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El retozo

El mes pasado no agregué ningún cuento a la antología virtual de este sitio, así que en este mes habrá dos.
      El primero es de Thomas Ligotti (1953), narrador estadounidense. Ignorado por el gran público de su país, y por mucho tiempo considerado una elusiva figura de culto, se ha vuelto más famoso en años recientes; series televisivas exitosas como True Detective lo tienen entre sus influencias declaradas, y su ensayo La conspiración contra la especie humana se cita como la base de un tipo particular de narrativa de horror que incorpora el pensamiento nihilista y el cinismo contemporáneo ante las grandes crisis del presente.
      «The Frolic» apareció inicialmente en 1982 y fue reunido en la colección Songs of a Dead Dreamer, de 1989. Tengo entendido que hay un cortometraje basado en él pero no lo he visto. La presente traducción está tomada del libro La fábrica de pesadillas, publicado en español en 2006.

Thomas Ligotti (fuente)

EL RETOZO
Thomas Ligotti

En un hermoso hogar de una hermosa zona de la ciudad (la localidad de Nolgate, sede de la prisión estatal), el doctor Munck examinaba el periódico vespertino mientras su mujer descansaba en un sofá cercano, hojeando perezosamente el desfile de colores de una revista de moda. Su hija Norleen estaba arriba, durmiendo ya, o quizá disfrutando a escondidas de una sesión nocturna con el nuevo televisor en color que había recibido la semana anterior por su cumpleaños. De ser así, la violación de la regla acerca de la hora de irse a la cama pasó desapercibida debido a la gran distancia entre su cuarto y el salón, donde los padres no oían sonido de desobediencia alguno. La casa estaba en silencio. El vecindario y el resto de la ciudad también estaban en calma de varias formas, todas ellas levemente molestas para la esposa del doctor. Pero de momento Leslie solo se había atrevido a quejarse del letargo social del modo más jocoso («otra emocionante velada en el retiro monacal de los Munck»). Sabía que su marido estaba volcado en su nuevo puesto en aquel nuevo entorno. Aunque quizá esa noche exhibiera algunos síntomas alentadores de desencanto con su trabajo.
      —¿Qué tal te ha ido hoy, David? —preguntó, levantando su mirada radiante por encima de la portada de la revista, donde otro par de ojos refulgían lustrosos y satinados—. Durante la cena has estado muy callado.
      —Más o menos como siempre —respondió David, sin bajar el periódico local para mirar a su mujer.
      —¿Significa eso que no quieres hablar de ello?
      Él dobló el periódico hacia atrás, revelando el torso.
      —Sonaba a eso, ¿no?
      —Sí, sin duda. ¿Estás bien? —preguntó ella, dejando la revista sobre la mesa de café para ofrecerle toda su atención.
      —Lo que estoy es terriblemente indeciso —respondió el doctor, con una especie de reflexión ausente.
      —¿Alguna indecisión en particular, doctor Munck?
      —Todas, más o menos —respondió.
      —¿Preparo algo de beber?
      —Te lo agradecería enormemente.
      Leslie se dirigió a otra parte del salón y, de un gran aparador, sacó algunas botellas y dos vasos. De la cocina trajo cubitos de hielo en un cubo de plástico marrón. Los sonidos de la elaboración eran inusualmente audibles en aquel silencio. Las cortinas estaban echadas en todas las ventanas salvo la de la esquina, donde posaba una escultura de Afrodita. Más allá de la ventana había una calle desierta iluminada por las farolas, y un trozo de luna sobre el opulento follaje primaveral de los árboles.
      —Tenga, doctor —dijo Leslie, ofreciéndole un vaso de base muy gruesa e imperceptiblemente ahusado hacia el borde.
      —Gracias, no sabes la falta que me hacía.
      —¿Por qué? ¿No te van bien las cosas en el trabajo?
      —¿Te refieres al trabajo en la penitenciaría?
      —Sí, claro.
      —Podrías decir «en la penitenciaría» de vez en cuando. No hablar siempre en abstracto. Reconocer abiertamente el entorno profesional que he elegido, mi…
      —Muy bien, muy bien. ¿Qué tal te han ido las cosas en esa cárcel maravillosa, cariño? ¿Mejor así? —se detuvo y dio un buen trago a su copa, antes de calmarse un poco—. Siento el sarcasmo, David.
      —No, me lo merecía. Te estoy echando la culpa por haber comprendido hace mucho algo que yo mismo me niego a admitir.
      —¿Y que es…? —lo animó ella.
      —Que tal vez no fue la decisión más inteligente la de mudarnos aquí y cargar esta misión sacrosanta sobre mis hombros de psicólogo.
      Este comentario era una indicación de un desencanto mucho más profundo de lo que Leslie había deseado. Pero, de algún modo, aquellas palabras no la habían alegrado como creía que harían. A lo lejos oía ya las furgonetas de la mudanza acercándose a la casa, pero el sonido ya no le parecía tan maravilloso como antes.
      —Decías que querías hacer algo más que tratar neurosis urbanas. Algo más significativo, más desafiante.
      —Lo que quería, a mi modo masoquista, era un trabajo ingrato, imposible. Y lo conseguí.
      —¿Tan malo es? —preguntó Leslie, sin creer del todo que hubiera hecho la preguntas con un escepticismo alentador tal ante la gravedad real de la situación. Se felicitó por colocar la autoestima de David por encima de su propio deseo de un cambio de aires, por importante que lo considerara.
      —Me temo que sí. Cuando visité por primera vez la sección psiquiátrica de la penitenciaría y conocí a los otros doctores, me juré que no me haría tan desesperanzado y cruelmente cínico como ellos. Las cosas serían diferentes conmigo. Parece que me sobrevaloré, pero mucho. Hoy, uno de los enfermeros volvió a ser apaleado por dos de los prisioneros, perdón, «pacientes». La semana pasada fue el doctor Valdman; por eso estaba tan mal en el cumpleaños de Norleen. De momento he tenido suerte, lo único que hacen es escupirme. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse todos en ese agujero infernal.
      David sintió cómo sus palabras alteraban la atmósfera del salón, contaminando la serenidad de la casa. Hasta entonces su hogar había sido un refugio insular alejado de la polución de la prisión, una imponente estructura fuera de los límites de la ciudad. Ahora su imposición psíquica trascendía los límites de la distancia física. Las distancias interiores se constreñían, y David sentía cómo los gruesos muros de la penitenciaría oscurecían el acogedor vecindario.
      —¿Sabes por qué he llegado tarde esta noche? —preguntó a su esposa.
      —No. ¿Por qué?
      —Porque tuve una charla más que extensa con un tipo que aún no tiene nombre.
      —¿Ese del que me contaste que no le ha dicho a nadie de dónde es o cómo se llama de verdad?
      —Ese. No es más que un ejemplo de la perniciosa monstruosidad de ese lugar. Es peor que una bestia, que un animal rabioso. Una agresión demente, ciega… pero astuta. Debido a ese jueguecito suyo del nombre, fue clasificado como inadecuado para la población reclusa normal, de modo que nos lo mandaron a la sección psiquiátrica. Pero según él tiene muchos nombres, no menos de mil, ninguno de los cuales ha consentido en pronunciar en presencia de nadie. Desde mi punto de vista, en realidad no tiene necesidad alguna de un nombre humano. Pero nos lo han endilgado, sin nombre y todo.
      —¿Lo llamas así, «sin nombre»?
      —Pues quizá deberíamos hacerlo, pero no.
      —¿Y cómo lo llamáis entonces?
      —Bueno, fue condenado como John Doe, y desde entonces todos lo llaman así. Aún está por descubrir alguna documentación oficial sobre él. Ni sus huellas ni su fotografía se corresponden con ningún registro de condenas previas. Sé que lo detuvieron en un coche robado estacionado frente a una escuela primaria. Un vecino observador informó de él como un tipo sospechoso al que se veía a menudo por la zona. Supongo que todos estaban alerta después de las primeras desapariciones en el colegio, y la policía lo vigilaba mientras llevaba a una nueva víctima al coche. Fue entonces cuando lo pescaron. Pero su versión de la historia es un poco distinta. Dice que era plenamente consciente de que lo perseguían y que esperaba, incluso deseaba, ser arrestado, sentenciado y confinado en la penitenciaría.
      —¿Por qué?
      —¿Por qué? ¿Por qué preguntar por qué? ¿Por qué pedirle a un psicópata que explique sus motivaciones, si no se logra más que hacerlo todo más confuso? Y John Doe es aún más inescrutable que la mayoría.
      —¿A qué te refieres? —preguntó Leslie.
      —Te lo puedo explicar narrando una pequeña escena de una entrevista que he tenido hoy con él. Le he preguntado si sabía por qué estaba en prisión. «Por retozar», me ha dicho. «¿Qué significa eso?», le pregunto. Su respuesta: «Eso, so, so, so borrico». Esa musiquilla infantil me sonó en cierto modo como si imitara a sus víctimas. Para entonces ya había tenido bastante, pero fui lo bastante insensato para proseguir la entrevista. «¿Sabes por qué no puedes marcharte de aquí?», le pregunto calmadamente, como una variación cutre de mi pregunta original. «¿Quién ha dicho que no puedo? Me iré cuando me apetezca. Pero aún no me apetece». Por supuesto, le pregunto: «¿Por qué no quieres?» «Acabo de llegar», me dice. «Creo que me viene bien un descanso después de tanto retozar. Pero quiero estar con todos los demás. Es una atmósfera incuestionablemente estimulante. ¿Cuándo podré ir con ellos, cuándo?».
      »¿Te lo puedes creer? Pero sería cruel ponerlo con la población reclusa normal, por no decir que él no merece su crueldad. En interno medio detesta el tipo de delito de Doe, y no es posible predecir qué sucedería si lo pusiéramos ahí y los otros descubrieran por qué había sido condenado.
      —Entonces, ¿va a pasarse el resto de la sentencia en la sección psiquiátrica? —preguntó Leslie.
      —Él no lo cree. Piensa que puede irse cuando quiera.
      —¿Y puede? —preguntó Leslie con una firme ausencia de humor en la voz. Aquel había sido siempre uno de sus mayores temores al mudarse a aquella ciudad: que a todas horas del día y de la noche había demonios horrendos planeando escapar a través de lo que a ella se le imaginaban como muros de papel. Criar a una hija en un entorno así era otra de las objeciones al trabajo de su marido.
      —Ya te lo he dicho, Leslie, en esa cárcel ha habido poquísimas fugas con éxito. Y si un preso logra superar los muros, su primer impulso suele ser el del instinto de conservación, por lo que intentaría alejarse de aquí todo lo posible. Por eso, en caso de fuga éste sería probablemente el lugar más seguro. De todos modos, la mayoría de los huidos son atrapados a las pocas horas.
      —¿Y qué hay de un prisionero como John Doe? ¿Tiene él este impulso del «instinto de conservación»?, o ese preferiría quedarse por aquí para hacerle daño a alguien?
      —No es habitual que los prisioneros así se fuguen. Suelen dedicarse a darse golpes contra las paredes, no a saltarlas. ¿Entiendes lo que te digo?
      Leslie dijo que así era, pero aquello no rebajó lo más mínimo la fuerza de sus miedos, que tenían su fuente en una prisión imaginaria de una ciudad imaginaria, y donde podía suceder cualquier cosa mientras se tratara de algo repulsivo. La morbidez nunca había sido uno de sus puntos fuertes, y detestaba aquella intrusión en su carácter. Y, pese a lo presto que estaba siempre David a insistir en la seguridad del presidio, también él parecía profundamente inquieto. Ahora se sentaba muy quieto, sujetando su bebida entre las rodillas, como si estuviera escuchando algo.
      —¿Qué sucede, David? —preguntó Leslie.
      —Creí haber oído… un sonido.
      —¿Un sonido como qué?
      —No lo puedo describir con exactitud. Un ruido lejano.
      Se incorporó y miró alrededor, como si quisiera ver si el sonido había dejado alguna prueba comprometedora en la quietud de la casa, quizá una pegajosa huella sonora.
      —Voy a ver a Norleen —dijo David, depositando con brusquedad el vaso sobre la mesa, junto a la silla, salpicando la bebida. Atravesó el salón, recorrió el pasillo, subió los tres tramos de la escalera y cruzó el pasillo superior. Al contemplar el cuarto de su hija vio su figura diminuta descansando plácidamente, mientras abrazaba en su sueño a un Bambi de peluche. En ocasiones seguía durmiendo con un compañero inanimado, aunque ya se estaba haciendo un poco mayor para ello. Pero su padre psicólogo se cuidaba de no cuestionar su derecho a aquel solaz pueril. Antes de dejar la habitación, el Dr. Munck bajó la ventana, que estaba parcialmente abierta a la cálida noche primaveral.
      Cuando volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente rutinario de que Norleen dormía sin problemas. Con un gesto que contenía leves tonos de alivio celebrante, Leslie preparó dos nuevas copas, tras lo que dijo:
      —David, antes comentabas que tuviste una «charla más que extensa» con ese John Doe. No es curiosidad morbosa ni nada así, pero, ¿has conseguido alguna vez que revele algo acerca de sí mismo?
      —Sin duda —respondió el doctor Munck, jugueteando con un cubito de hielo en la boca. Su voz era ahora más relajada—. Me lo dijo todo acerca de sí mismo, y en apariencia era todo un sinsentido. Le pregunté, como si no fuera en realidad conmigo, de dónde era. «De ningún lugar», respondió como un psicópata simplón. «¿De ningún lugar?», tanteé. «Sí, precisamente de ahí, herr Doktor». «¿Dónde naciste?», le pregunté con otra brillante alternativa de la cuestión. «¿A qué tiempo, po-po-podías referirte?», replicó, y así. Podría seguir con esta cháchara hasta…
      —Imitas muy bien a ese John Doe.
      —Muchas gracias, pero no podría mantenerlo mucho tiempo. No sería fácil imitar todas sus voces diferentes y todos sus niveles de falta de articulación. Podría ser algo que se acercara a la personalidad múltiple. No lo tengo claro. Tendría que revisar la cinta de la entrevista para ver si aparece algún patrón coherente, posiblemente algo que los detectives pudieran usar para establecer la identidad de ese hombre, si es que le queda alguna. La parte trágica es que, por supuesto, en lo que concierne a las víctimas de los crímenes de Doe toda esta información sería totalmente inútil…, y lo mismo en lo que a mí respecta, en realidad. No soy un esteta de la patología. Nunca he tenido la ambición de estudiar la enfermedad en sí misma, sin efectuar alguna clase de mejora, sin tratar de ayudar a alguien al que le encantaría verme muerto, o algo peor. Antes creía en la rehabilitación, puede que con demasiada ingenuidad e idealismo. Pero esa gente, esas… cosas de la prisión son solo una horrible mancha de la existencia. Que se vayan al infierno —concluyó, bebiéndose su copa hasta que los cubitos empezaron a tintinear.
      —¿Quieres otro? —le preguntó Leslie con un tono suave y terapéutico. David le sonrió, purgado en parte por el estallido anterior.
      —Venga, emborrachémonos.
      Leslie le recogió el vaso para rellenarlo. Pensaba que ahora había algo que celebrar. Su marido no iba a dejar su trabajo por una sensación de fracaso e ineficacia, sino por furia. La furia se convertiría en resignación, la resignación en indiferencia, y después todo sería como siempre; podrían largarse de aquella ciudad penitenciaria y volver a casa. De hecho, podrían mudarse a donde quisieran. Puede que antes se tomaran unas largas vacaciones, para que Norleen conociera un lugar soleado. Leslie pensaba todo esto mientras preparaba las copas en la quietud de aquel hermoso salón. Aquel silencio ya no era indicación de un mudo estancamiento, sino un preludio delicioso de los prometedores días venideros. La felicidad indistinta ante el futuro resplandecía en su interior, acompañada por el alcohol; sentía la gravedad de las agradables profecías. Quizá fuera aquel el momento para tener otro hijo, un hermanito para Norleen. Pero eso podía esperar un poco más. Ante ellos se abría una vida de posibilidades, aguardando sus deseos como un genio distinguido y paternal.
      Antes de volver con las bebidas, Leslie se dirigió a la cocina. Tenía algo que quería dar a su marido, y aquel era el momento perfecto. Una pequeña muestra para enseñarle a David que, aunque su trabajo había resultado ser un triste desperdicio de sus esfuerzos, ella lo había apoyado a su modo. Con un vaso en cada mano, sostenía bajo el codo izquierdo la cajita que había recogido de la cocina.
      —¿Qué es eso? —preguntó David, tomando su copa.
      —Algo para ti, amante del arte. Lo compré en esa tiendecita donde venden cosas hechas por los presos de la penitenciaría. Cinturones, bisutería, ceniceros, ya sabes.
      —Ya sé —dijo David con una inhabitual falta de entusiasmo—. No sabía que nadie comprara estas cosas.
      —Yo, por lo menos. Creía que ayudaría a apoyar a los reos que están haciendo algo… creativo, en vez de… Bueno, en vez de cosas destructivas.
      —La creatividad no es siempre una indicación de bondad, Leslie —la reconvino David.
      —Espérate a verlo antes de juzgarlo —dijo ella, abriendo la tapa de la caja—. Ten. ¿No es bonito? —puso la pieza sobre la mesilla.
      El doctor Munck se precipitó hacia esa sobriedad que solo es posible alcanzar si se llega desde una cima alcohólica. Miró el objeto. Claro que lo había visto antes, había contemplado cómo era amasado con ternura, acariciado por manos creativas, hasta que sintió mareos y no pudo seguir mirando. Era la cabeza de un joven, descubierta en una arcilla gris e informe, y con una pátina azul y resplandeciente. El trabajo irradiaba una belleza extraordinaria e intensa. La cara expresaba una especie de serenidad extática, la simplicidad laberíntica de la mirada de un visionario.
      —Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Leslie. David miró a su mujer y dijo con solemnidad:
      —Por favor, devuélvelo a la caja y líbrate de eso.
      —¿Liberarme de esto? ¿Por qué?
      —¿Por qué? Porque sé cuál de los presos hizo esa cosa. Estaba muy orgulloso de ella, e incluso me vi obligado a expresar un cumplido por la manufactura. Era evidentemente notable. Pero entonces me dijo quién era el chico. Esa expresión pacífica, azul como el cielo, no estaba en la cara del chico cuando lo encontraron tirado en un campo hace seis meses.
      —No, David —dijo Leslie, negando prematuramente la revelación que esperaba de su marido.
      —Ésta fue su último, y según él el más memorable, «retozo».
      —Oh, Dios mío —murmuró Leslie con suavidad, llevándose la mano derecha a la mejilla. Entonces, con ambas manos, devolvió poco a poco al chico azul a la caja—. Lo devolveré a la tienda —dijo muy bajo.
      —Hazlo pronto, Leslie. No sé cuánto tiempo seguiremos viviendo aquí.
      En el incómodo silencio posterior, Leslie pensó brevemente en la realidad de su partida de la ciudad de Nolgate, de su huida, ahora expresada abiertamente, una realidad definida. Dijo:
      —David… ¿Habló… habló de las cosas que hizo? Me refiero a…
      —Sé a qué te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor Munck con seriedad profesional.
      —Pobre David —se compadeció Leslie.
      —En realidad no fue tan duro. Las conversaciones que tuvimos podrían incluso considerarse estimulantes, desde un punto de vista cínico. Describía su «retozar» de un modo irreal y muy imaginativo que no siempre resultaba repulsivo. La extraña belleza de esa cosa de la caja, aunque sea perturbadora, es un cierto reflejo del lenguaje que emplea al hablar de esos pobres chicos. A veces no podía evitar sentirme fascinado, aunque puede que estuviera protegiendo mis sensaciones con un distanciamiento profesional. A veces es necesario alejarse, aunque eso signifique ser un poco menos humano.
      »En cualquier caso, nada de lo que dijo era gráficamente enfermizo, no como puedas imaginarlo. Cuando me habló de su «último y más memorable retozo», lo hizo con un fuerte sentido de asombro, con nostalgia, por chocante que pueda sonarme ahora. Parecía una especie de… añoranza, pero de un «hogar» que era un ruina execrable de su mente podrida. Su psicosis había creado una blasfemo cuento de hadas que para él existe de un modo poderoso y nítido, y a pesar de la grandeza demente de su millar de nombres, en realidad se ve solo como una figura menor en este mundo, como un mediocre cortesano en un espantoso reino de horrores. Esto es realmente interesante cuando consideras la magnificencia egoísta que muchísimos psicópatas se atribuirían en un mundo imaginario y sin límites en el que pudieran representar cualquier papel. Pero no así John Doe. Él es un medio demonio comparativamente perezoso de un lugar, un No Lugar, donde el caos confuso es la norma, un estado en el que él medra con gula. Lo que sirve como adecuada descripción de la economía metafísica del universo de un psicópata.
      »Y en el mundo onírico que describe existe una geografía poética. Habló de un lugar que sonaba como los callejones de una especie de barrios bajos cósmicos, un callejón sin salida intradimensional, lo que podría ser indicativo de que Doe creció en un gueto. De ser así, su locura ha transformado los recuerdos de este gueto en un reino que combina la realidad banal de las calles con un paraíso psicopático. Aquí es donde se da a sus «retozos» con lo que él llama «su fascinada compañía», un lugar que probablemente sea un edificio abandonado, o incluso una alcantarilla conveniente. Digo esto porque menciona repetidamente un «alegre río de desechos» y unos «montones angulosos en las sombras», que sin duda son transmutaciones dementes de un yermo literal. Menos comprensibles son sus recuerdos de un pasillo iluminado por la luna en el que hay espejos que gritan y ríen, de picos oscuros de alguna clase que no permanecen quietos, de una escalera que está «rota» de un modo extraño, aunque esto último encaja con el pasado de un barrio deprimido.
      »Pero a pesar de todos estos detalles oníricos de la imaginación de Doe, la evidencia mundana de sus retozos sigue apuntando a un crimen de horrores tan familiares como terrenos. A una atrocidad corriente. Doe asegura con consistencia que a posteriori hizo que las pruebas apuntaran a eso deliberadamente, que aquello a lo que se refiere en realidad con «retozos» es un tipo de actividad muy distinta, incluso opuesta al crimen por el que fue condenado. Es probable que este término tenga alguna asociación privada enraizada en su pasado.
      El doctor Munck hizo una pausa y agitó los cubitos de hielo en su vaso vacío. Leslie parecía haberse encerrado en sí misma mientras él hablaba. Había encendido un cigarrillo y estaba recostada sobre el brazo del sofá, con las piernas sobre los cojines, de modo que las rodillas apuntaban a su marido.
      —Deberías dejar de fumar, de verdad —le dijo. Leslie bajó la mirada como una niña reprendida.
      —En cuanto nos mudemos, lo prometo. ¿Trato hecho?
      —Trato hecho —dijo David—. Y tengo otra propuesta. Primero déjame decirte que he decidido entregar mañana por la mañana mi carta de dimisión.
      —¿No es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no fuera así.
      —Te aseguro que nadie se va a sorprender mucho. No creo ni que les importe. En cualquier caso, mi propuesta es que mañana cogemos a Norleen y alquilamos una vivienda al norte, para unos días. Podríamos montar a caballo. ¿Te acuerdas lo bien que se lo pasó el verano pasado? ¿Qué me dices?
      —Suena bien —aceptó Leslie con un profundo brillo de entusiasmo—. Pero que muy bien.
      —Y de vuelta podríamos dejarla con tus padres. Puede quedarse allí mientras nos encargamos de los asuntos de la mudanza, de encontrar algún apartamento temporal. No creo que les importe tenerla una semana, ¿no?
      —No, claro que no, les encantará. ¿Pero por qué tanta prisa? Norleen sigue en el colegio, ya lo sabes. Igual tendríamos que esperar a que terminara el curso. Solo queda un mes.
      David permaneció un momento en silencio, como si estuviera ordenando sus ideas.
      —¿Qué pasa? —preguntó Leslie, con el más leve asomo de ansiedad en su voz.
      —No, no pasa nada, de verdad. Pero…
      —¿Pero qué?
      —Bueno, tiene que ver con la penitenciaría. Ya sé que sonaba muy orgulloso al decirte lo seguros que estamos ante cualquier fuga, y sigo manteniéndolo. Pero ese preso del que te he hablado es muy extraño, como sin duda habrás comprobado. Es sin duda un psicópata criminal…, pero también es algo más.
      Leslie preguntó a su marido con los ojos.
      —Creía que decías que se dedicaba a darse contra las paredes, no a…
      —Sí, gran parte del tiempo es así. Pero a veces, bueno…
      —¿Qué intentas decirme, David? —preguntó Leslie inquieta.
      —Es algo que Doe dijo cuando hablaba hoy con él. Nada realmente definido, pero me sentiría infinitamente más cómodo si Norleen se quedara con tus padres mientras nos organizamos.
      Leslie encendió otro cigarrillo.
      —Dime qué es eso que te preocupa tanto —pidió con firmeza—. Yo también debería saberlo.
      —Cuando te lo diga, probablemente pensarás que yo también estoy un poco loco. Pero tú no has hablado con él. El tono, o más bien los muchos tonos distintos de su voz, las expresiones cambiantes de aquella cara chupada… Durante buena parte del tiempo que estuve con él tuve la sensación de que estaba más allá de mí, en cierto modo, aunque no sé exactamente cómo. Estoy convencido de que era el comportamiento de rigor del psicópata, para intentar asustar al doctor. Le da una sensación de poder.
      —Cuéntame qué es lo que dijo —insistió Leslie.
      —Muy bien, te lo diré. Como te he dicho, probablemente no sea nada. Pero hacia el final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos de esos chavales, y de los chicos en general, dijo algo que no me gusta nada. Lo hizo con un acento afectado, escocés esta vez, y con algo de alemán. Dijo: «¿No tendrá usted también una mujercita malandra y una chiquita pequeña, no, profesor von Munck?». Después me sonrió en silencio.
      »Ahora estoy seguro de que intentaba deliberadamente ponerme nervioso, pero sin más propósito en mente.
      —Pero lo que dijo, David: «y una chiquita pequeña»…
      —Gramaticalmente, por supuesto, hubiera sido más adecuado «o», pero estoy seguro de que no tenía más intención.
      —No le habrás dicho nada de Norleen, ¿no?
      —Claro que no. Esa no es precisamente la clase de cosas que trataría con esa… gente.
      —Entonces, ¿por qué lo dijo así?
      —No tengo ni idea. Tiene una clase de inteligencia muy rara, habla gran parte del tiempo con vagas sugerencias, incluso con chistes sutiles. Puede que haya oído cosas sobre mí de otra gente, supongo. Pero de todos modos, podría ser solo una coincidencia inocente —miró a su mujer esperando su comentario.
      —Probablemente tengas razón —aceptó Leslie con un deseo ambivalente de creer en esta conclusión—. Pero de todos modos, creo entender por qué quieres que Norleen se quede con mis padres. No porque pudiera pasar nada…
      —No, en absoluto. No hay motivo para pensar que nada pudiera suceder. Puede que sea uno de esos casos en los que el paciente consigue superar al doctor, pero en realidad no me preocupa demasiado. Cualquier persona razonable se asustaría un tanto después de pasar un día tras otro en el caos y el peligro psíquico de ese lugar. Los asesinos, los violadores, lo peor de lo peor. Es imposible llevar una vida familiar normal mientras se trabaja en esas condiciones. Ya viste cómo estaba en el cumpleaños de Norleen.
      —Lo sé. No es el mejor sitio para criar a un hijo —David asintió lentamente.
      —Cuando pienso en cómo estaba cuando fui a verla hace un rato, abrazada a uno de esos cinturones de seguridad de peluche suyos… —Tomó un sorbo de su bebida—. Era uno nuevo. ¿Lo compraste hoy?
      Leslie lo miró inexpresiva.
      —Lo único que compré fue esto —dijo, señalando la caja sobre la mesilla de café—. ¿A qué te refieres con «uno nuevo»?
      —Al Bambi de peluche. Puede que lo tuviera de antes y nunca me hubiera fijado —dijo, rechazando en parte aquel asunto.
      —Pues si lo tenía de antes no fue por mí —dijo Leslie muy resuelta.
      —Ni por mí.
      —No recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo Leslie.
      —Pues lo tenía cuando fui a verla después de oír…
      David se detuvo con una mirada de intensa concentración, una indicación de una búsqueda interior frenética.
      —¿Qué pasa, David? —preguntó Leslie, fallándole la voz.
      —No estoy muy seguro. Es como si supiera algo y lo ignorara al mismo tiempo.
      Pero el doctor Munck comenzaba a saber. Con la mano izquierda se cubrió la nuca, calentándola. ¿Había corriente en la casa? Aquella no era una casa con muchas corrientes, ni en un estado tal que el viento se colara a través de los tableros del tejado y los cercos de las ventanas. Pero el viento era perceptible, podía oírlo acechando en el exterior, y alcanzaba a ver los árboles inquietos a través de la ventana detrás de la escultura de Afrodita. La diosa posaba lánguida con la cabeza inmaculada echada hacia atrás, contemplando con ojos ciegos el techo, y más allá. ¿Pero más allá del techo? ¿Más allá del sonido huevo del viento, frío y muerto? ¿Y la corriente?
      ¿Qué?
      —David, ¿sientes una corriente? —preguntó su mujer.
      —Sí —respondió él muy alto, con una fuerza inusual—. Sí —repitió, levantándose de la silla, cruzando el salón, acelerando sus pasos hacia las escaleras, subiendo los tres tramos, corriendo ya por el pasillo de la planta alta.
      —Norleen, Norleen —canturreaba antes de alcanzar la puerta medio cerrada del dormitorio. Podía sentir la brisa procedente de allí.
      Lo sabía y no lo sabía.
      Buscó a tientas el interruptor de la luz. Estaba muy abajo, a la altura de un niño. Encendió. La niña había desaparecido. Al otro lado del cuarto, la ventana estaba muy abierta, las cortinas blancas, traslúcidas, se agitaban ante el viento invasor. Sobre la cama estaba, solo, el animal de peluche, desgarrado, cubriendo el colchón de suaves entrañas. En su interior había ahora, floreciendo como un capullo, un trozo de papel, y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues un fragmento del encabezado del papel oficial de la penitenciaría. Pero la nota no era un mensaje impreso con algún asunto oficial. La caligrafía variaba desde una escritura cursiva y clara hasta el garrapateo de un niño. Miró desesperado las palabras durante lo que pareció un tiempo infinito, antes de comprender el mensaje. Entonces, por fin, lo aprehendió.
      «Doctor Munck», decía la nota del interior del animal, «dejamos esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar. Nos veremos pronto. Jonathan Doe».
      —¿David? —oyó a su mujer preguntar desde la base de la escalera—. ¿Está todo bien?
      Entonces se rompió el silencio de aquella hermosa casa, pues resonó una risotada gélida, brillante, el sonido perfecto para acompañar la anécdota pasajera de un infierno recóndito.

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La lotería

Este es el cuento más famoso de la escritora estadounidense Shirley Jackson (1916-1965), considerada una de las grandes de la literatura de terror del siglo pasado y precursora de muchos autores en activo hasta la actualidad.
      Aparecida en The New Yorker el 26 de junio de 1948, «The Lottery» –historia de horror sin elementos sobrenaturales– provocó una polémica y el envío de numerosas cartas de odio contra la revista y contra la propia autora. En un artículo que publicó posteriormente, cuando se le pidió que «explicara» sus intenciones al escribir el cuento, Jackson declaró: «Supongo que esperaba, al presentar un ritual antiguo y especialmente brutal en el presente y en mi propia aldea, causar conmoción en los lectores, con una dramatización gráfica de la violencia sin sentido y la inhumanidad general de sus propias vidas».

Shirley Jackson y sus hijos en 1956. (fuente)

LA LOTERÍA
Shirley Jackson

La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
      Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
      Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería —igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween— era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
      El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
      Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
      Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
      Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
      En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
      —Me había olvidado por completo de qué día era —le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo—. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña —prosiguió la señora Hutchinson—, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
      Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
      —De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
      La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
      —Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
      —No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? —respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
      —Muy bien —anunció sobriamente el señor Summers—, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
      —Dunbar —dijeron varias voces—. Dunbar, Dunbar.
      El señor Summers consultó la lista.
      —Clyde Dunbar —comentó—. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
      —Yo, supongo —respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
      —La esposa saca la papeleta por el marido —anunció el señor Summers, y añadió—: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
      Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
      —Horace no ha cumplido aún los dieciséis —explicó la mujer con tristeza—. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
      —De acuerdo —asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó—: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
      Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
      —Aquí estoy —dijo—. Voy a jugar por mi madre y por mí.
      El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
      —Bien —dijo el señor Summers—, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
      —Aquí estoy —dijo una voz, y el señor Summers asintió.
      Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
      —¿Todos preparados? —preguntó—. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
      Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
      —Allen —llamó el señor Summers—. Anderson… Bentham.
      —Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
      —Desde luego, el tiempo pasa volando —asintió la señora Graves.
      —Clark… Delacroix…
      —Allá va mi marido —comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
      —Dunbar —llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
      —Ahora nos toca a nosotros —anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
      —Harburt… Hutchinson…
      —Vamos allá, Bill —dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
      —Jones…
      —Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería —comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
      —Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre —añadió, irritado—. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
      —En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería —apuntó la señora Adams.
      —Eso no traerá más que problemas —insistió el viejo Warner, testarudo—. Hatajo de jóvenes estúpidos.
      —Martin… —Bobby Martin vio avanzar a su padre.— Overdyke… Percy…
      —Ojalá se den prisa —murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor—. Ojalá acaben pronto.
      —Ya casi han terminado —dijo el muchacho.
      —Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre —le indicó su madre.
      El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
      —Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería —proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud—. Setenta y siete loterías.
      —Watson… —el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
      —Zanini…
      Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
      —Muy bien, amigos.
      Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
      —Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
      Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
      —Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
      —Ve a decírselo a tu padre —ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
      Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
      —¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
      —Tienes que aceptar la suerte, Tessie —le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
      —Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
      —Vamos, Tessie, cierra el pico! —intervino Bill Hutchinson.
      —Bueno —anunció, acto seguido, el señor Summers—. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
      Consultó su siguiente lista y añadió:
      —Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
      —Están Don y Eva —exclamó la señora Hutchinson con un chillido—. ¡Ellos también deberían participar!
      —Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie —replicó el señor Summers con suavidad—. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
      —No ha sido justo —insistió Tessie.
      —Me temo que no —respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo—. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
      —Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya —declaró el señor Summers a modo de explicación—. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
      —Sí —respondió Bill Hutchinson.
      —Cuántos chicos tienes, Bill? —preguntó oficialmente el señor Summers.
      —Tres —declaró Bill Hutchinson—. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
      —Muy bien, pues —asintió el señor Summers—. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
      El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
      —Entonces, ponlas en la caja —le indicó el señor Summers—. Coge la de Bill y colócala dentro.
      —Creo que deberíamos empezar otra vez —comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible—. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
      El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
      —Escúchenme todos! —seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
      —¿Preparado, Bill? —inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
      —Recuerden —continuó el director del sorteo—: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
      El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
      —Saca un papel de la caja, Davy —le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita—. Saca solo un papel —insistió el señor Summers—. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
      El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
      —Ahora, Nancy —anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado—. Bill, hijo —dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta—. Tessie…
      La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
      —Bill… —dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
      Los espectadores habían quedado en silencio.
      —Espero que no sea Nancy —cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
      —Antes, las cosas no eran así —comentó abiertamente el viejo Warner—. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
      —Muy bien —dijo el señor Summers—. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
      El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
      —Tessie… —indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
      —Es Tessie —anunció el señor Summers en un susurro—. Muéstranos su papel, Bill.
      Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
      —Bien, amigos —proclamó el señor Summers—, démonos prisa en terminar.
      Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
      —Vamos —le dijo—. Date prisa.
      La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
      —No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
      Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
      —¡No es justo! —exclamó.
      Una piedra la golpeó en la sien.
      —¡Vamos, vamos, todo el mundo! —gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
      —¡No es justo! ¡No hay derecho! —siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

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Ni nos dimos cuenta

Este es un cuento de Mack Reynolds (1917-1983), quien no es el escritor más famoso de su país, los Estados Unidos, pero tuvo una carrera de lo más interesante: nacido en una familia de izquierda, y afiliado durante décadas al Partido Socialista del Trabajo (Socialist Labor Party, o SLP, que al parecer sigue existiendo aunque siempre fue una organización marginal), fue un escritor «comercial» pero en muchas de sus narraciones incluyó temas de crítica social que pocos tocaban como él en la ficción popular, que en aquel tiempo era creada por una mayoría de autores de derecha. Esta es uno de sus narraciones más conocidas: una historia amarga sobre el abuso del poder y, finalmente, sobre el racismo, que por desgracia cobra fuerza, hoy, por todas partes.
      El cuento de Reynolds, en su versión original, apareció en la revista Startling Stories en 1950 y tiene por título «Down the River» (Río abajo), recordando la frase hecha en inglés «sell down the river»: literalmente, «vender río abajo», pero más precisamente «aprovecharse de la ignorancia o la confianza de alguien para realizar alguna acción que le resulte perjudicial». En español de por aquí se podría decir que los extraterrestres que aparecen en este cuento perjudican a los seres humanos sin que éstos se den cuenta. De ahí el título que he elegido para esta traducción y también el verbo con el que se completa la frase, más o menos a la mitad del texto, y que sólo existe en español mexicano pero cuyas implicaciones me parecen de lo más apropiado. Ésta es una de varias modificaciones que hice a la versión del cuento que apareció, en los años ochenta, en la traducción española de la antología Imperios galácticos de Brian W. Aldiss, publicada por la desaparecida editorial Bruguera, y cuya traducción (la verdad) es mucho menos buena de lo que recordaba.
      «Charlie Fort», a quien se menciona en algún momento, es de hecho Charles Fort, un autor del temprano siglo XX, antecesor de los actuales «investigadores de lo paranormal».

Mack Reynolds. (fuente)

NI NOS DIMOS CUENTA
Mack Reynolds

La nave espacial fue detectada por el radar del Ejército poco después de que entrara en la atmósfera sobre Norteamérica. Descendió bastante lentamente, y en el tiempo que tardó en detenerse sobre Connecticut mil aviones de combate estaban en el aire.
      Los telegramas chirriaron histéricamente entre capitanes de la Policía del Estado y coroneles de la Guardia Nacional, entre generales del Ejército y miembros del gabinete, entre almirantes y asesores de la Casa Blanca. Pero antes de que nada pudiera decidirse sobre la forma de atacar al intruso o de defenderse contra él, la nave del espacio se había asentado gentilmente en un campo vacío de Connecticut.
      Una vez que hubo aterrizado todo pensamiento de atacar dejó las mentes de todos los que estaban ocupados con la defensa de Norteamérica. La aeronave se alzaba cerca de un kilómetro y daba la inquietante impresión de ser capaz de derrotar a todas las fuerzas armadas de Estados Unidos sí lo deseaba, aunque al parecer no era así. De hecho, no mostró ningún signo de vida, por lo menos en las primeras horas de su visita.
      El gobernador llegó cerca del mediodía, ganando al representante del Departamento de Estado por quince minutos y a los delegados de las Naciones Unidas por tres horas. Vaciló sólo brevemente en el cordón que la Policía del Estado y los Guardias Nacionales habían establecido todo alrededor del campo, y decidió que cualquier riesgo que pudiera estar corriendo tendría más valor en cuanto a la publicidad se refiere, al ser el primero en recibir a los visitantes del espacio.
      Además, la televisión y las cámaras de los noticieros cinematográficos estaban ya emplazadas y apuntaban hacia él. El Honesto Harry Smith se sintió animado cuando las vio. Ordenó al chofer que se acercara a la nave.
      Mientras el coche se iba acercando, escoltado cautelosamente por dos motociclistas y los camiones de la televisión y de los noticieros, surgió el problema de cómo hacer saber a los visitantes la presencia de Su Excelencia. Parecía que no había indicios de entrada a la espectacular aeronave. Presentaba un suave efecto de madreperla que de tan hermoso quitaba la respiración; pero al mismo tiempo parecía frío e inasequible.
      Felizmente, el problema se resolvió cuando estaban a unos pocos metros de la nave. Lo que parecía una parte sólida de un lado de la nave se hundió hacia adentro y una figura salió levemente hacia la tierra.
      La primera gran impresión del gobernador Smith fue de que era un hombre con una extraña máscara y vestidos de carnaval. El alienígena, en otros aspectos humano y bastante guapo según nuestros cánones, tenía una tez de un ligero verde. Recogió la toga de estilo romano que llevaba puesta alrededor de su ágil figura y se aproximó al coche sonriendo. Su inglés sólo tenía un ligero acento. Gramaticalmente hablando era perfecto.
      —Mi nombre es Grannon Tyre Ochocientos Cincuenta y Dos K —dijo el alienígena—. Creo que usted es un oficial de esta… eh… nación. Los Estados?Unidos de Norteamérica, ¿no es así?
      El gobernador se sintió abatido. El había estado, en sus adentros, ensayando una pantomima de bienvenida, pensando en los hombres de la televisión y en los de las cámaras de los noticieros. Se había imaginado a sí mismo levantando su mano derecha en lo que él creía que era el gesto universal de paz, sonriendo abiertamente y a menudo y, en general, haciendo saber a los alienígenas que eran bienvenidos en la Tierra y en los Estados Unidos en general, y en especial en el estado de Connecticut. No había esperado que los visitantes hablaran inglés.
      De todas formas, se le había pedido muy pocas veces que hablara como para no aprovechar la ocasión.
      —Bienvenido a la Tierra —dijo con un floreo que esperó que los chicos de la televisión hubiesen captado—. Esta es una histórica ocasión. Sin duda alguna, las futuras generaciones de su pueblo y del mío mirarán hacia atrás hacia esta hora llena de felicidad…
      Grannon Tyre 1852K sonrió nuevamente.
      —Le pido disculpas, pero ¿era mi apreciación correcta? ¿Es usted un oficial del gobierno?
      —¿Eh? Este.. eh… sí, por supuesto. Soy el gobernador Harry Smith, de Connecticut, este próspero y feliz estado en el que han aterrizado. Para proseguir…
      El alienígena dijo:
      —Si no le molesta, tengo un mensaje del Graff Marin Sidonn Cuarenta y Ocho L. El Graff me ha encomendado que les diga que sería un placer para él que ustedes informaran a todas las naciones, razas y tribus sobre la Tierra de que él cita a sus representantes, exactamente dentro de uno de sus meses terráqueos a partir de hoy. Tiene un importante mensaje que dirigirles.
      El gobernador se recompuso y quiso tomar el control de la situación.
      —¿Quién? —preguntó dolorosamente—¿Qué tipo de mensaje?
      Grannon Tyre 1852K aún sonreía, pero lo hacía con la paciente sonrisa que uno utiliza con los inferiores o con los niños recalcitrantes. Su voz era un poco más firme, y tenía un leve toque de orden.
      —El Graff les pide que informen a todas las naciones del mundo para que reúnan a sus representantes dentro de un mes a partir de ahora para recibir el mensaje. ¿Está claro?
      —Sí. Creo que sí. ¿Quién…?
      —Entonces eso es todo, por el momento. Buenos días.
      El verde alienígena se volvió y caminó hacia la nave del espacio. La puerta se cerró detrás de él silenciosamente.
      Nunca antes había habido nada como el siguiente mes. Fue un período de júbilo y de miedo, de anticipación, y de presagios, de esperanza y de desesperación. Mientras que los delegados de toda la Tierra se reunían para oír el mensaje del visitante del espacio, la tensión creció a lo largo y a lo ancho de todo el mundo.
      Científicos y salvajes, políticos y revolucionarios, banqueros y vagabundos, esperaban lo que estaban seguros que cambiaría el curso de sus vidas. Y cada uno deseaba una cosa y temía otra.
      Los columnistas de los diarios, los comentaristas de radio y los opinadores de todas clases especulaban interminablemente sobre las posibilidades del mensaje. Aunque había algunos que lo esperaban llenos de alarma, el conjunto en su totalidad creía que los alienígenas abrirían una nueva era para la Tierra.
      Se esperaba que fueran revelados secretos científicos que estaban más allá de los sueños de los hombres. Las enfermedades serían barridas de la Tierra en una noche. El Hombre tomaría su lugar al lado de estas otras inteligencias para ayudar a gobernar el universo.
      Se hicieron los preparativos para que los delegados se encontraran en el Madison Square Garden en Nueva York. Se había visto, en un primer momento, que los edificios de las Naciones Unidas serían inadecuados. Venían representantes de todas las razas, tribus y países que nunca habían soñado en enviar delegados a las conferencias internacionales tan corrientes en las últimas décadas.

***

El Graff Marin Sidonn 48L fue acompañado a la reunión por Grannon Tyre 1852K y por un grupo de idénticos alienígenas de tez verde y uniformados, quienes podían ser únicamente tomados por guardias, a pesar de que no llevaban armas a la vista, ni defensivas ni ofensivas.
      El mismo Graff parecía un caballero bastante amable, un poco más viejo que los otros visitantes del espacio. Su paso era un poco más lento y su túnica más conservadora que la de Grannon Tyre 1852K, quien era evidentemente su ayudante.
      Aunque dio todas las muestras de cortesía, el gran número de personas que le estaban enfrentando parecía irritarle, y daba la impresión de que cuanto antes terminara, mejor.
      El presidente Hanford de los Estados Unidos abrió la reunión con unas pocas y bien escogidas palabras, resumiendo la importancia de la conferencia. Luego presentó a Grannon Tyre 1852K, quien también fue breve, pero que arrojó la primera bomba, aunque una buena mitad de la audiencia no reconoció al principio el significado de sus palabras.
      —Ciudadanos de la Tierra —comenzó, les presento al Marin Sidonn Cuarenta y Ocho L, Graff del Sistema Solar por mandato de Modren Uno, Gabon de Carthis, y, consecuentemente, Gabon del Sistema Solar incluyendo al planeta Tierra. Puesto que el idioma inglés parece ser lo más cercano a uno universal en este mundo, su Graff se ha preparado para poderse dirigir a ustedes en esa lengua. Creo tener entendido que han sido instalados aparatos de traducción para que los representantes de otros idiomas puedan seguirle.
      Se volvió hacia el Graff, aplanó su mano derecha sobre su pecho y luego la extendió hacia su jefe. El Graff respondió al saludo y se adelantó hacia el micrófono.
      Los delegados se levantaron y le aclamaron, los gritos duraron diez minutos, extinguiéndose finalmente cuando el alienígena mostró un poco de incomodidad. El presidente Hanford se levantó, elevó sus manos y pidió orden.
      El clamor murió y el Graff miró hacia su público.
      —Esta es una extraña reunión —comenzó—. Durante más de cuatro decals, lo que grosso modo hace cuarenta y tres años de los vuestros, yo he sido Graff de este Sistema Solar, primero bajo Toren Uno, y, más recientemente, bajo su sucesor Morden Uno, presente Gabon de Carthis, lo que, como ya ha puntualizado mi asistente, le hace Gabon del Sistema Solar y de la Tierra.
      De todos los presentes en el Garden, Larry Kincaid, de la Associated Press, fue el primero en captar el significado de lo que se estaba diciendo.
      —Nos está diciendo que somos su propiedad. ¡Que Charlie Fort nos ampare!
      El Graff continuó:
      —En estos cuatro decals no he visitado la Tierra, pero he pasado mi tiempo en el planeta que ustedes conocen como Marte. Esto, les aseguro, no ha sido a causa de que no estuviera interesado en sus problemas y en su bienestar como debe estarlo un eficiente Graff. Casi siempre ha sido tradición de los Gabons de Carthis el no hacerse conocidos para los habitantes de sus planetas hasta que no hayan llegado como mínimo a un estado de desarrollo H-Diecisiete. Desafortunadamente, la Tierra sólo ha alcanzado el H-Cuatro.
      Un bajo murmullo se estaba desparramando por la sala. El Graff se detuvo un momento, luego dijo amablemente:
      —Imagino que lo que estoy diciendo hasta ahora significa casi un golpe. Antes de que continúe, permítanme hacer un breve resumen. La Tierra ha sido, por un período más largo del que recuerdan vuestras historias, una parte del Imperio Carthis, que incluye todo este Sistema Solar. El Gabon, o quizá ustedes lo llamarían Emperador, de Carthis señala un Graff para que supervise cada uno de sus sistemas solares. Yo he sido su Graff durante los pasados cuarenta y tres años, fijando mi residencia en Marte, más que en la Tierra, a causa de su bajo nivel de civilización.
      »De hecho —continuó, algo meditabundo—, la Tierra no ha sido visitada más de un par de veces por los representantes de Carthis en los pasados cinco mil años. Y, por lo general, esos representantes fueron tomados por alguna manifestación sobrenatural por los pueblos de ustedes, más que usualmente supersticiosos. Por lo menos, es bien sabido que ustedes tienen la costumbre de tomarnos por dioses.
      El murmullo aumentó entre la gran audiencia hasta llegar al punto de que el Graff ya no podía ser escuchado. Finalmente, el presidente Hanford, pálido, se adelantó hacia el micrófono y levantó sus manos otra vez. Cuando se obtuvo una calma razonable, se volvió hacia el hombre verde.
      —Sin duda alguna, nos llevará a todos nosotros un tiempo considerable asimilar todo esto. Todos los delegados reunidos aquí probablemente tienen preguntas que les gustaría hacerle a usted. De todas formas, creo que una de las más importantes y una que todos tenemos en mente es ésta… Usted ha dicho que ordinariamente no se hubieran dado a conocer hasta que nosotros hubiéramos llegado a un desarrollo de, creo que usted ha dicho, H-Diecisiete… y ahora nosotros estamos en un H-Cuatro. Por qué se han dado a conocer ahora? ¿Qué circunstancias especiales los han obligado a ello?
      El Graff asintió.
      —Estaba a punto de llegar a eso, señor Presidente —se volvió nuevamente hacía los delegados, que ahora estaban callados—. Mi propósito al visitar la Tierra ahora ha sido para anunciarles que ha sido hecho un tratado internacional entre el Gabon de Carthis y el Gabon de Wharis mediante el cual el Sistema Solar entra a formar parte del Imperio de Wharis, a cambio de ciertas consideraciones entre los planetas de Aldebarán. A corto plazo, pasarán a ser súbditos del Gabon de Wharis. Yo he sido llamado de vuelta a mi mundo y vuestro nuevo Graff, Belde Kelden Cuarenta y Ocho L, arribará en fecha próxima.
      Dejó que sus ojos se posaran sobre ellos gentilmente. Había un toque de piedad en ellos.
      —¿Hay alguna otra pregunta que deseen hacer?
      Lord Harricraft se levantó en su mesa directamente delante de los micrófonos. Estaba obviamente conmovido.
      —No puedo tomar una posición oficial hasta que haya consultado con mi gobierno, pero lo que me gustaría preguntar es lo siguiente: ¿qué diferencia habrá, para nosotros, con este cambio de Graffs, o incluso de Gabons? Si la política es la de dejar a la Tierra sola hasta que la raza llegue a un estado mayor de desarrollo, esto nos afectará poco; si no es así, durante ese lapso, ¿qué sucederá?
      El Graff habló tristemente:
      —Aunque ésa ha sido siempre la política de los Gabons de Carthis, sus anteriores gobernantes, no es la política seguida por el presente Gabon de Wharis. De todas formas, yo solamente puedo decirles que su nuevo Graff, Belde Kelden Cuarenta y Ocho L, llegará en pocas semanas y sin lugar a dudas explicará su política.
      Lord Harricraft se mantuvo de pie.
      —Pero usted debe de tener alguna idea de lo que este nuevo Gabon quiere de la Tierra.
      El Graff dudó y luego dijo lentamente:
      —Se sabe que el Gabon de Wharis tiene gran necesidad de uranio y de otros varios elementos raros que se encuentran aquí en la Tierra. El hecho de que se haya señalado a Belde Kelden Cuarenta y Ocho L como su nuevo Graff es un indicio, puesto que este Graff tiene una amplia reputación de éxitos en todas las explotaciones exteriores de los nuevos planetas.
      Larry Kincaid hizo una mueca burlona a los otros periodistas que estaban en la mesa de la prensa:
      —¡Nos chingaron y ni nos dimos cuenta!
      Monsieur Pierre Bart se levantó.
      —Entonces se puede esperar que este nuevo Graff Belde Kelden Cuarenta y Ocho L, bajo la dirección del Gabon de Wharis, comenzará una explotación en toda regla de los recursos del planeta, transportándolos a otras partes del imperio de su Gabon.
      —Me temo que eso sea lo correcto.
      El presidente Hanford habló otra vez:
      —¿Pero no podremos decir nada acerca de ello? Después de todo…
      El Graff dijo:
      —Incluso en Carthis y bajo la benevolente guía de Modren Uno, el Gabon más progresista de la Galaxia, un planeta no tiene voz en su imperio hasta que no haya alcanzado un desarrollo de H-Cuarenta. Como pueden ver, cada Gabon debe considerar el bienestar de su imperio como una totalidad. Él no puede verse afectado por los deseos o incluso las necesidades de las más primitivas formas de vida en sus varios planetas atrasados. Desafortunadamente…
      Lord Harricraft estaba intensamente rojo de indignación.
      —Pero esto es prepotencia —farfulló—. Nunca se ha oído acerca de…
      El Graff levantó su mano fríamente:
      —No tengo ningún deseo de discutir con ustedes. Como ya he dicho, yo ya no soy el Graff de vuestro planeta. De todas formas, puedo puntualizar unos pocos hechos que hacen que la indignación de ustedes esté un poco fuera de lugar. A pesar de mi residencia en Marte, he hecho el esfuerzo de llevar a cabo una investigación intensa de su historia. Corríjanme si estoy equivocado en lo que sigue.
      »La nación en la que estamos teniendo nuestra conferencia son los Estados Unidos. ¿No es verdad que en mil ochocientos tres los Estados Unidos compraron aproximadamente dos millones de kilómetros cuadrados de su presente territorio al emperador francés Napoleón por la suma de quince millones de dólares? Creo que se llama la Adquisición de Louisiana.
      «También creo que el territorio de Louisiana estaba habitado en su mayor parte y casi exclusivamente por tribus amerindias. ¿Habían oído hablar alguna vez estas tribus de los Estados Unidos o de Napoleón? ¿Qué les sucedió a esta gente cuando trató de defender sus hogares de los extranjeros blancos?—señaló a Lord Harricraft—. ¿O quizá deba referirme más directamente al país de usted? Entiendo que usted representa al poderoso Imperio Británico. Dígame, ¿cómo fue adquirido originalmente Canadá? ¿O África del Sur? ¿O la India? —se volvió hacia Pierre Bart—. Y usted, creo, representa a Francia. ¿Cómo fueron adquiridas sus colonias del norte de África? ¿Ustedes consultaron con los nómadas que vivían allí antes de tomar su control?
      El francés farfulló:
      —¡Pero ésos eran atrasados bárbaros! Nuestra asunción del gobierno sobre el área era para el beneficio de ellos y el del mundo como una totalidad.
      El Graff se encogió de hombros tristemente.
      —Me temo que ésa sea exactamente la misma historia que oirán de su nuevo Graff Beldé Kelden Cuarenta y Ocho L.
      Repentinamente la mitad de la sala se levantó. Los delegados estaban de pie en sillas y mesas. Los gritos se elevaron, amenazas, histérica defensa.
      —¡Lucharemos!
      —¡Mejor la muerte que la esclavitud!
      —¡Nos uniremos para la defensa contra los alienígenas!
      —¡Abajo con la interferencia de otros mundos!
      —¡LUCHAREMOS!
      El Graff esperó hasta que el primer fuego de protesta se hubiera consumido, entonces levantó sus manos pidiendo silencio.
      —Yo les recomiendo que no hagan nada para oponerse a Beldé Kelden Cuarenta y Ocho L, de quien se sabe que es un Graff despiadado cuando encuentra oposición entre sus inferiores. Ejecuta estrictamente las órdenes del Gabon de Wharis, quien usualmente lleva a cabo la política de aplastar esas revueltas y luego cambiar a la población entera a planetas menos acogedores, en donde serán forzados a mantenerse a sí mismos lo mejor que puedan.
      »Y puedo añadir que en algunos de los planetas del Imperio de Wharis eso es bastante difícil, si no imposible.
      El ruido a través de toda la sala estaba comenzando a elevarse otra vez. El Graff se encogió de hombros y se volvió hacia el presidente Hanford.
      —Me temo que debo irme ahora. No hay nada más que decir por mi parte —se volvió hacia Grannon Tyre 1852 K y su guardia.
      —Un momento —dijo el presidente urgentemente—. ¿No hay nada más? ¿Alguna advertencia, alguna palabra de ayuda?
      El Graff suspiró.
      —Lo lamento. Ahora ya no está en mis manos —pero se detuvo y pensó por un momento—. Hay una cosa que puedo sugerir que puede ayudarles considerablemente en sus tratos con Beldé Kelden Cuarenta y Ocho L. Espero que, al decirlo, no hiera sus sentimientos.
      —Por supuesto que no —el presidente murmuró esperanzado—. El destino del mundo entero pende de un hilo. Cualquier cosa que pueda ayudar…
      —Bueno, entonces, debo decir que me considero completamente libre de prejuicios. No significa nada para mí que una persona tenga la piel verde, amarilla o blanca, marrón, negra o roja. Algunos de mis mejores amigos tienen extraños colores de piel.
      »Sin embargo…, bueno, ¿no tienen ninguna raza en este planeta con la tez verde? Se sabe que el Graff Belde Kelden Cuarenta y Ocho L es extremadamente prejuicioso contra las razas de diferentes colores. Si ustedes tuvieran algunos representantes de piel verde para recibirle…
      El presidente le miró fija y calladamente.
      El Graff estaba desilusionado.
      —¿Quiere decir que no hay razas en la Tierra de piel verde? ¿O, al menos, azul?

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Un hombre bueno es difícil de encontrar

Mary Flannery O’Connor (1925-1964) fue una de las narradoras más importantes de los Estados Unidos en el siglo XX. Cuentista, sobre todo, se dedicó en su obra a describir la vida de su región (el sur de su país; ella provenía del estado de Georgia) y se le encuadra dentro de la vertiente llamada gótico americano: su énfasis en lo grotesco y en los conflictos morales de sus personajes es constante. Graduada del famoso programa de escritura creativa de la Universidad de Iowa, vivió poco –murió a causa de una enfermedad degenerativa a los 39 años de edad– pero su obra, ya reconocida durante su propia vida, ha seguido siéndolo desde entonces.
      «Un hombre bueno es difícil de encontrar» es el cuento más famoso de O’Connor y parece apropiado en estos días. Además de su superficie de horror y de varios detalles argumentales, que a muchos lectores recordará temores actuales de buena parte del mundo respecto de los Estados Unidos, uno de sus grandes temas es la división: la imposibilidad de comprender el pensamiento de otros, de tender puentes que puedan impedir una catástrofe. Para O’Connor. esta división tenía que ver con diferencias religiosas e iedológicas, particularmente entre el norte y el sur. Ahora tal vez esas diferencias se manifiestan de otro modo –en visiones del mundo, en fuentes de información inconciliables– pero no son menos destructivas.
      Esta traducción del cuento se encuentra en varios sitios de la red y quiere representar la diferencia de acentos en el inglés del sur de los Estados Unidos. La versión original («A Good Man is Hard to Find») apareció por primera vez en 1953 en la antología The Avon Book of Modern Writing.

Flannery O’Connor según Kevin Christy. Fuente

UN HOMBRE BUENO ES DIFÍCIL DE ENCONTRAR
Flannery O’Connor

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
      —Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto, léelo.
      Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
      —Aquí, ese tipo que s’hace llamar el Desequilibrado s’ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d’esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.
      Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de un tarro.
      —Los niños y’han estao en Florida —dijo la anciana señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
      La madre de los niños no pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con anteojos, dijo:
      —Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa? Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
      —No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
      —¿Y qué harían si este hombre, el Desequilibrado, los agarrara? —preguntó la abuela.
      —Le daría un puñetazo en la cara —respondió John Wesley. —No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
      —Muy bien, señorita —dijo la abuela—. Acuérdate d’eso la próxima vez que me pidas que te ondule el pelo.
      June Star dijo que sus rizos eran naturales.
      A la mañana siguiente la abuela fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
      Se sentó en el centro del asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el bebé se sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
      La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
      Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
      —Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
      —Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no hablaría d’esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia, colinas.
      —Tennessee n’es más que un muladar lleno de pueblerinos y Georgia es también un estado asqueroso.
      —Tú l’has dicho —dijo June Star.
      —En mis tiempos —dijo la abuela entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
      Todos se volvieron para mirar al negrito por la luneta trasera. Él saludó con la mano.
      —Ese chico no llevaba pantalones —observó June Star.
      —Probablemente no tiene —explicó la abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.
      Los niños intercambiaron sus historietas.
      La abuela se ofreció a tomar al bebé y la madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
      —¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la plantación.
      —¿Dónde está la plantación? —preguntó John Wesley.
      —El viento se la llevó —dijo la abuela—. Ja, ja.
      Cuando los chicos terminaron de leer todos las historietas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse por encima de la abuela.
      La abuela dijo que les contaría un cuento si se quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
      Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban:
      PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
      Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño, chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
      El interior de The Tower era una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían. Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claqué. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.
      —¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
      —Claro que no —contestó June Star—. No viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares. Y salió corriendo hacia la mesa.
      —¡Qué graciosa! —repitió la mujer, estirando la boca con amabilidad.
      —¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
      Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
      —No hay manera. No hay manera —dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
      —Desde luego, la gente ya no es como antes —sentenció la abuela.
      —La semana pasada vinieron aquí dos tipos —explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el molino y ¿saben que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?
      —¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó de inmediato la abuela.
      —Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
      La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en equilibrio sobre el brazo.
      —No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie —afirmó mirando a Red Sammy.
      —¿Han leído algo sobre ese criminal, el Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
      —No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu’hay aquí, no me sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que…
      —Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas a esta gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
      —Un hombre bueno es difícil d’encontrar —dijo Red Sammy—. Las cosas s’están poniendo cada vez más feas. Yo m’acuerdo de qu’antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s’acabó.
      Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual. Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
      De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas seguían en pie.
      —Había un panel secreto en la casa —afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero nunca la encontraron…
      —¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo! ¡L’encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l’encontraremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
      —¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
      —No está lejos d’aquí, lo sé —aseguró la abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.
      Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.
      —No —dijo.
      Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.
      —¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Quieren cerrar la boca? ¿Quieren cerrar la boca un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
      —Sería muy educativo pa ellos —murmuró la abuela.
      —Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la última.
      —El camino de tierra donde debes doblar queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
      —Un camino de tierra —gruñó Bailey.
      Después de dar la vuelta en dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
      —No se puede entrar en esa casa —dijo Bailey—. No sabemos quién vive allí.
      —Mientras ustedes hablan con la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d’atrás y entraré por una ventana —propuso John Wesley.
      —Nos quedaremos todos en el coche —dijo la madre.
      Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a tropezones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
      —Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.
      Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel camino desde hacía meses.
      —No falta mucho —comentó la abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.
      Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas grises, cara blanca y hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una oruga.
      Tan pronto como los chicos se dieron cuenta de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en Tennessee.
      Bailey se quitó el gato del cuello con las manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la cuneta, con el chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero sçolo había sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un accidente!», gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
      —Pero nadie se ha muerto —señaló june Star con cierta desilusión, mientras la abuela salía rengueando del coche, con el sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
      Se sentaron todos en la cuneta, excepto los chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
      —Tal vez pase algún coche —dijo la madre de los niños con voz ronca.
      —Creo que m’hecho daño en algún órgano —comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
      A Bailey le castañeteaban los dientes. Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que la casa en cuestión estaba en Tennessee.
      La carretera quedaba unos tres metros más arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina; avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había tres hombres dentro.
      Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
      El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos tejanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
      —¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los niños.
      La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
      —Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un accidente de na.
      —¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo la abuela.
      —Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero gris.
      —¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
      —Señora —dijo el hombre a la madre de los chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
      —¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer? —preguntó June Star.
      Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca.
      —Vengan aquí —dijo la madre.
      —Verá usted —dijo Bailey de pronto—, estamos en un apuro. Estamos en…
      La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.
      —¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más verlo!
      —Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
      Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
      —Señora —dijo—, no se disguste. A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu’haya querido hablarle d’esa manera.
      —Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? —dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los ojos.
      El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
      —No me gustaría na tener qu’hacerlo.
      —Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé qu’eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que debes de venir d’una buena familia!
      —Sí, señora —afirmó él—, la mejor del mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d’oro puro.
      El muchacho de la sudadera roja se había colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
      —Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—. Sabes que me ponen nervioso.
      Miró a los seis apiñados ante él y dio la impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
      —No hay ni una nube en el cielo —comentó alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
      —Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—. Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
      —¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense todos y déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto de iniciar la carrera, pero no se movió.
      —Muchas gracias, señora —dijo el Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
      —Tardaremos una media hora en arreglar el coche —avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
      —Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría acompañarlos hasta el bosque?
      —Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu’es esto. —Y se le quebró la voz. Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó absolutamente inmóvil.
      La abuela levantó la mano para ponerse bien el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram levantó a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano. John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
      —¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame, mamá!
      —¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela, pero todos desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica, pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu’eres un hombre bueno —le dijo con desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
      —No, no soy un hombre bueno —repuso el Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía mi viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d’estos últimos. ¡Va estar en to!»
      Se puso el sombrero y súbitamente alzó la mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
      —Perdonen qu’esté sin camisa delante de ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
      —No pasa na —observó la abuela—. Tal vez Bailey tenga otra camisa en su maleta.
      —Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
      —¿Adónde se lo están llevando? —gritó la madre de los niños.
      —Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—. No había quien l’engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía l’habilidá de saber tratarlos.
      —Tú podrías ser honrado si te lo propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t’estuviera persiguiendo to el tiempo.
      El Desequilibrado escarbaba en el suelo con la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
      —Sí, siempre hay alguien persiguiéndote —murmuró.
      La abuela reparó en cuán delgados eran sus omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
      —¿Rezas alguna vez? —preguntó.
      Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
      —No.
      Sonó un disparo de pistola en el bosque, seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una larga inspiración satisfecha.
      —¡Bailey, hijo! —gritó.
      —Durante un tiempo fui cantante de gospel —explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
      —Reza, reza —empezó a repetir la abuela—, reza, reza…
      —No era un chico malo por lo que recuerdo —prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice algo malo y m’enviaron a la penitenciaría. M’enterraron vivo.
      Miró hacia arriba y mantuvo la atención de la abuela con una mirada fija.
      —Fue entonces cuando deberías haber comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu’hiciste pa que te enviaran a la penitenciaría la primera vez?
      —Doblabas a la derecha y había una pared —explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—. Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo, mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu’había hecho, señora. Me quedaba sentado allí tratando de recordar lo qu’había hecho y, hasta el día de hoy, no lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
      —Tal vez t’encerraron por error —apuntó la anciana. —No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí. —Tal vez robaste algo.
      El Desequilibrado soltó una risita burlona.
      —Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L’enterraron en el cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por sí misma.
      —Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te ayudaría.
      —Así es.
      —Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó ella, temblando de súbita alegría.
      —No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas me van bien.
      Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules estampados.
      —Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado.
      La camisa llegó volando, aterrizó en su hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa camisa.
      —No, señora —prosiguió el Desequilibrado mientras se abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche, porque tarde o temprano t’olvidas de lo qu’has hecho y simplemente te castigan por ello.
      La madre de los chicos comenzó a emitir sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
      —Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
      —Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado dormido, en el otro.
      —Ayuda a la señora, Hiram —dijo el Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú, Bobby Lee, toma a la pequeña de la mano.
      —No quiero que me dé la mano —replicó June Star—. Parece un cerdo.
      El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la tomó de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
      Sola con el Desequilibrado, la abuela se dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo. Finalmente se encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús t’ayudará», pero de la manera en que lo decía era como si estuviera maldiciendo.
      —Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si le estuviera dando la razón. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma. Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu’haces y te quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu’has hecho y podrás contraponer el delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa probar que no t’han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao durante`l castigo.
      Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato por un disparo.
      —¿Le parece bien a usté, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
      —¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d’una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero que tengo!
      —Señora —repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al sepulturero.
      Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
      —Jesús es el único qu’ha resucitao a los muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu’haberlo hecho. Rompió el equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.
      —Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
      —Yo no estaba allí, así que no puedo decir que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque d’haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d’haber estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
      Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
      —¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
      Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las gafas y se puso a limpiarlas.
      Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
      Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
      —Llévensela y déjenla donde dejaron a los otros —dijo, y tomó al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
      —Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó a la zanja cantando.
      —Habría sido una buena mujer —dijo el Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
      —¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
      —Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—. No hay verdadero placer.

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El cuento de navidad de Auggie Wren

En años recientes se ha puesto de moda tratar de subvertir los cuentos de navidad tradicionales y ofrecer versiones irónicas o violentas de los mismos (o de la idea que se tiene de ellos). El cuento que sigue del famoso narrador estadounidense Paul Auster (1947), publicado en 1990 en el New York Times, es de los iniciadores de esa tendencia, y de los muy pocos que logra evitar la cursilería y, al mismo tiempo, contar una historia sentimental y, por decirlo así, de buen corazón. En ella se basa la película Cigarros (Smoke, 1995), dirigida por Wayne Wang a partir de un guión del propio Auster.
      Este es el cuarto cuento de una entrega especial en este diciembre, para compensar la falta de textos durante otros meses de este año terrible de 2016. Les deseo felices fiestas.

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
Paul Auster

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
      Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
      Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
      Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos, negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
      Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
      —Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
      Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
      Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
      —Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
      Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
      Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
      A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times, y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
      Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O´Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería corno tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
      No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
      —¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado—, ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
      Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
      –Fue en el verano del setenta y dos -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
      “Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años, vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
      “Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
      “La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
      “–¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
      “Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
      “–Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
      “Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
      “Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
      “–Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.
      “No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
      “No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
      “Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
      “–Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
      “A1 cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
      “Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
      “No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
       —¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
      —Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
      —Probablemente había muerto.
      —Sí, probablemente.
      —Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
      —Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
      —Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
      —Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
      —La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
      —Todo por el arte, ¿eh, Paul?
      —Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
      —Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?
      —Sí —dije—. Supongo que sí.
      Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
      —Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
      —Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos—. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
      —Supongo que estoy en deuda contigo.
      —No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
      —Excepto el almuerzo.
      —Eso es. Excepto el almuerzo.
      Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

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Los amigos de los amigos

El mes pasado no pude publicar un cuento, así que en éste habrá dos. El primero es de Henry James (1843-1916), el gran autor estadounidense –emigrado desde muy pronto a Inglaterra–, maestro de la narrativa de su tiempo. Algunas personas asocian el nombre de James sólo con sus historias de lo sobrenatural y lo extraño, de las que la más famosa debe ser la novela Otra vuelta de tuerca; sin embargo, James fue también un observador extraordinario de la psicología humana y de las relaciones sociales y personales, y estos intereses se juntan de hecho con la narración de lo misterioso en aquella novela y en gran parte de su obra. Otro ejemplo es «Los amigos de los amigos» («The Friends of Friends»), publicado inicialmente con el título «The Way It Came» en 1896. Enmarcada como el testimonio de un lector de parte de los diarios de la protagonista, en la narración importa tanto la relación que ésta entabla con su prometido como las causas inexplicables por las que se ve en peligro. Este cuento fue seleccionado por Italo Calvino para su famosa antología Cuentos fantásticos del XIX.

Henry James

LOS AMIGOS DE LOS AMIGOS

Henry James

Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación—. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.

I

Sé perfectamente, por supuesto, que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni pone. Yo fui la primera persona que le habló de ella: ni tan siquiera la había oído nombrar. Aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí; después traté de consolarme con esa reflexión. Pero el consuelo que dan las reflexiones es poco: el único consuelo que cuenta en la vida es no haber hecho el tonto. Esa es una bienaventuranza de la que yo, desde luego, nunca gozaré. «Pues deberías conocerla y comentarlo con ella», fue lo que le dije inmediatamente. «Sois almas gemelas». Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Era cosa bien sabida de sus amistades —cada dos por tres se le pedía que relatara el incidente—. Era encantadora, inteligente, guapa, desgraciada; pero, con todo eso, era a aquello a lo que en un principio había debido su celebridad.
      Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje por no sé dónde con una tía suya, había tenido una visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad extranjera. Ella había pasado sola, adelantándose a sus acompañantes, a una salita que contenía una obra de arte famosa, y que en aquel momento ocupaban otras dos personas. Una era un vigilante anciano; a la otra, antes de fijarse, la tomó por un desconocido, un turista. No fue consciente sino de que tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco. Pero en el instante en que puso los ojos en él vio con asombro a su padre, que, como si llevara esperándola mucho tiempo, la miraba con inusitada angustia y con una impaciencia que era casi un reproche. Ella corrió hacia él, gritando descompuesta: «¿Papá, qué te pasa?»; pero a esto siguió una demostración de sentimiento todavía más intenso al ver que ante ese movimiento su padre se desvanecía sin más, dejándola consternada entre el vigilante y sus parientes, que para entonces ya la habían seguido. Esas personas, el empleado, la tía, los primos, fueron pues, en cierto modo, testigos del hecho —del hecho, al menos, de la impresión que había recibido—; y hubo además el testimonio de un médico que atendía a una de las personas del grupo y a quien se comunicó inmediatamente lo sucedido. El médico prescribió un remedio contra la histeria pero le dijo a la tía en privado: «Espere a ver si no ocurre nada en su casa». Sí había ocurrido algo: el pobre padre, víctima de un mal súbito y violento, había fallecido aquella misma mañana. La tía, hermana de la madre, recibió en el día un telegrama en el que se le anunciaba el suceso y se le pedía que preparase a su sobrina. Su sobrina ya estaba preparada, y ni que decir tiene que aquella aparición dejó en ella una huella indeleble. A todos nosotros, como amigos suyos, nos había sido transmitida, y todos nos la habíamos transmitido unos a otros con cierto estremecimiento. De eso hacía doce años, y ella, como mujer que había hecho una boda desafortunada y vivía separada de su marido, había cobrado interés por otros motivos; pero como el apellido que ahora llevaba era un apellido frecuente, y como además su separación judicial apenas era distinción en los tiempos que corrían, era habitual singularizarla como «esa, sí, la que vio al fantasma de su padre».
      En cuanto a él, él había visto al de su madre…, ¡qué más hacía falta! Yo no lo había sabido hasta esta ocasión en que nuestro trato más íntimo, más agradable, le llevó, por algo que había salido en nuestra conversación a mencionarlo y con ello a inspirarme el impulso de hacerle saber que tenía un rival en ese terreno —una persona con quien comparar impresiones—. Más tarde, esa historia vino a ser para él, quizá porque yo la repitiese indebidamente, también una cómoda etiqueta mundana; pero no era con esa referencia como me lo habían presentado un año antes. Tenía otros méritos, como ella, la pobre, también los tenía. Yo puedo decir sinceramente que fui muy consciente de ellos desde el primer momento —que los descubrí antes de que él descubriera los míos—. Recuerdo haber observado ya en aquel entonces que su percepción de los míos se avivó por esto de que yo pudiera corresponder, aunque desde luego no con nada de mi propia experiencia, a su curiosa anécdota. Databa esa anécdota, como la de ella, de una docena de años atrás: de un año en el que, estando en Oxford, por no sé qué razones se había quedado a hacer el curso «largo». Era una tarde del mes de agosto; había estado en el río. Cuando volvió a su habitación, todavía a la clara luz del día, encontró allí a su madre, de pie y como con los ojos fijos en la puerta. Aquella mañana había recibido una carta de ella desde Gales, donde estaba con su padre. Al verle le sonrió con muchísimo cariño y le tendió los brazos, y al adelantarse él abriendo los suyos, lleno de alegría, se desvaneció. Él le escribió aquella noche, contándole lo sucedido; la carta había sido cuidadosamente conservada. A la mañana siguiente le llegó la noticia de su muerte. Aquel azar de nuestra conversación hizo que se quedara muy impresionado por el pequeño prodigio que yo pude presentarle. Nunca se había tropezado con otro caso. Desde luego que tenían que conocerse, mi amiga y él; seguro que tendrían cosas en común. Yo me encargaría, ¿verdad? —si ella no tenía inconveniente—; él no lo tenía en absoluto. Yo había prometido hablarlo con ella en la primera ocasión, y en la misma semana pude hacerlo. De «inconveniente» tenía tan poco como él; estaba perfectamente dispuesta a verle. A pesar de lo cual no había de haber encuentro —como vulgarmente se entienden los encuentros.

II

La mitad de mi cuento está en eso: de qué forma extraordinaria se vio obstaculizado. Fue culpa de una serie de accidentes; pero esos accidentes, persistiendo al cabo de los años, acabaron siendo, para mí y para otras personas, objeto de diversión con cada una de las partes. Al principio tuvieron bastante gracia, luego ya llegaron a aburrir. Lo curioso es que él y ella estaban muy bien dispuestos: no se podía decir que se mostrasen indiferentes, ni muchísimo menos reacios. Fue uno de esos caprichos del azar, ayudado, supongo, por una oposición bastante arraigada de las ocupaciones y costumbres de uno y otra. Las de él tenían por centro su cargo, su sempiterna inspección, que le dejaba escaso tiempo libre, reclamándole constantemente y obligándole a anular compromisos. Le gustaba la vida social, pero en todos lados la encontraba y la cultivaba a la carrera. Yo nunca sabía dónde podía estar en un momento dado, y a veces transcurrían meses sin que le viera. Ella, por su parte, era prácticamente suburbana: vivía en Richmond y no «salía» nunca. Era persona de distinción, pero no de mundo, y muy sensible, como se decía, a su situación. Decididamente altiva y un tanto caprichosa, vivía su vida como se la había trazado. Había cosas que era posible hacer con ella, pero era imposible hacerla ir a las reuniones en casa ajena. De hecho éramos los demás los que íbamos, algo más a menudo de lo que hubiera sido normal, a las suyas, que consistían en su prima, una taza de té y la vista. El té era bueno; pero la vista nos era ya familiar, aunque tal vez su familiaridad no alcanzara, como la de la prima —una solterona desagradable que formaba parte del grupo cuando aquello del museo que ahora vivía con ella—, al grado de lo ofensivo. Aquella vinculación a un pariente inferior, que en parte obedecía a motivos económicos —según ella su acompañante era una administradora maravillosa—, era una de las pequeñas manías que le teníamos que perdonar. Otro era su estimación de lo que le exigía el decoro por haber roto con su marido. Esta era extremada —muchos la calificaban hasta de morbosa—. No tomaba con nadie la iniciativa; cultivaba el escrúpulo; sospechaba desaires, o quizá me esté mejor decir que los recordaba: era una de las pocas mujeres que he conocido a quienes esa particular posición había hecho modestas más que atrevidas. ¡La pobre, cuánta delicadeza! Especialmente marcados eran los límites que había puesto a las posibles atenciones de parte de hombres: siempre estaba pensando que su marido no hacía sino esperar la ocasión para atacar. Desalentaba, si no prohibía las visitas de personas del sexo masculino no seniles: decía que para ella todas las precauciones eran pocas.
      Cuando por primera vez le mencioné que tenía un amigo al que los hados habían distinguido de la misma extraña manera que a ella, le dejé todo el margen posible para que me dijera: «¡Ah, pues traele a verme!» Seguramente habría podido llevarle, y se habría producido una situación del todo inocente, o por lo menos relativamente simple. Pero no dijo nada de eso; no dijo más que: «Tendré que conocerle; ¡a ver si coincidimos!» Eso fue la causa del primer retraso, y entretanto pasaron varias cosas. Una de ellas fue que con el transcurso del tiempo, y como era una persona encantadora, fue haciendo cada vez más amistades, y matemáticamente esos amigos eran también lo suficientemente amigos de él como para sacarle a relucir en la conversación. Era curioso que sin pertenecer, por así decirlo, al mismo mundo, o, según una expresión horrenda, al mismo ambiente, mi sorprendida pareja hubiera venido a dar en tantos casos con las mismas personas y a hacerles entrar en el extraño coro. Ella tenía amigos que no se conocían entre sí, pero que inevitable y puntualmente le hablaban bien de él. Tenía también un tipo de originalidad, un interés intrínseco, que hacía que cada uno de nosotros la tuviera como un recurso privado, cultivado celosamente, más o menos en secreto, como una de esas personas a las que no se ve en una reunión social, a las que no todo el mundo —no el vulgo— puede abordar, y con quien, por tanto, el trato es particularmente difícil y particularmente precioso. La veíamos cada cual por separado, con citas y condiciones, y en general nos resultaba más conducente a la armonía no contárnoslo. Siempre había quien había recibido una nota suya más tarde que otro. Hubo una necia que durante mucho tiempo, entre los no privilegiados, debió a tres simples visitas a Richmond la fama de codearse con «cantidad de personas inteligentísimas y fuera de serie».
      Todos hemos tenido amigos que parecía buena idea juntar, y todos recordamos que nuestras mejores ideas no han sido nuestros mayores éxitos; pero dudo que jamás se haya dado otro caso en el que el fracaso estuviera en proporción tan directa con la cantidad de influencia puesta en juego. Realmente puede ser que la cantidad de influencia fuera lo más notable de este. Los dos, la dama y el caballero, lo calificaron ante mí y ante otros de tema para una comedia muy divertida. Con el tiempo, la primera razón aducida se eclipsó, y sobre ella florecieron otras cincuenta mejores. Eran tan parecidísimos: tenían las mismas ideas, mañas y gustos, los mismos prejuicios, supersticiones y herejías; decían las mismas cosas y, a veces, las hacían; les gustaban y les desagradaban las mismas personas y lugares, los mismos libros, autores y estilos; había toques de semejanza hasta en su aspecto y sus facciones. Como no podía ser menos, los dos eran, según la voz popular, igual de «simpáticos» y casi igual de guapos. Pero la gran identidad que alimentaba asombros y comentarios era su rara manía de no dejarse fotografiar. Eran las únicas personas de quienes se supiera que nunca habían «posado» y que se negaban a ello con pasión. Que no y que no —nada, por mucho que se les dijera—. Yo había protestado vivamente; a él, en particular, había deseado tan en vano poder mostrarle sobre la chimenea del salón, en un marco de Bond Street. Era, en cualquier caso, la más poderosa de las razones por las que debían conocerse —de todas las poderosas razones reducidas a la nada por aquella extraña ley que les había hecho cerrarse mutuamente tantas puertas en las narices, que había hecho de ellos los cubos de un pozo, los dos extremos de un balancín, los dos partidos del Estado, de suerte que cuando uno estaba arriba el otro estaba abajo, cuando uno estaba fuera el otro estaba dentro; sin la más mínima posibilidad para ninguno de entrar en una casa hasta que el otro la hubiera abandonado, ni de abandonarla desavisado hasta que el otro estuviera a tiro—. No llegaban hasta el momento en que ya no se les esperaba, que era precisamente también cuando se marchaban. Eran, en una palabra, alternos e incompatibles; se cruzaban con un empecinamiento que sólo se podía explicar pensando que fuera preconvenido. Tan lejos estaba de serlo, sin embargo, que acabó —literalmente al cabo de varios años— por decepcionarles y fastidiarles. Yo no creo que su curiosidad fuera intensa hasta que se manifestó absolutamente vana. Mucho, por supuesto, se hizo por ayudarles, pero era como tender alambres para hacerles tropezar. Para poner ejemplos tendría que haber tomado notas; pero sí recuerdo que ninguno de los dos había podido jamás asistir a una cena en la ocasión propicia. La ocasión propicia para uno era la ocasión frustrada para el otro. Para la frustrada eran puntualísimos, y al final todas quedaron frustradas. Hasta los elementos se confabulaban, secundados por la constitución humana. Un catarro, un dolor de cabeza, un luto, una tormenta, una niebla, un terremoto, un cataclismo se interponían infaliblemente. El asunto pasaba ya de broma.
      Pero como broma había que seguir tomándolo, aunque no pudiera uno por menos de pensar que con la broma la cosa se había puesto seria, se había producido por ambas partes una conciencia, una incomodidad, un miedo real al último accidente de todos, el único que aún podía tener algo de novedoso, al accidente que sí les reuniese. El efecto último de sus predecesores había sido encender ese instinto. Estaban francamente avergonzados —quizá incluso un poco el uno del otro—. Tanto preparativo, tanta frustración: ¿qué podía haber, después de tanto y tanto, que lo mereciera? Un mero encuentro sería mera vaciedad. ¿Me los imaginaba yo al cabo de los años, preguntaban a menudo, mirándose estúpidamente el uno al otro, y nada más? Si era aburrida la broma, peor podía ser eso. Los dos se hacían exactamente las mismas reflexiones, y era seguro que a cada cual le llegaran por algún conducto las del contrario. Yo tengo el convencimiento de que era esa peculiar desconfianza lo que en el fondo controlaba la situación. Quiero decir que si durante el primer año o dos habían fracasado sin poderlo evitar, mantuvieron la costumbre porque —¿cómo decirlo?— se habían puesto nerviosos. Realmente había que pensar en una volición soterrada para explicarse una cosa tan repetida y tan ridícula.

III

Cuando para coronar nuestra larga relación acepté su renovada oferta de matrimonio, se dijo humorísticamente, lo sé, que yo había puesto como condición que me regalara una fotografía suya. Lo que era verdad era que yo me había negado a darle la mía sin ella. El caso es que le tenía por fin, todo pimpante, encima de la chimenea; y allí fue donde ella, el día que vino a darme la enhorabuena, estuvo más cerca que nunca de verle. Con posar para aquel retrato le había dado él un ejemplo que yo la invité a seguir; ya que él había depuesto su terquedad, ¿por qué no deponía ella la suya? También ella me tenía que regalar algo por mi compromiso: ¿por qué no me regalaba la pareja? Se echó a reír y meneó la cabeza; a veces hacía ese gesto con un impulso que parecía venido desde tan lejos como la brisa que mueve una flor. Lo que hacía pareja con el retrato de mi futuro marido era el retrato de su futura mujer. Ella tenía tomada su decisión, y era tan incapaz de apartarse de ella como de explicarla. Era un prejuicio, un entêtement, un voto —viviría y se moriría sin dejarse fotografiar—. Ahora, además, estaba sola en ese estado: eso era lo que a ella le gustaba; le otorgaba una originalidad tanto mayor. Se regocijó de la caída de su excorreligionario, y estuvo largo rato mirando su efigie, sin hacer sobre ella ningún comentario memorable, aunque hasta le dio la vuelta para verla por detrás. En lo tocante a nuestro compromiso se mostró encantadora, toda cordialidad y cariño.
      —Llevas tú más tiempo conociéndole que yo sin conocerle —dijo—. Parece una enormidad.
      Sabiendo cuánto habíamos trajinado juntos por montes y valles, era inevitable que ahora descansásemos juntos. Preciso todo esto porque lo que le siguió fue tan extraño que me da como un cierto alivio marcar el punto hasta donde nuestras relaciones fueron tan naturales como habían sido siempre. Yo fui quien con una locura súbita las alteró y destruyó. Ahora veo que ella no me dio el menor pretexto, y que donde únicamente lo encontré fue en su forma de mirar aquel apuesto semblante metido en un marco de Bond Street. ¿Y cómo habría querido yo que lo mirase? Lo que yo había deseado desde el principio era interesarla por él. Y lo mismo seguí deseando —hasta un momento después de que me prometiera que esa vez contaría realmente con su ayuda para romper el absurdo hechizo que los había tenido separados—. Yo había acordado con él que cumpliera con su parte si ella triunfalmente cumplía con la suya. Yo estaba ahora en otras condiciones —en condiciones de responder por él—. Me comprometía rotundamente a tenerle allí mismo a las cinco de la tarde del sábado siguiente. Había salido de la ciudad por un asunto urgente, pero jurando mantener su promesa al pie de la letra: regresaría ex profeso y con tiempo de sobra. «¿Estás totalmente segura?», recuerdo que preguntó, con gesto serio y meditabundo; me pareció que palidecía un poco. Estaba cansada, no estaba bien: era una pena que al final fuera a conocerla en tan mal estado. ¡Si la hubiera conocido cinco años antes! Pero yo le contesté que esta vez era seguro, y que, por tanto, el éxito dependía únicamente de ella. A las cinco en punto del sábado le encontraría en un sillón concreto que le señalé, el mismo en el que solía sentarse y en el que —aunque esto no se lo dije— estaba sentado hacía una semana, cuando me planteó la cuestión de nuestro futuro de una manera que me convenció. Ella lo miró en silencio, como antes había mirado la fotografía, mientras yo repetía por enésima vez que era el colmo de lo ridículo que no hubiera manera de presentarle mi otro yo a mi amiga más querida.
      —¿Yo soy tu amiga más querida? —me preguntó con una sonrisa que por un instante le devolvió la belleza.
      Yo respondí estrechándola contra mi pecho; tras de lo cual dijo:
      —De acuerdo, vendré. Me da mucho miedo, pero cuenta conmigo.
      Cuando se marchó empecé a preguntarme qué sería lo que le daba miedo, porque lo había dicho como si hablara completamente en serio. Al día siguiente, a media tarde, me llegaron unas líneas suyas: al volver a casa se había encontrado con la noticia del fallecimiento de su marido. Hacía siete años que no se veían, pero quería que yo lo supiera por su conducto antes de que me lo contaran por otro. De todos modos, aunque decirlo resultara extraño y triste, era tan poco lo que con ello cambiaba su vida que mantendría escrupulosamente nuestra cita. Yo me alegré por ella, pensando que por lo menos cambiaría en el sentido de tener más dinero; pero aún con aquella distracción, lejos de olvidar que me había dicho que tenía miedo, me pareció atisbar una razón para que lo tuviera. Su temor, conforme avanzaba la tarde, se hizo contagioso, y el contagio tomó en mi pecho la forma de un pánico repentino. No eran celos —no era más que pavor a los celos—. Me llamé necia por no haberme estado callada hasta que fuéramos marido y mujer. Después de eso me sentiría de algún modo segura. Tan sólo era cuestión de esperar un mes más —cosa seguramente sin importancia para quienes llevaban esperando tanto tiempo—. Se había visto muy claro que ella estaba nerviosa, y ahora que era libre su nerviosismo no sería menor. ¿Qué era aquello, pues, sino un agudo presentimiento? Hasta entonces había sido víctima de interferencias, pero era muy posible que de allí en adelante fuera ella su origen. La víctima, en tal caso, sería sencillamente yo. ¿Qué había sido la interferencia sino el dedo de la Providencia apuntando a un peligro? Peligro, por supuesto, para mi modesta persona. Una serie de accidentes de frecuencia inusitada lo habían tenido a raya; pero bien se veía que el reino del accidente tocaba a su fin. Yo tenía la íntima convicción de que ambas partes mantendrían lo pactado. Se me hacía más patente por momentos que se estaban acercando, convergiendo. Eran como los que van buscando un objeto perdido en el juego de la gallina ciega; lo mismo ella que él habían empezado a «quemarse». Habíamos hablado de romper el hechizo; pues bien, efectivamente se iba a romper —salvo que no hiciera sino adoptar otra forma y exagerar sus encuentros como había exagerado sus huidas—. Fue esta idea la que me robó el sosiego; la que me quitó el sueño —a medianoche no cabía en mí de agitación—. Sentí, al cabo, que no había más que un modo de conjurar la amenaza. Si el reino del accidente había terminado, no me quedaba más remedio que asumir su sucesión. Me senté a escribir unas líneas apresuradas para que él las encontrara a su regreso y, como los criados ya se habían acostado, yo misma salí destocada a la calle vacía y ventosa para echarlas en el buzón más próximo. En ellas le decía que no iba a poder estar en casa por la tarde, como había pensado, y que tendría que posponer su visita hasta la hora de la cena. Con ello le daba a entender que me encontraría sola.

IV

Cuando ella, según lo acordado, se presentó a las cinco me sentí, naturalmente, falsa y ruin. Mi acción había sido una locura momentánea, pero lo menos que podía hacer era tirar para adelante, como se suele decir. Ella permaneció una hora en casa; él, por supuesto, no apareció; y yo no pude sino persistir en mi perfidia. Había creído mejor dejarla venir; aunque ahora me parece chocante, juzgué que aminoraba mi culpa. Y aún así, ante aquella mujer tan visiblemente pálida y cansada, doblegada por la consciencia de todo lo que la muerte de su marido había puesto sobre el tapete, sentí una punzada verdaderamente lacerante de lástima y de remordimiento. Si no le dije en aquel mismo momento lo que había hecho fue porque me daba demasiada vergüenza. Fingí asombro —lo fingí hasta el final—; protesté que si alguna vez había tenido confianza era aquel día. Me sonroja contarlo —lo tomo como penitencia—. No hubo muestra de indignación contra él que no diera; inventé suposiciones, atenuantes; reconocí con estupor, viendo correr las manecillas del reloj, que la suerte de los dos no había cambiado. Ella se sonrió ante esa visión de su «suerte», pero su aspecto era de preocupación —su aspecto era desacostumbrado—: lo único que me sostenía era la circunstancia de que, extrañamente, llevara luto —no grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso—. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Eso, ayudado por un tanto de reflexión aguda, me daba un poco la razón. Me había escrito diciendo que el súbito evento no significaba ningún cambio para ella, pero evidentemente hasta ahí sí lo había habido. Si se inclinaba a seguir las formalidades de rigor, ¿por qué no observaba la de no hacer visitas en los primeros días? Había alguien a quien tanto deseaba ver que no podía esperar a tener sepultado a su marido. Semejante revelación de ansia me daba la dureza y la crueldad necesarias para perpetrar mi odioso engaño, aunque al mismo tiempo, según se iba consumiendo aquella hora, sospeché en ella otra cosa todavía más profunda que el desencanto, y un tanto peor disimulada. Me refiero a un extraño alivio subyacente, la blanda y suave emisión del aliento cuando ha pasado un peligro. Lo que ocurrió durante aquella hora estéril que pasó conmigo fue que por fin renunció a él. Le dejó ir para siempre. Hizo de ello la broma más elegante que yo había visto hacer de nada; pero fue, a pesar de todo, una gran fecha de su vida. Habló, con su suave animación, de todas las otras ocasiones vanas, el largo juego de escondite, la rareza sin precedentes de una relación así. Porqueera, o había sido, una relación, ¿acaso no? Ahí estaba lo absurdo. Cuando se levantó para marcharse, yo le dije que era una relación más que nunca, pero que yo no tenía valor, después de lo ocurrido, para proponerle por el momento otra oportunidad. Estaba claro que la única oportunidad válida sería la celebración de mi matrimonio. ¡Por supuesto que iría a mi boda! Cabía incluso esperar que él fuera también.
      —¡Si voy yo, no irá él! —recuerdo la nota aguda y el ligero quiebro de su risa. Concedí que podía llevar algo de razón. Lo que había que hacer entonces era tenernos antes bien casados.
      —No nos servirá de nada. ¡Nada nos servirá de nada! —dijo dándome un beso de despedida—. ¡No le veré jamás, jamás!
      Con esas palabras me dejó.
      Yo podía soportar su desencanto, como lo he llamado; pero cuando, un par de horas más tarde, le recibí a él para la cena, descubrí que el suyo no lo podía soportar. No había pensado especialmente en cómo pudiera tomarse mi maniobra; pero el resultado fue la primera palabra de reproche que salía de su boca. Digo «reproche», y esa expresión apenas parece lo bastante fuerte para los términos en que me manifestó su sorpresa de que, en tan extraordinarias circunstancias, no hubiera yo encontrado alguna forma de no privarle de semejante ocasión. Sin duda podría haber arreglado las cosas para no tener que salir, o para que su encuentro hubiera tenido lugar de todos modos. Podían haberse entendido muy bien, en mi salón, sin mí. Ante eso me desmoroné: confesé mi iniquidad y su miserable motivo. Ni había cancelado mi cita con ella ni había salido; ella había venido y, tras una hora de estar esperándole, se había marchado convencida de que sólo él era culpable de su ausencia.
      —¡Bonita opinión se habrá llevado de mí! —exclamó— ¿Me ha llamado —y recuerdo el trago de aire casi perceptible de su pausa— lo que tenía derecho a llamarme?
      —Te aseguro que no ha dicho nada que demostrara el menor enfado. Ha mirado tu fotografía, hasta le ha dado la vuelta para mirarla por detrás, donde por cierto está escrita tu dirección. Pero no le ha inspirado ninguna demostración. No le preocupas tanto.
      —¿Entonces por qué te da miedo?
      —No era ella la que me daba miedo. Eras tú.
      —¿Tan seguro veías que me enamorase de ella? No habías aludido nunca a esa posibilidad —prosiguió mientras yo guardaba silencio—. Aunque la describieras como una persona admirable, no era bajo esa luz como me la presentabas.
      —¿O sea, que si lo hubiera sido a estas alturas ya habrías conseguido conocerla? Yo entonces no temía nada —añadí—. No tenía los mismos motivos.
      A esto me respondió él con un beso y al recordar que ella había hecho lo mismo un par de horas antes sentí por un instante como si él recogiera de mis labios la propia presión de los de ella. A pesar de los besos, el incidente había dejado una cierta frialdad, y la consciencia de que él me hubiera visto culpable de una mentira me hacía sufrir horriblemente. Lo había visto sólo a través de mi declaración sincera, pero yo me sentía tan mal como si tuviera una mancha que borrar. No podía quitarme de la cabeza de qué manera me había mirado cuando hablé de la aparente indiferencia con que ella había acogido el que no viniera. Por primera vez desde que le conocía fue como si pusiera en duda mi palabra. Antes de separarnos le dije que la iba a sacar del engaño: que a primera hora de la mañana me iría a Richmond, y le explicaría que él no había tenido ninguna culpa. Iba a expiar mi pecado, dije; me iba a arrastrar por el polvo; iba a confesar y pedir perdón. Ante esto me besó una vez más.

V

En el tren, al día siguiente, me pareció que había sido mucho consentir por su parte; pero mi resolución era firme y seguí adelante. Ascendí el largo repecho hasta donde comienza la vista, y llamé a la puerta. No dejó de extrañarme un poco el que las persianas estuvieran todavía echadas, porque pensé que, aunque la contrición me hubiera hecho ir muy temprano, aun así había dejado a los de la casa tiempo suficiente para levantarse.
      —¿Que si está en casa, señora? Ha dejado esta casa para siempre.
      Aquel anuncio de la anciana criada me sobresaltó extraordinariamente.
      —¿Se ha marchado?
      —Ha muerto, señora.
      Y mientras yo asimilaba, atónita, la horrible palabra:
      —Anoche murió.
      El fuerte grito que se me escapó sonó incluso a mis oídos como una violación brutal del momento. En aquel instante sentí como si yo la hubiera matado; se me nubló la vista, y a través de una borrosidad vi que la mujer me tendía los brazos. De lo que sucediera después no guardo recuerdo, ni de otra cosa que aquella pobre prima estúpida de mi amiga, en una estancia a media luz, tras un intervalo que debió de ser muy corto, mirándome entre sollozos ahogados y acusatorios. No sabría decir cuánto tiempo tardé en comprender, en creer y luego en desasirme, con un esfuerzo inmenso, de aquella cuchillada de responsabilidad que supersticiosamente, irracionalmente, había sido al pronto casi lo único de que tuve consciencia. El médico, después del hecho, se había pronunciado con sabiduría y claridad superlativas: había corroborado la existencia de una debilidad del corazón que durante mucho tiempo había permanecido latente, nacida seguramente años atrás de las agitaciones y los terrores que a mi amiga le había deparado su matrimonio. Por aquel entonces había tenido escenas crueles con su marido, había temido por su vida. Después, ella misma había sabido que debía guardarse resueltamente de toda emoción, de todo lo que significara ansiedad y zozobra, como evidentemente se reflejaba en su marcado empeño de llevar una vida tranquila; pero ¿cómo asegurar que nadie, y menos una «señora de verdad», pudiera protegerse de todo pequeño sobresalto? Un par de días antes lo había tenido con la noticia del fallecimiento de su marido —porque había impresiones fuertes de muchas clases, no sólo de dolor y de sorpresa—. Aparte de que ella jamás había pensado en una liberación tan próxima: todo hacía suponer que él viviría tanto como ella. Después, aquella tarde, en la ciudad, manifiestamente había sufrido algún percance: algo debió ocurrirle allí, que sería imperativo esclarecer. Había vuelto muy tarde —eran más de las once—, y al recibirla en el vestíbulo su prima, que estaba muy preocupada, había confesado que venía fatigada y que tenía que descansar un momento antes de subir las escaleras. Habían entrado juntas en el comedor, sugiriendo su compañera que tomase una copa de vino y dirigiéndose al aparador para servírsela. No fue sino un instante, pero cuando mi informadora volvió la cabeza nuestra pobre amiga no había tenido tiempo de sentarse. Súbitamente, con un débil gemido casi inaudible, se desplomó en el sofá. Estaba muerta. ¿Qué «pequeño sobresalto» ignorado le había asestado el golpe? ¿Qué choque, cielo santo, la estaba esperando en la ciudad? Yo cité inmediatamente la única causa de perturbación concebible —el no haber encontrado en mi casa, donde había acudido a las cinco invitada con ese fin, al hombre con el que yo me iba a casar, que accidentalmente no había podido presentarse, y a quien ella no conocía en absoluto—. Poco era, obviamente; pero no era difícil que le hubiera sucedido alguna otra cosa: nada más posible en las calles de Londres que un accidente, sobre todo un accidente en aquellos infames coches de alquiler. ¿Qué había hecho, a dónde había ido al salir de mi casa? Yo había dado por hecho que volviera directamente a la suya. Las dos nos acordamos entonces de que a veces, en sus salidas a la capital, por comodidad, por darse un respiro, se detenía una hora o dos en el «Gentlewomen», un tranquilo club de señoras, y yo prometí que mi primer cuidado sería hacer una indagación seria en ese establecimiento. Pasamos después a la cámara sombría y terrible en donde yacía en los brazos de la muerte, y donde yo, tras unos instantes, pedí quedarme a solas con ella y permanecí media hora. La muerte la había embellecido, la había dejado hermosa; pero lo que yo sentí, sobre todo, al arrodillarme junto al lecho, fue que la había silenciado, la había dejado muda. Había echado el cerrojo sobre algo que a mí me importaba saber.
      A mi regreso de Richmond, y después de cumplir con otra obligación, me dirigí al apartamento de él. Era la primera vez, aunque a menudo había deseado conocerlo. En la escalera, que, dado que la casa albergaba una veintena de viviendas, era lugar de paso público, me encontré con su criado, que volvió conmigo y me hizo pasar. Al oírme entrar apareció él en el umbral de otra habitación más interior, y en cuanto quedamos solos le di la noticia:
      —¡Está muerta!
      —¿Muerta? —la impresión fue tremenda, y observé que no necesitaba preguntar a quién me refería con aquella brusquedad.
      —Murió anoche…, al volver de mi casa.
      Él me escudriñó con la expresión más extraña, registrándome con la mirada como si recelara una trampa.
      —¿Anoche… al volver de tu casa? —repitió mis palabras atónito. Y a continuación me espetó, y yo oí atónita a mi vez— ¡Imposible! Si yo la vi.
      —¿Cómo que «la viste»?
      —Ahí mismo…, donde tú estás.
      Eso me recordó pasado un instante, como si pudiera ayudarme a asimilarlo, el gran prodigio de aquel aviso de su juventud.
      —En la hora de la muerte…, comprendo: lo mismo que viste a tu madre.
      —No, no como vi a mi madre… ¡no así, no! —Estaba hondamente afectado por la noticia, mucho más, estaba claro, de lo que pudiera haber estado la víspera; tuve la impresión cierta de que, como me dije entonces, había efectivamente una relación entre ellos dos, y que realmente la había tenido enfrente. Semejante idea, reafirmando su extraordinario privilegio, le habría presentado de pronto como un ser dolorosamente anormal de no haber sido por la vehemencia con que insistió en la distinción—. La vi viva. La vi para hablar con ella. La vi como ahora te estoy viendo a ti.
      Es curioso que por un momento, aunque por un momento tan sólo, encontrara yo alivio en el más personal, por así decirlo, pero también en el más natural, de los dos hechos extraños. Al momento siguiente, asiendo esa imagen de ella yendo a verle después de salir de mi casa, y de precisamente lo que explicaba lo referente al empleo de su tiempo, demandé, con un ribete de aspereza que no dejé de advertir:
      —¿Y se puede saber a qué venía?
      Él había tenido ya un minuto para pensar —para recobrarse y calibrar efectos—, de modo que al hablar, aunque siguiera habiendo excitación en su mirada, mostró un sonrojo consciente y quiso, inconsecuentemente, restar gravedad a sus palabras con una sonrisa.
      —Venía sencillamente a verme. Venía, después de lo que había pasado en tu casa, para que al fin, a pesar de todo, nos conociéramos. Me pareció un impulso exquisito, y así lo entendí.
      Miré la habitación donde ella había estado —donde ella había estado y yo nunca hasta entonces.
      —¿Y así como tú lo entendiste fue como ella lo expresó?
      —Ella no lo expresó de ninguna manera, más que estando aquí y dejándose mirar. ¡Fue suficiente! —exclamó con una risa singular.
      Yo iba de asombro en asombro.
      —O sea, ¿que no te dijo nada?
      —No dijo nada. No hizo más que mirarme como yo la miraba.
      —¿Y tú tampoco le dirigiste la palabra?
      Volvió a dirigirme aquella sonrisa dolorosa.
      —Yo pensé en ti. La situación era sumamente delicada. Yo procedí con el mayor tacto. Pero ella se dio cuenta de que me resultaba agradable —repitió incluso la risa discordante.
      —¡Ya se ve que «te resultó agradable»!
      Entonces reflexioné un instante:
      —¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
      —No sabría decir. Pareció como veinte minutos, pero es probable que fuera mucho menos.
       —¡Veinte minutos de silencio! —empezaba a tener mi visión concreta, y ya de hecho a aferrarme a ella—. ¿Sabes que lo que me estás contando es una absoluta monstruosidad?
      Él había estado hasta entonces de espaldas al fuego; al oír esto, con una mirada de súplica, se vino a mí.

      —Amor mío te lo ruego, no lo tomes a mal.
      Yo podía no tomarlo a mal, y así se lo di a entender; pero lo que no pude, cuando él con cierta torpeza abrió los brazos, fue dejar que me atrajera hacia sí. De modo que entre los dos se hizo, durante un tiempo apreciable, la tensión de un gran silencio.

VI

Él lo rompió al cabo, diciendo:
      —¿No hay absolutamente ninguna duda de su muerte?
      —Desdichadamente ninguna. Yo vengo de estar de rodillas junto a la cama donde la han tendido.
      Clavó sus ojos en el suelo; luego los alzó a los míos.
      —¿Qué aspecto tiene?
      —Un aspecto… de paz.
      Volvió a apartarse, bajo mi mirada; pero pasado un momento comenzó:
      —¿Entonces a qué hora…?
      —Debió ser cerca de la medianoche. Se derrumbó al llegar a su casa…, de una dolencia cardíaca que sabía que tenía, y que su médico sabía que tenía, pero de la que nunca, a fuerza de paciencia y de valor, me había dicho nada.
      Me escuchaba muy atento, y durante un minuto no pudo hablar. Por fin rompió, con un acento de confianza casi infantil, de sencillez realmente sublime, que aún resuena en mis oídos según escribo:
      —¡Era maravillosa!
      Incluso en aquel momento tuve la suficiente ecuanimidad para responderle que eso siempre se lo había dicho yo; pero al instante, como si después de hablar hubiera tenido un atisbo del efecto que en mí hubiera podido producir, continuó apresurado:
      —Comprenderás que si no llegó a su casa hasta medianoche…
      Le atajé inmediatamente.
      —¿Tuviste mucho tiempo para verla? ¿Y cómo? —pregunté— ¿si no te fuiste de mi casa hasta muy tarde? Yo no recuerdo a qué hora exactamente…, estaba pensando en otras cosas. Pero tú sabes que, a pesar de haber dicho que tenías mucho que hacer, te quedaste un buen rato después de la cena. Ella, por su parte, pasó toda la velada en el «Gentlewomen», de allí vengo…, he hecho averiguaciones. Allí tomó el té; estuvo muchísimo tiempo.
      —¿Qué estuvo haciendo durante ese muchísimo tiempo?
      Le vi ansioso de rebatir punto por punto mi versión de los hechos; y cuanto más lo mostraba mayor era mi empeño en insistir en esa versión, en preferir con aparente empecinamiento una explicación que no hacía sino acrecentar la maravilla y el misterio, pero que, de los dos prodigios entre los que se me daba a elegir, era el más aceptable para mis celos renovados. Él defendía, con un candor que ahora me parece hermoso, el privilegio de haber conocido, a pesar de la derrota suprema, a la persona viva; en tanto que yo, con un apasionamiento que hoy me asombra, aunque todavía en cierto modo sigan encendidas sus cenizas, no podía sino responderle que, en virtud de un extraño don compartido por ella con su madre, y que también por parte de ella era hereditario, se había repetido para él el milagro de su juventud, para ella el milagro de la suya. Había ido a él —sí—, y movida de un impulso todo lo hermoso que quisiera; ¡pero no en carne y hueso! Era mera cuestión de evidencia. Yo había recibido, sostuve, un testimonio inequívoco de lo que ella había estado haciendo —durante casi todo este tiempo— en el club. Estaba casi vacío, pero los empleados se habían fijado en ella. Había estado sentada, sin moverse, en una butaca, junto a la chimenea del salón; había reclinado la cabeza, había cerrado los ojos, aparentaba un sueño ligero.
      —Ya. Pero ¿hasta qué hora?
      —Sobre eso —tuve que responder— los criados me fallaron un poco. Y la portera en particular, que desdichadamente es tonta, aunque se supone que también ella es socia del club. Está claro que a esas horas, sin que nadie la sustituyera y en contra de las normas, estuvo un rato ausente de la jaula desde donde tiene por obligación vigilar quién entra y quién sale. Se confunde, miente palpablemente; así que partiendo de sus observaciones no puedo darte una hora con seguridad. Pero a eso de las diez y media se comentó que nuestra pobre amiga ya no estaba en el club.
      Le vino de perlas.
      —Vino derecha aquí, y desde aquí se fue derecha al tren.
      —No pudo ir a tomarlo con el tiempo tan justo —declaré—. Precisamente es una cosa que no hacía jamás.
      —Ni fue a tomarlo con el tiempo justo, hija mía…, tuvo tiempo de sobra. Te falla la memoria en eso de que yo me despidiera tarde: precisamente te dejé antes que otros días. Lamento que el tiempo que pasé contigo te pareciera largo, porque estaba aquí de vuelta antes de las diez.
      —Para ponerte en zapatillas —fue mi contestación— y quedarte dormido en un sillón. No despertaste hasta por la mañana…, ¡la viste en sueños!
      Él me miraba en silencio y con mirada sombría, con unos ojos en los que se traslucía que tenía cierta irritación que reprimir. Enseguida proseguí:
      —Recibes la visita, a hora intempestiva, de una señora…; sea: nada más probable. Pero señoras hay muchas. ¿Me quieres explicar, si no había sido anunciada y no dijo nada, y encima no habías visto jamás un retrato suyo, cómo pudiste identificar a la persona de la que estamos hablando?
      —¿No me la habían descrito hasta la saciedad? Te la puedo describir con pelos y señales.
      —¡Ahórratelo! —clamé con una aspereza que le hizo reír una vez más. Yo me puse colorada, pero seguí—: ¿Le abrió tu criado?
      —No estaba…, nunca está cuando se le necesita. Entre las peculiaridades de este caserón está el que se pueda acceder desde la puerta de la calle hasta los diferentes pisos prácticamente sin obstáculos. Mi criado ronda a una señorita que trabaja en el piso de arriba, y anoche se lo tomó sin prisas. Cuando está en esa ocupación deja la puerta de fuera, la de la escalera, sólo entornada, y así puede volver a entrar sin hacer ruido. Para abrirla basta entonces con un ligero empujón. Ella se lo dio…, sólo hacía falta un poco de valor.
      —¿Un poco? ¡Toneladas! Y toda clase de cálculos imposibles.
      —Pues lo tuvo,… y los hizo. ¡Quede claro que yo no he dicho en ningún momento —añadió— que no fuera una cosa sumamente extraña!
      Algo había en su tono que por un tiempo hizo que no me arriesgase a hablar. Al cabo dije:
      —¿Cómo había llegado a saber dónde vivías?
      —Recordaría la dirección que figuraba en la etiquetita que los de la tienda dejaron tranquilamente pegada al marco que encargué para mi retrato.
      —¿Y cómo iba vestida?
      —De luto, mi amor. No grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Cerca del ojo izquierdo —continuó— tiene una pequeña cicatriz vertical…
      Le corté en seco.
      —La señal de una caricia de su marido —luego añadí—: ¡Muy cerca de ella has tenido que estar!
      A eso no me respondió nada, y me pareció que se ruborizaba; al observarlo me despedí.
      —Bueno, adiós.
      —¿No te quedas un rato? —volvió a mí con ternura, y esa vez le dejé—. Su visita tuvo su belleza —murmuró teniéndome abrazada—, pero la tuya tiene más.
      Le dejé besarme, pero recordé, como había recordado el día antes, que el último beso que ella diera, suponía yo, en este mundo había sido para los labios que él tocaba.
      —Es que yo soy la vida —respondí—. Lo que viste anoche era la muerte.
      —¡Era la vida…, era la vida!
      Hablaba con suave terquedad —yo me desasí. Nos miramos fijamente.
      —Describes la escena —si a eso se puede llamar descripción— en términos incomprensibles. ¿Entró en la habitación sin que tú te dieras cuenta?
      —Yo estaba escribiendo cartas, enfrascado, en esa mesa de debajo de la lámpara, y al levantar la vista la vi frente a mí.
      —¿Y qué hiciste entonces?
      —Me levanté soltando una exclamación, y ella, sonriéndome, se llevó un dedo a los labios, claramente a modo de advertencia, pero con una especie de dignidad delicada. Yo sabía que ese gesto quería decir silencio, pero lo extraño fue que pareció explicarla y justificarla inmediatamente. El caso es que estuvimos así, frente a frente, durante un tiempo que, como ya te he dicho, no puedo calcular. Como tú y yo estamos ahora.
      —¿Simplemente mirándose de hito en hito?
      Protestó impaciente.
      —¡Es que no estamos mirándonos de hito en hito!
      —No, porque estamos hablando.
      —También hablamos ella y yo…, en cierto modo —se perdió en el recuerdo—. Fue tan cordial como esto.
      Tuve en la punta de la lengua preguntarle si esto era muy cordial, pero en lugar de eso le señalé que lo que evidentemente habían hecho era contemplarse con mutua admiración. Después le pregunté si el reconocerla había sido inmediato.
      —No del todo —repuso—, porque por supuesto no la esperaba; pero mucho antes de que se fuera comprendí quién era…, quién podía ser únicamente.
      Medité un poco.
      —¿Y al final cómo se fue?
      —Lo mismo que había venido. Tenía detrás la puerta abierta y se marchó.
      —¿Deprisa…, despacio?
      —Más bien deprisa. Pero volviendo la vista atrás —sonrió para añadir—. Yo la dejé marchar, porque sabía perfectamente que tenía que acatar su voluntad.
      Fui consciente de exhalar un suspiro largo y vago.
      —Bueno, pues ahora te toca acatar la mía…, y dejarme marchar a mí.
      Ante eso volvió a mi lado, deteniéndome y persuadiéndome, declarando con la galantería de rigor que lo mío era muy distinto. Yo habría dado cualquier cosa por poder preguntarle si la había tocado pero las palabras se negaban a formarse: sabía hasta el último acento lo horrendas y vulgares que resultarían. Dije otra cosa —no recuerdo exactamente qué; algo débilmente tortuoso y dirigido, con harta ruindad, a hacer que me lo dijera sin yo preguntarle. Pero no me lo dijo; no hizo sino repetir, como por un barrunto de que sería decoroso tranquilizarme y consolarme, la sustancia de su declaración de unos momentos antes la aseveración de que ella era en verdad exquisita, como yo había repetido tantas veces, pero que yo era su «verdadera» amiga y la persona a la que querría siempre—. Esto me llevó a reafirmar, en el espíritu de mi réplica anterior, que por lo menos yo tenía el mérito de estar viva; lo que a su vez volvió a arrancar de él aquel chispazo de contradicción que me daba miedo.
      —¡Pero si estaba viva! ¡Viva, Viva!
      —¡Estaba muerta, muerta! —afirmé yo con una energía, con una determinación de que fuera así, que ahora al recordarla me resulta casi grotesca. Pero el sonido de la palabra dicha me llenó súbitamente de horror, y toda la emoción natural que su significado podría haber evocado en otras condiciones se juntó y desbordó torrencial. Sentí como un peso que un gran afecto se había extinguido, y cuánto la había querido yo y cuánto había confiado en ella. Tuve una visión, al mismo tiempo, de la solitaria belleza de su fin.
      —¡Se ha ido…, se nos ha ido para siempre! —sollocé.
      —Eso exactamente es lo que yo siento —exclamó él, hablando con dulzura extremada y apretándome, consolador, contra sí—. Se ha ido; se nos ha ido para siempre: así que ¿qué importa ya? —se inclinó sobre mí, y cuando su rostro hubo tocado el mío apenas supe si lo que lo humedecían era mis lágrimas o las suyas.

VII

Era mi teoría, mi convicción, vino a ser, pudiéramos decir, mi actitud, que aun así jamás se habían «conocido»; y precisamente sobre esa base me pareció generoso pedirle que asistiera conmigo al entierro. Así lo hizo muy modesta y tiernamente, y yo di por hecho, aunque a él estaba claro que no se le daba nada de ese peligro, que la solemnidad de la ocasión, poblada en gran medida por personas que les habían conocido a los dos y estaban al tanto de la larga broma, despojaría suficientemente a su presencia de toda asociación ligera. Sobre lo que hubiera ocurrido en la noche de su muerte, poco más se dijo entre nosotros; yo le había tomado horror al elemento probatorio. Sobre cualquiera de las dos hipótesis era grosería, era intromisión. A él, por su parte, le faltaba corroboración aducible —es decir, todo salvo una declaración del portero de su casa, personaje de lo más descuidado e intermitente—, según él mismo reconocía, de que entre las diez y las doce de la noche habían entrado y salido del lugar nada menos que tres señoras enlutadas de pies a cabeza. Lo cual era excesivo; ni él ni yo queríamos tres para nada. Él sabía que yo pensaba haber dado razón de cada fracción del tiempo de nuestra amiga, y dimos por cerrado el asunto; nos abstuvimos de ulterior discusión. Lo que yo sabía, sin embargo, era que él se abstenía por darme gusto, más que porque cediera a mis razones. No cedía —era sólo indulgencia—; él persistía en su interpretación porque le gustaba más. Le gustaba más, sostenía yo, porque tenía más que decirle a su vanidad. Ese, en situación análoga, no habría sido su efecto sobre mí, aunque sin duda tenía yo tanta vanidad como él; pero son cosas del talante de cada uno, en las que nadie puede juzgar por otro. Yo habría dicho que era más halagador ser destinatario de una de esas ocurrencias inexplicables que se relatan en libros fascinantes y se discuten en reuniones eruditas; no podía imaginar, por parte de un ser recién sumido en lo infinito y todavía vibrante de emociones humanas, nada más fino y puro, más elevado y augusto, que un tal impulso de reparación, de admonición, o aunque sólo fuera de curiosidad. Eso sí que era hermoso, y yo en su lugar habría mejorado en mi propia estima al verme distinguida y escogida de ese modo. Era público que él ya venía figurando bajo esa luz desde hacía mucho tiempo, y en sí un hecho semejante ¿qué era sino casi una prueba? Cada una de las extrañas apariciones contribuía a confirmar la otra. Él tenía otro sentir; pero tenía también, me apresuro a añadir, un deseo inequívoco de no significarse o, como se suele decir, de no hacer bandera de ello. Yo podía creer lo que se me antojara —tanto más cuanto que todo este asunto era, en cierto modo, un misterio de mi invención—. Era un hecho de mi historia, un enigma de mi consistencia, no de la suya; por tanto él estaba dispuesto a tomarlo como a mí me resultara más conveniente. Los dos, en todo caso, teníamos otras cosas entre manos; nos apremiaban los preparativos de la boda.
      Los míos eran ciertamente acuciantes, pero al correr de los días descubrí que creer lo que a mí «se me antojaba» era creer algo de lo que cada vez estaba más íntimamente convencida. Descubrí también que no me deleitaba hasta ese punto, o que el placer distaba, en cualquier caso, de ser la causa de mi convencimiento. Mi obsesión, como realmente puedo llamarla y como empezaba a percibir, no se dejaba eclipsar, como había sido mi esperanza, por la atención a deberes prioritarios. Si tenía mucho que hacer, aún era más lo que tenía que pensar, y llegó un momento en que mis ocupaciones se vieron seriamente amenazadas por mis pensamientos. Ahora lo veo todo, lo siento, lo vuelvo a vivir. Está terriblemente vacío de alegría, está de hecho lleno a rebosar de amargura; y aun así debo ser justa conmigo misma —no habría podido hacer otra cosa—. Las mismas extrañas impresiones, si hubiera de soportarlas otra vez, me producirían la misma angustia profunda, las mismas dudas lacerantes, las mismas certezas más lacerantes todavía. Ah sí, todo es más fácil de recordar que de poner por escrito, pero aun en el supuesto de que pudiera reconstruirlo todo hora por hora, de que pudiera encontrar palabras para lo inexpresable, en seguida el dolor y la fealdad me paralizarían la mano. Permítaseme anotar, pues, con toda sencillez y brevedad, que una semana antes del día de nuestra boda, tres semanas después de la muerte de ella, supe con todo mi ser que había algo muy serio que era preciso mirar de frente, y que si iba a hacer ese esfuerzo tenía que hacerlo sin dilación y sin dejar pasar una hora más. Mis celos inextinguidos —esa era la máscara de la Medusa—. No habían muerto con su muerte, habían sobrevivido lívidamente y se alimentaban de sospechas indecibles. Serían indecibles hoy, mejor dicho, si no hubiera sentido la necesidad vivísima de formularlas entonces. Esa necesidad tomó posesión de mí —para salvarme—, según parecía, de mi suerte. A partir de entonces no vi —dada la urgencia del caso, que las horas menguaban y el intervalo se acortaba— más que una salida, la de la prontitud y la franqueza absolutas. Al menos podía no hacerle el daño de aplazarlo un día más; al menos podía tratar mi dificultad como demasiado delicada para el subterfugio. Por eso en términos muy tranquilos, pero de todos modos bruscos y horribles, le planteé una noche que teníamos que reconsiderar nuestra situación y reconocer que se había alterado completamente.
      Él me miró sin parpadear, valiente.
      —¿Cómo que se ha alterado?
      —Otra persona se ha interpuesto entre nosotros.
      No se tomó más que un instante para pensar.
      —No voy a fingir que no sé a quién te refieres —sonrió compasivo ante mi aberración, pero quería tratarme amablemente—. ¡Una mujer que está muerta y enterrada!
      —Enterrada sí, pero no muerta. Está muerta para el mundo…; está muerta para mí. Pero para ti no está muerta.
      —¿Vuelves a lo de nuestras distintas versiones de su aparición aquella noche?
      —No —respondí—, no vuelvo a nada. No me hace falta. Me basta y me sobra con lo que tengo delante.
      —¿Y qué es, hija mía?
      —Que estás completamente cambiado.
      —¿Por aquel absurdo? —rio.
      —No tanto por aquel como por otros absurdos que le han seguido.
      —¿Que son cuáles?
      Estábamos encarados francamente, y a ninguno le temblaba la mirada; pero en la de él había una luz débil y extraña, y mi certidumbre triunfaba en su perceptible palidez.
      —¿De veras pretendes —pregunté— no saber cuáles son?
      —¡Querida mía —me repuso—, me has hecho un esbozo demasiado vago!
      Reflexioné un momento.
      —¡Puede ser un tanto incómodo acabar el cuadro! Pero visto desde esa óptica —y desde el primer momento—, ¿ha habido alguna vez algo más incómodo que tu idiosincrasia?
      Él se acogió a la vaguedad —cosa que siempre hacía muy bien.
      —¿Mi idiosincrasia?
      —Tu notoria, tu peculiar facultad.
      Se encogió de hombros con un gesto poderoso de impaciencia, un gemido de desprecio exagerado.
      —¡Ah, mi peculiar facultad!
      —Tu accesibilidad a formas de vida —proseguí fríamente—, tu señorío de impresiones, apariciones, contactos, que a los demás —para nuestro bien o para nuestro mal— nos están vedados. Al principio formaba parte del profundo interés que despertaste en mí…, fue una de las razones de que me divirtiera, de que positivamente me enorgulleciera conocerte. Era una distinción extraordinaria; sigue siendo una distinción extraordinaria. Pero ni que decir tiene que en aquel entonces yo no tenía ni la menor idea de cómo aquello iba a actuar ahora; y aun en ese supuesto, no la habría tenido de cómo iba a afectarme su acción.
      —Pero vamos a ver —inquirió suplicante—, ¿de qué estás hablando en esos términos fantásticos? —Luego, como yo guardara silencio, buscando el tono para responder a mi acusación—. ¿Cómo diantres actúa? —continuó—, ¿y cómo te afecta?
      —Cinco años te estuvo echando en falta —dije—, pero ahora ya no tiene que echarte en falta nunca. ¡Estáis recuperando el tiempo!
      —¿Cómo que estamos recuperando el tiempo? —había empezado a pasar del blanco al rojo.
      —¡La ves…, la ves; la ves todas las noches! —él soltó una carcajada de burla, pero me sonó a falsa—. Viene a ti como vino aquella noche —declaré—; ¡hizo la prueba y descubrió que le gustaba!
      Pude, con la ayuda de Dios, hablar sin pasión ciega ni violencia vulgar; pero esas fueron las palabras exactas —y que entonces no me parecieron nada vagas— que pronuncié. Él había mirado hacia otro lado riéndose, acogiendo con palmadas mi insensatez, pero al momento volvió a darme la cara con un cambio de expresión que me impresionó.
      —¿Te atreves a negar —pregunté entonces— que la ves habitualmente?
      Él había optado por la vía de la condescendencia, de entrar en el juego y seguirme la corriente amablemente. Pero el hecho es que, para mi asombro, dijo de pronto:
      —Bueno, querida, ¿y si la veo qué?
      —Que estás en tu derecho natural: concuerda con tu constitución y con tu suerte prodigiosa, aunque quizá no del todo envidiable. Pero, como comprenderás, eso nos separa. Te libero sin condiciones.
      —¿Qué dices?
      —Que tienes que elegir entre ella o yo.
      Me miró duramente.
      —Ya —y se alejó unos pasos, como dándose cuenta de lo que yo había dicho y pensando qué tratamiento darle. Por fin se volvió nuevamente hacia mí—. ¿Y tú cómo sabes una cosa así de íntima?
      —¿Cuando tú has puesto tanto empeño en ocultarla, quieres decir? Es muy íntima, sí, y puedes creer que yo nunca te traicionaré. Has hecho todo lo posible, has hecho tu papel, has seguido un comportamiento, ¡pobrecito mío!, leal y admirable. Por eso yo te he observado en silencio, haciendo también mi papel; he tomado nota de cada fallo de tu voz, de cada ausencia de tus ojos, de cada esfuerzo de tu mano indiferente: he esperado hasta estar totalmente segura y absolutamente deshecha. ¿Cómo quieres ocultarlo, si estás desesperadamente enamorado de ella, si estás casi mortalmente enfermo de la felicidad que te da? —atajé su rápida protesta con un ademán más rápido—. ¡La amas como nunca has amado, y pasión por pasión, ella te corresponde! ¡Te gobierna, te domina, te posee entero! Una mujer, en un caso como el mío, adivina y siente y ve; no es un ser obtuso al que haya que ir con «informes fidedignos». Tú vienes a mí mecánicamente, con remordimientos, con los sobrantes de tu ternura y lo que queda de tu vida. Yo puedo renunciar a ti, pero no puedo compartirte: ¡lo mejor de ti es suyo, yo sé que lo es y libremente te cedo a ella para siempre!
      Él luchó con bravura, pero no había arreglo posible; reiteró su negación, se retractó de lo que había reconocido, ridiculizó mi acusación, cuya extravagancia indefensible, además, le concedí sin reparo. Ni por un instante sostenía yo que estuviéramos hablando de cosas corrientes; ni por un instante sostenía que él y ella fueran personas corrientes. De haberlo sido, ¿qué interés habrían tenido para mí? Habían gozado de una rara extensión del ser y me habían alzado a mí en su vuelo; sólo que yo no podía respirar aquel aire y enseguida había pedido que me bajaran. Todo en aquellos hechos era monstruoso, y más que nada lo era mi percepción lúcida de los mismos; lo único aliado a la naturaleza y la verdad era el que yo tuviera que actuar sobre la base de esa percepción. Sentí, después de hablar en ese sentido, que mi certeza era completa; no le había faltado más que ver el efecto que mis palabras le producían. Él disimuló, de hecho, ese efecto tras una cortina de burla, maniobra de diversión que le sirvió para ganar tiempo y cubrirse la retirada. Impugnó mi sinceridad, mi salud mental, mi humanidad casi, y con eso, como no podía por menos, ensanchó la brecha que nos separaba y confirmó nuestra ruptura. Lo hizo todo, en fin, menos convencerme de que yo estuviera en un error o de que él fuera desdichado: nos separamos, y yo le dejé a su comunión inconcebible.
      No se casó, ni yo tampoco. Cuando seis años más tarde, en soledad y silencio, supe de su muerte, la acogí como una contribución directa a mi teoría. Fue repentina, no llegó a explicarse del todo, estuvo rodeada de unas circunstancias en las que —porque las desmenucé, ¡ya lo creo!— yo leí claramente una intención, la marca de su propia mano escondida. Fue el resultado de una larga necesidad, de un deseo inapagable. Para decirlo en términos exactos, fue la respuesta a una llamada irresistible.

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Una llamada telefónica

Un cuento breve de Dorothy Parker (1893-1967), escritora y periodista estadounidense, colaboradora fundadora de la revista The New Yorker (que durante décadas fue una de las publicaciones más importantes para la literatura de su país) y de varias más, ejemplo notable como autora que se abrió paso sola en los medios masivos de su país y su tiempo.
      A la vez irónica y conmovedora, «A Telephone Call» es la narración de los predicamentos amorosos y las inseguridades de una mujer como muchas en el siglo XX (y en éste) y se publicó por primera vez en enero de 1928, en la revista The Bookman.

Dorothy Parker

UNA LLAMADA TELEFÓNICA
Dorothy Parker

Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por favor.
      Si no pienso en eso, tal vez el teléfono suene. A veces lo hace. Si pudiera pensar en otra cosa. Si pudiera pensar en otra cosa. Quizá si cuento hasta quinientos de cinco en cinco, suene antes de que termine. Voy a contar lentamente. Sin trampas. Y si suena cuando llegue a trescientos, no voy a parar, no voy a contestar hasta que llegue a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta… Oh, por favor, llama. Por favor.
      Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y diez. Dijo que llamaría a las cinco. «Te llamaré a las cinco, cariño.» Creo que fue en ese momento que dijo: «cariño». Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me llamó «cariño» dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. «Adiós, cariño.» Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó «cariño» dos veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas veces; sé que no les gusta. Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días. Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y preguntarle. No puede haberle molestado eso. No podía haber pensado que lo estaba molestando. «No, por supuesto que no», dijo. Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice. Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga. Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no.
      «Te llamaré a las cinco, cariño.» «Adiós, cariño.» Estaba ocupado, y tenía prisa, y había gente a su alrededor, pero me llamó «cariño» dos veces. Eso es mío, mío. Tengo eso, aunque nunca lo vea de nuevo. Oh, pero es tan poco. No es suficiente. Nada es suficiente si no lo vuelvo a ver. Por favor, déjame volver a verlo, Dios. Por favor, lo quiero tanto. Lo quiero mucho. Voy a ser buena, Dios. Voy a tratar de ser mejor persona, lo haré, si me dejas verlo de nuevo. Si lo dejas que me llame. Oh, deja que me llame ahora.
      Ah, no desprecies mi oración, Dios. Tú te sientas ahí, tan blanco y anciano, con todos los ángeles alrededor y las estrellas deslizándose en tu entorno. Y yo te vengo implorando por una llamada telefónica. Ah, no te rías, Dios. Verás, tú no sabes cómo se siente. Estás tan seguro, allí en tu trono, con el gran azul remoloneando debajo de ti. Nada puede tocarte, nadie puede torcer tu corazón en su mano. Esto es sufrimiento, Dios, esto es sufrimiento malo, malo. ¿No me ayudarás? Por el amor de tu Hijo, ayúdame. Dijiste que harías lo que se te pidiera en su nombre. Oh, Dios, en el nombre de tu único y amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que me llame ahora.??      Tengo que parar esto. No debo ser así. Veamos. Supón que un hombre joven dice que va a llamar a una chica, y luego pasa algo y no lo hace. No es tan terrible, ¿verdad? ¿Por qué? Está pasando en todo el mundo en este mismo momento. Oh, ¿qué me importa lo que esté pasando en todo el mundo? ¿Por qué no puede sonar el teléfono? ¿Por qué no puede? ¿Por qué no? ¿No podrías sonar? Vamos, por favor, ¿no? Maldita cosa fea y brillante. ¿Es que te haría daño sonar? Oh, eso te haría daño. ¡Maldita sea! Voy a arrancar tus raíces sucias de la pared y te romperé esa cara negra y engreída en pequeños trozos. Vete al infierno.
      No, no, no. Tengo que parar. Tengo que pensar en otra cosa. Esto es lo que voy a hacer. Voy a poner el reloj en la otra habitación. Entonces no podré verlo. Si quisiera mirarlo, tendría que entrar al dormitorio, y eso sería algo que hacer. Tal vez, antes de que yo lo vea de nuevo, él me llame. Voy a ser tan dulce con él, si me llama. Si dice que no puede verme esta noche, le diré: «No te preocupes, está bien, cariño. En serio, por supuesto que está bien.» Voy a ser exactamente como era cuando lo conocí. Entonces tal vez le guste de nuevo. Yo era siempre dulce, entonces. Oh, es tan fácil ser dulce con la gente antes de amarla.
      Creo que todavía debo gustarle un poco. No me habría llamado «cariño» dos veces hoy si ya no le gustara. No todo se ha perdido si todavía le gusto un poco, aunque sea solo un poquito. Verás, Dios, si dejaras que me llamara, no tendría que pedirte nada más. Sería dulce con él, sería alegre, justo del modo en que solía ser, y entonces él me amará otra vez. Y entonces yo nunca tendría que pedirte nada más. ¿No ves, Dios? Así que, ¿dejarías que me llame ahora? ¿Podrías, por favor, por favor???      ¿Me estás castigando, Dios, por haber sido mala? ¿Estás enojado conmigo? Oh, pero, Dios, hay personas tan malas; no puedes castigarme solo a mí. Y no hice tanto mal, no podía haber sido tanto. No le hice daño a nadie, Dios. Las cosas solo son malas cuando se lastiman personas. No herí una sola alma, tú lo sabes. Tú sabes que no hice mal, ¿no, Dios? Así que, ¿dejarás que me llame ahora?
      Si no me llama, voy a saber que Dios está enojado conmigo. Voy a contar a quinientos de cinco en cinco, y si no me ha llamado entonces, sabré que Dios no va a ayudarme nunca más. Esa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco… Hice mal. Yo sabía que hacía mal. Muy bien, Dios, mándame al infierno. Crees que me asustas con tu infierno, ¿no? Eso piensas. Que tu infierno es peor que el mío.
      No debo. No debo hacer esto. Supón que se le hizo tarde para llamarme; no hay que ponerse histérica. Tal vez no va a llamar; tal vez ya viene para acá sin llamar por teléfono. Se desconcertará si ve que he estado llorando. No les gusta que llores. No llores. Pido a Dios que pudiera hacerlo llorar. Me gustaría poder hacerlo llorar y rodar por el suelo y sentir su corazón pesado, grande y supurante dentro de él. Me gustaría poder hacerle pasar un infierno.
      Él no me desea un infierno a mí. Ni siquiera sé si sabe lo que siento por él. Me gustaría que lo supiera, pero sin yo decirle. No les gusta que les digas que te han hecho llorar. No les gusta que les digas que eres infeliz por culpa de ellos. Si lo haces, piensan que eres posesiva y exigente. Y luego te odian. Te odian cada vez que dices algo que realmente piensas. Siempre tienes que seguir con los jueguitos. Oh, pensé que no era necesario, yo pensaba que esto era tan grande que podía decir lo que quería. Supongo que no se puede, nunca. Supongo que no hay nada lo suficientemente grande como para eso, jamás. ¡Oh, si él me llamara, no le diría que había estado triste por su culpa. Odian a la gente triste. Sería tan dulce y alegre que no podría evitar encariñarse conmigo. Si tan solo me llamara. Si tan solo me llamara.
      Tal vez eso está haciendo. Tal vez viene para acá sin llamarme. Tal vez está en camino. Quizá le ocurrió algo. No, nada puede pasarle a él. No puedo siquiera imaginar tal cosa. Nunca me lo imagino atropellado. Nunca lo he visto tirado, quieto y largo y muerto. Me gustaría que estuviera muerto. Es un deseo terrible. Es un deseo encantador. Si estuviera muerto sería mío. Si estuviera muerto nunca pensaría en hoy y estas últimas semanas. Solo recordaría los tiempos espléndidos. Todo sería hermoso. Me gustaría que estuviera muerto. Me gustaría que estuviera muerto, muerto, muerto.
      Qué tontería. Es una tontería ir por ahí deseando que personas mueran, tan solo porque no te llamaron a la hora que dijeron. Tal vez el reloj se adelantó, no sé si tiene la hora correcta. Quizá su tardanza no es real. Cualquier cosa podría haberlo retrasado un poco. Tal vez tuvo que quedarse en la oficina. Tal vez fue a su casa, para llamarme desde ahí, y alguien lo visitó. No le gusta llamarme delante de la gente. Tal vez está preocupado, aunque sea un poco, de tenerme esperando. Puede que incluso espere que yo lo llame. Yo podría hacer eso. Podría llamarlo.??      No debo. No debo, no debo. Oh, Dios, por favor, no me dejes hacerlo. Por favor, prevén que me atreva. Yo sé, Dios, tan bien como tú, que si se preocupara por mí habría llamado sin importar dónde esté ni cuánta gente tiene alrededor. Por favor hazme saberlo, Dios. No te pido que me lo hagas fácil ni me ayudes; no puedes hacerlo, aunque pudiste crear un mundo entero. Solo hazme saberlo, Dios. No me dejes seguir con esperanzas. No quiero seguir reconfortándome. Por favor, no dejes que me llene de esperanzas, querido Dios. No, por favor.
      No voy a llamarlo. Nunca lo llamaré de nuevo mientras viva. Puede pudrirse en el infierno antes de que lo llame. No hace falta que me des fuerza, Dios, ya la tengo. Si él me quiere, puede tenerme. Él sabe dónde estoy. Él sabe que estoy esperando aquí. Él está tan seguro de mí, tan seguro. Me pregunto por qué nos odian tan pronto están seguros de una. Pienso que sería tan dulce estar seguro.
      Sería tan fácil llamarlo. Entonces sabría todo. Tal vez no sería tan tonto. Tal vez no le molestaría. Tal vez hasta le gustaría. Tal vez ha estado tratando de llamarme. A veces la gente trata y trata de llamar a alguien, pero el número no responde. No estoy diciendo eso para confortarme, eso pasa de verdad. Tú sabes que ocurre de verdad, Dios. Oh, Dios, mantenme lejos de ese teléfono. Mantenme lejos. Permíteme quedarme con un poco de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios. Creo que será lo único que tendré.
      Oh, ¿qué importa el orgullo cuando no puedo soportar estar sin hablarle? Este orgullo es tan tonto y miserable. El verdadero orgullo, el grande, consiste en no tener orgullo. No estoy diciendo eso solo porque quiera llamarlo. No. Eso es verdad, yo sé que es verdad. Voy a ser grande. Voy a librarme de los orgullos pequeños.
      Por favor, Dios, impídeme llamarlo. Por favor, Dios.
      No veo qué tiene que ver el orgullo aquí. Esto es una cosa demasiado pequeña para meter el orgullo, para armar tal alboroto. Puede que lo haya malinterpretado. Tal vez él me dijo que lo llamara a las cinco. «Llámame a las cinco, cariño.» Él pudo haber dicho eso, perfectamente. Es muy posible que no haya escuchado bien. «Llámame a las cinco, cariño.» Estoy casi segura de que eso dijo. Dios, no me dejes decirme estas cosas. Hazme saber, por favor, hazme saber.
      Voy a pensar en otra cosa. Voy a sentarme en silencio. Si pudiera quedarme quieta. Si pudiera quedarme quieta. Tal vez pueda leer. Oh, todos los libros son acerca de personas que se aman verdadera y dulcemente. ¿Qué ganan escribiendo eso? ¿No saben que no es verdad? ¿Acaso no saben que es una mentira, una maldita mentira? ¿Por qué deben escribir esas cosas, si saben cómo duele? Malditos sean, malditos, malditos.
      No lo haré. Voy a estar tranquila. Esto no es nada para alterarse. Mira. Supón que fuera alguien que no conozco muy bien. Supón que fuera otra chica. Entonces marcaría el teléfono y diría: «Bueno, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado?» Eso haría, sin pensarlo apenas. ¿No puedo ser casual y natural solo porque lo amo? Puedo serlo. Honestamente, puedo serlo. Lo llamaré, y seré tan ligera y agradable. A ver si no lo haré, Dios. Oh, no dejes que lo llame. No, no, no.
      Dios, ¿realmente no vas a dejar que llame? ¿Seguro, Dios? ¿No podrías, por favor, ceder? ¿No? Ni siquiera te pido que dejes que llame ahora, Dios, solo que lo haga dentro de un rato. Voy a contar quinientos de cinco en cinco. Voy a hacerlo despacio y con parsimonia. Si no ha telefoneado entonces, lo llamaré. Lo haré. Oh, por favor, querido Dios, querido Dios misericordioso, mi Padre bienaventurado en el cielo, ¡que llame antes de entonces! Por favor, Dios. Por favor.
      Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco…

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El presidente

El estadounidense Donald Barthelme (1931-1989) fue en su día uno de los narradores más influyentes y polémicos de su país. También fue un adelantado: mucho de lo más interesante del cuento actual se acerca a lo escrito por él. Lejos de conformarse con contar una historia de modo rápido y eficaz, sus cuentos experimentan con la forma de la narración breve y dejan de lado muchos de los detalles «verosímiles» que se aprenden a esperar de narraciones convencionales. Un narrador actual afín a su humor (también una constante de su trabajo) podría ser Etgar Keret: en ambos hay los mismos sucesos desconcertantes y afincados en lo aparentemente cotidiano.
      «The President» fue publicado en 1964 en la revista The New Yorker y luego en el libro Unspeakable Practices, Unnatural Acts (1968); la traducción que se reproduce aquí con unas pocas modificaciones es la de José Manuel Álvarez y Ángela Pérez para la versión en español del libro, publicada por Anagrama en 1972. El presidente que aparece en la historia –impreciso, acaso inapropiado para el puesto, y a cuyo alrededor ocurren pequeñas, extrañas catástrofes– puede acercarse, aunque sea sólo por azar, a gobernantes actuales…

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EL PRESIDENTE
Donald Barthelme

A mí no me cae del todo simpático el nuevo Presidente. Es, sin duda, un tipo extraño (sólo mide un metro veinte hasta el hombro). Pero ¿basta con decir extraño? Se lo dije a Sylvia: «¿Basta con decir extraño?» «Te amo», dijo Sylvia. Yo la miré con mis ojos cariñosos y cálidos. «¿Tu pulgar?», dije. Uno de sus pulgares era un desastre de cicatrices de pequeños arañazos. «Las tapas de las latas de cerveza», dijo. «Es un tipo extraño, desde luego. Tiene algún carisma mágico que hace que la gente … » Paró y empezó de nuevo. «Cuando la banda inició su himno de batalla «Struttin’ with Sorne Barbecue», yo precisamente… no puedo… »
      La oscuridad, la extrañeza y la complejidad del nuevo Presidente han conmovido a todo el mundo. Ha habido gran cantidad de desmayos últimamente. ¿Es culpa del Presidente? Yo estaba sentado, me acuerdo, en la fila EE del City Center; la ópera era El Príncipe Gitano. Sylvia cantaba, con su vestido de gitana verde y azul, en el campamento. Yo estaba pensando en el Presidente. ¿Es el adecuado, me preguntaba, para este período presidencial? Es un tipo extraño, pensaba… no como los otros Presidentes que hemos tenido antes. No es como Garfield. Ni como Taft. Ni como Harding, Hoover, ni como ninguno de los Roosevelts ni como Woodrow Wilson. Vi entonces una dama que estaba frente a mí, con un niño en brazos. La toqué en el hombro. «Madam», dije, «creo que su niño se ha desmayado.» «¡Charles!», gritó ella, moviendo la cabeza del niño como si fuese la de una muñeca. «Charles, ¿qué te ha pasado?» El Presidente sonreía en su palco.
      «¡El Presidente!», le dije a Sylvia en el restaurante italiano. Ella alzó su vaso de vino cálido y rojo. «¿Crees que le gusto? ¿Que le gusta mi modo de cantar?» «Parecía complacido», dije yo. «Sonreía.» «Una campaña fulgurante y triunfal, según mi opinión», afirmó Sylvia. «Fue un brillante triunfo», dije yo. «Es el primer Presidente que tenemos procedente del City College», dijo Sylvia. Un camarero se desmayó detrás de nosotros. «¿Pero es el adecuado para este período presidencial?», pregunté yo. «Nuestro período no es quizás tan especial como el período anterior, aunque… »
      «Piensa mucho en la muerte, como toda la gente del City», dijo Sylvia. «El tema de la muerte destaca mucho en su pensamiento. He conocido a muchos individuos del City, y esta gente, con escasas excepciones, está atrapada por el tema de la muerte. Era como una obsesión.» Unos camareros llevaban a su compañero desmayado a la cocina.
      «La historia futura calificará este período como un período de tentativas y de incertidumbre, según creo», dije. «Una especie de paréntesis. Cuando él pasa en su limusina negra de capota plástica veo a un muchachito que ha hinchado una enorme pompa de jabón que lo ha atrapado. El aspecto de su cara… » «El otro candidato quedó eclipsado por su exotismo, su novedad, su pequeñez y su enfoque filosófico del problema de la muerte», dijo Sylvia. «El otro candidato no tuvo ni una oportunidad», dije yo. Sylvia ajustaba sus velos verdes y azules en el restaurante italiano. «No había ido al City College y no había estado sentado por las cafeterías discutiendo sobre la muerte», dijo ella.
      Como digo, no me cae bien del todo. Hay ciertas cosas relativas a él que no están claras. No logro descubrir lo que está pensando. Cuando ha acabado de hablar no puedo nunca recordar lo que ha dicho. Sólo me queda una impresión de extrañeza, de oscuridad… En la televisión, su rostro se ensombrece cuando se menciona su nombre. Es como si le asustase oír su nombre. Entonces mira fija y directamente hacia la cámara (mirada de actor sustituido) y comienza a hablar. Sólo se oyen cadencias. Los informes periodísticos de sus discursos tan sólo dicen siempre que «tocó una serie de materias del campo de la…» Cuando ha acabado de hablar parece nervioso y triste. La cámara da fe de una desdibujada imagen del Presidente que permanece rígido, con los brazos colgando a los lados, mirando a derecha e izquierda, como si aguar¬dase instrucciones. Por otra parte, el apuesto progresista que se enfrentó a él, todo celo y proyectos, fue derrotado por un fantástico margen.
      La gente anda desmayándose. En la calle Cincuenta y siete, una jovencita se desplomó mientras caminaba frente a Henri Bendel. Me llevé una sorpresa al ver que sólo llevaba un liguero bajo el vestido. La levanté y la metí dentro del almacén con ayuda de un mayor del Ejército de Salvación: un hombre muy alto con un mechón de pelo naranja. «Se desmayó», dije al supervisor. Hablamos sobre el nuevo Presidente, el mayor del Ejército de Salvación y yo. «Le diré lo que yo pienso», repuso él. «Yo creo que algo tiene guardado en la manga de lo que nadie sabe una palabra. Creo que él lo está ocultando. Uno de estos días …» El mayor del Ejército de Salvación me estrechó la mano. «No quiero decir que los problemas con que él se enfrenta no sean tremendos, aterradores. La terrible carga de la Presidencia. Pero si alguien… un hombre cualquiera … »
      ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Qué es lo que está planeando el Presidente? Nadie lo sabe. Pero todo el mundo está convencido de que él lo resolverá. Nuestra agobiada época desea sobre todo llegar al meollo del problema, poder decir, «Aquí está la dificultad.» Y el nuevo Presidente, ese hombre pequeño, extraño y brillante, parece lo bastante contaminado y afanoso como para llevarnos hasta allí. Entre tanto, la gente se desmaya. Mi secretaria se desplomó en medio de una frase. «Señorita Kagle», dije. «¿Se encuentra bien?» Llevaba una ajorca de pequeños círculos de plata. En cada uno de los. pequeños círculos había una inicial:@@@@@@@@@@@@@@.
      ¿Quién es ese «A»? ¿Qué significa en su vida, señorita Kagle?
      Le di agua mezclada con un poco de brandy. Yo pensaba en la madre del Presidente. Se sabe poco de ella. Se ha presentado de varias formas:

      Una pequeña dama, metro cincuenta y ocho, con una lata.
      Una gran dama, dos metros quince, con un perro.
      Una maravillosa anciana, metro treinta, con un espíritu indomable.
      Un saco maloliente y viejo, dos metros tres, desfondado a causa de una operación.

      Se sabe poco acerca de ella. Podernos estar seguros, sin embargo, de que las mismas complicaciones abominables que nos obsesionan a nosotros la obsesionan también a ella. Copulación. Extrañeza. Aplauso. Debe estar contenta de que su hijo sea lo que es: amado y contemplado, una especie de esperanza para millones de personas. «Señorita Kagle. Bébalo. La hará reponerse, señorita Kagle». La miré con mis ojos cariñosos y cálidos.
      En Town Hall, me senté a leer el programa de El Príncipe Gitano. Fuera del edificio ocho policías montados se desplomaron en bloque. Los bien adiestrados caballos posaron delicadamente sus patas entre los cuerpos. Sylvia estaba cantando. Decían que un hombre pequeño jamás podría ser presidente (medía sólo un metro veinte hasta el hombro). Este período no es el que yo hubiese elegido, pero me ha elegido él a mí. El nuevo Presidente debe tener determinadas intuiciones. Estoy convencido de que tiene esas intuiciones (aunque estoy seguro de muy pocas cosas que se refieran a él; tengo reservas, no estoy seguro). Podía hablarles del viaje de su madre durante el verano, en 1919, al Tibet occidental –sobre los elegantes y el oso rojo, y lo que le dijo al jefe Pathan instándole furiosa a mejorar su inglés si no quería dejar de pertenecer a su servicio– pero, ¿qué clase de conocimiento es éste? Permítanme que en lugar de eso haga notar su pequeñez, su rareza, su brillantez, y decir que esperamos de él grandes cosas. «Te amo», dijo Sylvia. El presidente pasó a través del ruidoso telón. Aplaudimos hasta que nos dolieron las manos. Gritamos hasta que los empleados encendieron las luces para obligar a que se guardara silencio. La orquesta comenzó a tocar. Sylvia cantó su segundo número. El presidente sonreía en su palco. Al final, toda la compañía resbaló cayendo al foso de la orquesta en una gran masa desmayada. Vitoreamos hasta que los empleados rompieron nuestras papeletas.

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Un episodio distante

El tercer cuento de este mes es de Paul Bowles (1910-1999), escritor y compositor estadounidense: una figura de culto, conocida por haber vivido durante décadas en Tánger (allí convivió con otros autores emigrados como William Burroughs) y por su reputación de «escritor para escritores». Nunca ha sido más famoso que en los años ochenta del siglo pasado, tras el estreno de Refugio para el amor de Bernardo Bertolucci, una película basada en su novela El cielo protector; sin embargo, su obra es realmente extraordinaria (Gore Vidal la colocaba a la altura de las de Carson McCullers o Tennessee Williams) y circula más ahora que antes de su muerte.
      Además de una visión muy extraña y turbadora de los vuelcos de la vida humana, y de la práctica terrible de la esclavitud, «A Distant Episode» es también un resumen de las ideas de Bowles (muy pesimistas) sobre las posibilidades de entendimiento entre Oriente y Occidente. Fechado en 1945, apareció por primera vez en la revista Partisan Review en enero de 1947. La traducción que aparece aquí es una versión revisada de la de Guillermo Lorenzo, hecha para una selección de cuentos de Bowles.

Bowles en Tánger

UN EPISODIO DISTANTE
Paul Bowles

Los crepúsculos de septiembre eran más rojos que nunca la semana que el Profesor decidió visitar Ain Taduirt, que está en la parte cálida del país. Al llegar la noche bajó en autobús desde la meseta, con dos pequeños neceseres llenos de mapas, bronceadores y medicinas. Diez años antes había estado tres días en el pueblo; le habían bastado, sin embargo, para establecer una amistad bastante sólida con el dueño de un café, que le había escrito varias veces durante el primer año luego de su visita, aunque nunca después. “Hassan Ramani”, decía el Profesor una y otra vez, mientras el autobús daba tumbos al bajar, atravesando capas cada vez más cálidas de aire. Unas veces frente al cielo llameante de oeste, y otras mirando a las afiladas montañas, el vehículo descendía por el camino polvoriento entre los desfiladeros, y entraba en una atmósfera que empezaba a oler a otras cosas aparte de al inagotable ozono de las alturas: azahar, pimienta, excrementos cocidos por el sol, aceite de oliva ardiente, fruta podrida. Cerró los ojos alegremente y vivió por un instante en un mundo puramente olfativo. El pasado distante regresó: qué parte de él, no supo decirlo.
      El chofer, cuyo asiento compartía el Profesor, le habló sin quitar los ojos del camino.
      —Vous êtes géologue?
      —¿Geólogo? Ah, no. Soy lingüista.
      —Aquí no hay lenguas. Sólo hay dialectos.
      —Exacto. Estoy haciendo un estudio sobre las variedades del magrebí.
      El chofer se mostró despectivo.
      —Siga hacia el sur —dijo—. Encontrará lenguas de las que nunca ha oído hablar.
      Cuando atravesaban la puerta del pueblo, la habitual nube de chiquillos surgió de entre el polvo y corrió gritando junto al autobús. El Profesor se quitó los lentes de sol, los dobló y los guardó en su bolsillo; tan pronto como el vehículo se detuvo, bajó de un salto, se abrió paso entre los indignados niños que tiritaban en vano de su equipaje y caminó deprisa hasta llegar al Grand Hotel Saharien. De sus ocho habitaciones había dos disponibles: una orientada al mercado y la otra, más pequeña y barata, que daba a un patio minúsculo lleno de desperdicios y de barriles en el que se movían dos gacelas. Tomó la habitación más pequeña y, vertiendo un jarro entero de agua en la jofaina de estaño, empezó a lavarse el polvo arenoso de la cara y de las orejas. El resplandor del atardecer había desaparecido casi por completo del cielo, y de los objetos estaba desapareciendo el rosa casi ante sus propios ojos. Encendió la lámpara de carburo e hizo un gesto de desagrado por el olor.
      Después de cenar, el Profesor caminó despacio por las calles hasta el café de Hassan Ramani, cuya trastienda colgaba peligrosamente sobre el río. La entrada era muy baja y tuvo que agacharse un poco para entrar. Un hombre cuidaba del fuego. Había un cliente bebiendo su té a pequeños sorbos. El qauayi trató de hacerlo sentarse en otra mesa de la parte delantera, pero el Profesor avanzó sin hacerle caso hasta la trastienda y se sentó allí. La luna brillaba a través de una celosía de cañas y no había ningún sonido afuera salvo el ladrido intermitente y lejano de un perro. Cambió de mesa para poder ver el río. Estaba seco, pero había charcos aquí y allá que reflejaban el brillante cielo nocturno. Entró el qauayi y le limpió la mesa.
      —¿Este café pertenece todavía a Hassan Ramani? —preguntó el Profesor en el magrebí que le había tomado cuatro años aprender.
      El hombre respondió en mal francés:
      —Ha fallecido.
      —¿Falleció…? —repitió el Profesor, sin percibir lo absurdo de la palabra—. ¿De veras? ¿Cuándo?
      —No lo sé —dijo el qauayi—. ¿Un té?
      —Sí. Pero no entiendo…
      El hombre había salido ya de la habitación y estaba atizando el fuego. El Profesor se quedó sentado, inmóvil, sintiéndose solo y tratando de convencerse a sí mismo de que era ridículo. Poco después el qauayi regresó con el té. Le pagó, dejándole una enorme propina, a cambio de la cual recibió una grave reverencia.
      —Dígame —dijo, mientras el otro empezaba a alejarse—. ¿Se pueden conseguir todavía esas cajitas hechas de ubre de camella?
      El hombre pareció molesto.
      —A veces los reguibat traen cosas de ésas. Aquí no las compramos —y luego, con insolencia, en árabe: —¿Para qué una caja de ubre de camella?
      —Porque me gustan —replicó el Profesor. Y, como estaba un poco exaltado, añadió: —Me gustan tanto que quiero hacer una colección; le pagaré diez francos por cada una que me consiga.
      —Jamstache —repuso el qauayi, abriendo la mano izquierda rápidamente tres veces seguidas.
      —Ni hablar. Diez.
      —No se puede. Pero espere a más tarde y venga conmigo. Me puede dar lo que quiera. Y tendrá cajas de ubre de camella si es que hay alguna.
      Se fue a la parte delantera, dejando al Profesor que bebiera su té escuchando el coro creciente de perros que ladraban y aullaban mientras la luna se elevaba en el cielo. Un grupo de parroquianos llegó al cuarto delantero y estuvo sentado, charlando, durante cerca de una hora. Cuando ya se habían ido, el qauayi apagó el fuego y se detuvo en el umbral mientras se ponía un albornoz.
      —Venga —dijo.
      En la calle había muy poco movimiento. Los puestos estaban todos cerrados y la única luz venía de la luna. De vez en cuando pasaba un transeúnte y saludaba con un breve gruñido al qauayi.
      —Todo el mundo lo conoce —dijo el Profesor, para romper el silencio entre ellos.
      —Sí.
      —Ojalá todo el mundo me conociera —dijo el Profesor, antes de darse cuenta de lo infantil que debía sonar aquel comentario.
      —Nadie lo conoce —dijo su acompañante con brusquedad.
      Habían llegado al otro lado del pueblo, hasta un promontorio que dominaba el desierto, y a través de una gran grieta en el muro el Profesor vio la blancura interminable, rota en primer plano por manchas oscuras de oasis. Pasaron por la abertura y siguieron por una vereda sinuosa entre las rocas, hacia abajo y hasta el palmar más cercano. El Profesor pensó: “Podría cortarme el cuello. Pero tiene un café… Seguro lo descubrirían.”
      —¿Está lejos? —preguntó sin darle importancia.
      —¿Está cansado? —preguntó a su vez al qauayi.
      —Me esperan en el Hotel Saharien —mintió.
      —No puede estar allá y aquí —dijo el qauayi.
      El Profesor se rió. Se preguntó si la risa le sonaría inquieta al otro.
      —¿Ha sido dueño del café de Ramani por mucho tiempo?
      —Trabajo ahí para un amigo.
      La respuesta entristeció al Profesor más de lo que él hubiera imaginado.
      —Ah. ¿Trabajará mañana?
      —No se puede saber.
      El Profesor tropezó en una piedra y cayó haciéndose un rasguño en una mano. El qauayi dijo:
      –Tenga cuidado.
      De pronto flotó en el aire el olor dulce y negro de la carne podrida.
      –¡Agh! —exclamó el Profesor, sintiendo que se ahogaba— ¿Qué es eso?
      El qauayi se había tapado la cara con su albornoz y no respondió. Poco después dejaron atrás la pestilencia. Estaban en un llano. Delante de ellos, el sendero estaba flanqueado por altos muros de adobe. No había brisa alguna y las palmeras estaban completamente inmóviles, pero tras los muros se oía el ruido de agua corriente. El olor de excrementos humanos era casi constante mientras caminaban entre las dos paredes.
      El Profesor esperó hasta que le pareció lógico preguntar, con cierto grado de irritación:
      —¿Pero adónde vamos?
      –Pronto —dijo el guía, deteniéndose para recoger unas piedras en la cuneta—. Recoja piedras —le recomendó—. Aquí hay perros malos.
      —¿Dónde? —preguntó el Profesor, pero se agachó y cogió tres grandes y de aristas afiladas.
      Continuaron en gran silencio. Dejaron atrás los muros y se abrió ante ellos el desierto brillante. Cerca de allí había un morabito en ruinas, con su diminuta cúpula apenas en pie y la fachada totalmente destruida. Detrás había grupos de palmeras enanas, inútiles. Un perro cojo corrió hacia ellos, enloquecido, sobre tres patas. Sólo hasta que estuvo casi junto a ellos oyó el Profesor su gruñido grave y constante. El qauayi le lanzó una gran piedra, dándole directamente en el hocico. Se escuchó un extraño crujido de mandíbulas y el perro siguió corriendo de lado hacia otra parte, tropezando ciegamente contra las piedras y revolviéndose en todas direcciones como un insecto herido.
      Separándose del sendero, caminaron por un terreno erizado de piedras afiladas, a un lado de las pequeñas ruinas, entre los árboles y hasta llegar a un lugar donde el terreno descendía abruptamente ante ellos.
      –Parece una cantera —dijo el Profesor, recurriendo al francés para la palabra «cantera», cuyo equivalente en árabe no pudo recordar en aquel momento. El qauayi no respondió. En cambio se quedó inmóvil y volvió la cabeza como escuchando. Y, efectivamente, desde abajo llegaba el sonido tenue y grave de una flauta. El qauayi asintió despacio varias veces. Luego dijo:
      —El sendero empieza aquí. Puede usted verlo bien durante todo el camino. La piedra es blanca y la luna brillante. Así que puede ver bien. Ahora yo me regreso a dormir. Es tarde. Puede darme lo que quiera.
      Allí de pie al borde del abismo, que a cada momento parecía más profundo, con su cara cerca del rostro oscuro del qauayi enmarcado por su albornoz e iluminado por la luna, el Profesor se preguntó a sí mismo qué era lo que sentía. Indignación, curiosidad, miedo, tal vez, pero sobre todo alivio y la esperanza de que no se tratara de una treta, la esperanza de que el qauayi de verdad lo dejara solo y regresara sin él.
      Se separó un poco del borde y rebuscó en su bolsillo un billete suelto, porque no quería enseñar la cartera. Por suerte tenía uno de cincuenta francos, que sacó y entregó al hombre. Sabía que el qauayi estaba complacido, así que no prestó atención cuando lo oyó decir:
      —No es bastante. Tengo que andar un largo camino hasta mi casa y hay perros…
      —Gracias y buenas noches —dijo el Profesor sentándose con las piernas cruzadas y encendiendo un cigarrillo. Se sentía casi feliz.
      —Deme al menos un cigarrillo —le pidió el hombre.
      —Claro —dijo él con cierta brusquedad, ofreciéndole el paquete.
      El qauayi se acuclilló muy cerca de él. Su cara no era agradable de ver. “¿Qué sucede?”, pensó el Profesor aterrorizado de nuevo, mientras le ofrecía su cigarrillo encendido.
      Los ojos del hombre casi estaban cerrados. Era la cara más evidente de estar tramando algo que el Profesor hubiera visto. Cuando el segundo cigarrillo estuvo encendido, se aventuró a decir en árabe, que seguía en cuclillas:
      —¿En qué piensa?
      El otro dio una chupada a su cigarrillo lentamente y pareció estar a punto de hablar. Entonces su expresión se convirtió en una de satisfacción, pero no dijo nada. Se había levantado un viento fresco y el Profesor sintió un escalofrío. El sonido de la flauta ascendía a intervalos desde lo profundo, mezclado a veces con el susurro de las palmeras al rozarse unas con otras en la espesura cercana. “Estas gentes no son primitivas”, se encontró diciendo mentalmente el Profesor.
      —Bueno —dijo el qauayi levantándose despacio—. Quédese su dinero. Cincuenta francos es suficiente. Es un honor —entonces volvió al francés: —Ti n’as qu’à discendre, to’droit.
      Escupió, rió levemente (¿o es que el Profesor estaba ya histérico?) y se alejó de prisa, a grandes pasos.
      El Profesor tenía los nervios de punta. Encendió otro cigarrillo y se dio cuenta de que movía los labios automáticamente. Estaban diciendo:
      —¿Esto es una situación o un predicamento? Esto es ridículo.
      Se quedó sentado muy quieto durante varios minutos, esperando recuperar la sensación de realidad. Se tendió en el suelo duro y frío y miró la luna. Era casi como mirar directamente al sol. Si movía su mirada poco a poco, podía conseguir una hilera de lunas más débiles en el cielo.
      —Increíble —murmuró.
      Luego se incorporó rápidamente y miró a su alrededor. Nada garantizaba que el qauayi hubiera vuelto realmente al pueblo. Se puso en pie y se asomó al borde del precipicio. A la luz de la luna el fondo parecía hallarse a kilómetros de distancia. Y no había nada que sirviese como punto de referencia; ni un árbol, ni una casa, ni una persona… Trató de escuchar la flauta, pero oyó sólo el viento contra sus oídos. Un deseo violento y repentino de volver corriendo al camino se apoderó de él, y se volvió para mirar en la dirección que había tomado el qauayi. Al mismo tiempo se palpó suavemente la cartera en el bolsillo del pecho. Escupió hacia el borde del acantilado. Luego orinó en la misma dirección y escuchó atentamente, como un niño. Esto le dio ánimos para empezar a descender por el sendero del abismo. Curiosamente, no sentía vértigo. Sin embargo tuvo la prudencia de no mirar a la derecha, más allá del borde. Era una bajada constante y empinada. Su monotonía lo llevó a un estado mental no muy diferente del que le había causado el viaje en autobús. Estaba de nuevo murmurando «Hassan Ramani», una y otra vez, rítmicamente. Se detuvo, furioso consigo mismo por las asociaciones siniestras que el nombre le sugería ahora. Concluyó que estaba agotado por el viaje. —Y por el paseo —añadió.
      Había bajado ya un buen trecho del gigantesco risco, pero la luna, como estaba justo encima, daba tanta luz como siempre. Sólo el viento había quedado atrás, allá arriba, vagando entre los árboles, soplando por las calles polvosas de Ain Taduirt, entrando en el vestíbulo del Grand Hotel Saharien, pasando bajo la puerta de su pequeña habitación.
      Se le ocurrió que debía preguntarse por qué estaba haciendo algo tan irracional, pero era lo bastante inteligente como para saber que, como lo estaba haciendo, no era el momento de buscar explicaciones.
      De pronto el terreno se volvió llano bajo sus pies. Había llegado al fondo antes de lo esperado. Siguió avanzando, todavía con desconfianza, como si temiera otra sima traicionera. Era muy difícil ver en aquel resplandor uniforme y tenue. Antes de que darse cuenta de lo que pasaba ya tenía encima al perro, una pesada masa de pelaje que trataba de empujarle hacia atrás, una garra afilada rozándole el pecho, una tensión de músculos contra él para clavarle los dientes en el cuello. El Profesor pensó: “Me niego a morir de esta manera”. El perro cayó hacia atrás; parecía un perro esquimal. Cuanto saltaba otra vez, el Profesor gritó en voz muy alta:
      —¡Ay!
      El perro se lanzó sobre él, hubo una confusión de sensaciones y dolor en algún sitio. Se oía también un ruido de voces próximas, y el Profesor no pudo entender lo que decían. Algo frío y metálico se apretó brutalmente contra su columna vertebral mientras el perro todavía tenida colgada de sus dientes una masa de ropa y tal vez de carne. El Profesor sabía que era el cañón de un arma y levantó las manos gritando en magrebí:
      —¡Llévense al perro!
      Pero el arma solamente lo empujó hacia adelante y como el perro, otra vez en el suelo, no volvió a saltar, él dio un paso adelante. El arma seguía empujándolo, él seguía avanzando. Volvió a escuchar voces, pero la persona que estaba justo detrás de él no decía nada. La gente parecía correr de un lado a otro; por lo menos eso era lo que le decían sus oídos. Porque sus ojos, según descubrió, seguían cerrados desde el ataque del perro. Los abrió. Un grupo de hombres avanzaba hacia él. Iban vestidos con las ropas negras de los reguibat. “Los reguibat son una nube contra la cara del sol”. “Cuando un reguibat aparece, el hombre del bien se da la vuelta”. En cuántas tiendas y mercados había oído esas máximas, pronunciadas en son de burla entre amigos. Jamás a un reguiba, por supuesto, pues esas gentes no frecuentan las ciudades. Envían a uno de los suyos, disfrazado, para organizar la venta de los bienes capturados con los elementos más turbios de cada lugar. “Una oportunidad”, pensó rápidamente, “de comprobar la veracidad de esas afirmaciones”. No dudó ni por un momento que la aventura resultaría una especie de advertencia contra aquella tontería por su parte: una advertencia que, en retrospectiva, iba a ser mitad siniestra y mitad fársica.
      Dos perros, gruñendo, llegaron a la carrera tras los hombres que se aproximaban y se arrojaron a sus piernas. Le escandalizó notar que nadie le prestaba atención a esa falta de etiqueta. La pistola lo empujó con más fuerza mientras él intentaba esquivar el ruidoso ataque de los animales.
      —¡Los perros! —volvió a gritar— ¡Llévenselos!
      El arma lo empujó con gran fuerza y el Profesor cayó al suelo, casi a los pies de la multitud de hombres que tenía enfrente. Los perros le tironeaban de las manos y de los brazos. Una bota los hizo apartarse a puntapiés lanzando gañidos y después, con mayor energía, le dio una patada al Profesor en la cadera. Luego vino un concierto de puntapiés desde diferentes lados que lo hicieron revolcarse violentamente durante un rato por la tierra. Durante este tiempo era consciente de que había manos que se metían en sus bolsillos y sacaban todo lo que había en ellos. Trató de decir: “Ya tienen todo mi dinero, ¡dejen de patearme!”, pero sus músculos faciales golpeados se negaban a obedecer; se encontró haciendo gestos para hablar y eso fue todo. Alguien le dio un terrible golpe en la cabeza y él pensó: “Ahora al menos perderé el conocimiento, gracias al Cielo”. Pero siguió consciente de las voces guturales que no podía comprender y de que lo amarraban con fuerza alrededor de los tobillos y el pecho. Luego hubo un negro silencio que se abría como una herida de vez en cuando, para dejar entrar el sonido suave y grave de la flauta que repetía la misma sucesión de notas una y otra vez. De pronto sintió un dolor atroz por todo su cuerpo: dolor y frío. “Así que, después de todo, he estado inconsciente”, pensó. Pese a ello, el presente parecía únicamente una continuación directa de lo que había sucedido antes.
      Estaba clareando débilmente. Había camellos cerca de donde estaba tendido; podía oír su gorgoteo y su respiración profunda. No pudo obligarse a intentar abrir los ojos, en caso de que le resultara imposible. Sin embargo, al oír que alguien se acercaba, descubrió que veía sin dificultad.
      El hombre lo miró desapasionadamente a la luz gris de la mañana. Con una mano cerró las ventanas de la nariz del Profesor. Cuando el Profesor abrió la boca para respirar, el hombre le cogió la lengua y tiró de ella con todas sus fuerzas. El Profesor boqueaba y trataba de recuperar el aliento; no veía qué estaba sucediendo. No pudo distinguir el dolor del tirón brutal del que causó el cuchillo afilado. Luego se produjo un interminable atragantarse y escupir que continuaba automáticamente, como si él apenas fuera parte de ello. La palabra “operación” no paraba de darle vueltas en la cabeza; le calmaba un poco el terror mientras él se hundía de nuevo en la oscuridad.
      La caravana partió en algún momento hacia media mañana. Al Profesor, que no estaba inconsciente sino en un estado de completo estupor, y que seguía atragantándose y babeando sangre, lo metieron doblado en un saco y lo ataron al costado de un camello. En el extremo inferior del enorme anfiteatro había una puerta natural entre las rocas. Los camellos, rápidos mehara, llevaban poca carga en este viaje. Pasaron por la puerta en fila india y remontaron despacio la suave loma que conducía arriba, al comienzo del desierto. Esa noche, en una parada tras unas colinas bajas, los hombres lo sacaron, todavía en un estado que no le permitía pensar, y sobre los andrajos polvorientos que quedaban de sus ropas ataron una serie de extrañas cinchas, hechas de tapas de bote engarzadas unas a otras. Uno tras otro le fueron poniendo en torno al torso, en brazos y piernas, incluso sobre la cara, estos brillantes cinturones, hasta que estuvo por completo envuelto en una armadura que lo cubría con sus escamas circulares de metal. Hubo muchas risas durante esta ceremonia de engalanamiento del Profesor. Un hombre sacó una flauta y otro más joven hizo una imitación que no estaba mal de una uled naïl ejecutando la danza de la caña. El Profesor ya tenía conciencia; para ser preciso, existía en medio de los movimientos que hacían esos otros hombres. Cuando terminaron de vestirlo tal como deseaban que se viera, metieron algo de comida bajo las ajorcas de hojalata que le colgaban sobre la cara. Aunque masticaba mecánicamente, la mayor parte acabó por caer al suelo. Lo volvieron a meter en el saco y lo dejaron allí.
      Dos días más tarde llegaron a uno de sus propios campamentos. Allí había mujeres y niños en las tiendas y los hombres tuvieron que alejar a los perros que habían dejado allí para protegerlos. Cuando vaciaron el saco donde estaba el Profesor hubo gritos de miedo, y los hombres tardaron varias horas en convencer a las mujeres de que era inofensivo, aunque desde el primer momento no había quedado duda de que era una posesión valiosa. Luego de unos días se volvieron a poner en marcha, llevándose todo consigo y viajando sólo de noche, a medida que el terreno se volvía más cálido.
      Aun cuando todas sus heridas sanaron y ya no sentía dolor, el Profesor no volvió a pensar; comía, defecaba y bailaba cuando se lo pedían: brincos absurdos arriba y abajo que entusiasmaban a los niños, principalmente por el maravilloso estrépito de chatarra que producía. Y por lo general dormía durante los calores del día, entre los camellos.
      Encaminada hacia el sureste, la caravana eludía toda forma de civilización sedentaria. En pocas semanas llegaron a una nueva meseta, salvaje del todo y con muy poca vegetación. Allí acamparon y se quedaron, con los mehara sueltos para que pudieran pastar. Todos estaban contentos; el tiempo era más fresco y se encontraban sólo a unas horas de una ruta poco frecuentada. Fue allí donde concibieron la idea de llevar a Fogara al Profesor y venderlo a los tuaregs.
      Pasó un año entero antes de que llevaran a cabo este proyecto. Para entonces el Profesor estaba mucho mejor entrenado. Sabía dar volteretas con las manos y hacía una serie de gruñidos terribles que, sin embargo, tenían cierto componente de humor; y cuando los reguibat le quitaron la hojalata de la cara descubrieron que podía hacer unas muecas admirables mientras bailaba. Le enseñaron también unos cuantos gestos obscenos elementales que nunca dejaba de producir chillidos de delicia entre las mujeres. Ahora solamente lo sacaban después de comidas especialmente copiosas, cuando había música y fiesta. Se adaptó fácilmente a su sentido del ritual y desarrolló una especie de “programa” rudimental que representaba cuando le llamaban: bailar, dar volteretas en el suelo, imitar a ciertos animales, y finalmente correr hacia el grupo con cólera fingida, para ver la confusión e hilaridad resultantes.
      Cuando tres de los hombres se pusieron con él en camino para ir a Fogara, llevaron cuatro mehara consigo y él montó el suyo a horcajadas con toda naturalidad. No se tomó precaución alguna para vigilarlo, salvo la de mantenerlo entre ellos, con un hombre siempre detrás, cerrando el grupo. Llegaron a la vista de las murallas al amanecer y esperaron entre las rocas durante todo el día. Al anochecer el más joven se puso en marcha, y a las tres horas regresó con un amigo que traía un grueso bastón. Trataron de que el Profesor hiciera su rutina allí mismo, pero el hombre de Fogara tenía prisa por volver a la ciudad, así que todos se pusieron en marcha sobre sus mehara.
      En la ciudad fueron directamente a la casa del aldeano y en su patio tomaron café, sentados entre los camellos. El Profesor volvió a hacer su acto, y esta vez hubo largo regocijo y mucho frotar de manos. Se llegó a un acuerdo, se pagó una cantidad de dinero y los reguibat se retiraron, dejando al Profesor en la casa del hombre del bastón, que no tardó en encerrarlo en un corral pequeñito que daba al patio.
      El siguiente día fue importante en la vida del Profesor, pues fue el día en que otra vez hubo dolor removiéndose en su ser. Fue a la casa un grupo de hombres, entre los cuales había un caballero venerable, mejor vestido que aquellos otros que se pasaban el tiempo alabándolo, besándole con fervor las manos y los bordes de sus vestiduras. Esta persona procuraba hablar en árabe clásico de vez en cuando, para impresionar a los demás, que no habían aprendido una palabra del Corán. Así que la conversación transcurría más o menos así:
      —Tal vez en In Salah. Los franceses de allá son imbéciles. La venganza celestial se aproxima. No la precipitemos. Alabado sea el más alto y caiga su maldición sobre los ídolos. Con pintura en la cara. Por si la policía quiere mirar de cerca.
      Los demás escuchaban y asentían con sus cabezas lenta y solemnemente. Y el Profesor, en su cuchitril, cerca de ellos, escuchaba también. Es decir, era consciente del sonido del árabe que hablaba el anciano. Las palabras penetraban por primera vez en muchos meses. Ruidos, y luego: “La venganza celestial se aproxima». Y luego: «Es un honor. Cincuenta francos es suficiente. Quédese su dinero. Bueno”. Y el qauayi en cuclillas junto a él al borde del precipicio. Y luego “caiga su maldición sobre los ídolos” y más blablablá. Dio vueltas tendido en la arena, resollando, y lo olvidó. Pero el dolor había comenzado. Se desarrollaba en una especie de delirio, porque él había comenzado a entrar de nuevo en la conciencia. Cuando el hombre abrió la puerta y lo empujó con el bastón, lanzó un grito de rabia y todos se echaron a reír.
      Lo hicieron levantarse, pero no quiso bailar. Se quedó de pie ante ellos, mirando el suelo y negándose tercamente a moverse. El propietario estaba furioso, y tan irritado por las risas de los demás que se sintió obligado a despedirlos, diciendo que esperaría un momento más propicio para mostrarles su propiedad, pues no se atrevía a manifestar su cólera ante el anciano. Sin embargo, cuando se marcharon dio al Profesor un violento bastonazo en el hombro, le gritó varias obscenidades y salió de la casa azotando la puerta. Fue directo a la calle de las uled naïl, porque estaba seguro de encontrar a los reguibat entre las muchachas, gastando el dinero. Y en una tienda encontró a uno de ellos, todavía en la cama, mientras una uled naïl lavaba los vasos del té. Entró en la tienda y casi decapitó al hombre antes de que éste pudiera tratar de incorporarse. Tiró luego la navaja en la cama y salió corriendo.
      La uled naïl vio la sangre, gritó, salió de su tienda para entrar en la de junto y salió poco después con otras cuatro muchachas, que corrieron juntas al café y contaron al qauayiquién había matado al reguibat. Apenas una hora más tarde, la policía militar francesa lo arrestaba en la casa de un amigo y lo arrastraba a su campamento. Aquella noche el Profesor no recibió nada de comer y la tarde siguiente, en el lento agudizarse de su conciencia que le provocaba el hambre creciente, caminó sin rumbo fijo por el patio y las habitaciones que daban a él. No había nadie. En una habitación colgaba un calendario de la pared. El Profesor lo miró nervioso, como un perro que se mira una mosca en el hocico. En el papel blanco había cosas negras que producían sonidos en su cabeza. Los escuchó: “Grande Epicerie du Sabel. Juin. Lundi, Mardi, Mercredi”…
      Las marcas diminutas de tinta que forman una sinfonía pueden haber sido hechas hace mucho tiempo, pero cuando se concretan en sonidos se vuelven inminentes y poderosas. Así, en la cabeza del Profesor comenzó a sonar una especie de música de los sentimientos, cada vez a mayor volumen mientras él miraba la pared de adobe, y tuvo la sensación de estar interpretando algo que había sido escrito para él mucho tiempo atrás. Sintió deseos de llorar; sintió ganas de recorrer la casa rugiendo, volcando y destrozando los pocos objetos que podían romperse. Su emoción no llegó más allá de este único deseo arrollador. Entonces, bramando con todas sus fuerzas, atacó a la casa y sus enseres. Luego atacó la puerta de la calle, que resistió por un tiempo y al final se rompió. Salió trepando por el agujero que dejaban los tablones que había astillado y, todavía rugiendo y agitando sus brazos en el aire para hacer el mayor estrépito de latas posible, empezó a galopar por la calle silenciosa hacia la puerta del pueblo. Unas pocas personas lo miraban con gran curiosidad. Al pasar ante la posta, el último edificio antes de llegar al elevado arco de adobe que enmarcaba el desierto, lo vio un soldado francés. “Tiens”, se dijo, “otro loco santo”.
      Otra vez se ponía el sol. El Profesor corrió bajo el arco de la puerta, volteó la cara hacia el cielo rojo y empezó a trotar por la Piste d’In Salah, derecho hacia el sol que se ocultaba. A sus espaldas, desde la posta, el soldado disparó sin apuntar, para la buena suerte. La bala silbó peligrosamente cerca de la cabeza del Profesor y sus gritos se elevaron hasta convertirse en un lamento indignado mientras agitaba sus brazos de una manera aún más salvaje y, en un acceso de terror, daba grandes saltos en el aire cada pocos pasos.
      El soldado se quedó mirando un rato, sonriente, mientras la figura que hacía cabriolas se volvía más y más pequeña en la oscuridad creciente de la noche, y el cascabeleo de la hojalata se convertía en parte del gran silencio de afuera, más allá de la puerta. La pared de la posta sobre la que se apoyaba aún irradiaba calor, dejado allí por el sol, pero el frío de la luna crecía en el aire.

Nueva York, 1945
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Dos relatos de Kathy Acker

Este mes, dos relatos brutales de Kathy Acker (1947-1997), escritora estadounidense transgresora, durísima, icónica. Ambos textos fueron traducidos por Mayra Luna y provienen de esta colección digital. «El nacimiento del poeta» (“The Birth of the Poet”) apareció en Hannibal Lecter, My Father (1991) y «Florida» en Literal Madness (1989).

Kathy Acker (née Lehman) by Alastair Thain

EL NACIMIENTO DEL POETA

Querida mamá,
      Tus vísceras apestan. Odio tu pelo. Debes ser árabe porque tienes una nariz enorme. Los árabes no tienen inteligencia. No entiendes mi personalidad porque no tengo una personalidad: soy un taimado solapado artero inútil anónimo casi gusano y tú has estado buscando a un asesino real. Quieres que tu hijo sea alguien: que crezca y le saque las tripas a la gente por dinero o mande a la gente pobre a la cárcel por dinero o que le diga a toda la gente que escuche lo que es la realidad. Simplemente soy como todos.
      Es una agonía estar oliendo tu carne cuando estás conmigo porque no me amas. Somos tan distintos, que deberíamos odiarnos uno al otro; aparte, eres tan ambiciosa de poder como todos los árabes. Somos tan diferentes mamá, aunque tengamos sexo; el universo debió haber estado enfermo cuando nos hizo. El universo debió haber estado totalmente enfermo. Los dos, la misma sangre.
      Tendremos que matarnos uno al otro porque no hay otra salida a esta relación.
Me estoy partiendo la cabeza contra la pared de mi sala. Cualquier dolor ayuda a suavizar las agujas de hielo seco que rodean y apuñalan mi ojo derecho hinchando la suave carnosidad alrededor de mi apéndice apretando mis músculos sexuales en pequeños alfileres de acero que tu presencia me causa.
      Creo que eres una buena persona y no le dispararía a nadie más. Solamente te disparé a ti porque todo el mundo te odia. Hago lo que otras personas desean que haga. Es esta la agonía. Ya no puedo ser real. No puedo ser –mucho menos quien– ni siquiera lo que yo deseo. Estoy totalmente desprovisto de poder. ¿Qué sabes de la agonía? Tuve que dispararte. Todo mundo sabe todo acerca de la agonía total y el mundo entero está retorciéndose.
      ¿Debemos de tener sexo, mamá, aunque estés muerta?

Tu hijo,
Ali Warnock Hinkley, Jr.

* * *

FLORIDA

Tal vez estás muriendo y ya nada te importa.
      En la nada, el gris, las islas casi desaparecen entre el agua. Óvalos negros con forma de hojas esconden el desmoronamiento del universo. Las islas de Key West desapareciendo en el océano. Ya no tienes nada qué decir. No sabes qué hacer. Toda tu vida ha sido un desastre. Sujetándote a cualquier amorío que llegaba y quedándote con él por la tierna vida hasta que se volvía tan agrio que tenías que vomitar e irte. Entonces te recuperabas, como te recuperas de una cruda, cogiendo el siguiente trozo de culo que pasara por ahí y que no fuera tan indefenso o demandante que te forzara a percibir la realidad.
      Un coño como cualquier otro coño. Un ideal como cualquier otro ideal. Cuando un sueño se va, otro toma su lugar. Estas harto de estar entre esta mierda, así que te vas. En el fin del mundo. Casi nadie viviendo en esta perpetua grisura de Florida. Puede no ser el paraíso, pero no apesta a la mierda de tus sueños. No existe mucho para ponerte a soñar en esta grisura.
      Hay en la isla un hotel viejo y dilapidado. Maneja el hotel un viejo gruñón que ronca en vez de hablar. Hasta donde sabes, el gruñón no te molestará, nadie más está hospedando en el hotel, y el cuarto y la comida son baratos.
      Decides quedarte por una noche.
      No hay más que decir. Eres un trozo de carne entre otros trozos de carne. Es como cuando estabas en el hospital. El doctor no podía meter la aguja en tu vena para sacar sangre. Cada vez que metía la aguja en tu brazo, la vena desaparecía. Te sentías como un trozo de carne y no te importaba. Viste al doctor ver gente viviendo y muriendo y gritando y al doctor no le importaba si tú estabas muriendo o gritando. Así que a ti no te importó si estabas muriendo o gritando. Ya no tienes idea de lo que importa. Cada día miras al océano y ves un pequeño barco desaparecer entre la grisura. Un pequeño barco oscuro descendiendo entre las aguas turbulentas.

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