Este mes, una pequeña obra maestra: un cuento de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), narradora y activista estadounidense, pionera del feminismo en su país. Publicado inicialmente en 1892 en The New England Magazine, «The Yellow Wallpaper» es parcialmente autobiográfico, pues las experiencias de su protagonista se derivan en parte de una depresión postparto sufrida por la autora. En cualquier caso, el tratamiento que da Perkins Gilman al aislamiento de su personaje, y a su deterioro a todo lo largo del texto, logra ser una mirada muy crítica de la condición de muchas mujeres de su tiempo, y de éste, así como una estupenda historia de horror, a la vez contenida y terrible. La presente traducción es de Jofre Homedes Beutnagel y apareció en una antología de relatos Entre horas (Lumen, 2001).
EL TAPIZ AMARILLO
Charlotte Perkins Gilman
No es nada habitual que gente corriente como John y yo alquile casas solariegas para el verano.
Una mansión colonial, una heredad… Diría que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedir demasiado al destino!
De todos modos, diré con orgullo que hay algo extraño en ella.
Si no, ¿por qué iba ser tan barato el alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada?
John se ríe de mí, claro, pero es lo que se espera del matrimonio.
John es sumamente práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver y reducir a cifras.
John es médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, pero esto lo escribo sólo para mí, y con gran alivio por mi parte), es posible, digo, que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa.
¡Es que no se cree que esté enferma!
¿Y qué se le va a hacer?
Si un médico de prestigio, que además es tu marido, asegura a los amigos y a los parientes que lo que le pasa a su mujer no es nada grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la histeria), ¿qué se le va a hacer?
Mi hermano, que también es un médico de prestigio, dice lo mismo.
O sea, que tomo no sé si fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro aire fresco, y hago ejer-cicio, y tengo terminantemente prohibido «trabajar» hasta que vuelva a encontrarme bien.
Personalmente disiento de sus ideas.
Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien.
Pero ¿qué se le va a hacer?
Durante una temporada sí que escribí, a pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme…
A veces me parece que en mi estado, con algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos… Pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo me produce siempre malestar.
Así que cambiaré de tema y hablaré de la casa.
¡Qué maravilla de finca! Es bastante solitaria, apartada de la carretera, a sus buenos cinco kilómetros del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque tiene setos, muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas desperdigadas para los jardineros y la gente.
¡Además tiene un jardín que es una preciosidad! No lo he visto igual en mi vida: grande, con mucha sombra, cruzado por caminitos con boj en los bordes, y en todas partes hay pérgolas largas, con parras y asientos debajo.
También había invernaderos, pero están todos rotos.
Tengo entendido que hubo problemas legales, una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.
Me temo que eso da al traste con lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.
Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire!
A veces me enfado con John sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios.
Pero John dice que si pienso eso me olvidaré de controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.
No me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a la galería, con rosas enmarcando la ventana y unas colgaduras de chintz anticuadas que eran una preciosidad; pero John se negó en redondo.
Dijo que sólo había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que tampoco había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él.
Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir.
Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una mezquina y una desagradecida por no valorarlo más.
Dijo que si habíamos venido a esta casa era exclusivamente por mí, que aquí tendría reposo absoluto y todo el aire que se puede respirar. «El ejercicio que hagas depende de tu fuerza, cariño –dijo–, y lo que comas, en cierto modo, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber en todo momento.» En definitiva, que nos instalamos en el cuarto de los niños, el más alto de la casa.
Es una habitación grande y aireada, que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todos los flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay barrotes para niños pequeños, y en las paredes anillas y otras cosas.
Es como si la pintura y el papel de pared estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado (el papel) a trozos grandes alrededor del cabezal de mi cama, más o menos hasta donde llego con el brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi vida he visto un papel más feo.
Uno de esos diseños vistosos y exagerados que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber.
Es lo bastante soso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en contradicciones inconcebibles.
El color es repelente, casi repugnante: un amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se desplaza lentamente.
En algunas partes se convierte en un naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente.
¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo odiaría.
Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.
Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.
John se pasa el día fuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda.
¡Me alegro de que no lo sea el mío!
Aunque estos problemas de nervios son lo más deprimente que hay.
John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay «motivo» para sufrir, y con eso le basta.
Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer!
¡Yo que tenía tantas ganas de ayudar a John, de servirle de descanso y de consuelo, y aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!
Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos.
Suerte que Mary tiene tanta maña con el bebé. ¡Qué monada de criatura!
Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me pongo tan nerviosa…!
Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel de pared!
Al principio quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías.
Dijo que una vez puesto un papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, tan maciza, y luego con los barrotes de las ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se convertiría en el cuento de nunca acabar.
–Tú sabes que este sitio te sienta bien –dijo–, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.
–Pues vamos abajo –dije yo–. Abajo hay dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto.
Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un simple capricho.
La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio. Con todo menos con ese papel tan horrible.
Por una ventana se ve el jardín, las misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable las flores de otra época, creciendo por todas partes, los arbustos los árboles nudosos…
Por otra tengo una vista encantadora de la bahía, y de un embarcadero pequeño, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un caminito precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha avisado de que no alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventarme cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.
A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar.
Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me canso mucho.
¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien del todo invitaremos varios días al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en el cojín que dejarme en una compañía tan estimulante.
Ojalá me curara más deprisa.
Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este papel «sabe» la mala influencia que tiene!
Hay una zona recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés.
Es tan impertinente, tan pertinaz, que me pone furiosa. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto que el otro.
Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes.
Aún me acuerdo de la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel.
Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.
Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto unos destrozos como los que hicieron aquí los chavales.
Ya he dicho que el papel de pared está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de tener perseverancia.
El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra.
Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el papel.
Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo.
Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!
Pero cuando no está puedo seguir escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos.
Hay una que da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vis-tas al campo. También es bonita, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados.
Este papel de pared tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de según qué manera y ni siquiera así queda nítido.
Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así… Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo.
¡Ya sube la hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me iría bien ver a gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana.
Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo.
Pero igualmente me he cansado.
John dice que si no mejoro más deprisa me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell.
Yo no quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que peor.
Además, un viaje tan largo son palabras mayores.
Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse por nada, y es horrible lo nerviosa y quejica que me estoy poniendo.
Lloro por nada, y me paso casi todo el día llorando.
Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie, pero cuando estoy sola sí.
Y últimamente paso mucho tiempo sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos gra-ves, y Jennie, que es buena, me deja sola siempre que se lo pido.
Entonces paseo un poco por el jardín o por aquel caminito tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel de pared. O puede que a causa de él…
¡Lo tengo tan metido en la cabeza!
Me quedo estirada en esta cama enorme e imposible de mover (yo creo que está clavada al suelo), y me paso horas siguiendo el dibujo. Va tan bien como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún tipo de conclusión.
Algo sé de los principios del diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca yo.
Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más.
Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de «románico degenerado» con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas.
En cambio, visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente.
También funciona en sentido horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.
Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a compli-carlo todavía más.
Hay una esquina de la habitación donde está casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo enloquecimiento.
Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a echar una cabezadita.
No sé por qué escribo esto.
No quiero escribirlo.
No me siento capaz.
Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande…!
Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el alivio.
Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me tiendo con mucha frecuencia.
John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha.
¡Qué bueno es John! Me quiere mucho, y no le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él en serio y contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia.
Pero dijo que no estaba en condiciones de hacer el viaje, ni de resistirlo una vez ahí; y yo no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios.
Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza.
Dijo que yo era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien.
Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas.
Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud y contento, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel de pared.
¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así.
Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo.
En ese papel hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más.
Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo principal.
Siempre es la misma forma, sólo que muy repetida.
Y es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si… Empiezo a pensar… ¡Ojalá que John se me llevase de aquí!
Es muy difícil hablar con John de mi caso, porque es tan listo, y me quiere tanto…
De todos modos anoche lo intenté.
Había luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol.
Hay veces en que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas.
John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel de pared ondulante, hasta que me entró miedo.
Parecía que la figura borrosa de detrás sacudiera el dibujo, como si quisiera salir.
Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
–¿Qué te pasa, criatura? –dijo–. No te pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que se me llevara a otra parte.
–¡Pero cariño! –contestó–. Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes.
»En casa aún no están hechas las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad así como así. Si corrieras peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor mío, aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que me digo. Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.
–No peso ni un gramo más –dije–; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!
–¡Pobre cielito mío! –dijo John, abrazándome con fuerza–. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.
–¿O sea, que no quieres marcharte? –pregunté con voz triste.
–¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanitas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.
–Físicamente puede que sí… –empecé a decir; pero me quedé a media frase, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.
–Cariño –dijo–, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea en la cabeza ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No te fías de mi palabra de médico?
Yo, como es lógico, no dije nada más al respecto. Tardamos poco en acostarnos. John creyó que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados.
* * *
En un dibujo de esta clase, a la luz del sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal.
El color de por sí ya es bastante repulsivo, bastante inestable y bastante exasperante, pero el dibujo es una tortura.
Te parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás y se acabó lo que se daba. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una pesadilla.
El dibujo principal es un arabesco recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así.
¡Pero sólo a veces!
Este papel tiene una peculiaridad muy marcada, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz.
Cuando entra el sol de lleno por la ventana del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de creérmelo.
Por eso siempre lo observo.
A la luz de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el mismo papel.
¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve con absoluta claridad.
Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer.
A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante…! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme.
Últimamente paso mucho tiempo estirada. John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que pueda.
Lo cierto es que empecé por culpa suya, porque me obligaba a estirarme una hora después de cada comida.
Estoy convencida de que es mala costumbre, porque el caso es que no duermo.
Y eso fomenta el engaño, porque no le digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar!
El caso es que le estoy tomando un poco de miedo a John.
Hay veces en que lo veo muy raro, y hasta Jennie tiene una mirada inexplicable.
De vez en cuando, como mera hipótesis científica, pienso… ¡que quizá sea el papel!
En más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el papel. A Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo.
Ella no sabía que yo estuviera en la habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila, controlándome al máximo, qué hacía con el papel… ¡Dio media vuelta como si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me preguntó que por qué la asustaba!
Luego dijo que el papel lo manchaba todo, que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y que a ver si teníamos más cuidado.
Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la solución!
Mi vida se ha vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que esperar, que vigi-lar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que antes.
¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de pared
Yo, para no hablar del tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era justamente el papel de pared. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera querido sacarme de esta casa.
Ahora no quiero irme hasta que haya descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.
¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo interesante que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo bastante.
De día cansa y desconcierta.
Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente.
¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.
Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha.
Se infiltra por toda la casa.
Lo encuentro flotando por el comedor, agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, ace-chándome en la escalera.
Se me mete en el pelo.
Hasta cuando salgo a montar a caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor!
¡Y qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo, para saber a qué olía.
Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente.
Con esta humedad resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.
Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la casa, sólo para matar el olor.
Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.
Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y uniforme, como de haber frotado algo muchas veces.
Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!
* * *
Por fin he hecho un verdadero hallazgo.
A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.
El dibujo principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!
A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo sacude todo.
En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que en las más oscuras coge las barras y las sacude con fuerza.
Siempre quiere salir, pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la explicación de que tenga tantas cabezas.
Lo atraviesan, y luego el dibujo las estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco.
Si estuvieran tapadas las cabezas, o arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.
* * *
¡Me parece que la mujer sale de día!
Voy a decir por qué, pero que no se entere nadie: ¡la he visto!
¡La veo por todas mis ventanas!
Estoy segura de que es la misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se arrastren a la luz del día.
La veo por el camino largo que pasa debajo de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde debajo de las zarzamoras.
La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día!
Yo, cuando me arrastro de día, siempre cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John enseguida sospecharía algo.
Y últimamente está tan raro que prefiero no irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!
Además, no quiero que a esa mujer la saque nadie de noche como no sea yo.
A menudo me pregunto si podría verla por todas las ventanas a la vez.
Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo consigo mirar por una.
¡Y aunque siempre la vea, cabe la posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis vueltas!
Alguna vez la he visto lejos, en campo abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la sombra de una nube en un día de viento.
* * *
¡Ojalá el dibujo principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a poco.
¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente.
Sólo quedan dos días para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me gusta cómo me mira.
Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno.
Dice que de día duermo mucho.
¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y eso que casi no me muevo!
También me hizo toda clase de preguntas a mí fingiéndose muy tierno y atento.
¡Como si no se le notara!
De todos modos no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses durmiendo debajo de este papel.
Lo mío sólo es interés, pero estoy segura de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.
* * *
¡Hurra! Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde.
Jennie quería dormir conmigo, la muy pilla, pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.
¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla.
Yo estiraba, y ella sacudía; luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado varios metros de papel.
Una franja como yo de alta, y de ancha como la mitad de la habitación.
¡Después, cuando ha salido el sol y el dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!
Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar.
Jennie ha mirado la pared con cara de sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el papel.
Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le habría importado hacerlo ella misma, pero que no está bien que me canse.
¡Qué manera de quedar en evidencia!
Pero estoy aquí, y este papel no lo toca nadie más que yo. ¡Antes muerta!
Jennie ha intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero yo le he dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta.
Vaya, que se ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo queda la cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos encima.
Esta noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa.
Me gusta bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía.
¡Qué destrozos hicieron los niños!
¡La cama está como si la hubieran mordido! Pero tengo que poner manos a la obra.
He cerrado la puerta y he tirado la llave al camino de delante.
No quiero salir, ni quiero que entre nadie hasta que llegue John.
Quiero darle una buena sorpresa.
Tengo una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y quiere escaparse, podré atarla!
¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la mueva!
He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel hasta donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está pegadí-simo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de hongos, todos se mofan de mí a gritos!
Me estoy enfadando tanto que acabaré haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero las barras son demasiado fuertes para intentarlo.
Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse mal.
Ni siquiera me gusta mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto…!
Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo.
Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda, la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera!
Supongo que cuando se haga de noche tendré que ponerme otra vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta!
¡Es tan agradable estar en esta habitación tan grande, y andar a gatas siempre que quiera…!
No quiero salir. No quiero, ni que me lo pida Jennie.
Porque fuera hay que arrastrarse por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde.
Aquí, en cambio, puedo andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo.
¡Anda, si está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!
¡Qué berridos, y qué golpes!
Ahora pide un hacha a gritos.
¡Sería una lástima destrozar una puerta tan bonita!
—¡John, querido! —he dicho con la máxima amabilidad—. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una hoja!
Con eso se ha callado un rato.
Luego ha dicho (con mucha serenidad): —¡Abre la puerta, cariño!
—No puedo —he contestado yo—. ¡La llave está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!
Lo he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso del umbral.
—¿Qué pasa? —ha gritado—. ¿Pero qué haces, por Dios?
Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima del hombro.
—Al final he salido —he dicho—, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!
¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!
Este cuento es el segundo de Kurt Vonnegut que aparece en este sitio. Publicado originalmente en 1961 en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, cuenta la historia de una sociedad totalitaria en la que toda la población es reducida a la «igualdad» (a una mediocridad incapacitante) por un gobierno opresor. Por supuesto, no hay sociedad humana que sea exactamente como la que aquí se representa, pero Vonnegut sí describe, exagerándolos, retorciéndolos, sucesos y modos de pensar de su presente y del nuestro. Hay que recalcar que el acto de rebeldía en el centro del cuento no está observado de manera optimista. La traducción es una versión muy revisada de ésta.
HARRISON BERGERON
Kurt Vonnegut
Era el año 2081, y todos eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley. Iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro. Nadie era más hermoso que ningún otro. Nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Dirección General de Discapacitación de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto volvía loca a la gente. Y en este mes, húmedo y frío, los de la DGD se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia totalmente promedio, lo que significa que no era capaz de pensar en nada salvo por breves periodos. Y George, aunque tenía una inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja una pequeña radio discapacitadora. La ley lo obligaba a llevarla a todas horas. Estaba sintonizada a un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba un ruido agudo para evitar que las personas como George se aprovecharan injustamente de sus cerebros.
George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero de momento ella no recordaba por qué.
En la pantalla había unas bailarinas.
Una chicharra sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron aterrados, como ladrones que oyen una campana de alarma.
–Era bonita esa danza, la que acaba de terminar —dijo Hazel.
–¿Eh? –dijo George.
–Esa danza, era bonita –dijo Hazel.
–Ajá —dijo George. Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas: cualquiera hubiese podido hacerlo igual de bien. Todas estaban cargadas con contrapesos y sacos de perdigones, y llevaban máscaras, para que nadie se sintiese deprimido por ver un gesto libre o grácil o una cara bonita. George empezaba a formar la idea vaga de que quizá las bailarinas no debieran tener ninguna discapacidad. Pero no llegó muy lejos antes de otro ruido en la radio de su oreja dispersara sus pensamientos.
George torció la cara. También lo hicieron dos de las ocho bailarinas.
Hazel vio la mueca de George. Como ella no tenía discapacitador mental, tuvo que preguntar cuál ruido había sido aquél.
—Sonó como si golpearan una botella de leche con un martillo de metal —dijo George.
—Creo que sería interesante oír todos esos ruidos —dijo Hazel, con un poco de envidia–. La de cosas que inventan.
—Um —dijo George.
—Pero si yo fuera Directora General de Discapacitación, ¿sabes qué haría? —dijo Hazel. Hazel, de hecho, tenía un gran parecido con la Directora de Discapacitación, una mujer llamada Diana Moon Glampers—. Si yo fuese Diana Moon Glampers —dijo Hazel— pondría campanas los domingos. Sólo campanas. Como en honor de la religión.
—Yo podría pensar si fuesen sólo campanas —dijo George.
—Bueno, podrían sonar bien fuerte —dijo Hazel— . Creo que yo sería buena Directora de Discapacitación.
—Tan buena como cualquiera —dijo George.
—¿Quién mejor que yo sabe lo que es normal? —dijo Hazel.
—Sí —dijo George. Empezó a pensar oscuramente en su hijo anormal que ahora estaba en la cárcel, en Harrison, pero una salva de veintiún cañonazos en su cabeza lo detuvo.
—¡Uy! —dijo Hazel— . Ese sí estuvo duro, ¿no?
Había estado tan duro que George se había puesto blanco, y temblaba, y le asomaban lágrimas en los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.
—De pronto te ves muy cansado —dijo Hazel—. ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu discapacitador de plomo en los cojines, mi cielo? —Hazel se refería a los veinte kilos de perdigones en un saco de tela que George llevaba colgados del cuello, fijos con candado—. Apoya el peso un ratito —dijo—. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
George sopesó el saco con las manos.
—No me molesta —dijo—. Ya no lo noto. Es una parte de mí.
—Has estado muy cansado últimamente, como agotado —dijo Hazel—. Si hubiese modo podríamos hacer un hoyito en el fondo del saco, y sacar algunas bolas de plomo… Sólo unas pocas.
—Dos años de prisión y una multa de dos mil dólares por cada perdigón que sacara —dijo George—. No es lo que se dice un buen negocio.
—Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo —dijo Hazel—. O sea, aquí no compites con nadie. Nada más estás sentado.
—Si tratara de hacerlo —dijo George— otra gente lo haría también, y muy pronto estaríamos de nuevo en las edades oscuras, cuando todos competían contra todos. No te gustaría, ¿o sí?
—Lo odiaría —dijo Hazel.
—Ahí está —dijo George—. En el momento en que la gente hace trampa con las leyes, ¿qué crees que le pasa a la sociedad?
Si Hazel no hubiera podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido dar una. Una sirena aullaba en su cabeza.
—Se haría pedazos, supongo.
—¿Qué cosa? —dijo George desconcertado.
—La sociedad —dijo Hazel, insegura—. ¿No fue eso lo que dijiste?
—Quién sabe —dijo George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. En un principio no estuvo claro sobre qué noticia era el boletín, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía una seria discapacidad en el habla. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
—Damas y caballeros…
Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
—Está bien —dijo Hazel del anunciador—. Lo intentó. Esa es la cosa. Hizo lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Deberían darle un buen aumento por tanto esfuerzo.
—Damas y caballeros —dijo la bailarina leyendo el boletín. Debía ser extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible. Y era fácil ver también que era la más fuerte y más grácil de todas las bailarinas, porque sus sacos de discapacitación eran tan grandes como los de un hombre de cien kilos.
Y tuvo que pedir perdón de inmediato por su voz, que era una voz verdaderamente injusta para una mujer. Era una melodía cálida luminosa, atemporal.
—Discúlpenme —dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez, haciendo una voz absolutamente no competitiva—. Harrison Bergeron, de catorce años —dijo con un graznido—, acaba de escapar de la cárcel, donde se le retenía acusado de conspirar para derrocar al gobierno. Es un genio y un atleta, no tiene suficiente discapacitación, y se le debe considerar extremadamente peligroso.
Una foto policial de Harrison Bergeron tomada apareció en la pantalla cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y finalmente al derecho. La fotografía mostraba a Harrison de pie ante un fondo calibrado en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
Por lo demás, Harrison parecía un fantasma o una ferretería. Nadie había llevado nunca discapacitadores más pesados. Había superado cada impedimento más rápido de lo que los hombres de la DGD podían imaginar uno nuevo. En vez de una pequeña radio en la oreja como discapacitador mental, llevaba un par tremendo de audífonos, y además anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Los anteojos tenían el fin no sólo de dejarlo medio ciego, sino también de provocarle horribles dolores de cabeza.
Trozos de metal le colgaban de todo el cuerpo. Habitualmente había cierta simetría, una eficiencia militar en los discapacitadores suministrados a las personas fuertes, pero Harrison parecía un deshuesadero ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
Y para afearlo, los hombres de la DGD lo obligaban a usar todo el tiempo nariz roja de payaso, a rasurarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con falsos huecos y caries colocados al azar.
—Si ven a este muchacho —dijo la bailarina— no intenten, repito, no intenten discutir con él.
Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. La foto de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla, como bilando al son de un terremoto.
George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le costó, pues muchas veces su propia casa había danzado del mismo modo.
—¡Dios mío! —dijo George— ¡Ese debe ser Harrison!
El ruido de un choque de automóviles le barrió esa comprensión de la cabeza.
Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido. Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
Harrison: un payaso enorme, repicante, estaba de pie en el centro del estudio. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Bailarinas, técnicos, músicos y anunciadores estaban de rodillas ante él, esperando morir.
—¡Soy el emperador! —gritó Harrison— ¿Me oyen? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben hace lo que yo diga inmediatamente!
Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
—Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí —rugió—, ¡soy más grande gobernante que cualquier otro que haya vivido! ¡Y ahora miren cómo me convierto en lo que puedo convertirme!
Harrison se arrancó las correas que sostenían su discapacitador como si fueran de papel higiénico: correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.
Los pedazos de chatarra retumbaron al dar contra el suelo.
Harrison pasó los pulgares bajo la barra que aseguraba su arnés para la cabeza. La barra se rompió como un tallo de apio. Harrison aplastó los lentes y los audífonos contra la pared.
También se arrancó la nariz de goma descubriendo a un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.
—¡Ahora elegiré a mi emperatriz! —dijo, mirando al grupo arrodillado a sus pies—. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el discapacitador mental de la oreja de la bailarina y luego los discapacitadores físicos con asombrosa delicadeza. Finalmente le quitó la máscara.
La bailarina era de una belleza cegadora.
—Ahora —dijo Harrison tomándole la mano—, ¿le mostramos a la gente lo que significa la palabra “danza”? ¡Música! —ordenó.
Los músicos treparon de vuelta a sus sillas, y Harrison les quitó también sus discapacitadores.
—Toquen tan bien como puedan —les dijo— y les haré barones y duques y condes.
La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música como deseaba que la tocaran. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.
La música comenzó de nuevo y estuvo mucho mejor.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus corazones concordaran con la música.
Luego se alzaron en puntas de pie. Harrison tomó entre sus manazas el talle delgado de la bailarina, haciéndole sentir la ingravidez que pronto sería suya.
Y entonces, en una explosión de gracia y alegría, saltaron al aire.
No sólo abandonaron las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las del movimiento.
Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la Luna.
El cielorraso estaba a diez metros de altura, pero con cada salto los bailarines se acercaban más a él.
Pronto fue evidente que intentaban tocarlo.
Lo tocaron.
Y luego, neutralizando la gravedad con puro amor y voluntad, se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros bajo el cielorraso, y allí se besaron durante largo tiempo.
Fue entonces que Diana Moon Glampers, la Directora General de Discapacitación, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó dos veces y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los discapacitadores.
En ese momento el tubo de la televisión de los Bergeron se quemó.
Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto. Pero George había ido a la cocina por una lata de cerveza.
George regresó con la cerveza y se detuvo mientras una señal discapacitadora lo sacudía de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.
—Has estado llorando —le dijo a Hazel.
—Sí —dijo ella.
—¿Por qué? —dijo él.
—No me acuerdo. Algo bien triste en la televisión.
—¿Qué era? —dijo él.
—Lo tengo confundido en la cabeza —dijo Hazel.
—Olvida las cosas tristes —dijo George.
—Eso hago siempre —dijo Hazel.
—Esa es mi chica —dijo George. Torció la cara. Había el ruido de una remachadora en su cabeza.
—Uy. Ese sí estuvo duro, ¿no? —dijo Hazel.
—Y que lo digas.
—Uy —dijo Hazel—. Ese sí estuvo duro.
Este 2014 (de hecho, en unos pocos días: el 5 de febrero) se cumplen 100 años del nacimiento del escritor estadounidense William S. Burroughs: ese genio extraño, problemático, incómodo, extremadamente influyente de la literatura del siglo XX.
Como también es es el centenario de varias figuras importantes de la literatura en español (en México se celebrarán los de Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas, y además se cumplen los de Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares, argentinos), el de Burroughs ha pasado un poco inadvertido en la red en castellano (aunque menos en la de habla inglesa). De esto se quejó apenas mi colega y amigo Bernardo Fernández Bef:
Este 5 de febrero es el centenario de William S. Burroughs… ¡Y nadie hace naaaaada!
Y a mí se me ocurrió lo siguiente: ¿por qué no remediar la omisión? Ya aquí, en Las Historias, con la ayuda de lectores de todas partes, se han hecho dos homenajes virtuales, uno a Edgar Allan Poe y otro a Ray Bradbury. Propongo que hagamos otro.
Los invito, pues a publicar aquí o en redes sociales, este 5 de febrero, durante todo el día, sus comentarios, sus preguntas, sus opiniones, sus enlaces y, de hecho, todo lo que deseen acerca del autor de Yonqui y El almuerzo desnudo. Pueden usar la sección de comentarios de esta nota, o bien publicar en Twitter o Facebook usando la etiqueta (hashtag) #Burroughs100. Además de lo que se vaya publicando en el momento, habrá al final un archivo sobre Burroughs similar a los de Poe y Bradbury: idealmente, contendrá a) textos de/sobre Burroughs en español; b) historias largas o breves inspiradas en Burroughs; c) video, audio e ilustración; d) curiosidades.
Agradezco de antemano su atención y ojalá se animen a participar con nosotros –mientras escribía esta nota se han sumado varias personas vía Twitter– y celebrar la obra del «Tío Bill».
Para terminar, dejo aquí una de las apariciones más extrañas de Burroughs, en el video de la canción «Last Night on Earth» de U2 (apropiadamente, está muy cerca del final):
En días pasados cumplió 84 años la escritora estadounidense Ursula K. LeGuin, una de las grandes autoras de imaginación de los Estados Unidos. Se le etiqueta como autora de «ciencia ficción» o de «fantasía», lo que da a algunas personas la excusa para leerla desde sus prejuicios (o para no leerla); pero LeGuin es una gran narradora a secas, que simplemente utiliza escenarios extraños, personajes y sucesos imposibles, para hablar por reflejo de la experiencia humana: de los grandes temas de la literatura.
«The Word of Unbinding» apareció primero en 1964, en la revista Fantastic, y en la obra de su autora es la primera narración ambientada en el mundo de Terramar, escenario de varias de sus novelas más famosas. La traducción fue realizada por F. A. Real H.
LA PALABRA QUE DESLIGA
Ursula K. LeGuin
¿Dónde estaba? El suelo era duro y fangoso, el aire negro y apestoso, y aquello era todo lo que había. A excepción del dolor de cabeza. Tendido de plano sobre el frío y húmedo suelo, Festin gimió y dijo:
—¡Báculo!
Cuando su báculo de mago –hecho en madera de aliso– no acudió a su mano, supo que estaba en peligro. Se sentó, y al no poder recurrir a su báculo para que le diese la luz apropiada, encendió una chispa entre el índice y el pulgar, murmurando cierta Palabra. Un fuego fatuo azulado saltó de la chispa y rodó débilmente a través del aire, chisporroteando.
—Arriba —dijo Festin.
Y la bola de fuego zigzagueó hacia arriba, hasta iluminar una trampilla abovedada muy por encima de él, tan alta que Festin, al proyectarse al interior de la bola de fuego momentáneamente, vio su propia cara —doce metros más abajo— como un pálido punto entre las tinieblas. La luz no producía reflejos en las húmedas paredes; éstas estaban entretejidas a partir de la noche, por medios mágicos. Volvió a su cuerpo y dijo:
—Apágate.
La bola de fuego expiró. Festin se sentó en la oscuridad, haciéndose sonar los dedos.
Debían de haberlo hechizado desde detrás, por sorpresa; lo último que recordaba era que había estado caminando a través de sus bosques, al atardecer, hablando con los árboles. Últimamente, en aquellos años solitarios de la mitad de su vida, se había sentido agobiado por un sentimiento de una fuerza desperdiciada, sin usar; por eso, necesitando aprender lo que era paciencia, había abandonado las villas y se había ido a conversar con los árboles, especialmente con los robles, castaños y los grandes alisos, cuyas raíces están en profunda comunicación con las corrientes de agua. Hacía seis meses que no hablaba con un ser humano; durante aquel tiempo, se había ocupado delo esencial, sin lanzar hechizos ni molestar a nadie. Así que, ¿quién podría haberle atado mágicamente, encerrándolo en aquel pozo apestoso?
—¡¿Quién?! —le exigió a las paredes.
Entonces, lentamente, un nombre le llegó, y se deslizó por él como una gruesa gota negra que rezumase de poros de piedra y esporas de hongos: «Voll».
Por un momento, Festin sintió un sudor frío.
Hacía mucho tiempo que había oído hablar por primera vez de Voll el Funesto, de quien se decía que era más que un mago pero menos que un hombre; que pasaba de isla en isla de la Región Exterior, deshaciendo el trabajo de los Antiguos, esclavizando a los hombres, devastando bosques y expoliando los campos, y sellando en tumbas subterráneas a cualquier mago o hechicero que se atreviese a combatir con él. Los refugiados de las islas destruidas contaban siempre la misma historia: que había llegado al atardecer, junto a un viento oscuro por encima del mar. Sus esclavos le seguían en naves; eso lo habían visto. Pero nadie había visto al propio Voll…
Había muchos hombres y criaturas de malvada voluntad habitando las Islas y Festin, un joven brujo ocupado con su entrenamiento, no había prestado mucha atención a los cuentos sobre Voll el Funesto. «Puedo proteger esta isla», había pensado, conociendo su todavía no probado poder, y había vuelto a sus robles y alisos, al sonido del viento en sus hojas, al ritmo del crecimiento en sus redondos troncos, ramas y ramitas, al sabor de la luz del sol sobre las hojas, o a las oscuras aguas subterráneas, fluyendo entre las raíces. ¿Dónde estarían ahora los árboles, sus viejos compañeros? ¿Habría destruido Voll el bosque?
Despierto al fin y de pie, Festin hizo dos amplios movimientos con manos rígidas, gritando en voz alta un Nombre capaz de romper todas las cerraduras y abrir cualquier puerta hecha por el hombre. Pero aquellas paredes impregnadas de noche y del Nombre de su creador no escuchaban, no oían. El Nombre levantó ecos, que volvieron hacia Festin, resonando en sus oídos, y haciéndole caer de rodillas y ocultar la cabeza entre los brazos, hasta que los ecos murieron en las bóvedas que había sobre él. Entonces, todavía temblando por el fracaso, se sentó, meditabundo.
Estaban en lo cierto: Voll era fuerte. En su propio terreno, en el calabozo construido con sus propios hechizos, su magia resistiría cualquier ataque directo; y la fuerza de Festin no era ni la mitad de la que hubiese tenido, de no haber perdido su báculo. Pero ni siquiera su captor podía arrebatarle sus poderes —relativos sólo a sí mismo— de Proyección y Transformación. Y así, tras frotarse su ahora doblemente dolorida cabeza, Festin se transformó. Suavemente, su cuerpo se disolvió en una nube de fina bruma.
Perezosa, rastrera, la bruma se elevó del suelo, flotando sobre las fangosas paredes hasta que encontró donde la cueva se hacía pared, en una grieta fina como un cabello. A través de ella, gotita a gotita, comenzó a filtrarse. Había logrado pasar casi por completo, cuando un viento ardiente —como la ráfaga de un horno— le golpeó, dispersando las gotas de bruma, secándolas. Precipitadamente, la bruma retrocedió de nuevo hacia la cueva, bajando en espirales hasta el suelo, donde tomó de nuevo la forma de Festin, que apareció jadeando. La transformación es un esfuerzo emocional para los brujos introvertidos del tipo de Festin; cuando a ese esfuerzo se le añade el shock de enfrentarse a una muerte inhumana en la forma asumida por uno, laexperiencia se vuelve espantosa. Festin estuvo por unos momentos simplemente respirando. Además, estaba irritado consigo mismo. Después de todo, había sido una estupidez intentar escapar como bruma: cualquier tonto se sabría ese truco. Probablemente, Voll había dejado fuera un viento caliente al acecho. Festin se convirtió entonces en un pequeño murciélago negro, voló hacia el techo, y se volvió a transformar en una ligera corriente de aire puro, para luego filtrarse a través de la grieta.
Esa vez consiguió salir, y estaba soplando suavemente a través del vestíbulo en el que se encontraba —en dirección a una ventana— cuando una aguda sensación de peligro le obligó a transformarse rápidamente, adquiriendo la primera forma pequeña y coherente que llegó a su mente: un anillo de oro. Lo hizo justo a tiempo. El huracán deaire ártico que habría dispersado su forma aérea en un caos irreconstruible simplemente enfrió un poco su forma de anillo. Mientras pasaba la tormenta, permaneció sobre el pavimento de mármol, preguntándose qué forma debería adoptar para atravesar la ventana más rápidamente.
Empezó a moverse demasiado tarde. Un gigantesco troll de rostro inexpresivo avanzaba a largas zancadas por la habitación; se detuvo, recogió el anillo —que rodaba con rapidez— y lo levantó con una enorme mano como de piedra caliza. El troll avanzó hasta la trampilla, descorrió el cerrojo de hierro y, murmurando un encantamiento, arrojó a Festin a las tinieblas. Cayó doce metros y aterrizó sobre el suelo de piedra…con un tintineo.
Reasumiendo su verdadera forma, se sentó, frotándose dolorosamente un codo herido. ¡Suficiente de estas transformaciones con un estómago vacío! Anheló amargamente tener su báculo, con el que podría haberse procurado cualquier cantidad de comida. Sin él, aunque pudiese cambiar su propia forma y realizar determinados hechizos y poderes, no podía transformar ni invocar ninguna cosa material… ni rayos, ni chuletas de cordero.
—Paciencia —se aconsejó a sí mismo.
Cuando hubo recuperado el aliento, disolvió su cuerpo en la infinita delicadeza de aceites volátiles, convirtiéndose en el aroma de una chuleta de cordero frita. Nuevamente, flotó hacia la grieta. El acechante troll inhaló sospechoso, pero Festin ya se había convertido en un halcón y aleteaba en dirección a la ventana. El troll arremetió contra él, falló por escasos metros, y bramó con una inmensa voz pétrea:
—¡El halcón, atrapad el halcón!
Descendiendo en picado desde el castillo encantado hasta el bosque que se extendía obscuro hacia el oeste, la luz del sol y el reflejo del mar deslumbrádole, Festin surcó el aire como una flecha; sin embargo, una flecha más rápida lo encontró. Gritando, cayó. El sol, el mar y las torres giraron a su alrededor y desaparecieron.
Despertó nuevamente en el húmedo y malsano suelo del calabozo, con las manos, el cabello, y los labios mojados con su propia sangre. La flecha se había clavado en el ala del halcón, en el hombro del hombre. Se mantuvo inmóvil, y murmuró un hechizo para cerrar la herida. Al cabo de un rato pudo sentarse y rememorar un hechizo más largo y poderoso de curación. Pero había perdido mucha sangre y, con ella, poder. Un frío se había apoderado de la médula de sus huesos, que ni siquiera el hechizo de curación podía calentar. Sus ojos estaban sumidos en las tinieblas, incluso cuando encendió un fuego fatuo e iluminó el aire hediondo: era la misma bruma tenebrosa que había podido ver mientras volaba, cerniéndose sobre su bosque y las pequeñas aldeas de su territorio.
Dependía de él proteger aquella tierra.
No podría volver a intentar escapar directamente. Estaba demasiado débil y cansado. Confiando excesivamente en su poder, había perdido su fuerza. Cualquiera que fuese la forma que adoptase a partir de entonces, ésta compartiría su debilidad, y sería atrapada.
Temblando a causa del frío, se acuclilló, dejando que la bola de fuego chisporroteara con una última bocanada de metano… el gas de los pantanos. El olor le permitió ver con el ojo de la mente los pantanos que se extendían, desde el bosque amurallando el mar; sus amados pantanos donde ningún hombre acudía, donde en otoño los cisnes volaban alineados, donde –entre tranquilos pozos y cañaverales– corrían hacia el mar rápidos y silenciosos riachuelos. ¡Oh, poder ser un pez en una de esas corrientes! O mejor aún, estar más lejos, corriente arriba, cerca de los manantiales, en el bosque, a la sombra de los árboles, en el claro remanso bajo las raíces de un aliso, descansando y oculto…Era una gran magia. Festin no la había practicado más de lo que lo hace cualquier hombre que, en el exilio, o viéndose en peligro, anhela la tierra o las aguas de su hogar, imaginando la vista desde el umbral de su casa, la mesa en la que comía, las ramas que se veían a través de la habitación en que solía dormir. Sólo en sueños cualquiera que no fuese uno de los grandes magos podría realizar la magia de volver al hogar. Pero Festin, con el frío saliéndole de la médula e inundando nervios y venas, permaneció de pie entre las negras paredes, reuniendo su poder hasta que brilló como una llama en la oscuridad de su carne, y empezó a realizar una magia grande y silenciosa.
Los muros desaparecieron. Estaba en la tierra, con rocas y vetas de granito por huesos, aguas subterráneas por sangre, raíces por nervios. Como un gusano ciego, se movió a través de la tierra hacia el oeste, lentamente, con tinieblas por delante y por detrás. De pronto, del subsuelo fluyó a lo largo de su espalda y de su vientre una próspera, irresistible e inagotable caricia. Saboreó el agua con los costados, su lenta corriente; con ojos sin párpados vio ante él el profundo pozo marrón, entre las grandes y nudosas raíces de un aliso. Se precipitó hacia delante, plateado, hacia las sombras. ¡Se había liberado! Estaba en su hogar.
El agua brotaba intemporal de su clara fuente. Se quedó en la arena del fondo del remanso, dejando que el agua le acariciase —mucho más poderosa que cualquier hechizo de curación— apaciguando su herida y, con su frescura, alejando el desolador frío que había penetrado en él. Mientras descansaba, sintió y oyó una sacudida y un temblor en la tierra. ¿Quién caminaba ahora por su bosque? Demasiado fatigado para intentar cambiar de forma, escondió su brillante cuerpo de trucha bajo el arco de las raíces del aliso, y se puso al acecho.
Grandes dedos grises tantearon el agua, agitando la arena. A través de la palidez del agua aparecieron caras vagas, ojos en blanco surgieron y se desvanecieron, reaparecieron. Redes y manos buscaron a tientas, desaparecieron y volvieron a aparecer; le agarraron y le mantuvieron, retorciéndose en el aire. Luchó para recobrar su propia forma, pero no pudo; su propio hechizo para regresar al hogar le encadenaba. Se agitó en la red, boqueando en el seco, brillante y terrible aire, sofocándose. La agonía continuó, y no supo nada más allá de ella.
Al cabo de mucho tiempo, poco a poco, empezó a darse cuenta de que estaba de nuevo en su forma humana; por su garganta le obligaban a bajar un líquido agrio y picante. Tras otro lapso de tiempo, se encontró tirado boca abajo, sobre el suelo mojado y pestilente de la bóveda; estaba otra vez en poder de su enemigo. Y, aunque podía respirar de nuevo, no estaba muy lejos de la muerte. El frío le atravesaba; y los trolls, servidores de Voll, habían aplastado el frágil cuerpo de trucha pues, cuando se movió, la caja torácica y un antebrazo le dieron una aguda puntada de dolor. Roto y sin fuerzas, se hundió en el fondo del pozo de la noche. No tenía poder para cambiar de forma; no había manera de salir de ahí, a excepción de una.
Permaneciendo inmóvil –y casi, pero no totalmente fuera del alcance del dolor– Festin pensó: «¿Por qué no me ha matado? ¿Por qué me mantiene aquí con vida? ¿Porqué nunca ha sido visto? ¿Con qué ojos se le puede ver, sobre qué tierra camina? Me teme, aunque no me queden fuerzas. Dicen que todos los magos y hombres poderosos que ha vencido viven, encerrados en tumbas como ésta, año tras año intentando liberarse… Pero ¿y si uno elige no vivir?»
Así, Festin hizo su elección.
Su último pensamiento fue: «Si estoy equivocado, los hombres pensarán que fui un cobarde».
Pero no se retrasó con aquel pensamiento. Girando la cabeza ligeramente hacia un lado, cerró los ojos, hizo una última inspiración profunda y susurró la Palabra que Desliga, la que sólo se pronuncia una vez.
Esto no fue una transformación. Él no cambió: su cuerpo, las largas piernas y brazos, las hábiles manos, los ojos que se habían deleitado mirando árboles y corrientes, permanecieron sin cambio, tranquilos; perfectamente tranquilos y llenos de frío. Perolas paredes desaparecieron. La bóveda construida con magia desapareció, y las salas y torres; y el bosque, y el mar, y el cielo del atardecer, todos ellos habían desaparecido. Y Festin se dirigió lentamente hacia la lejana pendiente de la colina de la existencia, bajo nuevas estrellas.
En vida había tenido gran poder; aquí no lo había olvidado. Como la llama de una vela, se movió en las tinieblas de aquella amplia tierra. Y, recordando, pronunció el nombre de su enemigo:
—¡Voll!
Llamado, incapaz de resistir, Voll se acercó a él, un denso y pálido espectro bajo la luz de las estrellas. Festin se acercó, y el otro se acobardó y gritó como si estuviera ardiendo. Festin le siguió cuando huyó; le siguió de cerca.
Recorrieron un largo camino, sobre corrientes de lava seca de extintos volcanes, que recortaban sus conos contra las estrellas sin nombre; sobre los contrafuertes de las silenciosas colinas, a través de valles de corta hierba negra, atravesando ciudades o bajando por sus callejas obscuras entre casas por cuyas ventanas no miraba cara alguna. Las estrellas colgaban del cielo; ninguna descendía, ninguna se levantaba. No hubo cambios aquí. Ningún día llegaría. Pero ellos continuaron, Festin siempre siguiendo los pasos del otro, hacia el lugar por donde en un tiempo corrió un río, mucho tiempo antes: un río de las Tierras Vivientes. En el seco lecho, entre los cantos rodados, yacía un cuerpo muerto: el de un hombre viejo, desnudo, los ojos sin vida mirando fijamente las estrellas, a las que la muerte no afecta.
—Entra en él —dijo Festin.
La sombra de Voll lloriqueó, pero Festin se acercó más. Voll retrocedió, se detuvo, y entonces penetró por la boca abierta de su propio cuerpo muerto.
El cadáver se desvaneció de inmediato. Sin marcas, inmaculados, los secos cantos rodados centellearon bajo la luz estelar. Festin estuvo allí de pie un rato, luego se sentó a descansar sobre unas grandes rocas. A descansar, no a dormir: debería montar guardia hasta que el cuerpo de Voll, devuelto a su tumba, se convirtiera en polvo, y desapareciera todo su maléfico poder, esparcido por el viento y arrastrado por la lluvia hasta el mar. Debería vigilar aquel lugar, donde una vez la muerte había encontrado el camino de regreso al otro mundo. Paciente, infinitamente paciente, Festin esperó entre las rocas por las que ningún río volverá a correr, en el corazón del país donde no hay costas. Las estrellas permanecían fijas sobre él; y mientras las miraba, lenta, muy lentamente, empezó a olvidar la voz de las corrientes y el sonido de la lluvia sobre las hojas del bosque de la vida.
Alguna vez tenía que aparecer en este sitio un cuento del gran Vladimir Nabokov (1899-1977), el autor de Lolita pero también de Pálido fuego, de Pnin, de Ada o el ardor y de grandes narraciones breves. La que sigue está tomada de sus Cuentos completos, que a estas alturas circulan por muchos sitios de la red; tal vez valga el énfasis especial que merece la historia de los dos hermanos y su predicamento. La traducción de María Lozano modifica ligeramente el título original: «Scenes from the Life of a Double Monster» apareció inicialmente en The Reporter, el 20 de marzo de 1958.
ESCENAS DE LA DOBLE VIDA DE UN MONSTRUO
Vladimir Nabokov
Hace algunos años el doctor Fricke nos hizo a Lloyd y a mí una pregunta que trataré de contestar ahora. Con la sonrisa ensoñadora del que se dispone a satisfacer un placer de orden científico, acarició la carnosa banda cartilaginosa que nos enlazaba —omphalopagus diaphragmo-xiphodidymus, como Pancoast denominó un caso similar— y nos preguntó si acaso podíamos recordar la primera vez que cualquiera de nosotros, o ambos, nos dimos cuenta de la peculiaridad de nuestro destino y condición. Lloyd recordaba tan sólo que nuestro abuelo Ibrahim (o Ahim, o Ahem, ¡fastidiosos bloques de sonidos muertos a nuestros oídos actuales!) tocaba con cariño lo que tocaba el médico y lo llamaba un puente de oro. Yo no dije nada.
Nuestra infancia transcurrió encima de una fértil colina sobre el mar Negro en la granja de nuestro abuelo junto a Karaz. Su hija más joven, la rosa del Oriente, perla del gris Ahem (si eso era cierto, aquel viejo granuja hubiera podido preocuparse más de ella), había sido violada en un huerto junto a la carretera por nuestro amo anónimo y había muerto después de parirnos a nosotros, supongo que de puro horror y pena. Una serie de rumores hablaba de un buhonero húngaro; otros rumores se referían a un ornitólogo y coleccionista aleonan o a algún miembro de su expedición, probablemente su taxidermista. Unas tías de complexión oscura, llenas de collares, cuyas ropas voluminosas olían a aceite de rosas y a cordero, se ocuparon con celo macabro de las necesidades de nuestra monstruosa infancia.
Muy pronto, en las aldeas vecinas se enteraron de la extraordinaria noticia y empezaron a enviar a nuestra granja a toda suerte de extraños con afán inquisitivo. En los días de fiesta se les veía afanándose por subir la colina que conducía a nuestra casa, como si fueran peregrinos en cuadros de colores vivaces. Había un pastor que medía un metro ochenta y un calvo bajito con gafas, y soldados, así como las sombras de cipreses alargados. También venían niños, a todas horas, que eran despachados por nuestras celosas amas; pero casi cada día había algún joven de ojos negros y pelo corto, con gastados pantalones azules que conseguía deslizarse a través del cornejo, la madreselva y los troncos retorcidos de los ciclamores, hasta el patio adoquinado con su vieja fuente legañosa donde los pequeños Lloyd y Floyd (entonces nos llamábamos de otra manera, nombres llenos de consonantes aspiradas) descansaban tranquilamente sentados, mascando orejones bajo un muro encalado. Luego, súbitamente, percibía la H de nuestros cuerpos transformada en una I, como si el numeral romano que representa el dos fuera tan sólo el uno, o unas tijeras de una sola cuchilla.
No puede establecerse comparación alguna, evidentemente, entre el impacto producido al conocer esta situación, por muy perturbador que pudiera ser, y el choque emocional que recibió mi madre (¡y a propósito, qué felicidad tan pura experimento al utilizar de forma tan deliberada el posesivo singular!). Debió darse cuenta de que estaba dando a luz a un par de gemelos; pero cuando se enteró, como sin duda ocurrió, de que los gemelos estaban unidos… ¿qué sensaciones experimentaría en aquel momento? Dado el tipo de gente ignorante, incontinente y exasperadamente locuaz que nos rodeaba, la familia vocinglera y lenguaraz que esperaba junto a la cama deshecha debió, con toda seguridad, decirle al momento que algo había ido espantosamente mal; y no hay apenas duda de que sus hermanas, en el frenesí de su susto y de su compasión, le enseñaron al niño siamés. Yo no digo que una madre no pueda amar a un objeto semejante, doble, y olvidar en ese amor el oscuro rocío de su origen impío; sólo creo que la mezcla de asco, piedad y amor materno fue demasiado para ella. Los dos componentes de aquella serie doble que contemplaban sus ojos eran unos deliciosos ejemplares incompletos saludables y guapos, con una pelusilla rubia sedosa en sus cráneos rosado-violetas, y brazos y piernas elásticos y bien proporcionados que se movían como los miembros numerosos de un maravilloso animal marino. Cada uno de ellos era fundamentalmente normal, pero juntos formaban un monstruo. En realidad, es extraño pensar que la presencia de una mera banda de tejido, un andrajo de carne no mayor que un hígado de cordero, pudiera transformar la alegría, el orgullo, la ternura, la adoración y la gratitud hacia Dios en horror y desesperación.
En cuanto a nosotros, todo era mucho más sencillo. Los adultos eran demasiado diferentes de nosotros en todo, como para que nos permitieran establecer analogía alguna, pero el primer visitante que tuvimos de nuestra edad constituyó para mí una suerte de revelación. Mientras Lloyd contemplaba plácidamente al atemorizado niño de siete u ocho años, que nos miraba atentamente desde una achaparrada higuera que a su vez parecía examinarnos a nosotros, yo recuerdo que me di cuenta cabal de la esencial diferencia existente entre el recién llegado y mi persona. Su cuerpo producía en el suelo una pequeña sombra azul, también el mío; pero además de aquel compañero impreciso, plano e inconstante que tanto él como yo debíamos agradecer al sol y que se desvanecía en días nublados, yo poseía otra sombra más, un reflejo palpable de mi ser corporal, que siempre tenía junto a mí, a mi izquierda, mientras que mi visitante había conseguido de una manera u otra desembarazarse del suyo, o quizá había conseguido desengancharlo de su persona y dejarlo en casa. Unidos, Lloyd y Floyd eran normales y completos; él no era ni lo uno ni lo otro.
Pero quizás, en orden a elucidar estas cuestiones lo más exhaustivamente posible, debería hablar de recuerdos más lejanos todavía. A no ser que las emociones adultas empañen los recuerdos antiguos, creo que puedo atestiguar la existencia de una cierta repugnancia. Debido a la duplicidad de nuestros miembros anteriores, dormíamos en principio cara a cara, unidos por nuestro ombligo común, y mi rostro en esos primeros días de nuestra existencia se veía constantemente acariciado por la dureza de la nariz de mi hermano gemelo y por sus labios húmedos. Aquel desagradable contacto nos llevó a reaccionar a nuestra manera y así desarrollamos una cierta tendencia espontánea a echar la cabeza hacia atrás y a separar nuestros rostros lo más posible. La extrema flexibilidad de la banda de carne que nos mantenía unidos nos permitía asumir una posición recíproca más o menos lateral, y cuando aprendimos a caminar, lo hacíamos en una suerte de contoneo lateral como patos que anadean conjuntadamente, una posición que a la gente le debía de parecer más forzada de lo que realmente era, y que nos hacía parecer, supongo yo, un par de enanos borrachos que se apoyaran el uno en el otro. Durante mucho tiempo volvíamos a nuestra posición fetal a la hora de dormir; pero en cuanto la incomodidad subyacente a esta postura incomodaba nuestro sueño y nos despertaba, volvíamos a distanciar nuestros rostros, con un doble gemido de repugnancia recíproca.
Insisto en que cuando teníamos tres o cuatro años nuestros cuerpos sentían aversión ante la torpeza de nuestra coyunda, mientras que nuestras mentes no cuestionaban la normalidad de nuestros cuerpos. Luego, antes de que hubiéramos podido ser conscientes de sus inconvenientes, la intuición física fue descubriendo formas de lidiar con ellos, y a partir de entonces dejamos de pensar en los mismos. Todos nuestros movimientos se convirtieron en un juicioso compromiso entre lo común y lo particular. La pauta de las acciones motivadas por tal o cual deseo común formaba una especie de fondo generalizado, gris e uniformemente tejido contra el que un impulso discreto, el suyo o el mío, seguía su curso más directo y preciso; pero (como si estuviera guiado por la urdimbre de la pauta común) nunca iba en contra de la trama común o del deseo preciso y concreto del cuerpo gemelo.
Hablo ahora sólo de nuestra infancia, cuando la naturaleza no había tenido tiempo todavía para minar nuestra laboriosamente ganada vitalidad con ningún conflicto entre nosotros. Años más tarde he tenido ocasión de lamentar que no hubiéramos muerto o que no nos hubieran separado quirúrgicamente, antes de abandonar aquel estado inicial en el que un ritmo siempre presente, como una especie de tam-tam remoto que sonara en la jungla de nuestro sistema nervioso, era el único responsable de regular nuestros movimientos. Cuando, por ejemplo, uno de nos’otros estaba a punto de agacharse para apropiarse de una bonita margarita mientras que el otro, exactamente en el mismo momento, iniciaba un ademán para estirarse y coger un higo maduro, ganaba aquel cuyos movimientos se conformaran al ictus habitual de nuestro ritmo común y continuo, después de lo cual, con un estremecimiento muy breve y como coral, el gesto interrumpido de un gemelo era absorbido y disuelto en la enriquecida ola de la acción que el otro gemelo acababa de completar. Digo «enriquecida» porque el fantasma de la flor que se había quedado en el suelo parecía de alguna manera estar también allí, pulsando entre los dedos que se cerraban en torno a la fruta.
Podían producirse largos períodos de semanas e incluso de meses en los que el ritmo conductor correspondía con mucha más frecuencia a Lloyd que a mí, pero luego llegaba una época en la que era yo el que conducía la ola del deseo; pero no recuerdo momento alguno en nuestra infancia en el que la frustración o la realización del deseo provocara en ninguno de nosotros ni resentimiento ni orgullo.
Sin embargo, en algún lugar dentro de mí, debía de haber una célula sensible que se preguntaba cómo funcionaba aquel hecho curioso por el que una fuerza desconocida se apoderaba de mí y me distanciaba del objeto de un deseo repentino para llevarme a una serie de cosas no deseadas hasta entonces y que se introducían en la esfera de mi voluntad sin que yo hubiera llegado a desearlas conscientemente ni las hubiera atenazado entre los tentáculos de mi volición. Así que mientras yo observaba a tal o cual chiquillo extraviado que nos contemplaba a Lloyd y a mí, recuerdo que me ponía a pensar y a dirimir un problema de índole dual: en primer lugar, trataba de resolver si una única naturaleza corporal presentaba más ventajas que la nuestra; en segundo lugar, si todos los otros niños eran únicos. Se me ocurre ahora que a menudo los problemas que me preocupaban eran de doble filo, posiblemente los hilos de los procesos cerebrales de Lloyd penetraban en mi mente y uno de los dos problemas conjuntos que yo consideraba era en realidad una preocupación suya.
Cuando nuestro avaricioso abuelo Ahem decidió exhibirnos para ganar dinero, había siempre algún granuja ansioso entre la gente que venía a contemplarnos que quería que habláramos entre nosotros. Como suele ocurrir con las mentes primitivas, pedía que sus oídos corroboraran lo que veían sus ojos. Nuestra gente nos obligaba de mala manera a que gratificáramos tales deseos y no entendían lo angustioso que resultaba el hacerlo. Habríamos podido decir que éramos demasiado tímidos para complacerlos; pero la realidad es que nunca nos hablábamos el uno al otro, incluso cuando estábamos solos, porque los breves gruñidos entrecortados que intercambiábamos en nuestros escasos momentos de enfado (cuando, por ejemplo, uno se había hecho una herida en un pie y se la estaban vendando mientras que el otro quería ir a nadar al arroyo) no podían interpretarse realmente como un diálogo. La comunicación de sencillas sensaciones esenciales la llevábamos a cabo sin palabras; hojas desprendidas del árbol que flotaban en la corriente de nuestra sangre común. También los pensamientos simples conseguían deslizarse y viajar entre nosotros. Los más complejos no lo hacían sino que persistían en la mente que les había dado origen, pero incluso en esos casos ocurrían extraños fenómenos. Ésa es la razón por la que tengo la sospecha de que a pesar de que tenía una naturaleza más tranquila, Lloyd luchaba contra las mismas realidades que a mí me desconcertaban. Al crecer olvidó muchas cosas. Yo no he olvidado nada.
Pero el público no sólo esperaba de nosotros que nos habláramos, quería incluso que jugáramos juntos. ¡Alcornoques! Les divertía que compitiéramos en ingenio jugando al ajedrez o a las damas. Supongo que si hubiéramos sido de distinto sexo nos habrían obligado a cometer incesto en su presencia. Pero como los juegos entre nosotros eran tan poco frecuentes como la conversación, sufríamos sutiles tormentos cada vez que nos obligaban a realizar tortuosos movimientos para lanzarnos una pelota desde algún lugar entre nuestros pechos, o a hacer como que jugábamos a arrebatarnos mutuamente una especie de bate. Nos aplaudían entusiasmados cada vez que corríamos por el perímetro del patio cogidos con los brazos al hombro. Saltábamos y girábamos.
Un vendedor ambulante de remedios medicinales, un hombre calvo y bajito con una blusa blanca, que sabía un poco de turco y otro poco de inglés, nos enseñó unas cuantas frases en esas lenguas; y entonces tuvimos que demostrar nuestras nuevas habilidades ante una audiencia fascinada. Sus rostros ardientes todavía me persiguen en mis pesadillas, porque vienen hasta mí cada vez que el productor de mis sueños necesita de una comparsa que le acompañe. Veo una vez más al pastor gigante de rostro de bronce y harapos multicolores, a los soldados de Karaz, al sastre armenio jorobado y tuerto (un monstruo por derecho propio), a las niñas que no paran de reírse tontamente, las viejas que suspiran, los niños, los jóvenes vestidos a la manera occidental —ojos ardientes, dientes blancos, negras bocas abiertas; y, desde luego, al abuelo Ahem, con su nariz de marfil amarillento y su barba de lana gris, dirigiendo las escenas o contando los billetes sucios y gastados mientras se chupa el dedo. El lingüista, el de la blusa bordada y la calva, cortejaba a una de mis tías, sin dejar de lanzar miradas de envidia a Ahem a través de sus lentes de montura de acero.
Para cuando tuve nueve años ya sabía perfectamente que Lloyd y yo constituíamos un fenómeno de lo más raro y caprichoso. El saberlo no se tradujo en júbilo ni en vergüenza alguna; pero en una ocasión, una cocinera histérica, una mujer bigotuda, que nos había tomado mucho cariño y que se apiadaba de nuestra suerte, declaró con un espantoso juramento que allí mismo nos iba a liberar de un tajo con un reluciente cuchillo que enarboló en aquel momento (nuestro abuelo y uno de nuestros recién adquiridos tíos se lo impidieron inmediatamente); y después de aquel incidente yo solía entretenerme en ensoñaciones indolentes imaginándome separado de mi pobre Lloyd que, de alguna manera, seguía manteniendo su personalidad de monstruo.
No me interesó el asunto aquel del cuchillo y de cualquier manera, la forma en la que la separación debía llevarse a cabo permanecía en el misterio; lo que yo me imaginaba con precisión era que mis grilletes desaparecían súbitamente y el consecuente sentimiento de desnudez y ligereza que esto provocaba en mi persona. Me imaginaba saltando la valla, una valla con las calaveras blanqueadas de los animales domésticos que coronaban los postes, y descendiendo hacia la playa. Me veía saltando de piedra en piedra y zambulléndome en el mar centelleante, para salir después a la arena a corretear junto con otros chiquillos desnudos. Soñaba con ello por las noches, me veía huyendo de mi abuelo y llevándome algún juguete, o un gatito, o un cangrejo pequeño apretados contra el costado. Imaginaba que me encontraba con Lloyd, que se me aparecía en sueños cojeando, unido sin remedio a otro gemelo cojo mientras que yo estaba libre para bailar junto a ellos y para darles todos los golpes que quisiera en sus pobres espaldas.
Me pregunto si Lloyd tenía las mismas ensoñaciones. Los médicos han apuntado que a veces juntábamos nuestras mentes mientras dormíamos. Una mañana gris azulada cogió una ramita de un árbol y dibujó en el polvo un barco con tres mástiles. Yo acababa de verme dibujando aquel barco en un sueño que había tenido la noche precedente.
Una especie de gran capa negra de pastor cubría nuestros hombros y, cuando nos agachábamos sentados en el suelo, sus pliegues envolventes sólo dejaban al descubierto nuestras cabezas y la mano de Lloyd. El sol acababa de salir y el viento afilado de marzo era como capa tras capa de hielo semitransparente a través del cual los retorcidos árboles de Judea apenas en flor se veían como manchas indefinidas de rosa amoratado. La blanca casa alargada y achaparrada detrás de nosotros, llena de mujeres gordas con sus maridos malolientes, estaba completamente dormida. No dijimos nada ni siquiera nos miramos pero, dejando la ramita a un lado, Lloyd me pasó el brazo derecho por la espalda, como siempre hacía cuando quería que los dos camináramos deprisa; y con la punta de nuestra prenda común arrastrándose entre los juncos muertos, mientras que las piedras corrían y se resbalaban bajo nuestros pies, emprendimos camino por el paseo de cipreses que conducía a la costa.
Era nuestro primer intento de ir hasta ese mar que veíamos brillar suavemente y sin prisa a lo lejos desde nuestra colina, rompiendo sus olas en silencio contra relucientes rocas. No necesito esforzar mi memoria para situar nuestra torpe huida en un punto definitivo de nuestro destino. Unas cuantas semanas antes, el día de nuestro duodécimo aniversario, el abuelo Ibrahim había empezado a jugar con la idea de enviarnos en compañía de nuestro nuevo tío a una gira de seis meses a través del país. No hacían más que discutir los términos económicos del contrato sobre los que se habían disputado e incluso peleado, aunque Ahem había resultado vencedor.
Le teníamos miedo a nuestro abuelo y detestábamos al tío Novus. Probablemente, sintiéramos de una forma torpe pero también desesperada (sin saber nada de la vida, pero vagamente conscientes de que el tío Novus trataba de engañar al abuelo) que teníamos que hacer algo para impedir que un feriante nos llevara de un lado a otro en una cárcel itinerante, como si fuéramos monos o águilas; o quizás nos impeliera a ello el pensar que aquélla era nuestra última oportunidad de gozar de nuestra pequeña libertad y de hacer lo que teníamos absolutamente prohibido hacer: ir más allá de una cierta valla, abierta tan sólo por una cierta puerta.
No tuvimos problemas para abrir la desvencijada puerta aunque no logramos devolverla a su posición inicial. Un cordero blanco y sucio, de ojos color ámbar y con una marca de carmín pintada en la dureza de su frente plana, nos siguió un buen trecho antes de perderse entre los robledales. Bajamos un poco, pero todavía por encima del valle y tuvimos que cruzar la carretera que rodeaba la colina y unía nuestra granja con la carretera de la playa. El zumbar de los cascos de los caballos y el chasquido de las ruedas se iba acercando hasta nosotros; y nos detuvimos, con capa y todo, agazapados detrás de un matorral. Cuando se amortiguó el estruendo, cruzamos la carretera y seguimos nuestro camino por una cuesta llena de maleza. El mar plateado se iba ocultando a nuestra vista detrás de los cipreses y de restos de viejos muros de piedra. Nuestra capa negra nos empezó a dar calor y a resultar pesada pero perseveramos bajo su protección, temiendo que si no lo hacíamos cualquier transeúnte se diera cuenta de nuestra enfermedad.
Salimos a la carretera principal, a unos metros del fragor del mar, y allí, esperándonos bajo un ciprés, estaba un coche que conocíamos bien, una especie de carreta de grandes ruedas, de cuyo pescante descendía ya el tío Novus. ¡Qué hombrecillo tan astuto, oscuro, ambicioso y sin principios! Unos minutos antes nos había visto desde una de las terrazas de la casa de nuestro abuelo y no había podido resistir la tentación de aprovechar una escapada que milagrosamente le daba la oportunidad de capturarnos sin resistencia ni protesta posible. Lanzando juramentos contra aquellos caballos timoratos, nos ayudó brutalmente a meternos en el carro. Nos empujó hasta que bajamos la cabeza y amenazó con hacernos daño si intentábamos siquiera no ya sacar la cabeza sino mirar fuera de la capa. Lloyd tenía todavía su brazo sobre mi espalda, pero una sacudida del carro hizo que lo soltara. Ahora las ruedas crujían en su marcha. Pasó algún tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que nuestro conductor no nos estaba llevando a casa.
Han pasado veinte años desde aquella gris mañana de primavera pero sigue intacta en mi memoria, con mayor claridad que muchas de las cosas que han ocurrido después. Una y otra vez pasa ante mi mirada como si fuera una cinta cinematográfica, como he visto hacer a los grandes prestidigitadores cuando revisan sus actuaciones. De igual modo yo reviso todas las etapas y circunstancias, incluso los detalles accidentales, de nuestra fallida huida, el estremecimiento inicial, la puerta, el cordero, la pendiente resbaladiza bajo nuestros torpes pies. Les debimos parecer un espectáculo extraordinario a los tordos que volaron a nuestro paso, con aquella capa negra que nos envolvía y de la que sobresalían dos cabezas rapadas insertas en unos cuellos canijos. Las cabezas se volvían a un lado y a otro, cautelosas, hasta que finalmente llegaron a la carretera que bordeaba la línea de la costa. Si en aquel momento algún extranjero aventurero hubiera llegado a la costa desde su barco en la bahía, habría seguramente experimentado un escalofrío de emoción al verse enfrentado a un simpático monstruo mitológico en un paisaje de cipreses y piedras blancas. Lo hubiera adorado, hubiera derramado lágrimas dulces. Pero mucho me temo, Dios mío, que no había nadie para recibirnos allí, salvo aquel granuja preocupado, nuestro nervioso secuestrador, un hombrecillo con cara de muñeca que llevaba unas gafas baratas, que se mantenían en pie gracias a un trozo de esparadrapo.
Hace pocas horas se dio la noticia: ha muerto Richard Matheson (Estados Unidos, 1926-2013), uno de los narradores y guionistas más influyentes de la cultura popular del siglo XX. Su nombre no es tan conocido como el de otros escritores que se dieron a conocer en la ciencia ficción o el horror y pasaron luego a ser grandes figuras del canon literario, como Ray Bradbury o Philip K. Dick, porque Matheson no intentó jamás apartarse de los subgéneros en los que había comenzado su carrera, y también porque parte importante de su influencia no es directa: pasa o bien por otros escritores en su misma situación (incluyendo al mismísimo Stephen King) o bien por el cine y la televisión. Obras suyas han sido la base de numerosas películas y programas, incluyendo varios episodios considerados clásicos de la serie Dimensión desconocida.
Matheson, por otra parte, merecerá ser recordado como el precursor –o el primer gran exponente– de la narrativa apocalíptica contemporánea: su novela Soy leyenda (1954), en la que un solo ser humano sobrevive en un mundo conquistado por monstruos, no sólo es un libro extraordinario por derecho propio sino que es la base –no acreditada– de la película La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero, a su vez origen del cine actual de zombis y de todas las ficciones que ha engendrado en la cultura actual de occidente.
«Born of Man and Woman», una historia breve pero eficaz e inquietante, contada desde el punto de vista de un personaje que puede ser un niño o un monstruo, fue el primer cuento publicado por Matheson, que lo escribió a la edad de 24 años. Se publicó por primera vez en The Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1950.
NACIDO DE HOMBRE Y MUJER
Richard B. Matheson
X – Este día cuando había luz madre me llamó náusea. Me das náuseas, dijo. Vi la ira en sus ojos. Me pregunto qué es una náusea.
Este día caía agua desde arriba. La oí por todas partes. La vi. Miré al suelo de la parte trasera desde la ventanita: chupaba el agua igual que labios sedientos. Bebió demasiado y se puso enfermo y todo marrón y blando. No me gustó.
Madre es bonita, lo sé. En mi sitio cama con paredes frías alrededor tengo un papel que estaba detrás del horno. Encima dice ESTRELLAS DE LA PANTALLA. En las imágenes veo caras como padre y madre. Padre dice que son bonitas. Lo dijo una vez
Y madre también. Madre tan bonita y yo bastante decente. Mírate dijo él y no tenía el rostro agradable. Le toqué el brazo y respondí está bien padre. Se estremeció y se apartó hasta donde yo no llegaba.
Hoy madre me ha soltado un poco de la cadena para que pudiera mirar por la ventanita. Así es como he visto caer el agua de arriba.
XX – Este día arriba estaba dorado. Cuando lo miraba los ojos me dolían, ya lo sé. Luego miro al sótano está rojo.
Creo que esto era iglesia. Dejan el arriba. La gran máquina se los traga y se va rodando y desaparece. En la parte de atrás va la madre pequeña. Es mucho más menuda que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero he arrancado la cadena de la pared. Puedo mirar por la ventanita todo lo que quiera.
En este día cuando se puso oscuro había comido mi comida y unos bichos. Oigo risas arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Cojo la cadena de la pared y me envuelvo con ella. Voy hacia la escalera haciendo ruidos. Cuando camino sobre ella cruje. Las piernas me resbalan porque no camino por la escalera. Mis pies se pegan a la madera.
Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como las joyas blancas que llegan de arriba algunas veces. Entré y me quedé quieto. Oigo un poco más de risa. Camino hacia el sonido y miro a la gente. Más gente de la que yo pensaba existía. Pensé que debería reírme con ellos.
Madre salió y empujó la puerta. Me dio y me hizo daño. Caí de espaldas sobre el suelo pulido y la cadena hizo ruido. Grité. Madre silbó por dentro y se puso la mano en la boca. Sus ojos se hicieron grandes.
Me miró. Oí a padre. Qué se había caído decía. Ella respondió que una plancha. Ven ayúdame a recogerla dijo. Él vino y dijo vamos tanto pesa eso que necesitas ayuda. Me vio y se enfadó mucho. La ira llenó sus ojos. Me pegó. Unas pocas de las gotas procedentes de mi brazo cayeron en el suelo. No resultaba nada agradable. Hacía muy feo. Verde a mis pies.
Padre me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. Ahora la luz me daba un poco los ojos. En el sótano no pasa igual.
Padre me ató los brazos y las piernas. Me puso en mi cama. Arriba oigo risas mientras que yo estoy callado mirando una araña negra que baja hacia mí. Me pareció oír que padre decía algo. Ohdios dijo. Y sólo tiene ocho años.
XXX – Este día padre volvió a clavar la cadena antes de que hubiera luz arriba. Tengo que probar a sacarla de nuevo. Dijo que yo era malo por subir. Dijo que nunca debía hacerlo otra vez o me pegaría mucho. Eso duele.
Me duele. Duermo el día y apoyo mi cabeza en la pared fría. Pensé en el lugar blanco de arriba.
XXXX – Saqué la cadena de la pared. Madre estaba arriba. Oí pequeñas risas muy agudas. Miré por la ventana. Vi pequeña gente como la pequeña madre y pequeños padres también. Son bonitos.
Hacían un ruido muy agradable y saltaban. Sus piernas se movían aprisa. Son como padre y madre. Madre dice que toda la gente que está bien se parece a ellos.
Uno de los pequeños padres me vio. Señaló hacia la ventana. Me solté y resbalé pared abajo hacia lo oscuro. Me enrosqué para que no vieran. Oí hablar junto a la ventana y pies corriendo. Una puerta sonó arriba. Oí a la pequeña madre decir algo arriba. Oí pasos fuertes y corrí a mi sitio de la cama. Puse la cadena en la pared y me tendí de cara.
Oí bajar madre. Has estado en la ventana dijo. Oí la ira. Apártate de la ventana. Has vuelto a sacar la cadena.
Cogió el palo y me pegó con él. No lloré. No puedo hacer eso. Pero el llanto corrió por toda la cama. Ella lo vio y se apartó haciendo un ruido. Oh diosmío diosmío dijo ¿por qué me has hecho esto? Oí que el palo rebotaba en el suelo de piedra. Ella corrió arriba. Dormí durante el día.
XXXXX – Este día tuvo agua otra vez. Cuando madre estaba arriba oí a la pequeña bajar despacio los peldaños. Me escondí en la carbonera porque madre tendría ira si la pequeña madre me veía.
Tenía una cosa pequeña viva con ella. Caminaba sobre los brazos y tenía orejas puntiagudas. Ella le decía cosas.
Todo estaba bien excepto que la cosa viva me olió. Corrió por el carbón arriba y me miró desde allí. Los pelos se le erizaron. Hizo un ruido de enfado con la garganta. Yo bufé pero saltó sobre mí.
Yo no quería hacerle daño. Tuve miedo porque me mordía más fuerte que la rata. Me dolió y la pequeña madre gritó. Yo cogí a la cosa viva apretando mucho. Hizo sonidos que yo nunca había oído. Apreté hasta aplastarla toda. Se quedó llena de bultos y roja sobre el negro carbón.
Cuando madre llamó me escondí aquí. Tenía miedo del palo. Se fue. Me arrastré por encima del carbón con la cosa. La escondí bajo mi almohada y me eché encima. Pongo otra vez la cadena en la pared.
X –Esta es otra vez. Padre me ha encadenado bien fuerte. Me duele porque me pegó. Esta vez le quité el palo de las manos e hice un ruido. Se fue y llevaba el rostro blanco. Salió corriendo de donde duermo y cerró la puerta.
No estoy tan contento. Todo el día aquí es frío. La cadena sale despacio de la pared. Y estoy muy enfermo con padre y madre. Les enseñaré. Haré lo que hice esa vez.
Gritaré y me reiré muy fuerte. Correré por las paredes. Al final me colgaré abajo con todas mis piernas y reiré y les dejaré caer gotas verdes encima hasta que sientan no haber sido buenos conmigo.
Si intentan pegarme de nuevo les haré daño. Lo haré.
Robert Sheckley (1928-2005) fue un escritor estadounidense. Asociado con el campo de la ciencia ficción durante toda su carrera, está un poco olvidado ahora, aunque el humor y el ingenio de muchas de sus historias es notable y merece rescate, al igual que su visión pesimista, sumamente escéptica y amarga, de la condición humana.
«Seventh Victim» apareció en la revista Galaxy en 1953 y fue la base de una película de Elio Petri, La décima víctima (1965), también olvidada en la actualidad pero que se adelanta a filmes como Battle Royale de Takeshi Kitano o novelas como Los juegos del hambre de Suzanne Collins.
A su vez, el cuento de Sheckley, además de (obviamente) adelantarse a la película, es una muestra muy interesante de cómo la ciencia ficción suele decir tanto (o más) de su propio tiempo que del futuro: véanse las actitudes del protagonista ante las mujeres.
He revisado mucho la traducción original que encontré del cuento; desconozco el nombre de quien la realizó.
Sentado ante su escritorio, Stanton Frelaine se esforzaba en fingir el aire atareado que se espera de un director de empresa a las nueve y media de la mañana. Pero era algo que estaba más allá de sus fuerzas. Ni siquiera conseguía concentrarse en el texto del anuncio que había redactado el día anterior; no lograba dedicarse a su trabajo. Esperaba la llegada del correo… y era incapaz de hacer nada más.
Hacía ya dos semanas que tendría que haberle llegado la notificación. ¿Por qué la Administración no se apresuraba un poco?
La puerta de cristal con el rótulo Morger & Frelaine, Confección se abrió, y E. J. Morger entró cojeando, un recuerdo de su vieja herida. Era un hombre cargado de espaldas, pero eso, a la edad de setenta y tres años, suele tener poca importancia.
—Hola, Stan —dijo—. ¿Dónde está esa publicidad?
Hacía dieciséis años que Frelaine se había asociado con Morger. Tenía por aquel entonces veintisiete años. Juntos habían convertido la sociedad «El Traje Protector» en una empresa cuyo capital alcanzaba el millón de dólares.
—Echa una ojeada al proyecto —dijo Frelaine, tendiéndole la hoja de papel. Si tan sólo el correo llegara un poco antes, pensó.
Morger acercó el papel a sus ojos y leyó en voz alta:
—«¿Tiene usted un Traje Protector? El Traje Protector Morger y Frelaine, de corte insuperable en el mundo entero, es el atuendo del hombre elegante —Morger carraspeo, echó una ojeada a Frelaine, sonrió y prosiguió: —Es a la vez el traje más seguro y más chic. Se presenta con un bolsillo para revólver especial extraplano. Ningún bulto aparente. Sólo usted sabrá que va armado. El bolsillo para revólver, fácilmente accesible, le permitirá aventajar fácilmente a su contrincante sin la menor incomodidad.»
Levantó de nuevo los ojos.
—Excelente —comentó—. Sí, muchacho: excelente.
Frelaine inclinó la cabeza sin excesiva convicción.
—«El Traje Protector Especial —continuó leyendo Morger— posee un bolsillo eyector para revólver, la última palabra en defensa individual. Una simple presión sobre un botón disimulado, y el arma salta a la mano de su propietario, con el seguro fuera, lista para hacer fuego. ¿Qué espera usted para informarse en nuestro concesionario más próximo? ¿Qué espera usted para afianzar su propia seguridad?»
Dejó el papel sobre la mesa.
—Excelente —repitió—. Muy bueno, muy conciso —reflexionó por unos instantes, tironeándose su canoso bigote—. ¿Pero por qué no precisar que el Traje Protector se fabrica en varios modelos, recto o cruzado, con uno o dos botones, entallado o no?
—Sí, es cierto. Lo había olvidado —Frelaine tomó el borrador e hizo una anotación al margen. Se levantó, tironeando de su chaqueta para disimular su incipiente barriga. Tenía cuarenta y dos años, un poco más de peso del requerido, y un pelo que empezaba a clarear. Era un hombre de apariencia agradable, pero su mirada era gélida.
—Relájate —dijo Morger—. Llegará con el correo de hoy.
Frelaine hizo un esfuerzo por sonreír. Sentía deseos de echar a andar de un lado a otro, pero se contuvo y se sentó en una esquina de su escritorio.
—Cualquiera diría que es mi primer homicidio —dijo con ironía forzada.
—Sé lo que es eso —lo tranquilizó Morger—. Antes de renunciar, yo pasaba a menudo más de un mes sin poder pegar ojo por la noche mientras esperaba mi notificación. Comprendo en qué estado te sientes.
Los dos hombres callaron. El silencio llegó a hacerse insoportable, hasta que la puerta se abrió y un empleado depositó el correo sobre la mesa.
Frelaine se arrojó sobre las cartas y las fue pasando febrilmente. Por fin halló la que tanto deseaba… El largo sobre blanco de la O.C.P., lacrado con el cuño oficial.
—¡Por fin! —exclamó, con un suspiro de alivio—. Aquí está.
—Felicidades —dijo Morger. Y su tono era sincero.
Morger estudió el sobre con ojos ávidos, pero no le pidió a su socio que lo abriera. Hubiera sido una falta de educación, y además estaba prohibido por la ley. Nadie podía conocer el nombre de la Víctima, a excepción del Cazador.
—Te deseo buena caza —dijo Morger.
—Eso espero —respondió Frelaine, con convicción.
La oficina estaba al corriente y en orden. Lo estaba desde hacía una semana. Frelaine tomó su cartera portadocumentos.
—Un buen homicidio te hará un gran bien —dijo Morger, palmeando su hombro blando—. Has estado febril últimamente.
Frelaine sonrió y estrechó la mano de Morger.
—Pagaría lo que fuera por tener cuarenta años menos —dijo Morger, mirando con una sonrisa su pierna impedida—. Verte así me hace sentir deseos de descolgar mi revólver.
Frelaine agitó la cabeza. Morger había sido un famoso Cazador en su juventud. Diez homicidios superados con éxito le habían abierto las puertas del muy exclusivo Club de los Diez. Y puesto que, naturalmente, tras cada uno de ellos había tenido que jugar diez veces el papel de Víctima, su palmarés era de veinte
asesinatos en total.
—Espero que mi Víctima no sea alguien que tenga tu temple —dijo Frelaine, medio en serio, medio en broma.
—¡No pienses en eso! ¿Por cuál vas ahora?
—Por la séptima.
—Es una buena cifra. ¡Vamos, anda! Muy pronto te abriremos los brazos en el Club de los Diez.
Frelaine hizo un gesto con la mano y se dirigió hacia la puerta.
—Pero ándate con cuidado —advirtió Morger—. Un solo error, y me veré obligado a buscar un nuevo socio. Si no tienes ningún inconveniente, preferiría conservar el que tengo ahora.
—Iré con cuidado —prometió Frelaine.
En vez de tomar el autobús, regresó a su casa a pie. Necesitaba tiempo para calmarse. ¡Era ridículo comportarse como un niño que va a cometer su primer homicidio!
Se obligó a mantener los ojos fijos ante él. Mirar a alguien equivalía prácticamente a un intento de suicidio. Cualquier persona a la que mirara podía ser una Víctima, y había Víctimas que disparaban sin pensárselo contra cualquiera que pusiera los ojos en ellas. Había tipos muy nerviosos… Prudentemente, Frelaine mantuvo su mirada por encima de las cabezas de los transeúntes.
Observó un gigantesco anuncio. Era una oferta de servicios de J. F. Donovan. «¡Víctimas!», proclamaba con enormes letras, «¿por qué correr riesgos? Utilicen los servicios de nuestros Rastreadores acreditados. Nosotros nos encargaremos de localizar al homicida que le ha sido asignado. ¡Usted no pagará nada hasta
después de haber dado cuenta del Cazador!»
Por cierto, pensó Frelaine, tengo que llamar a Ed Morrow apenas llegue. Apresuró el paso. Se sentía terriblemente nervioso. Ardía en deseos de estar ya en su casa para abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería alguien diabólicamente astuto o un simple estúpido? ¿Alguien rico como su cuarta presa,
o pobre como la primera y la segunda? ¿Estaría rodeado de un equipo de rastreo organizado, o se las arreglaría por sus propios medios? La excitación de la caza era algo maravilloso, que hacía hervir la sangre en las venas y aceleraba los latidos del corazón. De repente oyó el resonar de unas lejanas detonaciones. Dos disparos rápidos y luego, tras una pausa, el tercero. El último.
—Ese ha terminado con el suyo —dijo Frelaine, en voz alta, para sí mismo—. ¡Felicidades!
¡Era tan maravilloso sentirse vivir de nuevo!
Lo primero que hizo al entrar en su casa fue llamar a Ed Morrow, su rastreador. Morrow trabajaba en un garaje en sus horas libres.
—¿Ed? Aquí Frelaine.
—Oh, buenos días, señor Frelaine.
Frelaine observó en la pantalla el rostro de su interlocutor: un rostro obtuso, manchado de grasa, de protuberantes labios casi pegados al aparato.
—Me voy de caza, Ed.
—Buena suerte, señor Frelaine. Supongo que desea usted que esté preparado.
—Exacto, Ed. No creo estar fuera más de una o dos semanas. Probablemente recibiré mi designación como Víctima dentro de los tres meses siguientes a mi regreso.
—Puede usted contar conmigo, señor Frelaine. Le deseo buena caza.
—Gracias, Ed. Hasta pronto.
Colgó. Garantizarse los servicios de un rastreador de primera clase era una buena medida. Cuando hubiera cometido su homicidio, Frelaine pasaría a ser a su vez Víctima… y entonces, una vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida. Era un magnífico rastreador. De acuerdo: de hecho, Morrow era un ignorante, un idiota; pero tenía ojo clínico. Descubría a los extraños al primer golpe de vista. Tenía una habilidad diabólica para preparar una emboscada. Era un hombre indispensable.
Echándose a reír ante el recuerdo de algunos de los retorcidos trucos que Morrow había inventado para sus clientes, Frelaine sacó el sobre de su bolsillo, hizo saltar el sello, lo abrió, y examinó los documentos que contenía.
Janet-Marie Patzig.
Su Víctima era una mujer.
Se levantó, y paseó arriba y abajo por la habitación. Volvió a tomar la carta. Leyó: Janet-Marie Patzig. No había ningún error: se trataba de una mujer. Los documentos anexos contenían tres fotografías, el domicilio del sujeto y los informes habituales que permitían identificarlo.
Frelaine frunció el ceño. Nunca había matado a una mujer.
Tras vacilar unos instantes, tomó el teléfono y marcó el número de la O.C.P.
—Aquí la Oficina de Catarsis Pasional —dijo una voz masculina—. ¿Dígame?
—Acabo de recibir mi notificación —dijo Frelaine—. Se me ha asignado a una mujer. ¿Es eso normal? —dio al empleado el nombre de la Víctima.
El hombre verificó sus archivos microfilmados.
—Todo está en regla— dijo tras unos instantes—. Esta persona nos presentó una solicitud, actuando con pleno conocimiento de causa. En términos legales, goza de los mismos derechos y los mismos privilegios que un hombre.
—¿Puede decirme cuántas muertes tiene en su activo?
—Lo lamento, señor, pero las únicas informaciones que está usted autorizado a obtener son la situación legal de la Víctima y la información descriptiva que le han sido remitidas.
—Comprendo —Frelaine reflexionó unos instantes, y luego preguntó: —¿Puedo solicitar que me asignen otra Víctima?
—Naturalmente, dispone usted de la posibilidad legal de rechazar la Caza que le ha sido propuesta, pero no le será adjudicada otra Víctima hasta después de que usted mismo lo sea. ¿Desea declinar la oferta que se le ha hecho?
—Oh, no, claro que no —se apresuró a responder Frelaine—. Le preguntaba sólo por curiosidad. Muchas gracias.
Colgó, se hundió en el más mullido de sus sillones, y se soltó el cinturón. Aquello requería un poco de reflexión.
—¿Qué buscan esas malditas mujeres queriendo inmiscuirse siempre en los asuntos de los hombres? —rezongó para sí mismo—. ¿Por qué diablos no pueden quedarse tranquilas en sus casas?
Pero también eran ciudadanos libres. Aunque Frelaine encontrara aquello demasiado poco… femenino.
De hecho, la Oficina de Catarsis Personal había sido creada originalmente para los hombres, y exclusivamente para ellos. Había nacido al término de la Cuarta Guerra Mundial… o de la Sexta, según el conteo de un cierto número de historiadores.
Por aquella época, se hacía sentir imperiosamente la necesidad de una paz duradera, de una paz permanente. Por una razón práctica. Una razón tan práctica como la inspiración de los hombres que crearon las bases de la prolongada paz.
Una razón muy sencilla: el mundo estaba al borde de la aniquilación.
En el transcurso de las guerras anteriores, la amplitud, la eficacia y la potencia destructivo de las armas empleadas habían ido en aumento. Los soldados, que se habían acostumbrado a ellas, vacilaban cada vez menos en utilizarlas.
Hasta alcanzar el punto de saturación.
Un nuevo conflicto bélico pondría definitivamente fin a todas las guerras, y esta vez de una forma absoluta: no quedaría nadie para poder iniciar la siguiente.
Era preciso, pues, que aquella paz fuera una paz eterna. Pero los hombres que la organizaron no eran soñadores. Eran conscientes de que siempre existen tensiones, desequilibrios, que son el caldero donde bullen las guerras futuras. Y se preguntaron por qué hasta entonces nunca había existido una paz duradera.
—Porque a los hombres les gusta luchar —fue la respuesta.
—¡Oh, no! —exclamaron los idealistas.
Pero quienes establecieron la paz se vieron obligados, muy a pesar suyo, a tener en cuenta el postulado según el cual una fracción importante de la humanidad es movida por la violencia.
Los hombres no son seres celestiales. Tampoco son monstruos infernales. Sencillamente, son seres humanos que manifiestan un elevado grado de agresividad, de combatividad.
Con los conocimientos científicos y los medios de que disponían en aquellos momentos, los hombres con mentalidad práctica hubieran podido eliminar esta característica de la raza humana. De hecho, ahí es donde muchos pensaban que residía la solución.
Pero los hombres con mentalidad práctica no eran de esta opinión. Consideraban que la competencia, el amor a la lucha, el valor frente al adversario, eran valores positivos. Creían incluso que representaban virtudes admirables y la garantía de la perpetuación de la especie. Sin ellos, la raza terminaría fatalmente degenerando.
El gusto por la violencia, descubrieron, estaba inextricablemente unido a la ingeniosidad, a la adaptabilidad, al dinamismo humanos.
Los datos del problema, pues, eran los siguientes: a) organizar la paz, una paz que les sobreviviera, y b) impedir a la raza humana que se destruyera a sí misma, sin amputar por ello las características que hacían de los hombres unos seres responsables.
Para ello, se decidió que era necesario canalizar la violencia, proporcionarle una válvula de escape, una posibilidad de exteriorizarse.
El primer paso fue la autorización legal de los combates de gladiadores: combates reales, donde la sangre era derramada. Pero aún era insuficiente. La sublimación es válida sólo hasta cierto punto. La gente quería otra cosa más que derivativos.
No existe ningún derivativo para el homicidio.
Así pues, el homicidio fue institucionalizado, sobre una base estrictamente individual, y únicamente para aquellos que realmente desearan matar. Los gobiernos fueron invitados a crear sus respectivas Oficinas de Catarsis Pasional. Tras un período de ensayo, se instauró una reglamentación única:
Cualquier ciudadano deseoso de cometer un homicidio tenía la posibilidad de inscribirse en su O.C.P. Tras aceptar y firmar un dossier que comportaba un cierto número de advertencias y compromisos, se le garantizaba una Víctima.
La persona que presentaba legalmente una solicitud de asesinato debía a su vez aceptar el papel de Víctima unos meses más tarde… si sobrevivía.
Este era el principio fundamental. Un individuo dado podía cometer tantos homicidios como quisiera, pero, entre cada uno de ellos y el siguiente, era designado a su vez obligatoriamente como Víctima. Si la Víctima conseguía matar a su Cazador, podía o retirarse de la competencia o proponer su candidatura para un nuevo homicidio.
Al cabo de diez años, se calculaba que un tercio de la población civilizada del mundo había solicitado cometer al menos un homicidio. Más tarde, la proporción se estabilizó en un veinticinco por ciento. Los filósofos clamaban al cielo, pero los hombres con mentalidad práctica estaban satisfechos. La guerra había dejado de ser un problema colectivo: ahora era un asunto individual, tal como convenía.
Por supuesto, la institucionalización del homicidio se ramificó y se complicó. Una vez autorizado, como sucede con todas las cosas, el homicidio se convirtió en un negocio y una fuente de beneficios. Inmediatamente se crearon organizaciones, tanto para ofrecer sus servicios a las Víctimas como a los Cazadores.
La Oficina de Catarsis Pasional elegía el nombre de las Víctimas al azar. El Cazador disponía de dos semanas para cometer su homicidio, y debía actuar solo y sin ayuda. Se le proporcionaban el nombre, el domicilio y la descripción de su Víctima; tenía derecho a utilizar una pistola de calibre estándar; le estaba prohibido llevar ningún tipo de protección corporal.
La Víctima era avisada una semana antes que el Cazador. Simplemente, se le comunicaba su designación. Ignoraba el nombre de su Cazador. Estaba autorizada a utilizar cualquier tipo de protección corporal, así como los servicios de los rastreadores que creyera necesarios. Un rastreador no podía matar, ya que el homicidio era privilegio de la Víctima y del Cazador. Pero un rastreador podía detectar la presencia de un extraño en el círculo de la Víctima, o descubrir a un tirador nervioso.
La Víctima podía planear todas las emboscadas que deseara con el fin de abatir a su Cazador.
Matar o herir a alguien por error –cualquier otro tipo de muerte estaba prohibido– era sancionado con una gravosa indemnización; el homicidio pasional estaba castigado con la pena de muerte, al igual que el homicidio por interés.
Lo más admirable de aquel sistema era que la gente que sentía deseos de matar podía hacerlo, y aquellos que no sentían el menor deseo –de hecho representaban la mayor parte de la población– no se veían obligados a convertirse en homicidas. Por fin ya no había ninguna guerra, ni siquiera la amenaza de una guerra. Tan sólo pequeñas, muy pequeñas guerras…, centenares de miles de
guerras individuales.
La idea de matar a una mujer no cautivaba en absoluto a Frelaine. Pero había firmado. No podía hacer nada. Y no sentía el menor deseo de renunciar a su séptima caza.
Consagró el resto de la mañana a aprenderse de memoria los datos que le había proporcionado la O.C.P. acerca de su Víctima, y luego archivó la carta. Janet Patzig vivía en Nueva York. Frelaine se sentía feliz por ello: le gustaba cazar en una gran ciudad, y siempre había sentido deseos de visitar Nueva York. No le precisaban la edad de su Víctima, pero, a juzgar por las fotos, no debía tener mucho más de veinte años.
Reservó por teléfono una plaza en el avión, se duchó, se vistió su Protector Especial cortado especialmente para aquella ocasión, eligió una pistola de su arsenal, la limpió escrupulosamente, la engrasó, la deslizó en el bolsillo especial del traje, y luego preparó sus maletas.
Se sentía tan emocionado que le parecía que su corazón deseaba saltársele del pecho.
Es extraño, pensó: cada nuevo homicidio me produce un estremecimiento distinto. Es algo de lo que uno no se cansa nunca: como la repostería francesa, las mujeres, las buenas bebidas… Es algo siempre nuevo y siempre distinto.
Cuando estuvo listo, examinó su biblioteca para elegir los libros que se llevaría consigo. Poseía todas las mejores obras que trataban del tema. No iba a necesitar aquellas destinadas a las Víctimas, como La táctica de la Víctima de Fred Tracy, que insistía en la necesidad de un medio ambiente rigurosamente controlado, o ¡No piense usted como Víctima! del doctor Frish. Aquellos manuales le interesarían dentro de unos meses, cuando le llegara su turno de ser, una vez más, la presa. Por ahora necesitaba libros de Cazador.
La obra clásica y definitiva era Estrategia de la caza del hombre, pero se la sabía ya casi de memoria. El acecho y la emboscada no era muy adecuado para las
actuales circunstancias.
Escogió La Caza en las grandes ciudades de Mitwell y Clark, Rastrear al Rastreador de Algreen, y La táctica de grupo de la Víctima del mismo autor.
Todo estaba a punto. Dejó unas líneas al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hacia el aeropuerto.
En Nueva York, escogió un hotel céntrico no muy lejos del barrio donde vivía su víctima. El trato sonriente y lleno de atenciones del personal del hotel le puso nervioso: le intranquilizaba ser reconocido tan fácilmente como un homicida recién llegado a la ciudad.
Lo primero que vio al penetrar en su habitación fue, cuidadosamente colocado en su mesilla de noche, junto con la bienvenida de la dirección, un folleto titulado Cómo sacarle el máximo partido a la Catarsis Pasional. Frelaine sonrió mientras lo hojeaba.
Puesto que se trataba de la primera vez que venía a Nueva York, ocupó el resto de la tarde en pasear por el barrio de su Víctima y en contemplar escaparates. Martinson & Black le fascinó.
Visitó el Salón de la Caza, donde se exhibían chalecos antibalas ultraligeros y sombreros blindados para uso de las Víctimas. Le interesó la vitrina donde se presentaban los últimos modelos calibre .38. Un cartel publicitario proclamaba:
¡Empleen el Malvern de tiro directo, aprobado por la O.C.P.! Cargador de doce balas. Desviación garantizada inferior a 0,02 milímetros en un blanco situado a 300 metros. ¡Acierte a su Víctima! ¡No arriesgue su vida teniendo a su alcance la mejor arma! ¡Malvern es seguridad!
Frelaine sonrió. Era una buena publicidad, y el pequeño revólver pavonado daba una impresión de eficacia total. Pero el Cazador estaba contento con su propia pistola.
Existían también en el mercado falsos bastones que albergaban cuatro balas listas para ser disparadas. La publicidad los anunciaba como algo disimulado, práctico y seguro. Cuando era joven, Frelaine se había sentido apasionado por todas aquellas novedades que se sucedían de año en año, pero ahora estimaba que los viejos métodos tradicionales eran generalmente los que prestaban un mejor servicio.
Cuando salió del Salón, cuatro empleados del servicio de limpieza se alejaban con un cadáver aún caliente. Suspirando, Frelaine lamentó no haber estado allí para contemplar el espectáculo.
Cenó en un buen restaurante, y se acostó temprano.
A la mañana siguiente se paseó por los alrededores del domicilio de su Víctima, cuyos rasgos estaban profundamente grabados en su memoria. No miraba a nadie, y avanzaba a paso rápido, como si se dirigiera a un lugar muy concreto. Era así como actuaban los Cazadores experimentados.
Entró en un bar a beber algo, y reanudó su camino en dirección a Lexington Avenue.
La vio al pasar ante la terraza de un café. Era imposible equivocarse: se trataba de Janet. Sentada ante una mesa, con los ojos perdidos en el vacío, ni siquiera levantó la cabeza cuando él pasó cerca de ella.
Frelaine continuó hasta la esquina, sin detenerse. Allí, se detuvo y dio media vuelta. Sus manos temblaban. Exponerse así, sin ninguna protección… ¡Aquella chica estaba loca! ¿Acaso creía que gozaba de una protección sobrenatural?
Detuvo un taxi, y ordenó al conductor que diera la vuelta a la manzana. Cuando volvió a pasar por delante ella seguía en el mismo lugar. Frelaine la examinó atentamente. Parecía más joven que en las fotografías, pero era difícil hacerse una idea precisa de su edad. De todos modos, no tendría mucho más de veinte años. Su negro cabello, peinado con raya en medio y enrollado a cada lado formando como una concha sobre sus orejas, le daban el aspecto de una monja.
Frelaine se estremeció al darse cuenta de que su expresión era de tristeza y resignación. Se preguntó si estaba dispuesta a hacer algún gesto para defender su vida.
Frelaine pagó al conductor y se metió en una farmacia. Había una cabina telefónica libre. Entró y llamó a la O.C.P.
—¿Están seguros de que una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha recibido su notificación? —preguntó.
—Un momento, por favor.
Frelaine tamborileó nerviosamente el cristal de la puerta mientras el funcionario buscaba la microficha correspondiente.
—Sí, señor. Tenemos su acuse de recibo. ¿Alguna impugnación?
—Oh, no. Tan sólo quería verificar.
Después de todo, se dijo, si aquella chica no quería defenderse, allá ella. Eso no era asunto suyo. El tan sólo estaba autorizado a matarla. Era su turno de caza.
De todos modos, decidió aplazarlo todo hasta el día siguiente e irse al cine. Cenó, regresó a su habitación, leyó el folleto de la O.C.P., y se acostó. Todo lo que tenía que hacer, pensó, con los ojos fijos en el techo, era meterle una bala en el cuerpo. Tomar un taxi, y disparar a través de la ventanilla.
—Pero así no es muy emocionante —se dijo tristemente antes de dormirse.
Al día siguiente, por la tarde, Frelaine regresó al mismo lugar. Llamó a un taxi y le dijo al conductor:
—Dé la vuelta a la manzana, pero muy lentamente.
—De acuerdo —respondió el hombre, con una sonrisa tan sardónica como perspicaz.
Desde su asiento, Frelaine se esforzó en descubrir algún rastreador.
Aparentemente, no había ninguno. La joven tenía las manos visiblemente apoyadas sobre la mesa.
Un blanco fácil, inmóvil.
Frelaine rozó uno de los botones de su chaqueta cruzada. Una raja se abrió en la tela, y no tuvo que hacer más que cerrar su mano sobre la culata del revólver. La hizo bascular, comprobó el cargador, deslizó una bala en la recámara.
—Despacio —dijo al conductor.
El taxi pasó lentamente ante el café. Frelaine apuntó cuidadosamente.
Su dedo se crispó en el gatillo. Lanzó una maldición.
Un camarero acababa de interponerse entre la joven y el cañón del arma, y Frelaine no sentía el menor deseo de herir a nadie.
—Dé otra vuelta a la manzana —ordenó.
El conductor sonrió de nuevo y se retrepó en su asiento. ¿Se sentiría tan alegre si supiera que me dispongo a matar a una mujer?, se dijo Frelaine.
Esta vez no había ningún camarero en su campo de tiro. La chica estaba encendiendo un cigarrillo, con sus ojos opacos fijos en el encendedor.
Frelaine apuntó a la frente de su víctima, exactamente entre los dos ojos, y retuvo el aliento.
Pero agitó la cabeza, bajó el arma y la metió de nuevo en su bolsillo para revólver.
¡Aquella idiota estaba impidiendo que extrajera todo el provecho de su catarsis!
Pagó al conductor, bajó del taxi y echó a andar.
Es demasiado fácil, se dijo a sí mismo. Estaba acostumbrado a Cazas auténticas.
Sus seis homicidios anteriores habían sido complicados. Las Víctimas habían intentado todos los trucos posibles. Una de ellas había contratado al menos una docena de rastreadores. Pero Frelaine había ido modificando su táctica de acuerdo con las circunstancias, y los había descubierto a todos. Una vez se había disfrazado de lechero, otra de cobrador. Se había visto obligado a seguir a su sexta Víctima hasta Sierra Nevada. Había sudado con ella, pero al fin la había conseguido.
¿Qué satisfacción podía extraer de una Víctima que se le ofrecía? ¿Qué pensaría de ello el Club de los Diez?
Apretó los dientes al pensar en el Club de los Diez. Quería formar parte de él.
Incluso si renunciaba a matar a aquella chica, debería enfrentarse obligatoriamente a un cazador. Y, si sobrevivía, necesitaría añadir aún cuatro Víctimas más a su palmarés. ¡A aquel ritmo, jamás podría presentar su candidatura al Club!
Se dio cuenta de que estaba pasando ante el café. Obedeciendo a un súbito impulso, se detuvo.
—Buenos días —dijo.
Janet Patzig lo miró con unos ojos desbordantes de tristeza, pero no respondió.
Frelaine se sentó.
—Escuche —dijo—. Si la molesto, no tiene más que decirlo, y me iré. No soy de aquí. He venido a Nueva York para asistir a un congreso. Y siento la necesidad de una presencia femenina junto a mí. Ahora bien, si la aburro, yo…
—No importa —dijo Janet Patzig con voz neutra.
Frelaine pidió un coñac. El vaso de su compañera estaba aún medio lleno. La observó con el rabillo del ojo, y su corazón empezó a latir fuertemente. Tomar unas copas con su propia Víctima… ¡eso al menos era algo emocionante!
—Me llamo Stanton Frelaine —dijo, sabiendo que revelar su identidad no significaba nada.
—Yo, Janet.
—¿Janet qué?
—Janet Patzig.
—Encantado de conocerla —dijo él, con un tono perfectamente natural—. ¿Tiene algo especial que hacer esta noche?
—Seguramente esta noche estaré muerta – dijo ella con voz suave.
Frelaine la contempló atentamente. ¿Acaso no comprendía quién era él? Como mínimo, debería estarle apuntando con un revólver por debajo de la mesa. Apoyó un dedo en el botón que accionaba la extracción de su arma.
—¿Es usted una Víctima?
—Esa es la palabra exacta —dijo ella con ironía—. En su lugar, yo no me quedaría aquí ni un segundo más. ¿De qué sirve recibir una bala perdida?
Frelaine no podía comprender cómo estaba tan tranquila. ¿Acaso pretendía suicidarse? Quizá se estaba burlando de todo. Quizás estaba deseando morir.
—¿No tiene usted rastreadores? —preguntó, con el tono justo de sorpresa en su voz.
—No —ella lo miró directamente a los ojos, y Frelaine se dio cuenta de algo en lo que hasta entonces no se había fijado: era muy hermosa. Hubo una pausa.
—Soy una estúpida —dijo finalmente ella, en tono intrascendente—. Un día me dije que me gustaría cometer un homicidio, y me inscribí en la O.C.P. Y luego…, luego no pude hacerlo.
Frelaine asintió con simpatía.
—Sin embargo, el contrato es inflexible —continuó ella—. No he matado a nadie, pero a pesar de todo debo jugar mi papel de Víctima.
—¿Por qué no ha contratado usted a ningún rastreador?
—Soy incapaz de matar a nadie. Absolutamente incapaz. Ni siquiera tengo revólver.
—¡Y sin embargo, para salir así, como lo hace usted, se necesita una condenada dosis de valor! —en su fuero interno, Frelaine se sentía asombrado ante tanta estupidez.
—¿Y qué quiere usted que haga? —dijo ella con indiferencia—. Una no puede ocultarse cuando es perseguida por un Cazador…, un auténtico Cazador. Y no soy lo suficientemente rica como para desaparecer.
—Yo, en su lugar… —comenzó Frelaine.
—No —lo interrumpió ella—. He pensado mucho en esto. Todo es absurdo. El sistema entero es absurdo. Cuando tuve a mi Víctima en la mira, cuando vi que podía tan fácilmente…, que podía… —se interrumpió y sonrió—¡Bah! No hablemos más de eso.
Frelaine se sintió impresionado por su deslumbrante sonrisa.
Hablaron de muchas cosas. El le habló de su trabajo, y ella le habló de Nueva York. Tenía veintidós años. Era actriz. Una actriz que nunca había tenido suerte.
Cenaron juntos, y cuando ella aceptó su invitación a un combate de gladiadores, Frelaine se sintió inundado de una absurda alegría.
Llamó a un taxi –tenía la impresión de que pasaba todo su tiempo en taxi desde que su llegada a aquella ciudad–, y le abrió la puerta. Tuvo un instante de vacilación mientras ella se sentaba. Le hubiera podido disparar una bala en el corazón. Hubiera sido tan fácil.
Pero no lo hizo. Esperemos, pensó.
Los combates eran los mismos que podían verse en cualquier parte, y los gladiadores no exhibían un mayor talento que en cualquier otro lugar. Las reconstrucciones históricas eran las habituales: el tridente contra la red, el sable contra la espada. Por supuesto, la mayor parte de los duelos eran a última sangre.
Hubo combates de hombres contra toros, de hombres contra leones, de hombres contra rinocerontes, seguidos de escenas más modernas: barricadas defendidas por arqueros, encuentros de esgrima sobre la cuerda floja.
Fue una agradable velada. Frelaine llevó a la joven a su casa. Las palmas de sus manos estaban húmedas por el sudor. Nunca había experimentado una tal atracción hacia una mujer. ¡Y debía matarla!
No sabía qué actitud tomar.
Ella le propuso que subiera a tomar una copa. Se sentaron en el diván. Ella encendió un cigarrillo con un enorme encendedor y se recostó en el mullido respaldo.
—¿Se quedará aún mucho tiempo en Nueva York? – preguntó ella.
—No lo creo —dijo él—. Mi congreso termina mañana.
Hubo un largo silencio. Finalmente, Janet dijo:
—Lamento que tenga que irse.
Callaron de nuevo. Luego, la joven se levantó para preparar las bebidas. Frelaine la siguió con la mirada mientras se alejaba hacia la cocina. Este era el momento.
Se irguió, apoyó la mano en el botón… Pero no, el momento había pasado…, irrevocablemente. Sabía que no iba a matarla. Uno no puede matar a quien ama.
Y él la amaba.
Fue una revelación tan brusca como conmovedora. Había venido a Nueva York para matar, y en cambio…
Ella regresó con la bandeja y se sentó, con ojos ausentes.
—Te quiero, Janet —dijo él.
—Ella se volvió a mirarle. Había lágrimas en las comisuras de sus ojos.
—No es posible —murmuró—. Soy una Víctima. No voy a vivir mucho.
—Vivirás. Yo soy tu Cazador.
Ella le estudió unos instantes en silencio, luego se echó a reír nerviosamente.
—¿Vas a matarme?
—No digas tonterías. Quiero casarme contigo.
Repentinamente, ella se refugió en sus brazos.
—¡Oh, Dios mío! – Sollozó -. Esta espera… Tenía tanto miedo…
—Todo ha terminado. Date cuenta de lo irónico de la situación: ¡Vengo para asesinarte, y regreso casado contigo! Es algo que habremos de contar a nuestros hijos.
—Ella le besó. Luego se echó hacia atrás en el diván y encendió otro cigarrillo.
—Apresúrate a hacer tus maletas —dijo Frelaine—. Quiero…
—Un momento —interrumpió ella—. No me has preguntado si yo te amo a ti.
—¿Qué?
Ella seguía sonriendo, con el encendedor apuntando hacia él. Un encendedor en cuya base había un negro orificio… un orificio cuyo diámetro correspondía exactamente al calibre .38.
—No te burles de mí —dijo él, levantándose.
—Estoy hablando en serio, querido.
Por una fracción de segundo, Frelaine se sorprendió de haberle calculado veinte años a Janet. Ahora que la veía bien –ahora que podía verla realmente– se daba cuenta de que estaba rozando la treintena. Su rostro reflejaba una existencia febril, tensa.
—Yo no te amo, Stanton —dijo ella en voz muy baja, con el encendedor apuntando todavía hacia él.
Frelaine tragó saliva. Una parte de sí mismo permanecía aún fríamente objetiva y se maravillaba de las extraordinarias dotes de actriz de Janet Patzig. Ella lo había sabido desde un principio.
Apretó frenéticamente el botón y el revólver saltó en su mano, listo para disparar. El impacto lo alcanzó en pleno pecho. Con aire de intenso asombro, se derrumbó sobre la mesa. El arma escapó de sus manos. Jadeando espasmódicamente, semiinconsciente, la vio apuntar cuidadosamente para el golpe de gracia.
—¡Por fin voy a entrar al Club de los Diez! —dijo ella, extasiada, mientras apretaba el gatillo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
El sábado 2 de marzo, a las 14:00 horas, en el auditorio Sotero Prieto de la Feria del Libro del Palacio de Minería (Tacuba 5, Centro, ciudad de México), haremos una mesa redonda en homenaje a Ray Bradbury, titulada «Queremos tanto a Ray». Gabriela Damián, Bernardo Fernández Bef, José Luis Zárate y yo hablaremos de ese gran autor, fallecido el año pasado, y de las muchas historias de él que siguen entre nosotros. Pero queremos invitarlos no sólo a que nos acompañen, sino a que participen en ese homenaje incluso si no pueden ir físicamente.
Los invitamos a enviarnos sus comentarios, sus preguntas, sus opiniones y, de hecho, todo lo que deseen acerca del autor de Crónicas marcianas y Fahrenheit451. Pueden usar la sección de comentarios de esta nota, publicar en Twitter usando la etiqueta (hashtag) #QueremosTantoARay, o bien escribir en los comentarios de esta foto de Facebook. Además de las preguntas y comentarios (de las que seleccionaremos algunos para el homenaje en vivo), queremos hacer un archivo sobre Ray Bradbury similar al que se publicó en este mismo sitio, hace unos años, sobre Edgar Allan Poe. Para lograr esto buscamos a) textos de/sobre Bradbury en español; b) historias largas o breves inspiradas en Bradbury; c) video, audio e ilustración; d) curiosidades. Todo lo acopiaremos aquí mismo con el debido crédito a quienes contribuyan.
Agradecemos de antemano su atención y ojalá se animen a participar con nosotros en celebrar la obra del «Tío Ray».
Roger Zelazny (1937-1995) fue un escritor estadounidense. Era un prosista muy talentoso e imaginativo, y el que no se le conozca más se debe a que hizo toda su carrera en una cultura –la de su país– con un mercado de libros enorme pero también sumamente compartimentado, dividido en especialidades –genres, o subgéneros– impenetrables. Zelazny comenzó a abrirse paso como escritor de ciencia ficción y fantasía, nunca tuvo el deseo o la necesidad de ir más allá de este confín y por lo tanto se ganó, sin desearlo, el desdén de muchas personas fuera de él. Pero sus historias están muy por encima de la mediocridad que se achaca a veces al campo que eligió. Un ejemplo es la que sigue, cuya hechura hace un eco rarísimo –y quizá involuntario– de uno de los textos más famosos del cubano Alejo Carpentier, y a la vez presenta un argumento sumamente influyente en la cultura popular desde entonces y hasta el presente.
«Divine Madness» se publicó por primera vez en la revista Magazine of Horror en el verano de 1966. En español, todavía puede encontrarse en la antología The Doors of His Face, the Lamps of His Mouth (1971), publicada en español como El amor es un número imaginario (2000).
—…yo que lo es Esto, ¿embelesados oyentes como plantarse hace las y errantes estrellas las a conjura pena de frase Cuya?…
Sopló humo por dentro de su cigarrillo y éste se hizo más grande.
Miró al reloj y se dio cuenta que las manecillas andaban hacia atrás.
El reloj le dijo que eran las 10:33 yendo hacia las 10:32 de la noche.
Luego le sobrevino aquella especie de desesperación, porque sabía que no podía hacer nada para evitarlo. Estaba atrapado, moviéndose a la inversa por toda la secuencia de acciones pasadas. De algún modo se había pasado por alto el aviso. Normalmente existía un efecto de prisma, un fogonazo de estática rosada, una especie de sopor, luego un momento de percepción elevada… Pasó las páginas de izquierda a derecha, los ojos siguiendo las líneas escritas de final a principio.
¿Énfasis tal comporta pesar cuyo él es Qué?
Impotente, allí detrás de sus ojos, contempló cómo se comportaba su cuerpo. El cigarrillo había alcanzado toda su longitud. Hizo un chasquido con el encendedor, que absorbió la punta encendida, y luego sacudió el cigarrillo apagado y lo devolvió al paquete. Bostezó a la inversa: primero una exhalación, luego una inhalación. No era real… le había dicho el doctor. Era pena y epilepsia conjugándose para formar un síndrome nada común. Ya había sufrido otros ataques semejantes. El Dilantin no le causaba el menor efecto. Se trataba de una alucinación locomotriz postraumática provocada por la ansiedad, precipitada por el ataque. Pero él no creía en eso, no podía creerlo… no después que hubo retirado el libro del atril de lectura, se puso en pie, caminó hacia atrás por la habitación hacia el armario, colgó su bata, volvió a vestirse con la camisa y pantalón que usara durante todo el día, retrocedió hasta el bar y regurgitó un martini, trago fresco tras trago fresco, hasta que la copa se llenó por completo y no se derramó ni una gota. Notó un fuerte sabor a aceituna y luego todo volvió a sufrir un cambio. La manecilla grande marchaba por la esfera de su reloj de pulsera siguiendo la dirección adecuada. Se sintió libre para moverse a su voluntad.
Eran las 10:07.
Volvió a beber su martini.
Ahora, si era consecuente con el sistema, se pondría la bata y trataría de leer. Pero en vez de eso se sirvió otra copa. La secuencia no se repetiría. Ahora las cosas no sucederían como creyó que habían ocurrido y desocurrido. Ahora todo era diferente. Y así se venía a demostrar que había sido una alucinación. Incluso la noción que había invertido veintiséis minutos en cada sentido constituía un intento de racionalización. Nada había pasado. No debiera beber, decidió. Puede provocarme un ataque. Soltó una carcajada. Todo el asunto, sin embargo, era una locura. Al recordarlo, bebió.
Por la mañana, como siempre, omitió el desayuno, advirtió que pronto dejaría de ser «por la mañana», tomó un par de aspirinas, una ducha templada, una taza de café y dio un paseo.
El parque, la fuente, las niñas con sus pequeños barcos, la hierba, el estanque… cosas que odiaba; y la mañana, el sol, y los fosos azules alrededor de las impresionantes nubes.
Odiando, permaneció allí sentado. Odiando y recordando.
Sí, estaba al borde del desmoronamiento; entonces lo que más deseaba era lanzarse de cabeza, no seguir correteando medio adentro, medio afuera.
Recordó el porqué.
Pero la mañana era tan clara, tan clara, y todo tan vivaz y marcado, ardiendo con los verdes fuegos de la primavera, allí en el signo de Aries, abril…
Contempló cómo los vientos amontonaban los restos del invierno contra la lejana cerca gris y les vio impulsar los pequeños barcos del estanque para acabar dejándolos descansar en el lodo poco profundo donde aguardaban los niños.
La fuente tendía su sombrilla de frescura por encima de los delfines de cobre verdoso. El sol inflamaba todo cuanto quedaba al alcance de su vista. El viento agitaba una infinidad de cosas.
En enjambre, sobre el cemento, unos pequeños pájaros picoteaban los restos de una barra de caramelo envuelta en papel rojo.
Los volantines sacudían sus colas, caían, remontaban el vuelo otra vez, mientras los niños tiraban de las invisibles cuerdas.
Odiaba los volantines, a los niños, a los pájaros.
Sin embargo, se odiaba aún más a sí mismo.
¿Cómo rectifica un hombre lo que ha sucedido? No puede. No hay un sistema posible bajo el sol. Puede sufrir, recordar, arrepentirse, maldecir u olvidar. Nada más. Lo pasado, en este sentido, es inevitable.
Pasó una mujer. No alzó la vista a tiempo para verle la cara, pero el rubio oscuro y otoñal del cabello, cayéndole hasta el cuello, la línea suave y firme de las medias de malla, surgiendo por debajo del dobladillo de su abrigo negro y por encima del adecuado repiqueteo de sus tacones, le dejó sin aliento y le hizo clavar los ojos en su cimbreante caminar, en su postura y… en algo más, como si pusiera una especie de rima visual a sus pensamientos.
Medio se levantó del banco cuando la estática rosada le golpeó las pupilas y la fuente se convirtió en un volcán que escupía arcos iris.
El mundo se quedó congelado y pareció como si se lo sirvieran en una copa de helado.
…La mujer volvió a pasar ante él y bajó la vista demasiado pronto para verle la cara.
Comprendió que el infierno comenzaba otra vez cuando los pájaros cruzaron el cielo volando hacia atrás.
Se entregó a la merced del fenómeno. Dejó que aquello le dominara hasta que se rompiera, hasta que lo empleara todo y no quedara ningún resto.
Aguardó allí, en el banco, contemplando como «desnacían» las salpicaduras a medida que la fuente sorbía dentro de sí sus chorros de agua, haciéndoles describir un gran arco por encima de los inmóviles delfines, y cómo los pequeños barcos navegaban hacia atrás cruzando nuevamente el estanque y cómo la cerca se desvestía en trocitos de papel, y los pájaros devolvían la barra de caramelo a su envoltura roja, pedacito a pedacito.
Sólo sus pensamientos permanecían inviolados; su cuerpo, en cambio, pertenecía a la ola que se retiraba.
Al rato se levantó y caminó hacia atrás hasta salir del parque.
En la calle un muchacho se le cruzó caminando de espaldas, «desilbando» retazos de una melodía popular.
Subió la escalera, también de espaldas, hasta llegar a su apartamento, empeorando su dolor de cabeza a cada instante, «desbebió» su café, se «desduchó», devolvió las aspirinas y se metió en la cama sintiéndose terriblemente mal.
Dejemos que así sea, decidió.
Una pesadilla apenas recordada pasó en secuencia inversa por su mente, proporcionándole un inmerecido final feliz.
Era de noche cuando despertó.
Estaba muy borracho.
Retrocedió hasta el bar y comenzó a escupir sus bebidas, una a una en la misma copa que había utilizado la noche anterior y volvió a meter el líquido en sus respectivas botellas. No tuvo dificultad alguna en separar la ginebra del vermouth. Los mismos licores saltaron por el aire mientras mantenía las botellas descorchadas por encima del mostrador.
Y a medida que ocurría todo esto se iba sintiendo menos borracho.
Luego se plantó ante su primer martini y eran las 10:07 de la noche. Allí, inmerso en la alucinación, meditaba en otra alucinación. ¿Rizaría el rizo del tiempo, adelante y atrás otra vez, a lo largo de todo su ataque anterior?
No.
Era como si eso no hubiese ocurrido, como si nunca hubiera sido.
Continuó el retroceso de toda la velada, deshaciendo cosas.
Descolgó el teléfono, dijo «adiós», desdijo que no iría a trabajar mañana, escuchó un momento, recolgó el teléfono y lo miró mientras sonaba.
El sol salió por el poniente y la gente conducía sus coches en marcha atrás hacia su trabajo.
Leyó el boletín meteorológico y los titulares, dobló el periódico de la tarde y lo colocó en el suelo del pasillo.
Era el ataque más largo que jamás había tenido, pero no le importaba en realidad. Se sentó cómodamente y presenció como el día se devanaba a sí mismo hasta desembocar en la mañana.
Le volvió la jaqueca a medida que el día se hacía más pequeño y el dolor era terrible cuando volvió a acostarse.
Al despertar en la noche anterior, la borrachera que tenía era impresionante. Rellenó dos de las botellas, las tapó, les puso precinto. Sabía que las llevaría pronto al establecimiento donde las había comprado y se reembolsaría el dinero pagado.
Mientras permanecía sentado aquel día, su boca «desmaldecía» y «desbebía» y sus ojos «desleían», sabiendo que los coches nuevos estaban siendo reembarcados con destino a Detroit y desmontados, que los cadáveres despertaban de sus camas mortales y que todos en el mundo obraban hacia atrás sin saberlo.
Quiso soltar una risa, pero no pudo dar la orden a su boca.
«Desfumó» dos paquetes y medio de cigarrillos.
Luego le sobrevino otra jaqueca y se fue a la cama. Más tarde, el sol se puso por el oriente.
El alado carro del tiempo desfiló raudo ante él mientras abría la puerta y decía «adiós» a los que le habían dado el pésame y estos le recomendaban que se resignara, que no pensara demasiado en la pérdida.
Y lloró sin lágrimas al darse cuenta de lo que iba a suceder.
Pese a su locura, sufría.
…Sufría, mientras las horas circulaban hacia atrás.
…Inexorablemente hacia atrás.
…Inexorablemente, hasta que supo que tenía el tiempo al alcance de la mano.
Rechinó los dientes mentalmente.
Grande era su pena, su odio, su amor.
Llevaba su traje negro y «desbebía» copa tras copa, mientras en alguna parte los hombres recobraban las partículas de arcilla, formando montones en sus palas para «desexcavar» la tumba.
Hizo retroceder su coche hasta la funeraria. lo estacionó, subió en la limosina.
Todos regresaron caminando de espaldas hasta el cementerio.
Se plantó entre sus amigos y escuchó al sacerdote.
—polvo al polvo; cenizas a las Cenizas —dijo el hombre, cosa que suena igual tanto si se dice al derecho como al revés.
El ataúd fue devuelto al coche fúnebre y éste regresó a la funeraria, donde el féretro quedó reinstalado en la capilla ardiente.
Permaneció sentado durante todo el servicio de difuntos y volvió a casa y se «desafeitó» y se «descepilló» los dientes y se fue a la cama.
Despertó y volvió a vestirse de negro y regresó a la funeraria.
Las flores habían vuelto todas a su lugar.
Los amigos, con rostro solemne, «desfirmaron» los pliegos de firmas de condolencia y le «desestrecharon» la mano. Luego entraron para sentarse un momento y mirar el ataúd cerrado. Después se fueron, hasta que se quedó solo con el maestro de ceremonias de la funeraria.
Luego estaba más solo todavía.
Las lágrimas le subían por las mejillas.
Su traje y su camisa volvían a estar planchados y crujientes.
Retrocedió hasta su casa, se desnudó, se despeinó. Luego el día se desplomó alrededor de él hasta dar con la mañana y regresó a la cama a «desdormir» otra noche.
La tarde anterior, cuando despertó, se dio cuenta de hacia dónde se encaminaba. Ejercitó toda su fuerza de voluntad en un intento de interrumpir la secuencia de acontecimientos.
Fracasó.
Deseaba morir. Si se hubiera suicidado aquel día no estaría ahora retrocediendo hacia aquello.
Había lágrimas en su mente al percibir el pasado que yacía a menos de veinticuatro horas ante él.
El pasado lo estuvo acechando durante todo el día mientras «descompraba» el féretro, el nicho y los accesorios.
Luego se encaminó a casa y a la mayor resaca de todas las conocidas y durmió hasta que se despertó y «desbebió» vaso tras vaso y luego regresó al depósito de cadáveres y retrocedió en el tiempo hasta colgar el teléfono en aquella llamada, aquella llamada que había venido a romper…
…El silencio de su cólera con su sonido.
Ella estaba muerta.
Ella yacía en alguna parte, entre los fragmentos de su coche, accidentado en plena autopista 90.
Mientras paseaba, «desfumando», sabía que ella estaba desangrándose.
…Luego muriendo, después de estrellarse cuando viajaba a 130 kilómetros por hora.
…¿Vivía entonces?
¿Se rehizo luego, junto con el coche, y recuperó la vida, se levantó? ¿Estaba ahora volviendo a casa a una tremenda velocidad y en marcha atrás para dar un portazo y abrir la puerta antes de su discusión final? ¿Para «desgritarle» a él y verse «desgritada»?
Lanzó un alarido mental. Se retorció las manos imaginativamente.
No podía detenerse en este punto. No. Ahora no.
Toda su pena y todo su amor y el odio por sí mismo le habían hecho retroceder hasta tan lejos, hasta casi el momento…
No podía terminar ahora.
Al cabo de un rato ingresó en la sala de estar, las piernas marcando los pasos, los labios maldiciendo, él mismo esperando.
La puerta se abrió de «un portazo».
Ella le miraba con fijeza, el maquillaje estropeado, las lágrimas en las mejillas.
—!infierno al vete Entonces¡ —dijo él.
—!marcho Me¡ —anunció ella.
Ella, retrocediendo, cerró la puerta.
Colgó su abrigo con prisa en el ropero del recibidor.
—…mí de eso opinas Si —dijo él, encogiéndose de hombros.
—!ti por preocupas te sólo Tú¡ —gritó ella.
—!criatura una como comportas Te¡ —saltó él.
—!sientes lo que decir podrías menos Al¡
Los ojos de ella llamearon como esmeraldas en medio de la estática rosada y volvió a estar adorablemente viva. Mentalmente, él estaba bailando.
Se produjo un cambio.
—¡Al menos podrías decir lo que sientes!
—Lo siento —dijo él, tomándole la mano con fuerza para que no pudiese soltarse—. Nunca podrás imaginarte cuánto lo siento.
—Ven aquí —dijo después.
Y ella obedeció.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Ha muerto Ray Bradbury. Fue el martes pasado, por la noche. Yo lo supe anteayer, por una nota en Twitter. Como muchas personas en todo el mundo (como millones de personas) quedé sorprendido: triste. Recordé «Calidoscopio«, mi cuento favorito de los centenares que escribió. Recordé también Crónicas marcianas, El vino del estío, Fahrenheit 451, Las doradas manzanas del sol. Pensé que, al contrario de incontables autores que desaparecen, Bradbury no necesitará jamás, en ninguna parte del planeta, el impulso de homenajes oficiales u obituarios pagados. Ya es del mundo entero, como Las mil y una noches: aun quienes no lo leerán nunca ya lo conocen, sin saberlo.
CNN México me pidió un texto sobre Bradbury y todo el día de ayer lo dediqué (clavado en la silla, pensando en los astronautas, los niños del verano eterno, los marcianos que lanzaban al combate nubes de insectos mecánicos y arañas eléctricas) a escribir uno que incluye este pasaje acerca de sus comienzos y sus experiencias fundamentales:
(…) El más llamativo de esos episodios data de 1932 y es su encuentro, en una humilde feria rural, con un mago, un tal Mr. Electrico. Durante su exhibición, en la que se hacían trucos con electricidad estática, el hombre tocó al pequeño Ray en la frente con una espada electrificada, haciendo saltar chispas y erizándole el pelo, y entonces gritó: «¡Vive para siempre!».
Según Bradbury, quien contó la anécdota en muchas ocasiones, era como si Mr. Electrico, a la usanza de los reyes de la Edad Media, lo hubiese nombrado caballero: lo hubiese «armado», como se decía entonces, por medio del ritual de la espada. Y era también como si sus palabras fueran una orden: una encomienda tan seria y trascendente como la búsqueda del Santo Grial.
¿Cómo vivir para siempre? Ray encontró una respuesta (…)
Ahora mismo volveré a lasnotas de algunosamigos y al último texto publicado en vida por Bradbury (con su aire inevitable de despedida). Pero luego, y durante mucho, mucho tiempo, volveré a los cuentos, a las novelas, a aquellos ensayos sapienciales de Zen en el arte de escribir. Ray Bradbury, el abuelo Ray, vivirá para siempre aquí, como en tantos otros lectores.
* * *
Por razones de espacio, un pasaje de lo que escribí quedó parcialmente fuera de la publicación de CNN; lo incluyo aquí como fue escrito originalmente.
En su libro de ensayos Zen in the Art of Writing (publicado originalmente en 1990), Bradbury incluyó un poema: “We Have Our Arts So We Won’t Die of Truth”. En la edición española del libro el título se tradujo como “Tenemos el arte para que la verdad no nos mate”, una frase que no incluye una idea difícil de comunicar claramente en español: que “morir de verdad” (“die of truth”) podría ser algo similar a “morir de cáncer” o de cualquier otra enfermedad. La realidad como un mal, o, más precisamente, la mirada fija en la realidad –sin ningún agregado ni ayuda– como un mal.
La idea no sería muy popular en nuestro tiempo obsesionado por lo evidente (lo aparentemente evidente) y lo momentáneo, y sospecho que en su día no se leyó tampoco con mucha atención. Pero este pasaje del poema es significativo hoy:
(…) necesitamos que el Arte enseñe a respirar
y haga latir la sangre; tener que aceptar la cercanía
del Diablo
y la edad y la sombra y el coche que atropella,
y al payaso con máscara de Muerte
o la calavera que con corona de Bufón
a medianoche agita cascabeles
de óxido sangriento y matracas gruñonas
que estremecen los huesos del desván.
Tanto, tanto, tanto… ¡Demasiado!
¡Destroza el corazón!
¿Y entonces? Encuentra el Arte.
Toma el pincel. Aviva el paso. Mueve las piernas.
Baila. Prueba el poema. Escribe teatro.
Más hace Milton que Dios, aun borracho,
para justificar los modos del Hombre con el Hombre. (…)
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][De Zen en el arte de escribir, Minotauro, 2002; traducción de Marcelo Cohen]
Más que consumir arte, parece decir Bradbury, necesitamos hacerlo. Su libro se vende como uno de consejos para escritores, pero ese ideal extraño se encuentra no sólo en su obra sino en la de muchos otros artistas de todas las épocas: la creación artística como más que una posibilidad de entretenimiento, o como una visión del mundo otorgada por un individuo a muchos otros. El arte como una práctica privada, absolutamente personal: en vez de usar el de otros para encontrar respuestas, buscarlas en nuestro propio arte. La creación de cada uno, íntima, acaso intransferible, como una herramienta para intentar comprendernos en el mundo.
Es una idea inquietante, turbadora, subversiva…, y libertaria al fin, como lo es también la parte mejor de la obra de Ray Bradbury.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]