Stephen King, Cell. Londres, Hodder & Stoughton, 2006.
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Stephen King es, además de un escritor, una marca comercial: los libros que aparezcan firmados por él se venderán sin importar su calidad porque la mayoría de sus lectores son, primero, consumidores, habituados a comprar productos de características uniformes. Más aún, la marca King ha estado ya tanto tiempo entre nosotros que los fans perdonan cualquier decepción con la misma fórmula: «pero después de todo es un libro de Stephen King», dicen, «y King no decepciona nunca», lo que es un ejemplo notable, aunque no infrecuente, de pensamiento mágico. (más…)
He aquí un cuento de Fritz Leiber (1910-1992), escritor estadounidense: uno de los maestros más celebrados de la literatura fantástica de su país y el inventor de varios subgéneros del horror sobrenatural. Nada de su originalidad ha pasado a sus imitadores. «Voy a echar los dados» («Gonna Roll the Bones») apareció en 1968, en el tomo II de la antología Visiones peligrosas y el español Domingo Santos lo tradujo primero con el título «Voy a probar suerte».
VOY A ECHAR LOS DADOS
Fritz Leiber
De pronto, Joe Slattermill supo que tenía que irse pronto, pues si no la impaciencia le obligaría a darse golpes contra los remiendos y los parches que mantenían en pie la decadente casa, que era algo así como un conjunto de grandes naipes de madera y otros materiales entremezclados. Lo único bueno era la chimenea, el horno y el hogar que veía a través de la cocina.
Éstos sí eran de piedra sólida. El hogar, lleno de rugientes llamas, le llegaba hasta la barbilla y tenía el doble de ancho. Encima se veían las puertas cuadradas de los hornos. En ellos, su esposa amasaba y después cocía lo que luego vendía para ayudar a pagar los gastos. Sobre los hornos, bien altos para que su madre no los alcanzara y para que Don Tripas no saltara, en la repisa, se hallaba toda una serie de objetos curiosos, si bien todo lo que no fuera de porcelana, de piedra o de cristal había sufrido el efecto de las décadas de calor, de tal forma que parecían cabezas humanas achicadas y negras pelotas de golf. En un extremo estaban agrupadas las cuadradas botellas de ginebra de la esposa, y sobre la repisa había un antiguo cromo, tan alto y tan ennegrecido por la grasa y el hollín que no se podía distinguir si los remolinos y la gruesa figura en forma de cigarro era un ballenero ante un huracán o una nave espacial precipitándose entre una tormenta de motas de polvo arrastradas por la energía lumínica.
Tan pronto como Joe comenzó a mover los dedos de los pies dentro de las botas, su madre se dio cuenta de sus intenciones.
—Ya va a salir a holgazanear —murmuró—. Con los bolsillos de los pantalones llenos del dinero que tendría que gastarse en la casa, pero que va a tirar en algún pecado.
Tras decir esto, continuó masticando los largos trozos de carne que arrancaba al esqueleto del pavo, mientras que con la otra mano tenía a raya a Don Tripas, que la miraba fijamente con sus grandes ojos amarillos, retorciendo la cola que remataba sus adelgazados flancos. Con su vestido sucio, lleno de parches como los costados del pavo, la madre de Joe parecía una ajada bolsa marrón, de la cual salían, como ramas abultadas, sus dedos quebradizos.
Desde donde estaba el horno situado en el centro, la mujer de Joe lo supo tan pronto como la madre o antes. Mirando a su marido, esbozó una de sus desvaídas sonrisas. Antes de cerrar la puerta, Joe pudo ver que se estaban cociendo dos largas, chatas y estrechas hogazas, junto a otra alta y coronada por una cúpula redonda. Envuelta en su vestido violeta, la mujer de Joe era delgada como la muerte y el hambre. Sin mirar, alargó un flaquísimo y largo brazo, tomó la más cercana de las botellas de ginebra y bebió un buen trago, luego volvió a sonreír. Y sin que intercambiaran una sola palabra, Joe supo que ella le habría dicho:
—Vas a salir, a jugar, a emborracharte y a correr una juerga para venir luego a pegarme e ir a la cárcel otra vez.
Entonces recordó la última vez que había estado en la cárcel. Había sido muy desagradable; la recordó a ella acercándose a medianoche con la luz de la luna alumbrándole los lugares de su cabeza donde habían quedado las huellas de los golpes, para susurrarle cosas a través de la ventanita del fondo, mientras le pasaba una botella por entre los barrotes.
Fue entonces cuando Joe supo, con seguridad, que esta vez el lío sería igual o peor. Pero, aun así, se levantó, con sus bolsillos que sonaban llenos de dinero y se deslizó hasta la puerta.
—Voy a echar los dados. A darme una vuelta y regreso —murmuró, mientras balanceaba los brazos de nudosos codos como si fueran ruedas de paletas, para que toda la cosa tomara un tinte de broma. Al salir, durante unos segundos mantuvo la puerta un poco abierta. Cuando finalmente la cerró, un intenso sentimiento de tristeza se apoderó de él. Años atrás, Don Tripas se hubiera apresurado a colarse por la gatera, para acompañarlo, buscando hembras y peleas en vallados y techos. Pero ahora, el muy cómodo, se contentaba con quedarse en casa y disfrutar del fuego mientras trataba de robar algún trozo de pavo y se peleaba con la escoba, compartiendo la velada con dos mujeres que se hallaban limitadas a quedarse en casa. Joe sólo fue seguido por el ruido de su madre al masticar y por el tintineo de la botella de ginebra al ser apoyada sobre la repisa, mientras el piso crujía bajo sus pies.
Profundamente hundida entre las escarchadas estrellas, la noche estaba patas arriba. Algunas estrellas parecían moverse, como los chorros de luz blanca que surgían de las toberas de las naves espaciales. Más abajo parecía que toda la ciudad de Ironmine había apagado o soplado la luz para irse a dormir, dejando las calles y los espacios a las brisas y los fantasmas, todos invisibles. Pero Joe se hallaba todavía en el hemisferio de los olores musgosos y secos de la madera comida por los gusanos que quedaba atrás. Y mientras sintió y oyó que el césped seco de afuera le rozaba las piernas, se le ocurrió que algo desde muy dentro de sí mismo había planeado las cosas, desde hacía años, para que él mismo, la casa, su mujer, su madre y Don Tripas terminaran juntos. Realmente parecía un milagro que el calor no hubiera llegado a los lugares donde se guardaban las cosas inflamables.
Encogido de espaldas, Joe no se encaminó hacia la parte alta, sino hacia abajo, por el camino de tierra que pasando por el Cementerio de los Cipreses llevaba hacia la Ciudad Nocturna.
La brisa era suave esta noche, pero inquieta y variable, como los chillidos de un duendecillo. Más allá de la valla del cementerio, blanqueada a nieve, se agitaban los flacuchos árboles, como si se estuvieran acariciando las barbas de helechos. Joe parecía sentir que los fantasmas también estaban inquietos, sin saber, tal como le sucedía a la brisa, a quién sorprender, o dónde pasar la noche afuera, vagando con otros compañeros igualmente lujuriosos y melancólicos. Entre los árboles lucían las verdes y vampirescas luces que pulsaban débil e irregularmente, como luciérnagas enfermas o como una nave espacial atacada por la peste. El profundo sentimiento de desgracia y melancolía no abandonaba a Joe, ahondándose de tal forma que estuvo tentado de apartarse y acurrucarse en alguna tumba de aspecto conveniente, o alrededor de alguna lápida, robándole a la esposa y a los otros el final compartido. Pensó: «Voy a echar unos huesitos. Los echo un rato y, después, a la cama». Pero mientras decidía qué hacer se dio cuenta de que ya había pasado la verja abierta, la cerca destartalada y todo el resto.
Aunque al principio le pareció que la Ciudad Nocturna estaba tan muerta como el cementerio, luego pudo distinguir un tenue resplandor, tan enfermizo como las luces vampirescas pero más enfebrecido, y una música juguetona que sonaba tan débil que parecía hecha a propósito para hormigas retozonas. Mientras recordaba con nostalgia los días en que sus piernas se movían inquietas, llenas de vida, y desembocaban en una pelea, cayendo como un gatazo o una araña de arena marciana, se zangoloteaba por el sendero. Hacía muchos años ya que no se encontraba envuelto en una buena pelea, y que no sentía la fuerza. Poco a poco, la música liliputiense creció hasta volverse tan estruendosa como lo requería un oso, tan ensordecedora como una polka para elefantes. Mientras, el resplandor se trocó en un estallido de luces, de tubos de mercurio de coloración cadavérica, de juguetonas luminiscencias de neón de rosados colores, burlándose de las estrellas y de los espacios donde reinaban las naves interestelares. Luego, se encontró frente a una fachada simulada, de tres pisos de alto, coronada por un tenue fuego fatuo de color azulado. En su centro había una gran puerta batiente que escupía luces hacia arriba y hacia abajo. Por encima de la entrada se veía un letrero de luces doradas que anunciaba una y otra vez, con rizos y torneados adornos: «El Osario», mientras un truculento resplandor rojizo agregaba: «Casa de Juego».
¡Así que ése era el nuevo lugar del que tanto se había hablado! ¡Por fin se había inaugurado! Joe Slattermill experimentó, por primera vez esa noche, un auténtico estremecimiento de alegría y la delicada caricia del entusiasmo.
«Voy a echar unos huesitos», pensó.
Con amplias y descuidadas palmadas, desempolvó sus verdeazuladas ropas de trabajo e hizo tintinear el dinero dentro de los bolsillos. Luego echó los hombros atrás y sonrió con desdén, mientras empujaba las puertas batientes con un ademán firme, como si le diera una bofetada a un tonto.
El interior de «El Osario» era enorme, como para albergar a toda una ciudad, y el bar parecía tan interminable como las vías del tren. Redondos oasis de luz color verde provenientes de las mesas de póquer alternaban con zonas de sugestiva media luz, a través de las cuales se veía pasar a las chicas que se encargaban del cambio y las que entretenían a la clientela, con pasos que las asemejaban a brujas de blancas piernas. En la plataforma donde se hallaba la orquesta, danzarinas exóticas hacían resbalar sus blancas figuras de reloj de arena. Los jugadores eran corpulentos y se doblaban sobre las cartas como si fueran hongos, todos calvos de tanto agonizar sobre una carta o un dado, o una bola de marfil.
Las voces de los croupiers y los chasquidos de las cartas eran suaves, pero de un firme staccato, como los susurros y suaves golpes de los tambores de jazz. Cada uno de los átomos del lugar se agitaba de un modo controlado. Hasta las motas de polvo danzaban tensas en los conos de luz.
Ahora el entusiasmo de Joe se incrementó y sintió que lo recorría, tal como la brisa que precede al ventarrón, un hálito tibio de confianza en sí mismo que, lo sabía, podía llegar a convertirse en un tornado. Todos los pensamientos que había tenido sobre la esposa, la madre y la casa se desvanecieron. El único que quedó fue Don Tripas caminando perezosamente en los bordes de su conciencia, como buen holgazanote que era. Los músculos de las piernas de Joe se contrajeron con simpatía y comenzó a sentirse extraordinariamente fuerte.
Mientras su mano, extendida negligentemente como si no le perteneciera, tomaba una copa de la bandeja de una de las chicas que pasaba, miró a su alrededor con aire frío e inquisitivo. Finalmente, se dirigió hacia la que juzgó ser la Mesa Más Destacada. Todos los Hongos Importantes parecían hallarse allí, calvos como el resto, pero manteniéndose bien erguidos. Entonces, a través de una brecha, Joe vio, al otro lado de la mesa, una figura más corpulenta que las demás, pero ataviada con un largo gabán con el cuello alzado y coronado por un oscuro sombrero de ala requintada en forma tal que solamente se veía de su cara una muy pequeña parte en forma de triángulo. En Joe nació una sospecha y una esperanza, y arremetió para hacerse lugar entre los Hongos Importantes.
A medida que se acercaba, las camareritas de blancas piernas remolineaban y se alejaban, mientras que sus sospechas recibían una confirmación tras otra, y su esperanza florecía y se desperezaba. En uno de los extremos de la mesa estaba el hombre más gordo que jamás había visto, con un largo cigarro, un chaleco color plateado y una corbata de moño dorada de unos veinte centímetros de diámetro, en la que se leía, en gruesas letras: «Señor Huesos». Al otro extremo, un poco más retirada, vio a la chica encargada del cambio. Era la más desnuda que jamás hubiera imaginado, y la única que, en su bandeja situada poco más abajo de sus senos, llevaba un enorme montón de oro que formaba relucientes pilas, junto con fichas del negro más intenso. La chica que se encargaba de los dados, más delgada y alta que su esposa, no parecía llevar encima mucho más que el largo par de guantes blancos. Si a uno le gustaba el tipo que no son más que pálida piel sobre unos huesos, con pechos que parecían picaportes de porcelana blanca, estaba muy bien.
Junto a cada jugador había una mesita alta y redonda para las fichas. La que correspondía a la brecha que se había abierto Joe estaba vacía. Chasqueando los dedos para llamar a la chica que cambiaba las fichas, convirtió sus grasientos dólares en un número similar de pálidas fichas y pellizcó su pezón izquierdo para que le trajera suerte. Juguetonamente, la muchacha hizo ademán de morder sus dedos.
Sin apurarse, pero tampoco sin perder tiempo, avanzó y dejó caer descuidadamente su modesta apuesta sobre la mesa vacía, ocupando su lugar en la brecha. Observó que el segundo Hongo Importante que había a su derecha tenía los dados. Su corazón dio un enorme salto, pero ninguna otra parte de su cuerpo dejó entrever su emoción. Luego, con tranquilidad, levantó sus ojos para mirar al otro lado de la mesa.
El gabán era un resplandeciente y elegante tubo de satén negro, con botones de azabache; el cuello alzado era de un suave terciopelo negro como un oscuro sótano, mientras que el sombrero gacho, requintado y con ala caída, llevaba como cinta una delgada hebra de crin. Las mangas del gabán eran otras dos columnas menores de satén, que terminaban en manos largas y delgadas, de dedos afilados que, cuando su dueño quería, se movían rápidamente; pero si no, podían adoptar la quietud de una estatua.
Joe todavía no podía ver mucho de la cara, excepto la suave parte inferior de la frente, que no presentaba ni huella ni transpiración; las cejas, que eran como un segmento desprendido del sombrero, y las delgadas y aristocráticas mejillas, en cuya unión se hallaba, sin embargo, una nariz algo achatada. El color de la piel de la cara era tan blanco como a la primera impresión. Sin embargo, tenía un ligero tinte amarronado, como el marfil que ha comenzado a envejecer o la piedra jabón de los venusianos. Otra mirada a las manos confirmó lo que pensaba.
Detrás del hombre de negro se hallaba el grupo de los clientes más desagradables que Joe hubiera visto jamás. A primera vista se dio cuenta de que cada uno de estos enjoyados y acicalados matones tenía un revólver debajo del chaleco y una navaja en su bolsillo, mientras que cada una de las muchachas de ojos perversos llevaba un estilete en la liga y una daga de mango de plata en el hueco que quedaba entre sus senos.
Sin embargo, Joe supo también que todos ellos no tenían mayor importancia. El Amo era el hombre de negro, aquel a quien no se puede mirar, aunque sea superficialmente, sin saber que es muy difícil tocarlo y seguir viviendo. Si, sin preguntarle, se ponía un dedo en una de esas mangas, por respetuoso y gentil que fuera el movimiento, una de las blancas manos se agitaría e inmediatamente daría una puñalada o un tiro. O tal vez el simple contacto fuera capaz de matar, como si cada uno de los negros artículos de su vestimenta se hallaran cargados hacia afuera con una electricidad de alto voltaje y alto amperaje proveniente de la piel.
De nuevo, Joe miró la cara semicubierta por la sombra del sombrero y decidió no intentarlo.
Porque lo más impresionante de todo eran sus ojos. Todos los jugadores tienen ojos profundos y sombreados de negro. Pero esos ojos estaban tan hundidos que no se podía estar realmente seguro de captar su brillo. Parecían inescrutablemente desencarnados. Como grandes agujeros de completa negrura, eran inimaginables.
Sin embargo, todo esto, aunque le asustó terriblemente, no desilusionó a Joe lo más mínimo. Le llevó a una exultante alegría. Sus primeras sospechas se habían confirmado y sus esperanzas florecieron por completo.
Ese debía de ser uno de esos jugadores realmente importantes que llegaban a Ironmine sólo de vez en cuando, tal vez una vez cada década, procedente de la Gran Ciudad, en uno de los barcos fluviales que recorrían las orillas como lujosos cometas, dejando largas colas de chispas que surgían de sus chimeneas altas como sequoias, coronadas del follaje de planchas de acero cuidadosamente curvadas. O también como plateadas naves espaciales con docenas de flamígeros chorros de luz, y con portezuelas que relucían como filas de asteroides.
Tal vez algunos de esos jugadores verdaderamente notables venían de otros planetas, donde la noche estaba llena de placeres, y la vida de los jugadores era un delirio de riesgo y alegrías.
Sí. Ése era el tipo de hombre con el cual Joe siempre había querido competir en habilidad. Comenzó a sentir que el poder cosquilleaba en sus dedos, aún completamente inmóviles.
Joe bajó la vista hacia la mesa. Su ancho era el de la altura de un hombre, y su largo dos veces mayor. También la halló extrañamente profunda, forrada no de paño verde sino de negro, lo cual hacía que se pareciera al ataúd de un gigante. Había algo familiar en su forma que no pudo discernir bien. Su fondo, no sus lados ni extremos, se destacaba por una rara iridiscencia, como si hubiera sido rociada con diamantes muy pequeños. Cuando Joe bajó bien la vista, para tratar de llegar hasta su fondo, le pareció que descendía hasta el otro lado del mundo, y que el resplandor era de las estrellas de las antípodas, visibles a pesar de la presencia de la luz del sol, tal como él podía verlas de día desde las profundidades de la mina en que trabajaba. Realmente parecía que si un jugador, después de haberlo perdido todo, se inclinaba demasiado sobre esa mesa, caería para siempre, hacia el más insondable abismo, ya sea el Infierno o alguna negra galaxia.
Joe sintió que sus pensamientos giraban como en un torbellino, y notó el frío y cruel apretón del miedo en la garganta.
Cerca de él, oyó que alguien decía con voz suave:
–Vamos, Big Dick.
Luego, los dados, que mientras tanto habían pasado al Hongo Importante que se hallaba a su derecha, fueron lanzados al centro de la mesa, contradiciendo y borroneando la visión de Joe. Al momento fue testigo de otra extraña circunstancia que absorbió su atención. Los dados de marfil eran desusadamente voluminosos, con esquinas redondeadas y marcas grandes y rojas, que relucían como rubíes y se hallaban ordenadas de tal modo que formaban un cráneo en miniatura. Por ejemplo, el siete que acababa de tirar el Hongo Importante de su derecha, y a raíz del cual había perdido, consistía en un dos con cada uno de los puntos espaciados formando dos ojos, en vez de hallarse en las esquinas opuestas, y en un cinco con los mismos dos puntos que se asemejaban a ojos, pero también con una nariz en el centro y dos marcas más juntas por debajo, que parecían dientes.
Envuelto en su guante, el largo brazo de la chica encargada de los dados se extendió como una cobra, los cogió y los arrojó hacia el borde de la mesa, enfrente de Joe. Este inspiró profunda pero silenciosamente, tomó una única ficha de su mesa e iba ya a ponerla junto al dado cuando se dio cuenta de que aquí las cosas no se hacían de ese modo. A pesar de sentir un agudo deseo de examinarla de cerca, volvió a poner la ficha en su lugar. Era curiosamente liviana, de color pálido, como el de la crema cuando se le pone un poquito de café, y tenía grabado un símbolo que podía sentirse pero no verse. No pudo darse cuenta de qué símbolo era, pues para eso tendría que haberla tenido más tiempo entre sus dedos. Sin embargo, el roce de la ficha le había transmitido una desagradable impresión, confirmando la sensación cosquilleante del poder.
De un modo aparentemente indiferente, Joe miró a las caras de quienes le rodeaban, sin perderse, por supuesto, una ojeada al Gran Jugador, enfrente de él, y dijo con voz queda:
–Me juego un centavo.
Indudablemente, eso quería decir una de las fichas de color pálido, o sea, un dólar.
Se oyó un silbido de indignación procedente de donde se hallaban situados los Hongos Importantes, y la cara de luna del barrigón señor Huesos se tomó púrpura, mientras se adelantaba a llamar a sus matones.
El Gran Jugador levantó uno de los brazos envueltos en satén negro y terminado en la mano escultural, con la palma hacia abajo, y se vio que, instantáneamente, el señor Huesos se inmovilizaba, mientras el silbido indignado se apagó más rápido que el centelleo de un meteoro en el acero infinito del espacio. Luego, con una culta y casi susurrada voz, llegó la respuesta del hombre de negro:
–Veamos cómo aceptan esta apuesta, señores.
He aquí, pensó Joe, la forma en que todas sus sospechas eran confirmadas, si tal cosa fuera necesaria. Los jugadores realmente importantes eran perfectos caballeros, generosos con los pobres.
En forma respetuosa y sólo ligeramente teñida de desaprobación, uno de los Hongos Importantes le dijo a Joe:
–Veo esa apuesta.
Joe levantó los dados con marcas de rubí.
Nunca, desde la vez que detuvo en seco el vuelo de dos huevos en un plato, o desde que ganó todas las canicas de Ironmine, o desde que se dio maña para que cuatro letras del alfabeto tiradas al aire cayeran formando con exactitud la palabra «Mamá», Joe Slattermill había logrado tal precisión en los tiros. En la mina podía hacer carambola con una piedra que sacaba de la muralla para partirle el cráneo a una rata a quince metros de distancia en la oscuridad, y a veces se divertía arrojando pedacitos de roca al lugar del que habían sido tomados, de tal forma que se adaptaran perfectamente al agujero que las había contenido y se mantuvieran allí durante unos segundos. Gracias a la rapidez con que lo hacía, algunas veces pudo volver a colocar de esta forma seis o siete fragmentos, como si armara un rompecabezas. Si Joe hubiera ido al espacio, tal vez hubiera sido capaz de pilotar seis vehículos lunares a la vez, o componer, con los ojos vendados, figuras de ochos alrededor de los anillos de Saturno.
Ahora bien, la única diferencia entre arrojar rocas o letras del alfabeto con toda precisión y ganar a los dados es que se hace necesario lograr que reboten contra los bordes de la mesa. Esto era lo que, precisamente, lo hacía tan interesante para Joe.
Al hacer rodar los dados entre sus manos, sintió, más intensamente que nunca, el poder en ellas y en su palma.
Los arrojó rápidamente, tirando bajo, de tal forma que fueron a dar exactamente frente a la enguantada chica encargada de los dados. Tal como él lo había deseado, su siete se componía de un cuatro y un tres. Sus marcas, rojas, eran similares a las del cinco, excepto que ambos tenían solamente un diente, y el tres no tenía nariz. Diríamos que se trataba de cráneos con cara de bebé. Había ganado un centavo, o sea, un dólar.
—Me juego dos centavos —dijo Joe Slattermill.
Para variar, esta vez tiró para sacar un once. El seis era igual que el cinco, excepto por el hecho de que tenía tres dientes. Era la calavera más bonita de todas.
—Me juego cinco centavos menos uno.
Dos de los Hongos Importantes cubrieron la apuesta con un desdén encubierto a medias, y compartido entre sonrisas.
Esta vez Joe tiró un tres y un as. Su meta era el cuatro. El as, con su único lunar situado fuera del centro, hacia uno de los lados, seguía pareciendo una calavera, tal vez la de un cíclope liliputiense.
Se tomó cierto tiempo para tirar el cuatro que necesitaba, arrojando los dados para sacar, distraídamente, tres dieces seguidos en forma bien difícil. Quería ver cómo se las apañaba la chica encargada de los dados para recogerlos. Cada vez que ella los cogía, Joe tenía la sensación de que sus dedos, rápidos como una serpiente, se insinuaban bajo los dados mientras que todavía parecían estar apoyados sobre la mesa. Finalmente, decidió que no debía ser una ilusión, puesto que si bien los dados no podían penetrar dentro de la felpa, sus dedos enguantados sí podían, hundiéndose con la rapidez del relámpago en el material blanco con incrustaciones brillantes, como si no existiera.
Inmediatamente, Joe volvió a sentir que la mesa era un agujero que atravesaba la tierra. Esto significaba que los dados rodaban hasta que, finalmente, se detenían sobre una superficie perfectamente plana y transparente, impenetrable para ellos, pero para nada más. O tal vez fueran las manos de la muchacha que recogía los dados las que podían penetrar en la superficie, lo que convertiría en una mera fantasía la sensación que había tenido Joe de que un jugador que lo había perdido todo podría sumergirse en una Gran Zambullida por esa tremenda falta de continuidad que hacía que la más profunda de las minas pareciera un simple agujerito.
Joe decidió que tenía que saber lo que sucedía. A menos que fuera absolutamente inevitable, no quería sentir que el vértigo podía acecharle y atacarle en un momento crucial del juego.
Sin tomar ninguna decisión, tiró unas cuantas veces más, mientras hablaba bajito para dar más realismo a la situación: «Vamos, vamos, Joe». Finalmente, decidió llevar a cabo su plan. Cuando tiró el número que necesitaba, de la manera más difícil, con dos doses, hizo que los dados rebotaran en el borde más alejado, a fin de que se detuvieran bien cerca de él. Luego, tras hacer una mínima pausa para que la gente sólo tuviera tiempo de darse cuenta de que había sacado el número que necesitaba, alargó la mano izquierda hacia los dados, justamente un instante antes de que la muchacha lo hiciera, y los recogió.
¡Ayyy! Joe nunca, ni siquiera cuando una avispa le había picado en el cuello precisamente cuando, por primera vez, estaba deslizando la mano debajo del vestido de su pudorosa e inconstante futura esposa, pasó un momento más difícil tratando que su cara y su actitud no revelaran lo que sentía su cuerpo. Sus dedos y el dorso de la mano le dolían tan agudamente como si los hubiera metido en un horno en funcionamiento. Con razón la muchacha usaba guantes. Debían de ser de amianto. Por suerte, no había usado la mano derecha, pensó, mientras veía cómo se levantaban las ampollas.
Recordó algo que le habían enseñado en la escuela: bajo la corteza, la tierra era tremendamente caliente. Seguramente la mesa—agujero debía de irradiar ese calor, así que cualquier jugador que diera la Gran Zambullida se freiría antes de haber caído un trecho más o menos largo, llegando a China convertido en cenizas.
Y como si la dolorida mano fuera poco, los Hongos Importantes susurraban otra vez, y el señor Huesos se había vuelto a poner púrpura mientras abría su boca, del tamaño de un melón, para llamar a sus matones.
Una vez más, la mano del Gran Jugador se alzó para salvar a Joe. La voz suave y susurrante lo llamó y dijo:
–Explíquele, señor Huesos.
Este rugió a Joe:
–Ningún jugador puede recoger los dados que él u otra persona ha tirado. De eso se encarga la muchacha. jNormas de la casa!
Joe le dedicó al señor Huesos la más parca de sus muecas de asentimiento. Dijo con tono frío:
–Me juego diez centavos menos dos.
Y cuando esa apuesta, todavía pequeña, fue aceptada, tiró los dados y continuó jugando sin marcar los puntos que lo harían ganar, sacando cualquier cosa menos el cinco o el siete, hasta que los dolorosos latidos de la mano se calmaron y, nuevamente, comenzó a tener pleno control de sus reflejos. No había experimentado la menor alteración en el poder de su mano derecha; lo sentía tan fuerte como siempre, o tal vez más.
Cuando se llegó a la mitad de este interludio, el Gran Jugador le hizo un gesto leve pero respetuoso a Joe, sin revelar bien el contorno de sus extraordinarios ojos antes de volverse y apropiarse de un largo cigarro negro, tomándolo de la bandeja de la más bonita y aparentemente más perversa de las muchachas que servían en el local. Encantado, Joe pensó que la cortesía, reflejada incluso en los más insignificantes detalles, era otro de los distintivos que señalaban al verdadero devoto de los juegos de azar. No cabía duda de que el Gran Jugador tenía a su servicio una importante dotación, pero cuando, con aparente distracción volvió a pasarles revista con la mirada, halló en el fondo un extraño sujeto que no parecía pertenecer a un lugar como éste. Se trataba de un hombre joven, de aspecto desaliñado pero elegante, con el cabello desgreñado y ojos que miraban fijamente, con las mejillas románticamente manchadas por la tuberculosis de los poetas.
A medida que observaba los rizos que formaba el humo debajo del ala del sombrero negro, Joe decidió que, o bien las luces que iluminaban la mesa se habían debilitado, o bien la piel del Gran Jugador se oscurecía lentamente, como si todo él se quemara poco a poco. Pensó que resultaba gracioso imaginar eso, pero realmente parecía que en ese lugar, se hubiera condensado suficiente calor como para que las cosas se ennegrecieran. Aunque, de acuerdo con su experiencia, ese calor parecía estar concentrado bajo la mesa.
Ninguno de los pensamientos de Joe –familiares o de admiración hacia el Gran Jugador– disminuían en lo más mínimo la idea de la suprema amenaza que sentía de que tocarlo sería encontrar la muerte. Si alguna duda hubiera seguido girando en la mente de nuestro héroe, inmediatamente se habría evaporado cuando sucedió el escalofriante incidente que entonces se produjo.
El Gran Jugador había tomado entre sus brazos a la más bonita de sus muchachitas, que era también la de aspecto más malvado. Le acariciaba gentilmente las caderas cuando el poeta, con el brillo verde de los celos en la mirada, se abalanzó como un gato salvaje, blandiendo una larga daga reluciente contra la espalda forrada de negro satén.
Joe no imaginó cómo podía fallar el ataque, pero sin retirar su aristocrática mano derecha del trasero de la muchacha, el Gran Jugador estiró el brazo izquierdo con la fuerza de un resorte de acero que se endereza. Joe no pudo saber si apuñaló al poeta en la garganta, si le dio un golpe de judo o si aplicó una de las mortales tomas marcianas, pero el hecho fue que el pobre muchacho se detuvo en pleno movimiento como si lo hubiera alcanzado una pistola para elefantes con silenciador, o un lanzarrayos, y cayó al suelo instantáneamente. Dos negros se acercaron para llevarse el cuerpo y nadie prestó la menor atención al hecho, como si esos sucesos fueran cosa común en el lugar.
La gran impresión que le produjo, casi hizo que Joe tirara su cinco ganador antes de lo que deseaba.
Ahora sentía que las oleadas de dolor habían dejado de atenazar su brazo izquierdo, y que sus nervios se hallaban tensos y afinados como las cuerdas de una guitarra nueva, de tal forma que tres tiros después sacó su cinco, ganando y disponiéndose a empezar a jugar de verdad.
De entrada, ganó nueve veces, haciendo siete veces siete puntos, dos veces once, y llevando su primera apuesta inicial de un dólar hasta cuatrocientos dólares. Todavía no se había retirado ninguno de los Hongos Importantes, pero algunos de ellos ya comenzaban a sentirse preocupados y dos sudaban copiosamente. Aunque desde las profundidades cavernosas de sus órbitas parecía seguir el juego con gran interés, el Gran Jugador todavía no había cubierto ninguna de las apuestas de Joe.
Entonces Joe tuvo un pensamiento diabólico. Esa noche nadie le iba a poder vencer, pero si seguía manteniendo los dados en su poder hasta que todos los de la mesa hubieran perdido su dinero, no podría llegar a ver al Gran Jugador ejercitando sus habilidades. Y esto era realmente importante para él. Además, pensó, tenía que devolver cortesía por cortesía y tenía que darse la oportunidad de ser él también un caballero.
–Saco cuarenta y un dólares menos cinco centavos –anunció–. Me juego un penique.
No se oyeron susurros sibilantes esta vez, y la cara de luna del señor Huesos no se ensombreció. Pero Joe era consciente de que el Gran Jugador le contemplaba con desilusión, con pena o tal vez sólo de un modo especulativo.
Entonces, alegre de ver las dos pequeñas calaveras más vistosas de todas, Joe se decidió a tirar un doce perdedor, y los dados pasaron al Hongo Importante de su derecha.
–Sabía cuándo se acabaría su suerte –oyó decir a otro Hongo Importante con admiración.
Aunque los jugadores no se enardecieron y las apuestas no subieron demasiado, el juego cobró velocidad alrededor de la mesa.
–Me juego cinco dólares. –Apuesto diez. –Juego veinte.
Alguna que otra vez, Joe cubrió parte de una apuesta, ganando siempre más de lo que perdía. Cuando los dados pasaron a las manos del Gran Jugador, tenía más de siete mil dólares y la cosa empezaba a ponerse buena.
El Gran Jugador los mantuvo durante cierto rato en la mano, con ademán firme, mientras los miraba pensativamente sin que apareciera en su frente una sola arruga de preocupación, y sin que brillara en sus sienes la más mínima gota de transpiración.
–Apuesto sesenta dólares.
Cuando estas palabras murieron en el aire, cerró los dedos, agitó ligeramente los dados, con un sonido como el que producirían varias semillas grandes dentro de una calabaza a medio secar, y negligentemente tiró los dados hacia el extremo de la mesa.
Joe nunca había visto tirar los dados así. Limpiamente, los huesecillos viajaron por el aire, sin girar sobre sí mismos, chocaron exactamente en la unión del borde lateral y la parte horizontal de la mesa y se detuvieron allí, sumando siete puntos.
Joe quedó muy desilusionado. Cada vez que él tiraba solía hacer los cálculos para que el resultado fuera, por ejemplo, lanzar un tres para arriba, un cinco al norte, dando dos vueltas y media en el aire, chocar en la esquina del seis – cinco – tres, rodar tres cuartos de vuelta y torcerse hacia un lado un cuarto, rebotar en el borde uno – dos, girar media vuelta hacia atrás, torcerse hacia la izquierda tres cuartos, caer sobre el cinco, rodar dos veces y obtener un dos.
Comparada con todo esto, la técnica del Gran Jugador había sido horrible, abismal y ridículamente simple. Claro que a Joe le hubiera sido muy fácil repetirla. No era más que una forma elemental de su antiguo pasatiempo en que trataba de volver a introducir los trozos de roca en sus agujeros originales. Pero a nuestro héroe jamás se le hubiera ocurrido intentar un tiro tan infantil en una mesa de juego. Haría todo lo que fuera muy simple y terminaría por quitarle interés al hecho.
Otra de las razones por la que Joe nunca había utilizado una técnica tan simple era porque no creyó jamás que el resto de los jugadores la aceptaran. De acuerdo con todas las reglas que conocía, un tiro así era de lo más cuestionable. Siempre existía la posibilidad de que uno u otro de los dados no alcanzara el borde de la mesa o bien quedara torcido entre el borde y la parte horizontal. Además, recordaba que solía ser una exigencia habitual que los dados rebotaran en los laterales y quedaran separados del borde una distancia mínima.
Sin embargo, y Joe se fijó bien en esto, los dados habían quedado pegados contra el borde del extremo. A pesar de lo cual todos los que rodeaban la mesa parecían aceptar el tiro. La chica de los dados ya los había recogido y el que aceptó la apuesta del Gran Jugador la estaba pagando. Parecía que en «El Osario» había una interpretación distinta de las reglas, y Joe consideraba que éstas jamás se debían cuestionar, tal como le habían aconsejado la esposa y la madre, a fin de que las cosas fueran más fáciles.
Además, en esa vuelta no había apostado dinero.
Con una voz parecida al sonido del viento entre los árboles del Cementerio de los Cipreses, o en Marte, el Gran Jugador anunció:
–Apuesto un siglo.
Era la mayor de las apuestas de esa noche, y llegaba a diez mil dólares. Además, el énfasis que el hombre de negro había puesto en sus palabras la hacía parecer todavía más grande. En el lugar se hizo el silencio. El jazz comenzó a sonar como con sordina, los gritos de los croupiers se tomaron más débiles e incluso las bolitas de la ruleta parecían hacer menos ruido al detenerse en sus casilleros. La gente que rodeaba la Mesa Más Destacada aumentó en número, y las muchachas y muchachos al servicio del Gran Jugador le rodearon procurando que nadie le estorbara al tirar.
Joe vio que la apuesta era de treinta dólares más de los que tenía en la mesa. Tres o cuatro de los Hongos Importantes tuvieron que hacerse señales antes de aceptarla.
El Gran Jugador arrojó los dados y, en la misma forma infantil de la primera vez, sacó otro siete.
Volvió a apostar la misma cantidad, y volvió a repetir la misma simpleza.
Y otra vez más.
Y otra vez más.
Joe estaba empezando a preocuparse e indignarse. Era injusto que el Gran Jugador estuviera ganando apuestas tan importantes con tales tiros maquinales y poco románticos. Los dados no giraban ni un ápice en el aire, así que ni siquiera se les podía llamar tiros. Era el tipo de comportamiento que uno esperaría de un robot, y habría que admitir que no sería un robot programado con imaginación. Joe no había arriesgado ninguna de sus fichas cubriendo una apuesta del Gran Jugador, pero si las cosas seguían así, se iba a ver obligado a hacerlo. Confesando su derrota, dos de los Hongos Importantes se habían retirado de la mesa, y ningún otro había ocupado los lugares vacíos. No tardaría mucho en surgir una apuesta que el resto de los Hongos Importantes no podrían cubrir, y entonces Joe tendría que decidirse entre arriesgar algunas de sus fichas o bien retirarse del juego. Y no podía hacer eso, no mientras el poder surgía de su mano derecha como el rayo encadenado.
Joe esperó y esperó, confiando en que aparecería alguien para cuestionar la forma en que el Gran Jugador tiraba los dados, pero nadie lo hizo. A pesar de sus esfuerzos por parecer imperturbable, se dio cuenta de que su cara se tomaba más y más roja.
Con un gesto de su mano izquierda, el Gran Jugador detuvo el movimiento de la muchacha de los dados, cuando ésta se disponía a recogerlos. Los ojos, como pozos profundos, miraron directamente a Joe, que se esforzó por mantener la mirada con tranquilidad. En ellos todavía no se podía hallar expresión alguna. Joe comenzó a sentir en su cuello el roce helado de una nada agradable sospecha.
Con perfecta amabilidad y con los mejores modales, el Gran Jugador dijo:
–Si bien la caballerosidad le impide decirlo en voz alta, tengo la impresión de que el excelente jugador que se halla frente a mí tiene dudas respecto a la validez de mi último tiro. Lottie, por favor, la prueba de la carta.
La altísima muchacha de marfil sacó una carta de un mazo guardado bajo la mesa, y se la pasó a Joe con un venenoso relampagueo de sus pequeños y blancos dientes. Este la cogió al vuelo y la examinó brevemente. Era la más delgada, rígida, chata y reluciente carta que jamás hubiera visto. Además, era el Comodín, por si esto fuera significativo. Perezosamente, se la volvió a pasar a la muchacha, y ésta la deslizó suavemente, dejándola caer por su propio peso, a lo largo del borde de la mesa junto al cual se hallaban los dados. Llegó hasta la pequeña depresión que dejaban los bordes redondeados entre la felpa negra y el resto del dado. Diestramente, la muchacha la movió sin esfuerzo alguno, demostrando así que no existía ningún espacio entre los cubos o entre ellos y los bordes de la mesa.
—¿Satisfecho? —preguntó el Gran Jugador.
Contra su voluntad, Joe movió la cabeza afirmativamente. El hombre negro le dedicó una inclinación de cabeza. La muchacha de los dados le sonrió con una mueca algo despreciativa de sus delgados labios, mientras inspiraba adelantando sus senos, blancos y pequeños como picaportes de porcelana, hacia nuestro héroe.
De un modo indiferente, casi con un aire de aburrimiento, el Gran Jugador continuó con su rutina de apostar su siglo y ganar con siete puntos. Uno tras otro, los Hongos Importantes se marchitaron y giraron sobre sus talones, con el rabo entre las piernas, alejándose de la mesa. Rápidamente, un tipejo de cara especialmente colorada fue llamado para ver si tenía alguna ayuda que ofrecer, pero sólo pudo perder los adicionales dineros apostados. Mientras tanto, las pilas de fichas pálidas y negras del Gran Jugador habían alcanzado ya una enorme altura.
Al tiempo que Joe se iba poniendo más y más furioso, sentía cada vez más miedo. Observó, tal como lo haría un halcón o un satélite espía, el rebotar de los dados contra el borde de la mesa, pero no pudo hallar justificación alguna para pedir otra prueba, ni tampoco se animaba a cuestionar las reglas imperantes en esta casa de juego ahora que el hombre de negro había tirado ya tantas veces los dados. Era enloquecedor, realmente alienante pensar que si hubiera podido poner sus manos sobre los cubos una vez más, habría destruido los negros pilares de esta supuesta aristocracia del juego. Se maldijo repetidamente por la forma suicida, presuntuosa y estúpida en que había pasado los dados cuando los tenía.
Para empeorar las cosas, el Gran Jugador comenzó a mirar a Joe fijamente con esos sus ojos que parecían minas de carbón. Tal como Joe pudo ver, ahora tiró tres veces sin mirar siquiera los dados o los bordes verticales de la mesa. Mientras le observaba, parecía tan desagradable como la esposa o la madre. Mirando, mirando, mirando a Joe.
Aquella fija observación de esos ojos que no eran ojos inundaba a Joe de un terrible miedo. Un terror sobrenatural se añadió a su certeza de que el Gran Jugador era un muerto. Nuestro héroe no cesaba de preguntarse con quién estaba jugando esa noche. Experimentaba curiosidad y miedo. Una curiosidad llena de terror, tan fuerte como su deseo de volver a tener los dados en su mano y ganar. Mientras el poder pulsaba en su mano como una locomotora frenada o un cohete que quiere ser disparado, sintió que sus cabellos se erizaban y que la carne se le ponía de gallina.
Mientras tanto, el Gran Jugador mantenía su compostura, su elegancia cubierta de satén y coronada por su sombrero cómplice, su compostura elegante, suave, cortés, letal. De hecho, lo peor que encajaba Joe era que, tras admirar el perfecto comportamiento del Gran Jugador en cuanto a las reglas del juego, ahora se veía confrontado al desencanto que le causaba su forma maquinal de tirar los dados, pudiendo únicamente atraparlo en algún mínimo detalle técnico.
La defección sistemática de los Hongos Importantes continuaba. El número de los espacios vacíos comenzó a sobrepasar a los llenos y, finalmente, sólo tres de ellos quedaron ocupados.
«El Osario» estaba ahora tan silencioso como el Cementerio de los Cipreses o como la Luna. La música se interrumpió y lo mismo sucedió con las risas alegres, al deslizarse de los pies, el chillido de las muchachas y el tintineo de los vasos y las monedas. Todo el mundo pareció concentrarse en lo que sucedía en la Mesa Más Destacada y los espectadores fueron agrupándose en una fila tras otra de silenciosa espera.
Joe se hallaba vapuleado por la sensación de que debía estar alerta, por el desprecio que experimentaba por sí mismo, por las salvajes esperanzas que le recorrían, por la curiosidad y por la audacia.
El tono de la piel del Gran Jugador continuaba oscureciéndose y llegó un momento en que Joe comenzó a preguntarse si no habría entrado en el juego con un negro, tal vez un brujo vudú a quien se le estaba disolviendo el maquillaje.
Muy pronto sucedió que hubo que enfrentar otra apuesta del mismo monto y los dos Hongos Importantes restantes no llegaron a cubrirla. Joe tuvo que sacar un diez de su pobre pila o decidirse a retirarse del juego. Al cabo de un momento de duda, optó por lo primero.
Y perdió.
Retrocediendo, los dos Hongos Importantes renunciaron al juego.
Joe sintió el impulso de confesarse vencido cuando los dos ojos implacables se dirigieron hacia él y oyó murmurar al Gran Jugador:
–Le apuesto su pila.
Después de todo, pensó Joe, sus seis mil dólares realmente impresionarían a su esposa y a su madre.
Pero no podía soportar la idea de tener que sentir las risas ahogadas de la multitud, o de pensar que debería recordar toda la vida que pudo tener una última oportunidad, no importa cuán débil fuera, de enfrentarse con el Gran Jugador y ganarle.
Asintió con la cabeza.
El hombre de negro tiró. Joe se inclinó sobre la mesa, olvidando su vértigo y siguiendo el movimiento de los dados con ojos de águila, con la precisión de un telescopio espacial.
–¿Satisfecho?
Joe sabía que tendría que contestar con un «sí», y luego retirarse con la cabeza tan alta como le fuera posible. Después de todo, sería la forma de actuar de un caballero. Pero luego se dijo que él no era un caballero, sino un pobre minero que se partía en dos trabajando y que lo único que poseía era una gran precisión tirando los dados.
También se dijo a sí mismo que, probablemente, era muy peligroso decir otra cosa que no fuera un «sí», rodeado como estaba de enemigos y extraños a su causa. Pero, después de todo, se preguntó qué derecho tenía él, un miserable mortal, de preocuparse por el peligro, él, que se veía obligado a llevar a su casa las manos vacías por el fracaso.
Además, uno de los dados, reluciente de rubíes, se hallaba ligeramente desalineado respecto al otro.
Fue el mayor esfuerzo de toda la vida de Joe, pero tragó saliva y se atrevió a decir:
–No. Lottie, la prueba de la carta.
La muchacha de los dados hizo una mueca de desprecio y retrocedió como si fuera a escupirle a los ojos. Joe tuvo la sensación de que su saliva sería mortal veneno de cobra. Pero el Gran Jugador le hizo una seña con un dedo, reprobando su actitud. Ella tiró una carta en dirección a Joe, lo hizo de un modo tan despreciativo que desapareció bajo la negra felpa durante un instante antes de llegar a las manos de Joe.
La carta estaba caliente y tenía un color marrón pálido, si bien no pudo hallar defectos en ella. Joe tragó con dificultad y se la devolvió.
Sonriéndole con un gesto venenoso, Lottie la hizo deslizar a lo largo del borde… Al cabo de un momento de suspenso, pasó por debajo del dado que a Joe le parecía sospechoso.
Una inclinación y luego un susurro.
–Tiene usted ojos de gran agudeza, señor. Mis más sinceras disculpas y… los dados son suyos.
Cuando Joe vio que los cubitos estaban enfrente de él, creyó que iba a sufrir un ataque de apoplejía. Todos los sentimientos que le abrumaban, incluyendo su curiosidad, se elevaron hasta llegar a un máximo increíble de intensidad y cuando dijo: «Apuesto todo», y el Gran Jugador le contestó: «Acepto la apuesta», cedió a un impulso incontrolable y arrojó los dados a los ojos del hombre negro, a esos ojos de medianoche, sin brillo alguno.
Los dados penetraron en el cráneo del Gran Jugador y allí quedaron rebotando, con un ruido sordo y horripilante.
Extendiendo las manos para indicar a sus servidores que nadie debía tomarse represalias en la persona de Joe, el hombre de negro hizo una gárgara con los cubos, los escupió sobre la mesa, y éstos se detuvieron en el centro, uno de ellos bien apoyado, pero el otro sostenido a media caída por su compañero.
–Los dados no han caído bien, señor –dijo el Gran Jugador–. Deberá usted tirar de nuevo.
Tratando de reponerse del susto, Joe tiró los dados pensativamente. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que ahora sí era capaz de determinar cuál era el verdadero nombre del Gran Jugador, pero que, a pesar de todo, seguiría adelante con su apuesta.
Hablando consigo mismo, Joe trataba de dilucidar la forma en que un esqueleto podía mantenerse en pie. ¿Los huesos tendrían cartílago y tendones, se hallarían unidos por alambres, se lograría esto con campos de fuerza o sería cada uno de los huesos un potente imán cálcico, unido a su vecino? Tal vez allí residía la explicación de la rara electricidad de marfil, tan mortal en apariencia.
En el gran silencio de «El Osario», alguien carraspeó, una muchacha rió nerviosamente y una moneda cayó de la bandeja de la más desnuda de las encargadas del cambio, tintineó con sonido alegre y rodó musicalmente a través del piso.
–Silencio –fue la respuesta del Gran Jugador, y con un movimiento tal vez demasiado rápido para que pudiera ser seguido, llevó una mano al interior de su gabán, y luego la colocó en la mesa, enfrente de él. Había extraído un revólver plateado, de cañón corto, que relucía sobre el negro fieltro–. La primera persona que haga el menor ruido, desde la más humilde de las empleadas negras hasta usted, señor Huesos, cuando mi digno adversario tire los dados, recibirá un balazo en la cabeza.
Sintiéndose poseído de una extraña agitación, Joe se inclinó cortésmente, y luego decidió que comenzaría con un siete, compuesto por un as y un seis. Tiró los dados y esta vez el Gran Jugador, a juzgar por los movimientos de su cráneo, siguió el correr de los mismos con sus ojos inexistentes.
Los dados cayeron, rodaron y se detuvieron. Sin dar crédito a sus ojos, Joe vio que, por primera vez en toda su vida de jugador de dados, había cometido un error. O tal vez fuera que el Gran Jugador poseía en su mirada un poder mayor que el de su mano derecha. El dado que había tirado para que mostrara un seis estaba bien colocado, pero el que debía señalar un as había rodado de más y ahora se veía un seis adicional.
–Fin del juego –dijo sepulcralmente el señor Huesos.
El Gran Jugador levantó una mano marrón y esquelética.
–No necesariamente –susurró. Sus negras órbitas se dirigieron a Joe como los negros interiores de dos cañones que le apuntaran–. Joe Slattermill, si así lo deseas, todavía tienes algo de valor para apostar: tu vida.
A estas palabras contestó una serie de risitas, de gorgoteos histéricos, de carcajadas, de ruidos broncos, de gritos descontrolados, que surgieron de todo «El Osario». El señor Huesos resumió los sentimientos de todos cuando preguntó:
–¿Qué valor puede tener la vida de un vago como Joe Slatermill? Ni dos centavos.
El Gran Jugador puso una mano sobre el reluciente revólver que tenía delante de él y, cuando todas las risas cesaron abruptamente, dijo:
–Yo la quiero –con voz apenas audible–. Por lo que a mí respecta, Joe Slattermill me ha proporcionado las ganancias de esta noche, y agrego todos los placeres y posesiones del mundo como apuesta adicional. Tú apostarás tu vida, y conjuntamente con ella tu alma. Tú mismo tirarás los dados. ¿Qué decides?
Joe Slattermill vaciló, pero entonces sintió intensamente todo el drama de la situación. Lo pensó bien y decidió que no iba a dejar de ser el centro de este espectáculo para volver a su casa arruinado, a su esposa y a su madre expectantes, a su hogar que se caía en pedazos, y a un Don Tripas que ya habría perdido las esperanzas. Tratando de darse coraje, se dijo a sí mismo que tal vez no hubiera tal poder en la mirada del Gran Jugador, tal vez había cometido el primer error de su carrera de jugador de dados, y, además, se inclinaba a aceptar el juicio del señor Huesos acerca del valor verdadero de su vida.
–Apostado –dijo.
—Lottie, dale los dados.
Como nunca en su vida, Joe se concentró intensamente. El poder cosquilleaba en su mano triunfalmente, y arrojó los dados.
Estos nunca llegaron a la mesa. Describieron una curva hacia abajo, luego hacia arriba, en un loco giro que los apartó del negro fieltro, y finalmente se dirigieron, como pequeños meteoros de rojo brillo, hacia los ojos del Gran Jugador, colocándose en sus órbitas y mostrando, cada uno de ellos, la cara correspondiente a un as.
Ojos de víbora.
Y luego, mientras aquellos ojos rojos y brillantes le miraban despreciativamente, el susurro:
–Joe Slattermill, has perdido.
Con el pulgar y el índice, o mejor dicho, con los huesos correspondientes a esos dedos, el hombre de negro se quitó los dados de las órbitas y los dejó en la mano de Lottie, enguantada de blanco.
–Has perdido, Joe Slattermill –volvió a decir tranquilamente–. Y ahora puedes pegarte un tiro –tocó el revólver plateado–. O degollarte –sacó un cuchillo afiladísimo de su gabán—. O envenenarte –unió a las dos armas una botellita de veneno–. O dejar que te bese esta señorita, que te matará.
Atrajo hacia él a la muchacha más bonita, de perverso aspecto. Coquetamente, ésta dio un brinco, arregló su falda violeta y le dedicó a Joe una mirada provocativa y hambrienta, con una sonrisa que descubrió sus caninos blancos y largos.
–O también –agregó el Gran Jugador, haciendo un gesto indicador con la cabeza– puedes elegir la Gran Zambullida.
Joe dijo con tranquilidad:
–Elijo la Gran Zambullida.
Puso su pie derecho en el fieltro negro, su izquierdo en el borde, y… súbitamente, con un salto de tigre, se abalanzó saltando a través de la mesa, a la garganta del Gran Jugador, pensando con cierto alivio que después de todo el poeta no parecía haber sufrido demasiado.
Mientras volaba por el aire, tuvo una perfecta imagen de lo que había debajo, pero su cerebro no tuvo tiempo de desarrollar la sensación, puesto que inmediatamente estaba cayendo sobre el hombre de negro.
Sintió el choque de una mano marrón en la sien, en un golpe de judo rápido como el relámpago. ..y luego vio que los dedos marrones, o mejor dicho los huesos, se desparramaban en todas direcciones por el suelo. La mano izquierda de Joe no encontró resistencia al presionar sobre el pecho del Gran Jugador, como si debajo del gabán satinado no hubiera más que vacío y su mano derecha, que dirigió hacia el cráneo oculto por el sombrero, sintió que bajo su contacto los huesos se rompían en pedazos. Pocos segundos después, Joe se halló en el suelo rodeado por unas ropas negras y unos fragmentos marrones del esqueleto del hombre de negro.
Rápido como el relámpago, se puso de pie y alargó la mano hacia una de las pilas de fichas y dinero que había sobre la mesa del Gran Jugador. Sólo tuvo tiempo para dar un manotazo. No pudo determinar si había a la vista alguna ficha negra o algún montón de oro o plata, así que tomó las fichas de tono claro que encontró, llenándose con ellas el bolsillo izquierdo del pantalón, y salió corriendo.
Entonces todos los presentes en el lugar se lanzaron en su persecución. Dientes, cuchillos y nudillos de acero relucían. Le golpearon, arañaron, patearon, pisotearon y pincharon con toda clase de aguijones de metal. Uno de los músicos, con una cara negra, de ojos inyectados en sangre, le golpeó con su trompeta. La imagen de la chica de los dados pasó ante sus ojos como un fogonazo, y trató de aferrarla, pero se le escapó. Alguien intentó aplastar un cigarrillo encendido contra uno de sus ojos. Lottie, sacudiéndose y retorciéndose como una boa constrictor, casi logró pasar por su cuello un lazo para estrangularlo, a la vez que intentaba atacarlo con unas tijeras. Flosie, erizada y agresiva como un maléfico duende felino, trató de arrojarle ácido a la cara, de una botella cuadrada que llevaba en la mano. El señor Huesos disparaba balas a su alrededor utilizando el revólver plateado. Se le apuñaló, se le atacó con agresivos ganchos puntiagudos, se le tendieron trampas, se le golpeó, se le dieron rodillazos y puntapiés, se le aporreó, se le mordió y se le dieron pisotones.
Algo sucedía, ya que ninguno de los golpes o tomas de lucha tenían una fuerza capaz de destruirle. Era como pelear con fantasmas. Finalmente, Joe comprendió que toda la concurrencia de «El Osario», unida en la agresión, tenía muy poca fuerza más que él.
Se sintió alzado por la multitud y llevado hacia las puertas. Allí fue arrojado al exterior, y cayó dando con el trasero en la vereda. Ni siquiera esto dolió mucho. Más bien parecía un golpe dado para alentar.
Inspiró profundamente y se palpó todo el cuerpo para asegurarse del estado de sus huesos. No parecía haber sufrido ningún daño importante. «El Osario» quedó silencioso y sumido en las penumbras, como una tumba, como Plutón o como el resto de Ironmine, sin ir más lejos.
A medida que sus ojos se iban adaptando a la oscuridad, al débil resplandor de las estrellas y al paso ocasional de una espacionave, vio una puerta de hierro en el lugar donde habían estado las de vaivén.
Se dio cuenta de que estaba masticando algo que tenía una corteza dura, algo que había llevado en la mano durante todo el fracaso final. Realmente, era muy sabroso, como el pan que su esposa horneaba para los mejores clientes. En ese momento, su cerebro elaboró la percepción que había tenido en el instante en que saltaba por encima de la mesa de juego. Era una delgada cortina de llamas que se movía lateralmente en el centro de la mesa, y detrás de esa cortina las caras de su esposa, su madre y Don Tripas, con expresión de asombro. Entonces se dio cuenta de que lo que masticaba era un fragmento del cráneo del Gran Jugador, y recordó la forma de las tres hogazas que su esposa había comenzado a hornear cuando dejó la casa. Y comprendió los procedimientos mágicos que ella había usado para permitirle una pequeña escapada en que él pudiera sentirse un poco más hombre, retornando luego a su hogar con los dedos quemados.
Escupió lo que tenía en la boca y arrojó el resto de trozo de cráneo horneado que tenía en la mano.
Se metió la mano en su bolsillo izquierdo. En la lucha, la mayoría de las fichas pálidas habían sido aplastadas, pero halló una íntegra y exploró la superficie con sus dedos. El símbolo que tenía grabado era una cruz. Se la llevó a la boca y comió un pedazo. Tenía un delicado y delicioso sabor. Entonces, se la comió entera y sintió que sus fuerzas renacían. Palpó con placer su abultado bolsillo. Por lo menos, comenzaba el largo viaje bien aprovisionado.
Luego giró y comenzó a caminar hacia su casa, pero tomando el camino más largo: alrededor del mundo.
Philip K. Dick, Ubik.
Nueva York, Doubleday, 1969.
(Hay numerosas ediciones posteriores.)
NOTA: Luego de mucho tiempo y varias revisiones, este texto aparece aquí en su versión definitiva, que fue publicada por vez primera hace dos meses en la revista Luvina.
1
Una mañana, mientras se dispone a tomar un café, Joe Chip recibe en su departamento a un compañero de trabajo. El lugar está muy sucio, y Joe, avergonzado, pide a su visitante que espere mientras busca una escoba o una aspiradora con la que limpiar. Pero no hay: es el año 1992, y en el mundo en el que Joe vive (el de la novela Ubik, del estadounidense Philip K. Dick, publicada en 1969) todas las labores de limpieza las hacen robots especializados, propiedad de los edificios de departamentos (llamados conapts).
Además, el verdadero problema es que, aun si hubiese una escoba o una aspiradora, los implementos se cobran al igual que los servicios —nada en un conapt es gratuito y la radio, la regadera, el armario, todo tiene una ranura para monedas—, y Joe es incapaz, de modo casi patológico, «de mantener consigo un solo centavo»: tiene muchas deudas, como puede leerse en su conversación telefónica con la inteligencia artificial que hace las veces de gerente del conapt:
—Escuche—dijo, cuando le respondió la entidad homeostática—. Ahora me es posible desviar algo de mis fondos a fin de saldar mi cuenta con los robots de limpieza. Me gustaría que viniesen de inmediato a mi apt. Les pagaré la totalidad de mi cuenta cuando hayan terminado.
—Señor, usted debe pagar la totalidad de su cuenta antes de que empiecen.
Para entonces tenía su cartera en la mano; sacó de ella todas sus Tarjetas Mágicas, la mayoría de las cuales, para entonces, ya habían sido canceladas. Dada la relación que tenía con el dinero y el pago de deudas apremiantes, probablemente habían sido canceladas a perpetuidad.
—Cargaré mi cuenta retrasada a mi Tarjeta Triangular —informó a su nebuloso antagonista—. Eso transferirá mi obligación fuera de su jurisdicción. En sus libros aparecerá como restitución total…
—Más multas y recargos.
—Esos los cargaré a mi Tarjeta Corazón…
—Señor Chip, la Agencia de Auditores y Análisis de Crédito Comercial Ferris y Brickman lo tiene boletinado especialmente. Nuestra ranura de avisos recibió el aviso ayer y lo tenemos muy presente. Desde julio usted ha bajado en su estatus crediticio de triple G a cuádruple G. Nuestro departamento (y de hecho todo este edificio conapt) está ahora programado contra toda extensión de servicios y/o crédito a anomalías tan patéticas como usted. A partir de ahora, cualquier trato con usted se deberá manejar en estricto efectivo. En realidad, probablemente tenga que pagar todo en efectivo el resto de su vida. En realidad… (La traducción es mía.)
Nadie, por supuesto, va a limpiar el departamento. Peor aún, como Joe se ha gastado su última moneda en hacer funcionar su cafetera, el visitante tiene que pagar de su bolsillo a la cerradura de la puerta, y ya en el departamento se siente con derecho de criticar a Joe y reprocharle cuán despreciable es. (Por lo demás, Joe quiso desarmar la cerradura con un destornillador, y sólo se detuvo cuando el mecanismo amenazó con demandarlo.)
2
La escena anterior, desde luego, apenas puede llamarse de ciencia ficción, que es la categoría que se asigna habitualmente a los trabajos de Dick. No se sabe cómo funciona el cerebro electrónico del conapt, ni si está conectado a internet; Joe tampoco recibe la misión de abrirse paso a tiros en una base militar infestada de zombis; peor aún, los intercambios entre los personajes suenan más a Thomas Pynchon que a Asimov, Clarke y demás cultivadores de mediocridades científicas. Esto dice mucho acerca del sentido de la novela y de la obra entera de su autor. Dick (1928-1982) describió futuros supuestos llenos de prodigios —más bien horrores— tecnológicos en muchos cuentos y novelas, pero nunca se dedicó a los divertimentos elementales de su gueto literario. Más todavía —y para la perplejidad de incontables lectores—, Dick cometió el pecado terrible (al menos para la mayoría de los editores de su país) de escribir literatura que se vendería como «de estricto consumo» pero con las aspiraciones que habitualmente son exclusivas de los autores canónicos. Sus narraciones tratan mucho menos del futuro que de su propio presente, y mucho menos del presente (de las modas o las coyunturas) que de la condición humana.
Aún es difícil ver esto porque la ficción especulativa no ha dejado de ser una vertiente periférica de la literatura y en estos días se encuentra, creo, totalmente agotada, vacía de ideas tras décadas de explotación y convertida en una mera etiqueta para el comercio de libros. Pero la marginalidad de Dick es diferente.
Gilles Deleuze y Félix Guattari definieron la literatura menor como aquella «que una minoría hace en una lengua mayor». Habitualmente, se piensa en esta idea en relación con el caso preciso de Franz Kafka —un judío checo, pero acostumbrado como buena parte de sus compatriotas al uso habitual de la lengua alemana—, y se tiende a pensar que sólo es útil para explicar el caso de pueblos y culturas en situación semejante. Pero también se puede pensar en otros tipos de minoría. Por ejemplo, ciertos autores (y lectores) de literatura «poco seria», a la vez desdeñados por las academias y poco frecuentados en la industria del entretenimiento. O bien, de modo aún más interesante, una población que rara vez está bien representada en la ficción, sea general o no: los perdedores, los mediocres, los que están lejos de las celebridades y los grandes hechos; los hombres y mujeres que simplemente sobreviven. Éstos son los auténticos pobladores de Ubik, novela sobre la muerte, la resistencia humana y los objetos de consumo.
3
Joe Chip de la impresión de existir para la impotencia y el ridículo. Es un tipo insignificante en su mundo tremendo: un técnico empleado por la Runciter Associates, una compañía que se dedica a combatir la acción de criminales psíquicos (!) dedicados al espionaje industrial. Debido a las dificultades de Joe con el dinero, todos lo miran con desprecio; Al Hammond, un personaje secundario, declara que el problema de Joe es «una voluntad de fracasar» tal que ninguna combinación de circunstancias podrá sacarlo de la miseria. Cuando no pelea con los electrodomésticos de su propio departamento, Joe se desvive intentando estafar a las cafeterías, pide prestado a todo el mundo, es humillado hasta por las puertas de edificios que no lo conocen. También es manipulado por Pat Conley, una psíquica de extraños poderes, y por Glen Runciter, el presidente de la compañía, un hombre de acción tan exitoso que puede permitirse «tener confianza» en Joe o bromear diciendo que le heredará su cargo. Nada altera a este «ganador», el reverso de Joe, quien parece sobreponerse aun a su propia tragedia: el lento deterioro de su esposa Ella, fallecida años antes pero colocada en un estado de «media vida» (en el que su cuerpo se protege de la putrefacción en un tanque especial y su cerebro se mantiene, también artificialmente, en un estado de actividad mínima; así, la señora Runciter puede comunicarse con el mundo de tanto en tanto, mientras espera la muerte definitiva).
La torsión previsible de las circunstancias parece llegar cuando Runciter, Joe y otros empleados son víctimas de un atentado con bomba organizado por una empresa rival. Tras la explosión, Joe y otros, que sobreviven con lesiones menores, deben afanarse por llevar a Runciter, quien agoniza, a un tanque congelador, para mantenerlo en «media vida». No llegan a tiempo, y ya no es posible comunicarse con él. Peor aún, Joe se entera de que su jefe jamás tuvo intenciones de hacerlo presidente de la compañía, y entiende que ahora debe serlo, por las circunstancias, pero (desde luego) no podrá mantener la empresa a flote…
4
(Es interesante observar que la violencia de estos episodios tampoco surge ni desemboca en guerras auténticas, conquistas de territorio, grandes discursos para afirmar el poderío de una nación o una cultura: no hay aquí ninguna de las «ideas de grandeza» —derivadas de las que llenaban la narrativa de aventuras que era XX popular en el occidente colonialista a principios del siglo —por las que la science fiction, entendida como se entendía entonces, era una sucursal de las historias de vaqueros, con alienígenas en lugar de indios, o de las de guerra, con enemigos políticos de más allá de esta tierra. A la vez, el texto no deja de ser de ficción especulativa, ni dejó de ser publicado y leído, primero, en ese ámbito. Pero Dick es problemático justamente por estas razones. No importa el punto de vista desde el que se examine su obra, siempre se podrá decir que se vale de una lengua —de un género, de varios temas o imágenes o símbolos—a cuyo «canon» no es admitido: en sus novelas tardías como Valis o La invasión divina, el canon que lo rechaza es filosófico y religioso.
Por otra parte, si bien Dick propone historias individuales, del modo en que lo haría cualquier novelista convencional, también logra que las vidas de sus personajes se entrelacen de modo tal que la situación del mundo que los rodea sea claramente visible y no quede sólo en su trasfondo. Su visión, por lo tanto, es menos individualista que colectiva, y este solo hecho cuestiona la forma en la que la cultura —asistida por el avance tecnológico que, se supone, un escritor como éste debería celebrar—se aparta cada vez más de la acción sobre el mundo y la reflexión sobre la propia conciencia: el modo en el que se vuelca en la imagen, la representación, el «viaje interior» como una forma no de descubrimiento —a la manera de las culturas «alternativas» de los años sesenta—, sino de simple fuga: escape de un futuro real y desesperado en el que sólo caben la resignación y la derrota como negación de cualesquiera otras cualidades humanas).
5
Tras la muerte de Runciter, y mientras sus empleados preparan el entierro, tiene lugar el planteamiento del conflicto verdadero de la novela: el mundo entero alrededor de los personajes comienza a decaer de manera velocísima y muy curiosa. Como si pertenecieran a un universo platónico, y la realidad tuviese un sustrato inmaterial, de ideas universales de las cosas, los objetos a su alrededor empiezan no a deteriorarse, sino a transformarse en versiones antiguas, arruinadas, de sí mismos. Los periódicos del día se vuelven atrasados; los aparatos pasan de ser modelos avanzados a reliquias; las latas de comida se vuelven frascos de marcas antiguas, y su contenido está descompuesto; la historia se despoja de hechos y las fechas retroceden años y décadas; los cuerpos de los empleados de Runciter empiezan a morir, víctimas de una fuerza que los hace envejecer en minutos y los deja transformados en guiñapos…
Luego de varias de esas muertes, y muchos episodios desconcertantes, Joe encuentra la primera pista clara para entender estos hechos: es un graffiti, misteriosamente escrito en una pared, con la letra de Runciter:
Yo soy quien está vivo, todos ustedes están muertos
Una escena posterior muestra a Runciter, vivo, mirando a sus empleados, muertos en sus tanques; entonces parece claro que el universo que ellos creen percibir —y para el lector fue el único durante muchas páginas—es sólo producto de su imaginación: los últimos signos de actividad de su cerebro, o los últimos reflejos (diría Borges) de un proceso irrecuperable, ya concluido; la materia ilusoria, creación exclusiva de la mente, involuciona y se pudre como anuncio de la muerte de la conciencia.
Esta desintegración no reduce a sus víctimas a la pasividad. La única manera de detener o al menos de ralentizar esa muerte es —según se revela—rociar en los cuerpos y los entornos imaginados algo llamado Ubik en aerosol: un reconstituyente espiritual «disponible en cualquier tienda», capaz de lograr que cualquier cosa renuncie, por un tiempo, a extinguirse. Joe Chip decide ir en busca del producto, abriéndose paso por escenarios que se caen a su alrededor o se metamorfosean en decorados de una película de época, poblados por automóviles antiguos y «hombres creados a la ligera» como los de Daniel Paul Schreber: seres de sueño que ignoran serlo y se creen personas decentes y temerosas de Dios.
6
Las dificultades de Joe para encontrar el Ubik forman el último tercio del libro, y la naturaleza lastimera del personaje se ve enfrentada, como la de los antihéroes de Kafka, a un viaje siempre cuesta arriba, enfrentado a fuerzas que lo superan infinitamente y, más que odiarlo, lo desprecian. Cuando trata de salir de su departamento, que ha «retrocedido» hasta ser uno de los años cuarenta, la puerta sigue equipada con el mecanismo que le tenía encono al comenzar la novela; sólo ella, en su «innata terquedad», se opone al proceso de reversión. Más tarde, el primer envase de Ubik que Joe encuentra ya ha sido revertido a otra forma, más antigua e inútil, con sólo un mensaje de Runciter en la etiqueta, instándolo a que no desista. Finalmente, en un episodio que oculta la última vuelta de la trama, el personaje de Pat Conley (que había desaparecido de la trama al igual que de estas notas) reaparece y se proclama causante de la muerte del universo ilusorio, a la manera de tantas deidades ausentes, por mero tedio: por una perversidad amoral que la acerca a los ángeles de Mark Twain o a otros personajes del propio Dick.
En una escena larga y dolorosa, de las mejores del escritor, Joe se ve de pronto, gracias a Conley, en la fase final de su segunda muerte. Mientras experimenta una dolorosa agonía, y su adversaria da vueltas a su alrededor y se complace en su sufrimiento, él advierte en sí mismo la necesidad de esconderse:
(…) estar solo. Encerrado en un cuarto vacío, sin ningún testigo, silencioso y supino. Estirado, sin necesidad de hablar ni de moverse. (…) Y nadie sabrá siquiera dónde estoy, se dijo. Eso, de pronto, parecía muy importante; quería estar solo, ser invisible, vivir sin ser visto. (…)
—Aquí estamos —dijo Pat. Lo guió, haciéndolo girar levemente a la izquierda—. Justo frente a ti. Sólo sostente de la barandilla y sube las escaleras, pum-te-pum hasta la cama. ¿Ves? —ella ascendió hábilmente, bailando, inclinándose, saltando como si careciera de peso hacia el siguiente escalón. (La traducción es mía.)
Mientras Joe sube la escalera, dolorosamente, presa de ese impulso que lo obliga a desear la soledad y reconciliarse con el destino incluso a pesar suyo, Pat continúa subiendo y bajando a su alrededor, sonriente, cruel de una forma monstruosa. No deja de burlarse de lo patético que es Joe, de su puntillosidad, de su estupidez. Al final, ella declara que la de Joe es la más grande escalada hecha por el hombre, y tiene razón. Los personajes de la obra mayor de Dick —la obra mayor de un escritor «menor», partidario de ideas impopulares para la gran mayoría de sus colegas—son hombres como Joe, inadaptados, muchas veces de minorías perseguidas, y se arrastran en un sentido u otro mientras un poder enorme, distante, camina con ligereza junto a ellos. Pero allí está su fuerza y la medida de su humanidad.
El mundo virtual de Ubik es, en cierto sentido, este mundo, que los seres humanos habitamos en este punto de la historia para no tener que soportar la certeza de la muerte —la «planicie a la que el sol ha abandonado»— ni la posibilidad de que nuestra propia existencia cotidiana sea ya una «media vida», un sueño de muertos. La cultura de ahora, que nosotros mismos hemos construido, insiste en imponernos esa forma de olvido, pero en el último instante seguimos solos. Joe no tiene más remedio que aceptarlo, pero lo hace en sus propios términos: mediocres, risibles (cada tanto se pregunta cómo podrá ganarse la vida en el mundo soñado, cuánto costará un automóvil), pero suyos. Está condenado, pero lo ha estado desde el principio, y de todos modos no hay otra salida, ningún «otro lugar».
(Además, en otro extraño fragmento, Ubik —algo que se llama a sí mismo Ubik— toma la palabra y declara su naturaleza divina, omnipotente, ajena a cualquier voluntad inferior. La esperanza, como también decía Kafka, existe pero no nos pertenece.)
Dick habla de una unión en el dolor, o en la paciencia: el dolor constante y aplazado a la vez, que no tiene ninguna relación con la inanidad de casi toda la ficción especulativa. Esa sola idea sirve para percibir su valor, y el de una comunidad de otros escritores y lectores, testigos del derrumbe de numerosas utopías pero empeñados en sobrevivir a la mera caída interminable, al diálogo de sordos —o con el mal puro y mudo— que es buena parte de la literatura del tiempo de Dick y del nuestro.
Un cuento de Ernest Hemingway (1899-1961), tipo legendario, ganador del Premio Nobel y uno de los grandes narradores del siglo XX. Fue publicado primero en la colección Hombres sin mujeres (1927) y hasta hoy sigue desconcertando a muchos lectores: se requiere un poco más de atención que la habitual para descubrir el secreto de su trama, y es un gran ejemplo de lo que Hemingway llamaba «teoría del iceberg», pues los detalles más importantes para comprender lo que sucede están por debajo de la superficie de lo contado. Agradezco a Ovidio Ríos la transcripción del texto, que es el de una traducción sin crédito publicada en la revista mexicana El Cuento en 1985.
COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS
Ernest Hemingway
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Si dijo la muchacha—- Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
El no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
El recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.