El año pasado recibí un hermoso regalo: un ejemplar del número de febrero de 1953 (vol. 4, núm. 2) de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, una de las más famosas del mundo de habla inglesa.
El número es especial porque contiene «Roog», el primer cuento publicado del enorme Philip K. Dick. Pero también hay otros textos y, de hecho, otro par de primeros cuentos. Uno de ellos es «Carne Vale», escrito por Emilie H. Knarr, una autora de la que prácticamente no existen más referencias que ese texto y, quizá, la foto de su tumba. Si ésta es realmente la de la autora, ella nació en 1908 y murió en 1976. El texto introductorio de la revista afirma que ella se describía como «una solterona de Pittsburgh, aprendiz de todo y oficial de nada». Quién sabe cuál habrá sido su vida o por qué se malogró su carrera. He traducido su cuento, que me parece una obra primeriza pero con atisbos reveladores sobre la conciencia femenina y algunas formas en las que la cultura occidental la ha forzado y reprimido. El título traducido, «Carneval», es ligeramente distinto pero (me parece) no menos adecuado. CARNEVAL
Emilie H. Knarr
La última campanada del reloj atravesó las vigas del techo desde arriba, desde la casa vacía, marcando el fin de la invocación ya completada.
Aunque Edna estaba sola, el sótano parecía repleto. Las llamas de siete velas proyectaban siete sombras como otros siete cuerpos en las paredes blanqueadas, descascaradas, mortecinas. Ella se quedó de pie, inmóvil, expectante, pero sus sombras saltaban y temblaban y se elevaban y volvían a reducirse.
La esperanza se disipaba…, pero entonces llegaron. Con furia y estruendo, a través de la tierra oscura y los muros de piedra, aparecieron los Espíritus que ella había llamado. Sobre monturas espectrales, los Espíritus de los Cuatro Rumbos de la Tierra.
Norte llegó sobre un oso grande y torpe, Este sobre el fabuloso unicornio; Oeste venía sobre un enigmático grifo; la montura de Sur, un camelopardo, tuvo alguna dificultad para acomodar su pequeña cabeza y su cuello enorme bajo el techo hasta que notó que, como era incorpóreo, podía sacar la cabeza por arriba hasta la sala desierta.
Los Espíritus desmontaron afuera del gran diagrama circular de fuego, cada uno en el lugar que le asignaba el ritual. Tras inclinarse ante Edna, se quedaron mirándola sin parpadear, con ojos atentos y diabólicos. Edna les devolvió las miradas con la misma seguridad y sin bajar los ojos. Se sentía bien mostrar una actitud tan orgullosa.
Las brujas, pensó, no nacen: se hacen. Y nadie se ha acercado a la brujería por engaños ni por trampas. No es necesario: los Poderes Oscuros también aman el orgullo. Nunca han faltado rechazados, humillados, despreciados entre la raza humana; ella misma fabrica sus conversos.
Y no era difícil recorrer el camino. Los viejos rituales no están olvidados ni ocultos. Viven en el folclor, duermen en los estantes de las bibliotecas, merodean en el lenguaje mismo. No, no era un camino difícil. Sólo peligroso y solitario.
Las flamas saltaban, protectoras, entre Edna y los Espíritus.
Mientras ella miraba de un Espíritu a otro, las miradas de ellos la tentaban a hacer a un lado sus salvaguardas. De aquel lado del anillo de fuego estaban la dulzura de la desesperación, el éxtasis del dolor e incluso la paz bendita de la muerte.
Edna se sintió muy tentada; de algún modo sabía que aquello era mucho más grande que la cosa que debía pedir. ¡Cuánto riesgo! ¡Y por algo tan pequeño!
Su voluntad casi fallaba cuando vio la ansiedad en los ojos de los Espíritus. Éstos no eran amigos sino enemigos declarados.
Por fin, después de una mirada de reojo a sus compañeros, Sur admitió de mala gana:
–Somos tus sirvientes, señora. Ordénanos.
Con un suspiro de gratitud, Edna expresó su deseo. Ella misma no oyó las palabras que dijo, pues todo lo que la había traído hasta este momento regresó a ella en el momento de hablar.
Una vez más sufrió la inundación gradual de la carne que había manchado su adolescencia. Una vez más oyó a su madre, tan delgada, apiadarse de su padre, tan esbelto, quien le pedía perdón por Edna.
–No importa. Perderá esa grasa infantil cuando empiece a crecer. Nadie ha sido gordo en ninguno de los lados de la familia –¡y lo decían con orgullo! ¡Como si los Green y los Miller hubieran sido delgados gracias a su propio genio!
Y más. El hambre de los largos ayunos. El cansancio del ejercicio inútil. La deshonestidad de los tratamientos, que eran otro castigo. Los sondeos de los doctores, que que destruían la privacía de la carne y la mente. Libros en vez de fiestas; burlas en vez de amor…
Le tocaba a Norte, el mesurado y magro, hacer lo que Edna quería.
–Como desees –dijo en una voz no más fuerte que un suspiro helado–. Pero haría mal mi servicio si no te advirtiera que esto no podrá deshacerse –y luego, viendo que ella no tenía intenciones de modificar la orden, hizo un gesto leve pero extraño con su mano izquierda–. Así sea.
Edna no había pensado que sentiría dolor, pero allí estaba. Dolor intolerable y continuo. Como el dolor acumulado, concentrado, de todos los años que la habían traído hasta aquí. Pero cuando al fin dejó de sentirlo, Edna abrió los ojos. Ahora era hermosa y esbelta: esbelta más allá de todos sus deseos.
A través de las cuencas de su cráneo, miró hacia abajo y vio sus costillas, la convexidad de su pelvis, los huesos de sus muslos y los empeines y de ellos a los huesos de los pies, arqueados, delicados, rodeados por el lino del vestido que se había caído de su cuerpo.
Aunque ya no tenía ojos, vio: toda la belleza del hueso brillante y marfileño. Una belleza limpia, terrible, insoportable. Peron ya no tenía la capacidad de llorar.
–¿Qué me han hecho? ¿Qué han hecho?
–Exactamente lo que pediste, señora.
–¡Les dije que quitaran el exceso de carne!
–Caballeros –dijo Norte a sus hermanos–, les pregunto: ¿no fue eso exactamente lo que hice?
Este sábado 9 de octubre, a las 5:00 de la tarde, estaré en una charla/conferencia: “Lovecraft, el terror visual”, junto con el excelente dibujante Eko. Conversaremos sobre el escritor estadounidense, que cumple 120 de nacido y los celebra, supongo, desde la Gran Oscuridad Primordial, con aquellas criaturas tremebundas… Además de la charla, Eko mostrará obra suya de influencia lovecraftiana. Creo que se pondrá muy interesante.
Esto será en el Museo de la Ciudad de México (Pino Suárez 30, Centro Histórico, cerca del Metro Pino Suárez). Los invito. Todo es parte, además, de este festival, apropiadamente oscuro. Nos vemos allá.
Hoy, precisamente hoy, cumpliría 120 años H. P. Lovecraft, otro de los grandes reclusos de la literatura de occidente y el creador de una parte de la mejor literatura fantástica de los últimos cien años. Sus cuentos no son difíciles de hallar en la red pero, de todos modos, dejo aquí uno de ellos, como un homenaje: una de sus historias tempranas, en la que aparece uno de los más conocidos entre sus exploradores e investigadores de lo extraño.
Este personaje, con diferentes nombres, aparece muchas veces en la obra de Lovecraft: el hombre que se acerca a lo terrible, lo que está más allá de lo humano, y sólo por azar (o por las limitaciones de nuestro pobre espíritu) consigue escapar a todo lo que es peor que la locura y la muerte.
«The Statement of Randolph Carter» fue escrito en 1919 y se publicó en mayo de 1920 en The Vagrant. He revisado un poco esta traducción que no he podido situar y que se encuentra en muchos sitios de internet.
(Un detalle. Muchas veces se ha criticado el estilo de Lovecraft, calificándolo de recargado; si bien la calidad de sus textos no siempre es la misma, y el texto que sigue no es el que me parece su mejor obra –ésta sería, creo, «El que murmuraba en las tinieblas», un cuento de 1931–, es necesario considerar la personalidad que el escritor crea con esta habla nerviosa y repleta de adjetivos: como la de algunos personajes de Poe, empezando con el narrador de «El corazón delator», lo voz que escuchamos aquí es la de un hombre en su estado de mayor debilidad, cuando acaba de encontrarse con algo que lo sobrepasa por mucho y que reduce a nada la estatura humana.)
DECLARACIÓN DE RANDOLPH CARTER
H. P. Lovecraft
Les repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso –y casi espero– que ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido en parte sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla –deseo fervientemente que así haya sido–, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra –o alguna innombrable criatura que no me es posible describir–, podrían contar.
Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los estudios sobrenaturales de Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó el desenlace –volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo–, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así sea, porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, según su teoría, ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan frescos y carnosos en sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no tengo miedo de Warren, pues sospecho que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.
Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo –con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes–; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya muy alta en el cielo vaporoso.
Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre fétidos vapores que parecían emanar de catacumbas ignoradas; y bajo sus rayos trémulos y tenues puede distinguir un paisaje repelente de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros mohosos y ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una vegetación malsana.
La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que probablemente fueron un monumento. No lo consiguió y me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un lado.
La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un hedor a miasmas tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la memoria las palabras que Warren me dirigió con su voz melodiosa de tenor; una voz singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:
–Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior –dijo–, pero sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona de nervios tan frágiles como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a un manojo de nervios como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡De verdad no te puedes imaginar cómo es realmente esa cosa! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!
Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues sólo él poseía la clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de éstos y me senté sobre la lápida antigua y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna y oyendo el crujido del cable a medida que lo iba soltando; pero luego la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo la pálida luna creciente.
Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuché con febril ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de hora. Luego sonó un chasquido en el aparato, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más siniestro que el más estridente alarido:
–¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo!
No pude contestar. Enmudecido, sólo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:
–¡Carter, es terrible…, monstruoso…, increíble!
Esta vez no me falló la voz, y derramé por el transmisor un diluvio de preguntas excitadas. Aterrado, seguí repitiendo:
–¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de desesperación:
–¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar… No me atrevo a decírtelo… Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo… ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé algo así!
Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas. Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror:
–¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!… ¡Rápido! Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más!
Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, se oyó un grito lastimero de Warren:
–¡Lárgate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y lárgate, Carter!
Algo en el habla infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité:
–¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!
Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total desesperación:
–¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde… y la culpa es mía. Pon la losa y corre… ¡Ni tú ni nadie puede hacer nada ya!
El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí.
–¡Rápido…, antes de que sea demasiado tarde!
Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún inerte, encadenado por mi absoluto horror.
–¡Carter…, apúrate! Es inútil…, debes irte…, mejor uno solo que los dos… la losa…
Una pausa, otro chasquido y luego la débil voz de Warren:
–Ya casi ha terminado todo… No me hagas esto más difícil todavía… Cubre esa escalera maldita y salva tu vida… Estás perdiendo tiempo… Adiós, Carter…, nunca te volveré a ver.
Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos…
–¡Malditas sean estas criaturas infernales…, son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!!
Después, el silencio. No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, estupefacto, murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones, susurré y murmuré, llamé, grité, chillé:
–¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que sólo mis propios gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo:
–¡Warren!, ¿estás ahí?
Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré, caballeros, dar razón de aquella cosa –aquella voz–, ni me aventuraré a describirla con detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no supe más… La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor miraba danzar las sombras amorfas, necrófagas, bajo la maldita luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
–¡Tonto, Warren ya está MUERTO![/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Este mes, un cuento poco conocido de Patricia Highsmith (1921-1995), la gran narradora de origen estadounidense que se volvió famosa como escritora de novelas policiacas y demostró en ellas un talento excepcional para crear personajes y situaciones. Los lectores del resto de su obra no encontrarán aquí mucha violencia, pero sí la misma visión de lo más sombrío y terrible del ser humano: sólo cambia el escenario, como el título del cuento sugiere.
«The Trouble With Mrs. Blynn, The Trouble With the World» fue encontrado entre los papeles de Highsmith después de su muerte y se publicó en la antología póstuma Nothing That Meets the Eye (2003). Ignoro quién tradujo al español la presente versión.
EL PROBLEMA DE LA SEÑORA BLYNN, EL PROBLEMA DEL MUNDO
Patricia Highsmith
La señora Palmer se estaba muriendo, ni a ella ni a ninguna otra persona de la casa le cabía la menor duda al respecto. Los habitantes de la casa habían pasado de ser dos, la señora Palmer y Elsie, la doncella, a ser cuatro en los diez últimos días. La hija de Elsie, Liza, que tenía 14 años, había acudido a ayudar a su madre y se había llevado a su peludo perro pastor, Princy, que para la señora Palmer era el cuarto habitante de la casa. Liza se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en la cocina y dormía en la pequeña habitación de techo bajo con dos literas situada tan sólo unos escalones más abajo de la habitación de la señora Palmer. La casa era pequeña: un saloncito, comedor y cocina en la planta baja, y arriba, el dormitorio de la señora Palmer, el cuarto de las literas y un cuartito donde dormía Elsie. Todos los techos eran bajos y las puertas y el techo de la escalera aún más bajos, de modo que uno tenía que agachar la cabeza constantemente.
La señora Palmer pensó que ya no tendría que seguir agachando la cabeza mucho tiempo, ya que sólo se levantaba dos veces al día, con su bata color lavanda ceñida al cuerpo contra el frío, camino del cuarto de baño. Tenía leucemia. No sufría ningún dolor, pero estaba terriblemente débil. Tenía sesenta y un años. Su hijo Gregory, oficial de la RAF, estaba destacado en Oriente Próximo. Tal vez llegaría a tiempo y tal vez no. La señora Palmer, de forma deliberada, no le había mandado un telegrama urgente, pues no quería molestarle ni importunarle, y en su telegrama de respuesta, él había dicho simplemente que haría lo posible por conseguir un permiso e ir a verla, y que le comunicaría la fecha exacta de su llegada. Su propio telegrama había sido cobarde, pensó la señora Palmer. Por qué no había tenido el valor de decirle claramente: «Me estoy muriendo, no creo que dure más de una semana. ¿Puedes venir a verme?»
–¡Señora Palmer! –Elsie asomó la cabeza por la puerta, con una mano enharinada apoyada en el quicio– ¿A qué hora ha dicho hoy la señora Blynn, a las cuatro y media o a las cinco y media?
La señora Palmer no lo sabía, y le parecía que no tenía ninguna importancia.
–Creo que a las cinco y media.
Elsie asintió preocupada, pensando en qué serviría con el té si era a las cinco y media y no a las cuatro y media. El té de las cinco y media podía ser menos sustancioso, porque la señora Blynn ya habría tomado un té en otra parte.
–¿Quiere que le traiga algo, señora Palmer? –preguntó en un tono dulce, con sincera preocupación.
— No, gracias, Elsie, estoy bien –la señora Palmer suspiró cuando Elsie volvió a cerrar la puerta. Elsie era voluntariosa, pero no inteligente. La señora Palmer no podía hablar con ella, y aunque no pretendía hablar de cosas íntimas con ella, sí le habría gustado tener la sensación de que podía hablar con alguien en la casa si lo deseaba.
La señora Palmer no tenía amigos íntimos en el pueblo, porque sólo llevaba un mes allí. Se dirigía a Escocia cuando la invadió otra vez aquella debilidad y se desmayó en el andén de la estación de Ipswich. Un largo viaje a Escocia en tren o incluso en avión pareció entonces totalmente fuera de lugar, de modo que, siguiendo las indicaciones de un médico desconocido, la señora Palmer había cogido un taxi y se había desplazado a un pueblo de la costa este llamado Eamington, donde, según el propio médico, había una enfermera que visitaba a domicilio, y donde el aire era espléndido y vigorizante. Obviamente, el médico había pensado que sólo necesitaba descansar unas semanas y que luego se recuperaría, pero la señora Palmer tenía la premonición de que eso no era verdad. Los primeros días se había encontrado mejor en aquel pueblo pequeño y tranquilo, había visto la casita llamada Sea Maiden, doncella del mar, y la había alquilado enseguida, pero la racha de energía había durado poco. Ya en Sea Maiden había vuelto a desmayarse y tenía la sensación de que Elsie e incluso otras personas que habían conocido, como el señor Frowley, el agente inmobiliario, tomaban a mal su faiblesse. Ella no sólo era una extraña que había venido a molestarles, a pedirles cosas, sino que su recaída ponía en cuestión los poderes curativos del aire de Eamington, que, en aquel momento, consistía básicamente en vientos de tormenta que azotaban día y noche desde el noreste, arrancando los botones de los abrigos y cubriendo todas las ventanas de las casas costeras de una película opaca de sal y rociaduras del mar. La señora Palmer sentía convertirse en una carga, pero por lo menos podía pagarlo, pensó. Había alquilado una casa de campo bastante desvencijada que de lo contrario habría estado vacía todo el invierno, pues ya era principios de febrero. Había contratado a Elsie, ofreciéndole un salario por encima de lo habitual en Eamington, le pagaba a la señora Blynn una guinea por una visita de media hora (y la mayor parte de aquella media hora se consumía con el té) y pronto daría trabajo a la funeraria, al sacristán y tal vez también a la floristería. Además, había pagado por adelantado el alquiler de marzo.
Al oír unos pasos rápidos en el pavimento, en un momento de calma del rugido del viento, la señora Palmer se incorporó un poco en la cama. Llegaba la señora Blynn. Un ansioso ceño transformó la fina piel de la frente de la señora Palmer, pero ella sonrió cortésmente, con una cortesía anticipada. Cogió el espejo de mango largo que había en la mesita de noche. Su cara grisácea había dejado de impresionarla o avergonzarla. La edad era la edad, la muerte era la muerte, y aunque no era guapa, seguía sintiendo el impulso de hacer lo que pudiera por parecer más agradable al mundo.
Se arregló un poco el pelo, se humedeció los labios, esbozó una leve sonrisa, equilibró los hombros del camisón y se acercó más su rebeca rosa. Su palidez le volvía los ojos aún más azules. Ese era un pensamiento agradable.
Elsie llamó a la puerta y la abrió al mismo tiempo.
–La señora Blynn, señora.
–Buenas tardes, señora Palmer –dijo la señora Blynn, bajando los dos escalones desde el umbral a la habitación de la señora Palmer. Era una mujer corpulenta, con el pelo rubio oscuro y de altura mediana, de unos cuarenta y cinco años, y llevaba su habitual traje de dos piezas, grueso y negro, con un broche rosa en forma de flor sobre el pecho izquierdo, los labios pintados de rosa pálido y tacones bastante altos. Como muchas mujeres de Eamington, era viuda de marino, y había empezado a trabajar de enfermera después de los cuarenta. En el pueblo la consideraban una mujer enérgica que hacía su trabajo eficazmente–. ¿Cómo se encuentra esta tarde?
–Buenas tardes. Digamos que bien, dentro de lo que cabe –dijo la señora Palmer, haciendo un esfuerzo para mostrarse animosa. Ya estaba soltando las sábanas remetidas, preparándose para apartarlas del todo y que la enfermera le pusiera su inyección diaria.
Pero la señora Blynn permanecía de pie con una sonrisa ausente en medio de la habitación, con las manos puestas hacia atrás en las caderas, examinando las paredes y mirando por la ventana. La señora Blynn había vivido en aquella casa con su marido en otro tiempo, durante los seis primeros meses de matrimonio, y todos los días hacía algún comentario al respecto. Su marido había sido capitán de un barco mercante y había muerto diez años atrás al colisionar con un barco sueco sólo a cincuenta millas de Eamington. La señora Blynn nunca había vuelto a casarse. Elsie decía que su casa estaba llena de fotografías del capitán en uniforme y de su barco.
–Sí, es una casita maravillosa –dijo la señora Blynn–, aunque esté expuesta al viento –miró a la señora Palmer con ojos brillantes, como diciendo: «Bueno, y ahora vamos a poner esa inyección a ver si se pone bien de una vez, ¿de acuerdo?»
Pero su expresión cambió al instante. Hurgó en su bolso negro en busca de la jeringa y el frasco de claro fluido que no serviría de nada. Su boca perdió la sonrisa y se curvó hacia abajo y se acentuaron las arrugas en las comisuras. Cuando se concentraba en el descarnado cuerpo de la señora Palmer sus ojos verde grisáceo se volvían vidriosos, como si no viera nada ni necesitara ver nada: aquél era su oficio y ella sabía cómo hacerlo. La señora Palmer era un objeto, que pagaba una guinea por la visita. El objeto iba a morir. La señora Blynn se volvía apática, como si ni siquiera la pérdida de la guinea diaria en tres u ocho días le importara tampoco.
A la señora Palmer no le importaban en absoluto las guineas, pero en vista del hecho de que pronto iba a dejar este mundo, le hubiera gustado que la señora Blynn mostrara algún rasgo humano, como el deseo de prolongar las guineas de sus visitas.
Los ojos de la señora Blynn seguían vidriosos, incluso cuando miró hacia la puerta para ver si llegaba Elsie con el té.
Ocasionalmente, el suelo de madera del vestíbulo crujía por el calor o por la ausencia del mismo, y también crujía cuando alguien andaba cerca de la puerta.
Aquel día le dolió la inyección, pero la señora Palmer aguantó sin rechistar. En realidad, no era nada y sonrió ante su insignificancia.
–Hoy ha salido un poco el sol, ¿verdad? –dijo.
— ¿Ah, sí? –la señora Blynn extrajo la aguja.
–Hacia las once de la mañana, me he fijado. Débilmente hizo un gesto con el brazo señalando hacia la ventana que quedaba tras ella.
— Pues ya era hora –respondió la señora Blynn, guardando su instrumental en el bolso–. Dios mío, y también viene bien un poco de fuego –había cerrado el bolso y se frotaba las manos, acercándose a la chimenea.
Princy estaba echado ante el fuego cuan largo era, como si fuese una alfombra de pelo largo enrollada.
La señora Palmer intentó pensar en algo agradable que decir sobre el marido de la señora Blynn, su época en aquella casa, el pueblo, lo que fuera. Pero sólo podía pensar en que la vida de la señora Blynn debía de haber sido muy solitaria desde la muerte de su marido. No habían tenido hijos. Según Elsie, la señora Blynn adoraba a su marido y estaba orgullosa de no haber vuelto a casarse.
–¿Tiene muchos pacientes en esta época del año? –preguntó.
–Oh, sí. Como siempre –contestó la señora Blynn, todavía frente al fuego y frotándose las manos.
Quién, se preguntó la señora Palmer. Háblame de ellos. Esperó, respirando suavemente.
Elsie llamó una vez, golpeando con un canto de la bandeja en la puerta.
–Pase, Elsie –dijeron las dos a la vez, la señora Blynn un poco más alto.
–Aquí tienen –dijo Elsie, poniendo la bandeja sobre una banqueta, formada por dos sólidos almohadones color verde oliva, apilados uno sobre otro. Por el lado de uno de los bollitos chorreó mantequilla derretida, que cayó sobre el plato y empezó a solidificarse mientras Elsie servía el té.
Elsie le tendió a la señora Palmer una taza de té con tres terrones de azúcar, pero sin bollo, porque la señora Blynn decía que eran demasiado indigestos para ella. A la señora Palmer no le importaba. De todas formas apreciaba la visión de los bollitos bien untados de mantequilla, y de gente sana como la señora Blynn comiéndoselos. Le ofrecieron una galleta de jengibre y la rechazó. La señora Blynn habló brevemente con Elsie de las cañerías de su casa, de alguna oferta que había aquella semana en la carnicería mientras Elsie permanecía de pie con los brazos cruzados, apoyada en el marco de la puerta, dejando pasar una corriente de aire frío hacia la señora Palmer. Elsie anotaba mentalmente toda la información de la señora Blynn sobre precios. Ahora era la salsa de tomate de la tienda de dietética, que estaba de oferta aquella semana.
— Llámeme si necesita algo –dijo Elsie como de costumbre, agachando la cabeza para salir.
La señora Blynn estaba absorta en sus bollos, inclinada para que la mantequilla que chorreaba cayera al suelo y no en su falda.
La señora Palmer se estremeció y se tapó más.
–¿Va a venir su hijo? –preguntó la señora Blynn en voz alta y clara, mirando directamente a la señora Palmer.
La señora Palmer no sabía lo que Elsie le habría contado a la señora Blynn. Ella le había dicho a Elsie que su hijo tal vez viniera, eso era todo.
–Aún no lo sé. Supongo que está esperando a decirme la fecha exacta… o para comprobar si puede o no. Ya sabe cómo son las cosas en las fuerzas aéreas.
–Humm –dijo la señora Blynn a través de un bollo, como si por supuesto tuviera que saberlo, ya que su marido había sido militar–. Si no me equivoco, es su único hijo y heredero.
–El único –contestó la señora Palmer.
–¿Está casado?
— Sí –y anticipándose a la siguiente pregunta: –Tiene una hija, pero aún es muy pequeña.
Los ojos de la señora Blynn vagaron hacia la mesita de noche de la señora Palmer y, de pronto, ésta se dio cuenta de que estaba observando… su broche de amatista. La señora Palmer lo había llevado en su rebeca unos días, hasta que se había encontrado tan mal que el broche ya no la animaba, e incluso había empezado a verlo cursi, por lo que había acabado quitándoselo.
–Es un broche muy bonito –dijo la señora Blynn.
–Sí. Me lo regaló mi marido hace años.
La señora Blynn se acercó a mirarlo, pero no lo tocó. La amatista rectangular estaba engarzada en diminutos brillantes.
Se quedó allí de pie, mirándolo con ojos atentos y saltones.
–Supongo que se lo dejará a su hijo… o a su mujer.
La señora Palmer enrojeció, incómoda o disgustada. La verdad era que no había pensado a quién se lo iba a dejar.
–Supongo que mi hijo se lo quedará todo, como mi heredero.
–Espero que su mujer sepa apreciarlo –dijo la señora Blynn con una sonrisa, dándose la vuelta para dejar la taza de té en el platillo.
Luego, la señora Palmer cayó en cuenta de que la señora Blynn llevaba días mirando aquel broche, cada vez que sus ojos se desviaban hacia la mesilla de noche. Cuando se marchó la señora Blynn, la señora Palmer cogió el broche y lo guardó en la palma de su mano, con actitud protectora. Su joyero estaba en el otro extremo de la habitación. En aquel momento entró Elsie.
–Elsie, ¿le importaría pasarme esa caja azul de ahí? –le dijo la señora Palmer.
–Claro, señora –contestó Elsie, desviándose desde la bandeja del té hacia la caja que había sobre la estantería–. ¿Ésta?
–Sí, gracias. –La señora Palmer la cogió, levantó la tapa y guardó el broche junto al collar de perlas. No tenía muchas joyas, tal vez diez u once piezas, pero cada una evocaba una ocasión especial de su vida, un periodo especial, y las apreciaba todas. Observó el perfil romo y sincero de Elsie, que se inclinaba sobre la bandeja, ordenándolo todo para poder llevárselo en un solo viaje.
–Esta señora Blynn –dijo Elsie, negando con la cabeza y sin mirar a la señora Palmer–. Me ha preguntado si creía que su hijo vendría. ¿Y cómo voy a saberlo yo? Le dije que sí, que yo suponía que sí –Estaba de pie con la bandeja, mirando a la señora Palmer y sonriendo tímidamente, como si hubiera hablado demasiado–. El problema de la señora Blynn es que siempre está metiendo la nariz en todo, si me perdona la expresión. Siempre está haciendo preguntas, ¿sabe?
La señora Palmer asintió, sintiéndose demasiado débil en aquel momento como para hacer un comentario. Tampoco tenía nada que decir. Pensó que Elsie había pasado junto al broche de amatista durante días y nunca lo había mencionado ni tocado, seguramente ni siquiera se había fijado en él. De pronto comprendió que prefería con mucho a Elsie que a la señora Blynn.
— El problema de la señora Blynn… Tiene buenas intenciones, pero… –Elsie hizo tambalearse y tintinear la bandeja en su esfuerzo por encogerse de hombros– Es una lástima. Todo el mundo lo dice –concluyó, como si aquello le resumiera todo, y se dirigió a la puerta ya abierta–. Con el té, por ejemplo. Siempre hay que comprarle esto y aquello, como si fuera una gran señora o algo así. Me lo dice un día antes. No entiendo por qué no trae ella misma lo que quiere de la panadería de vez en cuando. Ya sabe lo que quiero decir.
La señora Palmer asintió. Supuso que sí lo sabía. La señora Blynn era como una de las antiguas niñeras de Gregory. Como una divorciada que su marido y ella habían conocido en Londres. En realidad, se parecía a mucha gente.
La señora Palmer murió dos días más tarde. Fue un día en que la señora Blynn entró y salió de la casa seis u ocho veces.
Por la mañana había llegado un telegrama de Gregory, diciendo que por fin había conseguido un permiso y que saldría en cuestión de horas y aterrizaría en un aeropuerto militar cerca de Eamington. La señora Palmer no sabía sí llegaría a verle o no, no podía valorar con tanta precisión hasta cuándo durarían sus fuerzas. La señora Blynn le tomaba la temperatura y el pulso con frecuencia, luego giraba sobre un pie en la habitación, mirando a su alrededor como si estuviera sola y sumida en sus pensamientos. Tenía una mirada inexpresivamente agradable y sus mejillas frescas y satinadas irradiaban salud.
— Su hijo vendrá hoy –había dicho, medio preguntándolo, la señora Blynn en una de sus visitas.
— Sí –contestó la señora Palmer.
Ya empezaba a oscurecer, aunque sólo eran las cuatro de la tarde. Aquéllas fueron las últimas palabras claras que intercambió con alguien, porque después se sumió en una especie de ensoñación. Veía a la señora Blynn mirando la cajita azul de la estantería, mirándola fijamente incluso mientras sacudía el termómetro. La señora Palmer llamó a Elsie e hizo que le acercara la caja. La señora Blynn ya no estaba en la habitación.
–Esto es para mi hijo, cuando llegue –dijo la señora Palmer–. Todo. Cada una de las piezas. ¿Entendido? Está todo escrito… –Pero aunque estuviera todo detallado, una pieza suelta como el broche de amatista podía extraviarse y tal vez Gregory nunca hiciera nada al respecto, tal vez ni siquiera lo echaría en falta, o tal vez pensaría que ella lo había perdido en alguna parte durante las últimas semanas y no lo había comunicado. Gregory era así. Luego la señora Palmer sonrió para sí, y también se regañó un poco. No puedes llevártelo contigo. Aquello era una verdad como un templo, y la gente que lo intentaba era despreciable y bastante absurda–. ¡Elsie, esto es para usted! –dijo la señora Palmer y le tendió a Elsie el broche de amatista.
–¡Oh, señora Palmer! ¡Oh no, no puedo aceptar algo así! –dijo Elsie, y no sólo no lo cogió sino que incluso retrocedió un paso.
–Ha sido muy buena conmigo –dijo la señora Palmer. Estaba muy cansada y su brazo cayó sobre la cama–. Está bien –murmuró, al ver que era inútil.
Su hijo llegó a las seis de aquella tarde, se sentó al borde de su cama, le cogió la mano y le beso la frente. Pero cuando se murió, la señora Blynn estaba más cerca, inclinándose sobre ella con su ancha cara lisa y aterciopelada y sus ojos verde grisáceo, tan inexpresivos como los de un fantástico reptil.
La señora Blynn continuó hasta el final diciendo cosas animosas y concluyentes como «Ahora respira bien. Eso es…» o «No hace mucho frío, ¿verdad? Bien…». Un poco antes, alguien había mencionado la posibilidad de llamar a un sacerdote, pero Gregory y la señora Palmer lo habían rechazado. De modo que fueron los ojos de la señora Blynn lo último que vio cuando la vida la abandonaba. La señora Blynn tan autoritaria, fuerte y eficaz que uno podría haberla tomado por el propio Dios. Sobre todo porque cuando la señora Palmer miró a su hijo, realmente no lo vio, sólo distinguió una vaga y pálida figura en la esquina, alto y erguido, con una mancha oscura arriba que debía de ser su pelo. Él la estaba mirando, pero ella ya estaba demasiado débil como para llamarle. De todas formas, la señora Blynn había hecho que todos se apartaran. Elsie también estaba de pie apoyada en la puerta cerrada, dispuesta a salir corriendo por lo que hiciere falta, dispuesta a obedecer a cualquier petición. Cerca de ella estaba la pequeña figura de Liza, que ocasionalmente susurraba algo y era acallada por su madre.
En un instante, la señora Palmer vio toda su vida –su despreocupada niñez y su juventud, su matrimonio feliz, la sombra de la muerte de su otro hijo a los diez años, el impacto de la muerte de su marido ocho años atrás–, pero en conjunto había sido una vida feliz, pensó, aunque le hubiera gustado tener mejor carácter, más puro, no haber mostrado nunca mal genio o egoísmo, por ejemplo. Todo formaba ya parte del pasado, pero lo que quedaba era una sensación de que ella había sido imperfecta, inadecuada, como lo era ahora la presencia de la señora Blynn, como la débil sonrisa de la señora Blynn, inadecuada para el momento y la ocasión. La señora Blynn no lo entendía. Ni siquiera la conocía. En cierto modo, la señora Blynn no podía comprender la buena voluntad.
Ese era el error, el error de la propia vida. La vida es un largo fracaso de comprensión, pensó la señora Palmer, una larga y falsa cerrazón del corazón.
La señora Palmer tenía el broche de amatista en la mano izquierda cerrada. Horas atrás, en algún momento de la tarde, lo había cogido con la idea de preservarlo, pero ahora se daba cuenta de que había sido absurdo. También había querido dárselo a Gregory directamente y se le había olvidado. Su mano cerrada se levantó dos o tres centímetros, sus labios se movieron, pero no salió de ellos ningún sonido. Quería dárselo a la señora Blynn: un gesto positivo y generoso que todavía podía compensar aquella esencia de incomprensión, pensó, pero ya no tenía fuerzas para realizar su voluntad, y aquello también era como la vida, todo llegaba un poco demasiado tarde. Los párpados de la señora Palmer se cerraron ante la visión de los vidriosos y atentos ojos de la señora Blynn.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Mañana, 21 de abril, se cumple un siglo de la muerte de Mark Twain (1835-1910), el escritor estadounidense que inventó a Tom Sawyer y Huckleberry Finn. El aniversario no parece estar llamando mucho la atención. No importa:
«The War Prayer» fue publicado en el número de noviembre de 1916 de la revista Harper’s Monthly. Twain dictó este breve cuento en algún momento entre 1904 y 1905, como una reacción ante la guerra entre Estados Unidos y Filipinas (1899-1902), e intentó publicarlo pero fue rechazado por su editor habitual. Twain decidió entonces –se cuenta– que se mantuviera inédita hasta después de su muerte. Su visión desoladora de la humanidad es lo que la hace pertinente ahora. Pilar Hortelano es la autora de la presente traducción.
LA ORACIÓN DE GUERRA
Mark Twain
Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allí abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas los vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas. En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes.
De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida recibían un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.
Llegó el domingo por la mañana. Al día siguiente los batallones partirían hacia el frente; la iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. ¡El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles. El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!».
Después vino la oración larga. Nadie recordaba algo semejante por lo apasionado de la súplica y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En esencia, la oración pedía al Padre de todos nosotros, benigno y siempre misericordioso, que velara por nuestros nobles y jóvenes soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y ánimo en el afán de su patriótica tarea; que los bendijera y protegiera con Su poderosa mano en la batalla; que los fortaleciera y les diera confianza para que fueran invencibles en el ataque sangriento; que les ayudara a aplastar al enemigo y les concediera, tanto a ellos como a su patria y su bandera, la gloria y el honor imperecederos.
Un anciano extraño entró y con paso lento y callado avanzó por el pasillo, con los ojos clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e iba vestido con una túnica que le llegaba a los pies, llevaba la cabeza descubierta, una vaporosa cascada de cabello cano le caía sobre los hombros y tenía la cara arrugada y exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos de asombro, todos le seguían con la mirada mientras se encaminaba al altar en silencio y sin pausa, hasta que se detuvo a la par del clérigo y se quedó allí esperando de pie.
El clérigo, con los ojos cerrados, no se había percatado de la presencia del extraño y prosiguió con su oración conmovedora hasta terminar con las siguientes palabras, pronunciadas con gran fervor: «¡Bendice nuestras almas, concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y nuestra bandera!».
El extraño le tocó el brazo y le hizo señas para que se apartara -a lo que accedió el desconcertado clérigo- y ocupó su lugar. Durante unos momentos, con ojos solemnes que emanaban una luz extraordinaria, contempló detenidamente a la audiencia embelesada. Entonces con una voz profunda dijo: «Vengo del Trono. Soy portador de un mensaje de Dios Todopoderoso». Las palabras golpearon a la congregación como en un sismo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso. «El ha escuchado la oración de Su siervo, vuestro pastor, y se concederán sus peticiones si ése es vuestro deseo después que yo, Su mensajero, os haya explicado su significado, es decir, todo su significado. Pues sucede lo que en la mayoría de las oraciones de los hombres; el que las pronuncia pide mucho más de lo que es consciente, salvo que se detenga y se ponga a meditar».
«Vuestro Siervo de Dios ha rezado su plegaria. ¿Ha reflexionado sobre lo que ha dicho? ¿Es acaso una sola oración? No; son dos -una pronunciada y la otra no-. Ambas han llegado a los oídos de Aquel que escucha todas las súplicas, tanto las anunciadas como las guardadas en silencio. Ponderad esto y guardadlo en la memoria. Si rezas una plegaria en tu beneficio ¡ten cuidado! no sea que sin querer invoques al mismo tiempo una maldición sobre el vecino. Si rezas una oración para que llueva sobre tu cosecha, mediante ese acto quizá estés implorando que caiga una maldición sobre la cosecha de alguno de tus vecinos que probablemente no necesite agua y resulte así dañada».
«Han escuchado la oración de vuestro siervo -la parte enunciada-.Yo he sido encargado por Dios para poner en palabras la otra parte, aquélla que el pastor -al igual que ustedes en sus corazones- rezaron en silencio. ¿Con ignorancia y sin reflexionar? ¡Dios asegura que así fue! Oísteis estas palabras: ‘Concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro Dios’. Eso es suficiente. La oración pronunciada está íntimamente ligada a esas palabras fecundas. No han sido necesarias las explicaciones. Cuando habéis rezado por la victoria, habéis rezado por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de la victoria -debe ser así y no se puede evitar-.El espíritu atento de Dios Padre acogió también la parte no pronunciada de la oración. Me encargó que la expresara con palabras. ¡Escuchad!».
«Oh Señor, nuestro Padre, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos partimos también nosotros -en espíritu- dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo. ¡Oh Señor nuestro Dios, ayúdanos a destrozar a sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos; ayúdanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de sus patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor, ayúdanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de sus viudas inofensivas con aflicción inconsolable; ayúdanos a echarlas de sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos, hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu, agotados por las penurias, te imploramos que tengan por refugio la tumba que se les niega -por el bien de nosotros que te adoramos, Señor-, acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su camino con sus lágrimas, tiñe la nieve blanca con la sangre de las heridas de sus pies! Se lo pedimos, animados por el amor, a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y amigo de todos aquellos que padecen. A El, humildes y contritos, pedimos Su ayuda. Amén».
(Una pausa)
«Así es como lo habéis rezado. ¡Si todavía lo deseáis, hablad! El mensajero del Altísimo aguarda».
Más tarde se creyó que el hombre era un lunático porque no tenía sentido nada de lo que había dicho.
Al escritor estadounidense William Sydney Porter (1862-1910) se le recuerda por el seudónimo con el que firmaba sus cuentos: O. Henry. Durante las últimas dos décadas de su vida, y por algunas más después de ésta, se le consideró uno de los grandes maestros de la literatura de su país, a la vez en la línea de Edgar Allan Poe y de Mark Twain pues, si bien sus escenarios eran casi siempre los de la vida cotidiana en entornos rurales y urbanos, su tratamiento de personajes y ambientes se acercaba a lo gótico. También se admiraba mucho la construcción de las llamadas trick-stories, en las que Porter se especializó: cuentos con un final sorpresivo, muy contundente, en los últimos renglones.
Posteriormente la reputación de O. Henry ha disminuido, al ponerse en boga otros estilos de contar y al señalarse el carácter mecánico, manipulador, de muchos de sus textos. Pero otros son auténticas obras maestras y por ellos aún se le tiene en alta estima; por ejemplo, todavía hoy se entrega el O. Henry Memorial Award, un premio instituido en 1919 que se da anualmente a los mejores cuentos que se publican en los Estados Unidos.
«After Twenty Years» fue publicado en el libro Los cuatro millones (1906). Por si a alguien le interesa, este enlace lleva a una grabación de la versión original en inglés del cuento, leído por Dave Ranson.
DESPUÉS DE VEINTE AÑOS
O. Henry
El policía tenía un aspecto imponente mientras efectuaba su ronda por la avenida. Esa imponencia era lo habitual en él, y no para presumir, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.
El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna tabaquería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.
Hacia la mitad de una cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:
—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.
—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.
—Esta noche se cumplen 20 años del día en que cené aquí, en el Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor amigo, la persona más buena del mundo. Él y yo nos criamos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos. El tenía 20 años y yo, 18. A la mañana siguiente me iba al Oeste para hacer fortuna. A Jimmy no se le podía arrancar de Nueva York; para él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos nuevamente aquí, a 20 años exactos de esa fecha y esa hora, cualquiera fuese nuestra condición y la distancia a recorrer para llegar. Suponíamos que, después de 20 años, cada uno tendría ya la vida hecha y la fortuna conseguida.
—Parece muy interesante —dijo el agente—. Pero se me ocurre que es mucho tiempo entre una cita y otra. ¿No ha sabido nada de su amigo desde que se fue?
—Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo —respondió el otro—. Pero al cabo de un año o dos nos perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita; siempre fue el tipo más recto y digno de confianza del mundo, y no se va a olvidar. Ya viajé mil quinientos kilómetros para venir a este sitio, pero habrá valido la pena si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrustados en las tapas.
—Faltan tres minutos —anunció—. Cuando nos separamos, a la puerta del restaurante, eran las 10 en punto.
—A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
—¡A no dudarlo! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte. Bueno, muy inteligente no era; trabajador sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que vérmelas con gente muy avispada para llenarme el bolsillo. Aquí, en Nueva York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para ponerse en forma.
El policía balanceó la porra y dio un paso o dos.
—Tengo que seguir la ronda —dijo—. Espero que su amigo no le falle. ¿No piensa darle unos minutos de tolerancia?
—¡Por supuesto! —afirmó el otro—. Le daré cuanto menos media hora. Por entonces Jimmy tendrá que estar aquí, si está con vida. Hasta luego, agente.
—Buenas noches, señor —saludó el policía.
Y prosiguió su ronda, probando los picaportes al pasar.
Había empezado a caer una llovizna helada; las ráfagas inciertas se transformaron en un viento constante. Los pocos peatones se apresuraban, incómodos y silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado mil quinientos kilómetros para cumplir con una cita, insegura hasta lo absurdo, con su amigo de la juventud, fumaba su cigarro y seguía esperando.
Esperó unos 20 minutos. Al cabo, un hombre alto, de sobretodo largo y cuello subido hasta las orejas, cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta para acercarse al hombre que esperaba.
—¿Eres tú, Bob? —preguntó, vacilando.
—¿Jimmy Wells? —gritó el hombre de la puerta.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó el recién llegado, aferrando al otro por los dos brazos—. ¡Claro que eres Bob, qué duda cabe! Estaba seguro de encontrarte aquí, si vivías. Bueno, bueno, bueno… Veinte años es mucho tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado, así habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado el Oeste?
—Fantásticamente. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado muchísimo, Jimmy. Te hacía cinco o seis centímetros más bajo.
—Bueno, crecí un poco después de los 20 años.
—¿Te va bien en Nueva York, Jimmy?
—Más o menos. Tengo un puesto en uno de los departamentos de la Municipalidad. Vamos, Bob; iremos a un sitio que conozco para charlar largo y tendido sobre los viejos tiempos.
Los dos echaron a andar por la calle, del brazo. El hombre del Oeste, aumentado su egotismo por el éxito, empezó a esbozar un relato de su carrera. El otro, inmerso en su sobretodo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina, donde las luces eléctricas de una farmacia iluminaban la calle, cada uno de ellos se volvió para mirar la cara de su compañero.
El hombre del Oeste se detuvo bruscamente, apartando el brazo.
—Usted no es Jimmy Wells —dijo de pronto—. Veinte años son mucho tiempo, pero no tanto como para que a uno le cambie la nariz de recta a respingada.
—A veces es bastante para transformar a un hombre bueno en malo —dijo el desconocido—. Estás arrestado desde hace diez minutos, Bob, alias “el Sedoso”. A los de Chicago se les ocurrió que podías andar por aquí y enviaron un cable diciendo que querían charlar contigo. No te vas a resistir, ¿verdad? Así me gusta. Ahora bien, antes de llevarte a la comisaría te daré esta nota que me entregaron para ti. La puedes leer aquí, a la luz de la ventana. Es del agente Wells.
El hombre del Oeste desplegó el pedacito de papel que acababa de recibir. Cuando empezó a leer su mano estaba serena, pero al terminar le temblaba un poquito. La nota era bastante breve.
Bob: Llegué a nuestra cita a la hora justa. Cuando encendiste el fósforo te reconocí como el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude hacerlo personalmente, fui en busca de un agente de civil para que se hiciera cargo.
Ésta es la más famosa de las narraciones breves publicadas en vida por J. D.Salinger (1919-2010). Apareció por primera vez en 1948, en el número de enero de la revista The New Yorker: es la primera en la «serie» de la familia Glass y su protagonista es de Seymour, el personaje más famoso de Salinger después de Holden Caulfield, el héroe de su novela El guardián entre el centeno. El cuento logró que Salinger fuera considerado una de las eminencias de la narrativa estadounidense de su tiempo y fue publicado después en la colección Nueve cuentos (1953).
La frase con la que empieza la segunda sección del texto contiene, en inglés, una referencia velada a Seymour (cuyo apellido, Glass, significa «vidrio»: «ver más vidrio» sería en inglés «see more glass»). Por otro lado, después del cuento hay un «extra» que tal vez pueda interesar.
UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA
J. D. Salinger
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y antenoche. Los teléfonos aquí han…
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé… el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para…
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá… ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!
—¿Y…?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno… sí… más o menos…—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro…, ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
* * *
—Ver más vidrio —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño…
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez banana.
—¿Un qué?
—Un pez banana—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para los peces banana.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces banana.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez banana.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía alguna banana en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
* * *
El «extra» es el siguiente: «Hapworth 16, 1924», el último cuento publicado por Salinger, apareció en 1965, cuando el escritor ya se había retirado a vivir en una cabaña en Cornish, New Hampshire, abandonando la vida literaria y retirándose poco a poco del mundo. Después de ese cuento, no ha habido ninguna otra publicación hasta hoy, que se especula sobre sus posibles textos póstumos pero aún no se ha visto nada. «Hapworth 16» se refiere a la infancia de Seymour Glass, quien resulta ser sobrenaturalmente precoz. Salinger nunca permitió que la historia se reeditara ni se tradujera después de su primera aparición…, pero alguien la tradujo anónimamente (la versión está firmada por «Ghetta Life») y lo colocó en este sitio en 2005. (Yo lo supe gracias al blog Puente Aéreo de Gustavo Faverón.) La traducción no es muy buena pero, mientras no salga otra, nos da una idea de a dónde iba el pensamiento de Salinger…
Por todas partes han aparecido ya notas sobre la muerte de J. D. Salinger a los 91 años, más de 50 después de que se se recluyera en una casa de Cornish, New Hampshire, y a 45 de la aparición de su última obra, el cuento «Hapworth 16, 1924», remate de la serie extraña (tal vez no es una serie, en absoluto) sobre los sensibles, los extraños hermanos Glass.
Ninguna nota deja de mencionar el hecho de que Salinger huyó de la fama para convertirse en el ermitaño más famoso de la literatura del siglo XX. Ninguna deja de lado sus excentricidades ni los detalles incómodos revelados por su hija Margaret en una autobiografía de 2000. Como en esos lugares también se pueden encontrar fácilmente todos los otros datos «duros» del caso, no digo más aquí y sólo enlazo este obituario, escrito por el peruano Iván Thays.
Lo que vale la pena decir aquí es esto: no sé qué va a pasar ahora con la obra de Salinger, sumamente escasa y que para muchos se reduce a su novela El guardián entre el centeno (1951).
La historia de Holden Caulfield, el adolescente inadaptado que se busca a sí mismo en una sociedad a la que rechaza, tuvo un éxito enorme en su momento y durante las décadas inmediatamente posteriores en los Estados Unidos y el resto del mundo; después se convirtió en un texto «clásico», recomendado con frecuencia pero leído con menos pasión (desde muy pronto se vio a su autor como un especialista en un campo muy estrecho: «su truco», dice una reseña adversa de los años sesenta, «es volver glamorosa la autocompasión»)…, y ahora puede haber quedado sumamente lejos de los intereses y el modo de pensar de los adolescentes actuales de su propio país y de los otros. Esta nota del New York Times puede ser representativa de las nuevas opiniones sobre el tema: según su autora, Jennifer Schuessler, los adolescentes de ahora no encuentran mucho de interés en Salinger porque desean integrarse más que distinguirse de su sociedad, competir y ganar más que embarcarse en búsquedas interiores. Además, al contrario de lo que sucedía a mediados del siglo XX, buena parte de la economía global (sobre todo en los países desarrollados) gira alrededor de los adolescentes y les vende espacios, moda, signos de identidad que Holden, para bien o mal, nunca habría podido tener.
Schuessler cita a un quinceañero de Long Island quejándose: «Todos odiamos a Holden en mi clase. Todos queríamos decirle ‘Cállate y toma tu Prozac'». A lo mejor es cierto: a lo mejor la serie de Harry Potter y programas como Glee muestran con mayor exactitud las aspiraciones y las neurosis (la vida real no, seguro que no: no todo el mundo tiene poderes mágicos, no todo el mundo canta tan bien) de los adolescentes. No habría que espantarse: todos los libros envejecen, se secan, se olvidan, aunque unos pocos lo hagan más despacio que el resto; la «pertinencia» de un texto, su «representatividad», es una ilusión que sólo puede mantenerse durante cierto tiempo, si es que se da.
Por otra parte, el alboroto acerca de la vida extraña de Salinger y sus diversas manías y locuras apenas ha dejado ver a nadie lo realmente importante: Salinger no dejó de escribir durante sus años de reclusión. «Hay una paz maravillosa en no publicar. Es pacífico. Tranquilo. Publicar es una terrible invasión de mi vida privada. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo sólo para mí mismo y para mi propio placer», dijo el escritor en una entrevista de 1974, y yo sospecho que una vez que haya quedado atrás la noticia de la muerte, y se haya hecho el reparto de dineros y herencias, llegaremos a leer siquiera una parte de esos escritos.
Lo más probable es que sean borradores decepcionantes; pero no habría que espantarse, tampoco, si fueran textos todavía más extraños de lo que resultan ahora los que Salinger sí publicó, testimonios de una experiencia humana alocada, introvertida y (sobre todo) totalmente contraria a los impulsos actuales: a lo que se supone que debe ser la vida en la época de Facebook. Una búsqueda espiritual cuando no queremos ninguna: una bofetada, o un escupitajo, en la cara que creemos tener.
Un puñado de autores secretos, encerrados, que escriben mientras viven en dificultades con el mundo y que no quieren publicar –Franz Kafka sería el ejemplo obvio; hay otros–, puede hablar con más fuerza que las legiones de los integrados, los sensatos, los oportunos y constantes. Si tiene suerte, tal vez J. D. Salinger termine por ser entendido no como un autor canónico, de programa escolar, sino como un auténtico «raro»; habrá que esperar a que esos textos salgan a la luz…
Robert Anson Heinlein (1907-1988), estadounidense, fue uno de los escritores de ciencia ficción más notorios y celebrados de su tiempo. Causó polémicas por la temática de algunos de sus libros, que fueron acusados de defender un conservadurismo radical, no muy encubierto y que a veces lindaba con el fascismo; por otro lado, en sus mejores obras hay espacio para una ambigüedad interesante y problemática; esto lo vio claramente Paul Verhoeven, quien basó su película Invasión (1997) en la novela Tropas del espacio (1959) de Heinlein, una apología del militarismo que también (según resultó) podía leerse como una sátira.
Heinlein fue mejor cuentista que novelista y, utilizando los postulados de lo fantástico, creó un puñado de historias cortas de gran complejidad y elegancia. La mejor de todas es ésta: «–All You Zombies–«, publicada originalmente en 1959 en la revista Fantasy and Science Fiction. Su primera versión en español (que aquí se presenta muy revisada) es de Daniel Hernández y fue publicada en 1965.
Cuatro detalles: primero, la palabra «zombis» se usa sólo en sentido figurado (pero es crucial para comprender el cuento); segundo, «Old Underwear» es una parodia de las marcas de ciertas bebidas y Heinlein la usa para sugerir algo de pésima calidad; tercero, las referencias y el tono misóginos (incluyendo las siglas traducidas) buscan retener los del original; cuarto, las «confesiones» («confession stories») que uno de los personajes escribe para ganarse la vida son historias de mujeres con amores contrariados y todo tipo de sufrimientos que se vendían como verídicas en revistas; eran una falsificación semejante a los «casos de la vida real» de la televisión actual.
TODOS USTEDES, ZOMBIS
Robert A. Heinlein
2217 ZONA TEMPORAL V. 7 NOV 1970. Nueva York. Bar de Pop
Yo lustraba una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Anoté la hora: las 22.17, zona cinco, tiempo del Este, 7 de noviembre de 1970. Los agentes temporales siempre apuntamos la fecha y la hora. Es una norma.
La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, de cara infantil y mal carácter. No me gustaba su aspecto (nunca me gustó) pero yo había venido aquí para reclutarlo. Era mi muchacho. Le obsequié mi mejor sonrisa de cantinero.
Tal vez soy demasiado severo. No era maricón ni nada parecido. Lo llamaban así por lo que contestaba cuando algún entrometido quería saber a qué se dedicaba: –Soy una madre soltera –decía, y si no tenía ganas de pegarle a alguien continuaba: –A cuatro centavos por palabra. Escribo confesiones.
Si estaba de mal humor se quedaba esperando que alguien hiciese un chiste. Tenía un estilo letal para la pelea cuerpo a cuerpo, como el de una mujer policía…, razón por la cual yo lo lo buscaba. Y no la única.
Hoy estaba ya bastante servido y parecía detestar a la gente más que de costumbre. Le serví en silencio una ración doble de Old Underwear y dejé la botella. Bebió y se sirvió otro vaso.
Yo pasé el trapo por el mostrador.
–¿Cómo va el negocio de la Madre Soltera?
Sus dedos apretaron el vaso. Pensé que me lo iba a tirar a la cara y tanteé bajo del mostrador en busca de la cachiporra. En la manipulación temporal uno trata de planearlo todo, pero hay tantos factores que uno no debe correr riesgos innecesarios.
Vi que se relajaba en ese grado pequeñísimo que nos enseñan a detectar en la escuela de la Agencia.
–Perdón –dije–. Sólo preguntaba cómo iba el negocio. Haga de cuenta que le pregunté cómo está el clima.
Se veía amargado. –El negocio va bien. Yo escribo, ellos publican, yo como.
Me serví un trago y me incliné hacia él.
–De hecho –le comenté–, usted escribe bien. He leído algunas de sus historias. Le sale de maravilla el punto de vista femenino.
Éste era un desliz al que debía arriesgarme: él nunca había dicho qué seudónimos usaba. Pero estaba tan enojado como para sólo oír lo último.
–¡El punto de vista femenino! –repitió, bufando–. Ah, sí, yo me sé el punto de vista femenino. Claro que me lo sé.
–¿Sí? –dije, como dudando– ¿Hermanas?
–No. Si se lo cuento no me lo cree.
–Bueno –repuse suavemente–, los psiquiatras y los cantineros aprenden que nada es más extraño que la verdad. Mire, joven, si usted oyera las historias que yo oigo, bueno, se haría rico. Increíble.
–Usted no sabe qué es «increíble».
–¿De veras? A mí no me asombra nada. Ya todo lo he oído.
La Madre Soltera volvió a resoplar.
–¿Le apuesto el resto de la botella?
–Le apuesto otra botella entera –dije, y la puse en el mostrador.
–Bueno…
Le hice señas al otro barman para que se ocupara del negocio. Estabamos en la punta del mostrador, un lugar para un solo banquillo que yo tenía como refugio privado; para bloquearlo ponía sobre el mostrador frascos con huevos en conserva y cosas por el estilo. En la otra punta había unos parroquianos viendo el box en la televisión y alguien hacía sonar la rocola. Estábamos tan en privado como en una cama.
–Muy bien –dijo la Madre Soltera–. Para empezar, soy un bastardo.
–Eso no es una ninguna distinción aquí –le contesté.
–Lo digo en serio –replicó–. Mis padres no estaban casados.
–Es no es raro –insistí–. Los míos tampoco.
–Cuando… –se interrumpió y, por primera vez desde que lo conocía, me miró con alguna calidez–. ¿En serio?
–Claro. Bastardo cien por ciento. De hecho –agregué– nadie se casa en mi familia. Puro bastardo.
–¿Y eso?
–Ah, esto –se lo mostré–. Parece un anillo de compromiso. Es para ahuyentar a las mujeres –era una vieja sortija que le compré en 1985 a un colega, que la había traído de la Creta pre-cristiana–. La serpiente Uroboros –expliqué–; la Serpiente del Mundo que se muerde eternamente la cola. Un símbolo de la Gran Paradoja.
Él apenas la miró.
–Si usted es realmente un bastardo, sabe cómo se siente uno. Cuando yo era todavía una niña pequeña…
–¡Momento! –lo interrumpí– ¿Lo oí bien?
–¿Quién está contando la historia? Cuando yo era una niña pequeña… Mire, ¿nunca ha oído hablar de Christine Jorgenson? ¿O de Roberta Cowell?
–¿Cambios de sexo? ¿Me está tratando de decir…?
–Si me interrumpe, no hablo. A mí me dejaron en un orfanato de Cleveland, en 1945, cuando tenía un mes de edad. De chica envidiaba a los niños que tenían padres. Luego, cuando empecé a saber de sexo…, y créame, Pop, que se aprende rápido en un orfanato…
–Lo sé.
–… juré solemnemente que si tenía un hijo, tendría padre y madre. Esa idea me mantuvo «pura’, cosa que era una hazaña en ese medio… Tuve que aprender a pelear. Después fui creciendo y entendí que tenía muy pocas posibilidades de casarme…, por lo mismo por lo que nadie me había adoptado –hizo una mueca–. Tenía cara de caballo, dientes de conejo, pecho plano, pelo de cepillo…
–No está mucho peor que yo.
–¿A quién le importa cómo se ve un cantinero? ¿O un escritor? Pero la gente que quiere adoptar elige a los tarados de ojos azules y cabellos de oro. Y luego los hombres quieren pechos grandes, caras lindas y esa actitud de «oh, qué hombre» –se encogió de hombros–. Yo no podía competir. Por eso decidí meterme a R.A.M.E.R.A.S.
–¿A dónde?
–Red Astronáutica Múltiple Especializada en Relajación y Atención Sanitaria. Lo que ahora llaman «Ángeles del Espacio»: Auxiliares Navales, Grupo de Enfermería Lenitiva.
Reconocí ambas siglas cuando las ubiqué en el tiempo. Nosotros usamos todavía una tercera sigla, la del grupo de élite: Patrulla Unificada de Tareas de Animación y Solaz. El cambio de vocabulario es el peor obstáculo en los saltos por el tiempo. ¿Sabían ustedes que las «estaciones de servicio» servían gasolina en un tiempo? Una vez, cuando yo cumplía una misión en la Era Churchill, una mujer me dijo: «Lo espero en la estación de servicio de junto», pero las estaciones de servicio (en ese entonces) no tenían camas.
La Madre Soltera continuó:
–Entonces fue cuando admitieron que era imposible enviar hombres solos al espacio durante meses y años sin aliviarles la tensión. ¿Recuerda cómo chillaron los puritanos? Yo aproveché porque no había muchas voluntarias. Una debía ser respetable, de preferencia virgen (querían adiestrarlas desde cero), mentalmente por arriba del promedio y emocionalmente estable. Pero la mayoría de las voluntarias eran prostitutas viejas o neuróticas que habrían acabado locas diez días después de salir de la Tierra. Así que no hacía falta que yo fuera bonita; si me aceptaban me arreglarían los dientes, me ondularían el pelo, me enseñarían a caminar y a bailar, a escuchar a un hombre con expresión agradable, y todo lo demás… sin contar el adiestramiento para los deberes fundamentales. De ser necesario hasta me harían la cirugía estética… Nada era demasiado bueno para Nuestros Muchachos.
«Y lo mejor de todo era que se aseguraban de que una no quedara embarazada…, y, casi seguro, una se casaba al terminar el tiempo del contrato. Igual que ahora con las A.N.G.E.L.es, que se casan con los astronautas. Hablan el mismo idioma.
«A los dieciocho me pusieron como auxiliar de casa de familia. La familia sólo quería una sirvienta barata, pero a mí no me importaba. No podía alistarme antes de cumplir veintiuno. Hacía las labores de la casa y luego iba a la escuela nocturna. Fingía estudiar taquigrafía y mecanografía, pero en realidad iba a una clase de encanto, para que fuera más fácil que me reclutaran.
«Fue entonces cuando conocí a este tipo con sus billetes de cien dólares –la Madre Soltera torció la cara–. Un imbécil, pero realmente tenía un fajo de billetes de cien… Una vez me los enseñó y me dijo que tomara lo que quisiera.
«Pero yo no quise. Me gustaba. Era el primero que se mostraba amable conmigo sin intentar ninguna otra cosa. Dejé la escuela nocturna para verlo más seguido. Fue la época más feliz de mi vida.
“Hasta que una noche, en el parque, empezaron las otras cosas.
La Madre Soltera calló.
–¿Y luego? –pregunté.
–¡Luego nada! Nunca lo volví a ver. Me acompañó a casa, me dijo que me quería, me dio un beso de buenas noches y nunca volvió –tenía una cara lugubre–. Si pudiera encontrarlo, lo mataría.
–Bueno –le dije, en tono de condolencia–, sé cómo se siente. Pero matarlo…, sólo por haber hecho lo más natural… ¿Usted se resistió?
–¿Qué? ¿Eso qué importa?
–Mucho. Tal vez se merezca que le rompan los brazos por irse así, pero…
–¡Merece algo peor! Espere a que termine. Me las arreglé para que nadie sospechara, y me consolé pensando que había sido para bien; que realmente no lo había querido y que probablemente nunca querría a nadie… Y estaba más ansiosa que nunca por ingresar en R.A.M.E.R.A.S. No estaba descalificada porque no se insistía mucho en lo de la virginidad. Al fin me reanimé.
«Sólo entendí hasta que las faldas empezaron a quedarme chicas.
–¿Embarazada?
–¡Como una vaca! Los tacaños con los que vivía se hicieron tontos mientras pude trabajar, y entonces me echaron a patadas. El orfanato no quiso recibirme otra vez. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de otras gordas y limpiando bacinicas hasta que llegó la hora.
«Una noche me encontré en una mesa de operaciones, con una enfermera que decía: «Relájese. Ahora respire hondo…»
«Me desperté en la cama, paralizada del pecho para abajo. Llega el cirujano y me pregunta muy contento:
«–¿Qué tal, cómo se siente?
«–Como una momia.
«–Es natural. Está envuelta como una momia, y llena de anestésico para que no sienta. Va a salir bien, pero una cesárea no es un cualquier cosa.
«–Una cesárea –dije–… Doctor, ¿perdí al bebé?
«–No, su bebé está bien.
«–¿Fue niño o niña?
«–Niña. Totalmente sana. Cinco libras, tres onzas.
«Me tranquilicé. Ya era algo haber hecho un bebé. Me iría a cualquier parte, pensé, me pondría ‘señora de’ en el apellido y dejaría que la niña pensara que su padre había muerto. Mi hija no iba a acabar en un orfanato.
«Pero el cirujano seguía hablando:
«–Dígame, este… –no dijo mi nombre–. ¿Alguna vez pensó que su sistema glandular era… raro?
«Yo dije: –¿Qué? Claro que no. ¿A qué se refiere?
«Él, primero, se quedó callado. –Se lo diré en una sola dosis. Luego una inyección, para que se duerma y se le pasen los nervios. Le va a hacer falta.
«–¿Nervios? ¿Por qué? –le dije.
«–¿Alguna vez oyó hablar de ese médico escocés que fue mujer hasta los treinta y cinco años? Después se operó, y fue un hombre, desde el punto de vista medico y legal. Hasta se casó. Todo perfecto.
«–¿Eso qué tiene que ver conmigo?
«–Es lo que estoy tratando de explicarle. Usted es un hombre.
«Me quise enderezar. –¿Qué?
«–Cálmese. Cuando la abrí, encontré un revoltijo. Mientras sacaba al bebé llamé al jefe de cirugía; lo consulté con usted todavía en la mesa, y trabajamos varias horas para salvar lo que se podía salvar. Usted tenía dos juegos completos de órganos sexuales, ambos inmaduros, pero el femenino estaba lo bastante desarrollado como para permitirle tener un bebé. Ya no le iban a servir, así que los extirpamos y dejamos todo puesto para que usted pueda desarrollarse adecuadamente como hombre –me puso una mano en el hombro– No se preocupe. Es usted joven, los huesos se ajustarán, cuidaremos su equilibrio glandular… y haremos de usted un hombre.
«Me eché a llorar. –¿Y qué va a pasar con mi hija?
–Bueno, no va a poder amamantarla… No tiene leche ni para un gatito. Si yo fuera usted ni siquiera la vería: la pondría en adopción…
«–¡No!
«A él no le importó. –Usted decide. Es la madre…, es decir… Usted la engendró. Pero ahora no se preocupe. Lo primero es que se ponga bien.
«Al día siguiente me dejaron ver a la niña, y seguí viéndola a diario. Trataba de acostumbrarme a ella. Nunca había visto un recién nacido, y no tenía idea de qué horribles son… Mi hija parecía un monito anaranjado. Eso sí, mis sentimientos se volvieron una decisión firme de hacer todo por ella. Pero cuatro semanas después, todo eso dio lo mismo.
–¿Cómo?
–La secuestraron.
–¿La secuestraron?
La Madre Soltera estuvo a punto de tirar la botella.
–La raptaron. ¡La robaron de la enfermería del hospital! –la Madre Soltera respiraba con fuerza– ¿Qué le parece cómo le pueden quitar a un hombre la única razón que tiene para vivir?
–Qué feo –admití–. Tómese otro. ¿No hubo pistas?
–Nada que le sirviera a la policía. Alguien fue a verla diciendo que era el tío. Cuando la enfermera le dio la espalda, se la llevó.
–¿Cómo era?
–Un tipo cualquiera, con una cara en forma de cara, como la de usted o la mía –frunció el ceño–. Ha de haber sido el padre. La enfermera juró que era un hombre de más edad, pero seguro se maquilló. ¿Quién más se iba a llevar a mi bebé? Las mujeres sin hijos hacen esas cosas, pero ¿quién iba a decir que un hombre…?
–¿Qué pasó después?
–Once meses más en ese lugar horrible y tres operaciones. A los cuatro meses empezó a crecerme la barba. Antes de salir ya me rasuraba todos los días…, y sin duda era hombre –sonrió ácidamente–. Ya empezaba a mirarle el busto a las enfermeras.
–Bueno –le dije–, me parece al final le fue bien. Helo aquí, un hombre normal que gana bastante dinero y que no tiene problemas.Y la vida de la mujer no es fácil.
La Madre Soltera me miró con furia.
–¡Usted no tiene idea!
–¿Por qué?
–¿Alguna vez oyó esa expresion, «una mujer arruinada»?
–Huy, hace años. Ya no tiene mucho sentido.
–Yo estaba tan arruinado como puede estarlo una mujer. Ese maldito realmente me arruinó la vida. Yo ya no era una mujer y no sabía cómo ser un hombre.
–Habrá tomado tiempo acostumbrarse…
–Usted no tiene la menor idea. No me refiero a aprender a vestirme, o de no equivocarme de baño. Todo eso lo aprendí en el hospital. ¿Pero cómo iba a vivir? ¿En qué iba a trabajar? Carajo, ni siquiera sabía manejar. No sabía ningún oficio y no podía hacer trabajo manual: tenía demasiadas cicatrices, demasiado tejido blando…
«Además, yo odiaba a aquel tipo por haberme quitado esa posibilidad de entrar en R.A.M.E.R.A.S, pero fue peor cuando quise entrar en el Cuerpo Espacial. Con verme el abdomen me declararon inepto para el servicio militar. El oficial médico me dedicó un buen rato por pura curiosidad. Ya había leído acerca de mi caso.
«Entonces cambié de nombre y vine a Nueva York. Trabajé friendo cosas en un restaurante. Después renté una máquina de escribir y quise ser escribano público…. ¡Qué risa! En cuatro meses escribí cuatro cartas y un manuscrito. El manuscrito era para Casos de la Vida Real y era puro desperdicio de papel, pero el idiota que lo escribió pudo venderlo.
Eso me dio una idea. Compré un montón de revistas para mujeres y las estudié… –ahora tenía una cara cínica–, y ahora ya sabe cómo puedo escribir el punto de vista femenino en mis cuentos sobre madres solteras. Gracias a la única versión que no he vendido: la verdadera. ¿Me gané la botella?
La empujé hacia él. Yo mismo me sentía bastante trastornado, pero había trabajo que hacer.
Le dije:
–Joven, ¿todavía le gustaría agarrar a ese tal por cual?
Sus ojos se encendieron con un brillo de fiera.
-¡Momento! –dije– No lo mataría, ¿o sí?
Soltó una risa maligna.
–Póngame a prueba.
–Calma. Sé más de este asunto de lo que usted piensa. Lo puedo ayudar. Sé dónde está.
Él pasó un brazo sobre el mostrador. —¿Dónde está?
–Suélteme la camisa, joven, o va acabar en el callejón y le tendré que decir a la policía que desmayó.
La Madre Soltera me soltó.
–Perdón. Pero ¿dónde está? –me miró– ¿Y cómo sabe tanto?
–Todo a su tiempo. Hay registros: del hospital, del orfanato, de los médicos. La directora del orfanato era la señora Fetherage, ¿verdad? Y después vino la señora Gruenstein, ¿verdad? Y cuando usted era niña su nombre era Jane, ¿verdad? Y usted no me dijo nada de esto, ¿verdad?
Había logrado desconcertarlo, tal vez asustarlo.
–¿De qué se trata? ¿Quiere meterme en problemas?
–Claro que no. Me interesa su bienestar. Puedo poner al tipo junto a usted. Usted hace con él lo que quiera…, y le garantizo que no le pasará nada. Eso sí, creo que no va a matarlo. Tendría que estar loco para matarlo… y usted no está loco. No mucho.
No me hizo mucho caso.
–Menos habladas. ¿Dónde está?
Le serví un trago, chico. Seguía borracho, pero no se notaba por la ira.
–No tan rápido. Yo le hago un favor, usted me hace un favor.
–¿Cuál?
–A usted no le gusta su trabajo. ¿Qué me diría si yo le ofrezco otro, bien pagado, permanente, gastos ilimitados, con usted de su propio jefe, y un montón de diversión y aventuras?
Se me quedó mirando.
–Le diría que me contara otro cuento. Ya basta, Pop. Ese empleo no existe.
–Hagámoslo de otro modo: yo le entrego el hombre, usted se arregla con él y luego prueba el trabajo que le ofrezco. Si no es como le digo, no pasa nada.
Él vacilaba, pero se decidió con el último trago.
–¿Cuándo me lo entrega? — dijo con voz pastosa.
–Sí está de acuerdo…, ¡ahora mismo!
Él extendió la mano. –¡Trato hecho!
Le hice una seña a mi ayudante para que vigilara las dos puntas del mostrador, tomé nota de la hora –23.00– y cuando me agachaba para cruzar la puertita bajo el mostrador, la rocola empezó a sonar con «¡Soy mi propio abuelo!». El encargado tenía la orden de poner sólo clásicos y Americano, porque yo no aguanto la “música» de 1970, pero yo no sabía que esa grabación se hubiera infiltrado. Así que grité:
–¡Apaga eso! ¡Devuélvele el dinero al cliente! –y agregué: –Voy al almacén. No tardo.
Y allá fui, seguido por la Madre Soltera.
El almacén estaba al fondo del pasillo, del otro lado de los baños. Una puerta de acero de la que sólo el encargado de día y yo teníamos llave. Adentro, había otra puerta que llevaba a un cuarto del que sólo yo tenía llave. Entramos ahí.
La madre soltera miró, confundido, las paredes sin ventanas.
–¿Dónde está?
–Ahora mismo viene.
No había nada en el cuarto salvo un estuche. Lo abrí. Era un Equipo de Campo Transformador de Coordenadas de la U.S.F.F., serie 1992, modelo II. Una belleza, sin partes móviles, 23 kilos de peso a plena carga y diseñado para parecer una maleta. Lo había ajustado con precisión desde temprano. Todo lo que había que hacer era desplegar la red metalica que limita el campo de transformación. Cosa que hice.
–¿Qué es eso? –preguntó.
–Una máquina del tiempo –respondí, y eché la red sobre nosotros.
–¡Oiga! –gritó la Madre Soltera, y dio un paso atrás. Hay una técnica para hacer esto: hay que lanzar la red de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia la malla de metal, y entonces acabar de cerrar la red para que los dos quedemos adentro. Si no, uno puede dejar detrás la suela de un zapato, o la punta de un pie, o bien llevarse un trozo del suelo. Pero no hace falta más. Algunos agentes engañan al sujeto para que se meta en la red; yo digo la verdad y uso ese momento de asombro total para mover el interruptor. Cosa que hice.
1030-VI-3 ABR 1963. Cleveland, Ohio. Edificio Apex
–¡Oiga! –volvió a decir él–. ¡Quíteme esta porquería de encima!
–Lo siento –me disculpé, plegué la red y la guardé en la maleta–. Usted me dijo que quería encontrarlo.
— Pero… ¡usted dijo que eso era una máquina del tiempo!
Le señalé una ventana.
–¿Le parece que estamos en noviembre? ¿O en Nueva York?
Mientras él veía, estupefacto, los capullos nuevos y el cielo primaveral, reabrí el estuche, saqué un fajo de billetes de cien y comprobé que la numeración y la firma fueran compatibles con 1963. A la Agencia del Tiempo no le importa lo que uno gaste (no cuesta), pero tampoco le gustan los anacronismos innecesarios. Si comete muchos errores, una corte marcial lo puede exiliar por un año a algún periodo especialmente malo, 1974 por ejemplo, con su racionamiento estricto y sus trabajos forzados. Yo nunca cometo esos errores. El dinero era perfecto.
La Madre Soltera dio media vuelta y preguntó:
–¿Qué pasó?
–El tipo está aquí. Salga y vaya por él. Aquí tiene dinero para sus gastos –le empujé el fajo y añadí: –Arréglese con él y después yo lo recojo.
Los billetes de cien dólares tienen un efecto hipnótico en la gente que los ve poco. Seguía pasándolos de a uno, con cara de no poder creerlo, cuando lo empujé al vestíbulo y cerré por dentro. El siguiente salto fue fácil: un pequeño desplazamiento en la misma era.
1700-VI. 10 MAR 1964. Cleveland. Edificio Apex
Habían echado un aviso por debajo de la puerta: el contrato de mi renta expiraba la semana próxima. Salvo ese detalle, el cuarto se veía como un momento antes. Afuera, los árboles estaban pelados y parecía que iba a nevar. Me apuré, con sólo una pausa para recoger dinero contemporáneo y saco, sombrero y un abrigo que había dejado allí al rentar el cuarto. Pedí un taxi y fui al hospital. Tardé veinte minutos en aburrir lo suficiente a la enfermera como para llevarme la criatura sin que nadie me viera. Regresamos al edificio Apex. Los ajustes fueron más complicados ahora pues el edificio no existía aún en 1945. Pero ya lo había calculado.
0100-VI-20 SEP 1945. Cleveland. Motel Skyview
El equipo, el bebé y yo llegamos a un hotel en las afueras de la ciudad. Previamente me había registrado como «Gregory Johnson, de Warren, Ohio», así que aparecimos en un cuarto con cortinas corridas, ventanas cerradas, puertas atrancadas y el piso libre de obstáculos, como precaución contra oscilaciones mientras la máquina se orientara. Uno puede darse un mal golpe por una silla en el lugar equivocado…, no por la silla, desde luego, sino la descarga retroactiva del campo.
No hubo problemas. Jane dormía profundamente. La llevé afuera, la puse en una caja de cartón sobre el asiento de un automóvil que había rentado previamente, la llevé al orfanato, la dejé en la escalera de la entrada, recorrí dos cuadras hasta llegar a una «estación de servicio» (de las que vendían gasolina) y llamé por teléfono al orfanato. Después regresé, a tiempo para ver cómo metían la caja de cartón, seguí avanzando, dejé el coche cerca del motel, caminé hasta la entrada y salté hasta adelante, hasta el edificio Apex en 1963.
2200-VI-24 ABR 1963. Cleveland. Edificio Apex
Yo no me había dejado mucho margen. La exactitud en el salto del tiempo depende de cuánto se salta, salvo cuando se regresa a cero. Si no me había equivocado, Jane estaría descubriendo ahora, en el parque, en esa noche perfumada de primavera, que no era una chica tan decente como había creído. Tomé un taxi a la casa de los tacaños y le ordené al chofer que esperara a la vuelta de la esquina, mientras yo me observaba en lo oscuro.
De pronto los vi venir por la calle, tomados del brazo. El hombre la llevó hasta el porche y le dio un largo beso de buenas noches: mucho más largo de lo que yo creía. Ella entró y él se alejó por la vereda. Lo alcancé y lo tomé por el brazo.
–Eso es todo, joven –le anuncié en voz baja–. Ya vine a recogerlo.
–¡Usted! –dijo, sin aliento.
–Sí, yo. Y ahora ya sabe quién es él, y si lo piensa sabrá quién es usted…, y si lo piensa más sabrá quien es el bebé… y quién soy yo.
No me contestó. La sacudida había sido grande. Es un choque el que le prueben a uno que no puede resistir la tentación de seducirse a sí mismo. Lo llevé al edificio Apex y saltamos otra vez.
2300-VII-12 AGO 1985. Base Sub-Rocallosas
Desperté al sargento de guardia, le mostré mi identificación y le ordené que pusiera a mi acompañante en la cama, le diera una pastilla y lo reclutara a la mañana siguiente. El sargento se veía de mal humor, pero el rango es el rango en cualquier época. Hizo lo que le dije, pensando, sin duda, que la próxima vez que nos encontráramos él podría ser el coronel y yo el sargento. Cosa que, efectivamente, puede suceder en la Agencia.
–¿Qué nombre? –preguntó.
Se lo escribí. Él enarcó las cejas.
–Conque sí, ¿eh?
–Sólo haga su trabajo, sargento –me volví a mi acompañante–. Joven, ya se acabaron sus problemas. Está por iniciarse en el mejor empleo que un hombre puede tener Y le irá bien. Yo sé.
–¡Claro que sí! –se me unió el sargento–. Míreme a mí: nacido en 1917, y todavía ando por aquí, todavía soy joven, todavía disfruto de la vida.
Regresé al cuarto de saltos y ajusté todo para ir al cero preseleccionado.
2301-V-7 NOV 1970. Nueva York. Bar de Pop
Salí del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto de ausencia. Mi ayudante discutía con el cliente que quería oír «¡Soy mi propio abuelo!». Le dije:
–Déjalo que lo escuche. Después desconecta la rocola.
Estaba muy cansado.
El trabajo es duro, pero alguien debe hacerlo, y luego del Error de 1972 es difícil reclutar en los años tardíos. ¿Puede haber una fuente mejor que seleccionar a gente más en la ruina, estén donde estén, y ofrecerle un trabajo interesante y bien pagado (aunque peligroso) para una buena causa? Todo el mundo sabe ahora por qué falló la Guerra del Fallo de 1963: la bomba que iba para Nueva York no explotó jamás, y otras mil cosas no ocurrieron como habían sido planeadas…, todo gracias a gente como yo.
Pero no el Error de 1972. Ese no fue nuestra culpa, y ya no tiene arreglo. No hay ninguna paradoja. Una cosa o es, o no es, ahora y para siempre. Amén. Pero nunca habrá otro error así: una orden fechada 1992 tiene prioridad en cualquier año.
Cerré el bar cinco minutos antes de la hora, y dejé en la caja registradora una carta donde le explicaba al encargado de día que aceptaba su ofrecimiento de comprar mi parte, y que se entrevistara con mi abogado, porque yo me iba a tomar unas largas vacaciones. La Agencia podía cobrarle o no cobrarle, pero quiere que no se dejen cabos sueltos. Bajé al cuartito en el almacén y salté a 1993.
2200-VII-12 ENE 1993. Anexo Sub-Rocallosas, Cuartel de la Agencia del Tiempo
Me presenté al oficial de guardia y fui a mi cuarto con la intención de dormir una semana. Me había traído la botella que habíamos apostado (al fin y al cabo, me la había ganado) y tomé un trago antes de escribir mi informe. Sabía horrible y me pregunté cómo me había gustado alguna vez el Old Underwear. Pero era mejor que nada: no me gusta estar totalmente sobrio, pienso demasiado. Pero tampoco le doy de verdad a la botella. Otras personas ven serpientes…, yo veo personas.
Dicté mi informe: cuarenta reclutamientos, todos aprobados por el Departamento de Psico, incluyendo el mío, que ya sabía que aprobarían. Porque yo estaba aquí, ¿no? Luego grabé una solicitud para que me pasaran a operaciones: estaba harto de reclutamientos. Metí las dos grabaciones en la ranura y fui hacia la cama.
Me quedé mirando las «Leyes del Tiempo» sobre mi cabecera:
No dejes para ayer lo que puedes hacer mañana
Si al final tienes éxito no vuelvas a intentarlo
Una puntada al Tiempo salva a nueve mil millones
Una paradoja puede ser pararreglada
Es más temprano cuando piensas
Los antepasados son sólo gente
El mismo Júpiter cabecea
Ya no me inspiraban como cuando era recluta; treinta años subjetivos de saltos en el tiempo lo cansan a uno. Me desvestí y me miré el abdomen. Las cesáreas dejan grandes cicatrices, pero tengo tanto pelo ahora que no veo la mía a menos que la busque.
Le eché un vistazo al anillo que llevo en el dedo.
La serpiente que se muerde la cola, por siempre y para siempre. Yo sé de dónde he venido…, pero ¿de dónde han venido todos ustedes, zombis?
Sentí que me venía un dolor de cabeza, pero yo no tomo analgésicos. Una vez tomé… y todos ustedes se fueron.
Así que me metí en la cama y apagué la luz.
En realidad ustedes no están ahí. No hay nadie más que yo –Jane–, a solas, aquí en la oscuridad.
¡Los extraño tanto!
He aquí, de nuevo, «Faith of Our Fathers», el cuento con el que el enorme Philip K. Dick (1928-1982) contribuyó a la famosa antología Visiones peligrosas (1967-69) de Harlan Ellison. Visto desde el siglo XXI, el libro de Ellison fracasó en su proyecto de renovar la ciencia ficción de forma perdurable y radical, pero no importa: es una reunión espectacular de historias provocadoras, casi siempre inteligentes y, en algunos casos, auténticas obras maestras de sus autores. Sobre todo, éste es el caso del cuento de Dick, que reúne la mayoría de sus obsesiones fundamentales en una trama deslumbrante; su protagonista, Chien, no sólo está enfrentado a transformaciones indescifrables de la realidad, sino que además se ve obligado a intentar leerlas, encontrarles algún sentido desde su estatura mínima de hombre, como a los poemas presuntamente subversivos con los que empiezan sus dificultades. Encima, por supuesto, está el gran estado totalitario que alcanza (¿o tenía desde el principio?) la estatura y el poder terrible de la divinidad…
(En cierto modo, el texto es todavía más inquietante porque resulta una premonición de la propia experiencia de ruptura de la realidad que Philip K. Dick tuvo en 1974, que es el núcleo de sus novelas tardías y que, en cierto modo, destruyó al escritor al mismo tiempo que lo invitaba a contemplar y aprehender una plenitud abrumadora y distinta.)
Hace cuatro años, cuando comencé este blog, el primer cuento que se publicó en el sitio fue éste. Pero en alguna de las mudanzas y los reajustes el texto se perdió. Aquí está otra vez, repito, en una versión revisada de la traducción de Domingo Santos y Francisco Blanco.
LA FE DE NUESTROS PADRES
Philip K. Dick
En las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de madera y llamaba con gritos chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su mente y distraían su atención: era como si estuviera solo, y no lo rodearan los que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y, asimismo, era como si el vendedor sin piernas no existiera.
—Camarada —lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a Chien con su carrito, propulsado por una batería a helio—. Tengo una amplia variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes satisfechos. Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte.
—Está bien—dijo Chien, deteniéndose—, pero no estoy enfermo.
«Excepto—pensó— de la enfermedad crónica de los empleados del Comité Central: el oportunismo profesional poniendo a prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la mía.»
—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas—canturreó el vendedor ambulante, persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres negros.—Alzando una bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y distintas clases de polvos en recipientes de plástico, el vendedor canturreó—: Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática, puedo darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina increíblemente efectiva. Y mis precios son bajos, camarada. Y como atención especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te aceptaré en pago los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.
—Vete al infierno—dijo Chien, y le hizo señas a un taxi sobre colchón de aire que pasaba en ese momento.
Ya se había atrasado tres minutos y medio para su primera cita del día, y en el Ministerio sus diversos superiores de opulento trasero estarían haciendo rápidas anotaciones mentales, al igual que sus subordinados, que las harían en proporción aún mayor.
El vendedor dijo con calma:
—Pero, camarada, debes comprarme.
—¿Por qué?—preguntó Chien. Sentía indignación.
—Porque soy un veterano de guerra, camarada. Luché en la Colosal Guerra Final de Liberación Nacional con el Frente Democrático Unido del Pueblo contra los Imperialistas. Perdí mis extremidades inferiores en la batalla de San Francisco —ahora su tono era triunfante y socarrón—. Es la ley. Si te niegas a comprar las mercancías ofrecidas por un veterano, te arriesgas a que te multen o que te envíen a la cárcel…, además de la deshonra.
Con gesto cansado, Chien indicó al taxi que siguiera.
—Concedido—dijo—. Está bien, debo comprarte.—Dio un rápido vistazo a la pobre exhibición de remedios vegetales, buscando uno al azar—. Éste—decidió, señalando un paquetito de la última hilera y envuelto en papel.
El vendedor ambulante se rió.
—Eso es un espermaticida, camarada. Lo compran las mujeres que no pueden aspirar a La Píldora por razones políticas. Te sería poco útil. En realidad no te sería nada útil, porque eres un caballero.
—La ley no exige que te compre algo útil—dijo Chien en tono cortante—. Sólo que debo comprarte algo. Me llevaré ése.
Metió la mano en su chaqueta acolchada, buscando la billetera, henchida por los billetes inflacionarios de posguerra con los que le pagaban cuatro veces a la semana, en su calidad de servidor del gobierno.
—Cuéntame tus problemas—dijo el vendedor.
Chien lo miró asombrado. Atónito ante la invasión de su vida privada… por alguien que no era del gobierno.
—Está bien, camarada—dijo el vendedor, al ver su expresión—. No te sondearé. Perdona. Pero como doctor, como curador naturista, lo indicado es que sepa todo lo posible.—Lo examinó, con sus delgados rasgos sombríos—. ¿Miras la televisión mucho más de lo normal?—preguntó de pronto.
Tomado por sorpresa, Chien dijo:
—Todas las noches. Menos los viernes, cuando voy al club a practicar el enlace de novillos, ese arte esotérico importado del Oeste.
Era su única gratificación. Aparte de eso, se dedicaba por completo a las actividades del Partido.
El vendedor se estiró y eligió un paquetito de papel gris.
—Sesenta dólares de intercambio—declaró—. Con garantía total. Si no cumple con los efectos prometidos, devuelves la porción sobrante y se te reintegra todo el dinero, sin rencor.
—¿Y cuáles son los efectos prometidos?—dijo Chien, sarcástico.
—Descansa los ojos fatigados por soportar los absurdos monólogos oficiales—dijo el vendedor—. Es un preparado tranquilizante. Tómalo cuando te encuentres expuesto a los secos y extensos sermones de costumbre que…
Chien le dio el dinero, aceptó el paquete, y siguió su camino. «La ordenanza que ha establecido a los veteranos de guerra como clase privilegiada es una mafia—pensó—. Hacen presa en nosotros, los más jóvenes, como aves de rapiña.»
El paquetito gris quedó olvidado en el bolsillo de su chaqueta mientras entraba al imponente edificio de posguerra del Ministerio de Artefactos Culturales, y a su propia oficina, bastante majestuosa, para comenzar su día de trabajo.
En la oficina lo esperaba un caucásico adulto, corpulento, vestido con un traje de seda Hong Kong marrón, cruzado, con chaleco. Junto al desconocido caucásico estaba su propio superior inmediato, Ssu-Ma Tso-pin. Tso-pin hizo las presentaciones en cantonés, un dialecto que dominaba bastante mal.
—Señor Tung Chien, le presento al señor Darius Pethel. El señor Pethel será el director de un nuevo establecimiento ideológico y cultural que se va a inaugurar en San Francisco, California. El señor Pethel ha dedicado una vida rica y plena al apoyo de la lucha del pueblo por destronar a los países del bloque imperialista mediante la utilización de instrumentos pedagógicos. De ahí su alta posición.
Se estrecharon la mano.
—¿Té?—le preguntó Chien.
Apretó el botón del hibachi infrarrojo y en un instante el agua comenzó a burbujear en el adornado recipiente de cerámica de origen japonés. Cuando se sentó ante su escritorio, vio que la fiel señorita Hsi había preparado la hoja de información (confidencial) sobre el camarada Pethel. Le dio un vistazo mientras simulaba efectuar un trabajo de rutina.
—El Benefactor Absoluto del Pueblo se ha entrevistado personalmente con el señor Pethel, y confía en él—dijo Tso-pin—. Eso es algo fuera de lo común. La escuela de San Francisco aparentará enseñar las filosofías taoístas comunes pero, desde luego, en realidad mantendrá abierto para nosotros un canal de comunicación con el sector joven intelectual y liberal de los Estados Unidos occidentales. Aún hay muchos vivos, desde San Diego a Sacramento; calculamos que unos diez mil. La escuela aceptará dos mil. El enrolamiento será obligatorio para los que seleccionemos. Usted estará relacionado en forma importante con los programas del señor Pethel. Ejem, el agua del té está hirviendo.
—Gracias—murmuró Chien, dejando caer la bolsita de té Lipton en el agua.
Tso-pin prosiguió:
—Aunque el señor Pethel supervisará la confección de los cursos educativos presentados por la escuela a su cuerpo de estudiantes, todos los exámenes escritos serán enviados a su oficina para que usted efectúe un estudio experto, cuidadoso, ideológico de ellos. En otras palabras, señor Chien, determinará cuál de los dos mil estudiantes es confiable, quiénes responden realmente a la programación y quiénes no.
—Ahora serviré el té—dijo Chien, haciéndolo ceremoniosamente.
—Hay algo de lo que debemos darnos cuenta—dijo Pethel en un cantonés retumbante aún peor que el de Tso-pin—. Una vez perdida la guerra contra nosotros, la juventud norteamericana ha desarrollado una aptitud notable para disimular.
Dijo la última palabra en inglés. Como no la entendía, Chien se volvió interrogante hacia su superior.
—Mentir—explicó Tso-pin.
—Pronunciar las consignas correctas en lo superficial, pero creerlas falsas interiormente—dijo Pethel. Los exámenes escritos de este grupo se parecerán mucho a los de los auténticos…
—¿Quiere decir que los exámenes escritos de dos mil estudiantes pasarán por mi oficina?—preguntó Chien. No podía creerlo—. Eso es un trabajo absorbente; no tengo tiempo para nada que se parezca.—Estaba espantado—. Dar aprobación o negativa crítica oficial a un grupo astuto como el que usted prevé…—gesticuló—. Me cago en…—comenzó en inglés.
Parpadeando ante el brutal insulto occidental, Tso-pin dijo:
—Usted tiene un equipo. Además, puede incorporar otros ayudantes. El presupuesto del Ministerio, aumentado este año, lo permitirá. Y recuerde: el mismo Benefactor Absoluto del Pueblo eligió al señor Pethel.
Ahora su tono era ominoso, aunque sólo sutilmente. Lo necesario para penetrar en la histeria de Chien y debilitarla hasta que se transformara en sumisión. Al menos momentánea. Para subrayar su afirmación, Tso-pin caminó hasta el fondo de la oficina; se detuvo ante el tridi-retrato tamaño natural del Benefactor Absoluto. Luego puso en funcionamiento el pasacinta montado tras el retrato. El rostro del Benefactor Absoluto se movió y brotó de él una homilía familiar, modulada en acentos más que familiares.
—Luchen por la paz, hijos míos—entonó con suavidad, con firmeza.
—Ajá—dijo Chien, aún perturbado, pero ocultándolo.
Era posible que una de las computadoras del Ministerio pudiese clasificar los exámenes escritos; podía emplearse una estructura de sí-no-quizá, junto a un preanálisis del esquema de corrección (o incorrección) ideológica. El asunto podía transformarse en rutina. Probablemente.
—He traído cierto material y me gustaría que usted lo analice, señor Chien—dijo Darius Pethel. Corrió el cierre de un desagradable y anticuado portafolio de plástico—. Dos ensayos de examen —dijo mientras le pasaba los documentos a Chien—. Esto nos permitirá saber si usted está capacitado para el trabajo.—Se volvió hacia Tso-pin. Sus miradas se encontraron—. Tengo entendido que si usted tiene éxito en la empresa será nombrado viceconsejero del Ministerio, y su Excelencia el Benefactor Absoluto del Pueblo le otorgará personalmente la medalla Kisterigian.
Pethel y Tso-pin le brindaron una sonrisa de cauteloso acuerdo.
—La medalla Kisterigian—repitió Chien como un eco. Aceptó los exámenes escritos, les dio un vistazo mostrando una tranquila indiferencia. Pero en su interior el corazón vibraba con tensión mal disimulada—. ¿Por qué estos dos? Quiero decir: ¿qué tengo que buscar en ellos, señor?
—Uno es obra de un progresista dedicado, un miembro leal del partido, cuyas convicciones han sido investigadas a fondo—dijo Pethel—. El otro es un joven stilyagi de quien se sospecha que sostiene degeneradas criptoideas imperialistas de pequeño burgués. Le corresponde decidir, señor, a quién pertenece cada trabajo.
Leyó el título del primer ensayo:
DOCTRINAS DEL BENEFACTOR ABSOLUTO ANTICIPADAS EN LA POESÍA DE BAHA AD-DIN ZUHAYR. DEL SIGLO TRECE. ARABIA.
Al hojear las primeras páginas, Chien vio una estrofa que le era familiar; se llamaba Muerte y la había conocido durante la mayor parte de su vida adulta, educada.
Fallará una vez, fallará dos veces,
sólo elige una entre muchas horas;
para él no hay profundidad ni altura,
es todo una llanura en donde busca flores.
—Poderoso—dijo Chien—. Este poema.
—El autor utiliza el poema para referirse a la sabiduría ancestral desplegada por el Benefactor Absoluto en nuestras vidas cotidianas, de modo que ningún individuo esté seguro—dijo Pethel al notar que los labios de Chien se movían releyendo la estrofa—. Todo somos mortales, y sólo la causa suprapersonal, históricamente esencial, sobrevive. Y así debe ser. ¿Estaría usted de acuerdo con él? ¿Con este estudiante, quiero decir? O…—Pethel hizo una pausa— ¿Quizás esté, en realidad, satirizando las proclamas de nuestro Benefactor Absoluto?
Precavido, Chien dijo:
—Permítame examinar el otro texto.
—No necesita más información. Decida.
Vacilante, Chien dijo:
—Yo… nunca había pensado en este poema de ese modo —se sentía irritado—. De todos modos, no es de Baha ad-Din Zuhayl: forma parte de la recopilación Las mil y una noches. Sin embargo, es del siglo trece; lo admito.
Leyó con rapidez el texto que acompañaba al poema. Parecía ser un párrafo rutinario, poco inspirado, de clisés partidistas que él sabía de memoria. El ciego monstruo imperialista que segaba y absorbía (metáfora mixta) la aspiración humana, los cálculos del grupo anti-Partido aún en existencia en los Estados Unidos del Este… Se sentía sordamente aburrido, y tan poco inspirado como el estudiante del examen. Debemos perseverar, declaraba el texto. Eliminar los restos del Pentágono en las montañas Catskills, dominar a Tennessee y sobre todo el bolsón de reaccionarios empecinados de las colinas rojas de Oklahoma. Suspiró.
—Creo que debemos permitir que el señor Chien pueda considerar este difícil material cómodamente—dijo Tso-pin. Luego se dirigió a Chien—: Tiene permiso para llevarlo a su departamento, esta noche, y juzgarlos en sus horas libres.
Efectuó una reverencia entre burlona y solícita. Fuera o no un insulto, había librado a Chien del anzuelo, y Chien se lo agradecía.
—Son ustedes muy bondadosos al permitirme cumplir con esta nueva y estimulante labor en mis horas libres. De estar vivo, Mikoyan los aprobaría—murmuró.
«Bastardos—se dijo, incluyendo en el insulto tanto a su superior como al caucásico Pethel—. Arrojándome un clavo ardiente como éste, y en mis horas libres. Es obvio que el PC de Estados Unidos tiene problemas. Sus academias de adoctrinamiento no cumplen su trabajo con la excéntrica y muy terca juventud yanqui. Y se han ido pasando este clavo ardiente de uno a otro hasta que llegó a mí.»
«Gracias por nada”, pensó con amargura.
Aquella noche, en su departamento pequeño pero bien equipado, leyó el otro examen, escrito esta vez por una tal Marion Culper, y descubrió que también tenía que ver con la poesía. Era obvio que se trataba de un curso de poesía. Siempre le había resultado desagradable la utilización de la poesía (o de cualquier arte) con propósitos sociales. De todos modos, sentado en su cómodo sillón especial enderezador de columna, imitación de cuero, encendió un enorme cigarro corona Cuesta Rey Número Uno del Mercado Inglés y empezó a leer.
La autora del ensayo, la señorita Culper, había elegido como texto las líneas finales de la famosa Canción para el día de Santa Cecilia, de un poema de John Dryden, poeta inglés del siglo XVII:
… Así, cuando la última y temible hora
esta gastada procesión devore,
la trompeta se oirá en lo alto,
los muertos vivirán, los vivos morirán,
y la Música destemplará el cielo.
Bueno, esto es increíble, pensó Chien, cáusticamente. ¡Se supone que debemos creer que Dryden anticipó la caída del capitalismo? ¿Eso quiso decir al escribir «gastada procesión»?
Se inclinó para tomar el cigarro y descubrió que se había apagado. Tanteó en los bolsillos buscando su encendedor japonés, se detuvo… ¡Tuuiiii! se oyó por el televisor al otro lado de la sala de estar.
—Ajá—dijo Chien—. El Líder va a hablarnos. El Benefactor Absoluto del Pueblo. Lo hará desde Pekín, donde ha vivido durante los últimos noventa años. ¿O cien? O, como a veces nos gusta pensar en él, el Asno…
—Que los diez mil capullos de la abyecta pobreza autoasumida florezcan en vuestro jardín espiritual—dijo el locutor del canal televisivo.
Chien se detuvo con un gruñido y ejecutó la reverencia de respuesta obligatoria. Cada televisor estaba equipado con mecanismos de control que informaban a la Polseg, la Policía de Seguridad, si el propietario estaba haciendo la reverencia y/o mirando.
Un rostro claramente definido se manifestó en la pantalla: los rasgos amplios, lisos, saludables del líder del PC oriental, de ciento veinte años de edad, gobernante desde muchos…, demasiados años. Chien le sacó la lengua mentalmente y volvió a sentarse en el sillón de imitación de cuero, ahora frente al televisor.
—Mis pensamientos están concentrados en ustedes, hijos míos —dijo el Benefactor Absoluto con sus tonos ricos y lentos—. Y sobre todo en el señor Tung Chien, de Hanoi, que tiene una difícil tarea por delante, una tarea que enriquece al pueblo del Oriente Democrático, además de la Costa Oeste Americana. Debemos pensar todos juntos en este hombre noble y dedicado, y en el trabajo que enfrenta, y yo mismo he decidido emplear algunos momentos de mi tiempo para honrarlo y alentarlo. ¿Me está oyendo, señor Chien?
—Sí, Su Excelencia—dijo Chien, y consideró las posibilidades de que el Líder del Partido lo hubiera elegido a él en esta noche en especial.
Las posibilidades eran tan escasas que experimentó un cinismo anormal en un camarada. Le sonaba poco convincente. Lo más probable era que la transmisión se emitiera sólo a su edificio de departamentos… o al menos sólo a aquella ciudad. También podría ser un trabajo de sincronización labial hecho en la TV de Hanoi. Incorporado. Sea como fuere, se le exigía que escuchara y mirara… y absorbiera. Lo hizo, gracias a toda una vida de práctica. Exteriormente parecía prestar una atención inflexible. En su fuero interno aún cavilaba sobre los dos exámenes escritos, preguntándose cuál era el correcto: ¿dónde terminaba el devoto entusiasmo por el Partido y comenzaba la sátira sardónica? Era difícil determinarlo…, lo cual explicaba, desde luego, por qué habían descargado la labor en su regazo.
Volvió a tantear los bolsillos en busca del encendedor… y encontró el sobrecito gris que le había vendido el mercachifle veterano de guerra. Recordó lo que le había costado. Dinero tirado, pensó. ¿Y qué era lo que hacía este remedio? Nada. Dio vuelta al envoltorio y vio, en la parte de atrás, un texto en letras muy pequeñas. Comenzó a desdoblar el paquete con cuidado. Las palabras lo habían atrapado… para eso estaban preparadas, por supuesto.
¿Fracasando como miembro del Partido y ser humano? ¿Temeroso de volverse obsoleto y ser arrojado al montón de cenizas de la historia por
Paseó la vista con rapidez sobre el texto, ignorando sus afirmaciones, buscando datos para saber qué había comprado.
Entretanto, la voz del Benefactor Absoluto seguía zumbando.
Rapé. El paquetito contenía rapé. Innumerables granitos negros, como pólvora, de los que subía un atrayente aroma que le cosquilleó la nariz. Descubrió que el nombre de esa mezcla en particular era Princess Special. Y era muy agradable. En una época había tomado rapé (durante un tiempo, fumar tabaco había estado prohibido por razones sanitarias) en sus días de estudiante en la Universidad de Pekín; estaba de moda, sobre todo las mezclas afrodisíacas preparadas en Chungking. ¿Sería ésta como aquéllas? Al rapé se le podía agregar casi cualquier sustancia aromática, desde esencia de naranja hasta excremento de bebé pulverizado…, o al menos eso parecían algunas, sobre todo una mezcla inglesa llamada High Dry Toast que por sí sola habría bastado para poner punto final a su costumbre de inhalar tabaco.
En la pantalla televisiva el Benefactor Absoluto seguía retumbando monótono, mientras Chien aspiraba el polvo con cautela y leía el prospecto: curaba todo, desde llegar tarde al trabajo hasta enamorarse de mujeres con pasado político dudoso. Interesante. Pero típico de los prospectos…
Sonó el timbre.
Se levantó y caminó hasta la puerta, sabiendo perfectamente lo que iba a encontrar. Como no podía ser de otra manera, allí estaba Mou Kuei, el guardia del edificio, pequeño y torvo y dispuesto a cumplir con su deber; se había colocado la faja en el brazo y el casco metálico, para mostrar que estaba de servicio.
—Señor Chien, camarada trabajador del Partido. He recibido una llamada de la autoridad televisiva. Usted no está mirando su pantalla y en vez de eso juguetea con un paquete de contenido dudoso —extrajo un anotador y un bolígrafo—. Dos marcas rojas, y se le ordena en forma sumaria que a partir de ese momento descanse en una posición cómoda y sin tensiones ante su pantalla, y brinde al Líder su excelsa atención. Esta noche sus palabras se dirigen a usted en especial, señor. A usted.
—Lo dudo—se oyó decir Chien.
Parpadeando, Kuei dijo:
—¿Qué quiere usted decir?
—El Líder gobierna ocho mil millones de camaradas. No va a elegirme a mí.
Se sentía furioso; la exactitud del reproche del guardia lo fastidiaba.
Kuei dijo:
—Lo oí claramente con mis propios oídos. Usted fue mencionado.
Acercándose al televisor, Chien aumentó el volumen.
—¡Pero ahora está hablando sobre el fracaso de las cosechas en la India Popular! Eso no tiene importancia para mí.
—Todo lo que el Líder expone es importante —Mou Kuei garabateó una marca en la hoja de su anotador, se inclinó ceremoniosamente y se giró—. La orden de venir aquí para que usted enfrentara su negligencia procedía del Departamento Central. Es obvio que consideran importante su atención; debo ordenarle que ponga en marcha el circuito de grabación automática y vuelva a pasar las partes anteriores del discurso del Líder.
Chien hizo un sonido obsceno con la lengua. Y cerró la puerta.
Caminó hasta el televisor, empezó a apagarlo; una luz roja parpadeó de inmediato, informándole que no tenía permiso para hacerlo: en realidad, no podía terminar con la perorata y la imagen, ni siquiera desenchufándolo.
«Los discursos obligatorios nos van a matar —pensó—. Nos van a enterrar a todos; si pudiera librarme del ruido de los discursos, librarme del alboroto del Partido cuando ladra para azuzar a la humanidad…»
Sin embargo, no había ordenanza conocida que le impidiera tomar rapé mientras contemplara al Líder. Así que abrió el paquetito gris y derramó una porción de gránulos negros sobre el dorso de su mano izquierda. Luego alzó la mano con gesto profesional hasta su nariz e inhaló profundamente, haciendo que el polvo le penetrase bien en las fosas nasales. Pensó en la antigua superstición. Que las fosas nasales están conectadas con el cerebro, y en consecuencia la inhalación de rapé afectaba en forma directa la corteza cerebral. Sonrió, otra vez sentado, con la vista fija en la pantalla y en el individuo gesticulante tan conocido por todos.
El rostro se fue achicando, desapareció. El sonido cesó. Estaba ante un vacío, una superficie lisa. La pantalla, frente a él, era blanca y pálida, y en el altavoz sonaba un débil zumbido.
Inhaló golosamente el polvo que quedaba sobre la mano, haciéndolo subir con avidez hacia la nariz, hacia las fosas nasales y—o al menos así lo sentía—hacia el cerebro; se hundió en el rapé, absorbiéndolo con júbilo.
La pantalla permaneció vacía y luego, en forma gradual, una imagen fue tomando forma. No era el Líder. No era el Benefactor Absoluto del Pueblo; a decir verdad, no era nada que se pareciera a una figura humana.
Ante él había un muerto aparato metálico, construido con circuitos impresos, seudópodos giratorios, lentes y una caja chirriante. Y la caja empezó a arengarlo con un clamor zumbante y monótono.
Sin poder apartar los ojos de la imagen pensó: «¿Qué es esto? ,¿La realidad? Una alucinación —decidió—. El vendedor ambulante ha hallado alguna de las drogas psicodélicas utilizadas durante la Guerra de Liberación… ¡La está vendiendo y yo tomé un poco, tomé una porción completa!»
Caminó dificultosamente hasta el videófono y marcó el número de la seccional Polseg más cercana al edificio.
—Quiero informar sobre un traficante de drogas alucinógenas —dijo en el receptor.
—¿Podría decirme su nombre, señor, y la ubicación de su departamento?
Era un burócrata oficial eficiente, enérgico e impersonal.
Le dio la información, luego volvió tambaleando a su sillón a imitación de cuero, para presenciar una vez más la aparición sobre la pantalla televisiva. «Esto es mortal —se dijo—. Debe de ser un producto desarrollado en Washington D. C., o en Londres: más fuerte y más extraño que el LSD-25 que vertieron con tanta eficacia en nuestros depósitos de agua. Y yo creía que iba a aliviarme de la carga de los discursos del Líder… esto es mucho peor, esta monstruosidad electrónica, de plástico y acero, farfullando, contorsionándose, parloteando: es algo terrorífico.»
«Tener que enfrentarme a esto por el resto de mis días…»
El equipo de dos hombres de la Polseg llegó en diez minutos. Y para entonces la imagen familiar del Líder había vuelto a entrar en foco en una serie de pasos sucesivos, reemplazando la horrible construcción artificial que agitaba sus tentáculos y chirriaba sin fin. Temblando, Chien hizo entrar a los dos agentes y los condujo hasta la mesa donde había dejado el paquete con el resto de rapé.
—Toxina psicodélica—dijo con voz apagada—. Efectos de corta duración. La corriente sanguínea la absorbe en forma directa, a través de los capilares nasales. Les daré detalles acerca de cómo la conseguí, quién me la vendió, y demás.
Aspiró con fuerza, tembloroso; la presencia de la policía era reconfortante.
Con los boligrafos listos, los dos oficiales esperaban. Y durante todo ese tiempo sonaba como fondo el discurso interminable del Líder. Como había ocurrido mil veces antes en la vida de Tung Chien. «Pero nunca volverá a ser igual—pensó—, al menos para mí. No después de inhalar ese rapé casi tóxico.»
«¿Eso es lo que ellos pretendían?», se preguntó.
Le pareció extraño pensar en ellos. Curioso… pero de algún modo correcto. Vaciló un instante, sin dar a la policía los detalles necesarios para encontrar al hombre. Un vendedor ambulante, empezó a decir. No sé dónde; no puedo recordar.
Pero recordaba la intersección exacta de las calles. Así que, con una resistencia inexplicable, se lo dijo.
—Gracias, camarada Chien —el agente de mayor graduación tomó con cuidado lo que quedaba de rapé (quedaba la mayor parte) y lo colocó en el bolsillo de su uniforme severo, elegante—. Le informaremos de inmediato en caso de que tenga que tomar medidas médicas. Algunas de las antiguas sustancias psicodélicas de la guerra eran fatales, como sin duda usted habrá leído.
—He leído—asintió.
Justamente en eso había estado pensando.
—Buena suerte y gracias por avisarnos —dijeron los dos agentes, y partieron.
El informe del laboratorio llegó con rapidez sorprendente, teniendo en cuenta la burocracia estatal. Se lo pasaron por el videófono antes de que el Líder hubiese terminado su discurso televisivo.
—No es un alucinógeno—le informó el técnico del laboratorio Polseg.
—¿No?—dijo perplejo y, extrañamente, sin sentir alivio en ningún sentido.
—Todo lo contrario. Es una fenotiacina, que como usted sin duda sabe es antialucinógena. Una fuerte dosis por cada gramo de mezcla, pero inofensiva. Puede bajarle la presión arterial o darle sueño. Es probable que la hayan robado de algún escondite de provisiones médicas de la guerra abandonado durante la retirada. Yo en su caso no me preocuparía.
Chien colgó el videófono lentamente, abstraído. Y luego caminó hasta la ventana del departamento, la ventana que daba sobre la espléndida vista de otros edificios horizontales de Hanoi.
Sonó el timbre. Cruzó la sala alfombrada para contestar, como en un trance.
La muchacha que estaba allí de pie, vestida con un impermeable y un pañuelo atado sobre su cabello oscuro, brillante y muy largo, dijo con una tímida vocecita:
—Eh… ¿Camarada Chien? ¿Tung Chien? Del Ministerio de…
—Han estado controlando mi videófono—le dijo; era un disparo al azar, pero una certeza muda le indicaba que era cierto.
—¿Ellos… se llevaron lo que quedaba de rapé?—Miró a su alrededor—. Oh, espero que no; es tan difícil conseguirlo en estos días.
—El rapé es fácil de conseguir —dijo él—. La fenotiacina, no. ¿Es eso lo que quiere usted decir?
La muchacha alzó la cabeza y lo estudió con sus amplios y oscuros ojos lunares.
—Sí, señor Chien… —vaciló, con una indecisión tan obvia como la seguridad de los agentes de la Polseg— Cuénteme lo que vio; para nosotros es muy importante estar seguros.
—¿Acaso puedo elegir?—dijo él, irónico.
—S… sí, ya lo creo. Eso es lo que nos confundió; eso es lo que se salió de los planes. No comprendemos; no se adapta a ninguna teoría —sus ojos se hicieron aún más oscuros y profundos—. ¿Tomó la forma del horror acuático? ¿O de la cosa con fango y dientes, la forma de vida extraterrestre? Por favor, dígamelo; necesitamos saberlo.
Su respiración era irregular, forzada, el impermeable subía y bajaba; Chien se descubrió contemplando el ritmo con que lo hacía.
—Una máquina—dijo.
—¡Oh!—ella sacudió la cabeza, asintiendo con vigor—. Sí, entiendo; un organismo mecánico que no se parece en nada a un hombre. No es un simulacro, algo construido para parecerse a un hombre.
—Este no parecía un hombre—dijo Tung Chien, y agregó para sí: «y no podía, no pretendía hablar como un hombre».
—Usted comprende que no era una alucinación.
—Oficialmente me informaron que lo que tomé era fenotiacina. Eso es todo lo que sé.
Decía lo mínimo posible, no quería hablar ni oír. Oír lo que la muchacha pudiera decirle.
—Bien, señor Chien… —lanzó un suspiro hondo, inseguro— Si no era una alucinación, entonces ¿qué era? ¿Qué es lo que nos queda? Lo que llamamos «super-conciencia», ¿puede ser esto?
Él no contestó; dándole la espalda, tomó con lentitud los dos exámenes escritos, los hojeó, ignorándola. Esperando la próxima tentativa de la muchacha.
Apareció por sobre su hombro, exhalando un aroma a lluvia primaveral, a dulzura y agitación; su olor era hermoso, y su aspecto, y su modo de hablar. «Tan distinto de los ásperos discursos esquemáticos que oímos en la televisión y que he oído desde que nací.»
—Algunos de los que toman la estelacina, y lo que usted tomó era estelacina, ven una aparición, algunos, otra. Pero han surgido distintas categorías; no hay una variedad infinita. Unos ven lo que usted vio, que llamamos el Chirriante. Otros ven el horror acuático, el Tragón. Y luego están el Pájaro, y el Tubo Trepador, y… —se interrumpió— Pero otras reacciones nos dicen muy poco —vaciló, luego siguió adelante—. Ahora que le ha ocurrido esto, señor Chien, nos gustaría que se uniera a nuestra agrupación y que se unan a su grupo particular los que ven lo que usted ve. El Grupo Rojo. Queremos saber qué es eso realmente… —hizo un gesto con sus dedos delgados, suaves como la cera—. No puede ser todas esas manifestaciones a la vez.
Su tono era conmovedor, ingenuo. Chien sintió que su tensión se relajaba… un poco.
—¿Qué ve usted?—dijo— Usted en particular.
—Formo parte del Grupo Amarillo. Veo… una tormenta. Un remolino quejumbroso, maligno. Que lo arranca todo de raíz, tritura edificios horizontales construidos para durar un siglo —sobre su rostro apareció una sonrisa melancólica—. El Triturador. Son doce grupos en total, señor Chien. Doce experiencias absolutamente distintas, todas provocadas por las mismas fenotiacinas, todas del Líder cuando habla por televisión. Cuando eso habla, mejor dicho.
Sonrió hacia él, con sus largas pestañas (probablemente artificiales) y su mirada atractiva e incluso confiada. Como si creyera que él sabía algo o podía hacer algo.
—Como ciudadano debería hacerla arrestar—dijo él un momento después.
—No hay leyes acerca de esto. Estudiamos los escritos jurídicos soviéticos antes de… encontrar gente que distribuyera la estelacina. No tenemos mucha; debemos elegir cuidadosamente a quién se la damos. Nos pareció que usted era alguien adecuado…, un joven profesional de posguerra en ascenso, muy conocido, dedicado a su trabajo.—Tomó los exámenes escritos que él tenía en la mano—. ¿Le ordenaron hacer Lectu-pol?—preguntó.
—¿Lectu-pol?
No conocía el término.
—Analizar algo dicho o escrito para ver si se adecua a la visión del mundo actual del Partido. En su nivel jerárquico lo llaman sencillamente «leer», ¿verdad? —volvió a sonreír— Cuando suba un escalón más, y esté junto al señor Tso-pin, conocerá esa expresión —agregó sombría—; y al señor Pethel. Él ha llegado muy alto. No hay escuela ideológica en San Francisco; estos son exámenes fraguados, concebidos para que puedan reflejar un análisis cabal de su ideología política, señor Chien. ¿Y fue capaz de distinguir cuál texto es ortodoxo y cuál herético? —su voz era como la de un duende. Se burlaba de él con divertida malicia— Elija el equivocado y su carrera en flor morirá, se detendrá en seco. Elija el correcto…
—¿Usted sabe cuál es el correcto?—preguntó Chien.
—Sí —asintió ella con sobriedad—. Tenemos micrófonos ocultos en las oficinas internas del señor Tso-pin; controlamos su conversación con el señor Pethel…, que no es el señor Pethel sino el Inspector Mayor de la Polseg, Judd Craine. Posiblemente haya oído hablar de él; actuó como asistente en jefe del juez Vorlawsky en los tribunales para crímenes de guerra de Zurich, en el noventa y ocho.
—Ya… veo —dijo él con dificultad.
Bueno, aquello lo explicaba todo.
—Me llamo Tanya Lee —dijo la muchacha.
Chien no dijo nada; sólo asintió, demasiado aturdido como para hacer funcionar su cerebro.
—Técnicamente soy un empleado sin importancia en su Ministerio —dijo la señorita Lee—. Nunca nos hemos encontrado, al menos que yo recuerde. Tratamos de obtener puestos en todos los lugares que podamos. Los más altos posible. Mi propio jefe…
—¿Le parece correcto que me lo cuente?—señaló el televisor, que seguía encendido—. ¿No lo estarán registrando?
—Instalamos un factor de interferaencia en la recepción visual y auditiva de este edificio—dijo Tanya Lee—. Les llevará casi una hora localizarlo. Así que tenemos…—se fijó en el reloj de pulsera de su delgada muñeca—quince minutos más. Y aún estaremos seguros.
—Dígame cuál de los escritos es el ortodoxo.
—¿Eso es lo que le importa? ¿Realmente?
—¿Y qué es lo que debería importarme?—dijo él.
—¿No entiende, señor Chien? Usted ha aprendido algo. El Líder no es el Líder; es otra cosa, pero no podemos saber qué. Aún no. Señor Chien, con el debido respeto, ¿alguna vez hizo analizar su agua corriente? Sé que suena paranoico, ¿pero lo hizo?
—No—dijo Chien—. Por supuesto que no—sabiendo lo que iba a decir la muchacha.
La señorita Lee dijo con rapidez:
—Nuestros análisis demuestran que está saturada de alucinógenos. Lo está, lo estuvo y lo seguirá estando. No del tipo utilizado durante la guerra; no son los desorientadores, sino un derivado sintético, casi un alcaloide, llamado Datrox-3. Usted lo bebe en el edificio desde que se levanta; lo bebe en los restaurantes y en los departamentos que visita. Lo bebe en el Ministerio; llega por las cañerías desde una sola fuente central —su tono era frío y feroz—. Resolvimos el problema; apenas efectuamos el descubrimiento supimos que cualquier fenotiacina podía contrarrestarlo. Lo que no sabíamos, por supuesto, era esto: una variedad de experiencias auténticas; desde un punto de vista racional, eso no tiene sentido. Lo que debería cambiar de una persona a otra es la alucinación, y la experiencia de lo real debería ser omnipresente: está dado al revés. Ni siquiera hemos logrado elaborar una teoría adecuada que pueda explicarlo, y Dios sabe que lo hemos intentado. Doce alucinaciones que se excluyen entre sí: eso sería fácil de comprender. Pero no una alucinación y doce realidades —dejó de hablar y observó los dos exámenes escritos—. El del poema árabe es el ortodoxo —afirmó—. Si les dice eso confiarán en usted y le otorgarán un cargo más alto. Será un paso adelante en la jerarquía de la oficialidad del Partido —Sus dientes eran perfectos y adorables. Sonriendo, terminó: —Su carrera está asegurada por un tiempo. Y gracias a nosotros.
—No le creo—dijo Chien.
Instintivamente, la cautela actuaba en su interior, la cautela de toda una vida vivida entre los duros hombres de la rama Hanoi del PC Oriental. Conocían una infinidad de métodos para dejar a un rival fuera de combate: había empleado algunos él mismo. Había visto otros utilizados contra él o contra los demás. Este podía ser un nuevo método, uno que no le resultaba familiar. Siempre era posible.
—En el discurso de esta noche, el Líder se dirigió a usted en especial —dijo la señorita Lee—. ¿No le sonó extraño? ¿Usted entre todos? Un funcionario menor de un pobre Ministerio.
—Lo admito —dijo él—. Me dio esa impresión, sí.
—Era auténtico. Su Excelencia está preparando una élite de hombres jóvenes, de posguerra; espera que infunda nueva vida a la jerarquía fanática y moribunda de vejestorios y mercenarios del Partido. Su Excelencia lo eligió a usted por la misma razón que nosotros: si prosigue su carrera en forma correcta, ésta lo llevará a la cúspide. Al menos por un tiempo…, por lo que sabemos. Esas son las perspectivas.
«Así que prácticamente todos confían en mí —pensó Chien—. Salvo yo mismo; y mucho menos después de la experiencia con el rapé antialucinógeno.» Eso había sacudido años de confianza. Sin embargo, empezaba a recuperar la serenidad; al principio lentamente, luego de golpe.
Fue hasta el videófono, alzó el receptor y comenzó a marcar el número de la Policía de Seguridad de Hanoi, por segunda vez en esa noche.
—Entregarme sería la segunda decisión regresiva que usted puede hacer —dijo la señorita Lee—. Les diré que me trajo aquí para sobornarme; usted pensaba que por mi posición en el Ministerio yo sabría qué examen escrito elegir.
—¿Y cuál fue mi primera decisión regresiva?—preguntó él.
—No tomar una dosis mayor de fenotiacina—dijo llanamente la señorita Lee.
Mientras colgaba el videófono, Chien pensó: «No entiendo lo que me está pasando. Hay dos fuerzas: por un lado el Partido y Su Excelencia… por el otro esta muchacha con su supuesto grupo. Uno quiere hacerme ascender lo más posible dentro de la jerarquía del partido; el otro…» ¿Qué quería Tanya Lee? Por debajo de las palabras, dentro de una membrana de desdén casi trivial por el Partido, el Líder, los esquemas éticos del Frente Democrático Unido del pueblo: ¿qué pretendía ella respecto a él?
—¿Es usted anti-Partido?—preguntó con curiosidad.
—No.
—Pero… —hizo un gesto— Eso es todo lo que existe: Partido y anti-Partido. Usted debe de ser del Partido, entonces —la miró a los ojos, perplejo; ella le sostuvo la mirada con serenidad—. Ustedes tienen una organización y se reúnen. ¿Qué pretenden destruir? ¿El funcionamiento normal del gobierno? Son como los estudiantes desleales de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, cuando detenían a los trenes de tropas, hacían marchas…
—No era así—dijo la señorita Lee con tono cansado—. Pero olvídelo; ese no es el tema. Lo que queremos saber es esto: ¿quién qué nos está dirigiendo? Debemos avanzar lo suficiente como para enrolar a alguien, un joven técnico en ascenso del Partido, que pueda llegar a ser invitado a una entrevista personal con el Líder, ¿comprende? —su voz se hizo apremiante; consultó el reloj, era obvio que estaba ansiosa por partir: casi habían pasado los quince minutos—. En realidad, hay muy pocas personas que ven al Líder. Quiero decir verlo verdaderamente.
—Está recluido —dijo él—. Por su avanzada edad.
—Tenemos esperanzas de que si usted pasa la prueba fraguada que le han preparado, y con mi ayuda lo hará, será invitado a una de las reuniones que el Líder convoca de vez en cuando, de las que por supuesto no informan los periódicos. ¿Entiende ahora? —su voz se hizó aguda, en un frenesí de desesperación— Entonces sabríamos. Si usted puede entrar bajo la influencia de la droga antialucinógena, podrá enfrentar cara a cara lo que él es realmente…
Pensando en voz alta, Chien dijo:
—Y terminar con mi carrera como servidor público. Y quizá también con mi vida.
—Usted nos debe algo —estalló Tanya Lee, con las mejillas blancas—. Si yo no le hubiera dicho qué texto escoger habría elegido el equivocado y su carrera de servidor público habría terminado de cualquier manera. Habría fallado…, ¡fallado en una prueba de la que ni siquiera sabía el propósito!
—Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades a mi favor —dijo él con suavidad.
—No —la muchacha sacudió la cabeza con furia—. El texto herético está adulterado con un montón de jerga partidista; elaboraron los dos escritos deliberadamente para atraparlo. ¡Quieren que usted falle!
Chien examinó otra vez los textos, confundido. «¿Tenía ella razón? Era posible. Probable. Conociendo como conocía a los funcionarios, y en particular a Tso-pin, su superior, aquello sonaba convincente. Se sintió cansado. Derrotado. Luego dijo a la muchacha:
—Lo que están tratando de obtener de mí es un quid pro quo. Ustedes hicieron algo por mí: consiguieron, o pretenden haber conseguido, la respuesta para esta consulta del partido. Pero ya cumplieron con su parte. ¿Qué puede impedirme que la eche de aquí de mal modo? No estoy obligado a hacer absolutamente nada.
Oyó su propia voz, monótona, con la pobreza de énfasis emocional típica de los círculos del Partido.
La señorita Lee dijo:
—Mientras usted siga subiendo en la escala jerárquica, habrá otras consultas. Y las controlaremos también para usted en esos casos.
Estaba tranquila, serena; era obvio que había previsto su reacción.
—¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo?
—Ahora me voy. No tenemos prisa; usted no va a recibir una invitación a la villa del Río Amarillo del Líder ni la semana próxima ni el mes próximo —mientras se dirigía a la puerta y la abría, hizo una pausa—. Nos pondremos en contacto con usted a medida que le den las pruebas de clasificación camufladas; le suministraremos las respuestas: se encontrará con uno o más de nosotros en esas ocasiones. Lo más probable es que no sea yo; ese veterano de guerra incapacitado le venderá las hojas con las respuestas correctas cuando usted salga del edificio del Ministerio —le brindó una sonrisa breve, como una vela que se apaga—. Pero uno de estos días, seguramente en forma inesperada, recibirá una invitación formal, elegante y oficial para ir a la villa del Líder, y cuando lo haga irá bien sedado con estelacina… quizá la última dosis de nuestra ya escasa provisión. Buenas noches.
La puerta se cerró tras ella: había partido.
«Pueden chantajearme por lo que he hecho —pensó—. Y ni siquiera se molestó en mencionarlo; visto y considerando en lo que están implicados, no valía la pena hacerlo. Ya había informado a la patrulla de la Polseg que le habían dado una droga que resultó ser una fenotiacina. Así que ellos lo saben. Me vigilarán; estarán alerta. Técnicamente, no he violado ninguna ley, pero… estarán vigilando… Sin embargo, siempre vigilan, de un modo u otro.»
Se relajó un poco pensando en eso. Con el paso de los años se había acostumbrado, como todos.
«Veré al Benefactor Absoluto del Pueblo como es—se dijo—.Cosa que posiblemente nadie haya hecho. ¿Qué será? ¿Cuál de las subclases de imágenes no alucinatorias? Clases que ni siquiera conozco… una visión que puede abrumarme por completo. ¿Cómo voy a mantener la calma y el equilibrio durante esa noche, si es como la forma que vi en la pantalla del televisor? El Triturador, el Chirriante, el Pájaro, el Tubo Trepador, el Tragón… o algo peor.»
Se preguntó en qué consistinan algunas de las otras visiones… y luego abandonó ese tipo de especulación; era improductiva. Y provocaba ansiedad.
A la mañana siguiente, el señor Tso-pin y el señor Darius Pethel lo encontraron en su oficina, ambos tranquilos pero expectantes. Sin decir una palabra, les tendió uno de los dos «exámenes escritos». El ortodoxo, con su breve y angustioso poema árabe.
—Este es obra de un dedicado miembro o candidato a miembro del Partido—dijo con firmeza—. El otro…—arrojó las hojas restantes sobre el escritorio—. Basura reaccionaria —se sentía furioso—. A pesar de una superficial…
—Está bien, señor Chien—dijo Pethel, asintiendo—. No necesitamos explorar todas y cada una de las ramificaciones; su análisis es correcto. ¿Oyó que anoche el Líder lo mencionó en su discurso televisivo?
—Por supuesto que sí—dijo Chien.
—Entonces sin duda habrá deducido que hay algo muy importante implicado en lo que estamos intentando —dijo Pethel—. El Líder está interesado en usted; eso es evidente. Para ser más precisos, se ha comunicado conmigo al respecto —abrió su atestado portafolios y revolvió en su interior—. Extravié el maldito asunto. De todos modos… —miró a Tso-pin, que asintió levemente— A Su Excelencia le agradaría verlo en la cena que ofrecerá el próximo jueves por la noche en la villa del Río Yangtsé. Sobre todo, la señora Fletcher aprecia…
—¿La señora Fletcher?—dijo Chien—. ¿Quién es la señora Fletcher?
Luego de una pausa Tso-pin dijo con voz seca:
—La esposa del Benefactor Absoluto. El verdadero nombre de Su Excelencia, que sin duda usted no habrá oído nunca, es Thomas Fletcher.
—Es un caucásico—explicó Pethel—. Procede del Partido Comunista Neozelandés; participó en la difícil lucha por el poder en ese país. Esta información no es secreta en sentido estricto, pero por otra parte no se ha divulgado —titubeó, jugueteando con cadena de su reloj—. Probablemente sea mejor que la olvide. Desde luego, apenas se encuentre con él cara a cara lo advertirá, se dará cuenta de que es un caucásico. Como yo. Como muchos de nosotros.
—La raza no tiene nada que ver con la lealtad hacia el Líder y el Partido—señaló Tso-pin—. El señor Pethel es un ejemplo.
«Su Excelencia engaña —pensó Chien—. En la pantalla de televisión no parecía ser occidental.»
—En la televisión…—comenzó a decir.
—La imagen es sometida a una complicada serie de retoques habilidosos —interrumpió Tso-pin—. Por motivos ideológicos. La mayor parte de las personas que ocupan altos puestos lo saben.
Y clavó en Chien una mirada de dura crítica.
«Así que todos están de acuerdo—pensó Chien—. Lo que vemos todas las noches no es real. La cuestión es: ¿hasta qué punto es irreal? ¿Parcialmente? ¿O completamente?»
—Estaré preparado—dijo con rigidez.
«Ha habido un fallo—pensó—. El grupo que representa Tanya Lee no esperaba que yo consiguiera entrar tan pronto. ¿Dónde está el antialucinógeno? ¿Podrán alcanzármelo o no? Es probable que no, con tan poco tiempo. »
Extrañamente, se sintió aliviado. Iba a presentarse ante Su Excelencia en una situación que le permitiría verlo como ser humano, verlo como él (y todos los demás) lo veían en la televisión. Sería una cena partidista estimulante y alegre, con algunos de los miembros más influyentes del Partido en Asia. «Creo que podremos pasarlo bien sin las fenotiacinas», se dijo. Y su sensación de alivio aumentó.
—Por fin la encontré —dijo Pethel de pronto, extrayendo un sobre blanco del portafolios—. Su tarjeta de entrada. Usted viajará en sino-cohete hasta la villa del Líder el jueves por la mañana; allí el oficial de protocolo lo instruirá acerca de cómo debe comportarse. Se trata de una cena de etiqueta, con corbata blanca y frac, pero la atmósfera será cordial. Siempre hay brindis en abundancia. He asistido a dos reuniones semejantes —emitió una sonrisa chillona—. El señor Tso-pin no ha sido honrado de la misma forma. Pero como dicen, todo llega para quien sabe esperar. Ben Franklin lo dijo.
—Para el señor Chien la ocasión ha llegado de modo bastante prematuro —dijo Tso-pin. Se encogió de hombros filosóficamente—. Pero nunca solicitaron mi opinión.
—Otra cosa—le dijo Pethel a Chien—. Es posible que cuando vea a Su Excelencia en persona se sienta desilusionado en ciertos aspectos. Esté atento para que no se note, si esos son sus sentimientos. Siempre nos hemos inclinado, y hemos sido educados para eso, a considerarlo como algo más que un hombre. Pero en la mesa es… un tonto malicioso. En algún sentido, como nosotros mismos. Por ejemplo, puede dar rienda suelta a un aspecto moderadamente humano de actividad oral agresiva y pasiva; quizá cuente una broma fuera de lugar o beba demasiado… Para ser francos, nadie sabe por anticipado cómo terminarán esas reuniones, pero por lo general duran hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Así que sería sensato que acepte la dosis de anfetaminas que le ofrecerá el oficial de protocolo.
—¿Cómo?—dijo Chien.
Aquello era algo nuevo e interesante.
—Para la tensión nerviosa. Y para equilibrar los efectos de la bebida. Su Excelencia tiene un poder de resistencia admirable; a menudo sigue en pie y ansioso por continuar cuando todos los demás han abandonado.
—Un hombre notable—intervino Tso-pin—. Creo que sus… excesos sólo demuestran que es un compañero magnífico. Y completo; es como el hombre ideal del Renacimiento: como Lorenzo de Médicis, por ejemplo.
—Sí, eso es lo que uno piensa—confirmó Pethel.
Escrutó a Chien con tanta intensidad, que éste volvió a sentir el temor de la noche pasada. «¿Me están llevando de trampa en trampa?—se preguntó—. Aquella muchacha; ¿era en realidad un agente de la Polseg, poniéndome a prueba, buscando en mí una veta desleal, antipartidista?»
Se las arregló para esquivar al vendedor sin piernas de remedios vegetales al salir del trabajo; volvió al departamento por un camino totalmente distinto.
Tuvo éxito. Evitó al vendedor ese día, y también al día siguiente, y así hasta el jueves.
El jueves por la mañana, el vendedor ambulante salió como un bala de abajo de un camión estacionado y le obstruyó el camino enfrentándolo.
—¿Mi medicina?—preguntó el vendedor—. ¿Le sirvió? Sé que lo hizo; la fórmula viene de la dinastía Sung… podría asegurar que surtió efecto. ¿No es así?
—Déjeme—dijo Chien.
—¿Tendría la bondad de contestarme?—El tono no era el lloriqueo esperado, clásico de un vendedor callejero operando en forma marginal; y ese tono llegó con fuerza a Chien; lo oyó alto y claro… según el dicho proverbial de las tropas títeres imperialistas.
—Sé lo que me dio —dijo Chien—. Y no quiero más. Si cambio de idea puedo comprarlo en una farmacia. Gracias.
Empezó a caminar, pero el carrito, con su ocupante sin piernas, lo persiguió.
—La señorita Lee estuvo hablando conmigo —dijo el vendedor en voz alta.
—Ajá —dijo Chien, y aumentó en forma automática la marcha. Distinguió un taxi y empezó a hacerle señas.
—Esta noche va a asistir a la cena de la villa del Río Yang —dijo el vendedor, jadeando por el esfuerzo de mantener el ritmo de marcha—. ¡Tome la medicina… ahora!—Iimplorante, tendió un envoltorio— Por favor, Miembro del Partido Chien por su propio bien, por el de todos nosotros. Así podremos saber contra qué luchamos. Buen Dios, podría ser algo extraterrestre; ese es nuestro principal temor. ¿No comprende, Chien? ¿Qué es su maldita carrera comparada con eso? Si no podemos averiguarlo…
El taxi frenó sobre el pavimento; su puerta se abrió. Chien empezó a abordarlo.
El paquete pasó junto a él, aterrizó sobre el borde inferior de la puerta, luego se deslizó hacia la alcantarilla, mojada por la lluvia reciente.
—Por favor—dijo el vendedor—. Y no le costará nada; hoy es gratis. Sólo agárrelo, úselo antes de la cena. Y no utilice las anfetaminas; son un estimulante talámico, contraindicado cuando se toma un depresivo de las adrenales como la fenotiacina…
La puerta del taxi se cerró tras Chien, y éste se sentó.
—¿Adónde vamos, camarada?—preguntó el mecanismo robot de conducción.
Le dio la chapa con el número que indicaba su departamento.
—Ese mercachifle imbécil se las arregló para introducir su mugrienta mercancía en mi inmaculado interior —dijo el taxi—. Fíjese. Está junto a su zapato.
Chien vio el paquete; era sólo un sobre de aspecto común. «Supongo que es así como las drogas llegan a uno», pensó; de pronto estaba allí. Se quedó inmóvil por un momento. Luego lo levantó.
Como en la primera vez, un papel escrito acompañaba al producto, pero vio que ahora estaba escrito a mano. Una letra femenina: de la señorita Lee:
Nos sorprendió por lo repentino. Pero gracias al cielo estábamos preparados. ¿Dónde se encontraba el martes y el miércoles? De todos modos, aquí lo tiene y buena suerte. Me pondré en contacto con usted durante la semana; no quiero que trate de localizarme.
Le prendió fuego a la nota y la hizo arder en el cenicero del taxi. Y se quedó con los gránulos negros.
«Durante todo este tiempo—pensó—. Alucinógenos en nuestra agua corriente. Año tras año. Décadas. Y no en tiempo de guerra sino de paz. Y no de parte del enemigo sino de nuestro propio campo. Quizá debiera tomar esto; quizá debiera averiguar qué es él o eso y dejar que el grupo de Tanya Lee lo sepa.»
Lo haré, decidió. Y además… tenía curiosidad.
Una emoción perniciosa, lo sabía. Sobre todo en las actividades del Partido la curiosidad era un estado de ánimo que podía poner punto final a su carrera.
Un estado de ánimo que por el momento lo invadía por completo. Se preguntó si duraría hasta la noche, si inhalaría en realidad la droga cuando llegara el instante preciso.
El tiempo lo diría. Eso y todo lo demás. Como lo expresaba el poema árabe, «somos capullos en flor sobre la llanura, donde los elige la muerte». Trató de recordar el resto del poema, pero no pudo. Tal vez no tuviera importancia.
El oficial de protocolo de la villa, un japonés llamado Kimo Okubara, alto y fornido, sin duda un ex luchador, lo examinó con hostilidad innata, incluso luego de haberle presentado su invitación grabada y demostrarle en forma fehaciente su identidad.
—Me sorprende que se haya molestado en venir —murmuró Okubara—. ¿Por qué no quedarse en casa y mirar la TV? Nadie le echa de menos. Hasta ahora lo pasamos bien sin usted.
—Ya he mirado la televisión—dijo Chien, envarado.
Y, de todos modos, rara vez se televisaban las cenas del Partido; eran demasiado indecentes.
La pandilla de Okubara lo cacheó dos veces en busca de armas incluyendo la posibilidad de un supositorio anal, y luego le devolvieron la ropa. Sin embargo, no encontraron la fenotiacina. Porque ya la había tomado. Sabía que los efectos de dicha droga duraban unas cuatro horas. Era más que suficiente. Y tal como Tanya le había dicho, era una dosis fuerte. Se sentía perezoso, inepto y mareado, la lengua se le movía en espasmos, en un falso mal de Parkinson, un efecto secundario desagradable que no había previsto.
A su lado pasó una muchacha, desnuda a partir del pecho, con largo cabello cobrizo cayéndole sobre los hombros y la espalda. Interesante.
Una muchacha desnuda a partir de las nalgas apareció en sentido opuesto. Interesante, también. Las dos parecían desocupadas y aburridas, y completamente dueñas de sí mismas.
—Usted también debe entrar así—informó Okubara a Chien.
Alarmado, Chien dijo:
—Tenía entendido que debía llevar corbata blanca y frac.
—Es broma —dijo Okubara—. Sólo las muchachas van desnudas. Hasta puede llegar a disfrutarlo, a menos que sea homosexual.
«Bueno —pensó Chien—, supongo que será mejor que me guste.» Comenzó a vagar entre los demás invitados. Usaban corbata blanca y frac, como él, y las mujeres vestidos largos de noche, y se sintió ansioso, a pesar del efecto tranquilizante de la estelacina. «¿Por qué estoy aquí?», se preguntó. No se le escapaba la ambigüedad de su situación. Estaba allí para adelantar en su carrera dentro del aparato del Partido, para obtener el gesto de aprobación íntimo y personal de Su Excelencia… Y por otro lado estaba allí para demostrar que Su Excelencia era un engaño. No sabía qué tipo de engaño, pero lo era: un engaño contra el Partido, contra todos los pueblos democráticos y amantes de la paz de la Tierra. Siguió mezclándose con la gente.
Una muchacha de pechos pequeños, brillantes, iluminados, se acercó a pedirle fuego. Sacó el encendedor con gesto abstraído.
—¿Qué es lo que hace resplandecer sus pechos?—le preguntó—. ¿Inyecciones radiactivas?
La muchacha se encogió de hombros y no dijo nada. Pasó por su lado, dejándole solo. Sin duda había actuado en forma incorrecta.
Quizá se tratase de una mutación de la época de la guerra, estimó.
—¿Una copa, señor?
Un sirviente le tendió una bandeja con elegancia. Aceptó un martini (que era el trago de moda entre las clases altas del Partido en China Popular) y probó el sabor seco y helado. Un buen gin inglés. O posiblemente la mezcla original holandesa; con enebro o algo así. No estaba mal. Siguió avanzando, sintiéndose mejor. En realidad, la atmósfera del lugar le resultaba agradable. Aquí la gente tenía confianza en sí misma. Habían triunfado y ahora podían relajarse. Evidentemente, era un mito que estar cerca de Su Excelencia producía ansiedad neurótica: al menos allí no veía el menor indicio, y él mismo apenas la sentía.
Un hombre calvo, maduro y fornido lo detuvo por el simple procedimiento de apoyar su copa contra el pecho de Chien.
—La pequeña que le pidió fuego —dijo el hombre, y resopló—. La tipa con los pechos como adornos navideños… era un muchacho, de compañía —soltó una risita—. Aquí hay que tener cuidado.
—¿Y dónde puedo encontrar mujeres auténticas, si es que las hay? —preguntó Chien—. ¿Entre las corbatas blancas y los fracs?
—Muy cerca—dijo el hombre, y partió con un tropel de invitados hiperactivos, dejando a Chien a solas con su martini.
Una mujer alta, elegante, bien vestida, que estaba de pie cerca de Chien, le agarró de pronto el brazo con la mano; Chien sintió que los dedos de la mujer se tensaban y ella le decía:
—Ahí viene Su Excelencia. Es la primera vez que lo veo. Estoy un poco asustada. ¿Tengo bien el pelo?
—Espléndido —dijo Chien, pensativo, y siguió la mirada de la mujer para ver por primera vez al Benefactor Absoluto.
Lo que cruzaba la habitación hacia la mesa del centro no era un hombre.
Y Chien advirtió que tampoco se trataba de un aparato mecánico. No era lo que había visto en la televisión. Evidentemente, aquello era un sencillo dispositivo para emitir discursos, así como Mussolini había utilizado un brazo artificial para saludar los desfiles largos y tediosos.
«Dios —pensó, y se sintió enfermo—. ¿Era esto lo que Tanya Lee llamaba el «horror acuático»?» No tenía forma. Ni pseudópodos de carne o metal. En cierto sentido no estaba allí. Cuando lograba mirarlo de frente, la forma se desvanecía. Veía a través de ella, veía la gente al otro lado: pero no la forma en sí misma. Su embargo, si giraba un poco la cabeza y la miraba de lado, la captaba y podía determinar sus limites.
Era terrible; lo abrumó de horror. A medida que avanzaba absorbía la vida de cada persona; devoró a la gente allí reunida, siguió su camino, volvió a comer, siguió comiendo con un apetito insaciable. Aquello odiaba. Chien sentía su odio. Aquello aborrecía. Chien sentía cómo aborrecía a todos los presentes: en realidad, él compartía su aborrecimiento. De repente, Chien y todos los que estaban en la enorme villa eran cada uno una babosa retorcida, y por encima de los caparazones de babosa caídos, la criatura saboreaba, se demoraba, pero siempre yendo hacia él: ¿o era una ilusión? «Si esto es una alucinación—pensó Chien—, es la peor que he tenido en mi vida. Si no lo es, entonces es una realidad maligna. Es algo maligno que mata y lastima.» Vio el rastro de sobras de hombres y mujeres pisoteados, amasados que el ser dejaba a su paso; los vio tratando de reponerse, de actuar con sus cuerpos tullidos: oyó cómo trataban de hablar.
«Sé quién eres —pensó Tung Chien—. Tú, el caudillo supremo de la estructura mundial del Partido. Tú, que destruyes cuanto objeto viviente tocas. Comprendo aquel poema árabe, la búsqueda de las flores de la vida para comerlas: te veo montado a horcajadas sobre la llanura que para ti es la Tierra, una llanura sin profundidades ni alturas. Vas a todas partes, apareces en cualquier momento, devoras todo. Edificas la vida y luego la engulles, y disfrutas al hacerlo. Eres Dios.»
—Señor Chien —dijo la voz que venía del interior de su cráneo y no del espíritu sin boca que se iba formando directamente ante él—. Me alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me interesa. ¿Por qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo excretarlo, y así lo hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas filosas. Desparramo objetos con puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos, profundos, hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las partículas de mi carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No importa, como no importa si la criatura de pechos encendidos era una muchacha o un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos.
Se rió.
Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era demasiado terrible— que lo hubiera elegido a él.
—Los he elegido a todos—dijo aquello—. Nadie es demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo estoy allí para contemplarlo. Sólo necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.
Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien lo seguía viendo. Sentía su presencia múltiple. Era un globo que colgaba en la habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos…, miles de millones. Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo pisoteaba cuando yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe parecía ser la muerte no era la muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una fuerza, un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda la eternidad por delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los dos poemas. También el de Dryden. La gastada procesión. Eso es nuestro mundo y tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos.
«Pero al menos me queda mi dignidad», pensó.
Con dignidad abandonó su copa, se dio vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de ellas. Caminó por un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura, le abrió una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en una galería, solo.
Pero no estaba solo.
El ser lo había seguido. O ya estaba allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En realidad no había terminado con él.
—Allá voy —dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda.
Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera muerte, no lo que había vislumbrado el poema árabe.
Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión de sí mismo sobre su hombro.
—¿Por qué? —dijo Chien.
Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada.
—No caigas por mí —dijo.
Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de él. Pero lo que estaba apoyado sobre su hombro… había comenzado a parecerse a una mano humana.
Y entonces el ser rió.
—¿Qué hay de gracioso? —preguntó Chien, mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la falsa mano.
—Estás haciendo mi trabajo —dijo—. No estás esperando. ¿No tienes tiempo para esperar? Te escogeré entre los demás. No necesitas acelerar el proceso.
—¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti?
El ser rió y no contestó.
—Ni siquiera me lo vas a decir—dijo Chien.
Tampoco esta vez hubo respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería. Y la presión de la falsa mano se aflojó de inmediato.
—¿Tú fundaste el Partido? —preguntó Chien.
—Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y los que están a favor de él y los que están en contra, los que tú llamarías Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el infinito. Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba.
—¿Y estás aquí para disfrutarlo?
—Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en mí —dijo el ser.
—¿Qué? ¿Confiar en ti para qué? —preguntó Chien temblando.
—¿Crees en mí?
—Sí. Puedo verte.
—Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio. Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado, obeso, que bebe mucho y pellizca el trasero de las muchachas.
—Oh, Cristo —dijo Chien.
—Mientras sigas viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello.— Te quitaré partícula por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado hasta la muerte te revelaré un misterio.
—¿Cuál es el misterio?
—Los muertos vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te diré esto: hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque para entonces te habré matado. Ahora regresa al salón y prepárate para la cena. No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que existiera alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de existir.
Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible.
Y experimentó un intenso dolor en la cabeza.
Y oscuridad, con una sensación de caída.
Luego, otra vez oscuridad.
«Te alcanzaré —pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que sufras. Vas a sufrir, como nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que te crucificaré contra algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora.»
Cerró los ojos.
Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara.
—Deténgase, borracho. ¡Vamos!
Sin abrir los ojos, dijo:
—Necesito un taxi.
—El taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos.
Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó.
«El Líder a quien seguimos—pensó—es el Unico Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que luchamos y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes. Pero no entiendo lo que eso significa.» Clavó la mirada en el oficial de protocolo y pensó: «Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá ni siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente.»
Se estremeció.
—Mezclar copas con drogas—dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he visto muchas veces. Desaparezca.
Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como caballeros medievales, con penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo:
—Buenas noches, señor.
—Para usted —dijo Chien, y entró en la noche.
A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba sentado e insomne en la sala de estar de su departamento, fumando un Cuesta Rey Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.
Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos ardían, interrogantes.
—No me mires así —dijo él ásperamente. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me han mirado lo suficiente.
—Lo viste —dijo ella.
El asintió.
La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un momento dijo:
—¿Quieres contármelo?
—Vete lo más lejos posible —dijo Chien—. Bien lejos.
Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó haber leído también eso.
—Olvídalo—dijo.
Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y empezó a preparar café.
Siguiéndolo, Tanya dijo:
—¿Fue… tan malo?
—No podemos ganar —dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en eso. Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme. Olvidarme de todo el maldito asunto.
—¿Es extraterrestre?
—Sí.
—¿Es hostil a nosotros?
—Sí —dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil.
—Entonces tenemos que…
—Vete a casa y acuéstate —la escrutó con cuidado. Había permanecido sentado un largo rato y había pensado mucho acerca de muchas cosas—. ¿Estás casada?—preguntó.
—No. Ahora no. Lo estuve.
—Quédate conmigo esta noche —dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el sol. Durante la noche es horrible.
—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del impermeable—, pero necesito algunas respuestas.
—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música destemplaría el cielo? —dijo Chien—. ¿Qué puede hacer la música al cielo?
—Que todo el orden celestial del universo termina—dijo la muchacha mientras colgaba el impermeable en el armario del dormitorio. Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones elásticos.
—Eso es lo malo —dijo Chien.
La muchacha hizo una pausa, reflexionando.
—No sé. Supongo que sí.
—Es concederle mucho poder a la música.
—Bueno, ya conoces la antigua idea pitagórica acerca de la «música de las esferas».
Con gestos precisos se sentó en el borde de la cama y se quitó sus zapatos livianos como pantuflas.
—¿Crees en eso? —dijo Chien— ¿O crees en Dios?
—¡Dios! —rió la muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás hablando? ¿De Dios o de dios?
Se acercó a él, mirándole a los ojos.
—No me mires tan de cerca —dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a mirar así.
Se apartó, irritado.
—Creo que si hay un Dios le importan muy poco los asuntos humanos —dijo Tanya—. Bueno, esa es mi teoría. Quiero decir que a Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido siempre ha negado cualquier forma de…
—¿Alguna vez lo viste a Él? —preguntó Chien—. ¿Cuándo eras niña?
—Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía…
—¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la misma cosa? ¿Que Dios podría ser al mismo tiempo bueno y malo?
—Te prepararé un trago —dijo Tanya, y entró descalza a la cocina.
—El Triturador, el Chirriante, el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador… —dijo Chien—, más otros nombres, otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme. Terrible.
—Pero la estelacina…
—Provocó una peor—dijo él.
—¿Hay algún modo de luchar contra lo que viste? —dijo Tanya sombríamente—. ¿Contra ese fantasma al que llamas alucinación pero que sin duda no lo era?
—Creer en él—dijo Chien.
—¿Qué lograremos con eso?
—Nada —dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago… Acostémonos.
—Está bien —regresó silenciosa al dormitorio y comenzó a quitarse el suéter a rayas por encima de la cabeza—. Lo discutiremos a fondo más tarde.
—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me gustaría haberla tenido. Quiero que vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina.
—Ahora ven a la cama. Seré amable. Toda calor y ternura.
Chien se quitó la corbata, la camisa… y vio, sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había dejado aquello cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre. Entonces se puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.
—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo—dijo Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No estás contento?
—Por supuesto—dijo él, asintiendo invisible en la oscuridad—.
Muy contento.
—Ven, acércate a mí—dijo Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos por ahora.
Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia; se movió con eficacia, con rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya dijo «¡Oh!», y se relajó.
—Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo Chien.
—Lo hicimos —dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites, como un océano. Así éramos en la época cámbrica, antes de que emigráramos a la tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único momento en que retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y en aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas burbujas que flotan hasta la playa.
—Que flotan y allí se quedan, a morir —dijo Chien.
—¿Puedes alcanzarme una toalla? —preguntó Tanya— ¿O un trapo? Lo necesito.
Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla. Allí, y ahora completamente desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido, tirándolo hacia atrás, quizá para juguetear con él un poco más.
Las marcas, inexplicablemente, sangraban.
Se limpió la sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Era probable que sólo unas horas.
Volviendo a la cama, dijo:
—¿Puedes seguir?
—Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.
La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la difusa luz nocturna.
—Me queda—dijo Chien.
Y la atrajo con fuerza hacia él.