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Miriam

Este año se cumple el centenario de Truman Capote (1924-1984), narrador y periodista estadounidense, uno de los más famosos y significativos del siglo XX. Se le recuerda sobre todo por su libro-reportaje A sangre fría, que volvió famosa la denominación de «no ficción», pero su obra es más amplia y contiene excelentes textos de pura ficción. Uno de ellos es «Miriam», uno de sus primeros cuentos publicados (apareció en la revista Mademoiselle en 1945) y ganador de un Premio O. Henry, de los más prestigiosos para la narrativa breve en los Estados Unidos. La traducción es de Juan Villoro; su trama es de misterio o de miedo, muy diferente a las historias de la vida real que más se conocen de Capote, pero escrita con la misma elegancia.

Truman Capote en 1948

MIRIAM
Truman Capote

Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H.
      T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
      Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.
      La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
      Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
      Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
      Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
      La niña se le acercó:
      —¿Podría hacerme un favor?
      —Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
      —Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
      Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco. Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo;
      faltaban veinte minutos para que terminara la película.
      —Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
      La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
      Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
      —¿Cómo te llamas?
      —Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.
      —¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
      —Sólo Miriam.
      —¿No te parece curioso?
      —Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
      Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
      —Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
      —¿Sí?
      —Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
      —No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
      El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
      —Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.
      Miriam asintió apenas.
      Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
      Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.
      Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
      —Ya voy, ¡paciencia!
      El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
      —¡Basta! —gritó.
      El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
      —Por el amor de Dios, ¿qué…?
      —Hola —dijo Miriam.
      —Oh…, vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el
      recibidor—. Si eres aquella niña.
      —Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
      No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
      —Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
      —Es tardísimo…
      Miriam la miró inexpresivamente:
      —¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.
      Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
      —Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
      —¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
      —Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie. Se dejó caer en un taburete.
      —¿Qué quieres? —repitió.
      —¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
      Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
      —¿Cómo has sabido dónde vivía? Miriam frunció el entrecejo.
      —Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
      —Pero si no estoy en la guía telefónica.
      —Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
      —Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.
      Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
      —Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
      —Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
      —De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
      —Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.
      —Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro. Mrs. Miller trató de controlar su voz:
      —No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
      Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
      —Muy bien —dijo—. Lo prometo.
      ¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
      —¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
      No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro… Atención, tenía que dominarse.
      Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
      No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
      —¿Qué haces? —preguntó.
      Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
      —Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
      —¿Y si lo dejas en su sitio…? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
      —Por favor, niña…, es un regalo de mi marido…
      —Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
      Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.
      Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
      —Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
      Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
      —¿No hay dulce, un pastel?
      Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
      —Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
      —¿En serio? ¿Eso he dicho?
      —Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
      —No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
      Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
      —Déme un beso de buenas noches.
      —Por favor…, prefiero no hacerlo. Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
      —Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
      Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada…, tan blanca y deslumbrante?»
      El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas
      fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
      Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.
      Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.
      No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
      Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
      El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.
      Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.
      La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
      —¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
      —Sí —dijo ella—, rosas blancas.
      De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
      Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
      En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
      Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.
      A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
      —¿Eres tú? —preguntó.
      —Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
      —Vete —dijo Mrs. Miller.
      —Dése prisa, por favor…, que traigo un paquete pesado.
      —Vete.
      Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
      —Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
      Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba
      apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
      —Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
      Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
      —Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
      Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
      —Sólo hay ropa, ¿por qué?
      —Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
      —¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
      —¿… y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad!
      ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas…
      La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
      Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
      —Oiga, ¿qué coño es esto?
      —¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las
      manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
      —Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero…, bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y… —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo…
      La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
      —¿Y bien?
      —Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo…, va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
      —¿Es pariente suya? —preguntó el hombre. Mrs. Miller negó con la cabeza:
      —No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
      —Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
      Ella dijo:
      —La puerta está abierta: es el 5 A.
      El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
      —Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa…
      —Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
      Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
      —Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
      —No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
      —Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
      Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
      —Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
      —Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto… —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
      —He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie.
      Nadie. ¿Entendido?
      —Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
      —No. No, señora.
      La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
      —Bueno, para haber pegado ese alarido…
      Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
      Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
      Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.
      En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:
      —Hola —dijo Miriam.

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Salidas con gracia

Traci L. Gourdine, escritora californiana, es otra autora de las que encontré en la antología Sudden Fiction (Continued), publicada en 1996 y compilada por Robert Shapard y James Thomas. Gourdine, activa hasta la actualidad, es también profesora universitaria. “Graceful Exits”, que Gourdine publicó en 1994 en su libro ZYZZYVA, muestra una personalidad femenina muy particular y, acaso, más enigmática hoy que cuando su autora la creó: su narradora es una mujer que, en la época antes del estallido de las tecnologías de internet, desea estar perpetuamente sola, y se aterra ante la perspectiva de una conexión o una mera cercanía.
      Con este cuento prosigue el proyecto de traducir una muestra de Sudden Fiction (Continued) especialmente para Las Historias.


SALIDAS CON GRACIA
Traci L. Gourdine

Mi hija me da lata. Dice que no tengo amigos. Esto es porque nunca me llama nadie. Únicamente los parientes y los acreedores me pueden llevar al teléfono o a lamer un sobre. Al resto los desanimo por preferir mi silencio, esa larga pausa entre el atardecer y el amanecer. Me gusta desconectar el teléfono, meterlo en un cajón, fingir que el timbre está descompuesto y la regadera hace demasiado ruido. He aprendido a levantar las cejas y poner cara de perplejidad cuando mis conocidos dicen “Te estuve llame y llame”. “Ah”, es mi respuesta. No prometo llamarlos. No puedo prometer algo así. Prefiero conocer gente por casualidad en las banquetas y los cafés. Hay rutas de escape a todo mi alrededor. Sé cómo quedarme sola. Sé cómo asentir y asentir y retroceder sonriendo hasta que es hora de gritar adiós desde una larga distancia. Es mi modo de ser cortés. Hay que tener esas cortesías.
      A veces, en esta soledad, se empieza a meter la calentura. Es difícil de evitar. Una especie de ansia aparece y echa a correr por mis venas. Esto no tiene nada que ver con ser sociable. He reconocido al animal que hay detrás. El sexo es parte de la lista del mandado. Cuando me siento gemir y hambrienta de contacto, empiezo a examinar caras. Manos y labios se vuelven interesantes. Reviso, repaso lo que está disponible. Recuerdo qué he probado, qué se ha estropeado con demasiada rapidez. Me doy recordatorios de algunas decisiones apresuradas. Debo ser cuidadosa. Sé cómo soy. La gente debe ser advertida.
      Hubo un muchacho. Un muchacho muy joven. Sus ojos oscuros, sus labios suaves, su tacto ágil nos hicieron a ambos inocentes y ansiosos. Mis bordes afilados, mis inesperados puntos suaves, lo intrigaban. De noche me enseñó lenguajes en donde el silencio solía asentarse. Se encargó de mí. Me desgastó. Reunía fuerza, eclipsando a la luna, escudándome de la extensión de los cielos nocturnos. Pronto fue demasiado viento. No se marchaba. No sabía cómo calmarse. Cuando hacíamos el amor, yo imaginaba teléfonos sonando constantemente. A veces encontraba la puerta del frente abierta de par en par, golpeando la pared. Hojas entraban volando en el pasillo. Yo no sabía que los muchachos jóvenes son caros. Mi hija decía que me veía cansada. El muchacho se abrazaba a mi cuello como un niño. Decía estar enamorado. Me quería embarazada. Decía que yo era su Barbie y él mi Ken. Decía que yo dormía como una virgen. Oh, dios, oh, dios, oh, dios…
      El baño es la cámara de la soledad. La gente te deja en paz en el baño. Se puede ofrecer cualquier clase de excusas desde el otro lado de esa puerta. Por lo general la gente te cree. En el baño una persona puede pensar las cosas, planear una forma de escape, resolver la logística ante el espejo. A veces una puede sentir cómo se forma la cola del otro lado. El muchacho esperaba como un perro solitario. Podía ver la sombra de sus zapatos. No podía oír lo que estaba diciendo: la regadera hacía demasiado ruido, mis dedos tapaban mis oídos. Mientras él esperaba, encontré una cana. Pensé que era borra de mi ropa interior. Pensé que iba a morir. Él me estaba haciendo envejecer en lugares que había creído que nunca envejecerían. Me hacía recordar las palabras mi madre cuando encontré un cabello gris sobre mi frente.
      —Hija —me dijo, con su espeso acento de las Indias Occidentales—, preocúpate cuando te encuentres un pelo gris en el aquellito. Entonces te vas a estar haciendo vieja. Gris en la cabeza significa sabiduría, gris en el aquellito es aquellito viejo. Nada es peor para una mujer que tener viejo el aquellito. Entonces te preocupas.
      Mandé lejos al muchacho. Mandé lejos al muchacho y encendí la contestadora. Mandé lejos al muchacho y puse una mirilla en la puerta del frente. Ahora él llega por correo. Ahora él es mensajes de amor pregrabados que yo reproduzco con el abrigo puesto. Yo soy tonos de ocupado y de marcar. Soy la Barbie con cabello enredado, ropas torcidas y miembros en posiciones imposibles. No puedo hablar, excepto para bajar la mirada y sonreír con cortesía.

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Eso lo cambia todo

No hay mucha información en internet sobre Cathryn Alpert (1952). Esta autora estadounidense –a la que encontré en la antología Sudden Fiction (Continued), publicada en 1996 y compilada por Robert Shapard y James Thomas– publicó un par de libros a comienzos de este siglo; más allá de esto, no he podido encontrar más datos. De cualquier manera, este breve cuento (publicado originalmente con el título «That Changes Everything»), es una muestra sugerente de un tipo de narrativa realista, escasa en acontecimientos, interesada en especial en el interior de sus personajes, que imperó en buena parte de la literatura en lengua inglesa durante décadas y hoy tiene sus descendientes (me parece) en la llamada autoficción. Con este cuento reanudo el proyecto de traducir una muestra de aquel libro, especialmente para Las Historias.

ESO LO CAMBIA TODO
Cathryn Alpert

I

Esta sensación de que algo está profundamente mal. No “básicamente”, como alguna gente podría decir, sino profundamente, o sea, en su mismo centro. La carne y la sangre. Como diciendo de esto estamos hechos y no hay escape.

II

Cepíllate cien veces antes de ir a la cama. Levántate a las ocho y limpia el cereal de la mesa. Ponte el maquillaje en un orden distinto y el día podría tener sorpresas.

III

—Agradece lo que tienes —dice, untando mostaza en su bollo. Se refiere a dos ojos, por supuesto, porque él perdió uno en Vietnam. Se refiere a dos de todo lo que se supone que debe llegaren pares, como latidos del corazón, y pisadas, y sí, hasta gente.
      Y yo quiero decirle que la cosa es diferente. ¿Pero cómo le dices eso a un hombre que se ha enfrentado a la metralla?

IV

Cuando perdió el ojo, perdió la percepción de la profundidad. Trataba de agarrar una cerveza y agarraba el aire. Una vez se abrió la frente con el marco de una puerta.
      —Sí regresa —me dijo—. Tarda un poco, pero el cerebro reaprende a ver las cosas en perspectiva.

V

Cada mañana hago una lista de cosas que hacer. En la noche, lo que se haya quedado sin hacer lo transfiero a otra lista, que guardo en un cajón de la recámara. Esta otra lista tiene diez páginas de largo. Al comienzo dice “Guardar en cajas la ropa de bebé”. La tengo toda en cajas, pero no son las cajas adecuadas para guardar ropas que se quieren guardar para los nietos.

VI

Se puede ver cuál de los dos no es real por el modo en el que se mantiene en su hueco, mirando el mundo sin verlo como el ojo de un pescado ensartado en el anzuelo. Me gusta mirar esa bola ciega de vidrio. Cuando la luz es la adecuada, puedo verme en el reflejo.

VII

Me acuesto en la cama después de medianoche y cuento estrellas a través de nuestra ventana abierta. Dibujan un arco lento a través de un cielo sin nubes. Anoche fueron cincuenta y siete.

VIII

Hace años él usaba un parche, pero lo dejó al ver a qué mujeres atraía. “Madres de la Tierra”, me dijo. Mujeres que le limpiaban sopa de las barbas y cortaban la piel muerta alrededor de sus uñas. En la cama, lo montaban como a un pony enfermo.
      Me eligió a mí, me dijo, porque yo parecía indiferente.

IX

Algunas mañanas, después de que los niños se han ido a la escuela, me siento en la cama y miro cómo sube el vapor de mi taza de café. El vapor tiene un propósito. Sabe qué hacer.

X

Él da una fuerte mordida a su hamburguesa. Se inclina y se acerca a la mesa. Levanta la vista hacia mí con medio ojo.
      Y yo quiero decirle que sé que soy amada. Y que eso lo cambia todo.
      Y eso sería una mentira tan fácil.

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Historia de una hora

He aquí un cuento de Kate Chopin (1850-1904), escritora estadounidense. Nacida en Missouri, desarrolló su carrera en Louisiana tras un comienzo tardío (su matrimonio, durante el que tuvo seis hijos, terminó con la muerte de su esposo, un hacendado). Hoy se le considera precursora del feminismo y una de las más destacadas escritoras criollas (creole) de Louisiana durante el siglo XIX; su novela El despertar (1899) fue una de las primeras en la historia de su país en tratar la evolución del carácter y las convicciones de una mujer independiente, lo que le valió la condena de los sectores conservadores de su tiempo.
      «The Story of an Hour» (narración breve y paradójica acerca de los sentimientos que una mujer no siempre tenía permitido manifestar) se publicó primero en la revista Vogue en 1894. Encontré la traducción que sigue en línea, sin crédito, y la revisé un poco. Gracias por la sugerencia a Valéria MacKnight.

HISTORIA DE UNA HORA
Kate Chopin

Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.
      Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia.
      Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar, con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.
      Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.
      En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un marchante pregonaba sus mercancías. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.
      Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.
      Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.
      Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien una interrupción del pensamiento.
      Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.
      Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y delgadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
      No se detuvo a pensar si aquella alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.
      No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos un delito, en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.
      Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser!
      «¡Libre, libre en cuerpo y alma!» continuó susurrando.
      Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”
      “Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
      Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!
      Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.
      Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.
      Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón: de la alegría que mata.

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El mar nocturno

He aquí una curiosidad: un cuento escrito inicialmente por Robert Hayward Barlow (1918-1951). Aficionado a la literatura de terror y, en su adolescencia, narrador incipiente, Barlow fue parte de las primeras generaciones de la cultura del fanzine en los Estados Unidos. Sin embargo, no se convirtió en escritor profesional, y su cuento no se recordaría de no ser porque, luego de que lo terminara, el texto fue revisado y modificado nada menos que por H. P. Lovecraft (1890-1937).
      Lovecraft fue responsable de muchas «revisiones» semejantes. Algunas fueron de textos de colegas y discípulos, y otras se realizaron por encargo: eran una de las formas en las que el escritor se ganó la vida en sus últimos años. La revisión de este cuento pertenece a la primera categoría, pues Barlow fue también parte del círculo de discípulos de Lovecraft, que lo descubrían en revistas y luego establecían contacto con él.
      Barlow se volvió amigo de Lovecraft y ambos mantuvieron una copiosa correspondencia. Con el tiempo, Lovecraft viajó a Florida en más de una ocasión para visitar a Barlow en su casa (algo rarísimo para un autor recluso como él). Finalmente, antes de morir, lo nombró su albacea literario…, aunque la tarea de la difusión póstuma de Lovecraft acabó, luego de conflictos diversos, por recaer en otros discípulos, como August Derleth. Barlow abandonó la literatura para dedicarse a la antropología; emigrado a México, se convirtió en profesor y estudioso importante de las culturas precolombinas. Su muerte fue un suicidio, en apariencia por miedo al chantaje de un alumno que amenazaba con revelar su homosexualidad.
      «The Night Ocean» apareció primero en el periódico The Californian en 1936; posteriormente ha sido incorporado a colecciones de las obras en colaboración de Lovecraft y también a alguna edición de la obra de Barlow. Como no encontré una buena traducción del cuento, hice una nueva, que busca replicar en castellano el estilo y la atmósfera peculiar que logran sus dos autores. Es importante decir que, si bien «El mar nocturno» es un cuento de miedo, no se debe encuadrar en los famosos «Mitos de Cthulhu» de Lovecraft. Su argumento está desligado de aquel universo narrativo, y su mayor interés es que intenta sugerir el horror desde el pensamiento de un solo individuo (este es uno de esos cuentos raros con un único personaje, y casi nada de acción), aislado y solo en un lugar remoto. Cualquier semejanza con cada uno de nosotros en los meses de pandemia es pura coincidencia.
      (De hecho, preferiría que se le viera como un pequeño regalo, ahora que estamos tan cerca de terminar este año –terrible– de 2020.)

Robert H. Barlow [fuente]

EL MAR NOCTURNO
R. H. Barlow y H. P. Lovecraft

Fui a Ellston Beach no sólo por los placeres del sol y del océano, sino para dar descanso a mi mente fatigada. Como no conocía a ninguna persona en el pueblo, que vive de los turistas en verano y sólo tiene ventanas vacías durante la mayor parte del año, no parecía probable que nadie me molestara. Esto me agradaba, pues no quería ver nada más que la extensión de las olas batientes y la arena que se extenderían ante mi hogar temporal.
      Mi largo trabajo veraniego estaba terminado cuando dejé la ciudad, y el diseño del enorme mural que era su producto ya estaba inscrito en el concurso. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando el último pincel quedó limpio, ya no me sentía renuente a entregarme a las exigencias de mi salud y buscar descanso y aislamiento por algún tiempo. De hecho, a una semana de llegar a la playa sólo recordaba de vez en cuando el trabajo cuyo éxito me había parecido tan importante hacía tan poco. Ya no estaba la antigua preocupación por cien complejidades de color y ornamento; tampoco el miedo ni la desconfianza en mi propia habilidad para representar una imagen mental, o para convertir mediante mi sola destreza una idea vagamente concebida en un cuidadoso diseño. Y sin embargo, lo que más tarde me sucedió ante la costa solitaria pudo haber ocurrido únicamente a causa de la constitución mental que estaba detrás de aquella preocupación y miedo y desconfianza. Porque yo siempre he sido un buscador, un soñador, y alguien que reflexiona sobre el buscar y el soñar. ¿Y quién puede decir que tal naturaleza no abre los ojos sensibles a mundos y órdenes insospechados de la existencia?
      Ahora que intento contar lo que vi, soy consciente de mil limitaciones enloquecedoras. Cosas percibidas mediante la visión interior, como las imágenes relampagueantes que llegan mientras derivamos hacia el vacío del sueño, nos son más vívidas y significativas en esas formas que cuando buscamos fundirlas con la realidad. Si se aplica la pluma al sueño, el color se le va. La tinta con la que escribimos parece diluida con algo que retiene demasiado de la realidad, y al final encontramos que no podemos delinear el recuerdo increíble. Es como si nuestro ser interior, separado de los lazos de la objetividad y la vigilia, se gozara con emociones cautivas que se agotan deprisa cuando intentamos traducirlas. En sueños y visiones están las más grandes creaciones del hombre, porque en ellas no existe el yugo de la línea ni del color. Escenas olvidadas, y tierras más oscuras que el mundo dorado de la infancia, brotan en la mente dormida para reinar hasta que el despertar las ahuyenta. De ellas se puede obtener algo de la gloria y el contento que anhelamos; algún vislumbre de nítidas bellezas, sospechadas, pero aún sin revelar, que son para nosotros lo que el Santo Grial era para las almas místicas del medievo. Dar forma a estas cosas en la rueda del arte, buscar algún trofeo descolorido de aquel ámbito intangible de sombra y niebla, requiere por igual destreza y memoria. Pues aunque los sueños están en todos nosotros, pocas manos pueden sujetar sus alas de mariposa sin romperlas.
      Esta narración no posee semejante destreza. Si pudiera, revelaría a ustedes los eventos insinuados que yo percibí oscuramente, como quien atisba en una región sin luz y entrevé formas cuyo movimiento se le oculta. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con una multitud de otros en el edificio para el que habían sido planeados, había intentado igualmente atrapar un fragmento de aquel elusivo mundo de sombras, y tal vez había tenido más éxito del que ahora tendré. Mi estadía en Ellston era para esperar el dictamen de mi diseño; cuando unos días de comodidad inusitada me dieron un poco de perspectiva, descubrí que –a pesar de las debilidades que un creador siempre detecta con más facilidad– había conseguido realmente retener en líneas y colores algunos fragmentos arrebatados al mundo infinito de la imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente desgaste de todas mis facultades, habían minado mi salud; estaría en la playa durante aquel período de espera.
      Como deseaba estar enteramente solo, renté (para deleite de su incrédulo propietario) una pequeña casa a cierta distancia de la aldea de Ellston; ésta, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas, todos de nulo interés para mí. La casa, sin pintar, oscurecida por el viento marino, no estaba siquiera en la periferia de la aldea: se encontraba más abajo, en la costa, como un péndulo bajo un reloj detenido, muy aislada sobre una colina de arena cubierta de hierbajos. Como un animal solitario, se agazapaba mirando el mar, y sus ventanas sucias e inescrutables miraban una extensión desolada de tierra y cielo y mar enorme. No estaría bien usar demasiada imaginación en una narración cuyos hechos, de poder ser realzados y encajados unos con otros como piezas de un mosaico, serían por sí mismos bastante extraños; sin embargo, diré que la pequeña casa me pareció solitaria desde que la vi, y consciente como yo de su naturaleza insignificante ante el gran mar.
      Tomé posesión de la casa a fines de agosto, un día antes de la fecha acordada, y encontré una camioneta y dos trabajadores que descargaban los muebles que proporcionaba el propietario. No sabía entonces cuánto tiempo me quedaría, y cuando se fue el vehículo que había traído los enseres yo dejé en el suelo mi escaso equipaje y cerré la puerta con llave (me sentía todo un dueño, viviendo en una casa después de meses de rentar un cuarto) para bajar por la colina cubierta de hierba hacia la playa. Como era de planta cuadrada y sólo tenía un cuarto, la casa requería poca exploración. Dos ventanas de cada lado proveían una gran cantidad de luz, y una puerta había sido colocada, como de último minuto, en la pared que daba al océano. El lugar había sido construido unos diez años antes, pero a causa de su distancia de Ellston era difícil que se alquilara incluso durante la temporada alta del verano. Como no tenía chimenea, se quedaba vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque apenas estaba a una milla de Ellston, parecía más lejano, pues una curva de la costa ocasionaba que, mirando en su dirección desde la casa, no se viera más que dunas cubiertas de hierba.
      El primer día, cuya primera mitad había pasado mientras me instalaba, lo empleé en disfrutar el sol y el agua inquieta: la callada majestad de ambos hacía que el diseño de murales pareciese algo lejano y fastidioso. Pero esto era la reacción natural a un largo periodo de atención a un solo conjunto de hábitos y actividades. Había acabado mi trabajo y mis vacaciones comenzaban. Este hecho, aunque me eludiera en aquel momento, se veía en todo lo que me rodeó aquella tarde de mi llegada, y en el cambio total respecto de mis circunstancias anteriores. El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor. No había ninguna otra persona cerca de mí, y yo disfrutaba del espectáculo sin la molestia de objetos ajenos a aquel escenario. Cada uno de mis sentidos era tocado de forma diferente, pero a veces parecía que el rugir del mar era afín al gran resplandor, o como si las olas brillaran en vez del sol: todo era tan vigoroso que las impresiones diferentes orígenes se mezclaban. Curiosamente, no vi a nadie bañándose cerca de mi casita cuadrada durante aquella tarde, ni en las posteriores, aunque la costa ondulante tenía una playa amplia, aún más invitante que la de la aldea, donde la espuma quedaba salpicada de figuras. Supuse que esto se debería a la distancia, y a que nunca había habido otras casas abajo del pueblo. No entendí por qué existía semejante extensión sin aprovechar cuando gran cantidad de viviendas se amontonaban en la costa norte, apuntando hacia el mar sin mirarlo.
      Nadé hasta el final de la tarde, y luego, tras un descanso, caminé hasta el pueblito. La oscuridad me ocultaba el mar cuando llegué, y encontré en las luces lóbregas de las calles evidencias de una vida que no estaba siquiera consciente de aquello tan enorme, envuelto en tinieblas, que estaba tan cerca. Había mujeres pintadas con adornos de oropel y hombres aburridos que ya no eran jóvenes: un tropel de absurdas marionetas, amontonadas en el borde del abismo del océano: no veían y no querían ver lo que había sobre ellas y a su alrededor, en la grandeza multitudinaria de las estrellas y las leguas del mar nocturno. Caminé por la orilla de aquel mar oscurecido de regreso a mi humilde casita, proyectando la luz de mi linterna hacia el vacío desnudo e impenetrable. Como no había luna, esa luz creaba un haz sólido que contorneaba las crestas de la inquieta marea. Sentí una emoción inefable, nacida del ruido de las aguas y la percepción de mi pequeñez inconcebible, mientras iluminaba con mi luz diminuta aquel ámbito inmenso, y a la vez sólo el borde negro de las profundidades terrestres. Esa profundidad nocturna, sobre la que los barcos se desplazaban en tinieblas que me impedían verlos, producía el murmullo de una turba distante y enfurecida. Cuando llegué a mi residencia pensé que no me había encontrado con nadie durante la caminata de una milla desde la aldea, y sin embargo, de algún modo, me quedaba la impresión de haber tenido todo el tiempo la compañía del espíritu del mar solitario. Estaría encarnado, pensé, en una forma que no se me revelaba, pero que se paseaba en silencio más allá del alcance de mi comprensión. Era como aquellos actores que esperan en penumbras tras la escenografía, listos para los parlamentos que en poco tiempo los pondrán ante nuestra vista, para hablar y actuar ante la luz reveladora de las candilejas. Finalmente me sacudí esta fantasía y busqué mi llave para entrar en la casa, cuyas paredes desnudas me dieron una súbita sensación de seguridad.
      Mi cabaña estaba totalmente aislada, como si hubiera salido a vagar por el sur del pueblo y luego no hubiera podido regresar; y allí no escuchaba el clamor inquietante cada noche, cuando volvía después de la cena. En general me quedaba sólo un rato en las calles de Ellston, aunque a veces las visitaba para darme el gusto de un paseo. Había las muchas y habituales tiendas de curiosidades y marquesinas falsamente elegantes que llenan los pueblos vacacionales, pero jamás entré en ellas. El lugar parecía útil sólo por sus restaurantes. Era sorprendente el número de las cosas inútiles a las que la gente se entregaba.
      Al principio hubo una serie de días llenos de sol. Me levantaba temprano y contemplaba el cielo gris, encendido con la promesa de la luz, que después se cumplía ante mis ojos. Esos amaneceres eran fríos, y sus colores se deslucían al compararlos con la uniforme luminosidad de la mañana, que da a cada hora la blancura del mediodía. Esa fuerte luz, tan notable el primer día, hizo que los subsecuentes fueran una sola página amarilla en el libro del tiempo. Noté que a muchas personas en la playa no les gustaba ese sol inusitado, mientras que yo lo buscaba. Después de mis meses grises de trabajo, el letargo inducido por una existencia física en una región gobernada por las cosas simples –el viento y la luz y el agua– hizo pronto efecto en mí; y como estaba ansioso por continuar el proceso curativo, pasaba todo mi tiempo al aire libre, bajo el sol. Esto me llevó a un estado a la vez impasible y sumiso, y me dio una sensación de seguridad ante la noche voraz. Así como la oscuridad se asemeja a la muerte, así la luz a la vitalidad. Gracias a la herencia de hace un millón de años, cuando los hombres estaban más cerca de su madre el mar, y cuando las criaturas de las que provenimos yacían lánguidas en el agua poco profunda, atravesada por el sol, todavía buscamos las cosas primarias cuando estamos agotados, sumergiéndonos en su seductora seguridad, como aquellos medio-mamíferos primigenios que aún no se aventuraban a la tierra lodosa.
      La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. Pero cuando ella las olvida, también las olvidamos nosotros. Aunque la conocemos desde siempre, la mar debe mantener un halo de extrañeza, como si algo demasiado vasto para tener forma acechara en el universo del que ella es la puerta. El océano de la mañana, brillante de reflejos de niebla azul y blanca, de espuma diamantina, captura los ojos de quienes reflexionan en las cosas extrañas, y sus intrincadas redes, a través de las cuales se deslizan peces de incontables colores, tienen el aspecto de algo enorme y perezoso que un día se levantará de las profundidades inmemoriales para caminar sobre la tierra.
      Estuve contento por muchos días, y alegre de haber escogido la casa solitaria que se posaba, como un pequeño animal, sobre aquellas suaves lomas de arena. Entre las diversiones agradablemente inconsecuentes de semejante vida, me dio por seguir la línea de la marea (donde las olas trazaban un borde húmedo e irregular, decorado con espuma evanescente) por largas distancias, y a veces encontraba curiosos fragmentos de conchas entre los restos traídos casualmente por el mar. Había una cantidad sorprendente de ellos en la costa cóncava a la que miraba mi pequeña y sencilla casa, y supuse que las corrientes que se alejaban de la playa a la altura de la aldea debían alcanzar aquel sitio. En todo caso, mis bolsillos –cuando tenía– generalmente guardaban grandes cantidades de basura, la mayor parte de la cual tiraba una hora o dos después de levantarla, preguntándome por qué la había conservado. Una vez, sin embargo, encontré un pequeño hueso cuya naturaleza no pude identificar, salvo que ciertamente no provenía de un pez; este lo conservé, junto con una perla o cuenta de metal de buen tamaño, cuyo diseño minuciosamente tallado era bastante inusual. Éste retrataba una cosa con aspecto de pez sobre un fondo de algas –en vez de los diseños comunes, florales o geométricos– y aún se podía ver claramente pese a estar desgastado por muchos años de dar vueltas en las olas. Como nunca había visto nada parecido, supuse que debía representar alguna moda, ya olvidada, de algún año previo en Ellston, donde semejantes tendencias eran comunes.
      Había estado allí tal vez una semana cuando el clima empezó un cambio gradual. Cada etapa de este oscurecimiento progresivo era seguida por otra sutilmente más intensa, de modo que al final la atmósfera entera a mi alrededor se había vuelto más vespertina que diurna. Lo percibí más como una serie de impresiones mentales que por sucesos realmente presenciados. Mi casita estaba sola bajo los cielos grises, y a veces había golpes de viento húmedo que llegaba desde el mar. El sol era desplazado por largos intervalos de nubosidad: capas de niebla gris, más allá de cuya profundidad desconocida estaba la luz, desterrada. Aunque brillara con la misma intensidad tras aquel enorme velo, no podía penetrar. La playa quedaba prisionera en una bóveda descolorida durante largos periodos, como si parte de la noche se fuera filtrando en las otras horas.
      Aunque el viento era vigorizante, y el océano se rizaba en pequeños torbellinos de actividad gracias al errático golpeteo de las olas, descubrí que el agua se enfriaba cada vez más, por lo que ya no pude quedarme en ella tanto como antes. Así pasé al hábito de dar largas caminatas, que –cuando era incapaz de nadar– me daban el ejercicio que buscaba con tanto ahínco. Estas caminatas cubrían una porción más grande de la costa que mis vagabundeos previos, y como la playa se extendía por varios kilómetros más allá de la rústica aldea, con frecuencia me encontraba totalmente aislado en una zona interminable de arena en las últimas horas de la tarde. Cuando esto sucedía, caminaba deprisa a lo largo de la orilla murmurante, siguiéndola para no desviarme hace el interior y perder mi camino. Y a veces, cuando esos paseos ocurrían tarde (y así era cada vez con más frecuencia) llegaba a la casa achaparrada, que parecía una vanguardia de la aldea, sin siquiera darme cuenta. Insegura sobre los riscos mordidos por el viento, una mancha oscura en los tonos mórbidos del anochecer marino, la casa se veía más solitaria que bajo la plena luz del sol o de la luna, y yo la imaginaba como un rostro mudo, inquisitivo, vuelto hacia mí en espera de algún acontecimiento. He dicho ya que el lugar estaba totalmente aislado, y esto en principio me agradó; pero en aquellos breves momentos en que el sol dejaba un rastro sangriento en su declive, y la oscuridad avanzaba pesadamente como una sombra informe y en expansión, había en el lugar una presencia extraña: un espíritu, un ánimo, una impresión que provenía de las ráfagas de viento, el cielo gigantesco, y aquel mar que expelía olas negras sobre una playa que súbitamente se volvía ajena. En esos momentos sentía una inquietud sin causa definida, aunque mi naturaleza solitaria me había habituado desde mucho antes al silencio y la voz antiguos de la naturaleza. Esos recelos, que no podría haber descrito con seguridad, no me afectaban mucho, y sin embargo pienso ahora que, todo aquel tiempo, una conciencia gradual de la inmensa desolación del océano se abría paso en mí: una inquietud que se hacía sutilmente horrible por indicios –nunca más que eso– de una vitalidad o una conciencia que me impedían estar completamente solo.
      Las calles del pueblo, ruidosas y amarillentas, con su actividad curiosamente irreal, estaban muy lejos, y cuando iba allí por mi cena (por no confiar en una dieta basada enteramente en mis exiguas habilidades culinarias), me preocupaba cada vez más, de modo bastante poco razonable, la idea de volver a mi cabaña antes de que fueran las altas horas de la noche, aunque con frecuencia me quedaba fuera hasta más o menos la diez.
      Me dirán que semejante conducta es insensata: que de haber tenido un temor infantil a la oscuridad, debía evitarla por completo. Me preguntarán por qué no me iba de aquel lugar si su aislamiento me estaba deprimiendo. A todo esto no tengo respuesta, salvo que cualquier inquietud que sintiera, cualquier perturbación que me produjeran algunas breves vistas del sol que se oscurecía, o el viento ansioso y salado, o el manto del mar oscuro, como una tela enorme arrojada cerca de mí, tenía la mitad de su origen en mi propio corazón, se mostraba solamente en instantes fugaces, y no tenía efectos duraderos en mí. Durante las mañanas de luz diamantina, mientras olas traviesas se arrojaban festoneadas de azul a la costa cubierta de sol, el recuerdo de ánimos oscuros parecía más bien increíble, aunque sólo una hora o dos más tarde yo podía volver a experimentarlos, y descender a una oscura sima de desesperación.
      Tal vez estas emociones interiores eran sólo un reflejo del ánimo del océano mismo, pues aunque la mitad de lo que vemos esté coloreada por la interpretación que le dan nuestras mentes, muchos de nuestros sentimientos están influidos de manera muy evidente por sucesos externos, físicos. La mar puede atarnos a sus muchos humores susurrándonos por medio de una sombra sutil o un resplandor en las olas, y sugiriendo de estas maneras su abatimiento o su regocijo. Ella siempre está recordando viejas cosas, y esos recuerdos, aunque nosotros no podamos comprenderlos, se nos comunican, para que podamos compartir su alegría o su remordimiento. Como no estaba trabajando, ni viendo a nadie que conociera, acaso era susceptible a aspectos de sus crípticos mensajes que hubieran sido ignorados por alguien más. El océano rigió mi vida durante todo aquel fin de verano; lo exigía, como recompensa por la salud que me había traído.
      Varias personas se ahogaron en la playa ese año, y aunque escuché de los casos únicamente por casualidad (así es nuestra indiferencia a una muerte que no nos concierne, y que no atestiguamos), supe que los pormenores eran desagradables. La gente que moría –y algunos eran nadadores de habilidad por encima del promedio– no era encontrada sino hasta muchos días después, y la horrible venganza de las profundidades se ensañaba con sus cuerpos en descomposición. Era como si el mar los arrastrara a un cubil profundo, los triturara en la oscuridad y, cuando al fin quedaba seguro de que ya no le servían, los llevara a la costa en aquel estado espantoso. Nadie parecía saber qué causaba aquellas muertes. Su frecuencia causaba alarma a la gente timorata, pues la resaca en Ellston no era fuerte y no se sabía de tiburones en las cercanías. No supe si los cuerpos mostraban señales de algún ataque, pero el miedo de una muerte que se mueve entre las olas y ataca a gente sola desde un lugar sin luz, sin movimiento, es uno que los hombres conocen y que no les gusta. Deben encontrar deprisa una razón para semejante muerte, incluso si no hay tiburones. Como éstos eran sólo una causa posible, y una que a mi entender jamás se confirmó, los nadadores que se quedaron el resto de la temporada se mantenían más en alerta ante mareas traicioneras que ante cualquier posible animal marino.
      El otoño, en verdad, ya no estaba lejos, y algunas personas lo tomaron como excusa para alejarse del mar, donde los hombres eran arrebatados por la muerte, y marcharse a la seguridad de tierra adentro, donde el océano no puede ni oírse. Así terminó agosto, y yo había estado muchos días en la playa.
      Había habido amenaza de tormenta desde el cuatro del nuevo mes, y el seis, cuando salí a caminar entre el viento húmedo, una masa de nubes sin forma, incoloras y opresivas, apareció sobre el mar rizado y plomizo. El viento, que no soplaba en una dirección particular y en cambio agitaba e inquietaba el aire, daba una sensación de algo por venir, una señal de vida en los elementos que podía ser la esperada tormenta. Yo había almorzado en Ellston, y aunque el cielo parecía la tapa de un gran ataúd, me aventuré lejos por la playa, apartándome del pueblo y de mi casa hasta perderlos de vista. Cuando el gris universal empezaba a mancharse de un púrpura de carroña –curiosamente brillante pese a su matiz sombrío–, me encontré a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no parecía muy importante, pues a pesar de los cielos oscuros, y de su agregado resplandor de presagios desconocidos, yo estaba de un curioso humor desapegado que se parecía a aquel brillo: un ánimo que destellaba en un cuerpo súbitamente alerta y sensible a perfiles, formas y significados que antes habían estado ocultos. Oscuramente, llegó a mí un recuerdo, sugerido por la semejanza de aquella escena con una que había imaginado cuando, de niño, se me había leído un cuento. El cuento –en el cual no había pensado en muchos años– trataba de una mujer que era amada por el rey, de oscura barba, de un reino subacuático, en cuyos riscos imprecisos habitaban seres con aspecto de pez; ella era arrebatada de su rubio prometido por un ser oscuro, coronado con una mitra sacerdotal, y con las facciones de un viejo simio. Lo que había quedado en un rincón de mi imaginación era la imagen de riscos bajo el agua, contra el no-cielo, sombrío y turbio, de semejante entorno; lo recordé, aunque había olvidado la mayor parte de la historia, de manera bastante inesperada, al ver la misma unión de risco y cielo. Aquello era similar a lo que había imaginado en un año ya perdido salvo por impresiones incompletas y aleatorias. Vestigios del cuento pueden haber quedado detrás de ciertos recuerdos inconclusos e irritantes, y en ciertas virtudes insinuadas a mis sentidos por escenas cuyo valor real era terriblemente pequeño. Con frecuencia, en destellos de percepción momentánea (las condiciones, más que el objeto percibido, son lo importante), sentimos que ciertas escenas y composiciones –un paisaje de hojas, un vestido de mujer a la vera de un camino por la tarde, o la solidez de un árbol centenario contra el cielo de una mañana pálida– tienen un algo precioso, una virtud dorada que necesitamos comprender. Y sin embargo, cuando una escena o composición así es vuelta a ver después, o desde otra perspectiva, hallamos que ha perdido su valor o significado para nosotros. Tal vez la cosa que vemos no tiene aquella cualidad elusiva, sino que sólo sugiere a la mente alguna otra, muy distinta, que permanece en el olvido. La mente, desconcertada, sin darse cuenta del todo de esta apreciación fugaz, se vuelca en el objeto que la excita, y se sorprende al no hallar en él nada de valor. Así ocurrió cuando contemplaba las nubes manchadas de púrpura. Tenían la majestuosidad y el misterio de las torres de un antiguo monasterio en el crepúsculo, pero su aspecto era también el de los riscos en el antiguo cuento de hadas. Al recordar de pronto aquella imagen perdida, esperé a medias ver, en la espuma fina y sucia entre las olas –que ahora parecían hechas de negro vidrio de gota–, la figura horrenda del ser con aspecto de mono, tocado con una mitra salpicada de verdín, caminando desde su reino en algún golfo perdido, donde aquellas olas eran el cielo.
      No vi ninguna criatura semejante del reino de la imaginación. Pero mientras el viento helado cambiaba de dirección, rasgando los cielos con un crujir de cuchillo, apareció en la oscuridad en que las nubes y el agua se tocaban un objeto gris, como un trozo de madera flotante, meciéndose impreciso en la espuma. Estaba a una distancia considerable, y como desapareció pronto, podría no haber sido madera, sino una marsopa salida a la superficie agitada.
      Pronto noté que me había quedado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se aproximaba y enlazando mis fantasías infantiles con su grandiosidad, porque empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia helada, trayendo un aspecto sombrío más uniforme a una escena que ya era demasiado oscura para aquella hora. Corrí sobre la arena gris, sentí el impacto de las gotas frías sobre mi espalda, y poco después mi ropa estaba totalmente empapada. Las gotas incoloras formaban largos hilos entretejidos: un telón desplegado desde un cielo remoto. Luego de ver que no podría llegar seco a ningún refugio, reduje la velocidad de mi carrera, y volví a mi casa caminando, como bajo un cielo claro. No tenía mucho sentido darse prisa, aunque no me demoré como en ocasiones previas. Mi ropa mojada y apretada se enfriaba sobre mi piel, y en la oscuridad creciente, con el viento que soplaba sin cesar desde el océano, no pude reprimir un temblor. Y sin embargo había, pese a la incomodidad causada por la lluvia, una emoción latente en las masas púrpura de las nubes y en las reacciones que causaban en mi cuerpo. Con un humor mitad de exultante placer por resistir la lluvia (que chorreaba sobre mí, y llenaba mis zapatos y mis bolsillos), y mitad de extraño aprecio de aquellos cielos mórbidos e imperiosos que flotaban con alas oscuras sobre el mar movedizo y eterno, caminé por la gris extensión de arena de Ellston Beach. Más rápido de lo que había esperado, mi casita apareció entre la lluvia oblicua y golpeteante, y todas las hierbas de la colina arenosa se retorcían acompañando el frenesí del viento, como si quisieran arrancarse solas y viajar lejos unidas al aire. El mar y el cielo no se habían alterado en absoluto, y la escena era la que me había acompañado en el trayecto, salvo que ahora estaba pintada sobre ella la casa de techo encorvado, como cediendo bajo el peso de la lluvia. Me apresuré a subir los frágiles escalones y pasé a la estancia seca, donde, inconscientemente sorprendido por estar libre del viento incesante, me quedé de pie por un momento, con el agua escurriendo de cada centímetro de mí.
      Hay dos ventanas en el frente de esa casa, una de cada lado, y ambas miran casi directamente hacia el océano, que ahora veía medio oscurecido por los velos superpuestos de la lluvia y de la noche inminente. Miré por esas ventanas mientras me ponía un conjunto improvisado de ropas secas, que tomé de un perchero y de una silla con demasiadas cosas encima como para sentarme en ella. Estaba totalmente aprisionado por una penumbra antinatural, que se había filtrado en algún momento a cubierto de la tormenta. No sabía cuánto tiempo había estado sobre la arena húmeda y gris, o qué hora era realmente, aunque tras un rato de rebuscar encontré mi reloj, que por suerte había dejado en casa, con lo que había evitado que se empapara como mi ropa. Quise descifrar la hora mirando las manecillas apenas alumbradas, un poco menos incomprensibles que los números en la esfera. Después de un momento mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –mayor en la casa que más allá de las ventanas empañadas– y descubrí que eran las 6:45.
      No había visto a nadie en la playa mientras entraba a la casa, y naturalmente no esperaba ver más nadadores aquella noche. Sin embargo, cuando volvía a mirar por la ventana tuve la clara impresión de ver unas figuras que se destacaban sobre el cochambre de la noche lluviosa. Conté tres, moviéndose de un lado para otro de una forma que no comprendí, y otra más cerca de la casa…, aunque podría no haber sido una persona, sino un tronco arrojado por las olas, que ahora golpeaban con fiereza. Me sorprendí no poco, y me pregunté por qué razón aquellas rudas personas se quedaban fuera en semejante tormenta. Luego pensé que tal vez, igual que yo, habían sido atrapadas por la tormenta y se habían rendido a sus húmedas ráfagas. Poco después, llevado por cierta hospitalidad civilizada que se impuso a mi amor de la soledad, fui a la puerta y salí momentáneamente (a costa de volverme a mojar, pues la lluvia cayó de inmediato sobre mí con exultante furia) a mi pequeño porche, haciendo gestos hacia aquellas personas. Pero, sea porque no me vieron, o porque no me entendieron, no devolvieron mis saludos. Apenas visibles, se quedaron inmóviles, sorprendidos, o tal vez esperando alguna otra acción de mi parte. Había algo en su actitud que se parecía a aquel vacío críptico, que significaba cualquier cosa o nada, que también se veía en la casa, a la luz mórbida del atardecer. Súbitamente, tuve la sensación de que había algo siniestro en aquellas figuras inmóviles que elegían quedarse bajo la lluvia, de noche, en una playa totalmente vacía de gente, y cerré la puerta con una actitud de fastidio que buscaba (vanamente) esconder una corriente más profunda de miedo: un temor voraz que se elevaba desde las sombras de mi conciencia. Poco después, cuando volví a la ventana, parecía no haber nada afuera salvo la noche ominosa. Vagamente intrigado, y aún más vagamente asustado –como quien no ve nada alarmante, pero se siente aprensivo por lo que podría hallar en la calle oscura que pronto deberá cruzar–, decidí que probablemente no había visto a nadie, y que la turbidez del aire me había engañado.
      La sensación de aislamiento que pendía sobre aquel lugar se incrementó aquella noche, aunque apenas más allá de mi vista, en la playa más al norte, cien casas se alzaban bajo la lluvia y las sombras, con sus luces amarillas y mortecinas sobre calles de cristal pulido, como ojos de duende reflejados en un estanque oleaginoso en mitad del bosque. Sin embargo, como no podía verlas, ni alcanzarlas en aquel mal tiempo –pues no tenía un auto, ni forma de marcharme de la casita salvo caminando en aquella oscuridad infestada de sombras–, me di cuenta de que me había quedado virtualmente solo con el mar pavoroso que se agitaba entre la niebla, oculto, insondable. Y la voz del mar se había convertido en un áspero gruñido, como el de un animal herido que intentara volver a levantarse.
      Tratando de rechazar a las sombras con una lámpara sucia –pues la oscuridad se metía por mis ventanas y se posaba en los rincones, para quedarse mirándome como una bestia paciente–, preparé mi comida, pues no tenía intenciones de salir a la aldea. Parecía ser increíblemente tarde, aunque no eran las nueve cuando me fui a la cama. La oscuridad había llegado temprano, furtivamente, y durante el resto de mi estadía se mantuvo allí, elusiva, sobre cada escena y cada acción que contemplé. Algo se había desprendido de la noche: algo siempre indefinido, pero que me hacía experimentar algo latente, así que yo era como otra bestia, esperando el movimiento repentino de un enemigo.
      El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.
      La mañana trajo un sol debilitado: un sol como el que verán los hombres cuando el mundo sea viejo, si es que quedan hombres. Un sol más cansado que el cielo enlutado y enfermo. Apenas un eco de su antigua imagen, Febo se esforzaba por penetrar las nubes desgarradas y ambiguas cuando yo desperté, y a veces enviaba un chorro oro pálido a la esquina noroeste de mi casa, a veces se apagaba hasta que sólo era una bola luminosa, como un juguete increíble olvidado en el patio del cielo. Tras un tiempo, la lluvia, que debía haber continuado durante toda la noche, había tenido éxito en borrar los vestigios de las nubes púrpura que habían sido como los riscos marinos en un cuento de hadas. Como se le había quitado tanto el sol naciente como el poniente, ese día se mezcló con el anterior como si la tormenta intermedia no hubiera traído una gran oscuridad al mundo, y en cambio hubiera crecido y se hubiera extinguido en una sola tarde. Sintiéndose más animado, el sol furtivo usó toda su fuerza para dispersar la vieja niebla, ahora rayada como una ventana sucia, y expulsarla de su reino. El día azul e insustancial progresó a medida que se reitraban aquellas oscuras volutas, y el vacío que me había rodeado se retrajo a un lugar más alejado, en el que se mantuvo, agazapada y a la espera.
      El sol había recobrado su antigua claridad, y el antiguo resplandor había vuelto a las olas, cuyas formas azules y juguetonas se habían congregado sobre la costa antes de que el hombre apareciera, y se regocijarían, sin que nadie las viera, cuando el hombre estuviera olvidado en los sepulcros del tiempo. Bajo la influencia de esos leves consuelos, como quien cree en la sonrisa amistosa de un enemigo, abrí mi puerta, y cuando ésta giró hacia fuera, una mancha oscura en el torrente de luz que entraba en la casa, vi que la playa estaba totalmente limpia de toda huella, como si ningún pie antes que los míos hubiera perturbado la lisura de la arena. Con la rápida de elevación de espíritu que sigue a un periodo de inquieta depresión, sentí –como una mera rendición, sin que mediara mi voluntad– que mi propia memoria era limpiada de la desconfianza, la sospecha y los miedos enfermos de toda una vida, tal como la mugre de una ribera sucumbe a una crecida de las aguas, y es llevada, y desaparece. Había un aroma pungente de hierba húmeda, como de las páginas mohosas de un libro, mezclado con un olor dulce nacido de prados del interior calentados por el sol; ambos llegaban a mí como una bebida embriagadora, que corría y cosquilleaba por mis venas como si quisieran comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, y hacerme flotar vertiginosamente en la brisa sin rumbo. Y conspirando con estas cosas, el sol seguía rociándome, como la lluvia del día anterior, pero con inagotables lanzas brillantes, como si también quisiera ocultar esa presencia intuida y remota, que se movía más allá de mi vista y sólo se dejaba notar por algún roce descuidado con el borde de mi conciencia, o por la ilusión de blancas figuras que observaran desde el vacío del océano. Ese sol, una fiera esfera sola en el torbellino del infinito, era como una horda de polillas doradas contra mi rostro levantado. Un cáliz blanco y burbujeante, lleno de incomprensible fuego divino, que por cada espejismo que me concedía se guardaba otros mil. De hecho, el sol parecía indicar el camino a reinos tranquilos y fantasiosos: si yo lo reconociera, podría vagar en ellos con la misma extraña felicidad. Cosas así provienen de nuestro propio interior, pues la vida nunca ha revelado sus secretos; sólo en nuestra interpretación de las imágenes que sugiere podemos encontrar éxtasis o sosiego, de acuerdo con nuestro ánimo. Y sin embargo, una y otra vez sucumbimos a sus engaños, creyendo por un tiempo que esta vez sí podremos encontrar la alegría prometida. Y de este modo, la fresca dulzura del viento, en la mañana tras una noche siniestra (cuyas insinuaciones malévolas me habían dado más inquietud que cualquier amenaza a mi propio cuerpo) me hablaba en susurros de antiguos misterios ligados sólo parcialmente con la Tierra, y de placeres que se volvían más nítidos porque yo sólo me creía capaz de experimentarlos en parte. El sol, el viento y aquel olor que ambos levantaban me hacían pensar en festivales de dioses, cuyos sentidos son un millón de veces más poderosos que los de los hombres, y cuyos goces son un millón de veces más sutiles y prolongados. Me insinuaban que todo aquello podía ser mío si me entregaba por completo a su poder, resplandeciente y engañoso. Y el sol, un dios agazapado de carne celestial y desnuda: un fuego poderoso, enigmático al que el ojo no podía mirar, parecía casi sagrado ante la percepción agudizada de mis nuevas emociones. La luz etérea y tonante que emitía era una que que todas las cosas debían venerar con asombro. El sinuoso leopardo en su selva verde y profunda debía haberse detenido para considerar sus rayos, dispersos por la maleza, y todas las cosas nutridas por ellos debían haber atesorado su brillante mensaje en un día como aquel. Porque cuando ya no esté, allá en las profundidades de lo eterno, la Tierra quedará perdida y negra en el vacío infinito. Esa mañana, en la que participé del fuego de la vida, y cuyo placer fugaz quedará a salvo del paso de los años, se agitaba con el llamado de cosas extrañas, cuyos nombres elusivos no pueden escribirse.
      Mientras caminaba hacia la aldea, preguntándome cómo se vería después del baño –muy necesario– que le habría dado la lluvia tenaz, vi, enredada en un resplandor de humedad iluminada por el sol, que se posaba sobre él como un velo amarillo, un pequeño objeto: parecía una mano, estaba a unos seis metros de mí, y la espuma de las olas lo tocaba una y otra vez. La conmoción y el asco surgidos en mi mente, al ver que era en efecto un trozo de carne podrida, se impusieron a mi contento previo y me hicieron imaginar, con desconcierto, que sí podía ser una mano. Ciertamente no había pez, ni parte de un pez, que pudiera verse así; yo creía ver dedos largos, medio fundidos por la descomposición. Le di la vuelta a la cosa con un pie, pues no deseaba tocar algo tan repugnante, y se adhirió al cuero de mi zapato como con la fuerza de la putrefacción. Aquello, pese a casi no tener formar, tenía demasiada semejanza con lo que yo temía que pudiera ser, y yo lo empujé hasta ponerlo al alcance de una ola rumorosa, que lo apartó de mi vista con una prontitud que las orillas de la mar rara vez muestran.
      Tal vez debí reportar mi hallazgo; sin embargo, su naturaleza era demasiado ambigua para justificar alguna acción. Dado que había sido parcialmente comido por algún ser horrible del océano, no me pareció que pudiera identificarse y volverse evidencia de una posible tragedia aún desconocida. Los numerosos casos de personas ahogadas, desde luego, me vinieron a la cabeza, así como otras ideas, aún más malsanas, que se quedaron sólo como conjeturas. Lo que fuera que hubiera sido aquel fragmento traído por la tormenta, incluso un pez o un animal semejante al hombre, nunca antes que ahora he hablado de él. Después de todo, no había pruebas de que la putrefacción no lo hubiera distorsionado, simplemente, hasta hacerlo adoptar aquella forma.
      Me acerqué al pueblo, asqueado por la presencia de semejante objeto en la belleza aparente de la playa limpia, aunque era algo horriblemente típico de la indiferencia de la muerte en un mundo natural que junta la podredumbre con la belleza, y tal vez tiene más afecto por la primera. En Ellston no escuché de ningún ahogado reciente ni de otros accidentes en el mar, ni encontré referencia a sucesos semejantes en las columnas del diario local, el único que leí durante mi estancia.
      Es difícil describir el estado mental en el que me hallaron los días subsecuentes. Siempre propenso a las emociones mórbidas, cuya angustia podía ser inducida por causas ajenas a mí mismo, o bien surgidas de los abismos de mi propio espíritu, yo estaba abrumado por un sentimiento que no era miedo ni desesperación, ni de nada semejante, sino más bien una conciencia de la fealdad constante y la suciedad oculta de la vida: una sensación que era en parte un reflejo de mi propio interior y en parte resultado de los pensamientos que aquel objeto mordisqueado y podrido, que acaso había sido una mano, me había traído. En aquellos días mi mente era un lugar de riscos sombríos e imprecisas figuras en movimiento, como el reino antiguo e ignoto de mi cuento de hadas. En breves punzadas de amargura, sentía la gigantesca oscuridad de este universo opresivo, en el que mis días y los días de mi raza eran nada para las estrellas destrozadas: un universo en el que toda acción es vana e incluso la emoción de la pena es un desperdicio. Las horas que previamente había pasado con un poco de salud recobrada, de contento y bienestar físico, las dedicaba ahora (como si aquellos días de la semana anterior hubieran terminado definitivamente) a una indolencia como la de aquel a quien ya no le interesa vivir. Estaba envuelto por el temor, patético y somnoliento, de un destino inevitable; del odio de las estrellas que me observaban y de las olas, enormes, negras, deseosas de aplastar mis huesos. De la venganza, de la majestad horrenda, indiferente, del mar nocturno.
      Algo de la oscuridad e inquietud del mar había penetrado mi corazón, así que yo vivía en un tormento ciego, irracional, y no menos agudo por su origen misterioso y por la cualidad extraña, sin motivo, de su existencia vampírica. Ante mis ojos estaban los recuerdos de las nubes púrpureas, la extraña esfera de metal, la espuma estancada, la soledad de mi casita oscura, y la vanidad ridícula de la aldea veraniega. No fui más a la aldea, pues me parecía sólo una falsificación de la vida. Como mi propia alma, se alzaba ante un mar oscuro y ávido, un mar que cada vez me resultaba más odioso. Y entre aquellas imágenes recordadas, corrompida y nauseabunda, estaba la del objeto cuyos contornos humanos me hacían dudar cada vez menos sobre qué había sido alguna vez.
      Estas palabras garabateadas no pueden comunicar la espantosa desolación que había caído sobre mí (y que yo deseaba aliviar: así de profundo se había metido en mi corazón). Ella me hablaba de cosas terribles y desconocidas que me rondaban, cada vez más cerca. No era locura: más bien, era una percepción demasiado clara y precisa de la oscuridad que está más allá de esta frágil existencia, iluminada por un sol momentáneo que no está más a salvo que nosotros mismos. Una conciencia de futilidad que pocos pueden experimentar sin que les impida por siempre regresar a la vida. La certeza de que, dondequiera que fuese, y por mucho que combatiera con el poder que le quedaba a mi espíritu, no podría ganar el menor terreno al universo hostil, ni prolongar por un instante más la vida a mí confiada. Temeroso de la muerte como de la vida, agobiado por un terror sin nombre y, pese a ello, incapaz de olvidar las escenas que lo evocaban, yo estaba esperando cualquier consumación de horror que aún aguardara en la inmensa región más allá de los muros de la conciencia.
      Así me encontró el otoño, y volví a perder lo que había ganado de la mar. El otoño en las playas: un tiempo triste que no está marcado por hojas escarlata ni por ningún signo de los habituales. Un mar atemorizante que no cambia, aunque cambie el hombre. Sólo hubo un enfriamiento de las aguas, a las que ya no quise entrar: un oscurecimiento fúnebre del cielo, como si eternidades de nieve se prepararan a descender sobre las olas espantosas. Empezado aquel descenso, no terminaría jamás: seguiría bajo el sol blanco, amarillo y carmesí, y por fin bajo el pequeño rubí que solamente se rendiría al sinsentido de la noche final. Las aguas, antes amistosas, balbuceaban sin sentido, y me lanzaban extrañas miradas, y sin embargo no hubiera podido decir si la oscuridad del paisaje era reflejo de mis propios pensamientos, o si la tiniebla en mi interior era causada por lo que sucedía fuera de mí. Sobre la playa y sobre mí había caído una sombra, como la de un pájaro que nos sobrevolara en silencio: uno cuya mirada atenta no sospechamos hasta que la imagen en la tierra replica la del cielo, y miramos de pronto hacia arriba para encontrar que algo nos ha estado acechando, volando a nuestro alrededor en círculos.
      El día fue a fines de septiembre. El pueblo había cerrado los hoteles donde la insana frivolidad regía vidas huecas, atenazadas por el miedo, y donde viejos títeres llevaban a cabo sus locuras veraniegas. Los títeres fueron descartados, sucios con las últimas sonrisas y ceños fruncidos que se les habían pintado, y no quedaban cien personas en el pueblo. Una vez más, se permitió que los ordinarios edificios con fachadas de estuco que miraban la costa empezaran a deteriorarse por la acción del viento. A medida que el mes se acercaba al día al que me refiero, en mí se fue encendiendo la luz de un amanecer gris e infernal, en la que –me parecía– alguna oscura taumaturgia sería completada. Yo temía menos a aquella magia que a la continuación de mis horribles sospechas –menos que a las insinuaciones de algo monstruoso que acechaba tras bambalinas–, de modo que era con más curiosidad que verdadero temor que yo esperaba el día de horror que parecía acercarse. El día, repito, fue a fines de septiembre, aunque no estoy seguro si fue el 22 o el 23. Esos detalles han desaparecido bajo el recuerdo incompleto de lo sucedido: episodios que no deberían atormentar a ninguna existencia ordenada, por las detestables insinuaciones (y solamente insinuaciones) que contienen. Supe que había llegado la hora por una intuición alarmante del espíritu, una revelación demasiado profunda para que pueda explicarla. Durante las horas del día, esperé la noche; impaciente, tal vez, de que la luz del sol desapareciera, como un reflejo apenas atisbado en aguas ondulantes. De los eventos del día mismo no recuerdo nada.
      Ya había pasado mucho tiempo desde que la tormenta portentosa hubiera echado su sombra sobre la playa, y yo estaba decidido –luego de dudas sin causa tangible– dejar Ellston, pues hacía cada vez más frío y ya no iba a regresar a mi antigua tranquilidad. Cuando llegó un telegrama para mí (que se quedó dos días en la oficina de Western Union antes de que me localizaran: así de poco se conocía mi nombre) diciendo que mi diseño había sido aceptado, y había vencido a todos los otros en el concurso, fijé la fecha de mi partida. Recibí la noticia, que en otro momento del año me hubiera afectado enormemente, con extraña apatía. Parecía tan remota de la irrealidad que me rodeaba, tan remota de mí, como si se le hubiera enviado a una persona a la que no conocía, y sólo hubiera llegado a mí por accidente. Con todo, su llegada me obligó a completar mis planes y dejar la casita de la costa.
      Sólo quedaban cuatro noches a mi estancia cuando tuviero lugar los últimos de aquellos eventos cuyo significado está más en la impresión oscuramente siniestra que los rodeaba que en ninguna amenaza evidente. La noche había caído sobre Ellston y sobre la costa, y una pila de platos sucios era testigo de mi comida reciente y de mi pereza. La oscuridad llegó mientras me sentaba, con un cigarrillo, ante una de las ventanas que miraban al mar: era un líquido que gradualmente llenó el cielo y bañó a la luna, monstruosamente elevada. La planicie del mar que colindaba con la arena brillante, la ausencia total de un árbol o de cualquier otra figura, y la mirada de aquella alta luna me dejaron ver, de pronto, la vastedad de mi entorno. Apenas unas pocas estrellas se asomaban, como para acentuar con su pequeñez la majestad del orbe lunar y de la marea incesante.
      Me había quedado adentro, temeroso por alguna razón de salir hacia el mar en semejante noche de informes portentos, pero escuchñe a las olas murmurar secretos de un saber inaudito. Un viento proveniente de ningún lugar me traía el soplo de una vida extraña y palpitante –la encarnación de todo lo que había sentido y sospechado–, que ahora se agitaba en los abismos del cielo y debajo de las olas silentes. No podría decir en qué lugar se fundía aquel misterio con un sueño antiguo y espantoso, pero como quien se para junto a quien duerme, sabiendo que pronto despertará, yo me senté ante la ventana, sosteniendo un cigarrillo consumido casi por completo, para mirar la luna ascendente.
      Gradualmente, sobre aquel paisaje siempre en movimiento pasó un resplandor, intensificado por los del cielo, y me pareció estar bajo una compulsión creciente a mirar lo que pudiera ocurrir. La playa se vaciaba de sombras, y sentí que se llevaban cualquier refugio para mis pensamientos cuando llegara aquello que iba a llegar. Aquellas que se quedaban eran de ébano, insondables: trozos inmóviles de oscuridad que se extendían entre los rayos crueles y brillantes. La imagen eterna formada por orbe lunar –ya muerto, sea cual haya sido su pasado, y frío como los sepulcros inhumanos que guarda entre las ruinas de siglos polvorientos, más antiguos que el hombre– y el mar –movido, tal vez, por alguna vida desconocida, alguna conciencia ignota– me enfrentaba con horrible viveza. Me levanté y cerré la ventana: fue en parte por un impulso interior, pero sobre todo, creo, una excusa para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Ahora, de pie ante los cristales cerrados, ningún sonido llegaba hasta mí. Los minutos parecían eternidades. Yo esperaba, como mi propio corazón temeroso y la escena inmóvil ante mí, el signo de alguna vida inefable. Había puesto la lámpara sobre una caja en el rincón oeste del cuarto, pero la luna era más brillante, y sus rayos azules invadían lugares donde la lámpara apenas alumbraba. El resplandor antiguo de la luna, redonda, silenciosa, caía en la playa como lo había hecho por eones, y yo esperé, atormentado por la expectación, que se hacía dos veces más aguda por la falta de satisfacción, y la incertidumbre sobre cuál extraña conclusión podría suceder.
      Afuera de la casita, la blanca iluminación sugirió vagas formas espectrales cuyos movimientos irreales, fantasmales, parecían burlarse de mi ceguera, igual que voces no escuchadas se burlaban de mi atenta escucha. Por larguísimo tiempo, me quedé quieto, como si el Tiempo y el tañido de su gran campana se hubieran enmudecido. Y sin embargo no había nada que temer: las sombras cinceladas por la luna no tenían contornos antinaturales y no me ocultaban nada. La noche estaba silenciosa –lo sabía, pese a mi ventana cerrada– y todas las estrellas fijas, melancólicas, en un cielo de oscura grandeza. No había movimiento entonces, ni hay palabras de mi parte ahora, capaces de revelar mi predicamento: de describir al cerebro aprisionado en carne que, aterrado, no se atrevía a romper el silencio, pese a que era una tortura. Como si esperara la muerte, y seguro de que nada podría expulsar el peligro que mi alma enfrentaba, me volví a sentar, con un cigarrillo ya olvidado en la mano. Un mundo silencioso resplandecía más allá de las ventanas sucias y baratas, y en otro rincón del cuarto un par de sucios remos, puestos allí antes de mi llegada, compartieron la vigilia de mi espíritu. La lámpara ardía sin cesar, dando una luz enferma, del color de la piel de un cadáver. La miré de tanto en tanto, por la distracción que me daba y vi que muchas burbujas se alzaban y se desvanecían, inexplicablemente, en la base llena de keroseno. Más curioso, el pabilo no emitía calor. Y de pronto me di cuenta de que la noche entera no era fría ni caliente, sino extrañamente neutra, como si las fuerzas físicas se hubieran suspendido, violentando las leyes serenas de la existencia.
      Entonces, con un chapoteo sordo que envió ondas del agua plateada hasta la costa, e hizo ecos de miedo en mi corazón, algo emergió nadando más allá de la rompiente. Podría haber sido un perro, un ser humano o algo más extraño. No podía saber que la estaba mirando –o tal vez no le importaba– pero como un pez deforme nadó entre los reflejos de las estrellas y se sumergió bajo la superficie. Tras un momento volvió a salir, y esta vez, como estaba más cerca, vi que llevaba algo sobre su hombro. Supe, entonces, que no podía ser un animal, y que era un hombre o algo parecido a un hombre, que se acercaba a la tierra desde el mar oscuro. Pero nadaba con una facilidad espantosa.
      Mientras yo miraba, pasivo, lleno de horror, con la mirada fija de quien espera la muerte de otro y sabe que no puede evitarla, el nadador llegó a la cosa, aunque demasiado lejos hacia el sur para que yo pudiera discernir del todo su aspecto o su silueta. Con un extraño trote, mientras sus zancadas dispersaban chispas de espuma alumbrada por la luna, emergió y se perdió entre las dunas más allá de la playa.
      Ahora me poseía una súbita recurrencia del miedo que había muerto en los momentos previos. Me llenó un frío estremecimiento, aunque el aire el cuarto, cuya ventana ya no me atrevía a abrir, estaba más bien cargado. Pensé en lo horrible que sería que algo entrara por una ventana que no estuviera cerrada.
      Ahora que ya no podía ver a la figura, sentí que se mantenía en algún sitio cercano, en las sombras, o bien que me miraba desde cualquier ventana que no estuviese vigilando. Así que empecé a mirar, ansiosa, frenéticamente, por todas las ventanas, una tras otra, con miedo de encontrarme realmente con un rostro intruso, pero incapaz de refrenarme y cesar aquella pavorosa inspección. Pero aunque miré durante horas, ya no hubo nada más sobre la playa.
      La noche llegó a su fin, y con éste empezó el reflujo de aquella extrañeza: la que había hervido como un brebaje maligno, había llegado al borde del caldero en un instante, había hecho una pausa, y luego había comenzado a descender, llevándose consigo cualquier mensaje de lo desconocido que hubiera traído. Como las estrellas que prometen la revelación de terribles y gloriosos recuerdos, nos llevan a venerarlas mediante ese engaño, y luego no nos dan nada. Había llegado peligrosamente cerca de aprehender un antiguo secreto, que se había aventurado cerca de los sitios humanos y había acechado, con cautela, en el borde mismo de lo conocido. Y sin embargo, al final, no tenía nada, pues sólo se me había dado un vislumbre de aquella cosa furtiva, oscurecido por los velos de la ignorancia. No puedo ni concebir qué era eso, que podría haberse mostrado de haber estado yo más cerca del nadador que fue hacia la costa, en vez de hacia el océano. No sé que hubiera sucedido si el brebaje hubiera sobrepasado el borde del caldero, para derramarse en una cascada de revelaciones. El mar nocturno retenía cuanto había nutrido. Nunca sabré nada más.
      Sigo sin saber por qué el océano causa tal fascinación en mí. Pero, en fin, tal vez nadie de nosotros puede resolver esas cuestiones: tal vez existen desafiando cualquier explicación. Hay hombres, y hombres sabios, a los que no les gusta el mar y su espuma que lame las costas amarillas. Ellos creen que quienes amamos el misterio de la profundidad, antigua e interminable, somos extraños. Sin emargo, para mí hay un atractivo misterioso, inescrutable, en todos los ánimos del océano. Está en la espuma plateada y melancólica bajo el cadáver que es la luna nueva; flota sobre las olas silenciosas, eternas, que golpean costas desnudas; está allí cuando todo carece de vida salvo las sombras desconocidas que planean a través de sombrías profundidades. Y cuando contemplo las tremendas oleadas que arremeten con fuerza inagotable, llega a mí un éxtasis semejante al miedo, y debo humillarme ante su poder, para no odiar las aguas espesas y su belleza abrumadora.
      Vasto y desolado es el océano, e igual que todas las cosas provienen de él, todas habrán de regresar. En la velada plenitud del tiempo, nadie reinará sobre la Tierra, ni habrá movimiento alguno, salvo en las aguas eternas. Y estas golpearán las costas oscuras con truenos de espuma, aunque no quede nadie en ese mundo agonizante para mirar la fría luz de la luna enferma, mientras juega en los torbellinos de la marea y las arenas ásperas. En la orilla de lo profundo, sólo quedará la espuma estancada, acumulándose entre conchas y huesos de los seres antiguos que vivían en las aguas. Cosas silentes y blandas se retorcerán en las costas desiertas, extinta su vida perezosa. Luego todo estará oscuro, pues al fin incluso la luna blanca sobre las olas se apagará. No quedará nada, ni arriba ni debajo de las aguas sombrías. Y hasta ese último milenio, y por siempre después, el mar tronará y se agitará en la noche pavorosa.

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La vida no es un abismo

Este es un cuento de la escritora estadounidense Jean Stafford (1915-1979). Las biografías disponibles en línea se concentran mucho en sus matrimonios, un accidente grave que sufrió y los problemas de alcoholismo y depresión que marcaron buena parte de su vida activa, al tiempo que se ganaba una reputación de gran cuentista, vinculada –igual que J. D. Salinger y otros grandes narradores de su tiempo– a revistas como The New Yorker. Lo que esos textos suelen omitir es las causas de su reputación: Stafford era una narradora con una enorme capacidad de observación y la facultad de sintetizar numerosas impresiones e implicaciones en pocas frases, y sus argumentos –aunque pertenecientes a la tradición estadounidense de las historias contemplativas en las que apenas pasa nada– se las arreglan siempre para introducir sorpresas y poner en problemas las expectativas de quienes la leen.
      “Life is no Abyss” se publicó en The Sewanee Review en 1952. La traducción que se reproduce aquí fue hecha por Ana Crespo para una antología en español de los cuentos de Stafford. Una sola nota: Mary Baker Eddy (1821-1910), a quien se menciona en el texto en relación con fraudes y esoterismo, fue la fundadora de un culto religioso conocido (pese a ser anticientífico) como Ciencia Cristiana.

Jean Stafford

LA VIDA NO ES UN ABISMO
Jean Stafford

Lily tenía veinte años y aquel luminoso sábado de invierno se encontraba en una habitación calurosa y sin ningún tipo de lujo cumpliendo la penitencia del pobre primo Will, puesto que el pobre primo Will, viejo, frágil y con los nervios destrozados, se había visto obligado a guardar cama a causa de una bronquitis. Su ama de llaves, resoplando con la misma fuerza con que lo hacía la tetera eléctrica que utilizaba él para hacer vahos, había afirmado con rotundidad que no le dejaría desobedecer las órdenes del médico. Lily estaba bajo la tutela del primo Will y le hacía de secretaria; y como la joven le tenía mucho afecto y se sentía agradecida, había decidido, aunque a regañadientes, hacerle el favor, a pesar de que ello significara tener que renunciar a la cita para patinar con Tucky Havemeyer, un exigente pretendiente que se había negado en redondo a aceptar sus explicaciones.
      Lily había ido al asilo a visitar a la anciana prima Isobel Carpenter, mártir por voluntad propia, a quien el primo Will, el peor y más zalamero agente de bolsa de la historia, había dejado en la ruina. Movida por algún capricho extraordinario –todo lo que hacían los Carpenter tenía que ser extraordinario–, la prima Isobel le entregó toda su fortuna al primo Will y este, según contaba ella malévolamente, había invertido hasta el último centavo en una fabulosa quimera. La prima Isobel era tan orgullosa que a pesar de la absoluta miseria a la que se vio arrastrada, se negó a aceptar las ofertas de alojamiento que le hicieron el primo Will y los demás primos, y, muy decidida, se dirigió al asilo en su anticuada silla de ruedas de mimbre. Y allí permanecía, como un furioso y constante reproche a toda la familia, regodeándose en todas y cada una de sus privaciones; hiriéndolos más a ellos que a sí misma. Los primos (los únicos parientes que tenía Lily eran primos, primos y primos cada vez más lejanos que iban formando un laberíntico entramado; de hecho, el lazo de parentesco entre el primo Will y la prima Isobel solo podría establecerse con una regla de cálculo) acudían en tropel los días de visita para suplicarle que se trasladase en sus confortables coches a sus confortables y enormes casas, pero ella era inflexible. Y también extraordinariamente inteligente con las autoridades porque, en vista de todos los lujos que podría obtener con solo pedirlos, no tenía ningún derecho a estar allí. «Will me ha llevado a la ruina», decía con un tono de complacencia suicida. Y sabiendo que era una persona con muy poca tendencia a usar la imaginación, era evidente que no utilizaba la expresión en sentido figurado. La prima Isobel llevaba dieciocho meses en el asilo y, en palabras de la prima Augusta Shephard, estaba como unas pascuas. ¡Pobre primo Will! Cuando volvió a casa el sábado tras una de aquellas visitas, no tuvo ánimos para cenar y se fue directo a la cama con una botella de whisky, una triple dosis de bromuro y un libro de Wilkie Collins, el único escritor capaz de hacerle olvidar a la prima Isobel. En aquella primera visita (el primo Will había jurado que nunca la expondría, tan joven e inocente, a lo que él siempre denominaba «mi problema»), Lily ya había empezado a notar el malestar que aturullaba y le vidriaba los ojos al primo Will, y deseó que los demás primos no tardaran en aparecer.
      La prima Isobel, después de desenredar aquella madeja de primos –la familia se extendía como una tela de araña– y de establecer con satisfacción que la joven que venía en nombre de Will Hamilton era el fruto de un hombre tan alejado de su rama familiar que el término «prima» no era más que un título de cortesía, empezó a hablar con una sintaxis tan cuidada y un ritmo tan preciso que a Lily no le habría sorprendido descubrirla consultando una tarjeta con notas.
      —Este lugar es un completo escándalo. Una vergüenza pública. Si me dieran una pluma y un papel (y no me preguntes por qué no lo hacen puesto que sus normas son del todo incomprensibles para mi limitado cerebro), escribiría a personas de las altas esferas para quienes es muy probable que el nombre del juez James Carpenter no haya caído en el olvido. Yo nunca he asistido a sesiones de espiritismo, nunca me he dejado engañar por lo sobrenatural; si Mary Baker Eddy me telefonease personalmente, no creería que lo hace desde su tumba del cementerio Mount Auburn. Pero te juro, y lo digo muy en serio, que sé que ese buen hombre, ese venerable juez, se retuerce en la tumba cada vez que su alma inmortal piensa en el lugar donde me encuentro. Nunca le gustó Will Hamilton. Los hombres pequeños no son de fiar.
      Antes de que la artritis la encorvara, la prima Isobel medía más de metro ochenta con unos zapatos sin apenas tacón.
      Aquella voz de ochenta años le fallaba, pero ella no se rendía y, resuelta, conseguía levantarla por encima de las idas y venidas del boogie-woogie que les llegaba desde la radio que había al otro lado de aquel dormitorio de tres camas; junto a la radio, hundida en una butaca reclinable, una mujer menuda se daba golpecitos en las sienes al compás de la música con los dedos índice, unos dedos tan delgados y torcidos como las ramitas que arañaban las ventanas cuando el viento agitaba los árboles.
      —Sí, desde luego, de acuerdo; reconozco, concedo y acepto el hecho de que esta es una institución pública que depende de la beneficencia —actuando como abogado de la acusación, articulaba las sílabas más fuertes por encima del profundo gruñido de los contrabajos, y se inclinaba hacia delante en la silla de ruedas como para confirmar lo que estaba diciendo—. Pero ¿merecemos los ciudadanos ser tratados como deshechos? ¿Es que soy una indigente? ¿Acaso tengo la lepra o voy por el mundo vagabundeando? Me gustaría saber… y esta es una pregunta que le planteo con frecuencia a ese supuesto médico que se digna a visitarme una vez al mes… le pregunto: «¿Cuáles son exactamente los agravios y fechorías que se me atribuyen en ese informe y por los cuales estoy siendo condenada a cenar papillas a las cuatro de la tarde y a permanecer recluida en este edificio desde el Día de Acción de Gracias hasta el Día del Patriota?». Y el tal doctor Merrill no sabe qué responder. Se parece extraordinariamente al chapuzas que tenía cuando vivía en la calle Newberry.
      Durante unos segundos, la prima Isobel cerró los ojos y balanceó la cabeza lentamente de un lado a otro, pensando, quizás, en la casa de la calle Newberry, aquel tenebroso cuadrado de ladrillo, con rejas decorativas y protuberantes miradores; aquella casa repleta de mármol, de adornos de influencia china y de candelabros estalagmíticos, en la que, antes de que muriese el juez y de que la prima Isobel se sumiese en la Miseria, solían reunirse las mentes más preclaras de Harvard y que ahora se había convertido en una residencia para mujeres que trabajaban. Pero, sin duda, a la prima Isobel el presente le resultaba mucho más interesante que el pasado, y continuó:
      —Si solo fuese la comida y la necesidad de aire fresco, lo podría aguantar: la capacidad de aguante siempre ha sido uno de los rasgos más destacados de los Carpenter. Pero no es solo la falta de comodidades básicas lo que hace que mi padre se retuerza en la tumba, es sobre todo la compañía que tengo que soportar. Y te pongo un ejemplo, prima Lily Holmes (ahora empiezo a recordarte un poco mejor): es un milagro que desde aquella cama de allí no nos lleguen gritos. La semana pasada murieron tres mujeres, una detrás de la otra, gritando. Sí, se volvieron locas. El empleado de la funeraria colocó a la primera justo ahí, ¡tú te crees!, delante de mí, y no se dignó a correr las cortinas hasta que le dejé bien claro que tenía que hacerlo. Puede que Will Hamilton haya tirado por el desagüe todo lo que tenía, pero yo aún conservo la energía, ¿no te parece?
      Mientras la prima Isobel fulminaba con la mirada aquella cama de hospital vacía donde las malhechoras habían muerto entre alaridos, uno de sus ojos, amarillento, con el contorno rosado y apenas pestañas, le hizo un guiño a Lily y luego pareció atravesar la imagen de aquel bárbaro empleado de funeraria. Encima de la cama, en la pared llena de rozaduras, había una fotografía de Franklin Roosevelt pegada con tiras de cinta adhesiva. En la fotografía, que alguien había arrancado de una revista, Roosevelt apoyaba suavemente la mano sobre el cuello de su perro, Fala. Al pensar en ancianos enfermos que gritaban, a Lily se le revolvió el estómago y entonces se imaginó a Tucky patinando, dando vueltas y más vueltas en el Jamaica Pond, el estanque natural que en invierno estaba helado: «¡Socorro, Tucky! ¡Me ahogo!».
      —Pero puedes estar segura de que esta paz no durará —afirmó la señorita Carpenter—. Ya verás. Traerán a otra lunática para que se revuelque y chille usando ese tipo de lenguaje que preferiría no tener que escuchar. A esa que está ahí le da igual…
      —Y con un dedo nudoso apuntó, como si empuñase una pistola, a la mujer que estaba junto a la radio—. Está ciega, ciega de nacimiento. Y chiflada. Es como si no oyera el jaleo, como si solo escuchase ese ritmo sincopado. Tum-ti-tum, tum-ti-ta. Te aseguro que lo que pasa aquí clama al cielo.
      Con una mano temblorosa describió un arco irregular que abarcaba aquel dormitorio, la sala más grande que había al otro lado de la pared y el resto de herrumbrosos edificios que rodeaban el patio, visible a través de las altas ventanas que no tenían cortinas. La prima Isobel divisó a dos ancianos que avanzaban por el camino con mucha dificultad, como si pisaran cristales rotos, e inclinó bruscamente la cabeza hacia delante para observarlos con atención.
      —Mi querida prima Lily, me faltan las palabras para describir el trato discriminatorio que reina en este lugar —dijo—. Que alguien me explique por qué a esos vejetes que apenas se pueden arrastrar se les concede el privilegio de salir ahí fuera, y a mí, que puedo correr como el viento en este artefacto, me obligan a permanecer recluida hasta abril.
      La prima Isobel avanzó y retrocedió con rapidez en su silla de ruedas para demostrar su habilidad y, exultante, le dirigió a Lily una larga mirada de superioridad. Lily respondió con un monosílabo de aprobación y, entre murmullos, dijo que lo lamentaba y que no podía entender por qué a la prima Isobel no se le concedía la misma libertad que a aquellos ancianos; ancianos de baja cuna, parecía querer puntualizar la mirada de la señorita Carpenter.
      Justo entonces, afortunadamente para Lily, la prima Augusta Shephard entró en la sala como un soplo de aire fresco. Su abrigo de visón siempre despedía un aroma a Fleurs de Rocaille; era guapa, inteligente y había tenido mucha suerte con su marido (aunque nadie más hubiese ido, la ciudad de Reno podría haber prosperado sin problemas alojando exclusivamente a la familia de Lily). Y con diferencia era la más feliz de todos los primos. La prima Augusta besó a Lily y le preguntó por el primo Will, pero antes de que esta pudiera contestar, la prima Isobel se puso a hablar:
      —Según me han dicho, porque ni siquiera es capaz de enviarme el recado por escrito, está resfriado.
      —El médico dijo… —intervino Lily, tratando de ganar protagonismo.
      —¡El médico dijo! —se burló la prima Isobel—. Lo que dijo Will Hamilton es que no se atreve a enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Los hombres de poca estatura son hombres de poco carácter.
      —Cierra el pico, Izzy —intervino la prima Augusta alegremente mientras le quitaba el envoltorio a un ramo de fresias—. ¿Le has estado dando la lata a Lily? ¿Quejándote cuando lo único que tienes que hacer es abrir la boca para rodearte al instante de lujos y para que te mimemos hasta la saciedad?
      —Pues no pienso abrirla —dijo la prima Isobel con malicia, aunque se le escapó una media sonrisa porque admiraba la franqueza con que la prima Augusta la incordiaba.
      —¡Lily, preciosa! Lily debería estar pasando la tarde con su mejor pretendiente. ¡Hay que ver cómo nos pones a prueba! Roger me pidió que te dijera: «Por el amor de Dios, querida, ya está bien. Ya va siendo hora de que acabemos con esta farsa». Hemos vuelto a pintar el segundo piso entero de un maravilloso púrpura y verde musgo por ti.
      —Siempre has sabido elegir, Augusta —dijo la prima Isobel con satisfacción—. Will contrató a un decorador que pintó el segundo piso de su casa, sí, de su propia casa, de color blanco hueso y rosa; colores que, desde luego, no tienen nada que ver con mi estilo. De todos modos, te lo agradezco mucho, querida, pero no voy a ir. Quien me ha llevado a la ruina es Will Hamilton.
      Provocándola afectuosamente, la prima Augusta intentó engatusar a la prima Isobel. Le explicó que habían instalado una cocina para que pudiese comer a solas si prefería llevar una vida conventual; le aseguró que con solo marcar un número tendría a sus órdenes a una señora de compañía sueca, culta y experta tanto en cocinar como en dar masajes. Las vacaciones de Pascua se acercaban… ¿no podría, por el amor de Dios, abandonar las trincheras antes de las fiestas?
      Mientras la prima Augusta trataba de convencerla inútilmente (era evidente que la prima Isobel estaba dispuesta a prolongar la rabieta durante más tiempo: sacaba la lengua cada vez que le mencionaban una comodidad, dijo que no se fiaba de los suecos y afirmó que celebrar la Pascua no tenía sentido desde hacía muchos años), una enfermera entró en el dormitorio para darle a la anciana una pastilla y, aprovechando la interrupción, la prima Augusta se inclinó hacia Lily y le susurró:
      —¡Querida, tú no deberías estar aquí! Prométeme que esto no te va a traumatizar, cielo.
      Lily no conocía el significado de aquella palabra, pero asintió para tranquilizar a su prima, cuyos ojos, de un azul cristalino, expresaban gravedad. De pronto se sintió mucho más joven de lo que era y al responder, el susurro se convirtió en gemido:
      —¿Puedo irme cuando tú te vayas?
      La prima Augusta movió la cabeza en señal de afirmación y acto seguido se giró hacia la prima Isobel para decirle:
      —¿Por qué tienes que ser tan anticuada?
      —Quiero que sepas, Agusta… —al tiempo que empezaba a pronunciar un monólogo en voz baja y sibilante, la prima Isobel inclinó su cuerpo retorcido hacia un lado de la silla y con una mano se tapó casi por completo la boca para que Lily no pudiese escuchar nada de lo que estaba diciendo.
      Ahora que aquel rostro tosco, bigotudo y cubierto de manchas se dirigía hacia otro lado y que, afortunadamente, la habían excluido de la conversación, Lily miró a través de la ventana y trató de pensar en sí misma y en cómo compensaría a Tucky Havemeyer, de quien estaba perdidamente enamorada. ¡Lo que le había llegado a decir por teléfono! Al principio le había suplicado, pero luego el joven le había hablado con crueldad: «O eres demasiado blanda o me estás mintiendo. Una anciana prima enferma es la excusa más poco original que podrías haber utilizado. Además, conozco a todos tus primos y están más sanos que el gato de mi tía».
      La habilidad con que la prima Isobel había conseguido mantener en secreto su estancia en el asilo era asombrosa; la gente creía que estaba en el extranjero, tomando el sol en una residencia de ancianos en Suiza. Su pasión por el masoquismo y la intriga había llegado a tal punto que hizo que el primo Will pagara a alguien para que enviase cartas y postales en su nombre desde Vevey. A Lily no le convenía desvelar aquel secreto familiar; si lograba convencer a Tucky de que había cancelado la cita por necesidad y no por capricho, y le contaba la verdad, lo más probable era que el chico acabara despreciando a toda su familia, puesto que Tucky era una persona noble, de ideas bastante izquierdistas y de extracción bastante humilde, a quien, sin duda alguna, decepcionaría enormemente la actitud de aquella vieja maliciosa que solo quería aparentar.
      En su imaginación, Lily discutía con Tucky, pero no conseguía hacerle cambiar de opinión. Y así, sin mucho convencimiento, la joven intentó distraerse con el bullicio de unos cuantos gorriones a los que uno de los ancianos había lanzado lo que parecía un pedazo de galleta. No obstante, no consiguió prestarles atención. Se sentía tremendamente avergonzada.
      Se avergonzó al recordar a la prima Isobel antes de que viniera al asilo; al recordar la casa de verano de North Shore y las extensiones de césped que descendían en pendiente hasta el impetuoso mar, y al recordar la figura de su padre, el juez, el primo Jamie, que había muerto a los ciento tres años: un hombre erudito, de lengua viperina, que medía casi dos metros y vestía trajes de color crudo, y que deleitaba –al tiempo que despreciaba– a las personas que lo visitaban para rendirle homenaje y a las que recibía en audiencia las tardes de agosto bajo una enorme sombrilla. Aquella casa era extraordinariamente elegante, y respecto al juez y a la prima Isobel, la prima Augusta había dicho: «Seguramente, estas son las personas más refinadas que conocerás, Lily; así que obsérvalas con atención». Y, de hecho, su refinamiento, su riqueza y su autoridad habían sido tan superiores a los de los demás que les había resultado imposible hacer concesiones: no eran personas de términos medios, sino de extremos. Tras la muerte del juez, la prima Isobel, creyéndose muy lista, invitó al primo Will «a jugar a las finanzas». En aquel momento todos le dijeron que había perdido el juicio; todos sabían lo imprudente que era el primo Will en los negocios y, aunque lo adoraban, ningún miembro de la familia se habría atrevido a poner un pie en su oficina de agente de bolsa. Y en efecto, en muy poco tiempo y de la forma más tonta, toda la fortuna de la prima Isobel se desvaneció en el aire. El juez, que al cumplir cien años empezó a chochear, no le había dejado ninguna cantidad en fideicomiso. Y así, la prima Isobel, sin blanca y poco acostumbrada a que le faltase dinero, se vio incapaz de alterar sus costumbres: no podía ni quería cambiar nada; solo podía perder, y eso era lo único que estaba dispuesta a hacer. Su caída en la miseria más absoluta fue fulminante, tan veloz que incluso gozó de cierto esplendor teatral. Cuando se enteró de que la prima Isobel se había quedado completamente arruinada, aunque preocupado, el primo Roger Shephard no pudo reprimir una sonrisa mientras comentaba: «Desde luego, con ellos siempre ha sido o todo o nada».
      Durante dieciocho meses, durante un año y medio, la prima Isobel había estado viviendo en el asilo, cada vez más indefensa ante la artritis y cada vez más astuta a la hora de planear torturas para el pobre tío Will. Se negaba a probar los alimentos que este le enviaba, afirmando con sarcasmo que si bien la había arruinado, no conseguiría envenenarla; escribía respuestas diabólicas a sus cartas; tiraba las flores y los regalos –libros, revistas y uvas sin semillas– con que la agasajaba. Alguien llegó a decir: «Solo reaccionará si le sirven la cabeza de Will Hamilton en una bandeja de plata».
      La prima Augusta, todavía atrapada en aquella diatriba susurrada, había cerrado los ojos. Lily sabía que estaba sufriendo la misma mezcla de rabia y lástima que la prima Isobel inspiraba en todos los que se le acercaban. Pero tras la visita, la prima Augusta volvería a ser libre para regresar a su fascinante y alegre vida, ya fuese en un elegante cóctel o tomándose una copa en el bar del Ritz con alguno de los innumerables hombres a los que aseguraba amar y con quien estaba decidida a casarse en cuanto enterrase a Roger. Sin embargo, a Lily solo le esperaba una tarde vacía, el olor a benjuí de la casa ¡y el recuerdo de todo aquello!
      ¡De aquel lugar espantoso! La joven miró a su alrededor con resentimiento y consternación.
      Resultaría difícil encontrar un lugar más desolado que aquel dormitorio de tres camas o un lugar cuyo olor a sopa barata, a fregona mojada, a desinfectante y a paredes con humedades fuese más deprimente. Los férreos rayos del sol invernal aumentaban la temperatura de aquella habitación, ya de por sí caliente, y escudriñaban su desalentador mobiliario: tres camas delgadas, cubiertas con almohadas planas y cobertores que empezaban a adquirir un tono gris, y tres mesillas de metal con la pintura desconchada. Las puertas de las mesillas habían dejado de cumplir su función y colgaban abiertas mostrando, en el caso de la mujer ciega, el interior vacío, y en el de la prima Isobel, una caja de caramelos roja con forma de corazón y una pila de pañuelos de algodón. Encima de la mesilla, la prima Isobel acumulaba una colección de cosas diversas: una caja de Kleenex y un ejemplar de la revista femenina McCall’s (¡menuda impostora!, ¡pero si solo leía a Plinio y a Gibbon!), un paquete de postales de Navidad atadas con un cordel, un descolorido pañuelo de batik y, coronándolo todo, una cesta que parecía hecha con un armadillo de verdad y que contenía un frasco de crema para las manos comprado en un baratillo, una caja de pastillas para la tos y una fotografía amarillenta y deteriorada, enmarcada en paspartú, del juez y la señorita Carpenter. En la fotografía, que se había tomado sesenta años antes, los dos aparecían sentados en una berlina imponente estacionada delante de una casa cubierta de glicinias hasta las chimeneas. A aquella colección de objetos, que parecían haber sido rescatados de la papelera o prestados por un jubilado de baja alcurnia, se sumaban las fresias que había traído la prima Augusta, ahora embutidas en un vaso de agua y cuya fragancia trataba de luchar inocentemente contra aquellos olores vulgares. Enfrente de Lily, en la repisa de la ventana, había una violeta africana cuyas hojas, marchitas, languidecían en una maceta de color blanco; aunque no del todo muerta, pero sí en coma profundo, parecía que una rápida y virulenta enfermedad la estuviese torturando. Sin embargo, la calidad de la tierra donde la habían plantado era tal que algunos robustos hierbajos estaban brotando entre aquellos tallos purulentos que se desmoronaban.
      Con cautela, Lily trató de encontrar algún signo de vitalidad o alegría en aquella melancólica escena. No lo encontró ni en los rostros ni en las pertenencias de las dos internas; pero el aspecto de las enfermeras era tan saludable y jovial que rozaba la insolencia. Y la insolencia, en aquel lugar, resultaba macabra; era como tener en una cárcel a un pájaro cantando en una jaula. La enfermera jefe, en su mesa de trabajo junto a la puerta, mascaba chicle mientras leía un libro que la hacía reír; y en un largo mostrador apoyado contra la pared al otro extremo de la habitación, por detrás de la mujer ciega, varias chicas, vestidas con uniformes sucios de un azul vivo, doblaban camisones y sábanas arrugadas mientras discutían amistosamente sobre a qué hacía referencia el término «pastel», alimento del que parecía que todas se abstenían durante la Cuaresma. Las más liberales sostenían que las tartas de capas, los éclair y otros dulces similares era todo a lo que tenían que renunciar; pero dos puristas, mayores que las demás y también más delgadas, afirmaban que ellas también estaban dispuestas a privarse de las madalenas y del pan de pasas.
      Más allá de aquel grupo alborotado y de la enfermera jefe, que seguía riendo, Lily podía divisar la sala contigua, más grande, en la que todas las camas –y había cuatro largas filas de camas– estaban ocupadas por alguna anciana contrahecha. Bajo los ligeros cobertores, los bultos de sus cuerpos atrofiados sugerían roturas o deformidades que hacían pensar en miembros amputados o amasijos de huesos rotos. Los rostros glaciales que miraban fijamente desde aquellas míseras almohadas habían perdido todo rastro de individualidad: habría resultado imposible determinar cuál de ellos, en su origen, había sido triste, mezquino, valiente o estúpido, puesto que la edad y la humillación habían desdibujado los rasgos más predominantes de su carácter y casi habían borrado las facciones de su cara. Unas cuantas ancianas tenían visita y encima de sus mesillas se apilaban bolsos de mano, sombreros y guantes; entre tanto, las que estaban solas miraban con avaricia a sus afortunadas vecinas y, como las brujas de las tiras cómicas, se llevaban las manos a las orejas para escuchar mejor las conversaciones de las otras. Desde aquella sala llegaba un murmullo constante de voces femeninas y, a pesar de su inmovilidad, se diría que la agitación llenaba de vida a aquellas ancianas postradas en cama; daban la impresión de ser amas de casa poniendo orden apresuradas al ver que una visita inesperada se acercaba a la puerta de entrada. Esta impresión la creaban únicamente sus voces, voces sin ningún tipo de resonancia ni modulación; voces que, como el canto de los grillos, más bien chirriaban, secas y estridentes.
      —¿Por qué no me permiten tener mi propia ropa? —se quejaba la prima Isobel que, al cambiar de posición, apartó la mano de la boca unos instantes. La prima Augusta abrió los ojos, atenta, y la otra volvió a ponerse la mano en la boca como si fuese un bozal.
      La prima Isobel, ahora la mitad de alta de como Lily la recordaba (según contaba la leyenda, una joven prima Isobel, alta, fornida y ocurrente, había fundado la Hermandad de las Amazonas de Langdon Shore, cuyas adeptas eran expertas en el manejo de las mazas de gimnasia), llevaba una especie de camisón estampado de algodón, atado con cintas por la espalda a la altura del cuello y de las mangas, que eran japonesas. Unas medias de algodón color piel envolvían, como polainas, sus piernas consumidas, pero le venían demasiado grandes y formaban pliegues que caían por encima de las botas de hombre que calzaba. Alrededor del escamoso cuello lucía un collar de perlas artificiales y, prendido de lado junto al hombro, un broche con ópalos de fuego. Sin duda alguna, aquel broche no debía de haber costado más de cuatro centavos en una de las tiendas de curiosidades de Revere Beach, y, sin duda alguna, la señorita Carpenter no lo había comprado. Una redecilla le aprisionaba el pelo canoso cortado a lo chico, el mismo pelo que, cuando era abundante, solía peinarse en un reluciente moño. ¡Menudo espectáculo!
      ¡Qué cruel era su miseria! Llevaba las uñas sucias y, Lily estaba convencida de ello, el pelo le olía a rancio. «Está loca –pensó Lily–, ¿cómo es que nadie se da cuenta y la internan en un manicomio?»
      Ajena al examen de Lily, la prima Isobel continuaba susurrando su obstinada filípica. Y cuando la joven se disponía a apartar de nuevo la mirada, reparó en el dibujo del estampado del vestido de su prima: una cenefa, en la que aparecían unos niños haciendo rodar aros, se repetía interminablemente alrededor del frágil y delgado torso de la anciana. A Lily le horrorizó aquel detalle macabro y rápidamente desvió la mirada, pero se había puesto de mal humor y en lugar de observar el alboroto y los saltitos de los gorriones —que provocaban los gritos de alegría de aquellos viejos tan fáciles de contentar—, se giró para comprobar cómo iba vestida la mujer ciega.
      En su vestido también se repetían las escenas festivas –niños de cinco años en un campo de margaritas con el fondo azul–; y, alrededor de los hombros, alguien le había echado una funda de almohada arrugada que se ajustaba a su espalda como una especie de chal. De aquel agujero sin elegancia que era el cuello del vestido, surgía el cuello de la mujer, largo, elegante y de un blanco azulado; un cuello de dimensiones prerrafaelitas que oscilaba suavemente con una gracia noble y sencilla, y cuyo ritmo perfecto se inspiraba –aunque en modo alguno acompañaba– en el sonido gutural de un piano que, en una lejana emisora de radio, interpretaba “Hold ‘em Hootie”. Lily advirtió que aquella mujer no era muy mayor. Tenía el pelo corto y canoso, pero el corte era juvenil y un gracioso flequillo le cubría la frente. La piel, aunque salpicada de marcas provocadas seguramente por algún atropello alimenticio, era suave y de un delicado tono rosado. Tenía la nariz pequeña y recta, y la barbilla, firme; y aunque solo podía distinguir su perfil, Lily estaba segura de que la sonrisa que se dibujaba en sus labios era una sonrisa amplia y auténtica. Sin embargo, las manos que ininterrumpidamente golpeteaban las sienes –sin seguir el ritmo del piano ni del movimiento de la cabeza– eran manos de vieja; surcadas de venas, repletas de manchas provocadas por la edad y con los dedos afilados, daban la impresión de estar heladas y a punto de descomponerse.
      El disco de boogie-woogie terminó y una voz que trataba de imitar un marcado acento sureño empezó a bromear con su invisible audiencia: «¿Qué estáis haciendo ahí sentadas escuchando la radio cuando deberíais estar lavando los platos? Bueno, bueno, bueno, puesto que estáis decididas a seguir holgazaneando, vamos a echar un vistazo a la saca de correos a ver qué podemos hacer para complacer a alguien».
      Unos simpáticos irlandeses rompieron a reír y una regordeta pelirroja exclamó:
      —Qué informales que son los disc-jockeys, ¿no os parece? No deja de tener encanto el modo como se comportan, contándonos que están resacosos o cualquier otra cosa.
      «¡Madre mía del amor hermoso! ¿Qué es esto? —dijo la voz, y Lily se imaginó a un joven mofletudo rascándose la cabeza, aburrido, y ahogando un bostezo mientras improvisaba trabajosamente su discurso—. Aquí tenemos a alguien que nos ha escrito desde Braintree, alguien que está muy, muy lejos. La señorita Edna Murphy, del número 109 de la calle Van Buren, me pide que pinche la versión boogie de “Bluebird of Hapiness”. ¡Pero si el pájaro de la felicidad no existe, cielo! Vamos a hacer una cosa, vamos a escuchar la versión original, ¡por los viejos tiempos!»
      En aquel breve silencio que se produjo en el estudio radiofónico mientras preparaban el disco, una animación sorprendente, pero irrelevante, se apoderó de la mujer ciega: apartó las manos de la frente, aplaudió silenciosa y espasmódicamente, y a continuación juntó las palmas por debajo de la barbilla, como si fuese una niña que reza antes de irse a la cama. No obstante, ni siquiera en aquella actitud sus manos permanecían quietas; se movían con brusquedad, se doblaban y se retorcían, víctimas de una agitación espantosa. Lily se dio cuenta de que, al mismo tiempo, la mujer golpeaba el suelo con los pies. Aunque la joven no los podía ver porque la cama se lo impedía, sí que podía oírlos, marcando el ritmo lenta, pesada e irregularmente en el suelo de linóleo. El movimiento del cuello también se hizo más pronunciado y, de repente, la pequeña cabeza de pelo corto empezó a girar muy rápido de un lado a otro sobre aquel cuello hermoso. Todos los movimientos se producían a diferentes velocidades: era como estar mirando un autómata averiado, y el efecto aturdía.
      Justo en el momento en que la música volvió a empezar, la mujer ciega completó una semicircunferencia con la cabeza y su rostro se quedó apuntando directamente al de Lily. Aquellos ojos sin vida, completamente abiertos, descansaban en dos profundos cráteres morados; los huesos de la cara se adivinaban bajo la piel nacarada; y, para completar aquella imitación de una calavera, la boca, de labios finos y sin un solo diente, permanecía abierta formando una sonrisa imperturbable y permanente. La mujer se mantuvo inmóvil durante quizás medio minuto, en apariencia con la mirada fija en Lily. Pero enseguida el incongruente optimismo de la canción la volvió a sacar momentáneamente de la abstracción:

Just remember this,
Life is no abyss,
Somewhere you’ll find the bluebird of happiness.

[Solo recuerda esto: / La vida no es un abismo, / En algún lugar encontrarás el pájaro de la felicidad.]

En un arrebato de alegría, la mujer apretó las manos contra su poco abultado pecho y suspiró, dejando escapar un suave gemido al coger aire. Entonces, la cabeza recuperó su posición anterior, los dedos índice volvieron a situarse al borde del estiloso flequillo, y Lily Holmes, afectada, asqueada y mareada, cerró los ojos. Se diría que aquel rostro genérico no era más que un inteligente armazón para sostener los promontorios, los orificios y los adornos de la cara, puesto que no reflejaba ningún tipo de conocimiento ni de experiencia; el único rasgo que lo caracterizaba era el de una absoluta y monstruosa pobreza. Aquel andamiaje de huesos de incierta edad era una parodia; y era también una ilustración, un paradigma de las privaciones de toda una vida. Como en aquella vida no había habido ningún tipo de progreso (a menos que los veloces movimientos del déjà vu pudiesen considerarse progreso), tampoco podía haber retroceso. Y así, a diferencia de la prima Isobel, aquella mujer no podía decir —en el caso de que fuese capaz de articular alguna palabra—: «Antes era una cosa y ahora soy otra. Antes vivía entre paredes de mármol y ahora en una habitación que el más humilde de mis criados habría despreciado». Y tampoco podía obtener, a partir de aquella comparación, cierta satisfacción por muy irritante que fuera. El hecho de perderlo todo, aunque innoble, significaba, al fin y al cabo, que habías tenido algo. Para hablar de las tribulaciones de la prima Isobel se podían utilizar verbos: había perdido dinero, se había arruinado, había caído desde las más altas cumbres hasta las más insondables profundidades. Pero a la mujer que había nacido privada del sentido más importante y que, tal como había dado a entender la prima Isobel, también había nacido sin inteligencia, solo se le podían aplicar adjetivos: ciega, aislada, primitiva. Con aquella espantosa sonrisa, aquel baile convulso y aquel gemido de felicidad, la mujer ciega había demostrado la existencia de algo puro, inhumano y desconocido; y debido precisamente a lo limitado de su naturaleza, la alegría que le transmitía aquella quejumbrosa canción era extática y excepcional. No había duda al respecto: la expresión de aquella calavera apenas cubierta de piel y carne había sido de completo arrobamiento, pero ¿qué emociones la habían provocado? ¿Esperanza? ¿Gratitud por la alentadora certeza de que la vida, como decía la canción, no era un abismo? ¿El anhelo de amor? En aquel torturado amasijo de carne azulada y huesos retorcidos, ¿era posible que existiese algún deseo, como el deseo de Lily de estar con Tucky? Si existía, era demasiado espantoso para ser contemplado. Lily sintió una angustiosa tristeza en lo más profundo de su ser; una tristeza que le invadió los pulmones e hizo que los ojos se le llenasen de lágrimas. ¡Ayúdame, Tucky! Pero Lily sabía que nada de lo que él pudiera hacer conseguiría borrar el recuerdo de aquel éxtasis vacío. La prima Isobel cambió de posición y, mientras lo hacía, volvió a apartar la mano de la boca. En tono concluyente estaba diciendo:
      —Nunca aprendió a leer en Braille porque, por lo que tengo entendido, sufre graves deficiencias de sustancia gris. Quería preguntarle a aquel trabajador social tan informado de dónde ha salido la radio, puesto que no ha venido a verla ni un alma en los dieciocho meses que llevamos compartiendo este cuchitril. Simplemente apareció un día del otoño pasado. En cierto modo fue una bendición, porque hasta entonces la única ocupación que tenía era pasarse el día sentada haciendo ruidos extraños. Con las muelas era capaz de producir un sonido similar al de un avispón.
      —Sí —dijo la prima Augusta al tiempo que suspiraba—.Da lástima.
      —Sí, lástima —repitió la prima Isobel—. Reconozco que da lástima, pero también hay que reconocer que es injusto que me hayan encerrado con una cretina incontinente y su radio, y que tenga que escuchar esa condenada basura durante todo el santo día, maldita sea.
      A continuación miró al frente y soltó un sermón sobre la comida que, en su opinión, era sin lugar a dudas la peor de toda la cristiandad. La prima Isobel estaba convencida de que una cocinera de Alemania del Este estaba a cargo de la cocina.
      —Will Hamilton me ha llevado a la ruina —continuó diciendo aquella voz beligerante—. A este edificio se lo conoce con el nombre de «casa de la muerte», pero yo ya le he dejado bien claro a Will que he renunciado a todo menos a mi alma y que todavía no estoy dispuesta a renunciar a ella, ¡maldita sea!
      La prima Isobel se quedó callada tramando una nueva maldad y, mientras jugueteaba con el fino anillo de plata que llevaba en el dedo, contempló a través de la ventana, con una sonrisa de desdén, a los consentidos ancianos, a quienes se les había unido una mujer gorda y coja que señalaba los gorriones con el bastón y se reía a carcajadas.
      —Por última vez, Isobel —dijo la prima Augusta—. Por última vez al menos durante esta tarde. ¿Estás segura de que no quieres venir a vivir con Roger y conmigo?
      —Pero Gusta —respondió la prima Isobel con un aborrecible tono de burla—, ¿qué diría Will después de todas las molestias que se ha tomado con el blanco hueso y el rosa? Pero si llegó a ofrecerme a una señora de compañía finesa para que pudiese atizarme con una vara.
      —¡Pobre Will! —exclamó la prima Augusta levantando los ojos al cielo—. ¡Pobre primo Will! Haciendo caso omiso a las exclamaciones, la prima Isobel giró lentamente su patricia cabeza para dirigir a Lily una penetrante mirada.
      —Espero que tu padre te dejara el dinero en fideicomiso, porque si no lo hizo, Will Hamilton te arruinará. Tu padre me caía bien —afirmó, y como ateniéndose a los hechos, añadió—: Se llamaba Matthew Holmes.
      Lily no supo qué contestar, pero tampoco hizo falta porque la prima Isobel continuó implacable:
      —Matt Holmes me caía bien. Era un patrón de barco excelente, y así lo señaló el juez Carpenter en numerosas ocasiones. Lamento que muriese. Todavía sería joven, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de la gente. La mayoría de la gente ya ha muerto. El funeral de Eva Tuckerman se celebró el jueves. ¿Ofició la misa un Kingsolving?
      —Sí —contestó la prima Augusta—. Fue un funeral precioso. Todos admiraron tus flores y la nota que llegó por cable desde Vevey.
      —Pues a mí me enterrarán en una fosa común —sentenció la prima Isobel con regocijo—. No has contestado a mi pregunta, prima Lily. ¿Te dejó tu padre el dinero en fideicomiso?
      —Mi padre no dejó nada —repuso Lily. Y su respuesta, en esencia, era cierta. El año siguiente recibiría una suma insignificante de dinero para cubrir las compras de Navidad y los gastos de peluquería. Pero de momento dependía por completo del primo Will, que además de cederle varias habitaciones, todas acogedoras, y de proporcionarle tres satisfactorias comidas al día, le había asignado un pequeño salario por mecanografiarle las cartas con las que siempre estaba tratando de mantenerse al margen de algún embrollo financiero.
      —¡¿Nada?! —aulló la prima Isobel—. ¿Qué quieres decir con «nada»?
      —Que no me dejó dinero —puntualizó Lily, que sintió una inexplicable y cálida ráfaga de orgullo.
      —Deja de bromear —insistió la prima Isobel con brusquedad—. Nunca había oído nada parecido. ¿Está diciendo la verdad, Agusta?
      La prima Augusta, incómoda, asintió con la cabeza y explicó:
      —Como recordarás, Matt y Laura lo invirtieron todo en aquella escuela de aviación que montaron en Arizona y que se fue al traste cuando… ya sabes, querida, cuando tuvieron el accidente. A Lily no le quedó mucho, pero ¡qué caray, Izzy!, Lily sabe arreglárselas.
      La prima Isobel miró a una y a la otra; parecía una rata calculadora.
      —No estarás pensando en soltarme un sermón sobre lo imprevisible de las cosas, ¿verdad? —preguntó—. Las antiguallas como yo gozamos de la prerrogativa de decir lo que pensamos y os quiero advertir que en este lugar las internas no hablamos precisamente en términos de «riqueza espiritual».
      Y diciendo esto, alargó la mano para pellizcar la manga de paño fino de la prima Augusta y añadió:
      —Es un tejido excelente. Seguro que te ha costado un dineral traerlo desde Inglaterra. Roger Shephard es extraordinariamente rico.
      —Es rico —reconoció la prima Agusta—, y tiene un corazón de oro. Él quiere y yo también quiero… todos queremos que vengas a vivir con nosotros. Roger me pidió que te trajera algo para tentarte y que regreses al mundo.
       Y de su bolso de mano, la prima Augusta sacó una fotografía de dos chicas con vestido de fiesta y dos chicos con frac.
      —Esta soy yo —señaló la prima Isobel sonriendo—, y esa es Susie Holmes. El que está detrás de mí es Don Tucker y el otro, por supuesto, es Stevie Holmes. ¿Os habéis fijado en las colas de los vestidos y en los peinados estilo pompadour? ¿Qué nos hacía pensar que necesitábamos abanicos de pluma de avestruz de más de medio metro de ancho? ¡Y nada menos que tiaras! La mía, si no recuerdo mal, era de esmeraldas.
      La prima Isobel contempló fascinada la fotografía, acercándosela a la nariz y luego retirándola, mientras lanzaba, más feliz que una perdiz, exclamaciones burlonas.
      Las enfermeras terminaron de doblar las últimas sábanas y camisones, y salieron de la sala, excepto una que era guapa, pequeña y un poco bizca. Esta enfermera avanzó hacia la ventana para bajar la persiana, puesto que el sol, que empezaba a ponerse, las estaba deslumbrando, y les dijo:
      —Señoras, la visita ha terminado. Es hora de cenar, señorita Carpenter.
      —¡¿Hora de cenar?! Pero si apenas es la hora de la merienda.
      —¿Le traigo a la señora el servicio de plata? —le preguntó la chica con descaro—. ¿O acaso prefiere la vajilla de porcelana? —la enfermera estaba bromeando, porque le dio a la prima Isobel una palmadita afectuosa en el hombro y añadió: —¿Qué tiene ahí, cielo? ¿Una postal?
      —Bernice, en esta fotografía salgo yo vestida para asistir a un baile de beneficencia. Mira qué estilo.
      —¡Un baile de beneficencia! ¡Oh, señorita Carpenter, es usted divertidísima! A veces me desternillo con sus comentarios sarcásticos.
      La enfermera buscó afablemente la aprobación de la prima Augusta y de Lily, y acto seguido observó, maravillada, la fotografía.
      —Me hablará de todos ellos, ¿verdad, señorita Carpenter?
      ¿O es que me está tomando el pelo y usted no es esa de ahí ni fue a ningún baile de beneficencia?
      —Te lo aseguro, Bernice. Esa soy yo, y nadie más que yo, en mi momento de mayor esplendor. Mis invitadas te lo pueden confirmar. ¿Se han fijado, señoras, en el traje que llevo para mi baile de beneficencia diario? ¿Qué les parecen estos niños revoltosos jugando en el patio? A Will le disgustan estos estampados. Parece que ha perdido el sentido del humor.
      —En el patio hay demasiada humedad para que los pacientes de artritis salgan a pasear.
      Pronunciadas como un eslogan, aquellas palabras se quedaron suspendidas por encima de las voces y el sonido de la radio. Era la mujer ciega la que había hablado, en voz alta y decidida. Lily se giró y observó su perfil que, plano como un bajorrelieve, se mantenía levantado con una malvada expresión de desprecio. Una enfermera, sentada en el brazo de la butaca, intentaba darle cereales con una cuchara de madera, pero la mujer sacudía las manos sin parar y frustraba los intentos de la chica, que murmuraba y suspiraba, y al final gritó con impaciencia:
      —¡Venga, va! Que no es veneno para cucarachas.
      —No se preocupen por Viola —les dijo Bernice a las invitadas—. Viola detesta comer.
      —¿Y quién no? —preguntó la señorita Carpenter, que hizo una mueca al ver llegar su bandeja.
      Aquella tarde le sirvieron un cuenco con una especie de papilla de sémola y una ensalada de zanahoria rallada y pasas. De postre tenía un pedazo de bizcocho relleno con apenas unas gotas de una mermelada oscura y pegajosa. Lily se preguntó qué haría la prima Isobel una vez se llevasen la bandeja a la cocina y cayese la noche, aquella noche de invierno. Y se puso a buscar con la mirada una lámpara apropiada para leer el ejemplar de McCall’s. Pero en aquel dormitorio no había ni una sola lámpara, excepto una pequeña bombilla que colgaba desnuda en medio del techo. Y mientras Lily, consternada, miraba a su alrededor, la prima Isobel adivinó lo que estaba pensando y comentó:
      —Aquí las noches son muchísimo más largas que los días.
      ¿Se te ocurre alguna tortura china peor que la mía? Esa radio está en marcha hasta las diez de la noche. Y lo único que puedo hacer es quedarme sentada en la silla o tumbarme en la cama… y disfrutar de la vida. ¡Disfrutar de la vida! Con este cuerpo totalmente inútil y deformado por una artritis para la que no se conoce cura. ¡No me hagáis reír!
      —Podrían administrarte cortisona —sugirió la prima Augusta, cansada—. Si tú quisieras.
      Bernice trataba de animar a la prima Isobel para que comiese:
      —Compórtese como una niña buena y cómase esto, cielo
      —le dijo con amabilidad—. Aquí tiene una deliciosa crema de ostras. ¿Qué importa el nombre que le demos? Solo tiene que usar la imaginación y creerse que se trata de una crema de ostras.
      —¡Riquísimo! —exclamó la prima Isobel con acritud.
      No había duda de que, para ella, la comida era mucho más que un sustento. A medida que se llevaba a la boca la sémola, los ojos le empezaron a brillar de rabia y Lily pensó que seguramente la prima Isobel no cambiaría aquella papilla blanca ni por todas las ostras del mundo, por muy suculentas que fueran. La ira le daba fuerzas y la rejuvenecía; comía con avidez.
      —Señorita Carpenter, si esa de la foto era realmente usted, por qué no se casó nunca? —le preguntó Bernice—. Una chica tan joven y guapa como usted…
      —Era demasiado buena para casarme —respondió la anciana, guiñando el ojo con malicia—. Demasiado buena y demasiado rica.
      —Demasiado buena para ser verdad —intervino la mujer ciega.
      —¿Eso es todo lo que sabes decir, Viola? —replicó la señorita Carpenter y, mirándola de frente, empezó a sermonearla—: No tienes ni idea de lo que significan la mitad de las cosas que dices. Eres incapaz de pensar. Solo sabes imitar a los demás como si fueras un mono. Resultarías un interesante caso de estudio si se diese la circunstancia de que a alguien le interesase lo que te pasa. A mí no.
      —Solo recuerda esto: La vida no es un abismo —gritó Viola, repitiendo la letra de la canción por encima del tintineo de una cascada de ukeleles hawaianos. Y acto seguido, con un gesto de apasionada desesperación, posó sus frágiles manos encima de sus pequeños pechos adolescentes.
      —Marchaos, queridas —les dijo la prima Isobel—. La pobre Lily volverá a este sitio a su debido tiempo.
      —¡Ya está bien! —gritó la prima Augusta. Se había enfadado de verdad y tenía las mejillas encendidas. Con rapidez, se dio la vuelta para ponerse el abrigo e hizo que Lily se levantara— ¡Deja en paz a la niña! ¡El dinero no lo es todo!
      —Pero la falta de dinero sí —repuso la prima Isobel, indomable, con una sonrisa de oreja a oreja—. La falta de dinero es el castigo eterno.
      —¡No mientas! ¡Te encanta estar aquí! Este no es tu castigo, es el castigo del pobre Will Hamilton.
      —¿Y eso qué tiene de malo, si se puede saber?
      La maldad no podía haberse manifestado de un modo más sereno. Lily, cuya expresión corporal se limitaba a los movimientos pautados que hacía al bailar, al patinar y al dar o recibir un beso, sintió deseos de darle una bofetada a la prima Isobel, de tirarle de aquel pelo corto y de pellizcarle los retorcidos dedos. El odio, un odio que no había conocido hasta entonces y que superaba el dolor que sintió cuando sus padres murieron en un violento accidente de avión, fue creciendo en su interior como si se tratase de otra persona y, así caracterizada, su presencia se impuso a la de la prima Augusta para acusar a la anciana:
      —¡Es usted un buitre! ¡En su interior no le queda ni una pizca de amor! ¡Pero a Viola sí!
      Y sin poder hacer nada para evitarlo, Lily rompió a llorar. Por unos instantes, el desconcierto se apoderó de la prima Isobel, pero solo por unos instantes porque enseguida dijo:
      —Viola no tiene nada. Viola es la personificación de lo que Will Hamilton me ha hecho.
      A la prima Isobel se le extravió la mirada y, con el gesto propio de una noble viuda turbada, indicó a sus primas que se marcharan.
      La prima Augusta condujo a Lily, que seguía llorando, fuera de la habitación y mientras atravesaban la gran sala de al lado, Lily, a pesar de las lágrimas, les devolvió la sonrisa a las pacientes seniles que guardaban cama y que le sonreían con superioridad. Una de ellas le dijo con voz temblorosa:
      —Me alegro de no tener que salir en un día tan desagradable como este.
      Y se arrebujó entre aquellas ásperas mantas grises.
      El abismo del crepúsculo invernal se abrió ante ellas como una boca inmensa y un viento despiadado les arañó las mejillas. La prima Augusta, caminando apresuradamente, regañaba a Lily como una madre a su retoño:
      —Will no tendría que haberte dejado venir. El pobre debe de encontrarse muy mal para habértelo permitido.
      —Pero es que yo quería venir —repuso Lily entre lágrimas—. Bueno, en realidad quería venir por el primo Will.
      —Eres una buena chica, Lily. Una chica muy leal. Estoy segura, segurísima, de que has tenido que renunciar a algo para venir hoy aquí. ¿A que sí? ¿A que tengo razón, cielo?
      Ya en el interior de las suaves y dulces profundidades del Cadillac de la prima Augusta, Lily apoyó la cabeza en el hombro de su prima y dejó que las lágrimas se le fuesen secando antes de volver a hablar. Entonces dijo:
      —Solo había quedado para ir a patinar al Jamaica Pond. Pero hemos discutido. Es decir, Tucky Havemeyer y yo hemos discutido. No se ha creído que tuviese que ir a visitar a una prima enferma.
      La prima Augusta le cogió la mano y con la mirada fija en el cuello del chófer, dijo:
      —Lily, cielo. Me siento fatal. No sé si irme a beber champán con polvo de oro o a vender lápices al parque Common. Lo mire como lo mire, solo veo un abismo.
      Como era joven y optimista, y en el fondo sabía que lo suyo con Tucky Havemeyer no estaba del todo acabado, Lily empezó a sentirse mejor al tiempo que la prima Augusta se desmoronaba. Y, sin motivo aparente, se alegró al contemplar las destartaladas afueras de la ciudad, que empezaban a reemplazar el vasto paisaje campestre, y las feas e intermitentes luces de neón que hacían publicidad de cervezas, medicamentos, sándwiches y de todos los demás paliativos y excesos disponibles en aquella vida sin abismos. Con un tono adulto –aunque todavía vacilante–, con el que pretendía consolar a su prima, Lily le dijo:
      —¿Sabes lo que haría en tu lugar o si fuese el primo Roger o el primo Will? La enviaría a un manicomio. Esa mujer está completamente loca.
      —¡Pero Lily! —La prima Agusta se giró y la miró con los ojos como platos—. Pero Lily, ¿no comprendes que todos queremos a la prima Isobel?
      Hasta que el coche se detuvo en casa del primo Will para que Lily bajara, ninguna volvió a pronunciar palabra. La prima Augusta estaba demasiado horrorizada para hablar y Lily, demasiado perpleja. ¡Querer a la prima Isobel! ¿Cómo se podía querer a alguien que era completamente incapaz de expresar ningún tipo de afecto? Lily se sintió excluida de la familia y traicionada por su propia traición a una convención de la que, por descuido, nunca había sido consciente. ¿Significaba aquello que el pobre primo Will también quería a la prima Isobel? ¿A aquella mujer que lo estaba matando, que lo estaba asesinando igual que si le apretara la garganta con las manos? Desde luego, ellos podían quererla; pero entonces, Lily no los querría a ellos. Con profunda repugnancia, se apartó de la mujer que tenía al lado e, indignada, vio cómo se iba reduciendo la distancia que la separaba de su tutor, aquel hombre enamorado de su propia destrucción. Entonces dirigió sus pensamientos hacia Tucky Havemeyer, pero no obtuvo consuelo ni recompensa. «Solo hay una persona capaz de amar —pensó—, y esa persona es Viola. Alguien que no puede dar ni recibir nada. Todos los demás son unos hipócritas.» Lily forcejeó contra aquella paradoja, asfixiante como el abrazo de las serpientes de Laocoonte, y se sintió muy vieja. Pero cuando el coche entró en la calle Brimmer y distinguió a su pretendiente —rubio, ceñudo, con una gorra de caza y botas— llamando al timbre de la casa de los Hamilton, la joven trató de reprimir su alegría, repudió la hipócrita sangre de su familia, dedicó un último pensamiento a Viola en su estado de gracia, y salió disparada del coche para gritar:
      —¡Oh, Tucky! ¡Qué coincidencia más afortunada!

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Zoom in, zoom out

Un relato de Luz Stella Mejía (1964), narradora migrante. Originaria de Colombia, es también bióloga marina, profesión que ejerció en su país natal. Posteriormente decidió radicarse en Estados Unidos. En la actualidad vive en Virginia, cerca de Washington, D.C., y trabaja en una biblioteca pública. Ha publicado un libro de poesía, Palabras sumergidas, y varios poemas y relatos cortos en diferentes antologías y medios. Participó en el Festival Internacional Savannah, 2018 como autora y tallerista invitada, y también escribe en su página, El Sur es América. De este sitio proviene «Zoom in, zoom out», viñeta realista en un escenario que hace unas décadas hubiera sido de ciencia ficción. También la imaginación en castellano está ocupando ese espacio nuevo para las experiencias humanas.

Luz Stella Mejía
(foto por cortesía de la autora)

ZOOM IN, ZOOM OUT
Luz Stella Mejía

La claustrofobia es una de las primeras pruebas que debemos superar para poder llegar hasta aquí. Pasar 24 horas encerrada en un cuarto de dos por dos es duro, pero nada se compara con la experiencia real. Ya llevamos diez días con la vista enfocada a menos de tres metros todo el tiempo, salvo descansos cortos en los que podemos mirar por la pequeña ventanilla el paisaje espacial que se extiende en todas direcciones. Dos semanas viéndonos las caras, que ya empiezan a tener señales de molestias: labios apretados, miradas desviadas y ceños fruncidos. Después de estar trabajando y durmiendo con las mismas personas por tanto tiempo, mejor no hablar sino lo imprescindible, pues todo lo demás puede ser la chispa que encienda una discusión absurda. Sólo se escucha el silencio de la cápsula, excepto cuando hablamos con la base y en cuanto terminamos nuestro turno en los comandos, que podemos conectarnos los audífonos y escuchar nuestra música.
      Aquí adentro la atmósfera es cerrada, y después de tantos días de vuelo, el aire huele un poco rancio, como la ropa sucia que espera el día de lavado. Menos mal que antes de subirnos, un “oledor” experto nos huele todo el equipaje, para que no traigamos nada que sea irritante. También tenemos el acuerdo tácito de no usar lociones ni desodorantes con olores fuertes —nada de Axe ni Chanel. A veces huele un poco como a fusibles y cables. Me recuerda al olor del taller que mi tío tenía cuando yo era niña, lleno de televisores desbaratados. El día del despegue la nave toda olía a carro nuevo. ¡Era tan emocionante! Todo era suave al tacto, novedoso, brillante y prometedor.
      En ese momento, cuando ingresé a la nave, ya listos para el despegue, me sentí muy feliz, era la culminación de años de anhelar ser la elegida para un vuelo espacial. Días y días de entrenamiento duro, exámenes físicos y sicológicos y todo el tiempo alerta, tratando de demostrar que sé tanto o más que los compañeros. Ya se sabe, a los muchachos les queda más fácil; el primer requisito, ser hombre, pensar y actuar como hombre, ya lo tienen resuelto. Desde el día que me anunciaron que iría en una misión espacial no he podido dejar de sonreír. Luego me enteré que George y Anthony también venían y me alegré mucho, los tres nos llevamos muy bien. Ellos son tranquilos y considerados, no les gusta alardear y sé que lo que muestran es lo que son, sin dobleces. En eso nos parecemos.
      El tablero de mando del Soyuz está abarrotado de botones, pomos, palancas y pantallas. Ahora ya sé para qué sirve cada cosa y hemos entrenado tanto que puedo manipularlo con los ojos cerrados. Pero recuerdo que la primera vez que tuve que practicar con el panel me sentí abrumada, tenía un poco de nervios, de no ser capaz de manejarlo. Al final aprendí rápido. Claro que es diferente cuando entrenas en un simulador, una vez superado el miedo de la primera vez, luego es muy fácil y lo haces casi con descuido. Pero el día del despegue, cuando ya era de verdad, me sentí muy nerviosa. Sentí un verdadero gusanillo en el estómago, ya no por temor a no ser capaz, sino por miedo a lo desconocido. ¿Cómo será estar en medio de la nada? ¿Y qué tal si nos equivocamos en un solo comando? Es que para volar un módulo de éstos se necesita precisión de relojero y un trabajo en equipo perfectamente sincronizado, sobre todo en tres momentos: al despegue, cuando necesitamos acoplarnos a la estación espacial y, especialmente, al reentrar a la atmósfera.
      Adentro de la cápsula todo es frío al tacto, metal por todas partes. Es como estar dentro de una lata de atún, como dice Bowie en su famosa canción de Space Oddity “For here, am I sitting in a tin can”. Con George siempre tenemos esa discusión, él dice que Bowie se refiere a que está sentado encima de una lata, como por ejemplo, un bidón de gasolina. Yo digo que se refiere a la nave, comparándola con un tarro de hojalata. Porque eso es lo que yo siento. Cuando me preguntan cómo es estar sentada en el módulo, yo les digo que es como estar dentro de una lata de sardinas: pequeña, atestada —de personas y objetos— y metálica.
      Ya estamos llegando a nuestro destino. Después de darle la vuelta a la luna, vamos a acoplarnos a la estación internacional Lunar II, que orbita a su alrededor. Ya la he visto, a la luna, por la ventanilla, pero no he podido tener una visión completa. Yo tengo programado un spacewalk, o sea, una caminata espacial, y ya tengo puesto mi traje presurizado desde hace una hora, respirando oxígeno puro. Tengo mucha impaciencia, no puedo esperar a sentirme flotando en el espacio y ver la luna tan cerca, debe ser la sensación más impresionante de la vida. Con el traje me muevo como en cámara lenta, toda acción pequeña cuesta tres veces más que en la tierra, no solo por el traje, que es grueso e incómodo, sino porque acostumbrarse a hacer todo sin gravedad es muy difícil. El entrenamiento para la caminata espacial es bajo el agua, estar en el espacio se parece un poco a bucear en las profundidades del mar, sólo que es el efecto contrario. En el agua, la presión es más grande que en la superficie, aquí, no hay ninguna presión. Pero en ambos casos debemos usar un equipo que limita mucho los movimientos, porque estamos en ambientes que son hostiles a nuestra naturaleza terrestre.
      Es difícil acostumbrase a manipular cualquier cosa con los gruesos guantes. Las herramientas que utilizamos para hacer reparaciones por fuera de la nave son más grandes que las normales. La visión es muy limitada, tienes que girar la cabeza constantemente para ver lo que en condiciones normales ves en un solo golpe de vista. Incluso esas cosas que normalmente captamos por el rabillo del ojo, con el casco no se ven, pues no hay rabillo que valga. Tampoco se escucha nada, sólo la propia respiración. Me ha pasado que después de estar con el casco por un buen rato, en silencio, me sobresalto con el sonido de mi propia voz encerrada. Menos mal tenemos un buen sistema de micrófonos y audífonos para comunicarnos, pues no se puede en la distancia llamar la atención de alguien agitando las manos o algo así, por la visión tan limitada. Siempre pasa que si alguien se aproxima por el lado, me sorprende porque no lo veo hasta que ya me toca el hombro o está justo frente a mí.
      Por fin es hora de abrir la escotilla. Cuando avanzo y doy el paso que me saca por primera vez de la cápsula al vacío espacial, siento los latidos de mi corazón golpeando en mis oídos. Abro mis ojos más de la cuenta, tratando de ver más allá del negro estrellado. Esa sensación de dar el paso sin caminar porque no hay suelo en el que apoyarse, de hecho no hay nada de que apoyarse, nada que pueda ayudarme a orientarme ¿dónde es arriba, dónde es abajo? Es como si mi cuerpo se separara de mi mente. Mi cerebro corre a mil por hora tratando de adaptarse y entender una situación tan peculiar. Mientras mi cuerpo se relaja y flota, no hay sensaciones, no hay presión atmosférica que me empuje hacia abajo y tape mis oídos, no hay suelo duro bajo mis pies, no hay nada. No siento el exterior, todas las sensaciones provienen de mi propio cuerpo adaptándose, un poco mareado, con el estómago también flotando dentro de mí, que si hubiera comido a lo terrícola estaría vomitando.
      Pero entonces la veo. La luna. Qué bella y grande. Está allí, tan solitaria en medio de la nada, con su cara brillante, con sus zonas sombreadas que parecen un reguero de agua. Cuando éramos niños nos decían que era la cara de la virgen, pero la verdad yo nunca vi ninguna cara. Desde aquí veo sus cráteres y crestas, parecen cicatrices en un cuerpo guerrero. Es el paisaje más hermoso que haya visto en mi vida. La vemos todas las noches en el cielo, pero se nos olvida que es un cuerpo celeste. O sea, tridimensional, una esfera que flota en medio del espacio vacío. Es simplemente sobrecogedor.
      En ese momento siento el cable que me ata a la nave enrollado alrededor de mi cuello. No puedo desenrollarlo, entonces abro el gancho que lo conecta a mi traje y así lo desenredo. George viene hacia mí y chocamos, me agarra del brazo pero el impulso hace que giremos sin control y perdamos contacto. Con el impacto, el cable se soltó de mis manos antes de poder reconectarlo. Entro en pánico y empiezo a hiperventilar. La idea aterradora de estar flotando sin control y sin amarre en medio del espacio está sucediendo. Tengo que cerrar los ojos muy fuerte y tratar de dejar mi mente en blanco. Comienzo a repasar mentalmente los pasos para una emergencia como ésta. Una vez que me tranquilizo un poco, abro los ojos y veo que George viene hacia mí de nuevo, así que preparo mi cuerpo para el choque, abriendo mis brazos, lista para agarrar lo primero que pueda. El impacto es violento pero los dos nos enlazamos en un abrazo feroz. No hay poder humano que me haga soltarlo ahora. Siento un gran vacío después de la explosión de adrenalina, me dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo y siento algo como una burbuja que crece en mi pecho y me deja sin aliento.
      En el giro salimos por encima de la nave y me quedo absolutamente sin palabras. Algo que es mucho más impresionante que la luna se asoma por detrás de la estación lunar. Es el paisaje más impactante: La Tierra. Es tan bella, tan azul, tan nuestra. Nada podría prepararme para esta visión. De pronto siento una nostalgia insoportable, más que la sola nostalgia del hogar, es la certeza física de que no podría vivir sin ella, porque físicamente es imposible vivir fuera de la tierra. Parece obvio, pero nunca lo había visto tan claro, una verdad que me ha golpeado, como un martillo en la cabeza: no podemos vivir sin la tierra.
      No podía quitar mis ojos de ella. No es como la luna, una roca hermosa, pero sin vida. Es algo vivo. La tierra es un ser vivo. Los colores que la hacen tan hermosa no son superficiales ni artificiales. Ese azul no está pintado: es un mar profundo, poblado de criaturas. Y no es un azul uniforme, sus tonos dependen de la profundidad y de los corales y de las algas y del plancton que flota a la deriva. Es un océano lleno de vida. Es agua sin la cual no existiríamos.
      Esas pequeñas manchas verdes, tan escasas en la superficie azul, son en realidad vida: los bosques boreales, la selva del Amazonas, las sabanas africanas, los manglares costeros. Pasa como una película por mi mente donde veo las inmensas sequoias, los helechos frondosos, el césped mullido, las orquídeas, el musgo. Una variedad casi imposible de plantas.
      Me puse a detallarla. Es posible identificar los continentes, pero no hay fronteras, no hay países, no hay diferencias. Y entendí que no hay dos tierras, una para los ricos y otra para los pobres. Es sólo una. Lo que unos pocos hacen, lo sufrimos todos. No hay veinte tierras: una para los blancos y otra para los negros, los mestizos, los hispanos, los indios, los indígenas, los asiáticos y cada uno de los tonos posibles. Vista desde aquí ¡es tan pequeña! Y en miles de kilómetros alrededor no hay ningún planeta parecido. Estamos todos juntos en esto. Es la única Tierra.
      De pronto, no sé por qué, me acorde de cuando mi tío Osvaldo se accidentó en la finca. Toda la familia estaba en la ciudad y allá en el pueblo dónde él estaba se necesitaba sangre O+ para poder hacerle una transfusión. No había suficientes reservas en el hospital, pero un enfermero se ofreció a donar la suya. Recuerdo el alivio de mi abuelo y de toda la familia, excepto mi abuela, que estaba escandalizada porque le iban a poner a Osvaldito sangre de negro. Pues mi abuela tenía su manera de levantar la nariz frente a los que tuvieran la piel un grado más oscura que la suya, que no era alabastro, ni mucho menos. Y mi abuelo con su vozarrón de general en guerra le grito:“cállate mujer, es la vida de Osvaldo la que está en juego, no esas estúpidas colchas de croché de las remilgadas Damas del Sagrado Corazón por los Pobres, que creen que se entecan si las tocan las negras”. Y mi abuela, ofendida, torció la boca. Y la siguió torciendo incluso cuando Osvaldo volvió a ser el mismo, completamente recuperado.
      Entonces entendí porqué ese recuerdo me visita en este instante. Es como ver esas fotos digitales que se pueden agrandar cada vez más y se ve una persona y mucho más pequeño, un insecto, una célula, un átomo, una partícula. Y luego se puede alejar digitalmente la imagen y se ve un edificio, una ciudad, un continente, el planeta, la galaxia, el universo… La realidad está formada por tantos niveles y sólo en uno de ellos, somos diferentes. La piel es un accidente sin consecuencias. En todos los demás niveles somos un conjunto de partículas o somos apenas las pequeñas partículas dentro de la infinitud del universo.
      George volvió a chocarme, esta vez sin tanto impulso y agarrado a mi brazo se quedó conmigo contemplando el paisaje. Sacó su cámara y, girándome, tomó una foto de los dos, con la tierra al fondo. Luego escuché su voz metálica pero inconfundible que decía dentro de mi casco: “He aquí una foto de toda la humanidad”, y Anthony desde el Soyuz protestó en mis audífonos “Hey ¿y yo qué?”.

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Piel de gato

Para este mes, un cuento extenso de la escritora estadounidense Kelly Link (1969). También editora (fundó la Small Beer Press, de las editoriales más destacadas de su ramo), Link es una de las cuentistas más interesantes entre las que se dedican hoy a la imaginación fantástica y ha sido premiada en varias ocasiones. Su libro más reciente, Get in Trouble (2016), fue finalista del Premio Pultizer.
      «Catskin», narración que da vuelta de modo inquietante a una larga tradición de cuentos, apareció en la antología McSweeney’s Mammoth Treasury of Thrilling Tales (2003) y posteriormente en una colección de Link en solitario: Magic for Beginners (2005). La traducción proviene de la antología Espectacular de cuentos (2015-16), publicada por Castillo, y es de Raquel Castro.

Kelly Link
Kelly Link (fuente)

PIEL DE GATO
Kelly Link

Los gatos entraban y salían de la casa de la bruja durante todo el día. Las ventanas estaban siempre abiertas, y las puertas, y además había otras puertas, privadas, del tamaño de un gato, en las paredes y en el ático. Los gatos eran grandes y elegantes y silenciosos. Nadie sabía sus nombres, si es que tenían nombres, a excepción de la bruja.
      Algunos de los gatos eran de color crema y otros eran atigrados. Los había negros como la noche. Eran cómplices de la bruja. Algunos llegaban a la habitación de la bruja con cosas vivas en el hocico. Cuando salían de nuevo, sus hocicos estaban vacíos.
      Los gatos trotaban, se escabullían, saltaban y se agazapaban. Estaban ocupados. Sus movimientos eran felinos, o tal vez como el mecanismo de un reloj. Sus colas se crispaban como péndulos peludos. Los gatos no prestaban atención a los hijos de la bruja.

En ese entonces, la bruja tenía tres hijos vivos, aunque en alguna ocasión había tenido docenas, tal vez más. Nadie –no la bruja, desde luego– se había molestado nunca en llevar la cuenta. Pero aquella vez la casa se había retacado de gatos y bebés.
      Ahora bien, las brujas no pueden tener hijos en el estilo habitual porque sus entrañas están llenas de paja o de ladrillos o de piedras, y cuando dan a luz, paren conejos, gatitos, renacuajos, casas, vestidos de seda; pero a pesar de ello incluso las brujas deben tener herederos y desean ser madres. Así, la bruja había obtenido sus hijos por otros medios: los había robado o comprado o los había fabricado ella misma.
      Le gustaban especialmente los niños con el pelo de un cierto tono rojo. Nunca había sido capaz de tolerar a los gemelos (le parecían un tipo impropio de magia), aunque en ocasiones había intentado armar conjuntos de niños a juego, como si estuviera armando un juego de ajedrez y no una familia. Si dijéramos las piezas de ajedrez de una bruja, en lugar de la familia de una bruja, algo habría de cierto. Quizá tenga algo de cierto también en el caso de otras familias.
      La bruja cultivó una niña en su muslo, como si fuera un quiste. A otros niños los había creado a partir de cosas de su jardín o de pedazos de basura que los gatos le llevaron: papel de aluminio con hilos de grasa de pollo aún encostrados, televisores rotos, cajas de cartón que los vecinos habían desechado. Siempre había sido una bruja ahorrativa.
      Algunos de esos niños habían huido y otros habían muerto. A algunos simplemente los había extraviado, o los había olvidado por accidente en un autobús. Ojalá que estos niños después hayan sido adoptados por buenas familias, o que hayan vuelto a reunirse con sus verdaderos padres. Si estás buscando un final feliz en esta historia, tal vez deberías dejar de leer aquí e imaginarte a esos niños, a esos padres, sus reencuentros.

¿Todavía estás leyendo? La bruja, en su habitación, estaba muriendo. Había sido envenenada por un enemigo, un brujo llamado Ausencia. Finn, el niño que había sido su catador de alimentos, había muerto primero, lo mismo que tres gatos que habían lamido su plato hasta dejarlo limpio. La bruja sabía quién la había matado y había arrebatado trocitos al tiempo, aquí y allá, desde su agonía, para vengarse. Una vez que la cuestión de esta venganza quedó resuelta a su satisfacción, urdida como una madeja de negro hilo dentro de su cabeza, comenzó a dividir su herencia entre sus tres hijos restantes.
      Tenía manchas de vómito pegadas a las comisuras de su boca, y había una palangana al pie de la cama, llena de un líquido negro. La habitación olía a orina de gato y cerillos mojados. La bruja jadeaba como si estuviera dando a luz a su propia muerte.
      —Flora se quedará con mi automóvil —dijo— y también con mi bolso, que nunca estará vacío, siempre y cuando dejes siempre una moneda en el fondo, mi adorada, mi derrochadora, mi manirrota, mi gota de veneno, mi linda, linda, Flora. Y cuando yo haya muerto, toma la carretera que pasa junto a la casa y ve al oeste. Ese es mi último consejo para ti.

Flora, que era la mayor de los hijos vivos de la bruja, era pelirroja y elegante. Había estado esperando la muerte de la bruja por un largo tiempo, pero había sido paciente. Besó la mejilla de la bruja y le dijo:
      —Gracias, Madre.
      La bruja la miró, jadeando. Podía ver la vida de Flora, extendida ante ella, plana como un mapa. Tal vez todas las madres pueden ver tan lejos.
      —Jack, mi amor, mi nido de pájaro, mi mordida, mi residuo de atole —dijo la bruja—, te quedarás con mis libros. No los voy a necesitar en el lugar a donde voy. Y cuando salgas de esta casa, camina derecho hacia el este y nunca sufrirás más de lo que sufres ahora.
      Jack, que alguna vez había sido un pequeño paquete de plumas y ramitas y cáscara de huevo, todo atado con un jirón de cuerda, era un muchacho robusto, casi adulto. Sólo los gatos sabían si Jack sabía leer. Pero él asintió con la cabeza y besó a su madre, un beso en cada ojo expectante y uno en sus labios grises.
      —Y ¿qué voy a dejar a mi niño, Chico? —dijo la bruja, convulsa. Devolvió el estómago de nuevo en la palangana. Algunos gatos llegaron corriendo y se asomaron por el borde del recipiente para inspeccionar su vómito. La mano de la bruja se clavó en la pierna de Chico.
      —Ay, es duro, duro, muy duro para una madre dejar a sus hijos (aunque he hecho cosas más difíciles). Los niños necesitan una madre, aunque sea una como yo lo he sido —dijo y se enjugó los ojos, a pesar de que es un hecho que las brujas no pueden llorar.
      Chico, quien aún dormía en la cama de la bruja, era el más chico de sus hijos (tal vez no tan chico como te imaginas). Él estaba sentado en la cama, y si no lloraba era sólo porque los hijos de las brujas no tienen a nadie que les enseñe cómo hacerlo. Su corazón se rompía.
      Chico sabía hacer malabares y cantaba muy bien. Todas las mañanas cepillaba y trenzaba el largo y sedoso cabello de la bruja. Seguramente toda madre desea un hijo como Chico, un tierno muchachito de pelo rizado, de aliento dulce y corazón tierno como Chico, capaz de cocinar un buen omelet y con una hermosa, fuerte voz para cantar, así como una mano suave para usar el cepillo.
      —Madre —dijo—, si tienes que morir, entonces debes morir. Y si no puedo ir contigo, entonces voy a hacer mi mejor esfuerzo para vivir y que te sientas orgullosa de mí. Déjame tu cepillo para que te recuerde, e iré a hacer mi propio camino en el mundo.
      —Tendrás mi cepillo, entonces —dijo la bruja a Chico, mirándolo y jadeando, jadeando—. Y te quiero más que a todos. Tendrás también mi caja de yesca y mis cerillos, y también mi venganza, y harás que me sienta orgullosa, o no conozco a mis propios hijos.
      —¿Qué hacemos con la casa, madre? —preguntó Jack. Lo dijo como si no le importara.
      —Cuando haya muerto —respondió la bruja— esta casa no será de utilidad para nadie. La di a luz hace mucho tiempo y la crié desde que era sólo una casa de muñecas. Ay, era la más querida, la más adorable casa de muñecas del mundo. Tenía ocho habitaciones y un techo de hojalata, y una escalera que no iba a ninguna parte. Pero la amamanté y la arrullé para que conciliara el sueño en su cunita, y creció hasta ser una casa de verdad, y mira cómo me ha cuidado a mí, su progenitora, cómo sabe el deber de una hija con su madre. Y quizá puedes ver cómo está ahora, cómo suspira, cómo se enferma cada vez más por verme morir así. Déjensela a los gatos. Ellos sabrán qué hacer con ella.

Durante todo este tiempo, los gatos han estado corriendo dentro y fuera de la habitación, llevando y trayendo cosas. Parecería que nunca van a bajar la velocidad, a descansar, a tomar una siesta, que nunca van a tener tiempo para dormir o morir o incluso para llevar luto. Su actitud es de propietarios, como si la casa ya fuera de ellos.

La bruja vomita barro, pelaje, botones de cristal, soldados de plomo, paletas, alfileres de sombrero, clavos, cartas de amor (con la dirección mal escrita o enviadas sin la cantidad adecuada de timbres y, por lo tanto, nunca leídas) y una docena de regimientos de hormigas rojas, cada una del tamaño de un frijol. Las hormigas nadan a través de la peligrosa, apestosa palangana, trepan por sus orillas y marchan por el piso en una línea apretada como un cordón engrasado. En sus mandíbulas remolcan trozos de tiempo. El tiempo es pesado, incluso en pedazos tan pequeños, pero las hormigas tienen mandíbulas y patas fuertes. Atraviesan la habitación y llegan hasta la pared, y salen por la ventana. Los gatos miran, pero no interfieren. La bruja jadea, tose y luego se queda quieta. Sus manos golpean contra la cama una vez y luego se detienen. Aun así sus hijos esperan un rato, para asegurarse de que está muerta y de que ya no tiene nada más que decir.
      En la casa de la bruja, los muertos a veces son muy parlanchines.
      Pero la bruja no tiene nada más que decir en este momento.
      La casa gime y todos los gatos comienzan a maullar lastimeramente, trotando dentro y fuera de la habitación como si hubieran perdido algo y tuvieran que ir a cazarlo; pero nunca van a encontrarlo. Y los niños, por fin, descubren que sí saben llorar, pero la bruja está completamente quieta y en silencio. Hay una pequeña sonrisa en su rostro, como si todo hubiera sucedido exactamente a su gusto. O tal vez ella está ansiosa de que ocurra la siguiente parte de la historia.

Los hijos de la bruja metieron a su madre en una de sus casas de muñecas a medio crecer. La apretujaron en la sala de la planta baja y tiraron las paredes internas de modo que su cabeza descansara sobre la mesa de la cocina, en el rincón del desayunador, y enroscaron sus tobillos a través de la puerta de un dormitorio. Chico le cepilló el cabello y, como no estaba seguro de qué ropa debería llevar ahora que estaba muerta, le puso toda su ropa, una prenda sobre otra, hasta que apenas era posible ver sus piernas blancas debajo de la pila de las crinolinas, los abrigos y vestidos. No importaba: una vez que clavaron de nuevo la casa de muñecas para cerrarla, todo lo que se podía ver era la coronilla roja por la ventana de la cocina y los tacones gastados de sus zapatos de baile apretados contra los postigos de la ventana de la habitación.
      Jack, que era muy hábil, aparejó un conjunto de ruedas para la casa de muñecas y un arnés para que pudieran jalarla. Le pusieron el arnés a Chico y él jalaba y Flora empujaba, mientras Jack le hablaba a la casa, convenciéndola de avanzar sobre la colina hasta el cementerio, y los gatos corrían junto a ellos.

Los gatos están empezando a verse un poco descuidados, como si estuvieran mudando pelaje. Sus hocicos se ven muy vacíos. Las hormigas han marchado lejos, a través de los bosques, y a la ciudad, y han construido, con los trozos de tiempo que se llevaron, un nido en tu patio. Y si sostienes una lupa sobre el nido, para ver cómo las hormigas bailan y se queman, el tiempo arderá en llamas y lo vas a lamentar.

Afuera de la entrada del cementerio, los gatos habían estado cavando una tumba para la bruja. Los niños metieron en ella la casa de muñecas, la ventana de la cocina por delante. Pero entonces descubrieron que la tumba no era lo suficientemente profunda, y la casa se quedó ahí, ladeada, con apariencia de estar muy incómoda. Chico comenzó a llorar (ahora que había aprendido, parecía que iba a pasar todo su tiempo practicando), pensando en lo horrible que sería pasar la propia muerte, toda la eternidad, cabeza abajo y ni siquiera correctamente enterrado, sin poder siquiera sentir la lluvia cuando cayera a plomo sobre las tejas expuestas de la casa, y se filtrara hacia abajo y llenara su boca y le ahogara, por lo que habría que morir de nuevo cada vez que lloviera.
      La chimenea de la casa de muñecas se había desprendido y cayó al suelo. Uno de los gatos la recogió y se la llevó, como un recuerdito. El gato se llevó la chimenea al bosque y ahí se la comió, un bocado a la vez, y así salió de esta historia para entrar en otra. No es asunto nuestro.
      Los otros gatos comenzaron a transportar bocados de tierra, soltándola y amontonándola con sus patas alrededor de la casa. Los niños ayudaron y cuando terminaron se las arreglaron para enterrar a la bruja correctamente, de tal modo que sólo la ventana de la habitación era visible, un pequeño panel de vidrio como un ojo en la cima de una pequeña colina de tierra.
      De camino a casa, Flora comenzó a coquetear con Jack. Tal vez le gustó cómo se veía él vestido de luto. Hablaron de lo que planeaban ser, ahora que eran adultos. Flora quería encontrar a sus padres. Era una chica bonita: alguien querría cuidar de ella. Jack dijo que le gustaría casarse con una mujer rica. Comenzaron a hacer planes.
      Chico caminaba un poco más atrás, con los gatos atravesándose entre sus pies, haciéndolo tropezar. Traía el cepillo de la bruja en el bolsillo y, para buscar alivio, sus dedos se deslizaron alrededor del mango con forma de cuerno.
      La casa, cuando llegaron, tenía una apariencia peligrosa y desconsolada, como si estuviera empezando a dejarse caer. Flora y Jack prefirieron no entrar. Abrazaron a Chico con cariño y lo invitaron a irse con ellos. Él hubiera querido, pero ¿quién se quedaría a cuidar de los gatos de la bruja, de su venganza? Así que él sólo miró cómo se alejaban juntos. Se fueron al norte. ¿Qué hijo ha seguido el consejo de una madre alguna vez?

Jack ni siquiera se ha molestado en llevar consigo la biblioteca de la bruja: dice que no hay espacio en la cajuela para todo. Él va a depender de Flora y su bolso mágico.

Chico se sentó en el jardín y cuando le dio hambre comió tallos de hierba, y fingió que la hierba era pan, leche y pastel de chocolate. Bebió de la manguera del jardín. Cuando empezó a oscurecer, estaba más solo de lo que jamás había estado en su vida. Los gatos de la bruja no eran buena compañía. Él no les decía nada y ellos no tenían nada que decirle acerca de la casa, del futuro, de la venganza de la bruja o de dónde se suponía que debía dormir. Él nunca había dormido en otro sitio que no fuera la cama de la bruja, así que, al final, volvió sobre la colina y regresó al cementerio.
      Algunos de los gatos todavía andaban subiendo y bajando de la tumba, cubriendo la base del montículo con hojas y hierba y plumas, y hasta con sus propios pelos sueltos. Era una especie de nido suave, ideal para recostarse. Los gatos todavía estaban ocupados cuando Chico se quedó dormido (los gatos siempre están ocupados), la mejilla apretada contra el frío cristal de la ventana de la habitación, la mano en el bolsillo cerrada sobre el cepillo. Pero cuando se despertó a mitad de la noche estaba cubierto de la cabeza a los pies por tibios cuerpos de gato con olor a hierba.

Una cola está enroscada alrededor de su barbilla como si fuera una cuerda, y todos los cuerpos respiran suavemente, bigotes y patas sacudiéndose, vientres sedosos subiendo y bajando. Todos los gatos duermen un sueño exhausto, profundo, a excepción de una gata blanca que se sienta cerca de su cabeza, mirándolo fijamente. Chico nunca ha visto antes a esta gata, y sin embargo la conoce del modo en que conoces a la gente que te visita en sueños: toda ella es blanca, a excepción de mechones y toques rojizos en las orejas, la cola y las patas, como si alguien le hubiera bordado con fuego los bordes.
      —¿Cómo te llamas? —pregunta Chico. Él nunca antes ha hablado con los gatos de la bruja.
      La gata levanta una pata trasera y se lame sus partes privadas. Entonces lo mira de nuevo.
      —Puedes llamarme Madre —le dice.
      Pero Chico niega con la cabeza. No puede llamarla así. Debajo de la manta de gatos, bajo el cristal de la ventana, el tacón de la bruja se baña de luz de luna.
      —Muy bien. Entonces llámame Venganza de la Bruja —dice la gata. Su hocico no se mueve, pero Chico la escucha dentro de su cabeza. Su voz es peluda y aguda, como una manta hecha de agujas—. Y cepilla mi pelaje.
      Chico se sienta, desplazando a los gatos dormidos, y saca el cepillo de la bolsa del pantalón. Las cerdas le han dejado marcadas hileras de pequeños puntos en la palma de la mano, como una especie de código. Si pudiera leer el código, diría: Cepilla mi pelaje.
      Chico cepilla a Venganza de la Bruja. En su pelaje hay tierra de tumba y una o dos hormigas rojas, que caen y se escabullen. Venganza de la Bruja inclina la cabeza hacia el suelo y aprisiona a las hormigas en su hocico. El montón de gatos alrededor de ellos comienza a bostezar y estirarse. Hay cosas que hacer.
      —Tienes que quemar la casa —dice Venganza de la Bruja—. Eso es lo primero.
El cepillo de Chico da con un nudo, y Venganza de la Bruja se da vuelta y lo muerde levemente en la muñeca. Entonces le lame en la zona blanda que hay entre el pulgar y el índice.
      —Suficiente —dice ella—. Tenemos trabajo que hacer.
      Así que todos van de nuevo a la casa, Chico tropezando en la oscuridad, alejándose más y más de la tumba de la bruja, los gatos trotando a su paso, los ojos encendidos como antorchas, palitos y ramas en el hocico, como si planearan construir una nido, una canoa, una valla para mantener el mundo afuera. La casa, cuando llegan, está llena de luces, y más gatos y pilas de yesca. La casa está haciendo un ruido, como un instrumento musical sobre el que alguien estuviera respirando. Chico se da cuenta de que todos los gatos están maullando sin parar, entrando y saliendo, en busca de más leña. Venganza de la Bruja dice:
      —Primero que nada, debemos trabar todas las puertas.
      Chico cierra todas las puertas y ventanas en el primer piso, dejando abierta sólo la puerta de la cocina, y Venganza de la Bruja corre los pasadores de las puertas secretas, las puertas de gato, las puertas en el ático, las de arriba en el techo y las del sótano. Ni una sola puerta secreta se queda abierta. Ahora todo el ruido está dentro de la casa y sólo Chico y Venganza de la Bruja se encuentran afuera.
      Todos los gatos han colado en la casa por la puerta de la cocina. No hay ni un solo gato en el jardín. Chico puede ver a los gatos de la bruja a través de las ventanas, apilando sus montones de ramitas. Venganza de la Bruja se sienta a su lado, observando.
      —Ahora se enciende un fósforo y échalo dentro —dice Venganza de la Bruja.
Chico prende un cerillo. Lo avienta dentro de la casa. ¿A qué niño no le encanta iniciar un incendio?
      —Ahora cierra la puerta de la cocina —dice Venganza de la Bruja, pero Chico no puede hacer eso: todos los gatos están dentro.
      Venganza de la Bruja se levanta sobre sus patas traseras y cierra de un empujón la puerta de la cocina. En el interior, el fósforo encendido inicia un fuego que corre a lo largo del piso y las paredes de la cocina. Los gatos arden y corren a las otras habitaciones de la casa. Chico puede verlo todo a través de las ventanas. Se para con la cara contra el cristal, que está frío, y luego tibio, y luego caliente. Los gatos en llamas, con ramas ardientes en sus hocicos, se empujan contra la puerta de la cocina y las otras puertas de la casa, pero todas las puertas están cerradas. Chico y Venganza de la Bruja se paran en medio del jardín y miran cómo la casa de la bruja y los libros de la bruja y los muebles de la bruja y las ollas de cocina de la bruja y los gatos de la bruja, sus gatos, también, todos sus gatos se queman.

Tú nunca debes quemar una casa. Nunca debes prender un gato en llamas. Nunca debes quedarte parado, mirando, sin hacer nada mientras una casa se ??está quemando. Nunca debes debe escuchar a un gato que te diga que hagas cualquiera de estas cosas. Debes, en cambio, escuchar a tu madre cuando te diga que dejes de estar mirando, que vayas a la cama, que es hora de dormir. Debes escuchar a la venganza de tu madre.

Tú nunca debes envenenar a una bruja.

Por la mañana, Chico despertó en el jardín. El hollín lo cubría con una manta grasienta. Sobre su pecho, Venganza de la Bruja estaba acurrucada, durmiendo. La casa de la bruja seguía en pie, pero las ventanas se había derretido y habían arruinado las paredes.
      Venganza de la Bruja se despertó, se estiró y bañó a Chico a lengüetazos con su pequeña lengua de piel de tiburón. Luego le exigió que la cepillara. Después de eso entró a la casa y salió con un bultito que colgaba de su hocico, sin huesos, como un gatito.

Chico se percata de que es una piel de gato, sólo que ya no hay un gato dentro de ella. Venganza de la Bruja le deja caer la piel de gato sobre el regazo.

Chico recogió la piel y algo brillante cayó de ella al piso. Era una pieza de oro, sucia, llena de grasa resbaladiza. Venganza de la Bruja sacó docenas y docenas de pieles de gato, y en cada una había una moneda de oro. Mientras Chico contaba su fortuna, Venganza de la Bruja se arrancó de un mordisco una uña y sacó de entre las cerdas del cepillo un largo cabello de bruja. Se sentó en la hierba, como un sastre, con las patas cruzadas, y comenzó a coser las pieles de gatos para hacer una bolsa.
      Chico se estremeció. Lo único que había para desayunar era pasto, pero estaba negro y quemado.
      —¿Tienes frío? —preguntó Venganza de la Bruja. Puso la bolsa a un lado y cogió otra piel de gato, una negra, muy bonita. Sacó una de sus filosas uñas y con ella cortó la piel por la mitad—. Te haremos un traje calientito.
      La gata usó la zalea de un gato negro, y la zalea de un gato atigrado, y puso un ribete de pelaje a rayas grises y blancas alrededor de las garras.
      Mientras lo hacía dijo a Chico:
      —¿Sabías que una vez hubo una batalla, librada en este mismo terreno?
      Chico negó con la cabeza.
      —Dondequiera que haya un jardín —dijo Venganza de la Bruja, rascando la tierra con una pata— hay gente enterrada, te lo prometo. Mira aquí.
      La gata sacó con el hocico un pequeño objeto de color marrón y lo limpió con la lengua.
      Cuando lo escupió de nuevo, Chico vio que era un botón militar de marfil. Venganza de la Bruja sacó más botones de la tierra (como si los botones de marfil crecieran en la tierra) y los cosió en la piel de gato. Entonces formó una capucha con dos agujeros para los ojos y un conjunto de bigotes finos y cosió cuatro hermosas colas de gato a la espalda del traje, como si la única cola que había ya allí no fuera lo suficientemente buena para Chico. La gata enhebró un cascabel en cada cola.
      —Póntelo— le dijo a Chico.

Chico se metió en el traje y los cascabeles tintinearon. Venganza de la Bruja se rio.
      —Te ves muy bien de gato —le dijo—. Serías el orgullo de cualquier madre.
      El interior del traje es suave y se siente un poco pegajoso al contacto con la piel de Chico. Cuando se pone la capucha, todo desaparece: él sólo puede ver las vívidas esquinas del mundo a través de los agujeros para los ojos (la hierba, el oro, la gata sentada con las patas cruzadas, cosiendo su bolso hecho de pieles) y el aire se filtra al interior a través de las costuras holgadas en las partes en las que la piel se cae y se hunde sobre el pecho y alrededor de los enormes botones. Con su torpe garra sin dedos, Chico sostiene sus colas, como si fuera un puñado de anguilas, y las mece de un lado al otro para escucharlas repicar. El sonido de los cascabeles y el olor a hollín del aire, la tibia viscosidad del traje, la sensación de su nueva piel contra el suelo: Chico se queda dormido y sueña que cientos de hormigas vienen y lo levantan y suavemente lo llevan a la cama.

Cuando Chico se quitó de nuevo la capucha, vio que Venganza de la Bruja había terminado con la aguja y el hilo. Chico ayudó a llenar la bolsa con oro. Venganza de la Bruja se paró sobre sus patas traseras, tomó la bolsa, y la echó sobre su hombro. Las monedas de oro se deslizaban unas contra otras, maullando y siseando. Al paso de la gata, la bolsa se arrastraba sobre la hierba, recogiendo las cenizas y dejando un rastro verde detrás de ella. Venganza de la Bruja caminaba pavoneándose, como si la bolsa no pesara nada.
      Chico se encapuchó de nuevo, se puso a cuatro patas y trotó detrás de Venganza de la Bruja. Dejaron la puerta del jardín abierta y se internaron en el bosque, hacia la casa donde vivía el brujo Ausencia.

El bosque es más chico de lo que solía ser. Chico está creciendo, pero además el bosque se está reduciendo. Han talado árboles. Han levantado casas. Han puesto céspedes en rollos, han construido carreteras. Venganza de la Bruja y Chico caminaban junto a una de ellas. Un autobús escolar pasó a su lado: los niños en el interior miraban por las ventanas y se echaron a reír al ver a Venganza de la Bruja caminando sobre sus patas traseras y, pisándole los talones, a Chico en su disfraz de gato. Chico levantó la cabeza y miró por los agujeros para los ojos después de que pasó el autobús.
      —¿Quién vive en estas casas ?— preguntó a Venganza de la Bruja.
      —Esa es la pregunta equivocada, Chico —contestó Venganza de la Bruja, mirándolo desde arriba sin detenerse.
      —Miau —decía la bolsa de piel de gato—. Tin tin tin.
      —Entonces, ¿cuál es la pregunta correcta? —insistió Chico.
      —Pregúntame quién vive debajo de las casas —dijo Venganza de la Bruja.
      —¿Quién vive debajo de las casas? —preguntó, obediente, Chico.
      —¡Qué buena pregunta! —dijo Venganza de la Bruja—. Verás, no todo el mundo puede parir su propia casa. En vez de eso, la mayor parte de la gente pare niños. Y cuando tienes niños, necesitas casas dónde ponerlos. Así que, niños y casas: la mayor parte de la gente pare a los primeros y tienen que construir las segundas. O sea, construir las casas. Hace mucho tiempo, cuando los hombres y las mujeres iban a construir una casa, primero cavaban un agujero. En ese agujero hacían un pequeño cuarto de madera (una cabañita de un solo cuarto) y robaban o compraban un niño para ponerlo en la casita del agujero, para que viviera allí. Y luego construían su casa sobre la casita.
      —¿Hacían una puerta en la tapa de la casita? —preguntó Chico.
      —No hacían una puerta —dijo Venganza de la Bruja.
      —Pero entonces, ¿cómo salía de ahí la chica o el chico? —preguntó Chico.
      —El chico o la chica se quedaba en esa pequeña casa —dijo Venganza de la Bruja—. Vivían allí toda su vida, y todavía viven ahí, bajo las otras casas donde viven la gente, y la gente que vive en las casas de arriba puede entrar y salir cuando se le antoja, y nunca piensa en que hay pequeñas casas con niños pequeños, sentados en pequeñas habitaciones, bajo sus pies.
      —Pero, ¿qué pasa con las madres y los padres? —preguntó Chico—. ¿Nunca intentaron buscar a esos chicos y chicas?
      —Ah —dijo Venganza de la Bruja—. Algunas veces lo hicieron y otras veces no lo hicieron. Y después de todo, ¿quién vivía debajo de sus propias casas? Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora, cuando construye su casa, la mayor parte de la gente entierra un gato en vez de un niño. Es por eso que llamamos gatos caseros a los gatos. Es por ello que debemos caminar por aquí con cuidado. Como puedes ver, hay casas en construcción en estos rumbos.
      Y vaya que las hay. Venganza de la Bruja y Chico caminan por los claros donde los hombres están cavando pequeños agujeros. Al principio, Chico se quita la capucha y camina en dos pies, y luego se pone la capucha de nuevo, y va a gatas: se encoge y se mueve con tanto sigilo como puede, como un gato. Pero los cascabeles en sus colas rebotan, y las monedas en la bolsa que lleva Venganza de la Bruja hacen tin tin tin, miau, y los hombres dejan de trabajar para verlos pasar.

¿Cuántas brujas hay en el mundo? ¿Alguna vez has visto una? ¿Reconocerías a una bruja o un brujo si lo vieras? Y ¿qué harías en ese caso? Por lo demás, ¿reconoces a un gato en cuanto lo ves? ¿Estás seguro?

Chico siguió a Venganza de la Bruja. Se le hicieron callos en las rodillas y en las yemas de los dedos. Le hubiera gustado cargar a ratos la bolsa, pero era demasiado pesada. ¿Qué tan pesada? Digamos que tú tampoco habrías podido cargarla.
      Se detenían a beber en los arroyos. Por la noche abrían la bolsa de piel de gato y se metían en ella a dormir, y cuando tenían hambre lamían las monedas, que parecían sudar grasa de oro, y siempre parecían tener más grasa. Mientras caminaban, Venganza de la Bruja cantó una canción:

      Yo no tenía madre
      y mi madre no tenía madre
      y su madre no tenía madre
      y su madre no tenía madre
      y su madre no tenía madre
      y tú no tienes una madre
      que te cante
      esta canción.

      Las monedas en la bolsa cantaban también: miau, miau, y los cascabeles en las colas de Chico seguían el ritmo.

Cada noche Chico cepilla la zalea de Venganza de la Bruja. Y cada mañana Venganza de la Bruja lo baña a lengüetazos, sin descuidar los lugares detrás de las orejas y en la parte posterior de las rodillas. Luego el muchacho se pone de nuevo el traje de gato, y ella lo acicala otra vez.

A veces iban por el bosque, y a veces el bosque se convertía en una ciudad, y entonces Venganza de la Bruja le contaba a Chico historias sobre la gente que vivía en las casas, y sobre los niños que vivían en las casas debajo de las casas. Una vez, en el bosque, Venganza de la Bruja le mostró a Chico el lugar donde alguna vez había estado una casa. Ahora sólo estaban las piedras de los cimientos, tapizadas de musgo, y la chimenea, sostenida tan sólo por enroscados tallos de hiedra.
      Venganza de la Bruja dio unos golpecitos en el suelo cubierto de hierba, moviéndose alrededor de los cimientos en el sentido de las agujas del reloj, hasta que ella y Chico escucharon un sonido hueco. Venganza de la Bruja se puso a cuatro patas y comenzó a escarbar el suelo con sus garras y su hocico, hasta que pudieron ver un pequeño techo de madera. Venganza de la Bruja tocó al techito como si fuera una puerta y Chico agitó sus colas.
      —Bueno, Chico —dijo Venganza de la Bruja—, ¿arrancamos el techo y dejamos que el pobre niño se vaya?
      Chico se acercó a rastras hasta el agujero que la gata había hecho. Puso su oído encima y escuchó, pero no oyó nada en absoluto.
      —No hay nadie allí —dijo.
      —Tal vez es tímido —dijo Venganza de la Bruja—. ¿Lo dejamos salir o lo dejamos en paz?
      —¡Dejémoslo salir! —dijo Chico, pero lo que quiso decir fue: «Dejémoslo en paz!». O tal vez él dijo “No lo molestemos” a pesar de que significaba lo contrario a lo que quería decir. Venganza de la Bruja lo miró, y entonces Chico creyó oír algo muy débil, por debajo de él, donde se había quedado en cuclillas, congelado: un arañazo en el sucio techo enterrado.
      Chico se alejó de un brinco. Venganza de la Bruja cogió una piedra y golpeó con ella el techo, abriéndolo. Cuando se asomaron dentro, no había nada excepto oscuridad y un olor débil. Esperaron, sentados en el suelo, para ver lo que podría salir, pero nada salió. Después de un tiempo, Venganza de la Bruja cogió su bolsa de piel de gato y se pusieron en marcha de nuevo.
      Durante varias noches después de eso, Chico soñó que alguien, o algo, los seguía. Era algo pequeño y delgado y pálido y frío y sucio y lleno de miedo. Una noche ese algo se alejó de ellos, arrastrándose, y Chico nunca supo dónde fue. Pero si fueras a esa parte del bosque, donde Venganza de la Bruja y Chico se sentaron y esperaron junto a los cimientos de piedra, tal vez te encontrarías con la cosa que ellos dejaron libre.

Nadie sabía el motivo de la disputa entre la bruja madre de Chico y el brujo Ausencia, aunque la bruja madre de Chico había muerto por ello. El brujo Ausencia era un hombre guapo y amaba tiernamente a sus hijos. Él los había robado de las cunas y camas de los palacios y casas solariegas y harenes. Vestía a sus hijos con ropajes de seda, como correspondía a su condición, y los hacía llevar coronas de oro y comer en platos de oro. También bebían de tazas de oro. A los hijos de Ausencia, se decía, no les faltó nunca nada.
      Tal vez el brujo Ausencia había hecho algún comentario sobre la forma en que la bruja madre de Chico estaba criando a sus hijos, o tal vez la bruja madre de Chico se había jactado del pelo rojo de sus hijos. Pero podría haber sido otra cosa. Los brujos son orgullosos y les gusta pelear.
      Cuando Chico y Venganza de la Bruja llegaron por fin a la casa del Brujo Ausencia, Venganza de la Bruja dijo a Chico:
      —¡Mira esta monstruosidad! He hecho caquitas más bonitas y las enterré bajo las hojas. Y el olor, ¡como una alcantarilla abierta! ¿Cómo pueden soportar el hedor sus vecinos?
      Los hombres brujos no tienen útero, y deben conseguir sus casas de otras maneras, o bien comprárselas a las mujeres brujas. Pero Chico pensó que era una muy buena casa. Había un príncipe o una princesa en cada ventana, la mirada fija en él, que estaba sentado en cuclillas en el camino de entrada, al lado de Venganza de la Bruja. No dijo nada, pero en ese momento extrañó a sus hermanos y hermanas.
      —Vamos —dijo Venganza de la Bruja—. Nos alejaremos un poco y esperamos a que el brujo Ausencia regrese a casa.
      Chico siguió a Venganza de la Bruja de nuevo al bosque y, en un momento, dos de las hijas del brujo Ausencia salieron de la casa, llevando cestas hechas de oro. Entraron en el bosque y comenzaron a recoger moras.
      Venganza de la Bruja y Chico se escondieron en el zarzal a mirarlas.
      Chico pensaba en sus hermanos y hermanas. Pensaba en el sabor de las moras, la sensación de tenerlas en la boca, que no era para nada como el sabor de la grasa. Al fondo del zarzal, con la capucha de su traje de gato echada hacia atrás, presionó su cara contra una zarza y una mora quedó descansando sobre sus labios. El viento se colaba entre el brezal y erizaba su zalea y le ponía la piel chinita debajo de la zalea.
      Venganza de la Bruja se acurrucó contra la espalda de Chico y se puso a lamer un bultito de pelo anudado del traje de piel de gato. Las princesas cantaban.
      Chico decidió que iba a vivir en el brezo con Venganza de la Bruja. Vivirían entre las bayas y espiarían a los niños que vinieron a recogerlas, y Venganza de la Bruja se cambiaría de nombre. La palabra madre estaba en su boca junto con el dulce sabor de las moras.
      —Ahora sal —dijo Venganza de la Bruja—, y pórtate como un gatito. Sé juguetón. Persigue tu cola. Sé tímido, pero no demasiado. No hables demasiado. Deja que te acaricien. No las muerdas.
      Venganza de la Bruja empujó a Chico por el trasero y él salió tambaleándose del brezo y cayó a los pies de las hijas del Brujo Ausencia.
      La princesa Georgia dijo:
      —¡Mira! ¡Es un gatito! ¡Qué tierno!
      Su hermana Margaret dudó:
      —Pero tiene cinco colas. Nunca he visto un gato que necesitara tantas. Y su piel tiene botones y ¡es casi de tu tamaño!
      Chico, sin embargo, comenzó a brincar y hacer cabriolas. Agitaba las colas de un lado a otro para hacer sonar los cascabeles y luego fingía que el tintineo lo espantaba. Primero escapaba de sus colas y luego las perseguía. Las dos princesas dejaron sus cestas, medio llenos de moras, y comenzaron a hablarle, diciéndole que era un gatito tonto.
      Al principio Chico no se les acercaba. Pero, poco a poco, fingió que se lo iban ganando. Se dejó acariciar y comió moras que le ofrecieron. Persiguió un listón para el cabello y se estiró para dejar que ellas admiraran los botones de su panza. Los dedos de la princesa Margaret tiraron de su piel y entonces ella deslizó una mano entre la zalea de gato suelta y la piel de niño. Chico le lanzó un zarpazo, y Georgia dijo que todo mundo sabe que a los gatos no les gusta que les acaricien la panza.
      Ya eran buenos amigos en el momento en que Venganza de la Bruja salió del brezo, caminando sobre sus patas traseras y cantó:

      No tengo hijos
      y mis hijos no tienen hijos
      y sus hijos
      no tienen hijos
      y sus hijos
      no tienen bigotes
      ni tienen colas.

      Al verla, las princesas Margaret y Georgia comenzaron a reír y a señalarla. Nunca habían oído cantar a un gato ni habían visto a uno caminar sobre sus patas traseras. Chico azotó sus cinco colas con fuerza y toda la zalea se erizó en su espalda arqueada, y él se echó a reír también.
      Cuando regresaron del bosque, con sus cestas llenas de moras, Chico las seguía, jugando a acechar sus talones, y Venganza de la Bruja caminaba justo detrás de ellos. Pero dejó la bolsa de oro escondida en el zarzal.

Esa noche, cuando el Brujo Ausencia llegó a casa, traía montones de regalos para sus hijos. Uno de sus hijos corrió a su encuentro en la puerta y le dijo:
      —¡Ven y mira lo que encontraron Margaret y Georgia en el bosque! ¿Nos los podemos quedar?
      Y sus hijos e hijas no habían puesto la mesa para la cena ni se habían sentado a hacer sus tareas, y en la sala del trono del Brujo Ausencia había un gato con cinco colas, girando en círculos, mientras que una segunda gata estaba impúdicamente sentada en su trono, y cantaba:

      ¡Sí!
      La casa de tu padre
      es la más brillante
      la más parda y más grande
      la más cara
      la casa
      de mejor y más dulce olor
      que haya salido
      alguna vez
      ¡del trasero de alguien!

      Los hijos del Brujo Ausencia empezaron a reírse de esto, hasta que vieron al brujo, su padre, de pie junto a ellos. Entonces se quedaron en silencio. Chico dejó de girar.
      —¡Tú! —bramó el Brujo Ausencia.
      —¡Yo! —respondió Venganza de la Bruja, y saltó del trono.
      Antes de que nadie supiera qué estaba pasando, las mandíbulas de la gata estaban prensadas sobre el cuello del Brujo Ausencia, y luego le abrieron la garganta. Ausencia abrió la boca para hablar pero sólo salió sangre, haciendo que la piel de Venganza de la Bruja quedara roja en vez de blanca. El Brujo Ausencia cayó muerto, y del agujero de su cuello y de su boca salieron hormigas rojas, marchando, con trozos de Tiempo atrapados en sus mandíbulas con tanta fuerza como las de Venganza de la Bruja se habían cerrado sobre la garganta de Ausencia. Pero la gata soltó a Ausencia y lo dejó tendido en su sangre en el suelo, y cogió las hormigas y se las comió, rápidamente, como si hubiera pasado hambre durante mucho tiempo.
      Mientras esto ocurría, los hijos del Brujo Ausencia se pararon y miraron y no hicieron nada. Chico se sentó en el suelo, con las colas enroscadas sobre sus patas. Los niños, todos ellos, siguieron ahí, sin hacer nada. Estaban demasiado sorprendidos. Venganza de la Bruja, con la panza llena de hormigas, con la boca manchada de sangre, se levantó y los examinó.
      —Ve y tráeme la bolsa de piel de gato —dijo a Chico.
      Chico descubrió que podía moverse. Alrededor de él, los príncipes y princesas seguían absolutamente inmóviles. Venganza de la Bruja los mantenía quietos con su mirada.
      —Voy a necesitar ayuda —dijo Chico—. La bolsa es demasiado pesada para mí solo.
      Venganza de la Bruja bostezó. Se lamió una pata y empezó a limpiarse con ella el hocico. Chico se quedó ahí, de pie.
      —Está bien —dijo Venganza de la Bruja—. Lleva contigo a esas dos muchachas grandes y fuertes, las princesas Margaret y Georgia. Ellas conocen el camino.
      Las princesas Margaret y Georgia pudieron moverse de nuevo y comenzaron a temblar. Se armaron de valor y salieron del cuarto del trono con Chico, tomadas de la mano, sin mirar el cuerpo de su padre, El Brujo Ausencia, y se internaron de nuevo en el bosque.
      Georgia comenzó a llorar, pero la princesa Margaret le dijo a Chico:
      —¡Déjanos ir!
      —¿Y a dónde van a ir? —preguntó Chico—. El mundo es un lugar peligroso. Hay gente mala que las puede lastimar.
      Él se quitó la capucha y la princesa Georgia comenzó a llorar más fuerte.
      —Déjanos ir —dijo la princesa Margaret—. Mis padres son el rey y la reina de un país a tres días de camino desde aquí. Ellos estarán encantados de volver a verme.
      Chico no dijo nada. Llegaron al zarzal y envió a la princesa Georgia a buscar la bolsa de piel de gato. La princesa salió del zarzal rasguñada y sangrando, con la bolsa rota en la mano. Se le había enganchado en las zarzas y se había desgarrado. Las monedas de oro habían ido rodando fuera de la bolsa, como gotas brillantes de grasa, cayendo en el suelo.
      —Su padre mató a mi madre —dijo Chico.
      —Y ese gato, el diablo de tu madre, nos matará a nosotras, o nos hará algo peor —dijo la princesa Margaret—. ¡Déjanos ir!
      Chico levantó la bolsa de piel de gato. Ya no había monedas en ella. La princesa Georgia estaba a cuatro patas, recogiendo monedas y guardándolas en sus bolsillos.
      —¿Era un buen padre? —preguntó Chico.
      —Él creía que sí —dijo la princesa Margaret—. Pero yo no lamento que esté muerto. Cuando sea mayor, voy a ser una reina. Y voy a promulgar una ley para ejecutar a todos los brujos y las brujas de mi reino, y a todos sus gatos también.
      Chico sintió miedo. Tomó la bolsa de piel de gato y corrió de vuelta a la casa del Brujo Ausencia, dejando a las dos princesas en el bosque. Y si encontraron el camino al palacio de los padres de la princesa Margaret, o si cayeron en manos de ladrones, o si se quedaron a vivir en el zarzal; y si la princesa Margaret creció y mantuvieron su promesa y limpió su reino de brujos y gatos, Chico nunca lo supo, ni lo supe yo, ni tampoco lo sabrás tú.

Cuando Chico regresó a la casa del Brujo Ausencia, Venganza de la Bruja se dio cuenta de inmediato de lo que había sucedido.
      —No importa —le dijo.
      No había niños, ni príncipes ni princesas, en la sala del trono. El cuerpo del Brujo Ausencia todavía yacía en el suelo, pero Venganza de la Bruja lo había desollado como a un conejo y había cosido su piel para hacer un costal. El costal se retorcía, moviéndose a un lado y otro, como si en alguna parte de su interior el Brujo Ausencia todavía estuviera vivo. Venganza de la Bruja sostenía el costal de piel de brujo en una pata, y, con la otra, embutía un gato por la boca del saco. El gato gimió ya que estuvo dentro del costal, que estaba lleno de lamentos. Pero los restos del Brujo Ausencia yacían, lánguidos.
      En el suelo, junto al cadáver desollado, había un montoncito de coronas de oro y, suspendidas en una corriente de aire, unas cosas transparentes, delgadas como el papel, volaban por la habitación con rostros sorprendidos. Los gatos se escondían en los rincones y bajo el trono.
      —¡Atrápalos! —dijo Venganza de la Bruja—. Excepto a los tres más bonitos.
      —¿Dónde están los hijos del Brujo Ausencia? —preguntó Chico.
      Venganza de la Bruja asintió mirando a su alrededor.
      —Como puedes ver —dijo—, les quité las pieles a todos. Y todos eran gatos debajo. Son gatos ahora, pero si esperáramos un año o dos, ellos mudarían de piel y se convertirían en algo nuevo. Los niños siempre están creciendo.
      Chico persiguió a los gatos por la habitación. Eran rápidos, pero él lo era más. Eran ágiles, pero él lo era más. Él llevaba más tiempo en su traje de gato. Condujo a los gatos por la habitación, y Venganza de la Bruja los metió en el costal. Al final, sólo quedaban tres gatos en la sala del trono y eran el trío de gatos más bonito que uno pudiera imaginar. El resto de los gatos estaba dentro de la bolsa.
      —Buen trabajo, y muy veloz —dijo Venganza de la Bruja y, con su aguja, cosió el cuello del costal. La piel del Brujo Ausencia le sonrió a Chico, y un gato aprovechó para sacar su cabecita a través de la boca manchada y maulló. Entonces Venganza de la Bruja cosió también la boca de Ausencia y el agujero del otro extremo, aquel por donde había salido la casa. Sólo dejó abiertos los agujeros de las orejas y los ojos, así como las fosas nasales (que estaban llenas de pelo), para que los gatos dentro del costal pudieran respirar.

Venganza de la Bruja se echó el costal por encima del hombro y se levantó.
      —¿A dónde vas? —preguntó Chico.
      —Estos gatos tienen madres y padres —dijo Venganza de la Bruja—. Tienen madres y padres que los extrañan mucho.
      La gata miró fijamente a Chico y él decidió no insistir. Así que esperó en la casa con las dos princesas y el príncipe en sus nuevos trajes de gatos, mientras que Venganza de la Bruja fue al río. O tal vez fue al mercado y ahí los vendió. O quizá llevó a cada gato de nuevo al reino donde había nacido, a su verdadera casa, con sus verdaderos padres. Tal vez no fue tan cuidadosa como para asegurarse de que cada niño fuera devuelto a los padres que le correspondían. Después de todo, ella tenía prisa, de noche todos los gatos son pardos.
      Nadie supo a dónde fue, pero el mercado está más cerca que los palacios de los reyes y reinas cuyos hijos habían sido robados por el Brujo Ausencia, y el río está más cerca todavía.
      Cuando Venganza de la Bruja regresó a la casa de Ausencia, miró a su alrededor. La casa comenzaba a apestar realmente mal e incluso Chico se daba cuenta ahora.
      —Supongo que la princesa Margaret te dejó coger con ella —dijo Venganza de la Bruja como si hubiera estado pensando en eso mientras hacía sus mandados—.Y por eso las dejaste ir. No me importa, era una gatita mona. Capaz que incluso yo la hubiera dejado escapar.
      La gata le sostuvo la mirada a Chico y se dio cuenta de que él estaba confundido.
      —No importa —dijo ella.
      Entre las zarpas, Venganza de la Bruja tenía un cordel y un corcho que había untado con un trozo de grasa que le había cortado al Brujo Ausencia. Atravesó el corcho con el cordel y dijo que era un ratoncito bonito y veloz, y entonces engrasó también el cordel. Luego le dio a comer el resbaloso corcho al gatito atigrado que estaba acurrucado en el regazo de Chico. Cuando recuperó el corcho, volvió a engrasarlo y se lo dio al gatito negro, y luego al de las patitas delanteras blancas, de modo que tuvo a los tres gatos ensartados en el cordel.
      Venganza de la Bruja cosió el desgarrón en la bolsa de piel de gato y Chico metió en ella las coronas de oro. La bolsa pesaba casi tanto como antes. Venganza de la Bruja tomó la bolsa y Chico tomó el cordel engrasado entre los dientes, por lo que cuando salieron de casa de Ausencia los tres gatitos tuvieron que correr detrás de él.

Chico enciende un fósforo, y con él prende en fuego la casa del brujo muerto, Ausencia. Pero el excremento se quema muy despacio, si es que se quema, y la casa podría estar ardiendo todavía, a menos que alguien haya ido a apagarla. Y tal vez, algún día, alguien vaya a buscar peces en el río cerca de la casa y enganche su anzuelo en un costal lleno de príncipes y princesas empapados, apenados y retorciéndose en sus trajes de gato. Esa es una manera de pescar un marido o una esposa.

Chico y Venganza de la Bruja caminaron sin parar con los gatitos detrás de ellos. Caminaron hasta que llegaron a un pequeño pueblo muy cerca de donde había vivido la bruja madre de Chico y allí se instalaron, en una habitación que Venganza de la Bruja le alquiló a un carnicero. Cortaron el cordel engrasado, compraron una jaula y la colgaron de un gancho en la cocina. Pusieron a los tres gatitos en ella, pero Chico compró collares y correas, y de vez en cuando se las ponía a uno de los gatos y lo llevaba a dar un paseo por la ciudad.
      A veces se ponía su propio traje de gato y rondaba por los alrededores, pero Venganza de la Bruja lo regañaba si lo descubría vestido así. Hay modales campiranos y modales citadinos, y Chico era ya un chico de la ciudad.
      Venganza de la Bruja se encargaba de la casa. Hacía el aseo, cocinaba y tendía la cama de Chico por las mañanas. Como buen gato de bruja, siempre estaba atareada. Fundió las coronas de oro en una olla y acuñó monedas con ellas.
      Cuando tenía que salir a algún mandado, usaba un vestido y guantes de seda y se ponía un velo denso, e iba en un hermoso carruaje con Chico a su lado. Abrió una cuenta en un banco, e inscribió a Chico en una academia privada. Compró un terreno para construir una casa, y enviaba al muchacho a la escuela cada mañana, sin importarle cuánto llorara. Pero por la noche ella se quitaba la ropa y dormía en la almohada de Chico y él le peinaba el pelaje de color rojo y blanco.
      Algunas noches ella se retorcía y gemía, y cuando Chico le preguntaba qué pesadilla había tenido, ella le decía:
      —¡Tengo hormigas! ¿Puedes cepillarme para quitármelas? Si me amas, sé rápido y atrápalas.
      Pero nunca hubo hormigas.
      Un día, cuando Chico llegó a casa, ya no estaba el gatito de las patas delanteras blancas. Cuando le preguntó por él a Venganza de la Bruja, ella le dijo que el gatito se había caído de la jaula y por la ventana abierta al jardín y que antes de que ella pudiera reaccionar un cuervo se había abalanzado sobre él y se lo había llevado.
      Unos meses más tarde se mudaron a su nueva casa y Chico siempre tuvo mucho cuidado al entrar y salir, imaginando al gatito, allá abajo, en la oscuridad, bajo el umbral, debajo de su pie.

Chico creció. No tenía amigos en el pueblo ni en la escuela, pero cuando eres lo suficientemente grande, no necesitas amigos.
      Un día, mientras él y Venganza de la Bruja estaban cenando, alguien llamó a la puerta. Cuando Chico abrió, se encontró con Flora y Jack. Flora llevaba un abrigo de segunda mano de color parduzco y Jack lucía más que nunca como un manojo de varitas.
      —Chico —dijo Flora—, ¡qué grande estás!
      Ella se echó a llorar, y retorcía sus hermosas manos.
      Jack dijo, mirando a Venganza de la Bruja:
      —¿Y tú quién eres?
      Venganza de la Bruja le respondió:
       —¿Que quién soy yo? Yo soy uno de los gatos de tu madre, y tú eres un manojo de ramitas secas metido en un traje que te queda enorme. Pero no se lo diré a nadie si tú tampoco lo haces.
      Jack rio por la nariz y Flora dejó de llorar. Ella empezó a examinar la casa, que era soleada y grande y estaba bien amueblada.
      —Hay espacio suficiente para los dos —dijo Venganza de la Bruja—, si Chico no tiene inconveniente.
      Chico pensó que su corazón iba a estallar de felicidad de tener a su familia reunida de nuevo. Llevó a Flora a una habitación de la planta alta y a Jack a otra. Entonces volvieron a bajar y cenaron otra vez. Chico y Venganza de la Bruja escucharon, y los gatos en su jaula colgante también escucharon, mientras que Flora y Jack relataron sus aventuras.
      Un ladrón se había llevado el bolso mágico de Flora, y, tras vender el automóvil de la bruja, perdieron todo el dinero en una partida de cartas. Flora encontró a sus padres, pero eran un par de viejos sinvergüenzas que no le encontraron a su hija ninguna utilidad (ella estaba muy grande como para que la vendieran de nuevo: se habría dado cuenta de inmediato de lo que tramaban). Flora entró a trabajar en una tienda de departamentos y Jack encontró trabajo como taquillero en un cine. Se habían separado y se habían reconciliado, y luego se habían enamorado de otras personas y sufrido muchas decepciones. Finalmente habían decidido ir a la casa de la bruja para ver si podían quedarse a vivir en ella o sacar de ahí alguna cosa de valor que quedara para venderla.
      Pero la casa, por supuesto, se había quemado. Mientras discutían sobre qué hacer a continuación, Jack había olido a Chico, su hermano, en el pueblo. Así que allí estaban.
      —Vivirán aquí, con nosotros —dijo Chico.

      Jack y Flora dijeron que no podían hacer eso. Ellos tenían ambiciones, dijeron. Tenían planes. Se quedarían por una semana o dos, y entonces se irían de nuevo. Venganza de la Bruja asintió y dijo que eso era sensato.
      Todos los días, Chico llegaba de la escuela y volvía a salir, con Flora, en una bicicleta para dos. O se quedaba en casa y Jack le enseñaba a sostener una moneda entre dos dedos y a seguir la bolita, para saber dónde quedaba al pasar de una copa a otra. Venganza de la Bruja les enseñó a jugar bridge, aunque Flora y Jack no podían hacer equipo: peleaban entre ellos como si fueran un matrimonio amargado.
      —¿Qué quieres? —le preguntó Chico a Flora un día. Estaba recargado en ella, deseando ser todavía un gato para poder sentarse en su regazo. Ella olía a secretos—. ¿Por qué te tienes que ir de nuevo?
      Flora acarició la cabeza de Chico y le dijo:
      —¿Qué quiero? Quiero no tener que preocuparme por el dinero. Quiero casarme con un hombre y saber que nunca me va a engañar o a abandonarme.
      Ella miraba a Jack mientras lo decía.
      Jack dijo:
      —Yo quiero una esposa rica que no me esté reclamando cosas todo el tiempo, que no se pase el día metida en la cama, envuelta en las cobijas, llorando y diciéndome que soy un manojo de ramitas.
      Y él miraba a Flora mientras lo decía.
      Venganza de la Bruja dejó el suéter que estaba tejiendo para Chico. Miró a Flora y miró a Jack y luego miró a Chico.
      Chico fue a la cocina y abrió la puerta de la jaula colgante. Sacó a los dos gatos y se los llevó a Flora y Jack.
      —Tengan —dijo—. Un marido para ti, Flora, y una esposa para Jack. Un príncipe y una princesa, ambos hermosos, y bien educados, y acaudalados, eso sin duda.
      Flora tomó en sus manos al gatito y dijo:
      —¡No te burles de mí, Chico! ¿Cómo crees que voy a casarme con un gato?
      Venganza de la Bruja dijo:
      —El truco está en mantener sus trajes de gato en un escondite. Y si se ponen de mal humor o te tratan mal, los metes de nuevo en su piel de gato, la coses, los pones en una bolsa y los echas al río.
      Entonces ella sacó una garra y abrió con ella la piel del traje del gato de color atigrado, y Flora se encontró sosteniendo a un hombre desnudo. Flora gritó y lo dejó en el suelo. Él era un hombre apuesto, guapo, y tenía porte de príncipe. No era un hombre al que alguien pudiera confundir con un gato. Se puso de pie e hizo una reverencia, muy elegante, a pesar de que estaba desnudo. Flora se sonrojó, pero parecía satisfecha.

      —Ve y busca algo de ropa para el príncipe y la princesa —dijo Venganza de la Bruja a Chico. Cuando regresó, había una princesa desnuda escondida detrás del sofá, y Jack la miraba de reojo.
      Unas semanas después de eso, hubo dos bodas. Flora se fue con su nuevo marido y Jack se fue con su nueva esposa. Tal vez vivieron felices para siempre.
      Venganza de la Bruja le dijo a Chico
      —No tenemos ninguna esposa para ti.
      Él se encogió de hombros:
      —Todavía soy muy joven —dijo.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, Chico sigue creciendo. Su espalda apenas cabe en la piel de gato. Los botones se estiran cuando se la abrocha. Su pelaje de adulto –su piel de gente– está saliendo. Por la noche él sueña.
      El tacón del zapato de su madre la bruja pega contra la ventana de vidrio. La princesa está ahorcada en el zarzal. Ella está levantando su vestido, para que pueda verse el pelaje de gato ahí abajo. Ahora ella está debajo de la casa. Ella quiere casarse con él, pero la casa se ??va a derrumbar si él la besa. Él y Flora son niños de nuevo, en la casa de la bruja. Flora se levanta la falda y le dice, ¿ves mis pelos? Hay pelos ahí, de gato, un gato entero, vivo, asomándose, pero no se ve como ningún gato que él haya visto nunca. Él dice a Flora, yo también tengo pelos. Pero no es lo mismo.
      Por fin sabe qué fue lo que pasó con la cosa pequeña, hambrienta, desnuda, que lo estuvo siguiendo en el bosque, por fin sabe a dónde fue. Se metió en su piel de gato, mientras él dormía, y luego se metió más profundo, bajo la piel de Chico, y luego, todavía fría y triste y hambrienta, se acurrucó dentro de su pecho. Se lo está comiendo por dentro, y cada vez crece más, y un día no quedará nada de Chico, sólo quedará eso, un niño hambriento y sin nombre dentro de la piel de Chico.
      Chico gime entre sueños.
      Hay hormigas en la piel de Venganza de la Bruja, y se salen de entre las costuras y marchan entre las sábanas y le muerden por debajo de los brazos y entre las piernas donde le está creciendo pelo, y lastima, duele mucho. Chico sueña que Venganza de la Bruja despierta ahora, y viene y le lame todo el cuerpo, hasta que el dolor se derrite. El cristal de la ventana se derrite. Las hormigas marchan en retirada en su largo cordel engrasado.
      —¿Qué quieres? —le pregunta Venganza de la Bruja.
      Chico ya no está soñando. Él dice:
      —¡Quiero a mi madre!
      La luz de la luna entra por la ventana e ilumina su cama. Venganza de la Bruja se ve muy hermosa en el claro de luna: se ve como una reina, como una daga, como una casa en llamas, como un gato. Su pelaje brilla. Sus bigotes parecen hilo encerado cosido a su cara. Venganza de la Bruja dice:
      —Tu madre está muerta.
      —Quítate la piel —dice Chico. Está llorando y Venganza de la Bruja lame sus lágrimas. La piel de Chico pica por todas partes y debajo de la casa algo pequeño se lamenta—. Devuélveme a mi madre.
      —¿Y si no soy tan hermosa como me recuerdas? —dice su madre, la bruja, Venganza de la Bruja—. Estoy llena de hormigas. Si me quito la piel, todas las hormigas se derramarán, y no quedará nada de mí.
      Chico dice:
      —¿Por qué me dejaste solo?
      Su madre la bruja dice:
      —Nunca te dejé solo, ni siquiera por un minuto. Cosí mi muerte en una piel de gato para poder estar contigo.
      —¡Quítatela! ¡Deja que te vea! —dice Chico.
      Venganza de la Bruja niega con la cabeza y dice:
      —Mañana en la noche. Pídemelo de nuevo, mañana en la noche. ¿Cómo puedes pedirme una cosa así, y cómo puedo yo negártela? ¿Sabes lo que me estás pidiendo que haga?
      Toda la noche, Chico cepilla el pelaje de su madre. Sus dedos buscan las costuras de la piel de gato. Cuando Venganza de la Bruja bosteza, y abre su hocico, él se asoma dentro, con la esperanza de ver el rostro de su madre aunque sea un instante. Mientras tanto, él puede sentir cómo va haciéndose más y más chico. En la mañana será tan pequeño que cuando trate de ponerse su piel de gato, apenas será capaz de abotonarlo. Será tan chiquito que lo podrías confundir con una hormiga; y cuando Venganza de la Bruja bostece, y abra bien grande el hocico, él se escurrirá dentro, bajará hasta su panza, encontrará a su madre. Si es posible, ayudará a su madre a abrir la piel de gato desde dentro para que ella pueda salir de nuevo, y si ella no sale, entonces él tampoco saldrá. Vivirá ahí, del modo en que los marineros a veces viven dentro de un pez que se los ha tragado, y se encargará de los quehaceres dentro de la casa que es la piel de su madre.

Este es el final de la historia. La princesa Margaret crece para mater brujas y gatos. Si no lo hace ella, entonces alguien más tendrá que hacerlo. Las brujas no existen y tampoco existen los gatos. Sólo existen personas vestidas con trajes de piel de gato. Tienen sus razones y ¿quién se atrevería a decirles que no deben vivir de ese modo, felices para siempre, hasta que las hormigas se hayan llevado todo el tiempo que existe, para construir con él algo nuevo y mejor?

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Melodía lúgubre

La escritora y activista estadounidense Grace Paley (1922-2007) publicó relativamente poco –apenas tres libros de cuentos y tres poemarios–, pero fue sumamente celebrada durante su vida y actualmente se le considera una de las maestras del cuento de su país. Interesada en el realismo y lo cotidiano, es una de las mejores representantes de la narrativa que en su día se llamó «minimalista», y en la que los conflictos más desgarradores se muestran siempre en la escala más pequeña posible. El humor con que Paley aborda esas situaciones la separa, sin embargo, de muchos de sus colegas, para los que la «escritura simple» se convierte en una fórmula simplista.
      El cuento «Gloomy Tune», sumamente violento y ligero a la vez, apareció por primera vez en 1962 y fue recogido en el libro Enormes cambios en el último minuto (1974). Esta traducción está tomada de la edición de los Cuentos completos de Paley publicada por Anagrama.
      «Técnicamente, la obra de Grace Paley hace que la novela como forma parezca virtualmente redundante», escribió de ella Angela Carter.

Grace Paley. Dibujo de Kirby Salvador (fuente)

MELODÍA LÚGUBRE
Grace Paley

 
Existe una familia a la que casi todo el mundo conoce. Los niños de esa familia se llaman Bobo, Bibi, Doody, Dodo, Neddy, Yoyo, Butch, Put Put y Beep.
      Hay chicas y chicos.
      Algunas madres contratan como canguros a las chicas. Son mediocres, pero baratas. Los chicos piensan ingresar en el ejército.
      Las dos canguros mayores van a muchas fiestas. A veces, le hacen una paja a un chaval. Les gusta hacerlo.
      Son de mentalidad muy estrecha, jamás se les ocurre una idea. Pero les gusta tener razón. Nunca escuchan las ideas de los demás.
      Uno tras otro, Dodo, Neddy, Yoyo y Put Put sacaron de quicio a las Hermanas del colegio. Ellas tuvieron que renunciar y ellos acabaron en el lugar que les correspondía, por descarados: en la escuela pública.
      Hacia los cuatro años empezaron todos a ser malos y a soltar tacos, y a partir de entonces siguieron progresando por ese camino.
      Primero dijeron coño, después puta, luego mamón. Más tarde, cuando fueron un poco mayores, dijeron cabrón, hijoputa y otras expresiones que prefiero no reproducir.
      La Hermana fue estricta al principio, se mostró muy enfadada y fría como el hielo. Nadie se lo podía reprochar. Ni siquiera era madre, no había tenido hijos, ni nada que se le pareciera.
      Se mostró estricta, y tenía razón al hacerlo. Por supuesto, la verdadera razón de que haya descaro y palabrotas es que no hay un ambiente estricto en casa.
      Luego, la Hermana ensayó también la bondad. Les habló muy afablemente. Dedicó tiempo a sentarse con ellos, sobre todo, con Neddy, que era tan guapo y tan listo, y le ayudó en aritmética.
      Fue buena. Enseñó a Yoyo a jugar a las damas. Pero a él no le interesaba ese juego. Al resultar inútil la bondad, no le quedó más remedio que decir en cada caso: Lo lamento, pero debes irte del colegio, que Dios te ayude. No mereces nuestra educación maravillosa. Hay muchos esperando la oportunidad.
      Fue a ver a su madre, que estaba haciendo la colada con una prisa tremenda antes de irse a trabajar. No sé qué pasa, Hermana, dijo la madre. Andan con esos niños maleducados que han venido a vivir al barrio, ya sabe a qué me refiero.
      Oh, oh, dijo la Hermana, que estaba harta de oír continuamente cotilleos maliciosos, oh, oh, ¿de quién somos hijos nosotros, mi querida señora, todos nosotros?
      La madre no dijo una palabra. Porque sabía que la Hermana no podía entender nada de nada. En fin, la Hermana no sabía lo que era vivir rodeada de gente de todas clases.
      Oh, escuche, Hermana querida, dijo la madre, ¿podría usted vigilarme un poco a Put Put? Bobo vendrá ahora mismo a cuidarle. Ya he llegado cuatro veces tarde al trabajo. No tengo más remedio que irme, bien lo sabe Dios. ¿Por qué diablos tardará tanto esa chica? Usted no se imagina las cosas que pasan hoy día en los institutos. Hermana, sé que tiene usted mucha prisa…
      Bueno, dese prisa, dese prisa, dijo la Hermana, que empezaba a sudar. Oh, cuánto siento lo de Neddy. Y lo de Yoyo. Oh, cómo me gustaría no tener que prescindir de ellos.
      Siendo lo que es la escuela pública, no mejoraron, claro está. Empeoraron, y empezaron a decir Vete-a-chuparle-la-polla-a-tu-padre. Creo que ni siquiera sabían lo que decían.
      Jamás robaban. Tenían una navajita, casi de juguete. Empujaban a la gente en los toboganes y, cuando jugaban, tiraban al suelo a quien podían. No serían capaces de matar a nadie, creo yo.
      Decían muchas palabrotas, y se peleaban mucho. Normalmente había alguien que se metía primero con ellos, o que les insultaba primero. Entonces ellos se sentían con derecho a responder con insultos o con puñetazos.
      Un día, no más tarde de lo esperado, Chuchi Gómez resbaló en un charco de aceite de oliva que había dejado una señora a la que se le había caído una botella. La señora recogió los trozos de cristal, pero dejó el aceite. Yo tampoco habría sabido qué hacer con él, desde luego.
      Chuchi dijo, volviéndose a Yoyo que iba detrás: ¿Por qué me has empujado, cabrón?
      ¿Quién te empujó, imbécil?, dijo Yoyo.
      Eres un cabrón de mierda, tú me empujaste. Me he hecho daño en el codo, me empujaste tú.
      Aaah, vamos, yo no te empujé, dijo Yoyo.
      Te vi empujarme, noté cómo me empujabas. ¿A quién te crees tú que empujas, hijoputa?
      ¿A quién llamas tú hijoputa, bocazas? ¿Me lo dices a mí?
      Sí, dijo Chuchi, eso es lo que pienso, que eres un hijoputa, un hijoputa cabrón.
      ¿Me llamas hijoputa cabrón a mí?
      Si, a ti. Te lo llamo a ti. Mira este aceite. Sí, eso te llamo.
      Entonces Yoyo se puso muy furioso porque él y Chuchi habían planeado ir al puerto a pescar anguilas el domingo. Ahora ya no podía ir a pescar anguilas con Chuchi.
      Así que empezó a gritar: No vuelvas a meterte con mi madre, maldito Chuchi Gómez, ¿entendido? Sois unos cabrones hijoputas todos en vuestra familia, empezando por tu padre y tu madre y Eddie y Ramón y Lilli y toda tu gente incluida tu abuela.
      Luego, cogió una tabla que tenía dos clavos y le atizó a Chuchi en el hombro.
      No es ningún sitio del que salga mucha sangre, pero con el aceite y la sangre y todo eso, sólo faltaba un poquito de vinagre para poner a Chuchi en escabeche.
      Entonces Chuchi empezó a dar voces y a chillar: No me mates. Y se fue corriendo a casa con su abuela que era quien le cuidaba.
      Su abuela estaba acostada, y cuando vio a Chuchi, empezó a gritar: No aguanto más este maldito país. Matadme, os lo ruego, que alguien me mate.
      No, no, dijo Chuchi, no te preocupes tanto, abuela. No fue culpa mía. Empezó él. Será mejor que me lleves al dispensario.
      Su abuela se enfadó mucho porque a su edad no la dejaban estarse ni un minuto echada para poder gemir un poco. Pero tuvo que llevar a Chuchi al dispensario. Le pusieron un par de inyecciones para que no se le infectaran las heridas de los clavos.
      En fin, ya veis cómo llegó Yoyo a ser famoso como navajero. La gente conoce su nombre desde Greenwich House hasta Hudson Guild. Es audaz. Es un caso perdido.
      En la escuela cada día rezan por él todos los alumnos, chicos y chicas.

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Manual para las mujeres de la limpieza

Lucia Berlin (1936-2004) es hoy una cuentista estadounidense celebradísima, pero hasta hace unos pocos años era una escritora de culto, conocida por sólo unos pocos colegas y especialistas. La edición de una antología de su obra, titulada justamente como el cuento que aquí se presenta, le dio reconocimiento mundial.
      Al menos para muchas personas, la parte más llamativa de la obra de Berlin es la más superficial: el hecho de que mucho de sus narraciones proviene directamente de su vida real y sus experiencias, a veces muy duras, con el alcoholismo, la necesidad de mantener sola a sus cuatro hijos y la vida precaria que, pese a la prosperidad de los Estados Unidos en su conjunto, padecen millones de sus habitantes. Sin embargo, estos mismos temas podrían tratarse de manera rutinaria, meramente sensacionalista; por el contrario, lo que vuelve memorables las narraciones de Berlin es su uso del lenguaje, y sobre todo la velocidad, eficacia y originalidad de sus descripciones, que muestran una capacidad de observación extraordinaria.
      Todo esto se puede ver en «Manual para las mujeres de la limpieza»: una narración en varias etapas (marcadas por diferentes trayectos en autobús) de una protagonista que limpia casas ajenas y revela una vida rica y compleja a la vez que difícil. Esta traducción de “A Manual For Cleaning Women” es de Eugenia Vázquez Nacarino y apareció en la edición del libro publicada por Alfaguara. La transcripción proviene de aquí.

Lucia Berlin (fuente)

MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA
Lucia Berlin

42–PIEDMONT. Autobús lento hasta Jack London Square. Sirvientas y ancianas. Me senté al lado de una viejecita ciega que estaba leyendo en Braille; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencioso, línea tras línea. Era relajante mirarla, leer por encima de su hombro. La mujer se bajó en la calle 29, donde se han caído todas las letras del cartel PRODUCTOS NACIONALES ELABORADOS POR CIEGOS, excepto CIEGOS.
      La calle 29 también es mi parada, pero tengo que ir hasta el centro a cobrar el cheque de la señora Jessel. Si vuelve a pagarme con un cheque, lo dejo. Además, nunca tiene suelto para el desplazamiento. La semana pasada hice todo el trayecto hasta el banco pagándolo de mi bolsillo, y se había olvidado de firmar el cheque.
      Se olvida de todo, incluso de sus achaques. Mientras limpio el polvo los voy recogiendo y los dejo en el escritorio. 10 A. M. NÁUSEAS en un trozo de papel en la repisa de la chimenea. DIARREA en el escurridero. LAGUNAS DE MEMORIA Y MAREO encima de la cocina. Sobre todo se olvida de si tomó el fenobarbital, o de que ya me ha llamado dos veces a casa para preguntarme si lo ha hecho, dónde está su anillo de rubí, etcétera.
      Me sigue de habitación en habitación, repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Voy a acabar tan chiflada como ella. Siempre digo que no voy a volver, pero me da lástima. Soy la única persona con quien puede hablar. Su marido es abogado, juega al golf y tiene una amante. No creo que la señora Jessel lo sepa, o que se acuerde. Las mujeres de la limpieza lo saben todo.
      Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta. No queremos la calderilla de los ceniceros.
      A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el rumor de que para poner a prueba la honestidad de una mujer de la limpieza hay que dejar un poco de calderilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con rosas pintadas a mano. Mi solución es añadir siempre algunos peniques, incluso una moneda de diez centavos.
      En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: «Debajo de su almohada, detrás del inodoro verde sauce». Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.
      Hoy he robado un frasco de semillas de sésamo Spice Islands. La señora Jessel apenas cocina. Cuando lo hace, prepara pollo al sésamo. La receta está pegada en la puerta del armario de las especias, por dentro. Guarda una copia en el cajón de los sellos y los cordeles, y otra en su agenda. Siempre que encarga pollo, salsa de soja y jerez, pide también un frasco de semillas de sésamo. Tiene quince frascos de semillas de sésamo. Catorce, ahora.
      Me senté en el bordillo a esperar el autobús. Otras tres sirvientas, negras con uniforme blanco, se quedaron de pie a mi lado. Son viejas amigas, hace años que trabajan en Country Club Road. Al principio todas estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a Piedmont pasa solo una vez cada hora.
      Fumé mientras ellas comparaban el botín. Cosas que se habían llevado… laca de uñas, perfume, papel higiénico. Cosas que les habían dado… pendientes desparejados, veinte perchas, sujetadores rotos.
      (Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento).
      Para meterme en la conversación les enseñé mi frasco de semillas de sésamo. Se rieron a carcajadas.
      —¡Ay, chica! ¿Semillas de sésamo?
      Me preguntaron cómo aguantaba tanto con la señora Jessel. La mayoría no repiten más de tres veces. Me preguntaron si es verdad que tiene ciento cuarenta pares de zapatos. Sí, pero lo malo es que la mayoría son idénticos.
      La hora pasó volando. Hablamos de las señoras para las que trabajamos. Nos reímos, no sin un poso de amargura.
      Las mujeres de la limpieza de toda la vida no me aceptan de buenas a primeras. Y además, me cuesta conseguir trabajo en esto, porque soy «instruida». Sé que ahora mismo no puedo buscarme otra cosa. He aprendido a contarles a las señoras desde el principio que mi marido alcohólico acaba de morir y me he quedado sola con mis cuatro hijos. Hasta ahora nunca había trabajado, criando a los niños y demás.
 
43–SHATTUCK–BERKELEY. Los bancos con carteles de SATURACIÓN PUBLICITARIA están empapados todas las mañanas. Le pedí fuego a un hombre y me dio la caja de cerillas. EVITEMOS EL SUICIDIO. Era de esas que, absurdamente, llevan la banda de fósforo detrás. Más vale prevenir.
      Al otro lado de la calle, la mujer de la tintorería estaba barriendo la acera. A ambos lados de su puerta revoloteaban hojas y basura. Ahora es otoño, en Oakland.
      Esa misma tarde, al volver de limpiar en casa de Horwitz, la acera de la tintorería volvía a estar cubierta de hojas y porquería. Tiré mi billete de transbordo. Siempre compro billete de transbordo. A veces los regalo, pero normalmente me los quedo.
      Ter solía burlarse de esa manía mía de guardarlo siempre todo.
      —Vamos, Maggie May, en este mundo no te puedes aferrar a nada. Excepto a mí, quizá.
      Una noche en Telegraph Avenue me desperté al notar que me ponía la anilla de una lata de Coors en la palma de la mano y me cerraba el puño. Abrí los ojos y lo vi sonriendo. Terry era un vaquero joven, de Nebraska. No le gustaba ver películas extranjeras. Ahora sé que era porque no le daba tiempo a leer los subtítulos.
      Las raras veces que Ter leía un libro, arrancaba las páginas a medida que las pasaba y las iba tirando. Al volver a casa, donde las ventanas siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un remolino de hojas en la habitación, como palomas en un aparcamiento del Safeway.
 
33–BERKELEY EXPRESS. ¡El autobús se perdió! El conductor se pasó de largo en el desvío de SEARS para tomar la autopista. Todo el mundo empezó a tocar el timbre mientras el hombre, avergonzado, giraba a la izquierda en la calle 27. Acabamos atascados en un callejón sin salida. La gente se asomaba a las ventanas a ver el autobús. Cuatro hombres se bajaron para ayudarle a retroceder entre los coches que había aparcados en la calle estrecha. Una vez en la autopista, empezó a acelerar como un loco. Daba miedo. Hablábamos unos con otros, emocionados por el suceso.
      Hoy toca la casa de Linda.
      (Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de caerte bien, por lo mismo).
      Pero Linda y Bob son buenos amigos, de hace tiempo. Siento su calidez aunque no estén ahí. Esperma y confitura de arándanos en las sábanas. Quinielas del hipódromo y colillas en el cuarto de baño. Notas de Bob a Linda: «Compra tabaco y lleva el coche a… du-duá, du-duá». Dibujos de Andrea con amor para mamá. Cortezas de pizza. Limpio los restos de coca del jespejo con Windex.
      Es el único sitio donde trabajo que no está impecable, para empezar. Más bien está hecho un asco. Cada miércoles subo como Sísifo las escaleras que llevan al salón de su casa, donde siempre parece que estén en mitad de una mudanza.
      No gano mucho dinero con ellos porque no les cobro por horas, ni el transporte. No me dan la comida, por supuesto. Trabajo duro de verdad. Pero también paso muchos ratos sentada, me quedo hasta muy tarde. Fumo y leo el New York Times, libros porno, Cómo construir una pérgola. Sobre todo miro por la ventana la casa de al lado, donde viví un tiempo. El 2129 ½ de Russell Street. Miro el árbol que da peras de madera, con las que Ter hacía tiro al blanco. En la cerca brillan los perdigones incrustados. El rótulo de BEKINS que iluminaba nuestra cama por la noche. Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de día.
 
40–TELEGRAPH AVENUE–ASILO DE MILLHAVEN. Cuatro ancianas en sillas de ruedas contemplan la calle con mirada vidriosa. Detrás, en el puesto de enfermeras, una chica negra preciosa baila al son de «I Shot the Sheriff». La música está alta, incluso para mí, pero las ancianas ni siquiera la oyen. Más abajo, tirado en la acera, hay un cartel burdo: INSTITUTO DEL CÁNCER 13:30.
      El autobús se retrasa. Los coches pasan de largo. La gente rica que va en coche nunca mira a la gente de la calle, para nada. Los pobres siempre lo hacen… De hecho, a veces parece que simplemente vayan en el coche dando vueltas, mirando a la gente de la calle. Yo lo he hecho. La gente pobre está acostumbrada a esperar. La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera.
      Mientras esperábamos el 40, nos pusimos a mirar el escaparate de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE. Mill había nacido en un molino, en Georgia. Estaba tumbado sobre una hilera de cinco lavadoras, instalando un televisor enorme en la pared. Addie hacía pantomimas para nosotros, simulando que el televisor se iba a caer en cualquier momento. Los transeúntes se paraban también a mirar a Mill. Nos veíamos reflejados en la pantalla, como en un programa de cámara oculta.
      Calle abajo hay un gran funeral negro en FOUCHÉ. Antes pensaba que el cartel de neón decía «touché», y siempre imaginaba a la muerte enmascarada, apuntándome al corazón con un florete.
      He reunido ya treinta pastillas, entre los Jessel, los Burn, los McIntyre, los Horwitz y los Blum. En cada una de esas casas donde trabajo hay un arsenal de anfetas o sedantes que bastaría para dejar fuera de circulación a un Ángel del Infierno durante veinte años.
 
18–PARK BOULEVARD–MONTCLAIR. Centro de Oakland. Hay un indio borracho que ya me conoce, y siempre me dice: «Qué vueltas da la vida, cielo».
      En Park Boulevard un furgón azul de la policía del condado, con las ventanas blindadas. Dentro hay una veintena de presos de camino a comparecer ante el juez. Los hombres, encadenados juntos y vestidos con monos naranjas, se mueven casi como un equipo de remo. Con la misma camaradería, a decir verdad. El interior del furgón está oscuro. En la ventanilla se refleja el semáforo. Ámbar DESPACIO DESPACIO. Rojo STOP STOP.
      Una hora larga de modorra hasta las colinas neblinosas de Montclair, un próspero barrio residencial. Solo van sirvientas en el autobús. Al pie de la Iglesia Luterana de Sion hay un letrero grande en blanco y negro que dice PRECAUCIÓN: TERRENO RESBALADIZO. Cada vez que lo veo, se me escapa la risa. Las otras mujeres y el conductor se vuelven y me miran. A estas alturas ya es un ritual. En otra época me santiguaba automáticamente cuando pasaba delante de una iglesia católica. Tal vez dejé de hacerlo porque en el autobús la gente siempre se daba la vuelta y miraba. Sigo rezando automáticamente un avemaría, en silencio, siempre que oigo una sirena. Es un incordio, porque vivo en Pill Hill, un barrio de Oakland lleno de hospitales; tengo tres a un paso.
      Al pie de las colinas de Montclair mujeres en Toyotas esperan a que sus sirvientas bajen del autobús. Siempre me las arreglo para subir a Snake Road con Mamie y su señora, que dice: «¡Caramba, Mamie, tú tan preciosa con esa peluca atigrada, y yo con esta facha!». Mamie y yo fumamos.
      Las señoras siempre suben la voz un par de octavas cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos.
      (Mujeres de la limpieza: nunca os hagáis amigas de los gatos, no les dejéis jugar con la mopa, con los trapos. Las señoras se pondrán celosas. Aun así, nunca los ahuyentéis de malos modos de una silla. En cambio, haceos siempre amigas de los perros, pasad cinco o diez minutos rascando a Cherokee o Smiley nada más llegar. Acordaos de bajar la tapa de los inodoros. Pelos, goterones de baba).
      Los Blum. Este es el sitio más raro en el que trabajo, la única casa realmente bonita. Los dos son psiquiatras. Son consejeros matrimoniales, con dos «preescolares» adoptados.
      (Nunca trabajéis en una casa con «preescolares». Los bebés son geniales. Puedes pasar horas mirándolos, acunándolos en brazos. Con los críos más mayores… solo sacarás alaridos, Cheerios secos, hacerte inmune a los accidentes y el suelo lleno de huellas del pijama de Snoopy).
      (Nunca trabajéis para psiquiatras, tampoco. Os volveréis locas. Yo también podría explicarles a ellos un par de cosas… ¿Zapatos con alzas?).
      El doctor Blum está en casa, otra vez enfermo. Tiene asma, por el amor de Dios. Va dando vueltas en albornoz, rascándose una pierna peluda y pálida con la alpargata.La, la, la, la, Mrs. Robinson… Tiene un equipo estéreo de más de dos mil dólares y cinco discos. Simon & Garfunkel, Joni Mitchell y tres de los Beatles.
      Se queda en la puerta de la cocina, rascándose ahora la otra pierna. Me alejo contoneándome con la fregona hacia el office, mientras él me pregunta por qué elegí este tipo de trabajo en particular.
      —Supongo que por culpabilidad, o por rabia —digo con desgana.
      —Cuando se seque el suelo, ¿podré prepararme una taza de té?
      —Mire, vaya a sentarse. Ya se lo preparo yo. ¿Azúcar o miel?
      —Miel. Si no es mucha molestia. Y limón, si no es…
      —Vaya a sentarse —le llevo el té.
      Una vez le traje una blusa negra de lentejuelas a Natasha, que tiene cuatro años, para que se engalanara. La doctora Blum puso el grito en el cielo y dijo que era sexista. Por un momento pensé que me estaba acusando de intentar seducir a Natasha. Tiró la blusa a la basura. Conseguí rescatarla y ahora me la pongo de vez en cuando, para engalanarme.
      (Mujeres de la limpieza: aprenderéis mucho de las mujeres liberadas. La primera fase es un grupo de toma de conciencia feminista; la segunda fase es una mujer de la limpieza; la tercera, el divorcio).
      Los Blum tienen un montón de pastillas, una plétora de pastillas. Ella tiene estimulantes, él tiene tranquilizantes. El señor doctor Blum tiene pastillas de belladona. No sé qué efecto hacen, pero me encantaría llamarme así.
      Una mañana los oí hablando en el office de la cocina y él dijo: «¡Hagamos algo espontáneo hoy, llevemos a los niños a volar una cometa!».
      Me robó el corazón. Una parte de mí quiso irrumpir en la escena como la sirvienta de la tira cómica del Saturday Evening Post. Se me da muy bien hacer cometas, conozco varios sitios con buen viento en Tilden. En Montclair no hay viento. La otra parte de mí encendió la aspiradora para no oír lo que ella le contestaba. Fuera llovía a cántaros.
      El cuarto de los juguetes era una leonera. Le pregunté a Natasha si Todd y ella realmente jugaban con todos aquellos juguetes. Me dijo que los lunes al levantarse los tiraban por el suelo, porque era el día que iba yo a limpiar.
      —Ve a buscar a tu hermano —le dije.
      Los había puesto a recoger cuando entró la señora Blum. Me sermoneó sobre las interferencias y me dijo que se negaba a «imponer culpabilidad o deberes» a sus hijos. La escuché, malhumorada. Luego, como si se le ocurriera de pronto, me pidió que desenchufara el frigorífico y lo limpiara con amoniaco y vainilla.
      ¿Amoniaco y vainilla? A partir de ahí dejé de odiarla. Una cosa tan simple. Me di cuenta de que realmente quería vivir en un hogar acogedor, que no quería imponer culpabilidad o deberes a sus hijos. Más tarde me tomé un vaso de leche, y sabía a amoniaco y vainilla.
 
40–TELEGRAPH AVENUE–BERKELEY. Lavandería de Mill y Addie. Addie está sola dentro, limpiando los cristales del escaparate. Detrás de ella, encima de una lavadora, hay una enorme cabeza de pescado en una bolsa de plástico. Ojos ciegos y perezosos. Un amigo, el señor Walker, les lleva cabezas de pescado para hacer caldo. Addie traza círculos inmensos de espuma blanca en el vidrio. Al otro lado de la calle, en la guardería St. Luke, un niño cree que lo está saludando. La saluda, haciendo los mismos gestos con los brazos. Addie para, sonríe y lo saluda de verdad. Llega mi autobús. Toma Telegraph Avenue hacia Berkeley. En el escaparate del SALÓN DE BELLEZA VARITA MÁGICA hay una estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Al lado, tienda de ortopedia con dos manos suplicantes y una pierna.
      Ter se negaba a ir en autobús. Ver a la gente ahí sentada lo deprimía. Le gustaban las estaciones de autobuses, en cambio. Íbamos a menudo a las de San Francisco y Oakland. Sobre todo a la de Oakland, en San Pablo Avenue. Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue.
      Él era como el vertedero de Berkeley. Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.
      No sé cómo salir adelante ahora que estás muerto, Ter. Aunque eso ya lo sabes.
      Es como aquella vez en el aeropuerto, cuando estabas a punto de embarcar para Albuquerque.
      —Mierda, no puedo irme. Nunca vas a encontrar el coche.
      O aquella otra vez, cuando te ibas a Londres.
      —¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie? —repetías sin parar.
      —Haré macramé, chaval.
      —¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie?
      —¿De verdad crees que te necesito tanto?
      —Sí —contestaste. Sin más, una afirmación rotunda de Nebraska.
      Mis amigos dicen que me recreo en la autocompasión y el remordimiento. Que ya no veo a nadie. Cuando sonrío, sin querer me tapo la boca con la mano.
      Voy juntando somníferos. Una vez hicimos un pacto: si para 1976 las cosas no se arreglaban, nos mataríamos a tiros al final del muelle. Tú no te fiabas de mí, decías que te dispararía y echaría a correr, o me mataría yo primero, cualquier cosa. Estoy harta de bregar, Ter.
 
58–UNIVERSIDAD–ALAMEDA. Las viejecitas de Oakland van todas al centro comercial Hink, en Berkeley. Las viejecitas de Berkeley van al centro comercial Capwell, en Oakland. En este autobús todos son jóvenes y negros, o viejos y blancos, incluidos los conductores. Los conductores viejos blancos son cascarrabias y nerviosos, especialmente en la zona del Politécnico de Oakland. Siempre paran con un frenazo, gritan a los que fuman o van escuchando la radio. Dan bandazos y se detienen en seco, haciendo que las viejecitas se choquen contra las barras. A las viejecitas les salen cardenales en los brazos, instantáneamente.
      Los conductores jóvenes negros van rápido, surcan Pleasant Valley Road pasándose todos los semáforos en ámbar. Sus autobuses son ruidosos y echan humo, pero no dan bandazos.
      Hoy me toca la casa de la señora Burke. También tengo que dejarla. Ahí nunca cambia nada. Nunca hay nada sucio. Ni siquiera entiendo para qué voy. Hoy me sentí mejor. Al menos he entendido lo de las treinta botellas de Lancers Rosé. Antes había treinta y una. Por lo visto ayer fue su aniversario de bodas. Encontré dos colillas de cigarrillo en el cenicero del marido (en lugar de la que hay siempre), una copa de vino (ella no bebe) y la botella en cuestión. Los trofeos de petanca estaban ligeramente desplazados. Nuestra vida juntos.
      Ella me enseñó mucho sobre el gobierno de la casa. Coloca el rollo de papel de váter de manera que salga por abajo. Abre la lengüeta del detergente solo hasta la mitad. Quien guarda halla. Una vez, en un ataque de rebeldía, rasgué la lengüeta de un tirón con tan mala suerte que el detergente se vertió y cayó en los quemadores de la cocina. Un desastre.
      (Mujeres de la limpieza: que sepan que trabajáis a conciencia. El primer día dejad todos los muebles mal colocados, que sobresalgan un palmo o queden un poco torcidos. Cuando limpiéis el polvo, poned los gatos siameses mirando hacia otro lado, la jarrita de la leche a la izquierda del azucarero. Cambiad el orden de los cepillos de dientes).
      Mi obra maestra en este sentido fue cuando limpié encima del frigorífico de la señora Burke. A ella no se le escapa nada, pero si yo no hubiera dejado la linterna encendida no se habría dado cuenta de que me había entretenido en rascar y engrasar la plancha, en reparar la figurita de la geisha, y de paso en limpiar la linterna.
      Hacer mal las cosas no solo les demuestra que trabajas a conciencia, sino que además les permite ser estrictas y mandonas. A la mayoría de las mujeres estadounidenses les incomoda mucho tener sirvientas. No saben qué hacer mientras estás en su casa. A la señora Burke le da por repasar la lista de felicitaciones de Navidad y planchar el papel de regalo del año anterior. En agosto.
      Procurad trabajar para judíos o negros. Te dan de comer. Pero sobre todo porque las mujeres judías y negras respetan el trabajo, el trabajo que haces, y además no se avergüenzan en absoluto de pasarse el día entero sin hacer nada de nada. Para eso te pagan, ¿no?
      Las mujeres de la Orden de la Estrella de Oriente son otra historia. Para que no se sientan culpables, intentad siempre hacer algo que ellas no harían nunca. Encaramaos a los fogones para restregar del techo las salpicaduras de una Coca-Cola reventada. Encerraos dentro de la mampara de la ducha. Retirad todos los muebles, incluido el piano, y ponedlos contra la puerta. Ellas nunca harían esas cosas, y además así no pueden entrar.
      Menos mal que siempre están enganchadas como mínimo a un programa de televisión. Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y me tumbo debajo del piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si acaso. Simplemente me quedo ahí tumbada, tarareando y pensando. No quise identificar tu cadáver, Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir.
      El piano de los Burke lo dejo para el final. Lo malo es que la única partitura que hay en el atril es el himno de la Marina. Siempre acabo marchando a la parada del autobús al ritmo de «From the Halls of Montezuma…».
 
58–UNIVERSIDAD–BERKELEY. Un conductor viejo blanco cascarrabias. Lluvia, retrasos, gente apretujada, frío. Navidad es una mala época para los autobuses. Una hippy joven colocada empezó a gritar «¡Quiero bajarme de este puto autobús!». «¡Espera a la próxima parada!», le gritó el conductor. Una mujer de la limpieza gorda que iba sentada delante de mí vomitó y ensució las galochas de la gente y una de mis botas. El olor era asqueroso y varias personas se bajaron en la siguiente parada, como ella. El conductor paró en la gasolinera Arco de Alcatraz y trajo una manguera para limpiarlo, pero lo único que hizo fue echarlo hacia atrás y encharcar aún más el suelo. Estaba colorado y rabioso, y se saltó un semáforo; nos puso a todos en peligro, dijo el hombre que había a mi lado.
      En el Politécnico de Oakland una veintena de estudiantes con radios esperaban detrás de un hombre prácticamente impedido. La Seguridad Social está justo al lado del Politécnico. Mientras el hombre subía al autobús, con muchas dificultades, el conductor gritó «¡Ah, por el amor de Dios!», y el hombre pareció sorprendido.
      Otra vez la casa de los Burke. Ningún cambio. Tienen diez relojes digitales y los diez están en hora, sincronizados. El día que me vaya, los desenchufaré todos.
      Finalmente dejé a la señora Jessel. Seguía pagándome con un cheque, y en una ocasión me llamó cuatro veces en una sola noche. Llamé a su marido y le dije que tengo mononucleosis. Ella no se acuerda de que me he ido, anoche me llamó para preguntarme si la había visto un poco pálida. La echo de menos.
      Una señora nueva, hoy. Una señora de verdad.
      (Nunca me veo como «señora de la limpieza», aunque así es como te llaman: su señora o su chica).
      La señora Johansen. Es sueca y habla inglés con mucha jerga, como los filipinos.
      Cuando abrió la puerta, lo primero que me dijo fue: «¡Santo cielo!».
      —Uy. ¿Llego demasiado pronto?
      —En absoluto, querida.
      Invadió el escenario. Una Glenda Jackson de ochenta años. Quedé hechizada. (Mirad, ya estoy hablando como ella). Hechizada en el recibidor.
      En el recibidor, antes incluso de quitarme el abrigo, el abrigo de Ter, me puso al día sobre su ida.
      Su marido, John, había muerto hacía seis meses. A ella lo que más le costaba era dormir. Se aficionó a hacer puzles. (Señaló la mesita de la sala de estar, donde el Monticello de Jefferson estaba casi terminado, salvo por un agujero protozoario, arriba a la derecha).
      Una noche se enfrascó tanto en el puzle que ni siquiera durmió. Se olvidó, ¡se olvidó de dormir! Y hasta de comer, para colmo. Cenó a las ocho de la mañana. Luego se echó una siesta, se despertó a las dos, desayunó a las dos de la tarde y salió y se compró otro puzle.
      Cuando John vivía era Desayuno a las 6, Almuerzo a las 12, Cena a las 6. Los tiempos han cambiado, ¡a mí me lo van a decir!
      —Así que no, querida, no llegas demasiado pronto —concluyó—. Solo que quizá me vaya de cabeza a la cama en cualquier momento.
      Yo seguía de pie en el recibidor, acalorada, sin apartar la mirada de los ojos radiantes y somnolientos de mi nueva señora, como si los cuervos fueran a hablar.
      Lo único que tenía que hacer era limpiar las ventanas y aspirar la moqueta; pero antes de aspirar la moqueta, encontrar la pieza que faltaba del puzle. Cielo con unas hojas de arce. Sé que se ha perdido.
      Disfruté en el balcón, limpiando las ventanas. Aunque hacía frío, el sol me calentaba la espalda. Dentro, ella siguió con su puzle. Absorta, pero sin dejar de posar en ningún momento. Se notaba que había sido muy hermosa.
      Después de las ventanas vino la tarea de buscar la pieza del puzle. Repasar centímetro a centímetro la alfombra verde, encontrar entre las largas hebras migas de biscotes, gomas elásticas del Chronicle. Estaba encantada, era el mejor trabajo que había tenido nunca. A ella le «importaba un rábano» si fumaba o no, así que seguí gateando por el suelo mientras fumaba, deslizando el cenicero a mi lado.
      Encontré la pieza lejos de la mesita donde estaba el puzle, al otro lado del salón. Era cielo, con unas hojas de arce.
      —¡La encontré! —gritó—. ¡Sabía que se había perdido!
      —¡Yo la he encontrado! —exclamé.
      Entonces pude pasar la aspiradora, y entretanto ella terminó el puzle con un suspiro. Al irme le pregunté cuándo creía que me necesitaría otra vez.
      —Ah… ¿qué será, será? —dijo ella.
      —Lo que tenga que ser… será —dije, y las dos nos reímos.
      Ter, en realidad no tengo ningunas ganas de morir.
 
40–TELEGRAPH AVENUE. Parada del autobús delante de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE, que está abarrotada de gente haciendo turno para las lavadoras, pero en un clima festivo, como si esperaran una mesa. Charlan de pie al otro lado de la vidriera, tomando latas verdes de Sprite. Mill y Addie alternan como estupendos anfitriones, dando cambio a los clientes. En la televisión, la Orquesta Estatal de Ohio toca el himno nacional. Arrecia la nieve en Michigan.
      Es un día frío, claro de enero. Cuatro motoristas con patillas aparecen por la esquina de la calle 29 como la cola de una cometa. Una Harley pasa muy despacio por delante de la parada del autobús y varios críos saludan al motorista greñudo desde la caja de una ranchera, una Dodge de los años cincuenta. Lloro, al fin.

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