook (e Internet Archive, que preserva tantos sitios activos y tantos más desaparecidos) son realmente lugares nuevos, como se viene diciendo desde hace tanto. Lo que no se ve con tanta frecuencia es que la red, además de un espacio vastísimo en el que es posible perderse (cliché horrible), es uno en el que podemos no saber: perdernos de mucho, pasar de largo, ignorar. La erudición de internet (por la que, supuestamente, «todos sabemos todo») no es más que una metáfora o una posibilidad irrealizable: la información que nos satura es irrelevante, por lo general, pero incompleta siempre.
Hay que dejar la pasividad para intentarlo pero la red sí devuelve –aunque sea sólo de manera relativa, individual: la propia de la época– la posibilidad de descubrir.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
He aquí un cuento del gran Yukio Mishima (1925-1970), famoso por el suicidio ritual con el que terminó su vida pero también por varios libros extraordinarios (El pabellón de oro, Nieve de primavera, Confesiones de una máscara, Caballos desbocados, El marino que perdió la gracia del mar…)
Considerado uno de los autores centrales del Japón de la segunda mitad del siglo XX, este cuento era, al parecer, su favorito, porque trata justamente el tema de una muerte heroica por medio del seppuku, conocido también como hara-kiri. Puede no ser el mejor del escritor, famoso durante su vida por numerosas extravagancias, pero la preferencia, según podemos ver ahora, señalaba al menos que Mishima estaba realmente preocupado por encontrar algún punto de contacto entre su oficio de artista y la idea de la muerte honorable que lo fascinaba. Por otra parte, el cuento es ejemplar al describir la psicología de los personajes –que probablemente resultará extraña a muchos lectores– y las descripciones del suicidio del oficial (y de lo que él mismo experimenta) son una obra maestra.
Antes del texto (pero recomiendo leer primero el texto), he aquí también el cortometraje de media hora basado en «Patriotismo», y titulado en sus versiones internacionales como El rito del amor y de la muerte, que Yukio Mishima dirigió, produjo y escribió en 1965. Mishima también interpreta el papel principal; el de la esposa del oficial es interpretado por Yoshiko Tsuruoka. A la muerte del escritor en 1970, su viuda, Yoko, pidió que todas las copias existentes del corto fuesen destruidas pero permitió la conservación del negativo, que permitió recobrar la película cuando Yoko falleció. Esta versión está subtitulada en inglés.
Ahora sí, el texto.
PATRIOTISMO
Yukio Mishima
I
El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.
La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: «¡Vivan las Fuerzas Imperiales!» La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: «Ha llegado el día para la mujer de un soldado». Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.
II
Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de su juventud.
En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla. Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.
Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás. Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.
No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.
El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo. ¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia.
Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas, Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.
El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.
Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que «la armonía reinará entre el marido y la mujer». Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda reverencia.
La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.
III
Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.
Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.
Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia decisión era también muy firme. Moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.
Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza los principios, vitales como el sol, que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.
Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.
Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.
No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.
A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Éstas eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente en algo llamado motín. El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos, tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.
Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no responde. Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de seis tatami.
Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y elasticidad.
En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron que me uniera a ellos. Quizás no lo hicieron al saberme recién casado. Kano, Homma y, también, Yamaguchi.
Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.
-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos… No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko…
Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.
Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte. El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.
Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
-Bien, entonces… -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.
El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente, como expresadas en delirio.
Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.
-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.
Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante, aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.
Cuando Reiko dijo: «Permíteme acompañarte», el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji… No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.
-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?
-Sí, por supuesto.
-¿Y la comida…?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico, que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.
-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?
-Como quieras.
Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.
Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.
Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.
-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake… Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.
Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.
Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.
Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.
Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie podría destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la Verdad.
El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.
Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.
Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura viviente.
Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
-Ven aquí-dijo el teniente.
Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.
Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo habitual.
Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte propia.
El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.
Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.
El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras «ÚLTIMA VEZ» hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.
El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.
-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar… -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.
Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.
El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora.
La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni simetría.
Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.
Reiko habló, por fin, con voz trémula:
-Muéstrame… Déjame mirar por última vez…
Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de Shinji y los cerró suavemente.
Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.
Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.
Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás.
Reiko gritó.
Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte…
Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el suicidio. Además, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos abusando de esos goces.
Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.
También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.
-Podemos prepararnos -dijo el teniente.
La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.
Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.
Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.
-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi…
-Sí, eran todos grandes bebedores.
-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.
Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.
El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las gruesas pinceladas solo decían:
«¡Vivan las fuerzas imperiales! – Teniente del ejército, Takeyama Shinji.»
El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.
Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos caracteres chinos que significaban «Sinceridad», lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se ofendería.
Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de tristeza.
Finalmente, el teniente habló con voz ronca:
-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar, ¿comprendes?
Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.
Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte frente a los ojos de su hermosa esposa… Una dulzura sin límites lo invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.
«Este debe ser el pináculo de la buena fortuna», pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.
Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.
El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.
-Es hora de partir -dijo, por fin.
Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas que le resultaban imposibles de contener.
Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de acero al desnudo.
Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.
Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la luz.
Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme, indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.
Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.
«¿Es esto el seppuku?», pensó.
Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las cosas existentes, existir.
Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.
Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.
La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un animalito.
La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos.
El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.
Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.
Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.
El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.
El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.
Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.
Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la alcoba.
Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente la espada. Se agitó convulsivamente en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.
Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.
Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.
No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.
Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.
La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta…
Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.
Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.
Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.
Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.
Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.
Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.
Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.
Un cuento de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), un prolífico narrador japonés que aquí discute, aunque en un ambiente feudal, un tema muy moderno: la imposibilidad de encontrar la verdad entre un montón de versiones subjetivas y contradictorias de los mismos hechos. La película Rashomon, de Akira Kurosawa, está basada parcialmente en este texto.
EN EL BOSQUE Ryunosuke Akutagawa
DECLARACIÓN DE UN LEÑADOR INTERROGADO POR EL OFICIAL DEL KEBIISHI
—Sí, señor, es verdad; fui yo quien encontró el cadáver. Esta mañana, como de costumbre, salí a cortar leña y encontré al muerto en el bosque que está detrás de la montaña. ¿El lugar exacto, dice usted? Pues, a unos ciento cincuenta metros de la carretera a Yamashina. Es un lugar solitario, poblado de bambúes, con algunos cedros entre ellos.
»El cuerpo estaba tendido de cara al cielo: vestía un kimono de seda violáceo y llevaba gorro de estilo Kyoto. Una herida de katana le atravesaba el corazón, y las hojas de bambú que le rodeaban estaban teñidas de rojo. No, no perdía más sangre en ese momento. Creo que la herida estaba seca; un tábano, de tan pegado a ella, ni siquiera notó mi pasos.
»¿Que si vi una katana o algo parecido? No, no vi nada de eso, señor. Sólo encontré una cuerda junto al tronco de un cedro que había cerca del cadáver. Y…, ah, sí; también junto a la cuerda había un peine. Eso fue todo lo que vi. Al parecer el hombre luchó antes de ser asesinado, porque las hierbas y las hojas que había alrededor estaban bastante pisoteadas.
—¿Había algún caballo cerca del lugar?
—No, señor. Es una lugar inaccesible para esos animales; está separado de la carretera por un bosque de bambúes.
DECLARACION DE UN SACERDOTE BUDISTA INTERROGADO POR EL OFICIAL DEL KEBIISHI
—Es cierto. Ayer me encontré con el desdichado hombre. Ayer…, habrá sido cerca del mediodía. El lugar es la carretera que conduce de Sekiyama a Yamashina.
»El hombre caminaba hacia Sekiyama acompañado por una dama que iba a caballo. No alcancé a ver el rostro de esta dama, pues lo tenía cubierto con un velo. Unicamente pude ver el color de su kimono, que era lila claro. El caballo era un alazán de finas crines, ¿La estatura de la dama? Pues… algo así como un metro y cuarenta centímetros. Como sacerdote, no acostumbro fijarme en esos detalles. El hombre iba armado de katana, arco y flechas. Particularmente recuerdo la aljaba negra donde llevaba unas veinte flechas.
»No podía imaginar que a ese hombre le aguardara semejante destino. Verdaderamente, nuestra vida es comparable al rocío del alba o a un destello fugaz. ¡Lamento tanto la suerte de ese hombre que no encuentro palabras para expresar mi sentimiento!
DECLARACION DEL POLICIA INTERROGADO POR EL OFICIAL DEL KEBIISHI
—¿Quién el hombre que arresté? Es el famoso bandolero Tajomaru. Cuando procedí, él había caído del caballo, y gemía echado sobre el puente de Awtaguchi. ¿Cuándo? Fue en las primeras horas de anoche. Recuerdo que en cierta oportunidad en que fracasé al intentar arrestarlo, también llevaba ese kimono y esa larga katana. Esta vez, como ustedes ven, lleva además arco y las flechas. ¡Ahí!.. ¿De modo que el arco y las flechas son iguales a las del muerto? Entonces es seguro que fue éste Tajomaru el asesino. El arco enfundado en cuero, la aljaba negra y las diecisiete flechas de pluma de halcón, seguramente eran del samurai. Sí; el caballo era, como usted dice, un alazán de finas crines. Pastaba cerca del puente con las riendas sueltas. Debe ser alguna ironía del destino el que Tajomaru fuera arrojado por el mismo caballo que robó.
»Este Tajomaru es el mujeriego más famoso entre los bandidos que merodean por la capital. El año pasado una creyente y su criada fueron asesinadas en un monte, detrás del Pindola del Templo Toribe; y se rumoreaba que había sido obra de este bandido. Siendo Tajomaru el asesino del samurai, vaya uno a saber qué ha sido de la dueña del alazán.
»Si se me permite una palabra, sugiero la conveniencia de averiguar el destino de la dama.
DECLARACIÓN DE UNA ANCIANA INTERROGADA POR EL OFICIAL DEL KEBIISHI
—Sí, señor; el cadáver es el del hombre que se casó con mi hija, El no era de la capital; fue samurai en la ciudad de Kolufu, en la provincia de Wasaka. Su nombre es Takejiro Kanazawa y tenía veintiséis años. No, señor, él era una buena persona, y no creo que haya sido víctima de alguna venganza.
»¿Mi hija? Su nombre es Masago y tiene diecinueve años. Es impulsiva, pero dudo que haya conocido otro hombre aparte de Takejiro. Es de cutis moreno y su cara pequeña, ovalada, y tiene un lunar cerca del ojo izquierdo.
»Ayer, Takejiro y mi hija salieron para Wakasa. ¡Quién podía imaginar esta tragedia!
»¿Qué será de ella? Aunque estoy resignada por la suerte de mi yerno, quisiera saber lo ocurrido a mi pobre hija.
»Por los cielos, señores, no dejéis piedra sin remover hasta encontrarla.
»A quien odio es a ese asesino, Tajomaru, o como se llame. A él, que no sólo a mi yerno, sino también a mi hija… —(llora y no se entienden sus palabras.)
CONFESIÓN DE TAJOMARU
—Sí, señor comisario; yo maté a ese hombre, pero no a la mujer.
»¿Qué adónde fue? No sé nada. ¡Eh! Déjenme en paz; no me torturen, porque no podrán obligarme a decir lo que no sé. Además no tengo esperanzas de salvarme, así que no veo por qué he de ocultar detalles.
»Bueno, fue así:
»Ayer, poco después de mediodía, me encontré con esa pareja. Justamente una leva brisa levantó el velo de seda que cubría el rostro de la mujer, y lo ví apenas. Digo apenas, porque inmediantamente volvió a ocultarlo. Quizá por eso me pareció tan hermosa como el sagrado Bodhisattva. Desde ese instante decidí conquistarla, aunque tuviera que matar al hombre que la acompañaba.
»¿Qué dice? Vea: para mí matar a un hombre no significa gran cosa, como usted piensa.
»De todos modos, para poseer a la mujer había que eliminar al hombre. Pero le aclaro, señor, que yo mato con katana y no como ustedes, que matan con el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer un favor. Es cierto que no derraman sangre y sus víctimas siguen viviendo; pero así y todo son muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances del delito, es muy difícil fijar quien es más criminal; yo o ustedes. —(sonríe con ironía)
»Sin embargo, era mejor proceder evitando la muerte del hombre. Y opté por ello. Pero era imposible ejecutar mi propósito en la carretera que conduce a Yamashina. Entonces inventé una historia para internar a la pareja en la montaña.
»Resultó fácil. Empecé a caminar con ellos y les conté que había descubierto una vieja tumba en la montaña, en la que hallé una considerable cantidad de sables y espejos antiguos, que luego había trasladado clandestinamente al bosque de bambúes; y que de encontrar a algún interesado se los vendería a bajo precio. Al oír esto, el hombre empezó a interesarse, y…
»¿No creen que es terrible la codicia que llega a sentir el hombre? En menos de media hora, los tres íbamos camino de la montaña.
»Al llegar al bosque de bambúes me detuve, les dije que más adentro estaba oculto el tesoro y les presgunté si querían verlo. El hombre, por codicia, no puso objeción; pero la mujer que ni siquiera se molestó en desmontar, dijo que esperaría allí. Era comprensible su deseo, ante la vista de un bosque tan espeso. Y eso era justamente lo que yo quería. Me apresuré a conducir al hombre, sin insistir en que ella nos acompañara.
»A la entrada del bosque hay bambúes solamente, pero a cierta distancia, existe un lugar más despejado con algunos cedros. No podía haber sitio más apropiado para el logro de mi propósito. Abriéndome camino a través de los bambúes, engañé al hombre diciéndole que las piezas estaban ocultas al pie de un cedro. El apresuró los pasos hacia unos cedros que se divisaban por entre los bambúes. Caminando aún algo más, y llegamos al lugar señalado.
»En un segundo, lo ataqué y lo derribé. Aunque el hombre llevaba katana y era bastante vigoroso, al ser tomado por sorpresa y atacado por la espalda nada pudo hacer para evitarlo. Lo até sin demora al tronco de un cedro. ¿Dónde conseguí las cuerdas? Gracias a que soy ladrón siempre las llevo, por si me veo obligado a escalar algún muro. Naturalmente; es fácil impedir que el otro grite si se le llena la boca con hojas de bambú.
»Terminada mi tarea con el hombre, volví en busca de la mujer y le dije que fuera a reunirse con su marido, que se había indispuesto repentínamente. Demás está decir que el plan tuvo éxito. La mujer, que se había quitado el ichimegasa, de dejó conducir hasta el lugar; pero al llegar, en cuanto advirtió la situación del hombre, sacó un puñal –no sé cuando-, y me desafió. Nunca conocí una mujera tan impetuosa. De no ponerme en guardia, nada me hubiera extrañado que cuando arremetió contra mí terminara atravesándome el vientre, peor aún, matándome. Pero como sabrá, yo soy Tajomaru. Pude arrebatarle el arma sin hacer uso de la mía; y aunque valiente, una vez desarmada, nada pudo hacer. Así, por fin, pude satisfacer mis deseos de poseerla.
»Como le dije, no había matado al hombre: era innecesario después de haber conseguido a la mujer. Me disponía a huir cuando sucedió lo inesperado. Ella se aferró a mis brazos con desesperación, y patéticamente, con palabras entrecortadas, me gritó que uno de nosotros, su marido o yo, tenía que morir; si no ella misma moriría antes de soportar el dolor y la vergüenza de saber vivos a los dos hombres que la habían poseído. Dijo más: que sería de aquél que sobreviviera. Al oir estas palabras, el deseo de matar al hombre me ofuscó. —(Sombría excitación.)
»Contándolo de esta manera pareceré muy cruel. Pero no; usted no vió la cara de la mujer en ese momento, ni soportó su mirada ardiente, como yo. Al mirar esos ojos juré casarme con ella, sí, hacerla mi mujer a riesgo de todo; ese era el único pensamiento que me absorbía.
»Tal pensamiento no se debía al sólo deseo carnal, como usted puede suponer. Al contrario; si en ese momento sólo hubiese sentido sensualidad, habría escapado, sin importarme golpear a la mujer. Y de ser así, no habría tenido ninguna necesidad de manchar mi katana con la sangre de ese hombre.
»Pero viendo el rostro de aquella mujer bella en la penumbra del bosque, juré no abandonar el lugar sin haberlo ultimado.
»Sin embargo, no tenía intención de matarlo en forma cobarde; solté sus ligaduras y lo desafié (La cuerda que se encontró junto al tronco fue la que yo utilicé y luego dejé olvidada). Encolerizado el hombre desenvainó su katana. Inmediatamente me atacó, iracundo, sin pronunciar palabra. De más está explicar lo que pasó después. Mi katana atravesó su pecho a los veintitrés asaltos. No acabo de salir de mi asombro. Nadie hasta entonces se había resistido más de veinte.” —(Sonríe jovialmente.)
»Muerto el hombre, con la katana aún mojada en su sangre, me volví hacia donde había quedado la mujer.
»Pero ante mi asombro, había desaparecido. En vano registré el bosque tratando de encontrarla; ni el menor rastro. Escuché con atención; se oía el estertor del hombre; nada más.
»Pensé que al empezar el duelo ella habría salido en busca de ayuda. Y puesto que era cuestión de vida o muerte, me apoderé de la espada del hombre, junto con el arco y las flechas, y huí hacia la carretera. Una vez allí, encontré pastando el caballo de la mujer. De lo que siguió después, le dire únicamente que antes de entrar en la capital me deshice de la katana robada.
»Esta es toda mi confesión. Siempre tuve la convicción de que mi cabeza colgaría algún día de un árbol; senténcienme a la pena capital. —(Actitud desafiante.)
CONFESION DE LA MUJER QUE LLEGO AL TEMPLO SHIMIZU
—El hombre, que vestía el kimono de seda azul, después de ultrajarme lanzó una mirada sarcástica a mi esposo, que estaba atado en el tronco de un cedro. ¡Qué humillación habrá sentido mi marido! Cuanto más se empeñaba en liberarse, más se hundía la soga en su cuerpo. Desesperada, corrí hacia él. No, mejor dicho, quise correr. Pero al intentarlo, el bandido me derribó.
»En ese preciso instante advertí un brillo extraño en los ojos de mi marido; tenía una expresión indescriptible… Lo recuerdo y todavía me hace estremecer. El, al no poder hablar, procuraba expresarse de ese modo. Sus ojos no denotaban ni furor ni angustia… despedía un brillo frío, que reflejaba su desprecio hacia mí. Más herida por esos ojos que por el golpe del ladrón, dejé escapar un gemido y me desvanecí.
»Después de largo rato (creo), recobré el conocimiento, y advertí que el hombre del kimono azul había desaparecido. Estaba solamente mi marido, atado todavía al árbol. Me incorporé sobre las hojas de bambú y dirigí hacia él mis ojos. Pero el brillo de los suyos no había cambiado; me observaba con la misma frialdad, reafirmando, su desprecio, y en lo más profundo, también su odio. Vergüenza, rabia, angustia… ; no sé bien lo que sentí entonces, me levanté, vacilante, y me acerqué a él:
»—Takejiro —le dije—, después de lo sucedido, no podría seguir viviendo contigo. He decidido matarme, pero… tú también debes morir. Viste lo que me ha hecho: no puedo dejarte vivir.
»Hice un gran esfuerzo para decirlo. Pero él seguía mirándome sin inmutarse. Sentí que mi corazón latía con violencia. Busqué afanosamente la espada de mi marido. En vano; por lo visto, el bandido había robado sus armas. Fue una suerte que allí cerca encontrara mi puñal. Sosteniendo el arma en alto, volví a decirle:
»—Ahora, dame tu vida. Yo os seguiré inmediatamente.
»Al escucharme, movió apenas los labios. Con la boca llena de hojas, no podía articular palabras. Sin embargo, con sólo mirarle adiviné su intención. Con profundo desprecio me decía: “Mátame”. Sin poderme dominar, enloquecida, clavé la daga en su pecho, a través del kimono color lila. Luego volví a desvanecerme. Cuando tiempo después me recobré, mi marido había muerto. Un rayo del sol poniente, filtrado a través del follaje, iluminaba su rostro sin color. Llorando, quité la ataduras de aquel cuerpo. Después… No tengo fuerzas para hablar de lo que me ocurrió después. Hice todo lo posible para darme muerte; clavé el puñal en mi garganta, me arrojé al lago, cerca de la montaña; péro todo en vano. Aquí estoy, frustrados mis intentos, con el peso agobiante de mi deshonra a cuestas —(Sonríe tristemente.)
»Es de creer que a una mala mujer como yo, hasta el mismo Bodhisattva niegue su piedad.
»En fin yo, que maté a mi esposo, que fui violada por un bandido, ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que yo… yo…? —(Estalla de pronto en violentos sollozos.)
VERSION DEL MUERTO NARRADA POR LA VIDENTE
—Después de violar a mi mujer, el bandido se sentó junto a ella y le habló, tratando de consolarla. Naturalmente, yo no podía hablar; estaba atado al tronco del cedro, amordazado. Sin embargo, intentaba decirle con los ojos una y otra vez: “No creáis en ese canalla, es mentira todo lo que dice”. Pero ella, sentada sobre las hojas de bambú con las piernas encogidas, se miraba las rodillas con obstinación. Esa actitud me hizo suponer que estaría escuchando las palabras del hombre. Los celos me torturaban.
»El bandido, hábil en la conversación, le hablaba de una y otra cosa, hasta que llegó a proponerle con el mayor descaro:
»—Ya que habéis sido injuriada en vuestro honor, no podréis seguir junto a vuestro esposo. A cambio de eso, y puesto que no seríais felices, ¿no preferirías ser mi mujer? Fue el amor que me inspirastéis lo que me llevó a cometer tal violencia contra vos.
»Mi mujer le escuchó fascinada y alzó la cabeza. Nunca la vi tan hermosa como en ese momento. Pero, ¿qué respondió ante su mismo esposo, víctima como ella de ese malhechor? Ahora vago perdido en el espacio, pero no podré evitar la rabia y los celos mientras recuerde sus palabras:
»—Bien, llévadme adonde queráis. —(Largo silencio.)
»Y no fue este el único delito de mi mujer. Si hubiera sido tan sólo esto no sufriría tanto en esta oscura eternidad. Cuando, como en sueños, se disponía a partir del brazo de aquel hombre, palideció repentinamente y señalándome, exclamó:
»—Matadle. No puedo unirme a vos mientras él esté con vida —y repitió varias veces, enloquecida: —Matadle —aún ahora sus palabras quieren arrastarme en torbellino al negro abismo.
»¿Habrían salido alguna vez palabras tan atroces de labios de un ser humano? ¿Habrían entrado tan odiosas frases en oídos de algún mortal? Alguna vez, semejante… —(Súbitamente, ríe con desprecio).
»El mismo bandido se quedó perplejo de oírlas: “¡Matadle!” Ella continuaba gritando y se aferraba al brazo del delincuente. El la miró fijamente y no contestó.
»Antes de pensar en la respuesta, la arrojó al suelo de un puntapié. —(Nuevamente una carcajada desdeñosa).
»Luego se cruzó de brazos tranquilamente y mirándome, dijo:
»—¿Qué piensas hacer con esta mujer? ¿La matas o la perdonas? Contéstame con la cabeza. ¿La matas? —por sólo estas palabras perdonaría la acción del individuo. (De nuevo largo silencio.)
»Mientras yo vacilaba en contestar, mi mujer dió un grito y echó a correr bosque adentro. El bandido se abalanzó tras ella, pero no logró alcanzar ni la manga de su kimono.
»Fugada mi mujer, el hombre tomó mi katana, mi arco y mis flechas. Luego cortó en un solo sitio la soga con que me había atado. Recuerdo que al salir del bosque murmuró:
»—Ahora se juega mi suerte.
»Siguió un profundo silencio. No, oí que alguien sollozaba. Mientras me quitaba las sogas escuché con atención, y note que era mi propio sollozo —(Largo silencio.)
»A duras penas separé del árbol mi cuerpo entumecido. Delante de mi brillaba la pequeña daga que había dejado mi mujer. La tomé y la hundí en mi pecho. Un coágulo de sangre subió a mi garganta, pero no sentí ningún dolor. A medida que mi cuerpo se enfriaba, a mi alrededor todo se volvía más silencioso y solemne. Ni siquiera el canto de un pájaro se oía en el aire de aquel lugar mortal en la cañada de la montaña. Sólo una débil claridad caía sobre las hojas, pero también, fue desapareciendo, hasta que los cedros y los bambués se borraron de mi vista. Tendido en el suelo, un hondo silencio me envolvía.
»En ese momento alguien se acerco a mi con pasos cautelosos. Traté de ver quien era; pero la oscuridad me lo impidió. Alguien, alguien que no pude ver, una mano invisible, quitó suavemente el arma hundida en mi pecho, al tiempo que otro coágulo me volvía a llenar la boca. Y de nuevo me hundí en el oscuro espacio; por última vez, para siempre.